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CUATRO

FILÓSOFOS DE LA
ALTA EDAD
MEDIA
ANGEL J.
CAPPELLETTI
PRÓLOGO

La Alta Edad Media constituye una época doblemente oscura de la historia del
pensamiento humano: oscura en sí misma y oscura para nosotros.

Precisamente por eso merece el esfuerzo de que se la estudie.


Porque es oscura en sí misma, como fruto de una edad en que la ignorancia de las
fuentes y la limitación de la perspectiva histórica servían a un dogmatismo religioso tan
universal como implacable, resulta tentador averiguar por un lado el espesor de la
tiniebla, y registrar, por otro, todos los destellos de luz que a veces la iluminan.
Porque es oscura para nosotros, por la falta o la escasa accesibilidad de los textos, por la
aridez misma de la materia que poco ha concitado hasta el presente la labor de sabios y
eruditos, por su heterogeneidad espiritual y vital con respecto a nuestro tiempo, viene a
ser un desafío para el estudioso de la historia de la filosofía.
Este librito es una muy modesta contribución al estudio de la filosofía de esa época
(siglos VIII-XII). En él se reúnen cuatro ensayos sobre otros tantos pensadores, en verdad
casi enteramente desconocidos para el público lector de habla española. De dichos
ensayos el segundo y el tercero son inéditos; el primero, publicado en la Revista de
Filosofía de La Plata y cuarto en Philosophia de Mendoza (Argentina), los incluimos aquí
con leves modificaciones. Si a veces citamos una obra en dos ediciones diferentes ello se
debe al hecho de que, escritos en épocas y lugares distintos, no siempre hemos tenido ni
tenemos a mano todos los textos al mismo tiempo.
Angel J. Cappelletti
CAPÍTULO PRIMERO

Fredegiso de Tours, un diálectico de la Corte Carolingia

El Imperio de Carlomagno representó en el orden político la síntesis de las


formas de vida propias de los pueblos germánicos con el ideal de
centralización administrativa del Estado romano.

A través de la acción legislativa y militar de Carlomagno se agruparon,


como en un nudo áureo, la cristiandad greca-romana con su laboriosa
cultura y la barbarie germano-céltica con su pujante vitalidad.

De hecho, comprendió todas las tesis antitéticas en una, pues fue heredero
de una Monarquía bárbara y fundador de un Imperio nuevo (1).

Por otra parte, su interés por la cultura antigua se manifestó en una


voluntad decidida y constante de propagar dicha cultura, adaptándola a las
necesidades de sus súbditos y a las circunstancias históricas de su tiempo
(2).

Los numerosos centros docentes que diseminó a través de su vasto


Imperio representaban los diversos grados de la enseñanza y culminaban
en la Schola Palatina, constituída en la propia corte, donde su feliz
mecenazgo había logrado reunir a los mayores ingenios de la época (3).

Estos maestros de la Academia cortesana cumplieron en el orden


intelectual una tarea paralela a la que Carlos mismo había llevado a cabo
en el orden legislativo y político.

Herederos de la imperfecta síntesis patrística, recogen y expresan también


las exigencias mentales de los pueblos recientemente incorporados al
gremio de la Iglesia y a la estructura imperial.

De la necesidad de adaptar a la ingenua y aún tosca mentalidad germánica


la cultura greco-romana y la enseñanza evangélica, imperfectamente
fundidas en la Patristica, surge, ya con todos sus rasgos esenciales, la
Escolástica, cuyos primeros representantes fueron, precisamente, los
maestros de la Academia Carolingia (4).
La labor literaria de estos maestros culminó en la obra original y vigorosa
de Juan Escoto Erígena, cuyo panteísmo, de origen neoplatónico, está por
otra parte penetrado por un sentimiento genuinamente céltico de la
naturaleza.

Uno de los representantes del florecimiento docente y literario de la corte


de Carlos, fue Alcuino, discípulo de un discípulo de Beda.

Teólogo, filósofo, historiador, matemático, astrónomo, gramático y poeta,


pero sobre todo maestro y pedagogo, ocupa un lugar preeminente en el
desarrollo del método expositivo y didáctico de la Escolástica, habiendo
formado además numerosos discípulos que continuaron su obra en
diversos sentidos.

Entre ellos, quizá el más estrechamente ligado a su magisterio fue


Fredegiso de Tours (5).

Fredegiso (Fredegis sive Fredegisus) nació en Inglaterra a mediados del


siglo VIII.

Discípulo de Alcuino en York, siguióle más tarde, cuando éste pasó al


continente para enseñar en la Schola Palatina de Carlomagno.

En esa época había recibido ya las órdenes sagradas hasta el diaconado.

Cuando en 796 Alcuino fue nombrado abad de San Martín de Tours,


Fredegiso se separó de su maestro, permaneciendo en la corte, donde le
sucedió como maestro de la Schola Palatina.

Pero su suerte parecía de todos modos ligada a la de Alcuino. De él recibió


su saber en largos años de aprendizaje escolar, de él recibió epístolas y
tratados en que se resolvían dudas y se explicaban puntos particularmente
difíciles (6), de él recibió finalmente el gobierno y la vara magistral del
monasterio de Tours (7).

En el año 804 moría Alcuino y le sucedía, pues, como abad de Tours, su


discípulo y compatriota Fredegiso. Sin embargo, la actividad de éste
permaneció siempre ligada a la corte. Desde 819 fue secretario de
Ludovico Pío y desde 820 también Abad de San Audomaro. En la corte su
actuaciÓn docente y literaria le valió una gran reputación. De ello da
testimonio Teodulfo Aurelianense en el libro III de sus poemas, donde
celebra el saber de Fredegiso, asociándolo a otro maestro cortesano,
Ofulso, también discípulo de Alcuino:

De pie el clérigo maestro Fredegiso, vinculado a Ofulso,


ambos conocedores del arte, bien instruídos ambos.

(Stet levita docens Fredegis sociatus Ofulso,


Gnarus uterque artis, doctus uterque bene) (8).

Finalmente, siendo abad y consejero del monarca, murió Fredegiso en


Tours, en el año 834.

De su obra, quizás abundante (poemas, epístolas, tratados), sólo nos


queda un opúsculo en forma epistolar que dirigió a todos los fieles y a
todos cuantos habitan el sacro palacio de nuestro serenísimo príncipe
Carlos (9).

Esta epístola ha sido titulada, tal vez por el mismo autor, De nihilo et
tenebris (Sobre la nada y las tinieblas).

Su intrínseco valor doctrinal es muy escaso sin duda, si se lo compara, por


ejemplo, con la obra casi contemporánea de Escoto Erígena. Esto no
obstante, representa, más típicamente que ningún otro escrito de la época,
el complejo de exigencias mentales de los pueblos germánicos en lo que
se refiere a la problemática y al método con que se plantean y tratan las
cuestiones filosóficas y teológicas. Y en este sentido constituye un notable
ejemplo del carácter y el espíritu de la primitiva escolástica. Por otra parte,
aquí encontramos ya en germen algunos de los rasgos (formales y
materiales) más típicos de toda la filosofía medieval.

En realidad, Fredegiso intenta discutir en su opúsculo una cuestión única.


Pero se trata, según él mismo dice, de una cuestión extremadamente
difícil, que otros han abordado ya antes, siempre sin éxito: la cuestión de
la realidad de la nada y de las tinieblas.

El, sin embargo, cree haber encontrado la solución, deshaciendo los


potentísimos nudos con que parecía hallarse trabada (eamque nodis
vehementissimis quibus videtabur implicata disruptis, absolví atque
enodaví).

Y como el asunto le parece, por otra parte, muy importante, ha creído


necesario transmitir su solución también a las generaciones venideras
(Memoriae quoque posteritatis cunctis in futurum saeculis mandandam
praevidi).

La cuestión de la realidad de la nada, por otra parte, supone, más o menos


implícitamente, la posición del problema de los universales. Y a este
problema responde también la solución de Fredegiso, que fija una de las
formas extremas del realismo.

La Escolástica posterior, al alejarse cada vez más de este ultrarealismo,


logra paulatinamente una mayor distinción crítica entre las esferas
lingüísticas, lógica y ontológica (10).

La primitiva Escolástica, por el contrario, tiende a identificar tales esferas,


revelando en ello una típica modalidad del pensamiento ingenuo, poco
habituado aún a la discusión de problemas abstractos.

El mismo planteamiento de la cuestión demuestra este simplismo: La


nada, ¿es algo o no? (Nihilne aliquid sit an non).

Identificando plenamente el sentido lógico con el ontológico, llega


Fredegiso a formular una decidida respuesta afirmativa (11).

Si alguien respondiera: Me parece que nada es, esto mismo que él cree
una negación lo obliga a confesar que es alguna cosa, al decir: Me parece
que nada es. Lo cual equivale a decir: Me parece que es alguna cosa.
Porque si algo parece que es, no puede parecer sino siendo de algún
modo.

(Si quis responderit, Videtur mihi nihil esse, ipsa ejus quam putat negatio
compellit eum fateri aliquid es se, dum dicit, Videtur mihi nihil esse. Quod
tale est quasi dicat, Videtur mihi nihil quiddam esse. Quod si aliquid esse
videtur, ut non sit quoddam modo videri non potest).

Luego, concluye Fredegiso, es necesario que la nada aparezca como


siendo algo. (Quocirco reliquitur ut aliquid esse videatur).

pe la identificación ingenua de lógica y ontología resulta así la


identificación ingenua del ser y la nada.

Toda la argumentación está basada aquí en las formas sintácticas, que


configuran una confusión semántica entre el sentido copulativo (formal) y
el sentido existencial (material) del verbo ser (12).
El lenguaje cuya función primitiva no es, ciertamente, la expresión de las
ideas abstractas, no podía suministrar por sí mismo tal distinción, que, por
lo demás, no tendría razón de ser dentro de sus cometidos pragmáticos.
Tal será la misión de la reflexión crítica.

Pero Fredegiso guarda hacia la palabra una confianza absoluta y una


lealtad anterior a toda crítica. El Videtur mihi nihil esse vale para él tanto
como un Videtur mihi ens esse, puesto que, según afirma:

El verbo que indica el ser en sí, lleva en su misma naturaleza lo siguiente:


que indica el ser en sí de cualquier sujeto al cual se lo puede unir sin
mediar una negación

(Verbum substantiae hoc habet in natura ut cuicumque subjectum fuerit


junctum sine negatione, ejusdem declaret substantiam).

Otro maestro de la Corte de Carlos, el Sofista ateniense (Atheniensis


Sophista) había realizado la muerte, porque ella era quien recibía el
premio de la vida (13), y claro está que quien recibe algo tan importante
como la vida eterna no puede ser una simple privación.

Fredegiso, situándose en la misma coniente interpretativa, va aún más


lejos y realiza la nada.

La palabra oculta así la realidad y la letra domina al espíritu.

Este culto de la letra, este literalismo radical, es el patrimonio de una raza


joven y semibárbara aún, para la cual las fórmulas legales y litúrgicas
tienen un carácter sagrado y los juramentos y contratos valen no sólo en
su sentido, sino sobre todo y ante todo en su expresión literal.

Por lo demás, este apego hacia las fórmulas es una nota constante en toda
la historia de la Escolástica. La decadencia de la misma trae aparejada, a
su vez, una nueva especie de literalismo. En los siglos XIV y XV Ockham
y los nominalistas reinciden con especial fervor en un culto de la palabra,
que preanuncia un nuevo período en la historia del pensamiento humano
(14).

Pero este literalismo surge bajo un signo opuesto al de Fredegiso y sus


coetáneos.
El nominalismo, que reconoce el objeto inmediato de la ciencia en las
palabras (termini) y no en las cosas, es el fruto de una actitud
extremadamente critica e incoativamente escéptica.

Fredegiso, por el contrario, marca el último límite posible del realismo, al


propugnar, en la otra orilla de la Edad Media, la existencia real de la nada,
como resultado de una infantil hipocrítica.

Toda su argumentación posterior reviste el mismo carácter y se basa en


análogos fundamentos (15).

Así, pues, todo hombre finito signigica algo (una esencia),


como hombre, piedra, leño, De modo que una vez que se pronuncian
estas (palabras), al mismo tiempo entendemos de qué cosas se trata.
Puesto que pronunciando el nombre de hombre, además de cierta
diferencia (específica), se designa la universalidad de los hombres. De
igual modo piedra y leño incluyen su propia generalidad. Por lo
tanto, nada se refiere a lo que significa. También por eso se prueba que
no es posible que no sea algo (una esencia).

(Omne itaque nomen finitum aliquid, significat ut homo, lapis, lignum. Haec
enim uba dicta fuerit, simul res quas fuerit significant intelligimus. Quippe
hominis nomen praeter differentiam aliquam positum universalitatem
hominum designat. Lapis et lignum suam similiter generalitatem
complectuntur. 1gitur nihil ad id quod significat refertur. Ex hoc etiam
probatur non posse aliquid non esse).

En este caso hay un recurso directo a la dignidad del nombre. Este es, por
esencia, significativo, y no sólo de una diferencia específica, de un propio,
de una cualidad, sino también y, sobre todo, de una esencia y de una
especie o un género.

Del nombre se pasa al concepto y del concepto a la realidad genérica (y


subsistente), según un ritmo unívoco y necesario. Nombre, concepto,
universalidad subsistente, se correlacionan y adecuan íntegramente.
Cierto que los nombres infinitos son excluídos, pues sólo se refiere a los
nombres finitos (omne itaque nomen finitum), pero ni siquiera se le
presenta la sospecha de que la nada (nihil) pudiera (por su significado, ya
que no por su estructura gramatical) equivaler a un término infinito (nihil =
non aliquid). La nada (nihil) es, por tanto, un término significativo, al igual
que hombre o piedra, pero, como toda significación implica su propia
realidad, la nada, que tiene una significación, implica también una realidad
(la suya propia).

Pero una realidad, para el modo de pensar ingenuo y agreste de


Fredegiso, no puede ser concebida sino como una cosa existente.

El lenguaje mismo, fOliado por hombres rústicos y muy ajenos aún al


pensamiento filosófico, deriva la una de la otra (realitas=realidad, de
res=cosa). Lo real es la cosa existente, concreta, y material si fuera
posible. La realidad de lo psíquico y de lo ideal queda por ahora relegada
al orden de los problemas que son ajenos al horizonte intelectual de los
hombres del Norte.

Toda significación es lo que es. Pero nada significa algo. Por tanto, nada
es lo que es su significación, es decir, una cosa existente.

(Omnis significatio est quod esto Nihil autem aliquid significat. Igitur nihil
ejus significatio est quod est, id est, rei existentis).

Nada más lejos de Fredegiso que la teoría del lenguaje como signo
arbitrario. Ni remotamente se le ocurre una posible pluridimensionalidad
del signo lingüístico, tal como parecen haberlo entendido los estoicos en
la Antigüedad.

El lenguaje es el sistema nominal de la Creación. Dios, que hizo el mundo


y todo lo que en él se contiene, hizo al propio tiempo un nombre
perfectamente adecuado para cada cosa. Y es claro que si la nada tiene
un nombre es porque Dios se lo ha impuesto, lo cual vale tanto como
afirmar su existencia real, puesto que el Creador: Ni formó cosa alguna sin
nombre ni estableció algún nombre sin que existiera aquello para lo que
se establecía (Neque rem quarnlibet absque vocabulo formavit nec
vocabulum aliquid nisi cui statueretur existeret). Lo contrario hubiera
significado, para esta teología antropomórfica, en el primer caso, una
negligencia, y en el segundo, una vacuidad por parte del Creador.

En su exégesis bíblica o dogmática usa Fredegiso los mismos principios


que en su argumentación filosófica.

Dios, dice el abad de Tours, creó las cosas de la nada (ex nihilo), luego la
nada no sólo es algo, sino también algo muy importante (non solum aliquid
sit nihil sed etiam magnum quiddam).
Una conclusión semejante sólo puede obtenerse si se considera la
expresión ex nihilo según un criterio estrictamente gramatical, como
complemento de materia, algo así como si dijéramos ex lapide o ex ligno.

Otro aspecto de la mentalidad bárbara en los orígenes de la Escolástica


nos muestra Fredegiso en su tendencia a cosificar los conceptos,
reduciendo a realidad física la realidad ultrasensible.

La plural subsistencia que Platón atribuye a las Ideas es identificada por


San Agustín con la subsistencia única del Verbo.

Los primeros escolásticos acogen con entusiasmo el realismo platónico-


agustiniano, pero tienden a desfigurar su significado, imprimiéndole un
carácter casi físico que estaba bien lejos, por cierto, del pensamiento de
Platón y de San Agustín.

En Fredegiso se da, como ya hemos señalado, esta tendencia a confundir


lo ideal con lo físico.

Su opúsculo, que se divide en dos partes, está dedicado a demostrar


primero, la realidad de la nada y después, como un aspecto particular de
la misma cuestión, la realidad de las tinieblas.

El hecho mismo de que estableciera este paralelo muestra claramente


que, para él, no existía aún una clara delimitación entre los dominios de lo
ideal y de lo físico.

Tal imprecisión resulta fácilmente explicable si se la considera como


condición intelectual de un pueblo semiculto, en quien predomina aún la
imaginación mítica sobre la conceptuación metafísica.

La nada tenía que ser necesariamente representada como algo oscuro y


tenebroso, ya que al ser por excelencia se atribuía la propiedad de una
luminosidad eminente (16).

Y con pueril entusiasmo emprende Fredegiso la tarea de reunir las citas


de la Escritura que prueban la existencia positiva de las tinieblas, como
para confirmar también así su tesis principal con la autoridad divina, que
es apoyo y firme fundamento de la razón (ad divinam auctoritatem
recurrere libet, quae est rationis munimen et stabile fundamentum).
El término tinieblas (tenebrae), que en tan diversos sentidos aparece
empleado en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, tiene siempre
para Fredegiso un carácter positivo y aún físico. Las tinieblas son, en cierto
sentido, las primogénitas de la nada.

Ya en los primeros versículos del Génesis encuentra un testimonio que le


parece irrefutable:

Y las tinieblas estaban sobre el rostro del abismo.

(Et tenebrae erant super faciem abyssi).

Y es evidente, parece pensar Fredegiso, que si el abismo tiene un rostro y


las tinieblas ocupan su superficie, éstas deben tener una existencia
positiva.

En todo caso, a él le basta el análisis gramatical:

Así tinieblas es el sujeto y eran el predicado.

(Item tenebrae subjectum est et erant declarativum).

Pero no es suficiente afirmar su positividad. El va aún más lejos y, haciendo gala de


lo que De Wulf denomina una inconscience naive, se propone probar que las
tinieblas pueden ser vistas y aún palpadas. ¿No dice acaso la Escritura que el Señor
castigó a Egipto envolviéndolo en tinieblas tan espesas que hasta se podían palpar?
(tenebris eam involvit adeo spissis ut palpari queant).

Aflora aquí toda su subconciencia étnica. Para un hombre de los bosques, para un
guerrero germánico, habituado a probar diariamente sus armas en el cuerpo
vegetal, animal o humano, no puede concebirse una realidad más evidente que
aquella que se presta al tacto. La vista todavía puede engañar. ¡Hay tanta niebla en
el Norte! Pero lo que ofrece resistencia al hacha o a la mano, posee siempre una
inconcusa evidencia (Quidquid enim tangi palparique potest, esse necesse est).

Es así que las tinieblas, hijas y hermanas de la nada, llegan a tener todas las
propiedades de los cuerpos. Ocupan un lugar en el espacio:

Los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores.

(Filii regni ejicientur in tenebras exteriores Matth. VIII).

Tienen una extensión determinada:


Si la luz que existe dentro de ti (son tinieblas), ¡cuán grandes serán las tinieblas
mismas!

(Si lumen quod in te est, ipsae tenebrae quantae erunt! Matth. VI-LuG. XI).

Porque según la interpretación de Fredegiso:

Al decir, cuán grandes serán, se indica la cantidad en el sujeto.

(Per hoc quod dicitur quantae erunt, quantitas in subjecto monstratur).

Por lo cual, concluye, es probable que las tinieblas no sólo existan, sino que existan
como cuerpos (Unde probabile colligitur tenebras non solum esse sed etiam
corporales esse).

Además, está aquello que dice el Salmista: Como sus tinieblas (Sicut tenebrae ejus.
Psalm. CXXXVIII). Ahora bien, ejus es un genitivo y el genitivo indica propiedad.
Pero lo que es propiedad de alguien debe ser no sólo corpóreo sino también
corpóreamente discreto, razona implícitamente Fredegiso.

En efecto, aquí se trata de propiedad personal (ejus) y la propiedad personal


(alodio), según el antiguo derecho germánico, subsistente en muchos casos en la
sociedad feudal y seguramente también en el inconsciente colectivo y en las formas
de la lengua hablada, sólo podía ejercerse sobre el ganado y los bienes muebles,
por oposición a la propiedad comunal (allmende), que tenía efecto sobre bosques y
tierras laborables.

He aquí, pues, el especial carácter probatorio del versículo, de modo que las
tinieblas no sólo existen positivamente, puesto que son objeto de propiedad (Nam
omne quod possidetur, est), sino que además tienen una existencia concretísima y
una corporeidad bien individualizada, puesto que son objeto de una propiedad
personal (ejus).

Otra de las exigencias intelectuales de los jóvenes pueblos germánicos, poco


habituados aún al trato con las ideas abstractas, es el orden riguroso de las pruebas
y las divisiones precisas con que debe desarrollarse la argumentación filosófica o
teológica. Este método expositivo y didáctico se mantiene en toda la Escolástica y
logra una de sus primeras manifestaciones en la obra de Fredegiso.

Un diálogo de Platón contiene, sin duda, un gran acervo doctrinal, sostenido por
pruebas y demostraciones, y al mismo tiempo incluye casi siempre una exposición
de la doctrina de los adversarios con la consiguiente refutación. Lo mismo puede
decirse de las obras de Aristóteles o de cualquier otro filósofo griego. Pero ninguno
de ellos, que escribían para un público altamente familiarizado con la especulación,
para el cual las ideas abstractas estaban integradas en la totalidad de la vida, creyó
que podría agregar algo a la intrínseca fuerza de sus razones mediante la
disposición esquemática de los silogismos y la geométrica división de las pruebas.

Entre los griegos estaba demasiado desarrollado el sentido de la proporción como


para no juzgar superflua cualquier geometría de esta índole.

Los pueblos recién iniciados en la filosofía y en la cultura de las ciudades ven en


ello una necesidad imperiosa, pues sólo a través de esta estructura preestablecida
se encuentran capaces de pesar el pro y el contra de las razones.

Cada quaestio disputata será una ordalia.

En la Suma Teológica de Santo Tomás, varios siglos más tarde, se reconocerá aún,
como en las divisiones del poema dantesco y en la simetría ascendente de las
catedrales góticas, una reminiscencia (y a la vez una sublimación) de esta exigencia
primordial. La Suma, en su totalidad, se divide en tres partes; cada parte incluye
muchas cuestiones y cada cuestión se divide, a su vez, en varios artículos, que
constituyen las unidades básicas, dentro del curso expositivo de la obra.

Cada artículo responde a un esquema general, que se correlaciona con mi esquema


didáctico, común en las escuelas de la época.

En primer lugar (A) se propone la cuestión en forma de una interrogación


indirecta: Utrum, etc.

Vienen luego (B) los argumentos contrarios a la tesis que sostiene el autor, los
cuales suelen iniciarse con la locución Videtur quod o Videtur quod non. A éstos se
agrega uno o más argumentos en favor: Sed contra. Después sigue (C) la solución
del problema: Respondeo dicendum, y la argumentación principal que suele
llamarse Corpus articuli o solutio.

Finalmente (D) llega la conclusión, de acuerdo a lo expuesto en el Corpus articuli,


con lo cual se responde a las objeciones propuestas al principio.

Este método en su generalidad (aunque no siempre con los mismos detalles del
esquema que hemos desarrollado aquí) es común a una gran parte de las obras
escolásticas de carácter filosófico o teológico.

Alejandro de Hales, doctor irrefragabilis, había dado, pocos años antes que Santo
Tomás, un ejemplo notable en la aplicación del mismo.

Pero mucho antes aún, tenemos en el breve tratado De nihilo et tenebris un


precedente casi perfecto del método y hasta del esquema que hemos descripto en
la Suma Teológica.
Fredegiso plantea la cuestión: Nihilne aliquid sit an non (A), que corresponde al
planteo de la Suma: Utrum, etc.

Inmediatamente expone la opinión de sus adversarios: Si quis responderit, etc. (B),


como lo hace el propio Santo Tomás, aunque menos detalladamente que éste.
Luego propone su solución: Ipsa ejus quam putat negatio etc. (C), lo que equivale
al Corpus articuli de la obra tomista.

Y en último término saca una conclusión: Quod si aliquid esse videtur etc. (D), en la
cual resume su sentencia, exactamente como Santo Tomás.

Este esquema se repite varias veces, más o menos en el mismo orden, lo cual nos
muestra a la obra de Fredegiso como una cuestión (quaestio), en la que se tratan
diversos aspectos (articuli) del mismo tema general.

Los argumentos toman también con frecuencia la forma extema del silogismo con
sus respectivas pruebas supsidiarias (ad majorem, ad minorem).

Otra de las características de la Escolástica es el tratamiento conjunto de temas


filosóficos y teológicos y, en general, la subordinación de la filosofía a la teología y
de la razón a la fe.

La Suma Teológica, obra en que culmina la filosofía escolástica, es


primordialmente, como su nombre lo indica, una obra de teología. En el seno de un
mismo artículo se mezclan y contrabalancean la autoridad de la razón y la razón de
la autoridad.

También en la obra del abad de Tours está ya plenamente consagrada esta unión
y esta subordinación.

Los primeros argumentos son de orden puramente filosófico, pero a éstos les siguen
varias pruebas tomadas directa o indirectamente del texto bíblico.

La misma disposición de las pruebas (primero las filosóficas y después las


teológicas), indica un orden dialéctico.

Pasar de la razón a la autoridad vale tanto como pasar de los argumentos más
débiles (que siempre deben exponerse primero) a los más fuertes (que hay que
guardar siempre para el final de la discusión). Y aún dentro de los argumentos de
autoridad se discierne un orden jerárquico, pues primero van los tomados del
Antiguo Testamento y después, como reservados para prestar el testimonio más
firme, los del Evangelio.

El papel de la dialéctica consiste, en todo caso, en saber juzgar el valor de las


pruebas, subordinando las unas a las otras, conforme al valor discernido. De ahí
que, aunque no se excluya la razón, sin embargo, no sea posible contentarse con
argumentos puramente filosóficos, y se haga necesario recurrir a la autoridad de la
revelación (ad divinam auctoritatem recurrere libet), porque sólo en ella se
encontrará el apoyo y el firme fundamento que la razón necesita (quae est rationis
munimen et stabile fundamentum).

Por consiguiente, el uso de la razón sólo es legítimo a partir de la base


(fundamentum) de la fe y contando con el apoyo (munimen) de la misma.

Este es el sentido de las relaciones entre filosofía y teología que prevalece en Santo
Tomás y en la Escolástica en general.

Así, pues, la obra del maestro Fredegiso nos muestra en el ingenuo y a la vez sutil
movimiento de su dialéctica, en su esquematismo expositivo y didáctico, en las
relaciones que establece entre razón y fe, un lejano pero significativo precedente de
las grandes síntesis escolásticas, configurado por las peculiaridades mentales de
los jóvenes pueblos germánicos (17).

Notas

(1) H. W. Davis, Europa Medieval, Barcelona, 1928, p. 41.

(2) El mismo Carlos, después de haber aprendido la gramática latina con Pedro de
Pisa, comenzó a componer una gramática en su lengua materna, recopiló y mandó
copiar cantos populares e inventó nombres alemanes para los meses y los vientos.
(Cfr. A. Messer, Historia de la Pedagogía, Barcelona, 1939, p. 126).

(3) Sobre las escuelas carolingias en general y la Academia palatina en particular,


cf. J. B. Müllinger, The Schools of Charles the Great, Londres, 1876, y A. F.
Théry, L'Ecole et l'Academie palatine, París, 1878.

(4) M. Grabmann, Filosofía medieval, Barcelona, 1928, p. 10. llama a Boecio el


primer escolástico, pero es evidente que la obra del patricio romano carece aún de
los caracteres que, siendo específicos de la Escolástica, pueden servir para
determinar sus confines y los de la Patristica.

(5) Sobre la vida y los escritos de Fredegiso de Tours, cf. Migne, Pat. Lat. v. 105,
col. 751 y 752. (Notitia historica ex Fabricio: BibUotheca Mediae et infimac
Latinitatis), Más extensamente: Ahner, Fredegis van Tours, Leipzig, 1878.

(6) Cf. Azcuini opera, en Migne, Pat. Lat. v. 101 col. 57 y sigs. (Epistola de tribus
generibus visionum), donde se contestan las preguntas de Fredegiso sobre la
Trinidad.
(7) Este monasterio fue por entonces, bajo el gobierno de Alcuino, un centro
floreciente de vida intelectual. De alli surgió Rabano Mauro, más tarde abad de
Fulda y arzobispo de Maguncia, el hombre más culto de su tiempo,
apellidado Praeceptor Germaniae.

(8) Teodulfi Aurelianensis opera, Migne, Pat. Lat., v. 105, col. 321, Ad Carolum
Regem., vs. 175-176.

(9) El tratado De nihilo et tenebris, se halla en Migne, Pat. Lat. v. 105, col. 751-756.

(10) Así por ejemplo, para el realísmo tomista la nada no puede ser pensada ni
expresada sino bajo la forma de un ente (sub specie entis), pero ella, en sí misma,
no constituye una realídad sino una simple privación que, como tal, es siempre
privación de algo y con respecto a algo. Aún tratándose de la (palabreja en griego
que nos es imposible reprodicir aquí. Aclaración de Chantal López y Omar Cortés)
aristotélíca (materia prima) no se la puede identificar con una simple nada (nihil
simpliciter). Según la interpretación de Santo Tomás, se trata de un ser
absolutamente desprovisto de toda determinación cuantitativa y cualitativa, es decir,
de una nada relativa (nihil secundum quid).

(11) Una identificación similar volvemos a encontrar en Hegel. Sólo que aquí no se
trata ya del fruto de la mentalidad bárbara e ingenua, sino, por el contrario, del
resultado de la larga maduración del intelecto germánico, que culmina así en una
crítica de la critica. De este modo, se cumple una ley que el mismo Hegel propone
como esencia de la dialéctica y se identifican los dos momentos antitéticos del
pensamiento germánico en la unidad de un mismo contenido doctrinal (ser=nada;
lógica=ontología) (Cf. Hegel, Wissenschaft der Logik. Lib. 1, Sec. 5, Cap. 1).

(11) E. Gilson, La Philosophie au Moyen Age, París 1947, pág. 196, reconociendo
que Le principe de son argumentation est que tout nom determiné signifie quelque
chose, pretende, sin embargo, justificar esa argumentación en cierta medida por
cuanto sería absurdo decir que "nihil" designa una cosa, si al mismo tiempo se
admitiese que nihil significa la nada. Y, en efecto, prosigue Gilson, esto es
precisamente lo que Fredegiso niega, porque el nihil al cual se refiere es aquel del
cual Dios sacó el mundo (ex nihilo), es decir una especie de materia común e
indiferenciada. Sin embargo, es claro que Fredegiso no habla en ninguna parte de
la materia común ni siquiera de una manera implícita. Si así fuera, hubiera empleado
otra clase de argumentos, renovando en una u otra forma la doctrina de la eternidad
del mundo o de la materia. En realidad, Fredegiso no llega a afirmar la existencia
de la nada sino a través de su fe en la significación de las palabras. El análisis
gramatical y no otra razón cualquiera de carácter metafisico es lo que fundamenta
su tesis. Lo importante aquí es reconocer el principio de la argumentación que
señala a las claras el proceso mental correspondiente, y no buscar una posible
explicación basada en analogías con doctrinas anteriores o posteriores, para excluir
el contrasentido lógico. En cuanto a las referencias de Agobardo en que aparecen
unidas la tesis de Fredegiso sobre la realidad de la nada y otra tesis suya sobre la
preexistencia de las almas, no se trata sino de un intento de interpretar conforme a
principios lógicos más estrictos dicha doctrina. Agobardo era, sin duda, un espiritu
mucho más cultivado, como lo demuestra el carácter de su refutación y la elegancia
de su estilo literario. (Compárese su latín con el de Fredegiso).

(13) M. De Wulf, Histoire de la Philosophie Mediévale, París, 1912, pág. 174.

(14) Cf. Prantl, Die Universaliemstreit im 13 und 14 Jahrhundertk, Munich, 1864;


Michalsky, Les sources du criticisme et du scepticisme (en La Pologne au Congrés
Internatíonale de Bruxelles, 1924),

(15) Fredegiso, que había aprendido la gramática con Alcuino (comentador de


Casiodoro, Boecio y San Agustín), al utilizar un método de análisis gramatical, se
vincula, por una parte, a la tradición patrística, pero, al aplicarlo de un modo ingenuo
y exclusivo, representa las nuevas modalidades del pensamiento germánico.

(16) Lumen de lumine llama al Verbo el Símbolo de Nícea.

(17) Sobre el pensamiento y la obra de Fredegiso pueden consultarse: L.


Geymonat, I problemi del nulla e delle tenebre in Fredegiso di Tours, Rivista di
Filosofia, 43, p. 280-288; F. Corvino, De nihilo et tenebris di Fredegiso de Tours,
Rivista critica di Storia della Filosofia, II, p. 275-286.

CAPÍTULO SEGUNDO

El fideismo y la idea de la omnipotencia de Dios en Pedro Damiano

PRIMERA PARTE

El siglo XI fue un siglo de grandes calamidades y grandes inauguraciones.


Terribles hambrunas se declararon reiteradamente, en 1005, en 1016, en
1094. Una desconocida enfermedad, casi tan mortífera como la peste
negra, se extendió desde Flandes hasta Bohemia (1). Se iniciaron
las Cruzadas y en el último año del siglo los cristianos conquistaron
Jerusalén. Por otra parte, aun cuando la historiografía actual considere
como una leyenda el terror del año 1000, que por reacción habría
producido luego en los pueblos un renacimiento de vida y de esperanza
(2), no deja de ser verdad que, a partir más o menos de ese año, se inició
en la Europa latina un nuevo florecer de los estudios junto a una más
pujante actividad económica. Es cierto, pese a todo, lo que en una de sus
páginas más brillantes dice a este propósito G. Carducci:
De hecho, desde los primeros años del siglo XI se siente como un bullir de
vida, tímida aun y oculta, que luego estallará en relámpagos y truenos de
pensamientos y obras (3).

A la soporífera quietud intelectual del siglo X, le sucedió una cierta


inquietud que se manifestó en un renovado interés por las artes liberales.

En Italia, por ejemplo, veíase ya a los laicos iniciarse en los estudios que
los habilitaban para ocupar empleos públicos o para dedicarse
ulteriormente al ejercicio del derecho. Dentro de la Iglesia misma había
algunos clérigos, cuyas disposiciones espirituales tendían hacia la
sofística y que estaban poseídos de tal entusiasmo por la dialéctica y la
retórica que gustosamente ponían en segundo término a la teología (4).

Ahora bien, entre estos dialécticos y retóricos, que no sin cierta razón
pueden ser comparados a los sofistas griegos (siempre que se despoje a
la palabra sofista de su connotación fundamentalmente peyorativa), se
contaban algunos que, aunque representaran una actividad
potencialmente peligrosa para la ortodoxia (en cuanto no reconocían
ninguna instancia superior a la lógica y a la razón), eran de hecho
inofensivos, por el sencillo motivo de que no aplicaban la dialéctica sino a
cuestiones banales e intrascendentes. Tal fue el caso, por ejemplo, de
Anselmo el peripatético. Otros, como Berengario de Tours, en cambio, se
atrevieron a aplicar con todo rigor la lógica a la crítica del dogma,
reeditaron en cierto sentido el racionalismo teológico de Escoto Erígena e,
igual que éste, se hicieron merecedores de los anatemas conciliares (5).

Paralelamente, surgió una corriente de pensamiento dirigida, en modo


indirecto, a reafirmar la fe del pueblo cristiano ante las calamidades del
siglo (hambre, peste etc.), a reavivar su fervor como semi-consciente
preparación para la Cruzada, y, en modo directo, a combatir a los
dialécticos, es decir, a los racionalistas de la época. Se trata de la más
típica versión medieval del fideismo.

Sus representantes, miembros de las órdenes benedictina y cluniacense,


se empeñaron en una virulenta campaña contra la dialéctica, esto es,
contra la filosofía en su única forma entonces reconocida. Tal campaña,
demás está decirlo, era también una campaña contra la razón, contra esa
razón empobrecida y humillada pero nunca enteramente vencida de
quienes a través de Boecio seguían considerándose discípulos de
Aristóteles y de los griegos.
Siguiendo, sin conocerlos tal vez directamente, los puntos de vista de
Taciano y Tertuliano, consideraron a la razón humana como radicalmente
impotente para conocer la verdad o, por lo menos, para conocer las
verdades fundamentales que pueden guiar la vida del hombre en este
mundo. Como Gonsecuencia del pecado original -pensaban- nuestra
razón ha quedado no sólo debilitada hasta el punto de no poder alcanzar
la verdad, sino también corrompida hasta el punto de presentarnos
muchas veces lo falso como evidentemente cierto.

La flosofía resulta, pues, no sólo vana pretensión de pseudo-sabios


paganos sino también verdadero semillero de errores. Las artes seculares,
en general, son no sólo supérfluas sino también perjudiciales para el
cristiano y particularmente para el monje.

La fe en la palabra revelada por Dios, a través de la Escritura y de la


tradición eclesiástica, es el único camino que el hombre tiene para adquirir
las verdades necesarias a su salvación. En la Biblia y en las enseñanzas
de la Iglesia está contenido todo cuanto podemos y necesitamos saber. Ir
más allá equivale a penetrar en las tinieblas exteriores y supone tanta
estupidez como soberbia, tanta incuria por nuestros verdaderos intereses
como temeraria curiosidad por lo que en realidad no nos importa.

Sólo Tertuliano antes y Lutero después llegaron a extremar tanto, dentro


del pensamiento cristiano, la oposición entre la razón y la fe: el primero, al
formular la idea (si no las palabras) del credo quia absurdum; el segundo,
al proclamar sin ambages que a los ojos de la razón son absurdos no sólo
los dogmas sino también los mismos supuestos del cristianismo.

La nota diferencial y específica de este fideismo del siglo XI, surgido como
antítesis del movimiento racionalista, es una cierta ingenuidad que
comparte a veces con el propio racionalismo, y también una estrecha
vinculación con el ascetismo monástico, que es la contraparte de la
mundanidad de la dialéctica (6).

Entre los exponentes de esta corriente del pensamiento antirracionalista


hay que mencionar, en primer término, a Gerardo de Czanad. Italiano de
origen, estudió primero en su patria y luego en Francia las artes
del trivium y el quadrivium. Después de haber vestido la cogulla monacal,
marchó como misionero a Hungría, donde murió en el año 1046. En
su Discurso acerca del himno de los tres niños (Deliberatio supra hymnum
trium puerorum) exige la sujeción de las artes liberales a la teología y de
la razón a la revelación, ya que la fe atesora riquezas que superan en
mucho a las de la filosofía (7)

Otloh, nacido en el obispado de Freising (Baviera), hacia el 1110, estudió


también durante su juventud las artes liberales en las escuelas de
Tegernsee y Hersfeld.

En 1032 ingresó en el monasterio de San Emmeram, en Ratisbona, cuya


escuela dirigió durante treinta años. Al cabo de ellos, algunos jóvenes
monjes lograron enemistarlo con el abad, por lo cual tuvo que dejar aquella
casa. Pero después de unos cuantos meses, pasados principalmente en
el monasterio de Fulda, retornó en 1063 a San Emmeram, donde falleció
hacia el año 1070.

Otloh, como otros muchos intelectuales del Medioevo estaba turbado por
el pecaminoso deleite derivado de Tulio y Virgilio, de Ovidio y Lucano. Pero
su principal tormento provenía de las dudas que surgían de sus simpatías
humanas y de motivos morales. ¿La Biblia puede ser verdad y Dios puede
ser omnipotente cuando existen el pecado y la miseria? La lucha a través
de la cual conquistó la certeza fue la suprema experiencia de su vida: fijó
sus pensamientos; sus escritos fueron fruto de la misma. Estos reflejan
alluchador y su lucha y nos revelan el retrato psicológico de un alma
medieval (8). Con el propósito de edificar a sus hermanos en religión,
refiriendo las dudas y tentaciones que había padecido y el modo en que
Dios lo había ayudado a superarlas, compuso una obra autobiográfica
titulada Libro sobre sus tentaciones, peripecias y escritos (Liber de
tentationibus suis, varia fortuna et scriptis).

En ella trata de disuadir a los jóvenes del camino de la ciencia profana e


igual que en otros libros suyos hace profesión de no tener más maestro
que Cristo y de prescindir por completo de las enseñanzas de Platón,
Aristóteles, Cicerón y Boecio.

Muchas veces -dice- me he encontrado con dialécticos tan ingenuos que


pretendían someter al análisis lógico todas las palabras de la Biblia y que
atribuían mayor autoridad a los antiguos filósofos que a los autores
inspirados por el Espíritu Santo. Sabio es -concluye- el que conoce las
Escrituras y la palabra de Dios, no el que maneja hábilmente las reglas del
arte dialéctico (9).
No sin motivo, en cierta ocasión, mientras estaba leyendo a Lucano en el
monasterio, soñó, según él mismo cuenta en el Libro de las visiones (Liber
visionum), que era azotado por un hombre de terrible aspecto (10).

Manegoldo de Lautenbach, un poco más joven que Otloh, abrazó la vida


monástica, después de haber cursado también, como éste, las artes
liberales.

Aunque en su Opúsculo contra Wolfelmo de Colonia (Opusculum contra


Wolfelmum Coloniensem) admite que Platón parece acercarse bastante a
la verdad (Plato ad verum satis videtur accedere) (11), lo hace, sin duda
dentro del mismo espíritu que permitió decir a Tertuliano: Séneca es, con
frecuencia, uno de los nuestros (Seneca saepe noster). En realidad, si
Platón se ha acercado a la verdad cristiana, ello es obra del acaso, ya que
entre la filosofía pagana y Cristo no hay acuerdo posible. Insensato sería,
pues, pretender que la revelación divina pueda ser analizada o discutida a
la luz de la lógica.

Una muestra de la inutilidad de ésta -dice Manegoldo- la tenemos en el


tratado Sobre la invención retórica, donde Cicerón trae el siguiente
ejemplo de proposición irrefutable: Si dio a luz, tuvo contacto carnal con
un varón (Si peperit, cum viro concubuit), siendo así que, según nos
enseña la Escritura, María engendró a Cristo sin dejar de ser virgen (12).

Esta desvalorización de la filosofía, de la razón y de la naturaleza humana


se vincula en el terreno político a una desvalorización del poder secular.
Así como la filosofía es despreciada en nombre de la revelación, la razón
postergada en favor de la fe y la naturaleza sacrificada en pro de la sobre-
naturaleza, así los derechos del Imperio son minimizados ante los del
Papado, la nobleza laica es pospuesta a la jerarquía eclesiástica y el
Estado totalmente subordinado a la Iglesia.

En la gran disputa de la época, que gira en torno a la cuestión de las


investiduras, los antidialécticos adoptan en general una posición
decididamente teocrática y se afilian sin hesitación al partido papal.

En Manegoldo de Lautenbach en particular es claramente visible la


conexión directa de la lucha entre la fe y la ciencia, entre la Iglesia y el
Imperio (13).

Con su doctrina del pacto político como fundamento de la autoridad


secular, procuró uno de los más vigorosos argumentos en pro de las
pretensiones de Gregorio VII y en contra de los derechos de Enrique IV.
De acuerdo a tal doctrina, que Manegoldo formuló por vez primera
explícitamente, cuando un gobernante viola el pacto original mediante el
cual le es conferido el poder, se convierte en tirano y justifica así la rebelión
de sus súbditos contra él (14).

Sin embargo, no es Manegoldo el representante más destacado de la


corriente fideísta de su siglo.

Pedro Damiano, a quien el propio Manegoldo sigue y comenta (15), es,


por lo común, reconocido, y no sin razón, como prototípico exponente de
la misma. Nacido en Ravena, en el año 1007, estudió las artes liberales en
Parma y fue discípulo de Ives de Chartres, a quien haría después objeto
de sus más duros ataques. Es probable, pues, aunque no seguro, que
emprendiera un viaje de estudios a Francia.

De todas maneras, su fama de erudito le atrajo tantos alumnos que logró


amasar una considerable fortuna. También ejerció en Ravena la abogacía.

Pero en el año 1038, cuando tenía poco más de treinta años, abandonó el
mundo para ingresar en el monasterio de Fonte Avellana. Un lustro más
tarde, en 1043, fue nombrado prior del mismo y como tal se empeñó, casi
con igual celo, en instaurar una estricta observancia de la regla y en
acrecentar las rentas del convento.

A su fervor ascético unió, en todo caso, una nada tibia devoción por las
dos espadas. Y si por una parte fue leal servidor de los papas León IX,
Esteban IX y Alejandro II, y gozó de especial consideración en la corte de
Nicolás II, por otra se mostró siempre súbdito fiel de los emperadores
germánicos, mantuvo con ellos cordiales relaciones y llegó a ser confesor
de la emperatriz Inés.

El papa Esteban IX lo hizo, en 1058, obispo de Ostia y cardenal de la


Iglesia. La Curia romana le confió delicadas misiones diplomáticas en
Cluny, en Florencia, en Milán, etc. Los emperadores favorecieron con
múltiples donativos y privilegios a su monasterio de Fonte Avellana (16).

Retirado finalmente al claustro, en el año 1067, continuó allí con


inexhausto vigor la prédica del ascetismo, hasta que murió en Faenza, el
22 de febrero de 1072.
En su personalidad se reunían los rasgos típicos del asceta y del hombre
de acción (17).

Sin duda se daba cuenta de la incompatibilidad de la actividad política y


diplomática con la profesión monacal. Se equivoca quien cree poder ser
monje y al mismo tiempo estar al servicio de la Curia, dice escribiendo a
Desiderio, abad de Monte Casino (18). Más aún, ni siquiera el cargo de
abad es plenamente compatible con el ascetismo monacal:

Ningún abad, casi,


puede ser monje,
mientras se encarga de diversos
y nocivos negocios.

(Nullus pene abbas modo


Valet esse monachus,
Dum diversum et nocivum Sustinet negotium) (19).

Mientras se desempeñó como diplomático y alto funcionario de la Santa


Sede no dejó de suspirar por el claustro. Y, sin embargo, no hay duda de
que tenía no sólo las condiciones propias del político y del hombre de
acción sino también el gusto por la acción y por la política.

Por otra parte, autoridad jerárquica y orden moral-religioso eran para él por
completo inseparables. De ahí que, pese a su carácter fuertemente
autoritario, se esforzaba siempre por acatar, reverenciar y obsequiar a los
príncipes eclesiásticos y seculares. De ahí que, pese a la atracción del
claustro, no rehusara los más altos cargos en la Iglesia.

Estaba convencido de la urgente necesidad de reformarla. Pero entendía,


sin duda, la reforma, no como una vuelta a las virtudes específicamente
evangélicas de la pobreza y la fraternidad (según la entenderían en el siglo
siguiente valdenses y franciscanos), sino como un reavivamiento de las
más rigurosas prácticas ascéticas (ayuno, flagelaciones, etc.), como una
apelación a la obediencia absoluta, como un infatigable empeño en hacer
cumplir con exactitud reglas, ritos, rezos, prescripciones etc.

Si por el tono de su prédica se parecía, como dice Brezzi, a un profeta del


Antiguo Testamento (áspero, terrible, severo), por el contenido de la
misma se asemejaba más todavía al autor del Pentateuco.
De su intento por reformar el clero y los monasterios, de su lucha contra la
corrupción, la simonía, el concubinato, etc., dan abundante testimonio sus
cartas y sus opúsculos (20).

Al igual que Otloh de San Emmeram o Manegoldo de Lautenbach,


menospreciaba la naturaleza humana en la medida en que exaltaba lo
sobrenatural. Y si por un lado oponía el ascetismo al goce de los sentidos
y la vida monástica al disfrute del mundo, por otro, contraponía la fe a la
razón y la revelación a la filosofía.

Sin embargo, su posición en la disputa entre el Imperio y el Papado no es


tan radicalmente teocrática como la de aquéllos

Su obvio acatamiento al Papado, al cual en primer término servía, y sus


óptimas relaciones con la corte imperial germánica, de la cual recibía
tantas muestras de respeto, le impedían pronunciarse demasiado
unilateralmente, pese a su temperamento rudo y extremoso. Pero, por
encima de cualquier consideración táctica o diplomática, era su evidente
veneración por toda forma de poder público lo que no le permitía
menoscabar a ninguna de ellas.

En el fondo, sin embargo, Pedro Damiano no hace otra cosa más que
reproducir la vieja doctrina del papa Gelasio I. En su Discusión
sinodal (Disputatio synodalis) se esfuerza por demostrar la necesidad de
una perfecta cooperación y de una total armonía entre el emperador y el
papa (ita sublimes istae duae persona e tanta sibimet invicem unanimitaten
jungantur, ut quodam mutua e calitatis glutino et rex in romano pontifice et
romanus pontifex inveniatur in rege) (21). Iglesia y Estado han sido
instituidos por Dios para gobernar a los hombres. A la plimera le confió la
misión de regir su alma, al segundo de gobernar su cuerpo (humanum
genus, quod per has duos apices in utraque substantia regitur).

Tienen, pues, finalidades distintas, pero su objeto es uno solo: la felicidad


del género humano. De ahí que, aunque diferentes, deban obrar de
acuerdo, del mismo modo que el alma y el cuerpo en cada individuo. Sin
embargo, como los intereses del alma son superiores a los del cuerpo, en
última instancia no resulta dudosa la primacía de la Iglesia sobre el Estado.

De cualquier manera, la doctrina de Pedro Damiano se diferencia del


hierocratismo de Manegoldo de Lautenbach, al menos en la forma. No
parece demasiado empeñado en llevar los principios hasta las
consecuencias extremas e insiste en el momento concordístico y en la idea
de la armonía de las supremas potestades.

Este profeta del Antiguo Testamento no tuvo nunca el coraje de


enfrentarse a los grandes de este mundo y de anatematizarlos. A Enrique
IV, que pretendía divorciarse de su legítima consorte, lo disuadió con
suaves palabras. Sus disensiones con el ya poderoso Hildebrando, lejos
de conducirlo a la reprensión vehemente, se concretan en ingeniosos y
ambiguos epigramas de este estilo:

El que doma la rabia de los tigres y las sangrientas fauces de los leones,
te convierta a tí, que hasta ahora has sido para mí un lobo, en manso
cordero.

(Qui rabiem tygridum domat, ora cruenta leonum,


Te, nunc usque lupum, mihi mitem vertat in agnum) (22).

El fideismo de Pedro Damiano no es, sin embargo, menos extremado que


el de Gerardo de Czanad o el de Otloh de Ratisbona.

Como ellos, y, sin duda, con más pericia que ellos, conduce sus ataques
contra la dialéctica y la retórica, mediante una profusa instrumentación
dialéctico- retórica.

Si tomamos, por ejemplo, su breve tratado Sobre la santa simplicidad, que


se ha de preferir a la ciencia que infla (De sancta simplicitate scientiae
inflanti anteponenda), fácil nos será advertir allí una cierta habilidad
retórica, junto a un completo desprecio por las artes liberales (entre las
cuales está la retórica). Para persuadir al joven monje Ariprando de que
nada ha perdido al dejar el estudio de dichas artes usa los recursos que
ellas mismas le proporcionan. El caso no es inédito y ya los Padres que
atacaron la filosofía griega, como Hipólito y Taciano, se valieron para esto
de las armas que aquélla generosamente les proporcionaba. Sólo que
nuestro monje lo hace con cierta ingenuidad y tal vez un poco a pesar
suyo. No ataca la sabiduría en general sino la sabiduría humana, esto es,
la filosofía y las artes liberales.

En su pensamiento es fundamental, por consiguiente, la antítesis entre


sabiduría espiritual y sabiduría terrena. La primera es remedio de las
pasiones y camino de salvación; la segunda, raíz de soberbia y arma de
condenación eterna. De la primera se ha escrito: Pues por obra de la
sabiduría fueron sanados todos los que te agradaron, oh Señor, desde el
principio; de la segunda: Tal sabiduría no viene de lo alto, sino que es
terrena, animal, diabólica (23).

Cual es la distancia que hay entre la sabiduría espiritual y la terrena, lo


muestra en otro lugar, cuando dice: Ya que el mundo no conoció a Dios
por medio de la sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes por medio
de la estupidez de la predicación. Y otra vez: La prudencia de este mundo
es enemiga de Dios, pues no se somete a la luz de Dios ni puede hacerla

< align=justify>(Quid autem distet inter spiritualem sapientiam tenenamque


prudentiam, alibi discernit cum dicit: Quia non cognovit mundus per sapientiam
Deum, placuit Deo per stultitiam praedicationis salvos facere credentes, et iterum:
Prudentia huius mundi inimica est Deo: Legi enim Dei non subiicitur, nec enim
potest) (24).

Los efectos de ambas opuestas sabidurías son también contrarios.

Los sabios según la carne con frecuencia no consiguen lo que desean ya que,
confiados en la vanidad de su sabiduría, mientras esperan conseguirlo todo
fácilmente, creen en verdad que pueden prescindir de la ayuda de la religión y,
mientras se jactan de una vacua sabiduría, no temen vivir como ignorantes (in
sapientiae quippe suae vanitate confisi, dum sperant facile sibi cuneta suppetere,
arbitrantur utique se religionis testimonio non egere, et dum inanem sapientiam
iactant, in sipiellter vivere non formidano) (25).

En cambio, los sabios según el espíritu, aunque ignoran las letras, sobrepasan a los
gramáticos y filósofos en el conocimiento de la palabra divina y en la profundidad
de sus consejos, de tal modo que quien quiera a ellos recurrir para consultados
sobre cualquier asunto referente a la vida espiritual, al recibir su palabra, confía en
ella como si hubiese escuchado el oráculo de un profeta (26).

En efecto, así como la sabiduría celeste engendra para la Iglesia hijos celestes y
legítimos, así la prudencia terrena hace espúreos a los hijos terrenos (sicut caelestis
sapientia caelestes facit et legitimos Eclessiae filios, ita terrena prudentia terrenos
reddit spurios) (27).

La primera corresponde, como es obvio, a la fe en la palabra revelada y la segunda


a todo el conjunto de disciplinas surgidas del raciocinio y de la investigación.

Carece, pues, de todo sentido decir, como Brezzi, que las intemperancias verbales
del autor, demasiado repetidas, han de ser corregidas con esta apropiada precisión,
esto es, con la distinción de dos clases de sabiduría (28).

Tanto más cuanto que la sabiduría divina (fe en la revelación y conocimiento de la


Escritura) aparece para Damiano como íntimamente vinculada a la vida ascética,
mientras la sabiduría humana se presenta a sus ojos unida con la vida carnal y
mundana, con la soberbia y con todos los vicios.

Tú, dice dirigiéndose al joven Ariprando, has buscado la entrada a la verdadera luz
antes de conseguir la ciega sabiduría de los filósofos (ante veri luminis aditum
requisisti quam caecam philosophorum sapientiam disceres) (29), y no debes
arrepentirte ni dejarte turbar por el demonio, que es el verdadero inventor y promotor
rle las artes liberales y, en primer lugar, de la gramática.

¿Quieres aprender la gramática? Aprende a declinar Dios en plural. Ya que este


taimado maestro, mientras funda el arte de la desobediencia, introduce en el mundo
una inaudita regla de declinación, para que se puedan adorar muchos dioses

(vis grammaticam discere? disce Deum pluraliter declinare. Artifex enim doctor, dum
artem inobedientiae noviter condit, ad colendos etiam plurimos deos inauditam
mundo declinationis regulam introducit) (30).

Ciencia y vicios aparecen hermanados en su origen diabólico. En efecto, el que se


aprontaba a introducir la multitud de los vicios, puso el deseo de la ciencia como
jefe de ejército y así tras él volcó sobre este desdichado mundo todas las variedades
de las iniquidades (qui vitiorum omnium catervas moliebatur inducere, cupiditatem
scientiae quasi ducem exercitus, posuit, sicque post eam infelici mundo cunetas
iniquitatum turmas invexit) (31).

Por eso declara Damiano en una de sus cartas: Cristo es mi gramática (mea
grammatica Christus est) (32).

Objeto de sus severas reprensiones son en particular los monjes que dejando de
lado las ocupaciones espirituales, desean aprender las necedades de la ciencia
terrena y teniendo en poco la regla de Benito se complacen en dedicarse a las reglas
de Donato (qui, relictis spiritualibus studiis, addiscere terrenae artis ineptias
concupiscunt, parvipendentes siquidem regulam Benedicti, regulis gaudent vacare
Donati) (33).

Estos que desprecian la vida monacal y la sabiduría celeste para ir en pos de las
ciencias seculares y de la sabiduría terrena ¿qué otra cosa parecen hacer si no
abandonar en el tálamo de la fidelidad a una casta esposa y descender hasta las
prostitutas de la escena? (quid aliud quam, in fidei thalamo coniugem relinquere
castam, et ad scaenicas videntur descendere prostitutas?) (34).

Estos, en verdad, olvidan que Dios es lo único que merece ser aprendido y que El
es al mismo tiempo el camino por el cual avanzamos y a través del cual obtenemos
el saber más alto, el de su propio ser (35).

Inútil les es aducir, por otra parte, que se esfuerzan tras las fruslerías de las ciencias
de afuera a fin de aprovechar más abundantemente el estudio de las cosas
divinas (quia ad hoc exteriorum artium nugis insudant ut locupletius ad studia divina
proficiun) (36). Permitir los estudios profanos a quienes, como monjes, han hecho
profesión de consagrarse a Dios, sería, para Pedro Damiano, como si una esposa
concediera a su marido el derecho de acostarse con su sierva para engendrar hijos
de ella.

Insensato sería, por otra parte, pensar que Dios necesita de la ciencia de los
hombres para llevar a feliz télmino sus propósitos. El ejemplo de una vida ascética
vale más que cualquier elocuencia, pues Dios omnipotente no precisa de nuestra
gramática para llevar en pos de sí a los hombres, ya que, aun al comienzo de la
redención humana, cuando más necesidad parecía haber de ella para esparcir las
semillas de la nueva fe, no envió a filósofos u oradores, sino más bien a individuos
simples, rústicos y pescadores (nec enim Deus omnipotens nostra grammatka
indiget, ut post se homines trahat, cum in ipso humanae redemptionis exordio, cum
magis videretur utique necessarium ad conspergenda novae fidei semina, non
miserit philosophos et oratores, sed simplices potius, idiotas ac piscatores) (37).

La historia de los santos monjes del pasado demuestra a las claras que éstos no
necesitaron en absoluto la ciencia de los hombres para obrar las mayores maravillas
y para conquistar la más sublime sabiduría. Benito, patriarca del monacato
occidental, prefirió trocar el estudio por las duras labores del campo ante el llamado
de Cristo, y pudo decir de sí mismo lo que no podrían ciertamente afirmar los sabios
geómetras y astrónomos; Martín obispo de Tours, uno de los primeros que abrazó
la vida monástica en la Europa latina, era un hombre ignorante y, sin embargo, fue
capaz de sacar del infierno las almas de tres condenados; Antonio, maestro de los
Padres del desierto y cabeza del monacato de Oriente, nada sabía de retórica, pero
se hizo famoso en el mundo entero y su nombre es recordado por la posteridad;
Hilarión, después de haberse dedicado a los estudios filosóficos, arrojó lejos de sí
a los Platones y los Pitágoras y, contentándose con los Santos Evangelios, fue a
recluirse en una cueva sepulcral (38).

El verdadero sabio, el asceta que no conoce casi las letras pero ha aprendido a
mortificar su cuerpo y a domar sus apetitos, mientras echa a puntapiés al mundo,
se burla del mismo príncipe del mundo que filosofa (dum mundum calcibus objicit,
ipsum mundi principem philosophando ludit) (39).

¿Por qué preocuparse, pues, de una sabiduría que, además de ser inútil, nos hace
semejantes a los réprobos y a los gentiles? En realidad, ¿quién enciende una
linterna para ver el sol? ¿Quién se vale de antorchas para mirar la claridad de las
estrellas brillantes? Así, quien busca a Dios y a sus santos con sincera mirada, no
necesita una extranjera luz para contemplar la luz verdadera. Pues la misma
verdadera sabiduría se manifiesta a quienes la buscan y el resplandor de la luz que
no muere se revela sin el auxilio de una luz mentirosa (Quis enim accendit lucernam
ut videat solem? quis scolacibus utitur ut stellarum micantium videat claritatem? Ita
qui Deum vel sanctos eius sincero quaerit intuitu, non indiget peregrina luce ut veram
conspiciat lucem. Ipsa quippe vera sapientia se quarentibus aperit et sine
adulterinae lucis auxilio inocciduae se fulgor ostendit) (40).
Son los demonios (que Pedro Damiano se representa de modo muy realista, como
grandes pájaros que vuelan por el aire) los que infunden en nosotros el deseo de
saber y el propósito de emprender el estudio de las artes liberales y de la filosofía
(41).

Verdad es que, escribiendo a Bonifacio, que vive fuera del claustro, parece
reconocerle el derecho a dedicarse un poco al estudio de las letras profanas (42),
pero no deja de advertirle que quienquiera dedique ya al estudio de las letras
profanas ya a cualquier cosa terrena lo que debe dedicarse principalmente al
examen íntimo para agradar a Dios, con razón perece (quisquis, ergo, sive litterarum
saecularium disciplinis, sive rebus quibusque terrenis hoc studium exhibet, quod ad
placendum Deo examinationi dumtaxat intima e principaliter debetur, merito perii)
(43). En realidad, no hay en esto sino una concesión hecha a quienes no pueden
por enfermedad de su espíritu, odiar (la vida científica y mundana), como sería
justo (nequeant prae infirmitate mentis, ut dignum est, odire) (44).

En todo caso debe quedar bien claro que, si a pesar de todo se utiliza la pericia de
la ciencia humana (la dialéctica) para explicar la palabra divina (la Sagrada
Escritura), aquélla no debe atribuirse con arrogancia el derecho dé maestra, sino
servir con reverencia, como una sirvienta a su señora (quae tamen artis humanae
peritia, si quando tractandis sacris eloquiis adhibetur, non debet ius magisterii
sibimet arroganter arripere, sed velut ancilla dominae quodam famulatus obsequio
subservire) (45).

En verdad, el alma devota de Damiano no tiene aún, como dice Prantl, el más leve
presentimiento de que también esta sirvienta puede llegar a independizarse y a
fundar un hogar propio (46).

Su concepción del conocimiento se remonta, en lo esencial, a lo que podríamos


llamar el momento pre-helénico del cristianismo, al judaísmo en su original pureza.

Y dentro de la concepción judeo-cristiana está estrechamente vinculada a la idea


de la omnipotencia divina, como trataremos de mostrar. Contingentismo,
voluntarismo y arbitrarismo son así los supuestos del fideísmo.

La más importante de las diferencias que separan la concepción judeo-cristiana del


mundo de la concepción griega es la idea de que la razón última y la clave de la
Totalidad es una Persona.

Mientras en la Weltanschaung bíblica se delínea con claridad la imagen de Jehová,


del cual dependen no sólo los destinos del pueblo elegido y de todos los pueblos de
la tierra sino también el mismo ser de los seres y el mismo valer de los valores, la
cosmovisión griega en ningún momento llega a admitir la idea de un Dios personal
como fuente del Ser, como causa de los valores o como ultima ratio de la historia.

Llevada a sus extremas consecuencias la concepción judeo cristiana implica las


siguientes ideas: 1°) la existencia y la esencia de todas las cosas dependen de Dios,
el cual las ha traído al Ser no desde una materia preexistente ni movido por ninguna
necesidad intrínseca ni siquiera basándose en arquetipos inmanentes a su propio
Intelecto, sino sacándolas de la nada (ex nihilo), por un acto de su libérrima
voluntad; 2°) la bondad (o maldad) de una acción, así como la belleza, la justicia,
etc. de un hecho, de un objeto, de una conducta, dependen, en última instancia, del
libre querer de Dios, de manera que, si ahora el mentir es malo porque Dios así lo
ha decidido, luego puede ser bueno, si El decide lo contrario; 3°) la misma verdad
de un juicio depende, en última consideración, de la libre voluntad divina, y así, si
ahora es verdad que dos más dos son cuatro, mañana, si Dios dispone lo contrario,
podrá ser cierto que dos más dos son siete.

Entre los griegos, aun el Dios supremo del Panteón olímpico, Zeus, está muy lejos
de ser razón última y clave de la Totalidad del Ser.

El mismo Zeus depende, como, todos los dioses y los hombres, del Destino
impersonal. En todo caso no es el principio de ninguna cosmogonía: al comienzo
está el Caos o Tetis y Océano etc.

No existe la noción de una creación ex nihilo. Aun aquellos filósofos que, como
Platón, se refieren a la creación del Mundo y admiten un Demiurgo, no entienden
nunca por creación sino la organización de una eterna materia preexistente. En la
mayor parte de los mitólogos y filósofos la formación del Mundo aparece como un
proceso necesario de desarrollo del Principio y se presenta como algo ajeno a toda
libre voluntad divina.

La bondad, la justicia, la belleza etc., constituyen un orden objetivo, ajeno también


a toda voluntad de dioses o de hombres.

Más aún, los hombres y también los dioses, sólo son buenos, justos, bellos etc. en
cuanto se adecuan a este orden objetivo. Si Zeus es justo, ello se debe a que sus
acciones se conforman a la justicia. A ningún griego se le ocurriría decir, en cambio,
que una acción es justa porque Zeus así libremente lo dispone.

Con mayor razón lo mismo puede decirse respecto a la verdad de un juicio. Ni Zeus
ni los dioses son medidas de la verdad; antes al contrario, todos son medidos por
ella.

La mejor prueba de esto puede hallarse en el hecho de que todos se equivocan y


son susceptibles de ser engañados, así como resultan víctimas de sus pasiones y
presas de sus vicios.

Nada más lejos, pues, de la concepción griega que el atribuir a Zeus o a cualquiera
de los dioses una omnipotencia en sentido absoluto. Sólo al Destino, impersonal,
parece caberle tal atributo.
No es difícil comprender por qué la concepción judeo-cristiana del mundo se
desarrolló en el contexto de la religión revelada. Si todo lo que es y todo lo que
sucede depende de la libre voluntad de Dios, todo lo que de las cosas conozcamos
nos deberá ser revelado por el mismo Dios. Si todo es contingente en sí mismo y
no tiene ninguna razón de ser sino en el arbitrio divino, la única ciencia posible
dependerá del conocimiento de tal arbitrio. Pero, como éste es inescrutable,
precisamente porque es absolutamente libre, sólo podremos conocerlo en cuanto
El mismo decida manifestársenos.

He aquí por qué el saber de Israel es un saber esencialmente religioso; por qué todo
su conocimiento del mundo y del hombre es un conocimiento revelado; por qué tuvo
a Moisés y a los profetas y por qué debía culminar en Cristo y en el Evangelio.

No podemos imaginarnos allí, en cambio, a un Heráclito o a un Aristóteles.

Si éstos surgen en Grecia es porque la cosmovisión del pueblo helénico, regida por
la idea de un orden objetivo del ser y del valer, provoca el deseo -casi se diría la
ambición- de descifrar y reconstruir mentalmente ese orden. Las preguntas por
el qué y el por qué de las cosas aparecen como válidas y posibles. Se legitima la
inquietud de la razón.

El cristianismo, apenas salido de los círculos judíos en los cuales nació y conquistó
sus primeros adeptos, se enfrentó con la concepción griega del mundo, difundida
por todo el ámbito del Imperio Romano.

Y aunque algunos grupos, representados por el apóstol Pedro, se mostraron


renuentes a la helenización, pronto prevaleció, por razones obvias en una doctrina
de vocación universalista, la tendencia hacia la integración.

En los siglos anteriores, los judíos de la Diáspora habían emprendido este camino.
Y ya en el siglo I los escritores cristianos iniciaron el laborioso proceso de síntesis
entre revelación judeocristiana y filosofía griega, que había de prolongarse con
alternativas diversas durante toda la Edad Media. San Pablo y el autor del cuarto
Evangelio son claros ejemplos de las primeras tentativas por aproximar el mensaje
de Cristo a las doctrinas estoica y platónica.

La idea del Dios, que libre y arbitrariamente constituye el ser, la verdad y el valor de
todas las cosas, es limitada por la idea de un Orden eterno y una inmutable Ley con
la cual aquélla tiende a identificarse. La idea de la creación ex nihilo se une, a su
vez, a la noción de los Arquetipos, existentes desde la eternidad en la mente divina.
Y de esta manera, junto a la revelación, se halla un lugar para la razón, y junto a la
fe, se procura un sitio para la filosofía.

Esto no obstante, en la historia del pensamiento cristiano aparecen periódicamente


(en los momentos de crisis sobre todo) nuevos intentos de retornar a los orígenes
hebraicos por encima del secular connubio helénico.
Desde Taciano hasta León Chestov, una larga serie de anti-filósofos, en la cual
ocupa un lugar eminente Pedro Damiano, pretende llegar a Jerusalén pasando
sobre las ruinas de Atenas.

Muy pocas veces, en verdad, lo logran del todo. La atracción de la filosofía es


siempre lo suficientemente poderosa como para arrancarles algunas concesiones.
Y en la misma tarea de rebatirla o de exponer la revelación que le oponen, se ven
obligados a utilizar expresiones, conceptos y razonamientos que aquélla ha forjado.

Mal que les pese deben pedir armas al enemigo para poder combatirlo y suelen
confirmar así aquello de Aristóteles: Si se ha de filosofar, se ha de filosofar; si no se
ha de filosofar, se ha de filosofar, a saber, para demostrar que no se ha de filosofar.
Siempre, pues, se ha de filosofar. El propio Tertuliano, enemigo acérrimo de toda
pagana sabiduría, debe mucho a los estoicos (47).

Y Pedro Damiano tampoco se substrae enteramente al dominio de la filosofía y a la


necesidad de pensar como los griegos.

Para defender algunas de las doctrinas que le son más caras, precisamente porque
son las que representan de modo más específico la concepción judeocristiana del
mundo, se ve obligado a recurrir, a través de pensadores cristianos como San
Agustín y el Pseudo Dionisio, a los vestigios del heleno Platón y del nada cristiano
Plotino.

En general, trata, como ya vimos, de afirmar la fe contra la razón, pero, penetrando


más en lo hondo del asunto, se propone afirmar la voluntad de Dios como ajena a
toda clase de reglas; como absolutamente libre, aun con respecto al propio Intelecto
divino; como superior a todo orden lógico, físico o metafísico.

No es, pues, una casualidad que su obra más conocida y, sin duda, la más
interesante desde el punto de vista de la historia del pensamiento, se titule
precisamente Sobre la divina omnipotencia (De divina omnipotentia).

Esta obra, compuesta por su autor después de haber dimitido su episcopado (ego,
itaque, episcopatu dimisso) (48), esto es, no antes del año 1067, tuvo origen en una
discusión que Pedro Damiano sostuvo con su amigo Desiderio, abad de Monte
Casino, acerca de aquella frase en que San Jerónimo afirma que ni siquiera Dios
puede devolver su virginidad a la mujer que la ha perdido.

Damiano sostiene una opinión contraria a la de San Jerónimo y, partiendo de este


limitado problema, se eleva a la consideración del poder de Dios y de sus relaciones
con la naturaleza y con la razÓn.

Dios ha creado el mundo a partir de la nada (ex nihilo). Esta idea, típica de la
concepción judeo-cristiana, es asumida por Pedro Damiano en toda su amplitud y
profundidad.
Advierte muy bien que la creación que excluye toda materia preexistente, tanto fuera
del Creador como en el Creador mismo, implica un salto inconmensurable y una
contradicción ontológica. Sabe que una creación de la naturaleza ex nihilo es una
creación contra la naturaleza, puesto que contradice todo cuanto sucede en la
naturaleza. Ni siquiera se le escapa que la idea se opone abiertamente a cuanto
enseñaron los filósofos griegos. Aun sin conocer los textos al respecto, que van
desde Parménides hasta Aristóteles y desde Aristóteles hasta Plotino, se da cuenta
de que el ex nihilo nihil fit es una proposición profundamente filosófica y pagana.

A quien reflexiona con atención, le resulta evidente que, desde el comienzo del
mundo, el Creador de las cosas ha alterado como le pareció el orden de la
naturaleza; más aún, que ha hecho la misma naturaleza, por así decirlo, en cierto
modo contra la naturaleza: pues ¿por ventura no es contra la naturaleza que el
mundo sea hecho de la nada, ya que los filósofos dicen que de la nada nada se
hace?

(Consideranti plane liquido patet quoniam ab ipso mundi nascentis exordio rerum
conditor in quid voluit naturae iura mutavit, immo ipsam naturam, ut ita dixerim,
quodammodo contra naturam fecit: numquid enim contra naturam mundum ex nihil
o fieri, unde ita philosophis dicitur quia ex nihil o nihil fit) (49).

La tesis de la creación ex nihilo se vincula lógica e históricamente a la tesis de la


creación libre. Pedro Damiano es en esto tan explícito como en lo anterior: Dios, al
crear el Universo, no lo hizo obligado por alguna interna deficiencia, ni obró de
acuerdo a ninguna ley inmanente que lo moviera a expandirse o a manifestar su
esencia. La criatura no es una necesaria consecuencia de Dios; aquélla depende
de éste; éste, empero, no depende en ningún sentido de aquélla.

Es claro que, si en lugar de una real y propia creación ex nihilo, se tratara de una
emanación, como en Escoto Erígena, sería también lÓgicamente imposible o, por
lo menos, muy difícil concebir la producción del Universo como un acto enteramente
libre. Para Pedro Damiano la segunda tesis se vincula sin esfuerzo a la primera.

Según él, en efecto, el único motivo de la creación fue la bondad de Dios, o sea, un
arbitrio clemente, una decisión misericordiosa.

A crear, pues, lo que no existía no lo impulsó la necesidad de superar la soledad o


alguna otra carencia, sino que lo movió sólo la bondad de su propia clemencia; ni la
creación de las cosas pudo agregar algo a su felicidad, siendo como es tan pleno y
perfecto por sí y en sí mismo que ni al existir la criatura se le añade nada ni al
perecer nada se le quita.

(Ad creandum igitur quod non erat, non solitudinis eum vel alicuius inopiae
necessitas impulit, sed sola propriae clementiae bonitas provocavit; nec beatitudini
eius rerum conditio conferre aliquid potuit, cum ita per se et in se sit plenus atque
perfectus ut nec existente creatura sibi aliquid accedat, nec ea pereunte
deccdat) (50).
Notas

(1) Cf. H. E. Barnes y H. Becker, Historia del pensamiento social - México - 1945 - I
p. 269-270.

(2) Según P. Orsi, el primero que se refiere de algún modo a ello es el cardenal
Baronio, en el volumen XI de sus Annales eclesiastici (1605), donde recoge
sencillamente ciertos vagos anuncios de una inminente catástrofe en autores
franceses y germánicos de la época. En realidad, prosigue el mencionado
historiador italiano, quien desarrolla la opinión del terror del año 1000 es el abate
Saverio Betinelli en su obra Del Risorgimiento d'Italia negli studi, nelle arti e neí
costumi dopo il mille (1773), seguido por Guinguené (en su Histoire litteraire d'Italie)
y luego por Michaud, Sismondi, Michelet y Cantú.

(3) Cf. G. Carducci, Dello svolgimento della letteratura nazionale I (en Prose,
Bolonia, 1904 p. 265 ss.).

(4) E. Gilson, La philosophie au Moyen Age, París, 1952 - p. 233.

(5) Cf. L. Rougier, La scolastique et le thomisme - Paris - 1925 - p. 62.

(6) Hay que tener en cuenta, sin embargo, que una tendencia claramente ascética
puede hallarse en fideístas antiguos tales como Taciano y Tertuliano.

(7) Cf. P. Brezzi, Introduzione a S. Pier Damiani: De divina amnipotentia - Florencia,


1943.

(8) H. O. Taylor, The mediaeval mind - Londres - 1927- I p. 317.

(9) Cf. E. Gilson, op. cit. p. 235.

(10) Cf. H. O. Taylor, op. cit. p. 322.

(11) Cit. por P. Brezzi, ibid.

(12) Cit. por E. Gilson, ibid.

(13) A. Dempf, Metafísica de la Edad Media - Madrid - 1957, p. 97.

(14) Cf. E. Barnes y H. Becker, op. cit. p. 253. Sobre las teorías políticas de
Manegoldo en particular, véase el artículo de A. J. Carlyle, Manegold of Lautenbach,
en Encyclopaedia, of the Social Science.s, v. x. (cit. por Barnes y Becker).

(15) Cf. Brezzi, op. cit. p. 8.


(16) Cf. Brezzi, op. cit. p. 10-11.

(17) Como hombre de acción lo caracteriza precisamente Sackur, según dice


Dempf (op. cit. p. 97).

(18) De diviná omnipotentia p. 50. (citamos el texto de Pedro Damiano según la


edición critica de P. Brezzi; en el caso de las obras no incluidas alli seguimos citando
por Migne).

(19) Pat. lat. V. 145, col. 972 (cit. por Taylor).

(20) Entre éstos pueden citarse Sobre el celibato (De coelibatu), Contra los clérigos
intemperantes (Contra intemperantes clericos) etc.

(21) Pat. lat. v. 145, col. 86 (cit. por Brezzi).

(22) Cit. por Brezzi, p. 125.

(23 De sancta simplicitate p. 182.

(24) De vera felicitate ac sapientia p. 338.

(25) De sancta simplicitate p. 186.

(26) De sancta símplicitate p. 188-190.

(27) De vera felicítate ac sapientia p. 342.

(28) Brezzi., op. cit. p. 182, nota 2.

(29) De sanda simplicitate p. 165.

(30) De sancta simplicitate p. 166.

(31) Ibid.

(32) Epistulae VIII, 8, Pat. lat. V. 144, col. 476.

(33) De perfectione monachorum p. 254-256.

(34) De perfectíone monachorum p. 256.

(35) Domínus vobiscum XIX, Pat. lat. V. 145, col. 246.

(36) De perfectione monachorum p. 256.


(37) De sancta simplicitate p. 172.

(38) De sancta simplicitate p. 178-181.

(39) De sancta simplicitate p. 192.

(40) Ibid.

(41) De sancta simplicitate p. 194.

(42) De vera felicitate ac sapientia p. 342.

(43) De vera felicitate ac sapientia p. 346.

(44) De vera felicítate ac sapientia p. 348.

(45) De divina omnipotentia p. 78-80.

(46) C. Prantl, Storia della logica in Occidente (Etá Medievale-Parte prima) -


Florencia 1937 - p. 123.

(47) Cf. P. Barth, Los estoicos, Madrid, 1930 p. 287-288.

(48) De divina omnipotentia p. 50.

(49) De divina omnipotentia p. 120.

(50) De divina omnipotentia p. 86-88.


CAPÍTULO SEGUNDO

El fideismo y la idea de la omnipotencia de Dios en Pedro Damiano

SEGUNDA PARTE

La idea de la libre creación del Mundo por parte de la voluntad divina se


vincula, asimismo, a la idea de la creación temporal, que Pedro Damiano
no afirma aquí explícitamente, pero que supone en todas sus expresiones.

Aunque algunos escolásticos del siglo XIII y en particular Santo Tomás de


Aquino sostendrán luego, en su afán de armonizar la revelación cristiana
con la filosofía aristotélica, que no repugna a la razón la idea de una
creación eterna (1), que sea al mismo tiempo ex nihilo y libre, es evidente
que tal posición traiciona por igual a Aristóteles, que nunca concibió la idea
de una creación ex nihilo y libre, y a la Biblia, que en ninguno de sus textos
deja entrever, ni remotamente, la idea de una creación eterna del mundo.

De hecho, Santo Tomás, ateniéndose a la revelación, afirma que la


creación es no sólo libre y ex nihilo sino también temporal.

Todas estas ideas forman parte, por lo demás, del dogma y son
inseparables de la ortodoxia católica.

Pero en Pedro Damiano las hallamos en un estado más puro e


incontaminado que en la mayor parte de los pensadores cristianos de la
Antigüedad y del Medioevo. Su actitud es mucho más bíblica, su
mentalidad mucho más judeo-cristiana.
Desde San Agustín hasta Santo Tomás la doctrina platónica de las ideas
arquetípicas, asimilada a la concepción bíblica del Dios creador, da lugar
a lo que se suele llamar el ejemplarismo divino. Dios crea todas las cosas
siguiendo como modelos las ideas que están en su Mente (esto es, en su
Verbo) desde toda la eternidad. Las cosas se constituyen en su ser propio
de acuerdo a la idea que Dios tiene de ellas. Estas ideas, consustanciales
con Dios, configuran en la simplicidad absoluta de su esencia, la misma
esencia divina.

Ahora bien, si ello es así, la creación del Mundo, sin dejar de ser ex
nihilo (según lo exige la concepción judeocristiana), en cierto modo no lo
es.

Las criaturas son hechas por Dios con ideas preexistentes. Y si bien es
cierto que estas ideas no son causa material de las cosas sino causa
formal externa o ejemplar de las mismas (según la terminología
escolástica), también es verdad que, tomada la doctrina
del ejemplarismo en su significación más general, supone que el mundo y
las criaturas todas preexisten de alguna manera a la Creación y que las
cosas hechas ex nihilo son en cierto sentido hechas ex ideis.

El Universo creado por Dios en el tiempo (según la concepción bíblica y la


ortodoxia cristiana) existe, pues, en cierto modo, desde la eternidad (en el
Verbo divino).

Más aún, la creación que Dios realiza libremente ya no es, en cierto


sentido, libre, puesto que está condicionada por las ideas eternas y puesto
que la voluntad se adecua a la Inteligencia (es decir, al Verbo) en el acto
mismo de la creación.

Pedro Damiano también admite que las cosas preexisten en Dios, antes
de ser creadas.

Pero ello no significa que admita propiamente la existencia de Ideas


arquetípicas en la Mente divina.

En realidad no las menciona para nada. Las cosas preexisten, pero no en


el Intelecto sino en la Voluntad de Dios:

La voluntad de Dios, es, en verdad, causa de la existencia de todas las


cosas, tanto visibles como invisibles, a tal punto que todas las cosas
creadas, antes de llegar a las especies visibles de sus formas, ya vivían
verdadera y esencialmente en la voluntad de su Hacedor

(Voluntas quippe Dei omnium rerum sive visibilium sive invisibilium causa
est ut existant, adeo ut condita quaeque, antequam ad formarum suarum
visibiles procederent species, iam veraciter atque essentialiter viverent in
sui opificis voluntate) (2).

Si se ve obligado a admitir que las cosas preexisten de algún modo en


Dios es porque no puede negar que Dios prevé lo que ha de hacer (in
providentia) y realiza su obra concienzudamente (in consilio). Dice así
que las cosas que fueron externamente expresadas a través de la creación
de la obra ya existían interiormente en la previsión y en el designio del
Creador (quae foris expressa sunt per conditionem operis, iam intus erant
in providentia et consilio Conditoris) (3).

Nótese, por otra parte, que aquí, al hablar de la preexistencia de las cosas
en la voluntad de su Hacedor (in sui opificis voluntate), no dice que las
mismas preexistan desde siempre (ab aeterno), aunque ello debería
deducirse inmediatamente de la idea de la inmutabilidad divina.

De todos modos, aun cuando no se pueda admitir llanamente, como


Brezzi, que Pedro Damiano continúe aquí los pasos del ejemplarismo
agustiniano (pues de ninguna manera dice que Dios haya seguido las
Ideas que en El estaban), tampoco se puede negar que en su intento de
salvaguardar para Dios, al mismo tiempo, atributos tales como libertad e
inmutabilidad, se ve obligado a recurrir a modos de pensar y a expresiones
análogas a las de San Agustín y los otros pensadores que admiten, en
mayor o menor grado, el ejemplarismo de raigambre platónica.

De hecho nada hay más ajeno al espíritu de Pedro Damiano que la idea
de Leibniz y Spinoza, según la cual Dios se halla sometido a las
llamadas verdades eternas. Dios no está sometido ni limitado por nada. Su
poder es absolutamente ilimitado y no hay cosa a que no alcance. Absurdo
sería creer que sólo puede hacer lo que en realidad hace.

A propósito de si Dios puede devolver su virginidad a quien la ha perdido,


dirigiéndose a Desiderio, abad de Monte Casino (después Papa con el
nombre de Víctor III), espíritu al parecer muy diferente al suyo, pues bajo
su gobierno en el célebre monasterio florecieron los estudios (4), dice
Pedro Damiano:
Luego, después de haberte explayado en largas y prolijas
argumentaciones, finalmente llegaste a esta conclusión en tu discurso:
Que Dios no puede hacer esto no por otro motivo sino porque no quiere.
A lo cual respondí yo: Si Dios no puede hacer nada de lo que no quiere y
nada hace sino lo que quiere, no puede hacer, por tanto, absolutamente
nada de lo que no hace. Lógico es, pues, que de buen grado confesemos
que hoy Dios no hace llover porque no puede; que no da ánimo a los
débiles porque no puede y que por lo mismo no da muerte a los malvados
y no libra a los santos de sus opresiones. Estas y otras muchas cosas,
pues, Dios no las hace porque no quiere; síguese, por consiguiente, que
todo lo que Dios no hace, no lo puede hacer en absoluto. Lo cual, en
verdad, parece tan absurdo y ridiculo, que semejante afirmación no sólo
no conviene a Dios omnipotente pero ni siquiera puede aplicarse a un frágil
ser humano. Muchas cosas hay, en efecto, que no hacemos y que, sin
embargo, podemos hacer.

(Deinde longis et prolixis argumentationibus multa percurrens, ad hoc


tandem definitionis tuae clausulam perduxisti ut diceres: Deum non ob
aliud hoc non posse nisi quia non vult. Ad quod ego: Si nihil, inquam, potest
Deus eorum quae non vult, nihil autem ni si quod vult facit; ergo nihil
omnino potest. facere eorum quae non fa cit. Consequens est itaque, ut
libenter fateamur, Deum hodie id circo non pluere quia non potest; idcirco
languidos non erigere quia non potest; ideo non occidit iniustos, ideo non
ex eorum oppressionibus liberat sanctos. Haec et alia multa idcirco Deus
non facit quia non vult, et quia non vult non potest; sequitur ergo ut quidquid
Deus non facit, facere omnino non possit. Quod profecto tam videtur
absurdum tamque ridiculum ut non modo omnipotenti Deo nequeat
assertio ista congruere, sed ne fragili quidem homini valeat. convenire.
Multa siquidem sunt quae nos non facimus et tamen facere possumus) (5).

En el fondo, sin darse cuenta de ello, Desiderio aplicaba aquí a Dios la


concepción megárica del acto, negando la posibilidad de la potencia.
Como Diodoro Cronos, sostenía que entre dos cosas contradictorias
solamente puede decirse que es posible aquella que de hecho existe o
necesariamente ha de existir.

El racionalismo de estirpe eleática y el determinismo de estoica


ascendencia que tales ideas megáricas implican, repugnaba no sin
motivos a un antirracionalista y a un contingentista tan ferviente como
Pedro Damiano.
No deja de ser significativo que para defender la posibilidad que Dios tiene
de hacer algo distinto de lo que hace recurra a un argumento a fortiori cuyo
término de comparación es precisamente el hombre. Ello parece
demostrar que, en el fondo de su pensamiento, no deja de estar siempre
presente la imagen de Dios como hombre sublimado.

Pensar que Dios sólo puede hacer lo que hace es para él limitar su poder
hasta el punto de hacerlo inferior al del hombre. Por eso, concluye, con no
dudosa fe debe creerse que Dios todo lo puede, tanto lo que hace como lo
que no hace (indubitabili fide credendum est Deum omnia posse, sive
faciat, sive non faciat) (6).

En el siglo siguiente, Pedro Abelardo, un dialéctico que constituye por


cierto su más acabada antítesis, un racionalista decidido, a quien los
sucesores de Pedro Damiano, como Bernardo de Clairvaux, no cesarán
de combatir, afirmará por su parte:

Consta que Dios sólo puede hacer lo que de hecho hace alguna vez.

(constat id solum pos se facere Deum quod aliquando facit) (7).

Una objeción que Pedro Damiano prevé a su tesis de la absoluta


omnipotencia de Dios es la que surge de la posibilidad de hacer el mal. En
efecto, si Dios lo puede todo ¿podrá, pues, hacer el mal?

La respuesta es, en primer lugar, negativa: El no puede hacer el mal ni


sabe cómo hacerlo Cquidquid malum est, sicut non potest agere, ita nescit
agere); no puede ni sabe mentir, perjurar o hacer algo injusto (non enim
potest aut scit mentiri vel penurare vel iniustum aliquid facere) (8).

Luego, sin embargo, a modo de explicación agrega:

Por consiguiente, cuando se dice que Dios no puede o no sabe hacer mal
alguno, esto no debe atribuirse a ignorancia o imposibilidad sino a la
rectitud de la voluntad eterna. Precisamente porque no quiere el mal, con
razón se dice que no sabe ni puede hacer mal alguno; pero por lo demás
todo cuanto quiere sin duda puede también hacerlo

(Roc ergo quod dicitur: Deus non posse malum aliquod vel nescire, non
referendum est ad ignorantiam vel impossibilitatem, sed ad voluntatis
perpetua e rectitudinem. Quia enim malum non vult, recte dicitur quia
necque scit neque potest aliquid malum; ceterum quicquid vult, indubitanter
et potest) (9).

Esta solución, que a primera vista puede parecer puramente verbal,


encubre la siguiente idea: Dios no puede hacer el mal, porque, por el solo
hecho de que El haga algo, esto es bueno.

La cuestión es: ¿pero esto es bueno porque El lo hace o lo hace porque


es bueno?

De acuerdo con las ideas anteriormente expuestas sobre la libertad de


Dios al crear las cosas, la única respuesta consecuente sería la primera.
Ello lo pondría en pleno acuerdo con la concepción bíblica del bien y del
mal, que se expresa en esta frase de Isaías, citada por el mismo
Damiano: Yo soy el Señor que produce la luz y crea las tinieblas, que
produce la paz y crea el mal. Es decir: lo que es bueno es bueno porque
Dios decide que lo sea; lo que es malo es malo porque Dios decide que lo
sea. Dios crea así el bien y el mal. Por el solo hecho de que El haga algo
esto es bueno, puesto que su obra no depende sino de su libérrima
voluntad. Y si alguna vez hace algo que antes había decidido que fuera
malo, por el solo hecho de que El lo haga y lo haga con plena libertad,
debe necesariamente suponerse que ha decidido que ya no sea malo sino
bueno (por lo cual no será ya malo sino bueno).

Esta solución no está de ningún modo clara en las palabras de Pedro


Damiano. Motivos afectivos parecen interferir con su lógica, y chocan con
otros motivos afectivos.

En efecto, como asceta y moralista (místico, en el sentido de Eckhart y de


Tauler, ciertamente no es), quiere poner a Dios lo más lejos posible del
mal. A pesar de que, por un lado tiene en alta estima la imagen de Dios
como soberano absoluto, por otro desea ardientemente presentar en El la
imagen de la virtud perfecta, enteramente ajena a todo pecado, y la idea
de que Dios pueda decidir un día que el adulterio o el perjurio no sean ya
pecado, quizás no le resulte demasiado edificante.

De todas maneras, para explicar cómo el no poder hacer el mal no implica


una limitación del verdadero poder en Dios, recurre a la tesis filosófica del
mal como negación o privación del ser. Todo lo que Dios hace es bueno y
por eso es algo, y todo lo que El no hace es nada (quidquid Deus facit,
bonum est atque ideo aliquid est, et quicquid ille non facit nihil est). (10).
El mal en cuanto no proviene de Dios es, por tanto, una pura nada, aunque
aparente ser algo:

Todos los males, pues, como las iniquidades y los crímenes, aun cuando
parecen ser, no son; puesto que no provienen de Dios, nada son,
precisamente porque Dios no los hizo en modo alguno y sin El nada fue
hecho.

(Mala autem quaelibet, sicut sunt iniquitates et scelera, etiam cum videntur
esse, non sunt, quia a Deo non sunt, quia videlicet Deus omnino non fecit,
sine quo factum est nihil) (11).

Nada más ajeno, pues, al ser verdadero de Dios que el mal, puro ser
aparente, y verdadera nada:

Los males, por consiguiente, aun cuando parecen ser no son, y están lejos
de Aquel que es el verdadero y supremo ser

(Mala ergo etiam cum videntur esse, non sunt, et a b eo qui vere et summe
est, procul sunt) (12).

La tesis del mal como carencia de ser y como nada, tiene, como se sabe,
origen aristotélico, pero a Pedro Damiano probablemente le haya llegado
a través de autores cristianos vinculados al neoplatonismo y en particular
a través de San Agustín. Sin embargo, no cita a ninguno de estos autores
y se limita en cambio a acumular textos bíblicos que, a su juicio,
fundamentan dicha tesis (13).

En lo que se refiere a la naturaleza no cabe, sin embargo, duda alguna de


que Dios puede revocar las leyes que El mismo ha fijado.

La naturaleza es contingente en su ser y en su obrar. Toda necesidad


natural está condicionada por los decretos de Dios y depende de su
libérrima voluntad. La relación que hay entre la naturaleza y su creador es
análoga a la que existe entre el siervo y su señor. ¿Cómo ha de
asombrarnos, pues, que aquél que impuso una ley y un orden a la
naturaleza ejercite sobre la misma naturaleza la autoridad de su poder, sin
que la necesidad natural se le oponga, rebelde, sino que, sometida a sus
leyes, lo sirva como esclava? (Quid ergo mirum est si is, qui naturae legem
dedit et ordinem, super eamdem naturam sui metus exerceat ditionem, ut
ei naturae necessitas non rebellis obsistat, sed eius substrata legibus velut
ancilla deserviat?) (14).
Y, si por mandato de Dios todas las cosas creadas están sujetas a la ley
de la naturaleza, no por eso ha de creerse que esta leyes absoluta, pues
ella misma está sujeta a la voluntad de Dios. Este, en efecto, al par que ha
determinado que todas las cosas creadas se sometieran a la naturaleza,
reservó al mandato de su poder la obediencia de la misma naturaleza, que
a él se sujeta (quique creata quaelibet dominanti naturae subesse
constituit, suae dominationis imperio naturae obsequentis oboedientiam
deservavit) (15).

Si la naturaleza no es lo que es sino por la voluntad de Dios, de tal modo


que esta misma voluntad puede considerarse como la verdadera
naturaleza de la naturaleza, tampoco podría nadie extrañarse de que ésta,
dejando de lado todas sus prerrogativas (leyes inmanentes), cuando Dios
así lo quiere, obedezca sobre todas las cosas a la voluntad divina (16).

Los numerosos casos que, tomándolos de San Agustín en su mayor parte,


Pedro Damiano cita como ejemplos, constituyen un curioso muestrario de
las más extravagante; opiniones físicas y biológicas del Medioevo.

La salamandra -dice- vive entre las llamas, y no sólo no es dañada por


ellas sino que, al contrario, por ellas subsiste. Ciertos gusanos nacen y
viven en las aguas hirvientes. La paja, que es lo bastante fría para
conservar durante mucho tiempo la nieve, es lo bastante caliente para
madurar cualquier fruto verde. El fuego, que es en sí transparente,
ennegrece todo lo que toca, y aunque resplandece y brilla, quita el color a
todo lo que abraza. Y, sin embargo, las piedras, sometidas al fuego
incandescente, se tornan blancas. El fuego, por otra parte, produce efectos
contrarios en cosas no contrarias, ya que ennegrece la madera y blanquea
las piedras que se le someten. Los carbones, que se rompen al más leve
contacto, resisten durante largo tiempo la humedad, gracias al fuego que
destruye las otras cosas. La cal también conserva escondido en sí el
fuego, que sólo se manifiesta cuando se la extingue, o sea, cuando se la
mezcla con agua. Pero, si en vez de agua se usa aceite, que es alimento
del fuego, no se produce el más ligero calor. La piel de la serpiente, cocida
en aceite hirviendo, alivia maravillosamente el dolor de oído. La chinche,
con el olor que exhala, hace que quien se ha tragado una sanguijuela la
vomite. Su aplicación alivia las dificultades urinarias. El diamante, que no
puede ser cortado mediante el fuego o el hierro, se corta con sangre de
chivo. El imán atrae el hierro y, sin embargo, si se le acerca un diamante
no sólo deja de hacerlo sino que también si antes lo había hecho, ahora lo
rechaza, como si una piedra tuviera miedo de otra piedra. El asbesto,
piedra de Arcadia, tiene este nombre porque una vez encendida ya no se
puede apagar más. La pirita, mineral de Persia, toma este nombre porque
quema la mano de quien la aprieta con fuerza. En el mismo país existe
otra piedra, llamada selenita, cuya blancura interior crece y decrece con la
luna. La sal de Agrigento se disuelve al acercarse al fuego, y crepita, en
cambio, cuando es arrojada al agua. En el país de los garamantes
(ascendientes de los tuaregs) hay una fuente cuya agua durante el día es
tan fría que no se puede beber de ella y durante la noche tan caliente que
no se la puede tocar. En Epiro se halla otra fuente en la cual las antorchas
encendidas no se apagan y las apagadas se reavivan. Hay en Egipto una
higuera cuya madera, arrojada al agua, se sumerge, y después de
permanecer un tiempo en el fondo, vuelve a flotar, precisamente cuando,
impregnada de agua, debería sumergirse. En los campos de Sodoma se
dan frutos que parecen maduros y cuando se los muerde no se encuentra
en su interior sino ceniza y humo. En Capadocia las yeguas son
fecundadas por el viento y sus crías no viven nunca más de tres años. En
Tilon, isla de la India, los árboles no pierden jamás su follaje. En cierta
región de Occidente, de las ramas de los árboles nacen pájaros, como si
fueran frutos vivientes y cubiertos de pluma (17).

A decir verdad -concluye Damiano- ¿quién será capaz de enumerar tantos


prodigios del poder divino que son realizados contra el orden corriente de
la naturaleza y no se deben discutir por cierto con argumentos humanos
sino más bien abandonar al poder del Creador?

(Enimvero quis tot virtutis divinae magnalia, quae contra communem


naturae ordinem fiunt ennumerare sufficiat, quae nimirum non humanis
discutienda sunt argumentis, sed virtuti potius reliquenda sunt Creatoris?).

Y entre tantos prodigios ¿quién dudará -para volver ahora a la cuestión


originaria- que Dios es capaz de devolver la virginidad a una mujer
desflorada? En efecto, ello puede entenderse en dos sentidos: 1°) en
cuanto a la plenitud de los méritos (iuxta meritorum plenitudinem) y 2°) en
cuanto a la integridad de la carne (iuxta carnis integritatem).

Es obvio que Dios puede hacer que los méritos de tal mujer igualen y aún
sobrepasen a los de una virgen. De hecho hemos conocido muchas
personas de uno y otro sexo que, después de los abominables halagos del
placer, llegaron a una tan grande pureza de vida religiosa que no sólo
aventajaron en santidad a todos los castos y púdicos sino que superaron
también los no despreciables méritos de muchas vírgenes (plerosque
novimus utriusque sexus homines post abominabiles voluptatis illecebras,
ad tantam religiosa e vitae pervenisse mundiciam ut, non modo castos et
pudicos quoslibet in sanctitate praecederent, sed et non contemnenda
multarum virginum merita superarent) (18).

Pero no menos evidente resulta para Pedro Damiano que Dios puede
también devolver a una mujer desflorada la condición física de la
virginidad, reparando su himen:

¿En cuanto a la carne, en verdad, quién, aunque esté loco, podría dudar
de que quien levanta a los caídos. libra a los esclavos engrillados y cura,
en fin, toda fatiga y toda enfermedad, puede reparar el himen virginal?

(Juxta carnem vero, quis etiam versanae mentis addubitet eum videlicet
qui erigit elisos, solvit compeditos, qui postremo curat omnem languorem
et omnem infirmitatem, clausulam non posse reparare virgineam?) (19).

Sin embargo, el problema esencial no está en nada de esto y Pedro


Damiano bien lo ve.

En efecto, cuando San Jerónimo y sus seguidores afirman que ni siquiera


Dios puede devolver la virginidad a quien la ha perdido, no se refieren ni a
la plenitud de los méritos ni a la integridad física.

En ningún momento dudan que Dios pueda reintegrar a una igual o aún
mayor santidad a la que ha caído o que sea capaz de reparar el himen
desflorado. Dicen simplemente esto: que nadie, ni el mismo Dios, puede
hacer que lo sucedido no haya sucedido; que nadie, ni el mismo Dios,
puede hacer que la virgen que ha sido violada no haya sido violada.

La objeción de fondo, se plantea así, según las mismas palabras de


Damiano:

Si Dios es omnipotente en todo, como tú afirmas, ¿podrá acaso hacer que


las cosas que sucedieron no hayan sucedido? El puede, sin duda, destruir
todas las que han sido hechas, de modo que ya no existan, pero no puede
entenderse de qué manera podría hacer que las cosas que han sido
hechas no hayan sido hechas. Puede, en verdad, hacer que ahora y en el
futuro Roma no exista, pues puede destruirla; pero ninguna mente llega a
concebir cómo puede hacer que no haya sido fundada antiguamente.

(Si Deus, ut asseris, in omnibus est omnipotens, numquid potest hoc agere
ut quae facta sunt, facta non fuerint? Potest certe facta quaeque destruere
ut iam non sint, sed videri non potest quo pacto possit efficere ut quae facta
sunt, facta non fuerint. Potest quippe fieri ut amodo et deinceps Roma non
sit: potest enim destrui; sed ut antiquitus non fuerit conclita, quomodo
possit fieri, nulla capit opinio) (20).

Lo que se pone en juego es nada menos que el principio de contradicción.

Sin embargo, Damiano no se arredra por eso. En su deseo de defender la


omnipotencia divina más allá de toda limitación racional, intenta primero
una respuesta basada en testimonios de la Escritura.

Dios, por lo común, crea las cosas futuras sin destruir las pasadas. A
veces, sin embargo, destruye lo ya hecho para procurar algo mejor. Así
leemos que aniquiló el mundo por el diluvio y la Pentápolis por el fuego. Y,
aunque es cierto que en estos casos quitó el ser a las cosas presentes y
futuras, y no a las pasadas, si consideramos el asunto con atención,
veremos que los hombres perversos que en tales ocasiones fueron
destruídos, por su constante tendencia al mal y al no ser, bien puede
decirse que no existían (21).

Este intento de explicación no podía conformar, naturalmente, a los


dialécticos, aferrados al rigor de los principios lógicos.

Contra ellos trata de establecer entonces Damiano esta fundamental


distinción: la necesidad lógica no es lo mismo que la necesidad ontológica.

Lo que tiene valor dentro de los supuestos de la razón humana, es decir,


lo que tiene vigencia para nuestro modo humano de pensar, no vale
necesariamente en el ámbito de la realidad natural.

Las reglas de la dialéctica (o sea, de la lógica formal) no se aplican en el


terreno de la naturaleza, que es contingente en su fundamento, en cuanto
depende en su ser y en su accionar de la libre voluntad divina.

Más aún, la misma necesidad lógica que rige nuestro pensamiento no


parece ser para Pedro Damiano sino una necesidad convencional,
dependiente de las reglas del arte, que es, por cierto, un arte humano.

Cualquier cosa que ahora existe dice- en cuanto existe es necesario que
exista, ya que mientras es no puede no ser. Igualmente lo que va a
suceder, es imposible que no vaya a suceder, aunque existan muchas
cosas que en sí mismas son contingentes, como el que hoy vaya o no vaya
yo a caballo, el que hoy llueva o no llueva etc.
Estos hechos contingentes (utrumlibet) lo son más por la variable
naturaleza de los seres (esto es, por una razón ontológica) que por una
consecuencia de los juicios o de la predicación (esto es, por una razón
lógica).

En efecto -continúa Pedro Damiano- de acuerdo al orden natural, es


posible que hoy llueva o que no llueva; pero de acuerdo a las leyes del
juicio, si está por llover es absolutamente necesario que esté por llover (o
sea, es absolutamente imposible que no esté por llover), gracias al
principio de contradicción. Desde este punto de vista lógico, no sólo es
necesario que todo lo que fue haya sido sino también que todo lo que es,
sea, y que todo lo que ha de ser, haya de ser. Es imposible, por tanto, que
nada de lo que fue no haya sido, que nada de lo que es no sea, que nada
de lo que está por venir no esté por venir.

Aplicando entonces este punto de vista a Dios, no sólo se le priva de todo


poder sobre el pasado sino también sobre el presente y el porvenir (22).

Por eso, estas cosas que surgen simplemente de las argumentaciones de


dialécticos y retóricos no deben aplicarse con ligereza a los misterios del
poder divino y lo que ha sido inventado para servir de instrumento a los
silogismos o a las conclusiones del juicio, no debe llevarse con pertinacia
a las leyes sagradas ni contraponerse, con la necesidad de su conclusión,
a la virtud divina.

(haec plane quae ex dialecticorum vel rethorum proddeunt argumentis, non


facile divina e virtutis sunt aptanda mysteriis, et quae ad hoc inventa sunt
ut in syllogismorum in strumenta proficiant, vel clausulas dictionum, absit
ut sacris legibus pertinaciter inferant et divinae virtuti conclusionis suae
necessitates opponant) (23).

Porque si este modo de argumentar se aplicara literalmente, Dios sería del


todo impotente en cualquier momento, no sólo en el pasado sino también
en el presente y en el futuro.

La necesidad lógica es vista aquí -y no sin razón- cual lo contrario a la


libertad divina, tal como la Biblia la presenta.

Pero, un tanto paradójicamente, para justificar su tesis de que Dios puede


cambiar el pasado no menos que el presente y el futuro, Pedro Damiano
se ve obligado a recurrir a una serie de ideas elaboradas por la filosofía
griega.
Recurre así, ante todo, a los conceptos de eternidad y ubicuidad, tal como
los presenta el neoplatonismo.

Dios es eterno y desde su eternidad contempla con una única y simple


mirada todas las cosas, constituídas en su presencia, de modo que para
él nunca pasan del todo las cosas pretéritas ni sobrevienen las
futuras (omnia, in prasentiae suae constituta conspectu, uno ac simplici
contemplatur intuitu, ut sibi numquam penitus vel praeterita transeant vel
futura succedant) (24).

El es siempre idéntico a sí mismo, no está sujeto al devenir ni al tiempo,


pero incluye en sí todo devenir y todo tiempo.

Del mismo modo, no ocupa lugar en el espacio, pero contiene en sí todos


los lugares del espacio.

Está dentro de todas las cosas y fuera de todas; encima de todas y debajo
de todas; es superior a todas por su poder e inferior a todas por el sostén
que les da; exterior a todas por su grandeza, interior a todas, porque las
penetra por completo: Y es, por así decirlo, un lugar sin lugar, que contiene
en sí todos los lugares, sin tener que moverse él mismo por tales lugares;
y aunque a todos los llena, no ocupa con sus partes las partes del espacio,
sino que está todo entero en todas partes, y no es más difuso en los
lugares más anchos y más recogido en los más estrechos, ni más alto en
los más sublimes, ni más bajo en los más bajos, ni mayor en las cosas
grandes ni menor en las más pequeñas, sino que es uno y el mismo, simple
e igual en todas partes (est enim, ut ita dixerim, locus inlocalis, qui sic in
se continet omnia loca, ut non moveatur ipse per loca, et cum omnia simul
impleat, non per partes sui occupat partes loci, sed totus ubique est, nec
per ampliora loca diffusior nec pero angustiora contractior, nec altior in
excelsis, nec plus humiliatus in infimis, non maior in magnis, minor in
minimis, sed unus idemque simplex et aequalis ubique) (25).

Si se tienen en cuenta las raíces neoplatónicas de estas ideas y


expresiones, no resultará extraño comprobar que las mismas presentan
muchas analogías con la de ciertos pensadores del renacimiento, como
Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, profundamente influídos por el
neoplatonismo.

Pero no basta señalar el hecho, como lo hace Brezzi; es necesario advertir


también que en aquellos filósofos renacentistas tales ideas armonizaban
con una concepción del mundo claramente encaminada hacia el monismo
y hacia la dialéctica, mientras que en Pedro Damiano son más bien un
expediente para ponerse a salvo de la lógica formal (26).

Veamos, de todos modos, para acabar, cómo usa de este expediente y


cómo justifica su tesis fundamental.

Omnipotencia, omnisciencia, inmutabilidad son coeternas con Dios. Desde


aquella suprema cumbre de las cosas, dispensando sus derechos a todas
las naturalezas, abraza en el arcano de su providencia todos los tiempos,
pasados, presentes, y futuros, de modo que nada nuevo le sucede en
absoluto y nada se le escapa en los diferentes momentos de su curso. Y
no considera los diversos objetos con miradas diversas, de manera que
cuando atiende a los del pasado se le escapen los del presente o los de]
futuro, o, al revés, cuando considera los del presente o los del futuro tenga
que apartar sus ojos de los del pasado, sino que con una sola y simple
mirada de su muy presente majestad comprende al mismo tiempo todas
las cosas; y esto no de un modo confuso e inextricable, sino que todas las
discierne y según su propiedad las distingue (In illo itaque summo renun
cardine naturarum omnium iura di spensans sic omnia tempora, praeterita
videlicet, praesentia et futura, intra suae provisionis arcana complectitur ut
nec novum aliquid sibi penitus accidat nec aliquid ab eo per cursus
momenta recedat. Sed nec diversis obtutibus diversa considerat, ut, cum
intendit praeteritis, vacet a praesentibus vel futuris, vel rursus cum
praesentia sive futura considerat, oculos a praeteritis avertat, sed uno
dumtaxat ac simplici praesentissimae maiestatis intuitu simul omnia
comprehendet; neque hoc confuse ac inexplicabiliter, sed omnia discernit
atque iuxta proprietatem suam quaeque distinguit) (27).

El hombre es como el espectador que se sienta en un teatro y no puede


ver de una sola vez sino lo que está delante de él; Dios, en cambio, es
como el que se sitúa por encima del teatro y puede abarcarlo todo con una
sola mirada. Por eso Él, como está incomparablemente por encima de todo
lo que cambia, contempla al mismo tiempo todas las cosas como
presentes y sujetas a su mirada (quia omnia quae volvuntur
incomparabiliter supereminet, omnia simul suis subiecta conspectibus
praesentialiter videt) (28).

En realidad hay más sucesión para nosotros en el brevísimo lapso que


tardamos en pronunciar la palabra cielo que para Dios en la infinita
duración de los siglos. Cuando nosotros pronunciamos la primera sílaba
de dicha palabra, todavía tenemos que pronunciar la segunda, y cuando
pronunciamos la segunda, la primera ya ha pasado, mientras Dios en un
solo instante abarca todos los tiempos.

Pero si todos los tiempos son para él un instante eternamente presente,


es lícito inferir que pasado y futuro carecen de sentido como tales en el
pensamiento y la acción de Dios.

Conforme a esto, podrá decirse, pues, que el poder divino se ejerce del
mismo modo sobre el pasado que sobre el presente o el futuro.

El tiempo, que para nosotros transcurre a través de las cosas externas no


fluye para Dios, por lo cual, en su eternidad permanecen fijadas todas las
cosas que afuera el torbellino de los siglos incensantemente produce como
no fijas (unde fit ut in aeternitate eius omnia fixa permaneant, quae non fixa
extrinsecus saeculorum volumina indesinenter emanant) (29).

Remitiéndose así a estos conceptos neoplatónicos (sin duda a través de


San Agustín y del Pseudo Dionisio), se pregunta, no sin cierto aire de
triunfo, el gran enemigo de la Filosofía:

¿Qué cosa habrá, pues, que no pueda hacer, de todas las pasadas o
futuras, aquel que fija y establece, en el presente de su majestad, sin
cambio alguno, todas las cosas pasadas o futuras; aquel ante quien
ciertamente está presente sin pasar el tiempo que precedió a aquellos
hechos y el que encierra todos los que después han de suceder?

(Quid est ergo, quod ille non valeat de praeteritis omnibus vel futuris, qui
videlicet omnia facta vel facienda sine ullo transitu defigit et statuit in suae
praesentia maiestatis? Cui profecto et illud tempus intransibiliter adest
quod ea quae facta sunt anteccesit et illud qua cuncta deinceps futura
concludit) (30).

En resumen: Como para Dios todo es eterno presente, no cabe distinguir


en su acción el presente del pasado y del futuro, y su poder se ejerce por
igual sobre los acontecimientos que para nosotros son presentes o futuros
como sobre aquellos que en nuestra perspectiva temporal son pasados.
Nada impide, pues, que Él haga que lo sucedido no haya sucedido.

Que esta explicación consiga finalmente salvar el escollo representado por


el principio de contradicción es algo de lo que el propio Damiano no está
muy seguro.
Por eso, para rematar al dialéctico, cruel fiscalizador (durus exactor),
recurre a un último y desesperado argumento: Si Dios todo lo puede, ¿por
qué poner en duda su capacidad para hacer que una cosa sea y no sea al
mismo tiempo? Supongamos, por hipótesis, que el permanecer las cosas
entre el ser y el no ser sea algo malo. Si es malo es nada. Si es nada, Dios
no lo ha hecho, puesto que nada fue hecho sin él, según la Escritura (31).

Pero Bertrand Russell, otro cruel fiscalizador, observa a este propósito:

La afirmación de que Dios puede anular el principio de contradicción


suscita, por implicación, dificultades en la noción de omnipotencia. Si Dios
es omnipotente ¿no podría, por ejemplo, hacer una piedra tan pesada que
El no pudiera levantarla? Y, sin embargo, debería poder levantarla, si
realmente es omnipotente. Así, pues, parece ser que puede y no puede
levantarla. La omnipotencia resulta una noción imposible a menos que se
abandone el principio de contradicción. Este último movimiento haría
imposible el discurso. Por esta razón, la teoría de Damiano estaba
condenada a ser rechazada (32).

Notas

(1) Cf. De aeternitate mundi contra murmurantes.

(2) De divina omnipotentia p. 62.

(3) De divina omnipotentia p. 64.

(4) Cf. Brezzi, op. cit. p. 50, n. 2.

(5) De divina omnípotentia p. 54.

(6) De divina omnipotentia p. 110.

(7) Introductio ad theologiam III 5 (Pat. lat. V. 178, col. 1096, cit. por Brezzi).

(8) De divina omnipotentia p. 56.

(9) De divina omnipotentia p. 62.

(10) De divina omnipotentia p. 100.

(11) De divina omnipotentia p. 104.


(12) De divina omnipotentia p. 108.

(13) De divina omnipotentia p. 104-106.

(14) De divina omnipotentia p. 120.

(15) Ibid.

(16) Cf. De divina omnipotentia p. 120-122.

(17) Cf. De divina omnipotentia p. 122-126.

(18) De divina omnipotentia p. 68.

(19) De divina omnipotentia, p. 68.

(19) De divina omnipotentia p. 70.

(20) De divina omnipotentia p. 70-72.

(21) De divina omnipotentia p. 72.

(22) Cf. De divina omnipotantia p. 76-78.

(23) De divina omnipotentia p. 78.

(24) De divina omnipotentia p. 82.

(25) De divina omnipotentia p. 84-86.

(26) De divina omnipotentia p. 86.

(27) De divina omnipotentia p. 88-90.

(28) De divina omnipotentia. p. 90.

(29) De divina omnipotentia p. 96.

(30) Ibid.

(31) De divina omnipotentia p. 100-102.

(32) La sabiduría de Occidente - Madrid 1964 - p. 149.


CAPÍTULO TERCERO

La ética de Abelardo

El pensamiento de Pedro Abelardo ha sido objeto de interpretaciones


distintas y de juicios contradictorios.

Algunos historiadores han visto en él un remoto antecesor del Iluminismo;


otros, en cambio, intentan vincularlo en lo esencial a la tradición
escolástica y a la ortodoxia cristiana. Y no han faltado quienes en su
método encontraron un precedente de la dialéctica hegeliana.

Victor Cousin opina que es el filósofo más ilustre de Francia, junto con
Descartes; Guido de Ruggiero, al contrario, le niega originalidad hasta a
su teoría de los universales.

Mientras algunos ponen de relieve su independencia doctrinal, otros, como


Picavet, lo consideran precisamente la negación del espíritu crítico.

Nacido en Bretaña en 1079, discípulo de Roscelino, primero, y de


Guillermo de Champeaux, después, no tardó en adquirir fama en las
escuelas como dialéctico agudo y como disputador invencible. Desde la
cátedra de París el brillo de su ciencia y de su elocuencia se extendió a
toda la Europa occidental. De todos los países de la Cristiandad latina
acudían discípulos déseosos de escuchar sus lecciones.

A tal fama, ciertamente no inmerecida, se añadió luego la que deriva de


sus amores con Eloísa, célebres por la intensidad de la pasión tanto como
por el trágico desenlace. Abelardo pasó así al dominio de la poesía y aun
de la leyenda, al mismo tiempo que a la historia de la filosofía y de la
teología.

Condenado por el Concilio de Soissons y luego por el de Sens (gracias al


celo de San Bernardo de Clairvaux), acabó sus días en 1142, al amparo
de los claustros de Cluny (1).

Más agudo que erudito, más crítico que sistemático, más dotado de fuerza
analítica que de poder sintético, su pensamiento ocupa un lugar único
dentro de la Escolástica.
Sin el aliento especulativo de un Escota Erígena, sin la profundidad
metafísico-mística de un Eckhart, sin el vasto y variado saber de un Alberto
de Colonia, sin el rigor constructivo y el talento arquitectónico de un Tomás
de Aquino, Abelardo los supera a todos en la sutileza de los análisis
críticos.

No se lo puede considerar, por cierto, un libre pensador en el sentido


moderno de la palabra. En ningún momento intentó levantarse contra el
dogma cristiano o separarse de la Iglesia:

No quiero ser filósofo para oponerme a Pablo ni ser Aristóteles para


separarme de Cristo.

(Nolo sic esse philosophus, ut recalcitrem Paulo. Non sic esse Aristoteles,
ut secludar a Christo) (2).

Sin embargo, difícilmente se podría dejar de reconocer el carácter


racionalista de su pensamiento. Por una parte, escribiendo a su hijo
Astrolabio, dice:

La fe no por la fuerza llega, sino por la razón.

(Fides non vi sed ratione venit) (3). Y en el Diálogo entre un filósofo, un


judío y un cristiano (Dialogus inter Philosophum, Judaeum el Christianum),
el primero de ellos, negándose a aceptar las autoridades que aduce el
tercero, le hace notar que su fe se ha difundido por todo el mundo gracias
a los argumentos, esto es, gracias a las razones que la apoyaban.

La autoridad no tiene para Abelardo, pese a lo que diga Picavet, sino un


carácter provisorio: se la debe aceptar mientras la razón permanece oculta
o ignorada (dum ratio latet); una vez que ésta se haga presente, aquélla
será olvidada. Una prueba del valor prácticamente ilimitado que atribuye a
la razón puede encontrarse en el hecho de que, según él, algunos antiguos
pensadores paganos llegaron a conocer inclusive los más profundos
misterios de la fe cristiana, como el de la Trinidad divina, mediante el uso
de su sola razón (4).

Cuando, después de haber asistido a las lecciones del famoso teólogo


Anselmo de Laon (5), a quien sus contemporáneos Marbodo de Rennes y
Guiberto de Nogent llamaron maestro de maestros, luz de Francia y del
mundo (6), y a quien el propio Abelardo comparara con una llama que echa
humo pero no ilumina, sus condiscípulos le preguntaron su opinión acerca
de la ciencia sagrada, respondió que la consideraba utilísima para la
salvación del alma, pero que para entender la Sagrada Escritura no se
necesitaban maestros, pues bastaba con leer el texto. De esta manera
comienza a gestarse en el pensamiento de Abelardo lo que será luego,
con la Reforma, el principio del libre examen (7). En efecto, cuando se le
exhorta a seguir la tradición, contesta con típico acento racionalista:

No es mi costumbre guiarme por el uso sino por la inteligencia.

(Non esse meae consuetudinis per usum proficere sed per ingenium) (8).

Acertadamente dice, por eso, Abbagnano que la investigación de Abelardo


es una búsqueda racionalista que se ejercita sobre los textos tradicionales
para buscar en ellos libremente la verdad que contienen (9).

Como filósofo Abelardo se interesa particularmente por el problema de los


universales. Su teoría del sermo constituye, sin duda, una de las
respuestas más elaboradas y sutiles a la debatida cuestión. Pero no
menos originales son sus doctrinas éticas, a tal punto que, aun
historiadores como De Ruggiero, que niegan en general el valor de la obra
de Abelardo, reconocen cierto mérito a sus ideas morales.

Si es verdad, como solía decir Francisco Romero, que la filosofía


occidental es en esencia lógica y ética (en contraposición a la filosofía
india, por ejemplo, que sería ante todo metafísica), Abelardo se nos
presenta como un filósofo eminentemente occidental.

Como lógico es quizás el primero que en la Edad Media formula teorías


relativamente originales, por lo cual no sin razón sus contemporáneos lo
consideraron como:

Sócrates de las Galias, supremo Platón de Occidente,


nuestro Aristóteles, a todos los lógicos que hubo
igual o superior, de los estudios mundialmente conocido
príncipe ... .

(Gallorum Socrates, Plato maximus Hesperiarum,


Noster Aristoteles, logicis quicumque fuerunt
Aut par aut melior, studiorum cognitus orbi
Princeps ... (10).
Su ética, no es ciertamente menos original que su lógica, pero sí menos
estudiada. Para Abelardo, que en esto como en otros muchos puntos de
su filosofía práctica parece seguir a los estoicos, constituye la coronación
de todo el saber humano. Así lo dice en el Diálogo entre un filósofo, un
judío y un cristiano, después de haber caracterizado a la filosofía en
general como búsqueda racional de la verdad. El objeto de la ética,
especifica allí mismo, es el estudio del bien supremo y de su contrario, e
igualmente de todo cuanto lleva al hombre a la felicidad o a la desdicha
(11).

El hecho mismo de que Abelardo haya escrito una obra titulada


precisamente Etica (Ethica), en la cual se contiene lo más importante de
su filosofía moral, es ya bastante significativo (12). Este hecho lo vincula
muy particularmente a los estoicos y otros post-socráticos, que admitían
en general la tripartición de la ciencia en lógica, física y ética.

Ningún autor medieval, hasta entonces, había tenido la idea de escribir


una Etica. Y aun después de Abelardo lo que con frecuencia encontramos
son Comentarios a las Eticas de Aristóteles, pero no escritos originales
bajo ese título.

El subtítulo, Conócete a tí mismo (Scito te ipsum), indica, por su parte, la


expresa intención del autor de acogerse al programa socrático en general,
aunque en el curso de la obra no puedan discernirse rastros de ironía o de
mayéutica.

El propósito principal de la Etica abelardiana es la determinación de la


esencia del pecado.

A fin de contestar, pues, a la pregunta: ¿Qué es el pecado?, procede


analíticamente a diferenciado: 1°) del vicio, 2°) del deseo (o voluntad
instintiva), 3°) de la obra externa o realización del pecado. El vicio, en
general, es una disposición permanente hacia el mal. Puede ser una
disposición meramente física, como la cojera, por ejemplo, o una
disposición espiritual. En este último caso puede tratarse de una
disposición del entendimiento, como la mala memoria. Pero nada de esto
tiene que ver con la ética. (A diferencia de Aristóteles, cuyos escritos
morales sin duda no conoce directamente, Abelardo no imagina siquiera
considerar las virtudes dianoéticas como fines últimos).

Entramos en el terreno estrictamente ético cuando atendemos a otra


especie de disposición permanente del espíritu hacia el mal, a saber, la
disposición de la voluntad. En este caso tenemos el vicio propiamente
dicho, el vicio en el más riguroso significado del término. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, si se quiere entender el sentido de las afirmaciones
posteriores de Abelardo, que no se trata aquí sólo de una disposición
adquirida, o sea, de un hábito.

La palabra tiene un significado más amplio, pues con ella designa nuestro
filósofo, además de los hábitos propiamente tales, todas las modalidades
caracteriológicas, tümperamentales y, en general, psico-fisiológicas que
inclinan al hombre hacia el pecado. Ello se ve claramente cuando
ejemplifica, citando el caso de quienes por su propia naturaleza o
complexión corporal (natura ipsa vel complexio corporis) tienden hacia la
lujuria o hacia la ira (ad luxuriam sicut ad iram) (13).

El vicio de ninguna manera puede identificarse con el pecado (non est


autem hujusmodi animi vitium idem quod peccatum) (14).

El vicio es una disposición permanente; el pecado, como veremos, se da


en el instante.

Buena prueba de la diferencia que media entre uno y otro es el hecho de


que el vicio permanece en el vicioso aun en el caso de que éste no haga
ni diga ni piense nada, así como un cojo sigue siendo cojo aun cuando no
camine (sicut claudicatio, un de claudus dicitur horno, in ipse est quando
etiam non ambulat claudicando) (15).

La relación entre vicio y pecado, para Abelardo, es dual y contradictoria:


por una parte el vicio es ocasión del pecado, por otra lo es también del
acto meritorio, esto es, de lo contrario del pecado (en cuanto proporciona
al individuo una oportunidad para luchar y triunfar).

El motivo estoico de la esclavitud del vicio y de la lucha contra el mismo,


tan caro a la ascética medieval, es, naturalmente, acogido por Abelardo:
no es vergonzoso servir a los hombres sino al vicio, la esclavitud material
no nos envilece, pero sí la que nos sujeta al vicio (non enim homini servile,
sed vitio turpe est, nec corporalis servitus, sed vitiorum subjectio animam
deturpat) (16). (Nótese, de paso, cómo una moral guiada por el ideal de la
perfección individual y de la pureza interior puede llevar a la justificación
de las más inmorales instituciones, cual la esclavitud) (17).

El pecado, por su parte, no es disposición ni tendencia ni hábito, sino acto.


Se da y se consuma en el instante y no supone de por sí una permanencia
en el sujeto. Y ello precisamente porque se trata de un acto puramente
interior, a saber, del acto de la voluntad libre por el cual consentimos al
mal. Este consentimiento es causa necesaria y suficiente de la culpa a los
ojos de Dios y de la condenación eterna (nunc vero consensum proprie
peccatum nominamus, hoc est culpam anima e, que damnationem meretur
vel apud Deum rea statuitur) (18).

Al consentir interiormente a lo que Dios ha prohibido, despreciamos al


mismo que ha establecido la prohibición.

Pues ¿qué otra cosa es ese consentimiento sino desprecio y ofensa de


Dios?

(Quid est enim iste consensus, ni si Dei contemptus et offensa ipsius?)


(19).

Y aunque Dios, inmutable por naturaleza, no puede padecer ningún daño


por ello, se ve obligado a vengar tal ofensa y castiga así al pecador (damno
aliquo non minuitur, sed contemptum sui ulciscitur) (20),

Por otra parte, el pecado, considerado en sí mismo, no es algo positivo.


Consiste en no hacer o, por mejor decir, en no querer hacer aquello que
sabemos que debemos hacer por Dios o en no querer dejar de hacer
aquello que estamos seguros que debemos dejar de hacer por El
(nequaquam facere propter ipsum (Creatorem), quod credimus propter
ipsum a nobis esse faciendum, vel non dimittere propter ipsum quod
credimus esse dimittendum) (21).

El pecado es definido así negativamente, más como no-ser que como


realidad, más como carencia que como posesión, más como ausencia que
como presencia.

La influencia de San Agustín, aunque difusa y no documentada por


ninguna referencia expresa, parece aquí clara.

Más aún, hasta podría decirse que la doctrina del mal como relativo no-
ser o como carencia, es formulada en circunstancias análogas por San
Agustín y por Abelardo.

Sabido es que el Hiponense desarrolló sus ideas acerca de la naturaleza


del bien y del mal polemizando con sus ex correligionarios, los maniqueos
(22). Así, por ejemplo, en la obra precisamente titulada Sobre la naturaleza
del bien contra los maniqueos (De natura boni contra manichaeos),
partiendo del supuesto metafísico de que todo ser, en cuanto ser, es
bueno, trata de demostrar que el mal, en cuanto disminución o carencia de
bien, es también disminución o carencia de ser:

Ninguna naturaleza, pues, en cuanto naturaleza (esto es, en cuanto ser)


es mala, sino que lo es en cuanto disminuye en ella el bien. Por lo cual, si
el bien, disminuyendo, desapareciera por completo, así como no quedaría
bien alguno, tampoco quedaría naturaleza alguna (esto es, ser alguno).

(Non ergo mala est, in quantum natura est, ulla natura; sed cuique naturae
non est malum ni si minui bono. Quod si minuendo absumeretur, sicut
nullum bonum, ita nulla natura relinqueretur) (23).

Y más adelante, refiriéndose ya concretamente al pecado, dice que


éste no consiste en desear las naturalezas malas (los seres malos) sino
en renunciar a las mejores (peccatum vel iniquitas non est appetitio
naturarum malarum sed desertio meliorum) (24). Después de San Agustín,
escribe también el Pseudo Dionisio, aunque sin referencia polémica:

Todas las cosas que existen, en cuanto existen, son buenas y provienen
del bien; en cuanto son despojadas del bien, no existen ni son buenas.

(Omnia existentia, quantum sunt, et bona sunt et ex bono; quantum autem


privantur bono, neque existentia sunt, neque bona) (25).

Ahora bien, parece probable, aunque no se pueda demostrar por ninguna


referencia expresa, que Abelardo, al sostener aquí el carácter negativo del
mal y del pecado (y, en general, en toda su obra), también tenía en cuenta
las doctrinas neomaniqueas de cátaros y albigenses. Sin polemizar con
ellos, como hacían Alano de Lille, Guillermo Prevostino (26) y otros, e
inclusive sin mencionarlos, escribía, en cierta manera, contra ellos.

Al responder a una previsible objeción, según la cual el pecado tiene un


carácter positivo y es realmente algo, puesto que consiste en una voluntad
mala, Abelardo se ve obligado a establecer una segunda distinción. A
veces hay pecado sin ninguna voluntad mala (absque omni mala voluntate)
y a veces la voluntad mala existe, dominada pero no extinguida (refrenata,
non extincta), sin que haya pecado. (27).

Es preciso, pues, diferenciar el pecado y la voluntad mala. La diferencia


no es menos neta que la establecida antes entre vicio y pecado, pero
puede resultar menos clara. En efecto, si el pecado consiste, como vimos,
en el consentimiento o acto de la libre voluntad por el cual ésta se niega a
realizar lo que sabe debe realizar por Dios ¿cómo puede decirse que
pecado y voluntad mala son cosas radicalmente distintas?

Para aclarar la aparente contradicción conviene tener en cuenta el ejemplo


que el mismo Abelardo propone. Supongamos -dice- que un siervo, que
no ha cometido falta alguna (innocens), es perseguido por su amo furioso,
que pretende darle muerte. Después de haberlo evitado todo cuanto
puede, se ve al fin obligado a matarlo en defensa propia (coactus tandem
et nolens occidit eum, ne occidatur ab eo) (28). No puede decirse que en
él hubo una voluntad mala, ya que quiso conservar la propia vida y sólo
obligado, contra su propia voluntad (coactus, nolens), dio muerte al injusto
perseguidor. Y, sin embargo, hubo pecado, pues consintió en matar,
sabiendo que no debía hacerlo (29).

El caso contrario se da, por ejemplo, agrega Abelardo, cuando un hombre


ve una mujer que no le pertenece y se siente interiormente encendido de
deseo por ella (in concupiscentiam incidit et delectatione carnis mens ejus
tangitur ut ad turpitudinem coitus accendatur) (30), pero no consiente en
tal deseo. Este, a pesar del incendio de la imaginación y del instinto, no
peca.

Considerando ambos ejemplos no resulta difícil ver ahora que la


contradicción se reduce a una mera confusión terminológica. La distinción
establecida por Abelardo entre pecado y voluntad no es otra cosa más que
la distinción luego generalizada en el seno de la Escolástica y aun fuera
de ella, entre voluntad libre y deseo o voluntad instintiva. A la primera
Abelardo la denomina, por lo general, consentimiento (consensus); a la
segunda, en cambio, suele llamarla simplemente lvoluntad (voluntas).

Queda claro, de todas maneras, que una cosa es la disposición


permanente (innata o adquirida) hacia el mal; otra, la concupiscencia o el
deseo de lo prohibido, y otra, en fin, el libre acto de la voluntad por el cual
se acepta el mal o lo prohibido. O, para usar términos abelardianos, que
una cosa es el vicio, otra la voluntad (instintiva) y otra el pecado.

A estos tres momentos hay que agregarles todavía un cuarto. El pecado


no sólo debe distinguirse del vicio y del deseo sino también de la obra
externa, de la realización misma del pecado.
A esta distinción parece atribuirle Abelardo una especial importancia. Y no
sin razón. Puesto que la esencia del pecado consiste en un acto de la
voluntad libre (en un consentimiento) que es, a su vez, un acto
esencialmente interior, debe quedar claramente establecido que éste no
puede identificarse jamás con un acto exterior. En la interioridad, o sea, en
el espíritu tiene su origen y su lugar propio el pecado (así como su
contrario, el acto meritorio). Lo exterior, lo sensible, lo material es de por
sí indiferente, neutro, adiáforo.

Difícilmente podría haberse excogitado una doctrina ética más


radicalmente opuesta al dualismo neomaniqueo que consideraba el
mundo externo, material y sensible como raíz del mal y del pecado.

Por otra parte, dicha doctrina de Abelardo corresponde analógicamente a


su doctrina lógica. Del mismo modo que, al tratar de la naturaleza de los
universales, distingue la cosa (res) de la palabra apta para mentarla en su
universalidad (sermo) (31), aquí distingue la acción externa (actio,
operatio) de la acción interna, o sea, del consentimiento (consensus), apto
para producirla. En el caso de su doctrina de los universales bien podría
hablarse de intencionalismo lógico. En efecto, el universal es para
Abelardo aquello que por nacimiento tiene esta propiedad: el ser
predicado (a nativitate sua hoc contrahit, praedicari scilicet). Pero esta
misma expresión por nacimiento (a nativitate) nos invita, como dice
Vignaux, a buscar la naturaleza de los universales en el acto de que
proceden: la iniciativa de los hombres instituyendo el lenguaje (32). Pues,
como agrega el mismo historiador, citando al propio Abelardo:

¿Qué otra cosa, en efecto, da origen a los discursos o los nombres, si no


es su institución por parte de los hombres?

(Quid enim aliud est nativitas sermonum sive nominum, quam hominum
institutio?).

De ahí que el sermo, como palabra apta para ser predicada, sea portadora
de un significado conferido por los hombres, traduzca
una intención humana respecto a las cosas.

Análogamente, en el caso de la doctrina abelardiana del pecado, podría


hablarse también de intencionalismo ético, puesto que el pecado no
consiste sino en el consentimiento (consensus) y el consentimiento
equivale perfectamente a lo que, en el lenguaje de la filosofía moral, se
denomina intención. Este intencionalismo está unido a una actitud
racionalista, que lleva siempre los principios hasta sus últimas
consecuencias lógicas.

Cuando se le objeta, pues, que la acción exterior aumenta el pecado en


cuanto añade un placer al acto interior del consentimiento, Abelardo
responde que el placer en sí mismo, el placer sexual o el placer de la
comida, no puede considerarse como algo malo, puesto que si así fuera
estaría prohibido de modo absoluto, esto es, en todos los tiempos, en
todos los lugares, a todos los sujetos, y sería ilícito el placer del marido y
la mujer en el lecho conyugal o el deleite de quien gusta un fruto de su
propio huerto (unde nec conjuges immunes sunt a peccato cum hac sibi
carnali delectatione concessa permiscentur; nec illi quoque qui esu delecta
bili sui fructus vescetur) (33).

Más aún, si en el simple hecho de experimentar un placer como los


mencionados hubiera pecado, éste debería atribuirse en última instancia
al propio Creador, que dispuso la naturaleza de las cosas de tal manera
que los cuerpos humanos y los frutos de la tierra no puedan dejar de
producir placer. (Denique et Dominus, ciborum quoque Creator si cut et
corporum, extra culpam non esset, si tales sic sapores immitteret, qui
necessario ad peccatum sui delectatione nescientes cogerent) (34).

Si no se admite, entonces, al modo de los cátaros, un radical dualismo


metafísico, con un Principio de la luz y del Espíritu y otro de las tinieblas y
la carne, resulta forzoso confesar que el placer carnal no es en sí mismo
algo malo.

El rigorismo albigense había extendido por entonces su influencia aun a


ciertos círculos teológicos y ascéticos que permanecían dentro de la
ortodoxia. Contra éstos y no sólo contra los mismos cátaros se esfuerza
Abelardo en demostrar las contradicciones que implica la identificación de
placer sensual y pecado. Para ello parte implícitamente del principio
axiomático según el cual la real posibilidad es condición sine qua non de
la obligatoriedad moral. Si el placer es consecuencia necesaria de ciertas
acciones lícitas y, hasta cierto punto al menos, necesarias, no puede haber
en él una verdadera ofensa o desprecio de Dios. Sería enteramente
absurdo considerar, por una parte, como permitidas las relaciones
carnales entre los cónyuges y, por otra, como pecaminoso el placer que
de ellas necesariamente ha de surgir. La contradicción se presenta en dos
perspectivas diferentes: 1°) Desde el punto de vista del autor de la
naturaleza y de la moralidad, esto es, de Dios, el cual sería así causa
última del pecado, 2°) Desde el punto de vista del sujeto de la moralidad,
esto es, del hombre, al cual le seria licito hacer algo cuyas necesarias
consecuencias serían ilícitas (Quomodo in hoc debitum dicit, ubi jam
necessario est peccatum?) (35). El formalismo, por otra parte, se insinúa
especialmente a través de algunos ejemplos que Abelardo da para ilustrar
su doctrina del pecado. No sólo puede decirse -afirma- que nada de lo que
no está prohibido es pecado, sino también que muchas acciones
prohibidas y pecaminosas dejan de serlo, en ciertas circunstancias, por
voluntad del Supremo legislador. Así, por ejemplo, el comer carne de cerdo
(esus carnium suillarum) estaba prohibido en el Antiguo Testamento, pero
no lo está ya ahora, después de la proclamación de la Ley Evangélica.

El contenido del precepto puede variar, precisamente porque el cOntenido


se refiere a la acción externa, la cual ni constituye de por sí el pecado ni
es capaz de agravarlo. Parecería que el formalismo, a la vez que traduce
una exigencia lógica y representa una faz del racionalismo, está llamado
aquí a suscitar una versión del espiritualismo más honda y menos grosera
que la del dualismo neomaniqueo y la de la teología ortodoxa comúnmente
enseñada en las escuelas de la época.

Así, la ética abelardiana que, por otra parte, parecería reinvindicar más o
menos tácitamente su calidad evangélica frente a la moral judaica de las
obras externas, podría, en efecto, resumirse, con palabras casi
evangélicas, diciendo que nada de lo que sucede fuera del alma puede
manchar al alma. En realidad, muchas veces no sólo sentimos deseo de
hacer algo prohibido sino que también realizamos lo que está
objetivamente prohibido, sin que haya en ello pecado (Etsi enim velimus
vel faciamus quod non convenit, non ideo tamen peccamus, cum haec
frequenter sine peccato contingant) (36).

Así, por ejemplo, no peca la mujer violada, el hombre que por cualquier
engaño se acuesta con una mujer ajena que cree ser la suya o aquel que
erróneamente da muerte a otro, creyendo ejecutar un acto mandado por
el juez (veluti si quae vim passa cum viro alterius concubuerit; vel aliquis
quoquo modo deceptus cum ea dormierit, quam uxorem putavit; vel cum
per errorem occiderit, quem a se tamquam a judice occidendum credidit)
(37).

De acuerdo con lo que hemos llamado su "formalismo ético, Abelardo no


puede dejar de advertir que, más allá de la letra del precepto, lo que en él
realmente se manda o se prohibe no es una acción material, externa, sino
una intención, un consentimiento. Sólo éste, en efecto, depende de
nuestra libre voluntad. Y mientras mil contingencias pueden en todo caso
impedir la realización de un acto externo, el decir sí o no a lo mandado o a
lo prohibido queda siempre en el dominio de nuestro albedrío.

Extremando un tanto los ejemplos, casi como si se propusiera épater les


théologiens, dice, pues, nuestro filósofo que si alguien tiene la intención de
prestar un falso testimonio, aunque luego, de hecho no lo preste, porque
las circunstancias lo hacen innecesario, peca; y que si, por el contrario,
toma a su propia hermana como esposa, ignorando el vínculo de
consanguinidad que a ella lo une (y sin tener, por tanto, intención de
cometer incesto), no comete pecado alguno (38).

Una demostración aún más contundente de que es en el consentimiento y


no en el acto exterior donde se sitúa el pecado, la encuentra en el hecho
de que dos individuos pueden realizar el mismo acto, de tal modo que uno
de ellos peque y el otro, no (Saepe quippe idem a diversis agitur: per
justitiam unius et per nequitiam alterius) (39). Así, por ejemplo, sucede con
dos hombres, cada uno de los cuales ejecuta a un reo de muerte: el uno
sólo por cumplir con la justa sentencia del juez, el otro por saciar su odio
personal hacia el condenado. Y hasta tal punto es cierto que sólo la
intención y no la obra externa interesa al mérito o demérito moral que ni el
diablo ni el mismo Dios alcanzan a sustraerse de este principio.

El diablo, que sólo puede hacer lo que Dios le permite, lleva a cabo obras
buenas cuando castiga al malvado por sus faltas o aflige al justo para
revelar su paciencia o para purificarlo. Y, sin embargo, no por eso deja de
obrar mal, pues su intención, esto es, su libre voluntad, es siempre mala
(ut voluntas ejus semper sit injusta) (40).

El caso directamente inverso se da cuando Dios ordena una acción que es


en sí misma injusta y excecrable. No por eso deja de obrar bien, puesto
que su intención es siempre recta. Así, por ejemplo, cuando manda a
Abraham que sacrifique su único e inocente hijo, Isaac, lo que pretende es
darle una ocasión para demostrar su heroico acatamiento.

Adviértase de paso que para Abelardo es la intención recta la que justifica


a Dios, por lo cual la voluntad divina aparece sujeta a un orden moral que
ella no instaura arbitrariamente y que no puede violar ad libitum.

Dios es justo porque quiere la justicia, una acción no es justa porque Dios
quiere que lo sea (41). Podría decirse, pues, que en la concepción
abelardiana Dios deja de ser un déspota oriental para transformarse en un
gobernante griego.
Retornando la analogía que antes iniciamos, entre lógica y ética, cabe
ubicar de este modo el concepto abelardiano del pecado: así como en la
lógica, y particularmente en la teoría de los universales, se distinguen dos
planos: 1°) el ontológico (esto es, la pluralidad de las cosas, en cuanto
tienen un status común), que constituye la base, 2°) el propiamente lógico
(esto es, el mismo concepto universal), que es el centro, y 3°) el lingüístico
(esto es, el término que expresa dicho concepto), que es la parte externa,
así en la ética se diferencian igualmente tres estratos: 1°) el deseo, esto
es, la voluntad instintiva, que constituye la base, 2°) la intención, esto es,
la voluntad libre, que es el centro y el meollo, y 3°) la obra material, que
viene a ser el estrato externo.

Así como el universal es esencialmente un concepto y no una cosa (res)


ni una palabra (vox), así el pecado es esencialmente
una intención o consentimiento (consensus) y no un deseo (voluntas) o
una acción exterior (actio).

Esta doctrina que -volvamos a decirlo-- constituye el meollo o la esencia


de la ética de Abelardo, no podía dejar de suscitar objeciones, las cuales
al mismo tiempo que la aclaran, la especifican y enriquecen.

Algunos hay que se sorprenden no poco cuando nos oyen decir que la
ejecución del pecado no se llama propiamente pecado y que nada añade
a la gravedad del mismo, ya que a los penitentes se les impone una
satisfacción más pesada por la realización de la obra que por la mancha
de la culpa.

(Sunt etiam qui non mediocriter moventur, cum audiunt nos dicere, opus
peccati non proprie peccatum dici, vel quidquam non addere ad peccati
augmentum; cur gravior satisfactio poenitentibus injugatur de operis
effectu, quam de culpae reatu) (42).

Sin embargo, no hay motivo para sorprenderse -prosigue Abelardo-


cuando se tiene en cuenta que los tribunales humanos suelen castigar a
quien en realidad no ha incurrido en pecado alguno. Supongamos que una
pobre mujer tiene un niño de pecho y carece de suficiente ropa para
abrigarlo y abrigarse; con la intención de darle calor lo estrecha contra su
cuerpo y lo cubre con sus vestidos, de modo que llega a ahogarlo. Será,
sin duda, castigada gravemente, pero no porque haya incurrido en culpa,
sino para que ella misma y las demás mujeres sean en adelante más
cuidadosas en tales casos.
(gravis ei poena injungitur non pro culpa quam commiserit, sed ut ipsa
deinceps vel caeterae feminae in talibus providendis cautiores reddantur)
(43).

En ciertas ocasiones un juez para atenerse a la ley deberá admitir


testimonios que él sabe falsos y, más aún, deberá condenar, basándose
en tales testimonios, al acusado inocente. Por tales motivos se puede
imponer a veces con razón una pena allí donde no hubo previamente una
culpa. (Ex his itaque liquet non nunquam poenam rationabiliter injungi ei,
in quo nulla culpa praecesserit) (44).

La justicia humana se caracterizaría así, según los ejemplos traídos, por


su carácter formal y por su finalidad ejemplar. En realidad, de acuerdo a lo
que explícitamente Abelardo nos dice, la diferencia que media entre
justicia humana y justicia divina consiste en que la una se basa en las
acciones externas, mientras la otra sólo considera las intenciones, o sea,
los móviles internos. De tal manera, aun sin haberse planteado todavía en
términos formales el problema de las relaciones entre derecho y moral,
Abelardo no sólo distingue sino que separa como contrarios ambos
conceptos. El derecho pertenece, para él, al terreno de lo humano o, para
usar un término de la filosofía actual, de lo interhumano. Es un producto
social y, por consiguiente, exterior. La moral, en cambio, se da en el ámbito
de la espiritualidad, de lo intrahumano. Es una realidad emmentemente
interior.

De ahí que, en rigor, todo pecado sea espiritual, ya que sÓlo el alma y no
el cuerpo, como mero objeto físico-biológico, puede despreciar a Dios. Lo
cual no obsta para que a veces se distingan los pecados espirituales
(surgidos de los vicios del alma, como la soberbia) y los pecados carnales
(provenientes de la flaqueza de la carne, como la gula).

Mientras los cátaros se empeñan, pues, en considerar el cuerpo como


origen y causa del pecado, Abelardo se esfuerza en demostrar, dentro de
una lÓgica clara y rigurosa, que sólo el alma es capaz de despreciar a Dios
y de pecar, mientras el cuerpo es, en sí mismo, neutro o, si se quiere,
inocente. Pues sólo puede haber culpa y desprecio de Dios allí donde hay
conocimiento del mismo y la razón puede arraigar (ibi quippe culpa et
contemptus Dei esse potest, ubi ejus notitia et ratio consiste re habet) (45).
Dios, que por eso es llamado el que sondea el corazón y los
riñones (probator cordis et renum) (46), se atiene a lo que sucede en lo
íntimo de nuestra alma y de nuestra voluntad. La moral es, pues, un asunto
que se ventila esencialmente entre el alma humana y Dios.
Pero los hombres, que por su parte sólo pueden ver y juzgar las acciones
externas, se interesan fundamentalmente por ellas, en cuanto tienen
consecuencias, buenas o malas, para la Sociedad. El derecho, a su vez,
se ventila entre el individuo y la Sociedad.

He aquí la razón por la cual en los tribunales humanos es más gravemente


penado lo que más grave perjuicio causa a la comunidad o al Estado y no
lo que más ofende a Dios. Por eso, cuando la gente oye decir, por ejemplo,
que una mujer ha sido violada dentro de una iglesia, se escandaliza más
por la profanación del recinto consagrado que por la del verdadero templo
de Dios, que es el cuerpo humano (47). Conforme a lo dicho, fácil es ver
que para Abelardo se establece entre derecho (justicia humana) y moral
(justicia divina) la oposición que media entre lo relativo y lo absoluto. La
consideración de la moral como algo incondicionado o absoluto supone,
naturalmente, en Abelardo, la existencia de un Dios trascendente y
providente. Si, por hipótesis, esta existencia fuera negada o simplemente
puesta entre paréntesis, el carácter absoluto sólo podría subsistir mediante
la postulación de la absoluta autonomía de la moral y, por tanto, del mismo
sujeto moral. Tal es lo que de hecho sucederá con Kant.

Abelardo, de todas maneras, lleva tan lejos como su concepción teísta y


católica se lo permite, la afirmación de la autonomía de la moral (frente a
la heteronomía del derecho). Supongamos que un monje y un laico
consienten por igual en la fornicación, pero que la mente del laico está tan
inflamada que ni siquiera siendo monje hubiera desistido, por respeto a
Dios, de tal desvergüenza: éste merece la misma pena que el monje. Así
se debe pensar también sobre aquellos de los cuales, uno pecando
abiertamente, escandaliza a muchos y los corrompe con su ejemplo, y el
otro, pecando ocultamente, sólo se perjudica a sí mismo. Si el que peca
ocultamente lo hace con el mismo propósito y con igual desprecio de Dios
que el primero, de modo que, si no corrompe a otros, ello se debe a la
casualidad más que a la intención de evitado por amor de Dios (puesto
que tampoco se contiene a sí mismo por amor de Dios), éste, ciertamente,
a los ojos de Dios carga con una culpa igual a la del otro. (Si enim
monachus et laicus in consensum fornicationis pariter veniant, et mens
quoque laici in tantum sit ascensa, ut neque ipse, si monachus esset, pro
reverentia Dei ab ista turpitudine desisteret, eamdem quam monachus
poenam meretur. Sic et de illis sentiendum est, quorum alter manifeste
peccans multos scandalizat ac per exemplum corrumpit, alter vero cum
occulte peccet, soli sibi nocet. Si enim qui occulte peccet quo ille proposito
et pari comptemtu Dei existit, ut quod alios non Corrumpit, fortuite magis
eveniat, quam ipse propter Deum dimittat, qui nec sibi ipsi propter Deum
temperat, profecto pari reatu apud Deum constringitur) (48).

Difícilmente se podría poner de relieve con más fuerza la idea de que los
actos exteriores son neutros e indiferentes desde el punto de vista ético.
En este y otros parecidos pasajes casi creería uno encontrar una
premonición de aquel célebre trozo de Kant: Ni en el mundo, ni, en general
fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como
bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad ... La buena
voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su
adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena
sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma ... Aun cuando, por
particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza
madrastra le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar
adelante su propósito, si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera
llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como
un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en
nuestro podersería esa buena voluntad como una joya brillante por sí
misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la
esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor (49). La diferencia
que media entre Abelardo y Kant es tan pequeña como puede ser la
diferencia que media entre un filósofo del siglo XII y otro del XVIII. Es una
diferencia mínima y, sin embargo, muy grande. Todo consiste en las
diversas maneras de interpretar el concepto básico de intención o
de voluntad libre.

Corroborando la doctrina fundamental de la Etica, dirá luego Abelardo en


su Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano que el hombre no es
bueno porque hace algo bueno (bonum facit) sino porque obra bien (bene
facio), o sea, porque obra con intención buena (50).

Una prueba de que es la intención buena la que <i<justifica< i="">o hace


buena la conducta exterior -dice en la Etica- la encontramos en el hecho
de que inclusive una misma persona que ejecuta una misma acción en dos
momentos distintos puede, si la intención ha variado, obrar bien una vez y
mal la otra. De un modo semejante la proposición Sócrates está sentado,
será verdadera o falsa de acuerdo al simple hecho de que Sócrates esté
en efecto sentado o de pie (Unde et ab eodem homine cum in diversis
temporibus idem fiat, pro diversitate tamen intentionis ejus operatio modo
bona modo mala dicitur, et circa bonum et malum variari videtur. Sicut haec
propositio Socrates sedet, vel ejus intellectus circa verum et falsum
variatur, modo Socrates sedente, modo stante) (51).</i<justifica<>
Sobre esto el acuerdo entre Abelardo y Kant parece total. Pero, como bien
dice Gilson, el problema crucial de la ética abelardiana consiste en
determinar qué es lo que permite decir precisamente que una intención es
buena (52).

Sería difícil imaginar que un pensador cristiano del siglo XII entendiera
por intención la mera convicción individual, adoptando un relativismo ético,
al estilo de los sofistas griegos. Tampoco es fácil concebir cómo podría
llegar a interpretar la intención (consensus) como respuesta positiva o
negativa, a un imperativo moral autónomo, esto es, autosuficiente y
absoluto. En verdad, es preciso reconocer que, cualesquiera hayan sido
sus avances en el camino que conduce hacia una ética autónoma,
Abelardo sigue estando todavía más cerca de Tomás de Aquino que de
Kant.

En efecto, para que una intención pueda llamarse buena -dice nuestro
filósofo- no basta que el individuo crea que sus actos son gratos a Dios; es
preciso además que realmente lo sean (Non est itaque intentio bona
dicenda quia bona videtur, sed insuper quia talis est, sicut existima tur)
(53).

Lo que permite, pues, decir que una intención es buena es su coincidencia


o adecuación con la intención de Dios. Ahora bien, la intención, es decir,
la voluntad de Dios, no se manifiesta para Abelardo (que en esto difiere
también de toda mística de la iluminación interior) en la pura interioridad
del sujeto. Se da, por el contrario, como algo que viene de afuera, como
algo que limita y enfrenta al sujeto y que, por eso mismo, lo trasciende.
Para que haya, pues, intención buena, se requiere, por lo pronto, un juicio
verdadero acerca del contenido de la voluntad divina, revelada ad extra.
Pero la verdad de este juicio, como la de otro juicio cualquiera, supone una
adecuación y una subordinación del intelecto a su objeto. Interviene de
esta manera un elemento ajeno a la subjetividad, un principio de
heteronomía, ya que si la intención buena implica un juicio verdadero,
implica también una subordinación al objeto del juicio.

Si no se requiriera un juicio verdadero para la positiva rectitud moral de


una acción, hasta los mismos infieles tendrían, como nosotros, obras
buenas, pues también ellos, no menos que nosotros, creen que por sus
obras se salvan y agradan a Dios (ipsi etiam infideles sicut et nos bona
opera haberent, cum ipsi etiam non minus quam nos per opera sua se
salvari vel Deo placere credant) (54).
Lo que a los infieles les falta es ese juicio verdadero o esclarecido que
hace positivamente buena la intención. Ese juicio verdadero es
precisamente lo que los cristianos tienen gracias a Cristo y a su obra
redentora.

Abelardo, en efecto, a diferencia de sus dos grandes adversarios,


Bernardo de Clairvaux y Guillermo de Saint Thierry, considera a Cristo, de
un modo casi exclusivo como la Sabiduria de Dios, el (Vocablo griego que
no podemos reproducir Nota de Chantal López y Omar Cortés) eterno,
más que como el Jesús encarnado que murió en la cruz (55). Para él la
misión de Cristo, era, antes que nada, la de un Maestro que venía a
enseñar la verdad a los hombres.

Esto no quiere decir, sin embargo, que los mismos paganos, mediante las
luces de su razón, no pudieran lograr un juicio recto. Por eso, al igual que
los Padres griegos, insiste en la idea de un Cristo esencial, siempre
presente en el alma de los hombres y fuente de toda sabiduria (56).

Por eso, sostiene inclusive que algunos hombres que vivieron antes de
Cristo llegaron a conocer los misterios de la fe, como la Trinidad y la
Encarnación. Por otra parte, la introducción de un elemento ajeno a la
voluntad libre, en la determinación de la positiva bondad moral, no significa
una inconsecuencia en la doctrina ética de Abelardo.

Este sigue afirmando que allí donde no hay intención mala o


consentimiento al mal no hay culpa y que no hay pecado sino contra la
conciencia (quod peccatum non est nisi contra conscientiam).

Como si tratara de mostrar que la tesis fundamental de su ética no es


negada ni menoscabada por la posterior determinación del concepto
de intención buena, lleva aquí hasta el límite la ejemplificación. No sin
escándalo del piadoso abad de Clairvaux y no sin atraerse, por cierto, el
anatema del Concilio de Sens (57), sostiene que quienes atormentaron a
los mártires y crucificaron a Cristo no cometieron pecado alguno, en cuanto
creían agradar con ello a Dios. Ateniéndonos estrictamente a lo que antes
dijimos que es el pecado: el desprecio de Dios o el consentir en aquello
que se cree no hay que consentir, no podemos decir que hayan pecado y
que la ignorancia de algo o aun la misma falta de fe, falta con la cual nadie
puede salvarse, sea un pecado. En efecto, quienes ignoran a Cristo y
rechazan la fe cristiana por creerla contraria a Dios ¿qué desprecio hacia
Dios pueden sentir en esto que realizan en honor de Dios y en lo que creen,
por tanto, obrar bien? (Profecto secundum hoc quod superius peccatum
esse descripsimus, contemptum Dei, vel consentire in eo in quo credit
consentiendum non esse, non possumus dicere eos in hoc peccasse, nec
ignorantiam cujusquam, vel ipsam etiam infidelitatem, cum qua nemo
salvari potest, peccatum esse) (58).

Por eso, quienes prendieron a Cristo y le dieron muerte infamante en la


cruz, aunque no obraron positivamente bien, porque su conducta se
fundaba en un juicio erróneo acerca de la voluntad divina, y aunque no
merecieron la salvación eterna, pues carecían de fe, tampoco cometieron
un pecado en el sentido <i<propio< i="">de la palabra. Pero aquí surge
una objeción. Si, en efecto, los verdugos de Cristo no cometieron pecado
alguno ¿por qué rogó el mismo Cristo por quienes lo crucificaban y pidió a
su Padre que los perdonara? y ¿por qué Esteban, el protomártir,
intercedió, según narran los Hechos de los Apóstoles, por quienes lo
apedreaban, rogando a Dios que no tuviera en cuenta ese hecho? Allí
donde no existe el pecado no hay nada que perdonar. A fin de poder
resolver esta dificultad, emprende Abelardo lo que podríamos llamar un
análisis semántico del término pecado (Quid modis peccatum
dicatur?).</i<propio<>

Distingue así cuatro significados diferentes: 1°) el desprecio de Dios o


consentimiento al mal (ipse contemptus Dei vel consensus in malum), que
es el pecado en sentido estricto, 2°) la víctima ofrecida en expiación por el
pecado (hostia pro peccato), que es el pecado en sentido prosopopéyico,
3°) la pena merecida por el pecado o la maldición provocada por el mismo
(paena peccati sive maledictum), con lo cual el efecto recibe el nombre de
la causa, y 4°) la realización externa del pecado, o sea, cualquier acción
objetivamente mala o errada, todo lo que supone un error de la inteligencia
o de la voluntad (opera ipsa peccati vel quidquid non recte scimus aut
volumus), con lo cual el fruto sustituye a la raíz y la manifestación externa
a la realidad espiritual y moral.

Cuando el protomártir Esteban pidió a Dios que perdonara el pecado de


quienes lo lapidaban, utilizó el término en el cuarto sentido. El mismo Cristo
cuando, refiriéndose a sus verdugos, suplicó: Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen, no aludía a un pecado en sentido estricto (ya que
aquellos hombres que creían cumplir la voluntad de Dios no podían al
mismo tiempo despreciarlo), sino a su error.

Tanto Cristo como su discípulo Esteban, al pedir perdón para quienes los
atormentaban y daban muerte, pedían a Dios que no les impusiese una
pena física o corporal (59). En efecto, Dios suele afligir físicamente a los
hombres, aunque no hayan cometido un verdadero pecado. A veces se
propone con ello purificar o probar a los justos, a veces quiere tener
ocasión de librarlos luego y ser glorificado (Saepe etenim Deus aliquos hic
corporaliter punit, nulla eorum culpa hoc exigente, nec tamen sine causa,
veluti cum justos etiam afflictiones immittit ad aliquam eorum purgationem
vel probationem, vel aliquos eum affligi permittit, ut postmodum hinc
liberentur, et ex collato beneficio glolificetur) (60).

San Agustín, como una secuela quizás de su polémica antimaniquea,


había distinguido entre pecados mortales y veniales. Abelardo acoge esa
distinción en consonancia, sin duda, con su espíritu anti-cátaro.

Según él, pecados veniales son los que cometemos cuando consentimos
en el mal sin tener, empero, plena conciencia de ello; mortales son los que
se ejecutan deliberadamente y no sin morbosa delectación (61). Esta
misma distinción, que hallamos en la Etica, se encuentra también en un
pasaje del Epítome (62) que, según opina Sikes, refleja posiblemente
ideas contenidas en la parte no conservada de la Introducción a la
Teología (63).

En el mencionado pasaje se afirma que si un hombre colérico agrede a


otro bajo los efectos de la ira, comete un pecado venial, pero que cualquier
pecado venial se transforma en mortal cuando es ejecutado con
delectación y deliberado propósito (dum placet et ex industria perpetratur)
(64). Todo lo cual se vincula indudablemente con la que hemos
considerado como la tesis central de la ética abelardiana, a saber, que es
la intención (y no el vicio o el instinto o la obra externa) la que constituye
en esencia el pecado. Esto nos demuestra, por otra parte, que dicha tesis,
lejos de suponer una tendencia al laxismo, como algunos autores han
creído, se inclina más bien hacia una suerte de rigorismo, ya que aun una
obra aparentemente inocua puede convertirse con facilidad en grave
pecado, cuando hay en el sujeto deliberación y complacencia.

Tal rigorismo presenta, sin duda, grandes afinidades con el de los estoicos
y el de Kant. Pero es también la mejor contrapartida del rigorismo dualista
de los neomaniqueos, en cuanto ubica sus máximas exigencias en la
interioridad espiritual al mismo tiempo que considera como prácticamente
neutra o irrelevante la exterioridad sensible y material.

La ética y la filosofía toda de Abelardo representan, mejor que ninguna otra


expresión ideológica de la época, la nueva cultura urbana y la mentalidad
de la naciente clase de artesanos y comerciantes que habitaban las
ciudades.

En efecto, nacido en el seno de la clase feudal, Abelardo estaba destinado


por ello al ejercicio de las armas. Al trocar la espada por los libros,
abandonando el castillo paterno para aprender y enseñar en las ciudades,
no renunció sin embargo a la lucha. Pero ésta se planteó para él desde
entonces en el terreno de las ideas. El presunto guerrero se transformó en
gran dialéctico y polemista. Su innata belicosidad abandonó el modo
propio de la clase feudal, esto es, la lucha armada en torneos y campos
de batalla, y adoptó el nuevo modo surgido con el nacimiento de la
burguesía comercial, esto es, la batalla de las ideas en la escuela y en el
libro (65).

Su lógica, que no es ya una lógica de las ideas subsistentes, sino, ante


todo, una teoría de la palabra significativa (sermo), revela el esfuerzo del
pensamiento teorético por adaptarse a una nueva realidad social.

En su Diálogo entre un filósofoo un judio y un cristiano campea un espíritu


de insólita tolerancia religiosa que refleja ya el mayor contacto, logrado a
través de las Cruzadas, con los pueblos no cristianos, y los primeros
retoños de una mentalidad burguesa. Su ética, en fin, con su clara
tendencia a la interiorización de la culpa y el mérito, con su acentuación
del momento de la subjetividad individual, representa un primer intento por
expresar los modos de sentir y de valorar de la nueva clase mercantil y
artesanal. Por contraposición a los señores feudales que cumplen
sus hazañas en torneos y en campos de batalla y se justifican moralmente
en la guerra santa contra los infieles, los comerciantes y artesanos buscan
en la interioridad de la conciencia un nuevo campo de hazañas y en la
pureza de la intención la verdadera justificación moral de sus vidas (66).

Notas

(1) Sobre la vida de Abelardo, pueden leerse las obras de Ch. de Rémusat, Abélard-
Sa vie, sa philosophie et sa théologie París, 2a. ed. 1855 vol. 1; de E.
Vacandard, Abélard.Sa doctrine, sa méthode - Paris - 1881, y de S. M.
Deutsch, Peter Abiilard - Leipzig - 1883. Entre las más recientes véanse: G. P.
Fedótov, Abelardo (en ruso) - Petrogrado - 1924; C. Ottaviano, Pietro Abelardo - La
vita, le opere, il pensiero -Roma - 1929; J. K. Sikes, Peter Aballard - Cambridge -
1932; y G. Frascolla, Pietro Abelardo Pesaro - l950-1951. Sobre su disputa con San
Bernardo, cfr. P. Laserre, Un conflit religeux au XII siecle - Abélard contre Saint
Bernard - Paris - 1930 - Sobre los amores con Eloísa cf. E. Gilson, Héloise et
Abélard - París - 1938.

(2) Epistola 18 (Pat. lat. V. 178; col. 375).

(3) Manita (Notices et Extraits: XXXIV, parte 2, p. 179 Hauréau, citado por Sikes, op.
cit. p.35).

(4) Expositio in Romanos (Pat. lat. V. 178 col. 802-803).

(5) Cf. P. Fournier, Art. Anselme de Laon en Dictionnaire de Théologie catholique v.


I p. 485-87.

(6) Cf. G. Fraile, Historia de la filosofía Madrid - 1960 - v. II p. 394.

(7) Es claro que el principio mismo no está allí formulado ni postulado pero, pese a
lo que opine M. de Gandillac (Oewvres choisies d' Abélard - Paris - 1945 - p. 12,
nota 3), alli está su germen.

(8) Historia calamitatum (Pat. lat. V. 178, col. 125),

(9) M. Abbagnano, Historia de la filosoffa Barcelona - 1964 v. I, p. 302.

(10) Epitafio atribuído a Pedro el Venerable, grabado sobre un muro de la iglesia de


San Marcelo, cerca de Chalons (citado por Ch. de Remusat, op. cit. v. 1).

(11) Dialogus inter philosophum, judaeum et christianum (Pat. Lat. v. 178, col.
1613).

(12) La Ethica seu liber dictus Scito te ipsum fue editada por vez primera por
Bernardo Pez, bibliotecario de la Abadia de Moelk, quien la incluyó en el tomo
tercero de su Thesaurus anecdotorum novissimus (1721).

(13) Ethica (Pat. lat. V. 178, col. 635).

(14) Ibid.

(15) Ibid.

(16) Ibid.

(17) Otro ejemplo del pensanúento parcialmente reaccionario de Abelardo puede


hallarse en la misma obra (col. 636), cuando supone que un siervo injustamente
perseguido por su amo no tiene derecho a legitima defensa y está obligado a recibir
una muerte injusta antes que inferir una muerte justa.
(18) Ethica col. 636.

(19) Ibid.

(20) Ibid.

(21) Ibid.

(22) Cf. R. Jolivet, Le probleme du mal chez Saint Agustin en Archives de


Philosophie - 1930 - VII 2, p. 1-104.

(23) De natura b0ni C. XVII.

(24) De natura boni C. XXXIV.

(25) De divinis nominibus (Pat. lat. v. 122, col. 1139).

(26) Alano de Lille dedicó a la refutación de los cátaros la primera parte de su


obra De fide catholica contra haereticos; Guillermno Prevostino compuso
especialmente contra ellos su Summa contra haereticos - También dirigieron sus
esfuerzos a destruir las herejias neo-maniqueas Guillermo de Auxerre, Guillermo de
Auvergne y otros varios escritores de los siglos XI-XIII.

(27) Ethica col. 636.

(28) Ibid.

(29) Ethica col. 637.

(30) Ethica col. 638.

(31) Tal distinción aparece con toda claridad en la Logica Nostrorum petitioni
sociorum.

(32) Vignaux, El pensamiento en la Edad Media - México - 1954, p. 49.

(33) Ethica col. 640.

(34) Ibid.

(35) Ethica. col. 641.

(36) Ethica col. 642.

(37) Ibid.
(38) Ethica col. 643.

(39) Ethica col. 644.

(40) Ibid.

(41) La opinión de Abelardo se opone aqui diametralmente a la de su compatriota


Descartes.

(42) Ethica col. 647.

(43) Ethica col. 648.

(44) Ibid.

(45) Ibid.

(46) Ethica col. 648-649.

(47) Ethica col. 649.

(48) Ethica col. 649-650.

(49) Kant, Fundamentación de la metafíska de las costumbres cap. I.

(50) Dialogus inter philosophum, judaeum et christianum, col. 1676.

(51) Ethica, col. 652.

(52) E. Gilson, La philosophie au Moyen Age, Paris, 1952, p. 290.

(53) Ethica, col. 653. Sidgwick en su History of Ethics - Londres - 1960 - p. 138,
opina que hay en esto una inconsecuencia.

(54) Ibid.

(55) J. G. Sikes, Peter Abailard - Cambridge - 1932 - p. 167; M. de Gandillac, op. cit.
p. 57 - 58.

(56) J. G. Sikes, Op. cit., p. 168.

(57) La siguiente proposición es la décima de las condenadas por el Cancilio de


Sens: Los que crucificaron a Cristo sin conocerlo na han pecado y nada de la que
se hace por ignorancia debe ser imputado como falta.

(58) Ethica col. 653.


(59) Ethica col. 655.

(60) Ethica col. 654.

(61) Ethica col. 658.

(62) El Epitome probablemente no es obra del mismo Abelardo, aunque así lo


sostengan algunos autorizados historiadores, como Deutsch. Se trata más bien de
un resumen hecho por algunos discípulos.

(63) Sikes, Op. cit., p. 188.

(64) Epitome, col. 1754.

(65) Cfr. E. Jeauneau, La filosofía medieval - Buenos Aires - 1965 p. 17-19.

(66) En este estudio he utilizado un anterior trabajo mío: la Introducción a mi


traducción castellana de la Etica de Abelardo (Puebla-México, Cajica, 1967).
CAPÍTULO CUARTO

Orígen y grados del conocimiento según Isaac de Stella

El problema del conocimiento (ligado estrechamente a la famosa cuestión


de los universales) fue planteado y resuelto por la mayoría de los autores
de la alta Escolástica bajo la influencia directa de San Agustín.

Aún en pleno siglo XIII, maestros como Guillermo de Auvergne y el obispo


Roberto Grosseteste mantienen en todo su vigor la concepción platónico-
agustiniana del conocimiento.

Esto no obstante, ya en la temprana Edad Media algunos autores aislados


como el Anónimo de Jepa y el Pseudo Rabano, parecen atenerse a cierto
aristotelismo no muy claro ni muy consciente de sus propias limitaciones.

Pero en el siglo XII la gnoseología aristotélica adquiere ya una gran


difusión en el mundo latino. Abelardo y Juan de Salisbury son por entonces
sus más ilustres intérpretes y secuaces.

La traducción de las obras de Aristóteles contribuye luego a difundirla y


prepara el terreno para la sistematización de que la harán objeto Alberto
Magno y Tomás de Aquino.

Esta oposición entre la tendencia platónico-agustiniana y la tendencia


aristotélica en los problemas del conocimiento no divide, sin embargo, de
una manera absoluta a todos los maestros escolásticos.

A partir del siglo XIII no son pocos los autores que, como el franciscano
Buenaventura y su discípulo Mateo de Aquasparta, adoptan una posición
intermedia y pretenden (como más tarde muchos filósofos-humanistas del
Renacimiento) conciliar, en el campo gnoseológico, la doctrina platónica
con el aristotelismo (1).

Por otra parte, no se debe olvidar que, al margen del platonismo


agustiniano, que constituye la versión teológicamente ortodoxa de la
doctrina académica, existe desde los primeros siglos de la Edad Media un
neoplatonismo basado sobre todo en las obras del Pseudo Dionisio,
mucho más fiel por cierto al espíritu de Plotino, que bordea de continuo los
límites de la ortodoxia y encuentra en la obra de Juan Escoto Erígena su
más genial sistematización. Con este neoplatonismo heterodoxo se
conecta el pensamiento de David de Dinant y de Amalrico de Bene y, sobre
todo, el de Meister Eckhart, cuya posición con respecto al problema de las
fuentes del conocimiento se concreta en un plotinismo tanto más puro
cuanto más libre en sus interpretaciones dogmáticas.

Bajo la influencia parcial de esta corriente se encuentran también autores


semi-ortodoxos como los de la escuela de Chartres y aún otros de cuya
ortodoxia teológica nadie ha dudado jamás, como Garniel de Rochefort,
Alano de Lille e Isaac de Stella (2).

En este último precisamente la teoría aristotélica del conocimiento se une,


como bien lo ha señalado Gilson, a una teoría de la intuición mística que
nada tiene que ver con el aristotelismo (3).

Por una parte formula, en efecto, una doctrina del conocimiento inferior,
que culmina en la formación del concepto universal, de una manera no
muy diferente a la de Juan de Salisbury o Abelardo; por otra parte, una
doctrina del conocimiento superior o espiritual, de corte neo platónico, a
cuya elaboración concurre tanto la ortodoxia agustiniana como la
heterodoxia del Erígena (4).

Isaac nació en Inglaterra y tomó el hábito del Cister, la orden de Bernardo


de Clairvaux. Fundó un monasterio en una isla cuyo nombre ignoramos, y
pasó luego a Francia donde fue abad del monasterio de Stella (L'Etoile),
en la diócesis de Poitiers, desde 1147 a 1169 aproximadamente (5). Se
distinguió entre los escritores de su orden, aunque no se le puede contar,
por cierto, entre los más prolíficos. Su obra se reduce a cincuenta y cuatro
sermones, una epístola sobre la celebración de la misa, dirigida a Juan
Belesme, obispo de Poitiers, un comentario aún inédito sobre el Cantar de
los Cantares y un tratado epistolar, dirigido a Alquerio de Clairvaux, sobre
la naturaleza del alma, escrito, según parece, hacia el año 1162 (6). Esta
última obra constituye, de hecho, su único trabajo de índole filosófica (7).

En ella el autor pretende tratar de la esencia y las potencias del alma (de
ejus essentia et viribus) desde un punto de vista estrictamente racional, es
decir, como él mismo lo explica, no según lo que Dios ha revelado en la
Escritura (neque id quod in divinis litteris didicimus) ni conforme a una
consideración sobrenatural (qualis fuerit ante peccatum aut sibi sub
peccato, aut futura post peccatum).

La obra, escrita en un estilo familiar y carente de pretensiones académicas,


constrasta notablemente por su forma literaria, como lo hace notar De
Wulf, con el tratado De Spiritu et Anima de Alquerio de Clairvaux, su
corresponsal, cofrade y amigo (8). Sin embargo, a través de la llaneza de
la exposición se delínea una interesante doctrina acerca del origen y las
fuentes del conocimiento humano, la cual, a su vez, se contrapone a la de
Alquerio por su originalidad y su novedad relativa.

La facultad cognoscitiva (rationabilitas), que distingue, según el esquema


platónico, de la facultad concupiscible (concupiscibilitas) y de la facultad
irascible (irascibilitas), las cuales dan origen a los afectos (eo quod
diligimus, eo quod odimus), es llamada también
simplemente conocimiento (sensus) (9).

Este varía su condición según el tiempo al cual se aplica (sensus variatur


propter tempus): si se vuelve al pasado, se denomina memoria; si se dirige
al presente, razón; y si se proyecta al futuro, ingenio.

En efecto, el ingenio investiga lo desconocido, la razón juzga lo ya


encontrado, la memoria guarda lo ya juzgado y brinda lo que aún se ha de
juzgar (ingenium ergo exquirit incognita, ratio judicat inventa, memoria
recondit judicata et offert adhuc di judicanda) (10).

Estos tres momentos del conocimiento se coordinan teniendo como centro


a la razón:

El ingenio aporta a la razón las cosas que descubre, la memoria vuelve a


traer lo que esconde, la razón empero se halla fija sobre las cosas
presentes y en la boca del corazón de continuo mastica lo que cosechan
los dientes del ingenio o rumia lo que representa el vientre de la memoria.

(Ingenium quae adinvenit ad rationem adducit, memoria quae abscondit


reducit, ratio vero tamquam praesentibus superfertur et in ore cordis
semper aut masticat quod dentes ingenii carpunt aut ruminat quod venter
memoriae representat) (11).

Pero esta división y articulación del conocimiento (el cual, por otra parte,
es en sí mismo simple e idéntico a la substancia del alma) no nos dice
todavía nada acerca del problema del origen. Resulta interesante advertir,
sin embargo, la inclusión del tiempo como factor determinante de las
modalidades del conocimiento.

Cuando Isaac piensa en el conocimiento, tiene presente ante todo el saber


eterno y simplicísimo de Dios. El conocimiento humano se diferencia
precisamente del divino por su esencial dependencia con respecto al
tiempo. Pero, por otra parte, se asemeja a él por estar centrado en un
presente. Dicho en otros términos, el conocimiento humano se consuma
en un presente finito (que, por lo mismo, necesita del pasado y del futuro);
el conocimiento divino, en cambio, se consuma en un presente infinito (que
es, por eso, un eterno presente). Sobre este tópico no insiste, sin embargo,
Isaac: se refiere a él sólo para mostrar la esencial imperfección del saber
humano.

Mucho más le interesa, en cambio, la especificación de los momentos del


conocimiento de acuerdo a los respectivos objetos. En el curso de tal
análisis surge precisamente su teoría sobre el origen y los grados del
conocimiento humano en general. Así como según el tiempo ejecuta la
facultad cognoscitiva diversos ejercicios, así según los objetos a los cuales
se dirige y aplica, recibe diferentes nombres y se comporta de diferentes
maneras (12).

Los diferentes nombres y maneras corresponden a los diversos grados del


conocimiento, pues del mismo modo que los objetos a los cuales éste
tiende tienen una mayor o menor realidad (y por consiguiente, una mayor
o menor dignidad) en la esfera del Ser, así los respectivos actos por los
cuales dichos objetos son aprehendidos tienen una mayor o menor
realidad (y, por consiguiente, una mayor o menor dignidad) en la esfera del
Conocer.

Con un sentido muy medieval de la jerarquía constituye Isaac una escala


ontológico-gnoseológica cuyos peldaños se dispone a recorrer. Por otra
parte, con un sentido también muy medieval de la analogía, establece una
correspondencia entre la estructura jerárquica del conocimiento y la
estructura jerárquica del mundo físico. Así como el universo material
incluye cinco elementos que se escalonan según los correspondientes
grados de sutileza, así el conocimiento se efectúa también a través de
cinco escalones que conducen a la Sabiduria. A cada grado de la materia
corresponde un grado del conocimiento: tierra, agua, aire, éter
(firmamento), cielo empíreo, se analogan respectivamente con sensación,
imaginación, razón, intelecto e inteligencia (13).
La disposición jerárquica de las operaciones del conocimiento (así como
su determinación por parte de los correspondientes objetos) es, en verdad,
una idea común a todos los escolásticos. Pero, mientras para unos, los de
estirpe aristotélica, representa una escala ascendente, para otros, los de
ascendencia platónica, se trata de una escala descendente.

La originalidad de Isaac consiste precisamente en haber pretendido


establecer, a través de esta gradación propia del proceso cognoscitivo,
algunos escalones ascendentes en conexión y continuidad con otros
descendentes. Por un extremo, el conocimiento procede, para él, de abajo
hacia arriba; por el otro, de arriba hacia abajo. En efecto, como un
aristotélico cualquiera, Isaac considera que el conocimiento sensorial es la
condición necesaria del conocimiento racional.

La razón no podría funcionar sin el aporte de los sentidos, cuya actividad


supone necesariamente.

De esta manera la sensación (sensus corporeus) viene a ser la puerta


obligada del concepto. Por la sensación el alma se representa las formas
corpóreas de las cosas corpóreas.

Se define, por consiguiente, por una doble relación con su objeto material
y con su objeto formal: con las cosas corpóreas a las que aprehende en
cuanto son corpóreas. Pero esta doble relación no basta; las cosas
corpóreas en cuanto corpóreas son aprehendidas como presentes, es
decir, en un acto casi corpóreo de yuxtaposición espacial. De ahí que, aun
cuando todo acto cognoscitivo suponga una cierta elevación con respecto
a lo puramente corpóreo, la sensación puede ser llamada con propiedad,
corpórea, en cuanto por su objeto (material y formal) no llega a trascender
lo corpóreo y también en cuanto se ejerce por medio de instrumentos que,
siendo en sí mismos corpóreos, se adecuan al carácter del acto, el cual
exige como condición sine qua non la contigüidad física del objeto.

De acuerdo al número de dichos instrumentos puede hablarse igualmente


de cinco clases de sensaciones, aun cuando de por sí la sensación no
constituya sino un único momento cognoscitivo (quinquepartitus dicitur
cum sit tamen intus non nisi unus) (14). Así como el agua que se contiene
en una pila de baño deja escapar chorros diferentes según la forma y la
posición de los agujeros, así la sensación, que en sí misma (en su esencia,
esto es, en su interioridad) no es sino una sola, varía según la forma y la
posición de los instrumentos, y de acuerdo a éstos se aplica a objetos
diversos. Cada uno de estos cinco instrumentos obra, por su parte, a
través de un determinado elemento corpóreo: los ojos por el fuego, fuente
de luz que posibilita la visión; los oídos por el aire, por cuyo medio se
transmite el sonido; las narices por el ambiente lleno de humo y de
partículas en suspensión (aer fumosus et crasus), en cuyo seno tiene lugar
la olfación; el paladar por medio del agua, esto es, de la saliva, que
disuelve los alimentos y hace posible así la gustación y, finalmente, el tacto
por la tierra es decir, por el elemento sólido, que se adecua perfectamente
a la mano. Conforme a la antigua idea empedóclea de que lo igual se
perciba por lo igual, el fuego es concebido asimismo como materia del ojo;
el aire, del oído; el humo, de las narices; el agua, del paladar; y la tierra,
en fin, del tacto (15). Y puesto que el cuerpo animal está compuesto, sobre
todo, de tierra (corpus animale maxime terrena materies est), resulta que
el tacto se extiende por doquiera esté presente el alma, de modo que,
según Isaac, aquél viene a ser el sentido fundamental y básico (16).

Todo esto resulta una lógica consecuencia de la definición de la sensación


como acto de percibir lo corpóreo en cuanto corpóreo y espacialmente
presente. Según tal concepto aquélla se realiza a través de un contacto
físico, casi como si su efectividad cognoscitiva surgiera de una mera
contigüidad entre el órgano y el objeto, esto es, entre una cosa y otra cosa.

Es por eso que la imaginación (imaginatio), aunque proviene de la


sensación (de sensu oritur) y sigue teniendo por objeto las formas
corpóreas de las cosas corpóreas (17), constituye un momento ya más
elevado del conocimiento, pues la relación que media entre sujeto
cognoscente y objeto conocido se sitúa ahora en un plano superior, que
no permite concebir el acto como condicionado por la mera contigüidad.
En efecto, la imaginación es, para Isaac, aquella potencia del alma que
percibe las formas corpóreas, pero en cuanto éstas están ausentes. Tal
ausencia significa una relativa independencia con respecto a la
corporeidad y, por consiguiente, un primer paso hacia el conocimiento
espiritual. Pues, así como la presencia del puro objeto espiritual asegura
la dignidad y el valor supremo del conocimiento, así la ausencia del objeto
corporal, al implicar una cierta descorporización de lo corpóreo, significa el
logro de una primera etapa ascensional hacia la sabiduría.

Por imaginación entiende Isaac la capacidad de producir imágenes en


general (con lo cual bajo aquel nombre involucra no sólo la fantasía sino
también la memoria, facultades que habían sido cuidadosamente
distinguidas por San Agustín) (18),
En la medida en que las imágenes no pueden ser consideradas como
verdaderos cuerpos o cualidades de los cuerpos, la imaginación
representa ya un cierto alejamiento y una cierta volatilización con respecto
a lo meramente corpóreo (elongatio quaedam et evaporatio a corporeis)
(19).

Sin embargo, tal alejamiento y volatilización no la llevan todavía hasta lo


propiamente incorpóreo, pues, según lo hace notar Isaac, resulta imposible
que lo que es cuerpo por naturaleza se sutilice hasta llegar a ser espíritu,
o viceversa, que el espíritu se torne burdo y grosero hasta llegar a ser
cuerpo (20).

Se trata siempre de una diferencia de naturaleza y no de grados, pero


Isaac lleva hasta donde su dualismo antropológico se lo permite el intento
de establecer una continuidad entre los momentos del conocimiento
inferior. Y aunque parece claro su deseo de salvar abismos y de convertir
la empinada escalinata en suave pendiente (quizás bajo el influjo de
Escoto Erígena), es evidente que la neta y cabal oposición entre sustancia
corporal y espiritual se lo impide en definitiva. De ahí que, ya en el sueño,
ya en la vigilia, ya por propia operación, ya por obra de algún espíritu bueno
o malo, la imaginación tiende siempre y en todo caso a las "semejanzas"
(similitudines) de los cuerpos, esto es, a su representación en cuanto tales
cuerpos (21). Así como los sentidos no son capaces de trascender las
formas corpóreas presentes, tampoco la imaginación podrá ir nunca más
allá de esas mismas formas ausentes. O, en otras palabras, jamás podrá
romper los límites de lo individual, corpóreamente concreto.

Sobre la base de la sensación se elabora, mediante un proceso


de evaporación, la imagen. Pero este proceso no implica todavía, según lo
dicho, un acceso a lo incorpóreo. Esto sólo lo logra el conocimiento cuando
se eleva, en un tercer momento de su progresiva actividad, hasta la razón.

La razón (ratio) es, en efecto, la potencia cognoscitiva que percibe las


formas incorpóreas de las cosas corpóreas (rerum corporearum
incorporeas percipit formas) (22).

El salto que significa este acceso a lo incorpóreo se logra mediante la


abstracción. Basándose en el contenido de la sensación o de las imágenes
(que, como hemos visto, representan siempre formas corpóreas), la razón
abstrae de dicho contenido aquellas formas incorpóreas que se hallan
ínsitas en el cuerpo (quae fundantur in corpore).
Los sentidos, puestos en presencia de un objeto corpóreo, captan su forma
corpórea; la imaginación representa esta misma forma en ausencia de
aquel objeto; pero recién la razón se muestra capaz de captar la forma
incorpórea y puramente inteligible del mismo, al remover, con la
corporeidad, el elemento individuante.

Esta teoría de la abstracción sitúa a Isaac claramente entre los


aristotélicos. Con ella se aproxima sobre todo al pensamiento de Abelardo,
muerto unos veinte años antes de la composición del De anima (23) y a
Juan de Salisbury, otro contemporáneo, algo más joven (24).

Constituye también un notable precedente de la teoría tomista de la


abstracción (25), aunque, como bien lo ha observado Gilson, se encuentra
todavía bastante lejos de ésta (26). En efecto, según Isaac, la razón
abstrae de los cuerpos las formas incorpóreas no por una acción (non
actione) sino por una mera consideración (sed consideratione) (27), con lo
cual parecería inclinarse a una especie de conceptualismo semejante al
de Abelardo, seguramente más cercano todavía del moderado realismo de
Santo Tomás que del conceptualismo extremo de Kant.

De cualquier manera, la razón, al aprehender universalmente el cuerpo


como cuerpo, aprehende algo que ya no es cuerpo, según nos hace notar
el mismo Isaac.

Pues la naturaleza misma del cuerpo, según la cual todo cuerpo es cuerpo,
en realidad no es cuerpo alguno.

(Neque natura ipsa corporis secundum quam omne corpus, corpus est,
utique nullum corpus est) (28).

Y así como no es cuerpo, tampoco es una imagen del mismo; por lo cual
escapa no sólo a los sentidos, sino también a la imaginación.

La naturaleza de los cuerpos, su forma y diferencias específicas, sus


propios, constituyen, pues, el objeto de la razón. Pero todas estas
determinaciones, que son en sí mismas incorpóreas, no se dan nunca
fuera de un cuerpo; no son realidades subsistentes y su única
existencia extra rem se da en y por la razón (omnia incorpore a sed non
extra corpora nisi ratione subsistentia) (29).

De ahí su posición claramente aristotélica con respecto al problema de los


universales: Las substancias segundas no se encuentran subsistiendo
sino en las primeras (Non enim inveniuntur secunda e substantiae
subsistere nisi in primis) (30). Pero, por otra parte, las substancias
primeras no subsisten sino por las segundas (ab illis). La fórmula en que
resume su posición frente al debatido problema es un modelo de sobria
claridad filosófica: Las substancias segundas existen en las primeras, pero
las primeras por las segundas (Secundae enim substantiae sunt in primis,
sed primae a secundis) (31).

Este aristotelismo, sin embargo, que parece a primera vista tan próximo al
de Tomás de Aquino, no es llevado hasta sus consecuencias últimas ni se
extiende a todas las regiones del conocimiento. A diferencia del Aquinate,
que con obstinada consecuencia pretende seguir los pasos de Aristóteles
y aplica los principios de su gnoseología al mundo de las formas puras
inmateriales y aun al Acto puro (que identifica naturalmente con el Dios
cristiano), Isaac ve limitado su aristotelismo por la sombra venerable de
Platón cuando llega a la región de las formas espirituales subsistentes. En
efecto, para él, la razón abstractiva es por sí misma incapaz de alcanzar
el conocimiento de los ángeles y de Dios. Su dominio más propio y
específico es el de las matemáticas, esto es, el de las estructuras
geométricas y las relaciones aritméticas de los cuerpos. Hasta allí no
llegan de por sí los sentidos y la imaginación, aunque sirven de peldaños
para que arribe la razón o, por lo menos, para que se acerque y pueda dar
su salto constitutivo, llamado abstracción. De una manera semejante y en
la misma proporción (simili proportione), la razón puede ayudar a conocer
las puras substancias espirituales, pero por sus solas fuerzas no las
alcanza jamás, pues tiene sus propias metas y está limitada por sus
propios fines (habet etenim metas suas et propriis finibus limitatur) (32). A
diferencia de Tomás que, mediante el concepto de analogía, extiende el
uso y la actividad de la razón al conocimiento de los puros espíritus y aún
al conocimiento de Dios, estableciendo un camino único ascendente a
partir de la humilde fuente de los sentidos exteriores, Isaac piensa que
para llegar al plano de las formas puras subsistentes es preciso recurrir a
otra fuente cognoscitiva enteramente diferente cuya luz procede de lo alto.

Se trata de una verdadera iluminación, en el sentido neoplatónico, cuyo


concepto le llega posiblemente de Escoto Erígena (33).

Al conocimiento inferior, que culmina en la razón, se superponen dos


momentos o grados que implican una posesión inmediata y una especie
de consubstanciación noética con el objeto.
El conocimiento, que comienza siendo intuición sensorial, culmina así en
una intuición intelectual, dejando en el medio el saber mediato y discursivo
de la razón. Recurriendo a la terminología de Boecio, habla Isaac del
intelecto y la inteligencia para caracterizar tales momentos superiores del
conocimiento humano (34). El intelecto está por encima de la razón, del
mismo modo que el firmamento supera al aire, pues el firmamento se halla
libre no sólo de toda la pesadez de la tierra (esto es, de toda la grosería
de los sentidos), sino también de la movilidad del agua (esto es, de la
arbitrariedad de la imaginación) y de la humedad del aire (es decir, de la
impureza de la razón, que se resiente por su contacto con la imagen) (35).

Retornando así su comparación entre los momentos del conocimiento y


los ,elementos del mundo físico, dice que la sensación puede parangonar
se con la tierra, la imaginación con el agua, la razón con el aire (el cual
penetra y abraza todas las cosas inferiores), el intelecto con el firmamento
(que envuelve al aire), y la inteligencia, en fin, con el empíreo o sol ígneo
(que todo lo ilumina).

La diferencia que media entre intelecto e inteligencia está fundada, como


siempre, en la diferencia entre los respectivos objetos. Según Isaac es
preciso distinguir entre lo verdaderamente incorpóreo (vere incorporeum)
y lo puramente incorpóreo (pure incorporeum). Verdaderamente
incorpóreo es aquello que para existir no necesita de un cuerpo y resulta
por tanto independiente de todo lugar, pero que, esto no obstante, no
puede prescindir del tiempo, sino que por su misma naturaleza se halla
ligado a él. Lo puramente incorpóreo, esto es, lo espiritual en sentido pleno
y absoluto, es ajeno a toda relación real con el espacio y con el tiempo, es
simple y, desde cualquier punto de vista, autosuficiente.

Ahora bien, así como la sensación tiene por objeto lo corpóreo en cuanto
tal, la imaginación algo casi corpóreo y la razón algo casi incorpóreo, así
el intelecto tiene por objeto algo verdaderamente incorpóreo, pero sólo la
inteligencia arriba a lo absolutamente incorpóreo (36).

El intelecto aprehende de un modo inmediato y adecuado la naturaleza de


los ángeles y de las almas separadas de sus cuerpos. Sin embargo, como
aun estas puras y espirituales criaturas han tenido un comienzo en la
creación, quedan condicionadas por la temporalidad que, en este caso,
parece ser el índice de la contingencia.
Por eso, la operación del intelecto representa un tipo de intuición que, no
habiéndose situado todavía en lo eterno, permanece esencialmente sujeta
a la mutabilidad y a la contingencia de su objeto.

La inteligencia, en cambio, se aplica inmediatamente a Dios (immediate


supponitur Deo) (37) y aprehende el Ser absoluto en la plenitud de su
necesidad, por encima de toda limitación temporal.

La esencia de Dios está constituída por una luz inaccesible que, por don
natural (naturali dono) se proyecta sobre la inteligencia, esclareciéndola e
iluminándola. El esplendor que la Divinidad emite de sí, aunque sin
despojarse del mismo (emittens de se sed non amittens) (38)), inunda la
inteligencia en la verdad absoluta. En tal sentido, más que una intuición, el
acto podría caracterizarse como una fusión o, mejor todavía, como una
inmersión del conocimiento humano en el Ser divino.

Por otra parte, este don que no se confunde con la revelación sobrenatural
o con los dones de la Gracia (tal como los concibe la teología medieval),
es lo único que para Isaac puede explicar el conocimiento que de hecho
tenemos acerca de Dios y de los ángeles. Tal conocimiento, en efecto,
supera intrínsecamente la capacidad de nuestra razón abstractiva y
discursiva. Y como, por otra parte, cualquier hecho, según lo dice de una
manera explícita el mismo Isaac, debe tener una causa de donde provenga
(omnis rei eventus causas habere unde proveniant) (39), sólo una
intervención de Dios puede explicar este saber humano natural que supera
tanto las capacidades propias del alma.

A esta intervención la denomina, conforme a la terminología del


Erígena, teofanía. En efecto, cada acto de la inteligencia (del intelecto)
constituye una mostración que Dios hace de su propio ser (igual a
mostrarse), una auto-revelación (o en todo caso, una revelación del ser
angélico).

También en los actos de la razón di scursiva resulta necesaria una luz


divina, pero en tales casos se trata de una luz inmanente a la naturaleza
misma de la razón, de la cual el alma ha sido dotada por Dios (y en tal
sentido es luz divina) desde el instante mismo de su creación.

Esta luz, por otra parte, se relaciona con la luminosidad que resulta de la
naturaleza de cada objeto corpóreo, la cual, en cuanto forma incorpórea,
es aprehendida por la razón. También esta luminosidad puede
considerarse como reflejo de la luz divina, pero como reflejo que sólo se
manifiesta mediata y genéricamente.

En la razón abstractiva el alma humana agota todas sus fuerzas


inmanentes, despliega toda la potencia que es capaz de desplegar sin el
inmediato auxilio de Dios. Por eso, todo el conocimiento inferior, que es el
conocimiento más intrínsecamente humano, se estructura en una escala
ascendente que culmina de un modo necesario en la razón. Cuando se
trata de realidades superiores a la naturaleza misma del alma unida con el
cuerpo (y, por consiguiente, superiores a la razón), puede decirse que no
es ya el alma quien conoce, sino que el mismo Dios realiza en ella el acto
del conocimiento, al auto-revelarse o al revelar la esencia de los espíritus
puros. Por eso, este conocimiento superior se estructura en una escala
descendente que parte del mismo Ser de Dios que ilumina.

Así como las fantasías llegan a la imaginación desde abajo, dice Isaac, así
las teofanias descienden a la inteligencia desde arriba.

(Itaque sicut in imaginationem de subtus phantasiae surgunt ita in


intelligentiam desuper theophanies descendunt) (40).

En última instancia existen dos fuentes de conocimiento, ambas exteriores


al alma y a su facultad cognoscitiva: una es la que ocupa el extremo inferior
en la jerarquía del Ser, la materia sensible, lo corpóreo en cuanto tal, sobre
lo cual se basa todo el saber que culmina en la razón; otra es la que ocupa
en dicha jerarquía el lugar más alto, la Divinidad, de quien proviene todo
el saber que desciende hasta el intelecto.

A partir de estos dos extremos se organizan los diversos grados


ascendentes o descendentes. La materia y Dios, los dos polos del Ser,
constituyen para el hombre que se halla entre ambos términos, la fuente
dual de todo saber.

Ni Aristóteles erraba ni erraba Platón. El primero se había situado en una


perspectiva y el otro, en otra. El uno partía de la materia sensible, el otro
del espíritu puro. Pero uno y otro tenían una visión incompleta y
necesariamente limitada por ese mismo hecho: ni el Estagirita hubiera
podido dar razón del conocimiento de lo divino ni su maestro hubiera
podido explicar satisfactoriamente el conocimiento de lo meramente
corpóreo.
La teoría de Isaac significa, pues, históricamente, un esforzado intento por
sintetizar el nuevo aristotelismo que se insinúa con Abelardo y Juan de
Salisbury, y el antiguo platonismo al estilo de Escoto Erígena.

Tal intento se realiza mediante la utilización de ideas y expresiones que se


hallan en el propio Erígena y también en San Agustín y en Boecio (41).

Notas

(1) Cf. J. M. Verweyen, Historia de la filosofía medieval, Bs. As. 1957, p. 133 sgs.

(2) Cf. M. De Wulf, Histoire de la philosophie médiévale, Paris, 1912, p. 198.

(3) E. Gílson, La filosofía en la Edad Media, Madrid, 1946, p. 65.

(4) Según Jacquin (L'influence doctrinale de J. Scot au debut du XIII e siecle, p. 106-
170, citado por De Wulf) cuando el Papa Honorio III que condena en 1225 el De
divisione naturae y manda echar al fuego los ejemplares de la obra, dice que ésta
aún se leía in nonnullis monasteriis, se refiere especialmente a los monasterios
cistercienses. De hecho, no sólo Isaac sino otros varios miembros de la orden,
muestran en esta época influencias del Erigena.

(5) Esta última fecha se colige del hecho de que sólo entonces aparece citado por
vez primera su sucesor en la silla abacial de Stella. Todas las noticias sobre la vida
de Isaac han sido tomadas de la Histoire littéraire de la France, XII, 678, reproducida
por Migne, Pat. Lat. v. 194, col. 1683.

(6) A estas obras debe agregarse, según P. Bliemetzrieder (Eine unbekannte Schrift
Isaaks van Stella. Stud. u. Mitteil. aus dem Benediktiner und Zisterzienserorden, 29-
1908), un Comentario sobre el Libro de Ruth.

(7) La obra ha sido publicada por Migne en la Patrología Latina, v. 194. Se la conoce
con el nombre de Epistola ad quemdam lamiliarem suum de Anima (o De anima).
(De aquí en adelante, al citar, nos referiremos sólO a la numeración de las
columnas). No debe olvídarse, sin embargo, que, como hace notar Gilson (History
of Christian Philosophy in the Midle Age Londres 1955, p. 168), entre sus sermones
hay un grupo (XIX-XXVI) que presenta gran interés metafísico, por el firme y sutil
análisis del concepto de sustancia.

(8) De Wulf, op. cit. p. 240.

(9) Col. 1877.

(10) Col. 1879.


(11) Col. 1879.

(12) Col. 1879.

(13) Col. 1880. Por otra parte también compara aquí mismo Isaac, los cinco
escalones del entendimiento (hacia la Sabiduría) con los cuatro escalones de la
voluntad (hacia la Carídad).

(14) Col. 1880.

(15) H. Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 21 B. 109.

(16) Col. 1881.

(17) Col. 1881.

(18) August. Music. VI 11.

(19) Col. 1881.

(20) Col. 1881.

(21) Col. 1883.

(22) Col. 1884.

(23) El De Anima fue escrito probablemente en el año 1162 y Abelardo había muerto
en 1142.

(24) Juan de Salisbury nació en Inglaterra hacia el año 1110 y murió en 1180.

(25) Abbagnano, Storia, della Filosofia. Turin, 1946, vol. I, p. 371.

(26) E. Gilson, La philosophie au Moyen Age, Paris 1952, p. 302.

(27) Col. 1884.

(28) Col. 1884.

(29) Col. 1884.

(30) Col. 1884.

(31) Col. 1884.

(32) Col. 1884.


(33) La influencia de Escota Erigena sobre Isaac parece probarse también, entre
otras cosas, por ciertas expresiones e ideas que encontramos en el texto mismo
del De anima. Así, por ejemplo, dice éste (Col. 1883): Universitas etenim creaturae
quasi corpus est Divinitatis, sin gula e autem quasi singula membra.

(34) Cf. De consolatione philosophiae 1 3.

(35) Col. 1885.

(36) Col. 1885.

(37) Col. 1888.

(38) Col. 1888.

(39) Col. 1889.

(40) Col. 1888.

(41) Sobre el pensamiento de Isaac de Stella puede consultarse la monografía de


F. Bliemetzríeder en Recherches de théologie ancienne et mediévale, 1932 p. 134-
160.

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