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FILÓSOFOS DE LA
ALTA EDAD
MEDIA
ANGEL J.
CAPPELLETTI
PRÓLOGO
La Alta Edad Media constituye una época doblemente oscura de la historia del
pensamiento humano: oscura en sí misma y oscura para nosotros.
De hecho, comprendió todas las tesis antitéticas en una, pues fue heredero
de una Monarquía bárbara y fundador de un Imperio nuevo (1).
Esta epístola ha sido titulada, tal vez por el mismo autor, De nihilo et
tenebris (Sobre la nada y las tinieblas).
Si alguien respondiera: Me parece que nada es, esto mismo que él cree
una negación lo obliga a confesar que es alguna cosa, al decir: Me parece
que nada es. Lo cual equivale a decir: Me parece que es alguna cosa.
Porque si algo parece que es, no puede parecer sino siendo de algún
modo.
(Si quis responderit, Videtur mihi nihil esse, ipsa ejus quam putat negatio
compellit eum fateri aliquid es se, dum dicit, Videtur mihi nihil esse. Quod
tale est quasi dicat, Videtur mihi nihil quiddam esse. Quod si aliquid esse
videtur, ut non sit quoddam modo videri non potest).
Por lo demás, este apego hacia las fórmulas es una nota constante en toda
la historia de la Escolástica. La decadencia de la misma trae aparejada, a
su vez, una nueva especie de literalismo. En los siglos XIV y XV Ockham
y los nominalistas reinciden con especial fervor en un culto de la palabra,
que preanuncia un nuevo período en la historia del pensamiento humano
(14).
(Omne itaque nomen finitum aliquid, significat ut homo, lapis, lignum. Haec
enim uba dicta fuerit, simul res quas fuerit significant intelligimus. Quippe
hominis nomen praeter differentiam aliquam positum universalitatem
hominum designat. Lapis et lignum suam similiter generalitatem
complectuntur. 1gitur nihil ad id quod significat refertur. Ex hoc etiam
probatur non posse aliquid non esse).
En este caso hay un recurso directo a la dignidad del nombre. Este es, por
esencia, significativo, y no sólo de una diferencia específica, de un propio,
de una cualidad, sino también y, sobre todo, de una esencia y de una
especie o un género.
Toda significación es lo que es. Pero nada significa algo. Por tanto, nada
es lo que es su significación, es decir, una cosa existente.
(Omnis significatio est quod esto Nihil autem aliquid significat. Igitur nihil
ejus significatio est quod est, id est, rei existentis).
Nada más lejos de Fredegiso que la teoría del lenguaje como signo
arbitrario. Ni remotamente se le ocurre una posible pluridimensionalidad
del signo lingüístico, tal como parecen haberlo entendido los estoicos en
la Antigüedad.
Dios, dice el abad de Tours, creó las cosas de la nada (ex nihilo), luego la
nada no sólo es algo, sino también algo muy importante (non solum aliquid
sit nihil sed etiam magnum quiddam).
Una conclusión semejante sólo puede obtenerse si se considera la
expresión ex nihilo según un criterio estrictamente gramatical, como
complemento de materia, algo así como si dijéramos ex lapide o ex ligno.
Aflora aquí toda su subconciencia étnica. Para un hombre de los bosques, para un
guerrero germánico, habituado a probar diariamente sus armas en el cuerpo
vegetal, animal o humano, no puede concebirse una realidad más evidente que
aquella que se presta al tacto. La vista todavía puede engañar. ¡Hay tanta niebla en
el Norte! Pero lo que ofrece resistencia al hacha o a la mano, posee siempre una
inconcusa evidencia (Quidquid enim tangi palparique potest, esse necesse est).
Es así que las tinieblas, hijas y hermanas de la nada, llegan a tener todas las
propiedades de los cuerpos. Ocupan un lugar en el espacio:
(Si lumen quod in te est, ipsae tenebrae quantae erunt! Matth. VI-LuG. XI).
Por lo cual, concluye, es probable que las tinieblas no sólo existan, sino que existan
como cuerpos (Unde probabile colligitur tenebras non solum esse sed etiam
corporales esse).
Además, está aquello que dice el Salmista: Como sus tinieblas (Sicut tenebrae ejus.
Psalm. CXXXVIII). Ahora bien, ejus es un genitivo y el genitivo indica propiedad.
Pero lo que es propiedad de alguien debe ser no sólo corpóreo sino también
corpóreamente discreto, razona implícitamente Fredegiso.
He aquí, pues, el especial carácter probatorio del versículo, de modo que las
tinieblas no sólo existen positivamente, puesto que son objeto de propiedad (Nam
omne quod possidetur, est), sino que además tienen una existencia concretísima y
una corporeidad bien individualizada, puesto que son objeto de una propiedad
personal (ejus).
Un diálogo de Platón contiene, sin duda, un gran acervo doctrinal, sostenido por
pruebas y demostraciones, y al mismo tiempo incluye casi siempre una exposición
de la doctrina de los adversarios con la consiguiente refutación. Lo mismo puede
decirse de las obras de Aristóteles o de cualquier otro filósofo griego. Pero ninguno
de ellos, que escribían para un público altamente familiarizado con la especulación,
para el cual las ideas abstractas estaban integradas en la totalidad de la vida, creyó
que podría agregar algo a la intrínseca fuerza de sus razones mediante la
disposición esquemática de los silogismos y la geométrica división de las pruebas.
En la Suma Teológica de Santo Tomás, varios siglos más tarde, se reconocerá aún,
como en las divisiones del poema dantesco y en la simetría ascendente de las
catedrales góticas, una reminiscencia (y a la vez una sublimación) de esta exigencia
primordial. La Suma, en su totalidad, se divide en tres partes; cada parte incluye
muchas cuestiones y cada cuestión se divide, a su vez, en varios artículos, que
constituyen las unidades básicas, dentro del curso expositivo de la obra.
Vienen luego (B) los argumentos contrarios a la tesis que sostiene el autor, los
cuales suelen iniciarse con la locución Videtur quod o Videtur quod non. A éstos se
agrega uno o más argumentos en favor: Sed contra. Después sigue (C) la solución
del problema: Respondeo dicendum, y la argumentación principal que suele
llamarse Corpus articuli o solutio.
Este método en su generalidad (aunque no siempre con los mismos detalles del
esquema que hemos desarrollado aquí) es común a una gran parte de las obras
escolásticas de carácter filosófico o teológico.
Alejandro de Hales, doctor irrefragabilis, había dado, pocos años antes que Santo
Tomás, un ejemplo notable en la aplicación del mismo.
Y en último término saca una conclusión: Quod si aliquid esse videtur etc. (D), en la
cual resume su sentencia, exactamente como Santo Tomás.
Este esquema se repite varias veces, más o menos en el mismo orden, lo cual nos
muestra a la obra de Fredegiso como una cuestión (quaestio), en la que se tratan
diversos aspectos (articuli) del mismo tema general.
Los argumentos toman también con frecuencia la forma extema del silogismo con
sus respectivas pruebas supsidiarias (ad majorem, ad minorem).
También en la obra del abad de Tours está ya plenamente consagrada esta unión
y esta subordinación.
Los primeros argumentos son de orden puramente filosófico, pero a éstos les siguen
varias pruebas tomadas directa o indirectamente del texto bíblico.
Pasar de la razón a la autoridad vale tanto como pasar de los argumentos más
débiles (que siempre deben exponerse primero) a los más fuertes (que hay que
guardar siempre para el final de la discusión). Y aún dentro de los argumentos de
autoridad se discierne un orden jerárquico, pues primero van los tomados del
Antiguo Testamento y después, como reservados para prestar el testimonio más
firme, los del Evangelio.
Este es el sentido de las relaciones entre filosofía y teología que prevalece en Santo
Tomás y en la Escolástica en general.
Así, pues, la obra del maestro Fredegiso nos muestra en el ingenuo y a la vez sutil
movimiento de su dialéctica, en su esquematismo expositivo y didáctico, en las
relaciones que establece entre razón y fe, un lejano pero significativo precedente de
las grandes síntesis escolásticas, configurado por las peculiaridades mentales de
los jóvenes pueblos germánicos (17).
Notas
(2) El mismo Carlos, después de haber aprendido la gramática latina con Pedro de
Pisa, comenzó a componer una gramática en su lengua materna, recopiló y mandó
copiar cantos populares e inventó nombres alemanes para los meses y los vientos.
(Cfr. A. Messer, Historia de la Pedagogía, Barcelona, 1939, p. 126).
(5) Sobre la vida y los escritos de Fredegiso de Tours, cf. Migne, Pat. Lat. v. 105,
col. 751 y 752. (Notitia historica ex Fabricio: BibUotheca Mediae et infimac
Latinitatis), Más extensamente: Ahner, Fredegis van Tours, Leipzig, 1878.
(6) Cf. Azcuini opera, en Migne, Pat. Lat. v. 101 col. 57 y sigs. (Epistola de tribus
generibus visionum), donde se contestan las preguntas de Fredegiso sobre la
Trinidad.
(7) Este monasterio fue por entonces, bajo el gobierno de Alcuino, un centro
floreciente de vida intelectual. De alli surgió Rabano Mauro, más tarde abad de
Fulda y arzobispo de Maguncia, el hombre más culto de su tiempo,
apellidado Praeceptor Germaniae.
(8) Teodulfi Aurelianensis opera, Migne, Pat. Lat., v. 105, col. 321, Ad Carolum
Regem., vs. 175-176.
(9) El tratado De nihilo et tenebris, se halla en Migne, Pat. Lat. v. 105, col. 751-756.
(10) Así por ejemplo, para el realísmo tomista la nada no puede ser pensada ni
expresada sino bajo la forma de un ente (sub specie entis), pero ella, en sí misma,
no constituye una realídad sino una simple privación que, como tal, es siempre
privación de algo y con respecto a algo. Aún tratándose de la (palabreja en griego
que nos es imposible reprodicir aquí. Aclaración de Chantal López y Omar Cortés)
aristotélíca (materia prima) no se la puede identificar con una simple nada (nihil
simpliciter). Según la interpretación de Santo Tomás, se trata de un ser
absolutamente desprovisto de toda determinación cuantitativa y cualitativa, es decir,
de una nada relativa (nihil secundum quid).
(11) Una identificación similar volvemos a encontrar en Hegel. Sólo que aquí no se
trata ya del fruto de la mentalidad bárbara e ingenua, sino, por el contrario, del
resultado de la larga maduración del intelecto germánico, que culmina así en una
crítica de la critica. De este modo, se cumple una ley que el mismo Hegel propone
como esencia de la dialéctica y se identifican los dos momentos antitéticos del
pensamiento germánico en la unidad de un mismo contenido doctrinal (ser=nada;
lógica=ontología) (Cf. Hegel, Wissenschaft der Logik. Lib. 1, Sec. 5, Cap. 1).
(11) E. Gilson, La Philosophie au Moyen Age, París 1947, pág. 196, reconociendo
que Le principe de son argumentation est que tout nom determiné signifie quelque
chose, pretende, sin embargo, justificar esa argumentación en cierta medida por
cuanto sería absurdo decir que "nihil" designa una cosa, si al mismo tiempo se
admitiese que nihil significa la nada. Y, en efecto, prosigue Gilson, esto es
precisamente lo que Fredegiso niega, porque el nihil al cual se refiere es aquel del
cual Dios sacó el mundo (ex nihilo), es decir una especie de materia común e
indiferenciada. Sin embargo, es claro que Fredegiso no habla en ninguna parte de
la materia común ni siquiera de una manera implícita. Si así fuera, hubiera empleado
otra clase de argumentos, renovando en una u otra forma la doctrina de la eternidad
del mundo o de la materia. En realidad, Fredegiso no llega a afirmar la existencia
de la nada sino a través de su fe en la significación de las palabras. El análisis
gramatical y no otra razón cualquiera de carácter metafisico es lo que fundamenta
su tesis. Lo importante aquí es reconocer el principio de la argumentación que
señala a las claras el proceso mental correspondiente, y no buscar una posible
explicación basada en analogías con doctrinas anteriores o posteriores, para excluir
el contrasentido lógico. En cuanto a las referencias de Agobardo en que aparecen
unidas la tesis de Fredegiso sobre la realidad de la nada y otra tesis suya sobre la
preexistencia de las almas, no se trata sino de un intento de interpretar conforme a
principios lógicos más estrictos dicha doctrina. Agobardo era, sin duda, un espiritu
mucho más cultivado, como lo demuestra el carácter de su refutación y la elegancia
de su estilo literario. (Compárese su latín con el de Fredegiso).
CAPÍTULO SEGUNDO
PRIMERA PARTE
En Italia, por ejemplo, veíase ya a los laicos iniciarse en los estudios que
los habilitaban para ocupar empleos públicos o para dedicarse
ulteriormente al ejercicio del derecho. Dentro de la Iglesia misma había
algunos clérigos, cuyas disposiciones espirituales tendían hacia la
sofística y que estaban poseídos de tal entusiasmo por la dialéctica y la
retórica que gustosamente ponían en segundo término a la teología (4).
Ahora bien, entre estos dialécticos y retóricos, que no sin cierta razón
pueden ser comparados a los sofistas griegos (siempre que se despoje a
la palabra sofista de su connotación fundamentalmente peyorativa), se
contaban algunos que, aunque representaran una actividad
potencialmente peligrosa para la ortodoxia (en cuanto no reconocían
ninguna instancia superior a la lógica y a la razón), eran de hecho
inofensivos, por el sencillo motivo de que no aplicaban la dialéctica sino a
cuestiones banales e intrascendentes. Tal fue el caso, por ejemplo, de
Anselmo el peripatético. Otros, como Berengario de Tours, en cambio, se
atrevieron a aplicar con todo rigor la lógica a la crítica del dogma,
reeditaron en cierto sentido el racionalismo teológico de Escoto Erígena e,
igual que éste, se hicieron merecedores de los anatemas conciliares (5).
La nota diferencial y específica de este fideismo del siglo XI, surgido como
antítesis del movimiento racionalista, es una cierta ingenuidad que
comparte a veces con el propio racionalismo, y también una estrecha
vinculación con el ascetismo monástico, que es la contraparte de la
mundanidad de la dialéctica (6).
Otloh, como otros muchos intelectuales del Medioevo estaba turbado por
el pecaminoso deleite derivado de Tulio y Virgilio, de Ovidio y Lucano. Pero
su principal tormento provenía de las dudas que surgían de sus simpatías
humanas y de motivos morales. ¿La Biblia puede ser verdad y Dios puede
ser omnipotente cuando existen el pecado y la miseria? La lucha a través
de la cual conquistó la certeza fue la suprema experiencia de su vida: fijó
sus pensamientos; sus escritos fueron fruto de la misma. Estos reflejan
alluchador y su lucha y nos revelan el retrato psicológico de un alma
medieval (8). Con el propósito de edificar a sus hermanos en religión,
refiriendo las dudas y tentaciones que había padecido y el modo en que
Dios lo había ayudado a superarlas, compuso una obra autobiográfica
titulada Libro sobre sus tentaciones, peripecias y escritos (Liber de
tentationibus suis, varia fortuna et scriptis).
Pero en el año 1038, cuando tenía poco más de treinta años, abandonó el
mundo para ingresar en el monasterio de Fonte Avellana. Un lustro más
tarde, en 1043, fue nombrado prior del mismo y como tal se empeñó, casi
con igual celo, en instaurar una estricta observancia de la regla y en
acrecentar las rentas del convento.
A su fervor ascético unió, en todo caso, una nada tibia devoción por las
dos espadas. Y si por una parte fue leal servidor de los papas León IX,
Esteban IX y Alejandro II, y gozó de especial consideración en la corte de
Nicolás II, por otra se mostró siempre súbdito fiel de los emperadores
germánicos, mantuvo con ellos cordiales relaciones y llegó a ser confesor
de la emperatriz Inés.
Por otra parte, autoridad jerárquica y orden moral-religioso eran para él por
completo inseparables. De ahí que, pese a su carácter fuertemente
autoritario, se esforzaba siempre por acatar, reverenciar y obsequiar a los
príncipes eclesiásticos y seculares. De ahí que, pese a la atracción del
claustro, no rehusara los más altos cargos en la Iglesia.
En el fondo, sin embargo, Pedro Damiano no hace otra cosa más que
reproducir la vieja doctrina del papa Gelasio I. En su Discusión
sinodal (Disputatio synodalis) se esfuerza por demostrar la necesidad de
una perfecta cooperación y de una total armonía entre el emperador y el
papa (ita sublimes istae duae persona e tanta sibimet invicem unanimitaten
jungantur, ut quodam mutua e calitatis glutino et rex in romano pontifice et
romanus pontifex inveniatur in rege) (21). Iglesia y Estado han sido
instituidos por Dios para gobernar a los hombres. A la plimera le confió la
misión de regir su alma, al segundo de gobernar su cuerpo (humanum
genus, quod per has duos apices in utraque substantia regitur).
El que doma la rabia de los tigres y las sangrientas fauces de los leones,
te convierta a tí, que hasta ahora has sido para mí un lobo, en manso
cordero.
Como ellos, y, sin duda, con más pericia que ellos, conduce sus ataques
contra la dialéctica y la retórica, mediante una profusa instrumentación
dialéctico- retórica.
Los sabios según la carne con frecuencia no consiguen lo que desean ya que,
confiados en la vanidad de su sabiduría, mientras esperan conseguirlo todo
fácilmente, creen en verdad que pueden prescindir de la ayuda de la religión y,
mientras se jactan de una vacua sabiduría, no temen vivir como ignorantes (in
sapientiae quippe suae vanitate confisi, dum sperant facile sibi cuneta suppetere,
arbitrantur utique se religionis testimonio non egere, et dum inanem sapientiam
iactant, in sipiellter vivere non formidano) (25).
En cambio, los sabios según el espíritu, aunque ignoran las letras, sobrepasan a los
gramáticos y filósofos en el conocimiento de la palabra divina y en la profundidad
de sus consejos, de tal modo que quien quiera a ellos recurrir para consultados
sobre cualquier asunto referente a la vida espiritual, al recibir su palabra, confía en
ella como si hubiese escuchado el oráculo de un profeta (26).
En efecto, así como la sabiduría celeste engendra para la Iglesia hijos celestes y
legítimos, así la prudencia terrena hace espúreos a los hijos terrenos (sicut caelestis
sapientia caelestes facit et legitimos Eclessiae filios, ita terrena prudentia terrenos
reddit spurios) (27).
Carece, pues, de todo sentido decir, como Brezzi, que las intemperancias verbales
del autor, demasiado repetidas, han de ser corregidas con esta apropiada precisión,
esto es, con la distinción de dos clases de sabiduría (28).
Tú, dice dirigiéndose al joven Ariprando, has buscado la entrada a la verdadera luz
antes de conseguir la ciega sabiduría de los filósofos (ante veri luminis aditum
requisisti quam caecam philosophorum sapientiam disceres) (29), y no debes
arrepentirte ni dejarte turbar por el demonio, que es el verdadero inventor y promotor
rle las artes liberales y, en primer lugar, de la gramática.
(vis grammaticam discere? disce Deum pluraliter declinare. Artifex enim doctor, dum
artem inobedientiae noviter condit, ad colendos etiam plurimos deos inauditam
mundo declinationis regulam introducit) (30).
Por eso declara Damiano en una de sus cartas: Cristo es mi gramática (mea
grammatica Christus est) (32).
Objeto de sus severas reprensiones son en particular los monjes que dejando de
lado las ocupaciones espirituales, desean aprender las necedades de la ciencia
terrena y teniendo en poco la regla de Benito se complacen en dedicarse a las reglas
de Donato (qui, relictis spiritualibus studiis, addiscere terrenae artis ineptias
concupiscunt, parvipendentes siquidem regulam Benedicti, regulis gaudent vacare
Donati) (33).
Estos que desprecian la vida monacal y la sabiduría celeste para ir en pos de las
ciencias seculares y de la sabiduría terrena ¿qué otra cosa parecen hacer si no
abandonar en el tálamo de la fidelidad a una casta esposa y descender hasta las
prostitutas de la escena? (quid aliud quam, in fidei thalamo coniugem relinquere
castam, et ad scaenicas videntur descendere prostitutas?) (34).
Estos, en verdad, olvidan que Dios es lo único que merece ser aprendido y que El
es al mismo tiempo el camino por el cual avanzamos y a través del cual obtenemos
el saber más alto, el de su propio ser (35).
Inútil les es aducir, por otra parte, que se esfuerzan tras las fruslerías de las ciencias
de afuera a fin de aprovechar más abundantemente el estudio de las cosas
divinas (quia ad hoc exteriorum artium nugis insudant ut locupletius ad studia divina
proficiun) (36). Permitir los estudios profanos a quienes, como monjes, han hecho
profesión de consagrarse a Dios, sería, para Pedro Damiano, como si una esposa
concediera a su marido el derecho de acostarse con su sierva para engendrar hijos
de ella.
Insensato sería, por otra parte, pensar que Dios necesita de la ciencia de los
hombres para llevar a feliz télmino sus propósitos. El ejemplo de una vida ascética
vale más que cualquier elocuencia, pues Dios omnipotente no precisa de nuestra
gramática para llevar en pos de sí a los hombres, ya que, aun al comienzo de la
redención humana, cuando más necesidad parecía haber de ella para esparcir las
semillas de la nueva fe, no envió a filósofos u oradores, sino más bien a individuos
simples, rústicos y pescadores (nec enim Deus omnipotens nostra grammatka
indiget, ut post se homines trahat, cum in ipso humanae redemptionis exordio, cum
magis videretur utique necessarium ad conspergenda novae fidei semina, non
miserit philosophos et oratores, sed simplices potius, idiotas ac piscatores) (37).
La historia de los santos monjes del pasado demuestra a las claras que éstos no
necesitaron en absoluto la ciencia de los hombres para obrar las mayores maravillas
y para conquistar la más sublime sabiduría. Benito, patriarca del monacato
occidental, prefirió trocar el estudio por las duras labores del campo ante el llamado
de Cristo, y pudo decir de sí mismo lo que no podrían ciertamente afirmar los sabios
geómetras y astrónomos; Martín obispo de Tours, uno de los primeros que abrazó
la vida monástica en la Europa latina, era un hombre ignorante y, sin embargo, fue
capaz de sacar del infierno las almas de tres condenados; Antonio, maestro de los
Padres del desierto y cabeza del monacato de Oriente, nada sabía de retórica, pero
se hizo famoso en el mundo entero y su nombre es recordado por la posteridad;
Hilarión, después de haberse dedicado a los estudios filosóficos, arrojó lejos de sí
a los Platones y los Pitágoras y, contentándose con los Santos Evangelios, fue a
recluirse en una cueva sepulcral (38).
El verdadero sabio, el asceta que no conoce casi las letras pero ha aprendido a
mortificar su cuerpo y a domar sus apetitos, mientras echa a puntapiés al mundo,
se burla del mismo príncipe del mundo que filosofa (dum mundum calcibus objicit,
ipsum mundi principem philosophando ludit) (39).
¿Por qué preocuparse, pues, de una sabiduría que, además de ser inútil, nos hace
semejantes a los réprobos y a los gentiles? En realidad, ¿quién enciende una
linterna para ver el sol? ¿Quién se vale de antorchas para mirar la claridad de las
estrellas brillantes? Así, quien busca a Dios y a sus santos con sincera mirada, no
necesita una extranjera luz para contemplar la luz verdadera. Pues la misma
verdadera sabiduría se manifiesta a quienes la buscan y el resplandor de la luz que
no muere se revela sin el auxilio de una luz mentirosa (Quis enim accendit lucernam
ut videat solem? quis scolacibus utitur ut stellarum micantium videat claritatem? Ita
qui Deum vel sanctos eius sincero quaerit intuitu, non indiget peregrina luce ut veram
conspiciat lucem. Ipsa quippe vera sapientia se quarentibus aperit et sine
adulterinae lucis auxilio inocciduae se fulgor ostendit) (40).
Son los demonios (que Pedro Damiano se representa de modo muy realista, como
grandes pájaros que vuelan por el aire) los que infunden en nosotros el deseo de
saber y el propósito de emprender el estudio de las artes liberales y de la filosofía
(41).
Verdad es que, escribiendo a Bonifacio, que vive fuera del claustro, parece
reconocerle el derecho a dedicarse un poco al estudio de las letras profanas (42),
pero no deja de advertirle que quienquiera dedique ya al estudio de las letras
profanas ya a cualquier cosa terrena lo que debe dedicarse principalmente al
examen íntimo para agradar a Dios, con razón perece (quisquis, ergo, sive litterarum
saecularium disciplinis, sive rebus quibusque terrenis hoc studium exhibet, quod ad
placendum Deo examinationi dumtaxat intima e principaliter debetur, merito perii)
(43). En realidad, no hay en esto sino una concesión hecha a quienes no pueden
por enfermedad de su espíritu, odiar (la vida científica y mundana), como sería
justo (nequeant prae infirmitate mentis, ut dignum est, odire) (44).
En todo caso debe quedar bien claro que, si a pesar de todo se utiliza la pericia de
la ciencia humana (la dialéctica) para explicar la palabra divina (la Sagrada
Escritura), aquélla no debe atribuirse con arrogancia el derecho dé maestra, sino
servir con reverencia, como una sirvienta a su señora (quae tamen artis humanae
peritia, si quando tractandis sacris eloquiis adhibetur, non debet ius magisterii
sibimet arroganter arripere, sed velut ancilla dominae quodam famulatus obsequio
subservire) (45).
En verdad, el alma devota de Damiano no tiene aún, como dice Prantl, el más leve
presentimiento de que también esta sirvienta puede llegar a independizarse y a
fundar un hogar propio (46).
Entre los griegos, aun el Dios supremo del Panteón olímpico, Zeus, está muy lejos
de ser razón última y clave de la Totalidad del Ser.
El mismo Zeus depende, como, todos los dioses y los hombres, del Destino
impersonal. En todo caso no es el principio de ninguna cosmogonía: al comienzo
está el Caos o Tetis y Océano etc.
No existe la noción de una creación ex nihilo. Aun aquellos filósofos que, como
Platón, se refieren a la creación del Mundo y admiten un Demiurgo, no entienden
nunca por creación sino la organización de una eterna materia preexistente. En la
mayor parte de los mitólogos y filósofos la formación del Mundo aparece como un
proceso necesario de desarrollo del Principio y se presenta como algo ajeno a toda
libre voluntad divina.
Más aún, los hombres y también los dioses, sólo son buenos, justos, bellos etc. en
cuanto se adecuan a este orden objetivo. Si Zeus es justo, ello se debe a que sus
acciones se conforman a la justicia. A ningún griego se le ocurriría decir, en cambio,
que una acción es justa porque Zeus así libremente lo dispone.
Con mayor razón lo mismo puede decirse respecto a la verdad de un juicio. Ni Zeus
ni los dioses son medidas de la verdad; antes al contrario, todos son medidos por
ella.
Nada más lejos, pues, de la concepción griega que el atribuir a Zeus o a cualquiera
de los dioses una omnipotencia en sentido absoluto. Sólo al Destino, impersonal,
parece caberle tal atributo.
No es difícil comprender por qué la concepción judeo-cristiana del mundo se
desarrolló en el contexto de la religión revelada. Si todo lo que es y todo lo que
sucede depende de la libre voluntad de Dios, todo lo que de las cosas conozcamos
nos deberá ser revelado por el mismo Dios. Si todo es contingente en sí mismo y
no tiene ninguna razón de ser sino en el arbitrio divino, la única ciencia posible
dependerá del conocimiento de tal arbitrio. Pero, como éste es inescrutable,
precisamente porque es absolutamente libre, sólo podremos conocerlo en cuanto
El mismo decida manifestársenos.
He aquí por qué el saber de Israel es un saber esencialmente religioso; por qué todo
su conocimiento del mundo y del hombre es un conocimiento revelado; por qué tuvo
a Moisés y a los profetas y por qué debía culminar en Cristo y en el Evangelio.
Si éstos surgen en Grecia es porque la cosmovisión del pueblo helénico, regida por
la idea de un orden objetivo del ser y del valer, provoca el deseo -casi se diría la
ambición- de descifrar y reconstruir mentalmente ese orden. Las preguntas por
el qué y el por qué de las cosas aparecen como válidas y posibles. Se legitima la
inquietud de la razón.
El cristianismo, apenas salido de los círculos judíos en los cuales nació y conquistó
sus primeros adeptos, se enfrentó con la concepción griega del mundo, difundida
por todo el ámbito del Imperio Romano.
En los siglos anteriores, los judíos de la Diáspora habían emprendido este camino.
Y ya en el siglo I los escritores cristianos iniciaron el laborioso proceso de síntesis
entre revelación judeocristiana y filosofía griega, que había de prolongarse con
alternativas diversas durante toda la Edad Media. San Pablo y el autor del cuarto
Evangelio son claros ejemplos de las primeras tentativas por aproximar el mensaje
de Cristo a las doctrinas estoica y platónica.
La idea del Dios, que libre y arbitrariamente constituye el ser, la verdad y el valor de
todas las cosas, es limitada por la idea de un Orden eterno y una inmutable Ley con
la cual aquélla tiende a identificarse. La idea de la creación ex nihilo se une, a su
vez, a la noción de los Arquetipos, existentes desde la eternidad en la mente divina.
Y de esta manera, junto a la revelación, se halla un lugar para la razón, y junto a la
fe, se procura un sitio para la filosofía.
Mal que les pese deben pedir armas al enemigo para poder combatirlo y suelen
confirmar así aquello de Aristóteles: Si se ha de filosofar, se ha de filosofar; si no se
ha de filosofar, se ha de filosofar, a saber, para demostrar que no se ha de filosofar.
Siempre, pues, se ha de filosofar. El propio Tertuliano, enemigo acérrimo de toda
pagana sabiduría, debe mucho a los estoicos (47).
Para defender algunas de las doctrinas que le son más caras, precisamente porque
son las que representan de modo más específico la concepción judeocristiana del
mundo, se ve obligado a recurrir, a través de pensadores cristianos como San
Agustín y el Pseudo Dionisio, a los vestigios del heleno Platón y del nada cristiano
Plotino.
No es, pues, una casualidad que su obra más conocida y, sin duda, la más
interesante desde el punto de vista de la historia del pensamiento, se titule
precisamente Sobre la divina omnipotencia (De divina omnipotentia).
Esta obra, compuesta por su autor después de haber dimitido su episcopado (ego,
itaque, episcopatu dimisso) (48), esto es, no antes del año 1067, tuvo origen en una
discusión que Pedro Damiano sostuvo con su amigo Desiderio, abad de Monte
Casino, acerca de aquella frase en que San Jerónimo afirma que ni siquiera Dios
puede devolver su virginidad a la mujer que la ha perdido.
Dios ha creado el mundo a partir de la nada (ex nihilo). Esta idea, típica de la
concepción judeo-cristiana, es asumida por Pedro Damiano en toda su amplitud y
profundidad.
Advierte muy bien que la creación que excluye toda materia preexistente, tanto fuera
del Creador como en el Creador mismo, implica un salto inconmensurable y una
contradicción ontológica. Sabe que una creación de la naturaleza ex nihilo es una
creación contra la naturaleza, puesto que contradice todo cuanto sucede en la
naturaleza. Ni siquiera se le escapa que la idea se opone abiertamente a cuanto
enseñaron los filósofos griegos. Aun sin conocer los textos al respecto, que van
desde Parménides hasta Aristóteles y desde Aristóteles hasta Plotino, se da cuenta
de que el ex nihilo nihil fit es una proposición profundamente filosófica y pagana.
A quien reflexiona con atención, le resulta evidente que, desde el comienzo del
mundo, el Creador de las cosas ha alterado como le pareció el orden de la
naturaleza; más aún, que ha hecho la misma naturaleza, por así decirlo, en cierto
modo contra la naturaleza: pues ¿por ventura no es contra la naturaleza que el
mundo sea hecho de la nada, ya que los filósofos dicen que de la nada nada se
hace?
(Consideranti plane liquido patet quoniam ab ipso mundi nascentis exordio rerum
conditor in quid voluit naturae iura mutavit, immo ipsam naturam, ut ita dixerim,
quodammodo contra naturam fecit: numquid enim contra naturam mundum ex nihil
o fieri, unde ita philosophis dicitur quia ex nihil o nihil fit) (49).
Es claro que, si en lugar de una real y propia creación ex nihilo, se tratara de una
emanación, como en Escoto Erígena, sería también lÓgicamente imposible o, por
lo menos, muy difícil concebir la producción del Universo como un acto enteramente
libre. Para Pedro Damiano la segunda tesis se vincula sin esfuerzo a la primera.
Según él, en efecto, el único motivo de la creación fue la bondad de Dios, o sea, un
arbitrio clemente, una decisión misericordiosa.
(Ad creandum igitur quod non erat, non solitudinis eum vel alicuius inopiae
necessitas impulit, sed sola propriae clementiae bonitas provocavit; nec beatitudini
eius rerum conditio conferre aliquid potuit, cum ita per se et in se sit plenus atque
perfectus ut nec existente creatura sibi aliquid accedat, nec ea pereunte
deccdat) (50).
Notas
(1) Cf. H. E. Barnes y H. Becker, Historia del pensamiento social - México - 1945 - I
p. 269-270.
(2) Según P. Orsi, el primero que se refiere de algún modo a ello es el cardenal
Baronio, en el volumen XI de sus Annales eclesiastici (1605), donde recoge
sencillamente ciertos vagos anuncios de una inminente catástrofe en autores
franceses y germánicos de la época. En realidad, prosigue el mencionado
historiador italiano, quien desarrolla la opinión del terror del año 1000 es el abate
Saverio Betinelli en su obra Del Risorgimiento d'Italia negli studi, nelle arti e neí
costumi dopo il mille (1773), seguido por Guinguené (en su Histoire litteraire d'Italie)
y luego por Michaud, Sismondi, Michelet y Cantú.
(3) Cf. G. Carducci, Dello svolgimento della letteratura nazionale I (en Prose,
Bolonia, 1904 p. 265 ss.).
(6) Hay que tener en cuenta, sin embargo, que una tendencia claramente ascética
puede hallarse en fideístas antiguos tales como Taciano y Tertuliano.
(14) Cf. E. Barnes y H. Becker, op. cit. p. 253. Sobre las teorías políticas de
Manegoldo en particular, véase el artículo de A. J. Carlyle, Manegold of Lautenbach,
en Encyclopaedia, of the Social Science.s, v. x. (cit. por Barnes y Becker).
(20) Entre éstos pueden citarse Sobre el celibato (De coelibatu), Contra los clérigos
intemperantes (Contra intemperantes clericos) etc.
(31) Ibid.
(40) Ibid.
SEGUNDA PARTE
Todas estas ideas forman parte, por lo demás, del dogma y son
inseparables de la ortodoxia católica.
Ahora bien, si ello es así, la creación del Mundo, sin dejar de ser ex
nihilo (según lo exige la concepción judeocristiana), en cierto modo no lo
es.
Las criaturas son hechas por Dios con ideas preexistentes. Y si bien es
cierto que estas ideas no son causa material de las cosas sino causa
formal externa o ejemplar de las mismas (según la terminología
escolástica), también es verdad que, tomada la doctrina
del ejemplarismo en su significación más general, supone que el mundo y
las criaturas todas preexisten de alguna manera a la Creación y que las
cosas hechas ex nihilo son en cierto sentido hechas ex ideis.
Pedro Damiano también admite que las cosas preexisten en Dios, antes
de ser creadas.
(Voluntas quippe Dei omnium rerum sive visibilium sive invisibilium causa
est ut existant, adeo ut condita quaeque, antequam ad formarum suarum
visibiles procederent species, iam veraciter atque essentialiter viverent in
sui opificis voluntate) (2).
Nótese, por otra parte, que aquí, al hablar de la preexistencia de las cosas
en la voluntad de su Hacedor (in sui opificis voluntate), no dice que las
mismas preexistan desde siempre (ab aeterno), aunque ello debería
deducirse inmediatamente de la idea de la inmutabilidad divina.
De hecho nada hay más ajeno al espíritu de Pedro Damiano que la idea
de Leibniz y Spinoza, según la cual Dios se halla sometido a las
llamadas verdades eternas. Dios no está sometido ni limitado por nada. Su
poder es absolutamente ilimitado y no hay cosa a que no alcance. Absurdo
sería creer que sólo puede hacer lo que en realidad hace.
Pensar que Dios sólo puede hacer lo que hace es para él limitar su poder
hasta el punto de hacerlo inferior al del hombre. Por eso, concluye, con no
dudosa fe debe creerse que Dios todo lo puede, tanto lo que hace como lo
que no hace (indubitabili fide credendum est Deum omnia posse, sive
faciat, sive non faciat) (6).
Consta que Dios sólo puede hacer lo que de hecho hace alguna vez.
Por consiguiente, cuando se dice que Dios no puede o no sabe hacer mal
alguno, esto no debe atribuirse a ignorancia o imposibilidad sino a la
rectitud de la voluntad eterna. Precisamente porque no quiere el mal, con
razón se dice que no sabe ni puede hacer mal alguno; pero por lo demás
todo cuanto quiere sin duda puede también hacerlo
(Roc ergo quod dicitur: Deus non posse malum aliquod vel nescire, non
referendum est ad ignorantiam vel impossibilitatem, sed ad voluntatis
perpetua e rectitudinem. Quia enim malum non vult, recte dicitur quia
necque scit neque potest aliquid malum; ceterum quicquid vult, indubitanter
et potest) (9).
Todos los males, pues, como las iniquidades y los crímenes, aun cuando
parecen ser, no son; puesto que no provienen de Dios, nada son,
precisamente porque Dios no los hizo en modo alguno y sin El nada fue
hecho.
(Mala autem quaelibet, sicut sunt iniquitates et scelera, etiam cum videntur
esse, non sunt, quia a Deo non sunt, quia videlicet Deus omnino non fecit,
sine quo factum est nihil) (11).
Nada más ajeno, pues, al ser verdadero de Dios que el mal, puro ser
aparente, y verdadera nada:
Los males, por consiguiente, aun cuando parecen ser no son, y están lejos
de Aquel que es el verdadero y supremo ser
(Mala ergo etiam cum videntur esse, non sunt, et a b eo qui vere et summe
est, procul sunt) (12).
La tesis del mal como carencia de ser y como nada, tiene, como se sabe,
origen aristotélico, pero a Pedro Damiano probablemente le haya llegado
a través de autores cristianos vinculados al neoplatonismo y en particular
a través de San Agustín. Sin embargo, no cita a ninguno de estos autores
y se limita en cambio a acumular textos bíblicos que, a su juicio,
fundamentan dicha tesis (13).
Es obvio que Dios puede hacer que los méritos de tal mujer igualen y aún
sobrepasen a los de una virgen. De hecho hemos conocido muchas
personas de uno y otro sexo que, después de los abominables halagos del
placer, llegaron a una tan grande pureza de vida religiosa que no sólo
aventajaron en santidad a todos los castos y púdicos sino que superaron
también los no despreciables méritos de muchas vírgenes (plerosque
novimus utriusque sexus homines post abominabiles voluptatis illecebras,
ad tantam religiosa e vitae pervenisse mundiciam ut, non modo castos et
pudicos quoslibet in sanctitate praecederent, sed et non contemnenda
multarum virginum merita superarent) (18).
Pero no menos evidente resulta para Pedro Damiano que Dios puede
también devolver a una mujer desflorada la condición física de la
virginidad, reparando su himen:
¿En cuanto a la carne, en verdad, quién, aunque esté loco, podría dudar
de que quien levanta a los caídos. libra a los esclavos engrillados y cura,
en fin, toda fatiga y toda enfermedad, puede reparar el himen virginal?
(Juxta carnem vero, quis etiam versanae mentis addubitet eum videlicet
qui erigit elisos, solvit compeditos, qui postremo curat omnem languorem
et omnem infirmitatem, clausulam non posse reparare virgineam?) (19).
En ningún momento dudan que Dios pueda reintegrar a una igual o aún
mayor santidad a la que ha caído o que sea capaz de reparar el himen
desflorado. Dicen simplemente esto: que nadie, ni el mismo Dios, puede
hacer que lo sucedido no haya sucedido; que nadie, ni el mismo Dios,
puede hacer que la virgen que ha sido violada no haya sido violada.
(Si Deus, ut asseris, in omnibus est omnipotens, numquid potest hoc agere
ut quae facta sunt, facta non fuerint? Potest certe facta quaeque destruere
ut iam non sint, sed videri non potest quo pacto possit efficere ut quae facta
sunt, facta non fuerint. Potest quippe fieri ut amodo et deinceps Roma non
sit: potest enim destrui; sed ut antiquitus non fuerit conclita, quomodo
possit fieri, nulla capit opinio) (20).
Dios, por lo común, crea las cosas futuras sin destruir las pasadas. A
veces, sin embargo, destruye lo ya hecho para procurar algo mejor. Así
leemos que aniquiló el mundo por el diluvio y la Pentápolis por el fuego. Y,
aunque es cierto que en estos casos quitó el ser a las cosas presentes y
futuras, y no a las pasadas, si consideramos el asunto con atención,
veremos que los hombres perversos que en tales ocasiones fueron
destruídos, por su constante tendencia al mal y al no ser, bien puede
decirse que no existían (21).
Cualquier cosa que ahora existe dice- en cuanto existe es necesario que
exista, ya que mientras es no puede no ser. Igualmente lo que va a
suceder, es imposible que no vaya a suceder, aunque existan muchas
cosas que en sí mismas son contingentes, como el que hoy vaya o no vaya
yo a caballo, el que hoy llueva o no llueva etc.
Estos hechos contingentes (utrumlibet) lo son más por la variable
naturaleza de los seres (esto es, por una razón ontológica) que por una
consecuencia de los juicios o de la predicación (esto es, por una razón
lógica).
Está dentro de todas las cosas y fuera de todas; encima de todas y debajo
de todas; es superior a todas por su poder e inferior a todas por el sostén
que les da; exterior a todas por su grandeza, interior a todas, porque las
penetra por completo: Y es, por así decirlo, un lugar sin lugar, que contiene
en sí todos los lugares, sin tener que moverse él mismo por tales lugares;
y aunque a todos los llena, no ocupa con sus partes las partes del espacio,
sino que está todo entero en todas partes, y no es más difuso en los
lugares más anchos y más recogido en los más estrechos, ni más alto en
los más sublimes, ni más bajo en los más bajos, ni mayor en las cosas
grandes ni menor en las más pequeñas, sino que es uno y el mismo, simple
e igual en todas partes (est enim, ut ita dixerim, locus inlocalis, qui sic in
se continet omnia loca, ut non moveatur ipse per loca, et cum omnia simul
impleat, non per partes sui occupat partes loci, sed totus ubique est, nec
per ampliora loca diffusior nec pero angustiora contractior, nec altior in
excelsis, nec plus humiliatus in infimis, non maior in magnis, minor in
minimis, sed unus idemque simplex et aequalis ubique) (25).
Conforme a esto, podrá decirse, pues, que el poder divino se ejerce del
mismo modo sobre el pasado que sobre el presente o el futuro.
¿Qué cosa habrá, pues, que no pueda hacer, de todas las pasadas o
futuras, aquel que fija y establece, en el presente de su majestad, sin
cambio alguno, todas las cosas pasadas o futuras; aquel ante quien
ciertamente está presente sin pasar el tiempo que precedió a aquellos
hechos y el que encierra todos los que después han de suceder?
(Quid est ergo, quod ille non valeat de praeteritis omnibus vel futuris, qui
videlicet omnia facta vel facienda sine ullo transitu defigit et statuit in suae
praesentia maiestatis? Cui profecto et illud tempus intransibiliter adest
quod ea quae facta sunt anteccesit et illud qua cuncta deinceps futura
concludit) (30).
Notas
(7) Introductio ad theologiam III 5 (Pat. lat. V. 178, col. 1096, cit. por Brezzi).
(15) Ibid.
(30) Ibid.
La ética de Abelardo
Victor Cousin opina que es el filósofo más ilustre de Francia, junto con
Descartes; Guido de Ruggiero, al contrario, le niega originalidad hasta a
su teoría de los universales.
Más agudo que erudito, más crítico que sistemático, más dotado de fuerza
analítica que de poder sintético, su pensamiento ocupa un lugar único
dentro de la Escolástica.
Sin el aliento especulativo de un Escota Erígena, sin la profundidad
metafísico-mística de un Eckhart, sin el vasto y variado saber de un Alberto
de Colonia, sin el rigor constructivo y el talento arquitectónico de un Tomás
de Aquino, Abelardo los supera a todos en la sutileza de los análisis
críticos.
(Nolo sic esse philosophus, ut recalcitrem Paulo. Non sic esse Aristoteles,
ut secludar a Christo) (2).
(Non esse meae consuetudinis per usum proficere sed per ingenium) (8).
La palabra tiene un significado más amplio, pues con ella designa nuestro
filósofo, además de los hábitos propiamente tales, todas las modalidades
caracteriológicas, tümperamentales y, en general, psico-fisiológicas que
inclinan al hombre hacia el pecado. Ello se ve claramente cuando
ejemplifica, citando el caso de quienes por su propia naturaleza o
complexión corporal (natura ipsa vel complexio corporis) tienden hacia la
lujuria o hacia la ira (ad luxuriam sicut ad iram) (13).
Más aún, hasta podría decirse que la doctrina del mal como relativo no-
ser o como carencia, es formulada en circunstancias análogas por San
Agustín y por Abelardo.
(Non ergo mala est, in quantum natura est, ulla natura; sed cuique naturae
non est malum ni si minui bono. Quod si minuendo absumeretur, sicut
nullum bonum, ita nulla natura relinqueretur) (23).
Todas las cosas que existen, en cuanto existen, son buenas y provienen
del bien; en cuanto son despojadas del bien, no existen ni son buenas.
(Quid enim aliud est nativitas sermonum sive nominum, quam hominum
institutio?).
De ahí que el sermo, como palabra apta para ser predicada, sea portadora
de un significado conferido por los hombres, traduzca
una intención humana respecto a las cosas.
Así, la ética abelardiana que, por otra parte, parecería reinvindicar más o
menos tácitamente su calidad evangélica frente a la moral judaica de las
obras externas, podría, en efecto, resumirse, con palabras casi
evangélicas, diciendo que nada de lo que sucede fuera del alma puede
manchar al alma. En realidad, muchas veces no sólo sentimos deseo de
hacer algo prohibido sino que también realizamos lo que está
objetivamente prohibido, sin que haya en ello pecado (Etsi enim velimus
vel faciamus quod non convenit, non ideo tamen peccamus, cum haec
frequenter sine peccato contingant) (36).
Así, por ejemplo, no peca la mujer violada, el hombre que por cualquier
engaño se acuesta con una mujer ajena que cree ser la suya o aquel que
erróneamente da muerte a otro, creyendo ejecutar un acto mandado por
el juez (veluti si quae vim passa cum viro alterius concubuerit; vel aliquis
quoquo modo deceptus cum ea dormierit, quam uxorem putavit; vel cum
per errorem occiderit, quem a se tamquam a judice occidendum credidit)
(37).
El diablo, que sólo puede hacer lo que Dios le permite, lleva a cabo obras
buenas cuando castiga al malvado por sus faltas o aflige al justo para
revelar su paciencia o para purificarlo. Y, sin embargo, no por eso deja de
obrar mal, pues su intención, esto es, su libre voluntad, es siempre mala
(ut voluntas ejus semper sit injusta) (40).
Dios es justo porque quiere la justicia, una acción no es justa porque Dios
quiere que lo sea (41). Podría decirse, pues, que en la concepción
abelardiana Dios deja de ser un déspota oriental para transformarse en un
gobernante griego.
Retornando la analogía que antes iniciamos, entre lógica y ética, cabe
ubicar de este modo el concepto abelardiano del pecado: así como en la
lógica, y particularmente en la teoría de los universales, se distinguen dos
planos: 1°) el ontológico (esto es, la pluralidad de las cosas, en cuanto
tienen un status común), que constituye la base, 2°) el propiamente lógico
(esto es, el mismo concepto universal), que es el centro, y 3°) el lingüístico
(esto es, el término que expresa dicho concepto), que es la parte externa,
así en la ética se diferencian igualmente tres estratos: 1°) el deseo, esto
es, la voluntad instintiva, que constituye la base, 2°) la intención, esto es,
la voluntad libre, que es el centro y el meollo, y 3°) la obra material, que
viene a ser el estrato externo.
Algunos hay que se sorprenden no poco cuando nos oyen decir que la
ejecución del pecado no se llama propiamente pecado y que nada añade
a la gravedad del mismo, ya que a los penitentes se les impone una
satisfacción más pesada por la realización de la obra que por la mancha
de la culpa.
(Sunt etiam qui non mediocriter moventur, cum audiunt nos dicere, opus
peccati non proprie peccatum dici, vel quidquam non addere ad peccati
augmentum; cur gravior satisfactio poenitentibus injugatur de operis
effectu, quam de culpae reatu) (42).
De ahí que, en rigor, todo pecado sea espiritual, ya que sÓlo el alma y no
el cuerpo, como mero objeto físico-biológico, puede despreciar a Dios. Lo
cual no obsta para que a veces se distingan los pecados espirituales
(surgidos de los vicios del alma, como la soberbia) y los pecados carnales
(provenientes de la flaqueza de la carne, como la gula).
Difícilmente se podría poner de relieve con más fuerza la idea de que los
actos exteriores son neutros e indiferentes desde el punto de vista ético.
En este y otros parecidos pasajes casi creería uno encontrar una
premonición de aquel célebre trozo de Kant: Ni en el mundo, ni, en general
fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como
bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad ... La buena
voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su
adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena
sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma ... Aun cuando, por
particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza
madrastra le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar
adelante su propósito, si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera
llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como
un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en
nuestro podersería esa buena voluntad como una joya brillante por sí
misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la
esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor (49). La diferencia
que media entre Abelardo y Kant es tan pequeña como puede ser la
diferencia que media entre un filósofo del siglo XII y otro del XVIII. Es una
diferencia mínima y, sin embargo, muy grande. Todo consiste en las
diversas maneras de interpretar el concepto básico de intención o
de voluntad libre.
Sería difícil imaginar que un pensador cristiano del siglo XII entendiera
por intención la mera convicción individual, adoptando un relativismo ético,
al estilo de los sofistas griegos. Tampoco es fácil concebir cómo podría
llegar a interpretar la intención (consensus) como respuesta positiva o
negativa, a un imperativo moral autónomo, esto es, autosuficiente y
absoluto. En verdad, es preciso reconocer que, cualesquiera hayan sido
sus avances en el camino que conduce hacia una ética autónoma,
Abelardo sigue estando todavía más cerca de Tomás de Aquino que de
Kant.
En efecto, para que una intención pueda llamarse buena -dice nuestro
filósofo- no basta que el individuo crea que sus actos son gratos a Dios; es
preciso además que realmente lo sean (Non est itaque intentio bona
dicenda quia bona videtur, sed insuper quia talis est, sicut existima tur)
(53).
Esto no quiere decir, sin embargo, que los mismos paganos, mediante las
luces de su razón, no pudieran lograr un juicio recto. Por eso, al igual que
los Padres griegos, insiste en la idea de un Cristo esencial, siempre
presente en el alma de los hombres y fuente de toda sabiduria (56).
Por eso, sostiene inclusive que algunos hombres que vivieron antes de
Cristo llegaron a conocer los misterios de la fe, como la Trinidad y la
Encarnación. Por otra parte, la introducción de un elemento ajeno a la
voluntad libre, en la determinación de la positiva bondad moral, no significa
una inconsecuencia en la doctrina ética de Abelardo.
Tanto Cristo como su discípulo Esteban, al pedir perdón para quienes los
atormentaban y daban muerte, pedían a Dios que no les impusiese una
pena física o corporal (59). En efecto, Dios suele afligir físicamente a los
hombres, aunque no hayan cometido un verdadero pecado. A veces se
propone con ello purificar o probar a los justos, a veces quiere tener
ocasión de librarlos luego y ser glorificado (Saepe etenim Deus aliquos hic
corporaliter punit, nulla eorum culpa hoc exigente, nec tamen sine causa,
veluti cum justos etiam afflictiones immittit ad aliquam eorum purgationem
vel probationem, vel aliquos eum affligi permittit, ut postmodum hinc
liberentur, et ex collato beneficio glolificetur) (60).
Según él, pecados veniales son los que cometemos cuando consentimos
en el mal sin tener, empero, plena conciencia de ello; mortales son los que
se ejecutan deliberadamente y no sin morbosa delectación (61). Esta
misma distinción, que hallamos en la Etica, se encuentra también en un
pasaje del Epítome (62) que, según opina Sikes, refleja posiblemente
ideas contenidas en la parte no conservada de la Introducción a la
Teología (63).
Tal rigorismo presenta, sin duda, grandes afinidades con el de los estoicos
y el de Kant. Pero es también la mejor contrapartida del rigorismo dualista
de los neomaniqueos, en cuanto ubica sus máximas exigencias en la
interioridad espiritual al mismo tiempo que considera como prácticamente
neutra o irrelevante la exterioridad sensible y material.
Notas
(1) Sobre la vida de Abelardo, pueden leerse las obras de Ch. de Rémusat, Abélard-
Sa vie, sa philosophie et sa théologie París, 2a. ed. 1855 vol. 1; de E.
Vacandard, Abélard.Sa doctrine, sa méthode - Paris - 1881, y de S. M.
Deutsch, Peter Abiilard - Leipzig - 1883. Entre las más recientes véanse: G. P.
Fedótov, Abelardo (en ruso) - Petrogrado - 1924; C. Ottaviano, Pietro Abelardo - La
vita, le opere, il pensiero -Roma - 1929; J. K. Sikes, Peter Aballard - Cambridge -
1932; y G. Frascolla, Pietro Abelardo Pesaro - l950-1951. Sobre su disputa con San
Bernardo, cfr. P. Laserre, Un conflit religeux au XII siecle - Abélard contre Saint
Bernard - Paris - 1930 - Sobre los amores con Eloísa cf. E. Gilson, Héloise et
Abélard - París - 1938.
(3) Manita (Notices et Extraits: XXXIV, parte 2, p. 179 Hauréau, citado por Sikes, op.
cit. p.35).
(7) Es claro que el principio mismo no está allí formulado ni postulado pero, pese a
lo que opine M. de Gandillac (Oewvres choisies d' Abélard - Paris - 1945 - p. 12,
nota 3), alli está su germen.
(11) Dialogus inter philosophum, judaeum et christianum (Pat. Lat. v. 178, col.
1613).
(12) La Ethica seu liber dictus Scito te ipsum fue editada por vez primera por
Bernardo Pez, bibliotecario de la Abadia de Moelk, quien la incluyó en el tomo
tercero de su Thesaurus anecdotorum novissimus (1721).
(14) Ibid.
(15) Ibid.
(16) Ibid.
(19) Ibid.
(20) Ibid.
(21) Ibid.
(28) Ibid.
(31) Tal distinción aparece con toda claridad en la Logica Nostrorum petitioni
sociorum.
(34) Ibid.
(37) Ibid.
(38) Ethica col. 643.
(40) Ibid.
(44) Ibid.
(45) Ibid.
(53) Ethica, col. 653. Sidgwick en su History of Ethics - Londres - 1960 - p. 138,
opina que hay en esto una inconsecuencia.
(54) Ibid.
(55) J. G. Sikes, Peter Abailard - Cambridge - 1932 - p. 167; M. de Gandillac, op. cit.
p. 57 - 58.
A partir del siglo XIII no son pocos los autores que, como el franciscano
Buenaventura y su discípulo Mateo de Aquasparta, adoptan una posición
intermedia y pretenden (como más tarde muchos filósofos-humanistas del
Renacimiento) conciliar, en el campo gnoseológico, la doctrina platónica
con el aristotelismo (1).
Por una parte formula, en efecto, una doctrina del conocimiento inferior,
que culmina en la formación del concepto universal, de una manera no
muy diferente a la de Juan de Salisbury o Abelardo; por otra parte, una
doctrina del conocimiento superior o espiritual, de corte neo platónico, a
cuya elaboración concurre tanto la ortodoxia agustiniana como la
heterodoxia del Erígena (4).
En ella el autor pretende tratar de la esencia y las potencias del alma (de
ejus essentia et viribus) desde un punto de vista estrictamente racional, es
decir, como él mismo lo explica, no según lo que Dios ha revelado en la
Escritura (neque id quod in divinis litteris didicimus) ni conforme a una
consideración sobrenatural (qualis fuerit ante peccatum aut sibi sub
peccato, aut futura post peccatum).
Pero esta división y articulación del conocimiento (el cual, por otra parte,
es en sí mismo simple e idéntico a la substancia del alma) no nos dice
todavía nada acerca del problema del origen. Resulta interesante advertir,
sin embargo, la inclusión del tiempo como factor determinante de las
modalidades del conocimiento.
Se define, por consiguiente, por una doble relación con su objeto material
y con su objeto formal: con las cosas corpóreas a las que aprehende en
cuanto son corpóreas. Pero esta doble relación no basta; las cosas
corpóreas en cuanto corpóreas son aprehendidas como presentes, es
decir, en un acto casi corpóreo de yuxtaposición espacial. De ahí que, aun
cuando todo acto cognoscitivo suponga una cierta elevación con respecto
a lo puramente corpóreo, la sensación puede ser llamada con propiedad,
corpórea, en cuanto por su objeto (material y formal) no llega a trascender
lo corpóreo y también en cuanto se ejerce por medio de instrumentos que,
siendo en sí mismos corpóreos, se adecuan al carácter del acto, el cual
exige como condición sine qua non la contigüidad física del objeto.
Pues la naturaleza misma del cuerpo, según la cual todo cuerpo es cuerpo,
en realidad no es cuerpo alguno.
(Neque natura ipsa corporis secundum quam omne corpus, corpus est,
utique nullum corpus est) (28).
Y así como no es cuerpo, tampoco es una imagen del mismo; por lo cual
escapa no sólo a los sentidos, sino también a la imaginación.
Este aristotelismo, sin embargo, que parece a primera vista tan próximo al
de Tomás de Aquino, no es llevado hasta sus consecuencias últimas ni se
extiende a todas las regiones del conocimiento. A diferencia del Aquinate,
que con obstinada consecuencia pretende seguir los pasos de Aristóteles
y aplica los principios de su gnoseología al mundo de las formas puras
inmateriales y aun al Acto puro (que identifica naturalmente con el Dios
cristiano), Isaac ve limitado su aristotelismo por la sombra venerable de
Platón cuando llega a la región de las formas espirituales subsistentes. En
efecto, para él, la razón abstractiva es por sí misma incapaz de alcanzar
el conocimiento de los ángeles y de Dios. Su dominio más propio y
específico es el de las matemáticas, esto es, el de las estructuras
geométricas y las relaciones aritméticas de los cuerpos. Hasta allí no
llegan de por sí los sentidos y la imaginación, aunque sirven de peldaños
para que arribe la razón o, por lo menos, para que se acerque y pueda dar
su salto constitutivo, llamado abstracción. De una manera semejante y en
la misma proporción (simili proportione), la razón puede ayudar a conocer
las puras substancias espirituales, pero por sus solas fuerzas no las
alcanza jamás, pues tiene sus propias metas y está limitada por sus
propios fines (habet etenim metas suas et propriis finibus limitatur) (32). A
diferencia de Tomás que, mediante el concepto de analogía, extiende el
uso y la actividad de la razón al conocimiento de los puros espíritus y aún
al conocimiento de Dios, estableciendo un camino único ascendente a
partir de la humilde fuente de los sentidos exteriores, Isaac piensa que
para llegar al plano de las formas puras subsistentes es preciso recurrir a
otra fuente cognoscitiva enteramente diferente cuya luz procede de lo alto.
Ahora bien, así como la sensación tiene por objeto lo corpóreo en cuanto
tal, la imaginación algo casi corpóreo y la razón algo casi incorpóreo, así
el intelecto tiene por objeto algo verdaderamente incorpóreo, pero sólo la
inteligencia arriba a lo absolutamente incorpóreo (36).
La esencia de Dios está constituída por una luz inaccesible que, por don
natural (naturali dono) se proyecta sobre la inteligencia, esclareciéndola e
iluminándola. El esplendor que la Divinidad emite de sí, aunque sin
despojarse del mismo (emittens de se sed non amittens) (38)), inunda la
inteligencia en la verdad absoluta. En tal sentido, más que una intuición, el
acto podría caracterizarse como una fusión o, mejor todavía, como una
inmersión del conocimiento humano en el Ser divino.
Por otra parte, este don que no se confunde con la revelación sobrenatural
o con los dones de la Gracia (tal como los concibe la teología medieval),
es lo único que para Isaac puede explicar el conocimiento que de hecho
tenemos acerca de Dios y de los ángeles. Tal conocimiento, en efecto,
supera intrínsecamente la capacidad de nuestra razón abstractiva y
discursiva. Y como, por otra parte, cualquier hecho, según lo dice de una
manera explícita el mismo Isaac, debe tener una causa de donde provenga
(omnis rei eventus causas habere unde proveniant) (39), sólo una
intervención de Dios puede explicar este saber humano natural que supera
tanto las capacidades propias del alma.
Esta luz, por otra parte, se relaciona con la luminosidad que resulta de la
naturaleza de cada objeto corpóreo, la cual, en cuanto forma incorpórea,
es aprehendida por la razón. También esta luminosidad puede
considerarse como reflejo de la luz divina, pero como reflejo que sólo se
manifiesta mediata y genéricamente.
Así como las fantasías llegan a la imaginación desde abajo, dice Isaac, así
las teofanias descienden a la inteligencia desde arriba.
Notas
(1) Cf. J. M. Verweyen, Historia de la filosofía medieval, Bs. As. 1957, p. 133 sgs.
(4) Según Jacquin (L'influence doctrinale de J. Scot au debut du XIII e siecle, p. 106-
170, citado por De Wulf) cuando el Papa Honorio III que condena en 1225 el De
divisione naturae y manda echar al fuego los ejemplares de la obra, dice que ésta
aún se leía in nonnullis monasteriis, se refiere especialmente a los monasterios
cistercienses. De hecho, no sólo Isaac sino otros varios miembros de la orden,
muestran en esta época influencias del Erigena.
(5) Esta última fecha se colige del hecho de que sólo entonces aparece citado por
vez primera su sucesor en la silla abacial de Stella. Todas las noticias sobre la vida
de Isaac han sido tomadas de la Histoire littéraire de la France, XII, 678, reproducida
por Migne, Pat. Lat. v. 194, col. 1683.
(6) A estas obras debe agregarse, según P. Bliemetzrieder (Eine unbekannte Schrift
Isaaks van Stella. Stud. u. Mitteil. aus dem Benediktiner und Zisterzienserorden, 29-
1908), un Comentario sobre el Libro de Ruth.
(7) La obra ha sido publicada por Migne en la Patrología Latina, v. 194. Se la conoce
con el nombre de Epistola ad quemdam lamiliarem suum de Anima (o De anima).
(De aquí en adelante, al citar, nos referiremos sólO a la numeración de las
columnas). No debe olvídarse, sin embargo, que, como hace notar Gilson (History
of Christian Philosophy in the Midle Age Londres 1955, p. 168), entre sus sermones
hay un grupo (XIX-XXVI) que presenta gran interés metafísico, por el firme y sutil
análisis del concepto de sustancia.
(13) Col. 1880. Por otra parte también compara aquí mismo Isaac, los cinco
escalones del entendimiento (hacia la Sabiduría) con los cuatro escalones de la
voluntad (hacia la Carídad).
(23) El De Anima fue escrito probablemente en el año 1162 y Abelardo había muerto
en 1142.
(24) Juan de Salisbury nació en Inglaterra hacia el año 1110 y murió en 1180.