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Instituto Universitario Tecnología de Venezuela

Lenguaje y comunicación

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Anécdota de vida

Semestre II

Miguel Angel Ayala Rojas

Codigo: 2013217
Cada vez que cerraba los ojos, veía una ola –que era siempre distinta–
formándose en un horizonte de mar calmo. La sensación era tan vívida y tan
cercana, que en un primer momento me asustó.

–¿Estaré loco? –me preguntaba.

Pese a la sorpresa que me causaba la aparición de esta imagen, tengo que


reconocer que me producía una sensación bastante agradable contemplarla.

–Quédate tranquilo, no estás loco por eso. A mí a veces me pasa lo mismo. Ojo,
no te hagas el vivo: dije que no estabas loco por eso, pero hay otras cosas tuyas
que…

Cuando comenté esta impresión con mis amigos y compañeros de este último
viaje, me sentí un poco más aliviado: compartíamos la misma clase de locura –y
tal vez por eso nos llevamos bien–. A medida que lo fui hablando con más gente
este verano, me encontré con que algunos hasta llegaban a ver olas con gente
surfeándolas –no era mi caso–, después de haber estado mucho tiempo en el
mar.

Este año, mucho más que otros, empecé a disfrutar muchísimo del momento
posterior a haber pasado la rompiente. Contemplar ese horizonte infinito de agua
y cielo, siempre cambiante, me resultaba fascinante. Elegir la ola, acertar, o ser
engañado por una que promete a lo lejos, y termina por achatarse más cerca de
la rompiente… Descubrir una ola que parecía chiquita pero que, dentro de la
pared, descubrimos que es fuerte… Pero yo hablaba de contemplar las olas, verlas
formarse, mirar algunas pasar…

Empecé a sentir que ese momento casi contemplativo era tan lindo como estar en
la ola –y eso que este año agarré algunas bastante buenas–, que lo hermoso del
surf no es solamente estar arriba. También me fui figurando que las olas tenían
cierta identidad diferencial cuando se estaban formando, que las espumas eran
mucho más parecidas todas entre sí. Comencé a pensar en que el momento en
que la ola se estaba haciendo era el que teníamos para actuar: era ahi cuando
debíamos decidir remar en su búsqueda, o bien movernos para pasarla por arriba
y evitar el golpe aplastante de la espuma. Ese momento me parece casi el de
mayor decisión del surfista, o en donde habría que poner muchas pilas.

Y esto me retrotrajo, como en el vaivén de las mareas, a mi vida personal. Se me


figuraba –y se me figura– que muchas veces pasa lo mismo con los proyectos que
tenemos o nos surgen: nuestra mayor intervención se da cuando los mismos
están formándose. Una vez que las cosas se encaminan, casi van solas (para bien
o para mal).

De todas formas, yo hablaba más bien del lado de afuera de la ola. Yo pensaba en
mis proyectos para este año y decía que tal vez uno puede orientar o apuntar sus
cosas hacia un lugar, mover las fichas de una determinada manera, pero que el
resultado de todo es imposible de asegurar. ¿Cómo estar seguro de que esa ola
que se está formando no se va a achatar, si hasta los locales a veces reman mal o
buscan olas finalmente poco dignas de ser surfeadas? ¿Cómo poder controlar
perfectamente la tabla en la espuma de una ola de tres metros, una vez que
bajamos? (Y esto de bajar se podría emparentar con la famosa frase de “bajar”
nuestras ideas, deseos, o lo que imaginamos, a la realidad. ¿Quién nos asegura
que se realicen tal cual lo soñamos, pese a que hicimos todo lo posible para que
así fuera?).
En todo caso, creo que el mar me enseñó a tratar de dirigirme hacia una zona, no
hacia un punto, a trazar bosquejos más que pinturas completas, a tomar cierto
gusto por lo imprevisible: el día que haya piletas con olas –todas igualmente
perfectas– por todos lados, espero poder seguir eligiendo el mar.

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