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¿EXISTEN ATEOS E INCREYENTES?

Según “el barometro” del CIS (Centro de Investigaciones Sociales) el


7,1% de los españoles se declaran ateos; el 14,5% no creyentes (mayo, 2010);
“10,3% ateo/a, 15,6% no creyente” (abril, 2015).. No sé hasta qué punto son
fiables las encuestas respecto de las creencias religiosas, como la que concede
un mayor número de jóvenes (entre 13-24 años de edad) creyentes en la
reencarnación de las almas (28%) –creencia totalmente desconocida en España
hace unos cien años- que en la resurrección de los muertos (24%). Tampoco
conozco el criterio seguido para diferenciar estos dos grupos. En la acepción de
estos términos y en la realidad, ¿ningún increyente (no creyente) se considera
ateo? ¿Los ateos no son increyentes? ¿Pero, hablando con propiedad, existen
los ateos y el ateísmo, los increyentes y la increencia?
1. Ateos, agnósticos, increyentes
Los términos “ateos, ateísmo” ocupaban todo el campo semántico de la
negación y marginación de lo divino hasta hace pocos lustros. En nuestros días
van cediendo terreno, suplantados por “agnosticismo” e “increencia”. Las
palabras “increencia, increyentes” no figuran en el Diccionario de la Lengua
Española (Real Academia Española) en su edición 22ª (año 2001). Es lógico que
así sea, pues –en su acepción genérica- tampoco existen en la realidad. La vida
humana está basada sobre la creencia y fe humana. Sin ellas la existencia sería
una inseguridad y tortura permanentes. Piénsese en lo que ocurre en cuanto
uno de los cónyuges no cree en el otro, desconfía del otro. Pero, ahora el
campo semántico de “increencia, increyente” suele quedar circunscrito al
ámbito religioso, en el cual acentúan la actitud radical del desconocimiento –
teórico y práctico- y desentendimiento de Dios y de lo religioso.
“Agnosticismo” (etimológicamente, ”desconocimiento”) es la actitud
del “agnóstico”, o sea, el talante radical y la actitud vital y también filosófica
que prescinde de lo divino y religioso porque su conocimiento es considerado
inaccesible a la experiencia e inteligencia humana. Imita la actitud absurda del
avestruz, pues el agnóstico, como -según su parecer- no puede saberse si hay o
no Dios, el alma humana, vida tras la muerte, se comporta como si no
existieran a pesar de ser cuestiones y realidades de máxima transcendencia.
“Ateísmo, ateo” etimológicamente significa “sin –Dios”; designa a las
personas y al sistema, que niegan la existencia de Dios. Pero, en nuestros días,
se han radicalizado ya que designan también la actitud militante contra Dios,
que lucha para desterrar la creencia en Dios de la vida individual y social. ¿Pero,
hay y puede haber alguien que no crea en Dios?
2. El sentido religioso, algo connatural y común a todos los seres
racionales
Al menos ya desde Aristóteles (siglo IV a. C.) el hombre ha sido definido
como “animal racional” y, por obra de su racionalidad, “religioso” (cf. M.
Guerra, El enigma del hombre, Eunsa, Pamplona 1993, pp. 217-260). De los
seres dotados de materia, solamente el hombre puede ser y es religioso por su
inteligencia capaz de religiosidad, es decir, de transcender la contingencia, lo
apariencial, y descubrir la huella de Dios en las cosas y en el corazón humano.
Es religioso no solo de hecho, como de hecho es rico o pobre, culto o
analfabeto, sino de derecho, por exigencia de su ser humano, racional. “El
hombre no tiene religión, sino que velis nolis (“quieras o no quieras”) consiste
en religación o religión” (el –a mi juicio, mayor filósofo en español del siglo XX
sin olvidar a Manuel García Morente, a José Ortega y Gasset y Unamuno- Xavier
Zubiri, Naturaleza, historia y Dios, Editora Nacional, Madrid 19787, p. 373), o
sea, el hombre no tiene, es religión. No le falta razón a Ortega y Gasset cuando
distingue entre –por una parte- “las ideas” que a uno se le ocurren, piensa, o
que se le ocurren a otros y él admite, adopta y -por otra- las “creencias”. Las
creencias no son pensamientos que tenemos, sino que nos tienen y sostienen.
“Las ideas que son, de verdad, `creencias´ constituyen el continente de nuestra
vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de esta.
Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos (…) En la
creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien
nos tiene y nos sostiene”(Creer y pensar, capítulo primero de su obra Ideas y
creencias, Madrid 1940; habla de las creencias en general, también de “la fe
que cree que Dios existe o que Dios no existe”).
A diferencia de lo que uno tiene o hace, lo que uno es, se es mientras es
o existe. Lo confirma una autoridad en la historia de las religiones, el rumano
Mircea Eliade: “Lo `sagrado´ es un elemento de la estructura de la conciencia,
no un estadio de la historia de esa conciencia. En los niveles más arcaicos de la
cultura el vivir del ser humano es ya de por sí un acto religioso (…). Dicho de
otro modo: ser –o más bien hacerse- hombre significa ser `religioso´” (Historia
de las creencias y de las ideas religiosas, vol. I, Cristiandad, Madrid 1978, 15; las
palabras cursivas del texto están así en el original).
Tiene razón F. Dostoievski en El adolescente: “El hombre no puede vivir
sin arrodillarse (…). Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo de madera, de
oro o simplemente imaginario. Todos esos son idólatras, no ateos; idólatras es
el nombre que les cuadra”. Parece como si este genial novelista ruso hubiera
leído a Orígenes (Adversus Celsum, 1,2,240, siglo II-III d. C.,). El hombre que
convierte en Absoluto, en “dios”, al Poder, al Placer, a la Razón, etc., publica la
exigencia religiosa hasta con su idolatría. Si se niega la existencia de la divinidad
e incluso cuando se lucha contra ella y contra cualquier manifestación religiosa
(antiteísmo), se talla la imagen de un ídolo. La religión, el sentido religioso, no
surgió en un momento de la evolución humana y de su conciencia; pertenece a
la estructura misma de esa conciencia. Es religioso desde el instante en que
hubo un ser racional, un hombre, en la Tierra.
2. ¿Cómo es Dios?
A la luz de la revelación y de la fe cristiana, esta pregunta tiene una
respuesta fácil y maravillosa: ¡Jesucristo, Dios verdadero y hombre perfecto! En
su humanidad se nos muestra la bondad, la verdad, la belleza, la misericordia,
etc., de Dios; más aún, “la divinidad misma corporalmente” (Col 2,9). El mismo
Jesucristo dijo: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9; Mt 11,27). Pero, en
esta bitácora, tratamos de acercarnos a Dios a la luz de la razón, no de la
revelación divina y de la fe cristiana.
2.1. Los ojos ven el “resplandor” solar, no el Sol mismo; la mente
humana, capaz de ver la “gloria” de Dios, no a Dios mismo
Nadie es capaz de ver al Sol mismo. Si alguien lo intentara acercándose
al núcleo solar, se quedaría ciego y sin vida. Ni la retina del ojo es capaz de
soportar luz tan intensa ni el organismo tanto calor. El Sol dista de la Tierra
unos 150 millones de kilómetros. A esa distancia, desde la Tierra, vemos no el
Sol mismo, sino su resplandor, que, a medida que se aleja de su núcleo es
menos luminoso y más frío. Al Sol solo se le puede vera través de su luz, en y
desde el resplandor solar directamente o reflejado en la Luna.
Algo similar ocurre con Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás, (…) sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”, afirmó Jesucristo (Jn 1,18). A
Dios, como al Sol, nadie lo puede ver directamente, no por falta, sino por
exceso de luz. Por eso, quienes se acercan más de lo corriente, se sienten
incapacitados para expresar lo experimentado. La inefabilidad es una de las
características de las experiencias místicas a no ser que Dios se lo conceda a
alguien (Santa Teresa de Jesús). Un caso paradigmático: santo Tomás de
Aquino. A pesar de ser una de las cabezas más capacitadas y mejor
estructuradas de todos los tiempos, se quedó sin ideas y sin palabras tras tener
una experiencia mística de la Trinidad divina durante la celebración de la santa
Misa el 7 de diciembre. Su secretario, Fr. Reginaldo, le urge una y otra vez a
que termine la Summa Theologiae. Fr. Tomás guarda silencio. Al fin contesta:
“No puedo, no puedo. Todo lo que he escrito me parece paja en comparación
con lo que he visto” y experimentado. Así continuó como alelado hasta que
murió tres meses más tarde (7.3.1274) a los 49 años de edad. No obstante, a
Dios solo se le puede ver en y desde su “gloria”, que es su resplandor. El
resplandor divino se contempla reflejado en el universo, en sus cosas (las
maravillas de las constelaciones, estrellas, flores, el ADN, etc.) y en el corazón
humano, en sus ansias de belleza, de verdad y de felicidad, así como en las
experiencias místicas.
2.2. Las conceptualizaciones o representaciones de lo divino, distintas de
la mismidad divina
A mediados del siglo XIX Ludwig Feuerbach, eslabón entre el idealismo
de Hegel y el materialismo dialéctico de Marx, volvió del revés una frase del
Génesis bíblico. Según él, “Dios no habría creado al hombre a su imagen y
semejanza” (Gen 1, 26), sino, al revés, “Dios habría sido creado por el hombre a
su imagen y semejanza”. Luego “el único dios del hombre es el hombre mismo.
Homo homini Deus”; la religión sería “la primera conciencia que el hombre
tiene de sí mismo” (La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975;
original alemán: Das Wessen des Christentum, 1846, pp. 199-300; cf. Henri DE
LUBAC, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 17-78). Para darle la
razón a primera vista, bastaría leer la Teogonía del griego Hesiodo (siglo VIII a.
C.), la Metamorfosis del latino Ovidio (siglo I d. C.), los Vedas hindúes (año 1500
a.C., y siguientes) o cualquier mitología de los pueblos primitivos. Pero no es
así.
Nuestra representación de lo divino está condicionada por la
constitución (patriarcal, matriarcal) de la familia, por el sistema de vida
(nómada, sedentario, etc.,) y por las circunstancia socioculturales. Con un
grupo de estudiantes en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de
Burgos, pasé mes y medio en las vacaciones estivales de dos cursos en el
complejo kárstico de Ojo Guareña (con unas 400 cuevas y simas) en mi tierruca
(Sotoscueva, zona norteña de la provincia de Burgos). Una de sus cuevas tiene
110 kilómetros ya topografiados, grabados (cinco salas y galerías), pinturas
(tres salas) y huellas de pies descalzos (dos galerías) paleolíticos, la ermita
rupestre de san Tirso y san Bernabé, la sala del Ayuntamiento (usada hasta el
año 1928) de la merindad de Sotoscueva –cuna de Castilla-, etc.,(cf. M. Guerra,
Sotoscueva. Ojo Guareña, Editur, Burgos 2000, pp. 24-49, fotografías nº 1-2, 8,
11, 23-45, 48-49, 61-62, 74-76) Para no perdernos en su red enmarañada de
galerías, salas, ríos (dos) y lagos (siete) subterráneos, una catarata de 54
metros de altura, durante unas vacaciones de Semana Santa dos espeleólogos
me enseñaron a recorrerlas y orientarme. Un día vimos las pinturas del
santuario principal (cueva Palomera) a la luz intermitente de unas astillas de
monchino, árbol paleolítico similar al enebro, pero de filamentos no punzantes
y con granos olorosos como de incienso. En la prehistoria habían golpeado unas
estalactitas en forma de tubos de un órgano quizás con fines musicales como
en la cueva de Nerja. Puse a funcionar un magnetófono. La música del Himno a
la madre Tierra de Rimski Korsakov y la letra tanto o más que la música de La
consagración de la Primavera de Igor Strawinski parecían sintonizar con las
sensaciones experimentadas en aquel lugar. Pero, en cuanto se escuchó la letra
de un canto de entrada en las celebraciones eucarísticas –entonces de moda-
“A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo” (música del P. Manzano), el
jefe de los espeleólogos no pudo contenerse y exclamó: “Quítelo, no pega”.
Tenía razón. Evidentemente el que nace en una cueva, vive en una cueva y es
enterrado en una cueva no puede concebir lo divino como celeste. Se siente
dentro de las entrañas de la Tierra. La historiografía muestra que los hombres
del Neolítico y probablemente también los del arte rupestre paleolítico
veneraron a la divinidad concebida como diosa Madre Tierra, representada
como triángulo invertido (Ojo Guareña, etc.,) y en figuración, no humana, sino
animal, principalmente serpiente, toro, macho cabrío. Para representar lo
divino en su mismidad tan adecuado e inadecuado es lo humano y lo animal, lo
masculino y lo femenino, pues Dios en sí mismo no es lo uno ni lo otro. La razón
humana es capaz de acceder a la mismidad divina a Dios en cuanto Uno, no a la
Trinidad de las personas divinas. Conocemos cómo es Dios “por dentro”
solamente por la fe, o sea, porque Dios mismo, Jesucristo, nos lo ha revelado
(cf. M. Guerra, Historia de las Religiones, B.A.C., Madrid 20104, pp. 71-118, 131-
144; IDEM, Interpretación religiosa del arte rupestre, Facultad de Teología,
Burgos 1984).
Feuerbach personifica al teorizador de la concepción, según la cual Dios
queda reducido a la objetivación de las aspiraciones humanas. Los hombres las
habrían proyectado mentalmente fuera de sí, concentrándolas y objetivándolas
en un ser Absoluto, llamado Yahweh, Zeus, Dios, Diosa, Razón, etc. De esta
forma lo divino se reduciría a la acumulación de las aspiraciones y
ensoñaciones humanas, a cuanto el hombre desea ser y tener sin conseguirlo
nunca y también a cuanto halla fuera de él que le fascine y, ofuscado, considere
digno de ser contemplado, venerado o adorado.
No tengo reparo en afirmar que no llego a entender cómo esta
argumentación, formulada por Feuerbach en 1848, ha seguido resonando más
de siglo y medio, como en eco, hasta nuestros días. Pues una cosa es la
existencia de algo y otra distinta su conceptualización y representación por los
demás. El que nunca ha visto un lobo, si ve su huella sobre la nieve,
seguramente la confundirá con la de un perro y no experimentará el miedo
tópico que infunden los lobos. Pero el lobo existe tanto si alguien ve sus huellas
y acierta en su identificación, como si no. De modo parecido, nuestra
conceptualización y representación de Dios –necesariamente mediante la
pértiga de la analogía- están condicionadas por el clima sociocultural, no la
existencia ni las propiedades de Dios mismo. Como ha habido y hay muchas
variedades del clima socioculural, ha habido y hay muchas representaciones de
lo divino mediante su conocimiento natural o racional. Todas son
aproximaciones más o menos acertadas de Dios y formulaciones más o menos
correctas de la relación del hombre con Dios. De ahí la pluralidad de las
religiones que son las relaciones grupales y sistematizadas del ser racional y
finito con la infinitud divina. Una vez comprobado el pluralismo religioso, surge
la cuestión de si alguna de las religiones existentes es la verdadera y por qué lo
es el cristianismo (cf. M. Guerra, ¿Por qué hay tantas religiones? El cristianismo
y la verdad de las otras creencias, 2015, 3.3.5, edición digital en
www.Digitalreasons/index.php).
“No tener religión” –en realidad- no quiere decir carecer de religión
alguna, sino no profesar una religión concreta de las existentes. El masón
Gotthold E. Lessing merece ser elevado a la categoría de representante de esta
concepción por su distinción entre verdades eternas de razón y verdades
históricas accidentales. Todas las religiones concretas, también el cristianismo,
serían pasos o estadios imperfectos hacia la cima en la cual tenderían a
converger, a saber, la religión verdadera de la Razón (Lessing, Werke, vol. II, pp.
279ss.; VIII, 12, 489-510). Pero está condenado al fracaso el intento de
encontrar lo común a todas las religiones fuera de las religiones históricas,
concretas, aunque lo sostenga y promueva la masonería ya desde sus
Constituciones de Anderson (1723, seis años después de su partida oficial de
nacimiento, año 1717). Lo común a todas las religiones tiene una consistencia
más conceptual que real. En realidad no existe lo común a todas las religiones
como tampoco existe lo común a todos los idiomas. Ya fracasó la Ilustración en
su búsqueda de una religión “racional” con la diosa Razón colocada en la
hornacina de “Nuestra Señora”, la Virgen María, en la catedral parisina
homónima Notre Dame. Su culto fue impuesto por el jacobino Maximilien
Robespierre junto con el “Terror”. Goya acertó al diseñar “los monstruos de la
razón”, agravados durante el régimen del Terror y de la diosa Razón.
El ateísmo y la increencia son modalidades de idolatría. Pero de esta
hablaré en la próxima bitácora.
Manuel GUERRA GÓMEZ

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