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ÉTICA Y MORAL: DISTINCIONES Y DEFINICIONES

¿Qué es ética, qué es moral? ¿Son lo mismo o hay que establecer distinciones entre ellas? Hay
mucha confusión al respecto.

Tratemos de esclarecer esta cuestión. Tanto en el lenguaje común como en un lenguaje más
culto, “ética” y “moral” son sinónimos. Así decimos: “Aquí hay un problema ético” o “un
problema moral”, o bien, uniendo ambas expresiones: “Aquí hay un problema ético y moral”.
Con ello emitimos un juicio de valor sobre alguna práctica personal o social y la calificamos
como buena, mala o dudosa.

Ahora bien, si profundizamos en esta cuestión, percibimos que “ética” y “moral” no son
sinónimos-

Definición de “ética” y de “moral”

La ética es parte de la filosofía. Considera concepciones de fondo acerca de la vida, del universo,
del ser humano y de su destino; determina principios y valores que orientan a las personas y las
sociedades. Una persona es ética cuando se orienta por principios y convicciones. Decimos
entonces que tiene buen carácter.

La moral es parte de la vida concreta. Trata de la práctica real de las personas, que se expresan
por medio de costumbres, hábitos y valores culturalmente establecidos. Una persona es moral
cuando actúa de acuerdo con las costumbres y valores consagrados. Éstos pueden,
eventualmente, ser cuestionados por la ética. Una persona puede ser moral (sigue las costumbres
aunque sea por conveniencia) y no ser necesariamente ética (obedece a convicciones y
principios).

Pese a ser útiles, estas definiciones son abstractas, porque no muestran el proceso por el que
surgen efectivamente la ética y la moral. Y en esto los griegos pueden ayudarnos.

Partamos de los sentidos de la palabra ethos, de la que se deriva “ética”. Antes de nada,
constatamos que los griegos escribían esa palabra de dos formas diferentes: ethos con eta (o “e”
larga), que significa la morada humana y también el carácter, la manera, el modo de ser, el perfil
de una persona; y ethos con épsilon (o “e” breve), que se refiere a las costumbres, usos, hábitos y
tradiciones.

Experiencia fundamental: la morada humana

¿Cómo articular todas estas dimensiones y no dejarlas yuxtapuestas? ¿Cómo mostrar que son
explicitaciones de una experiencia fundamental singular?

Tenemos que desentrañar esta experiencia originaria, pues ciertamente no es sólo griega, sino
simplemente humana. También nosotros podemos y debemos tenerla, y de ese modo nos
capacitamos para entender mejor lo que significa ética y moral en nuestra vida.

La experiencia fundamental, radical, siempre válida, está constituida por la experiencia de la


morada humana (ethos con “e” larga). Ahora bien, la morada no era ni debe ser entendida
físicamente (las cuatro paredes y el techo), sino existencialmente.
En sentido existencial, la morada significaba -y significa también para nosotros- la red de las
relaciones entre el medio físico y las personas.
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Los griegos llamaban ethos a la morada. Mas para que la morada sea tal es necesario organizar el
espacio físico (habitaciones, salas, cocina, jardín) y el espacio humano (relaciones de los
moradores entre sí y con sus vecinos), según criterios, valores y principios inspiradores, para que
todo fluya y esté como es debido. Entonces la casa posee estilo, carácter y su aura propia. De la
misma forma, las personas que la habitan y que sintonizan con el modo de ser propio de la casa
asumen un carácter singular. Los griegos llamaban tanto a los principios inspiradores como a las
personas, cuyo carácter era moldeado por ellos, ethos, escrito como casa (ethos con “e” larga).

En suma, ethos es sinónimo de ética en el sentido que expusimos antes: el conjunto ordenado de
los principios, los valores y las motivaciones últimas de las prácticas humanas, personales y
sociales. Ethos significa también el carácter, el modo de ser de una persona o de una comunidad.

Además, en la morada, los moradores tienen costumbres, tradiciones, hábitos, y modos de


organizar las comidas, los encuentros, las fiestas, las formas de relacionarse, que pueden ser
tensos y competitivos, o bien armoniosos y cooperativos. A esto los griegos lo llamaban también
ethos (con “e” breve). Por tanto, ethos son las costumbres, aquellos hábitos y comportamientos
concretos de las personas que después los romanos llamarán mores, de donde se deriva moral.

Hábitos familiares, formadores de la ética y de la moral

Como se puede ver, las palabras esconden procesos bien precisos. Es lo que sucede, procesual-
mente, con la genealogía de la ética. Todo empieza en la morada (ethos), que puede ser la casa
concreta de las personas, o la comunidad, la ciudad, el Estado y el planeta Tierra. Las personas
que moran en ella tienen valores, principios, motivaciones inspiradoras para el comportamiento
(ethos). A esos dos momentos los llamamos ethos (con “e” larga) o ética. Además, en la casa las
personas no viven de cualquier manera: reproducen tradiciones, estilos de vida, maneras de
organizar las comidas familiares, los encuentros, las recepciones. Ese conjunto de cosas se llama
también ética, ethos (con “e” breve). Nosotros hablaríamos hoy de “moral”, de acuerdo con la
definición que hemos establecido anteriormente.

Procesualmente, empezando desde abajo, diríamos que las costumbres y los hábitos (moral)
forman el carácter y configuran el perfil (ética) de las personas. Donald Winnicott, gran pediatra
y psicoanalista británico (1896-1967), estudió, siguiendo a Freud, la importancia de las
relaciones familiares para establecer el carácter de las personas. A su juicio, ese carácter remite a
algo más fundamental: a los valores de fondo, a los principios, a la visión de la realidad que está
en la cabeza y en el corazón de las personas. Serán éticas (tendrán principios y valores), pues, las
personas o las sociedades que hayan tenido una buena moral (relaciones armoniosas e inclusivas)
en casa, en la relación primera con la madre, en la sociedad y, hoy, en las relaciones
globalizadas.

Los medievales no tenían la sutileza de los griegos. Usaban la palabra moral (que viene de
mos/moris, costumbre y hábito) tanto para las costumbres como para el carácter y los principios
y valores que lo moldean. Todo ello se designaba con el término “moral”. Pero dentro de la
moral distinguían entre la moral teórica (filosofía moral), que estudia los principios y las
actitudes que iluminan las prácticas, y la moral práctica, que analiza los actos a la luz de las
actitudes y estudia la aplicación de los principios a la vida.

A partir de esta comprensión podríamos juzgar las diferentes éticas y morales existentes en las
culturas mundiales. Nos limitamos a la más vigente y hoy hegemónica: la ética y la moral
capitalista. La ética capitalista dice: bueno es lo que permite acumular más con menos inversión
y en el menor tiempo posible. El fin de la moral capitalista concreta es emplear el menor número
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de personas posible, pagar menores salarios e impuestos y explotar mejor la naturaleza para
acumular más medios de vida y riqueza.

¿Nos imaginamos como serían una casa y una sociedad (ethos) que tuviesen tales costumbres
(moral/ethos) y produjesen caracteres humanos (ethos/ moral) tan voraces? ¿Serían todavía
humanas y beneficiosas para la vida?

Ésta es una de las razones -nada irrelevante, por cierto- de la grave crisis actual: crisis de valores,
crisis de una visión más humanitaria y generosa de la vida, crisis de perspectiva que genera una
crisis ética.

¿De qué trata la ética?

Antropólogos e historiadores han reunido muchos datos para indicar que el problema del bien y
del mal es tan antiguo como la raza humana. En la antigüedad ya existían códigos de conducta
bien elaborados en los que se prescribe la forma correcta de obrar y se prohíbe el mal. En la
mayoría de las culturas primitivas las esferas religiosa y civil no se encontraban tan separadas
como lo están en nuestro tiempo. El estado siempre ha tratado de educar a sus naturales para que
sean buenos ciudadanos desde los dos puntos de vista, el religioso y el civil, que fueron de hecho
tenidos por uno solo. Ser buen ciudadano quería decir observar las leyes de Dios o de los dioses.
Un buen judío, por poner un ejemplo, tenía que observar las leyes de Yavé.

Pensadores y legisladores antiguos con gran probabilidad reflexionaban en la naturaleza del bien,
en los factores que hacen bueno o malo un acto, y en particular en el problema del bien humano.
La ética, por tanto, no empezó con la filosofía moderna, ni siquiera con la filosofía griega
antigua. Sin embargo, el término mismo de ética fue usado por primera vez en Grecia y el
estudio sistemático, a nivel filosófico, del bien y del mal se le suele atribuir a los filósofos
griegos. Aun el término español ética viene del estudio desarrollado por los griegos.

La raíz del término ética, es ethos, palabra griega que significa costumbre. Los filósofos antiguos
griegos observaron que algunas costumbres son más estables e inmodificables que otras, y
emprendieron la tarea de examinar la diferencia entre las costumbres variables (la manera de
vestir, la moda, diversas formas de preparar los alimentos según los diversos grupos étnicos, etc.)
y las costumbres estables (guardar las promesas, decir la verdad, respetar la vida y la propiedad
de los demás, etc). Al estudio de las formas estables de conducta lo llamaron ethica. De aquí
resultó el término español ética.

La ética investiga la razón por la cual ciertas acciones se consideran buenas o malas, mandadas o
prohibidas. Busca dar una respuesta a la pregunta de si existe algo en la naturaleza de un acto
que determine su bondad o malicia, o si, por el contrario, la cualidad de bondad o malicia de un
acto le viene de fuera.

Los antiguos filósofos romanos, por lo general, seguidores de los griegos, pasaron la
terminología griega ética al latín. La forma plural de la palabra latina mos, en español costumbre,
es mores. De aquí que la ética fuera llamada en latín “philosophia moralis”, y las palabras
españolas “moral” y “moralidad” vengan de las palabras latinas “moralis y moralitas”.

Puede, entonces, definirse la ética como el estudio del bien y del mal en las acciones humanas.

Según otro autor: ¿Qué es la moral?


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En el binomio “moral profesional” (o “ética profesional”), el término menos consabido y más
necesitado de aclaración es indudablemente el primero.

La palabra “moral” (o el equivalente “ética”) se usa en la expresión “moral profesional”, lo


mismo que en muchas otras expresiones semejantes (“moral social”, o “conyugal” o “de la
economía”), como sustantivo.

Por “moral” se entiende generalmente una particular disciplina o forma de conocimiento y de


enseñanza, con su objeto específico, su colocación epistemológica en el ámbito de las ciencias
del espíritu, y su metodología.

Objeto de esta forma de saber es el comportamiento humano, no desde el punto de vista de su


realidad, sino con el fin de una valoración desde el punto de vista de su correspondencia con el
“bien moral” o, en otras palabras, desde el punto de vista de su bondad o negatividad moral.

El significado de expresiones como “bien moral”, “mal moral”, u otras semejantes queda en un
cierto sentido sólo intuitivo, aunque la filosofía y la teología moral en los últimos decenios se
han empeñado muchísimo en definir críticamente este significado.
El significado de la palabra “moral” depende, pues, de lo que se considera ser el “bien moral”:
existen en el mundo del hombre tantas doctrinas morales, y por tanto, tantas formas diversas de
conocimiento moral, cuantos son los conceptos del bien moral: así podemos hablar de una moral
cristiana, budista, islámica, marxista, laica, según las respectivas creencias sobre la verdadera
naturaleza del bien moral.

Antes de afrontar el problema de los contenidos normativos de la ética profesional (es decir, el
problema de qué está bien o mal, de qué se debe hacer o evitar en el ejercicio de la profesión), es
necesario preguntarse por qué algo pueda llamarse bien o mal y, por tanto, qué significa en
general la palabra “moral”.

Por esto, todo tratado moral empieza generalmente con un “discurso de fundación”, que explica
el significado del “bien moral”, en el contexto de una cierta visión del mundo y de la vida
humana.

Pasar por alto este discurso previo equivaldría a sustraer su sentido y su motivación fundamental:
sería lo mismo que colgar de la nada la llamada del bien, contenido en las normas morales,
privándolo así de toda incidencia real sobre la vida.

Y sin embargo, esto es precisamente lo que sucede muy a menudo en los tratados de ética
profesional, empezando por los incluidos (aunque de manera sumaria y fragmentaria) en los así
llamados códigos de “deontología profesional”: se limitan a la determinación de lo que el
profesional “debe” o “no debe” hacer en el ejercicio de su profesión, pero nunca afrontan de
manera clara y exhaustiva el problema del “por qué” se deba hacer algo.

También lo hacen recurriendo a afirmaciones muy genéricas, a proclamaciones solemnes pero un


poco retóricas sobre la dignidad de la persona humana o sobre los derechos universales del
hombre, a los principios fundamentales de esta o de aquella constitución. Se trata de principios
indudablemente válidos, pero genéricos y descontados, que necesitan a su vez estar
fundamentados en un concepto “fuerte” del sentido de la vida humana, que sólo puede ser dado
por alguna forma de fe, religiosa o no, que dé sentido y esperanzas de éxito a la existencia, en
cualquier condición en que se viva. Generalmente está ausente el llamado a un semejante
concepto “fuerte”.
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El motivo de esta omisión es evidente: en una sociedad ideológica y religiosamente pluralista
como la nuestra, no sería fácilmente alcanzable el consenso, por parte de todos los grupos
culturales e instancias sociales, sobre el porqué y sobre el sentido de la vida moral.

Muchos, inclusive, niegan la existencia o la cognoscibilidad de semejante pregunta; confían


mejor el sustentamiento del sentido de la experiencia moral a una opción personal gratuita y
arbitraria, o también a un hecho emotivo, prerracional. Se percibe la experiencia moral, en la
medida en que se la vive, sólo porque emotiva o arbitrariamente se decide por ella, con una
elección que queda sin verdaderas razones y sin sentido.

Con tal ausencia de fundamento, falta demasiado a menudo en el discurso moral corriente un
concepto cualquiera de lo que la filosofía clásica llama '”vida buena”, es decir, vida digna de ser
vivida; falta por tanto cualquier visión global de la vida moral, considerada como un todo.

Ciencias positivas y normativas

Para entender la naturaleza del estudio de la moralidad, tenemos que ver a qué clase de ciencias
pertenece la ética. De acuerdo con una bien establecida tradición, las ciencias son de dos clases,
positivas y normativas.

Las ciencias positivas o descriptivas describen objetos y fenómenos pero se abstienen de emitir
juicios sobre dichos objetos. Ellas no se ocupan del bien y del mal. La física, la química y la
biología son ejemplos de ciencias positivas.

Las ciencias normativas, por su parte, se ocupan de reglas, normas y criterios con los cuales se
juzgan los objetos de su investigación. Las ciencias normativas prescriben reglas de juicio o
acción; son prescriptivas.

La estética, por ejemplo, trata de normas con las cuales juzgamos los objetos que percibimos
como bellos o feos.

La lógica establece los criterios con los cuales juzgamos si nuestro razonamiento es correcto o
incorrecto.

La ética pertenece a la clase de ciencias normativas ya que examina y fundamenta los parámetros
con los cuales juzgamos nuestras acciones como buenas o malas.

Las ciencias normativas se ocupan no solo de la aplicación práctica de normas y reglas sino
también de la cuestión fundamental de si las normas son válidas y de cómo puede fundamentarse
tal validez.

En la literatura reciente, el estudio de la validez de las normas éticas se llama metaética.

Del bien general

Para entender el significado de la bondad o malicia de las acciones humanas, será útil examinar
el uso del término bueno.

Primero que todo, tenemos que ver para qué sirven las palabras. Ellas son símbolos que hacen las
veces de algo. Representan algo real. La mente humana se vuelve hacia el mundo que nos
circunda y, en vías de exploración de la realidad, llega a conocer muchos objetos. Cuando nos
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comunicamos unos con otros usamos las palabras como símbolos de los objetos que conocemos.
El vocabulario de un niño o de un adulto crece con el conocimiento de la realidad.

Podemos fácilmente identificar algunos de los objetos que están a nuestro alrededor por ejemplo,
una casa, una manzana, un ladrillo. Podemos definir o describir fácilmente el significado de estas
palabras. Sin embargo, existen objetos, no fácilmente identificables o definibles por ejemplo, las
realidades correspondientes a los términos “fiel”, “justo”, “bello”, “bueno”. No obstante, usamos
frecuentemente dichos términos y significamos algo definido con ellos. ¿Cuál es la realidad que
se esconde detrás de estas palabras? ¿Todos queremos significar la misma cosa o nos referimos a
diferentes formas de la realidad? Parece que, a pesar del hecho de no poder definir fácilmente
dichos términos, cada uno atribuye ciertos elementos comunes a la realidad que subyace a estos
términos.

Por medio de estas palabras damos a entender algo, y un cuidadoso análisis puede revelar la
realidad que esconden estas palabras. “Bueno” es quizás uno de los términos usados con más
frecuencia en nuestro lenguaje y, puesto que la bondad y la malicia de los actos humanos es el
tema de nuestro estudio tenemos que emprender el análisis de este término con el fin de entender
su significado. En el proceso de esta búsqueda nos será útil tratar de encontrar el sentido más
genérico del término “bueno” y luego investigar qué significa bueno referido a las acciones
humanas.

Dos modos diferentes de usar el término “bueno”

1. Usamos el término “bueno” con relación a muchas cosas. Decimos que un carro es bueno.
Hablamos de buen tiempo, buena comida, etc. Un campesino puede decir que la lluvia fue buena,
mientras quien planeaba salir de picnic, opina que la lluvia fue mala. Si usted quiere salir a
esquiar, tendrá por buena una gran nevada, mientras que los conductores de automóvil la tendrán
por mala.

Parece, entonces, que con frecuencia, el uso del término “bueno” sea relativo. Referimos una
acción, un objeto, o un suceso a un determinado propósito natural o de libre elección y lo
llamamos bueno o malo de acuerdo con su capacidad para alcanzar dicho propósito. El
campesino afirmará que la lluvia es buena porque le ayuda a que su cosecha crezca. Ella
contribuye a que su trigo o maíz alcancen la plenitud total. Demasiada lluvia sería mala porque
echaría a perder la cosecha. ¿Qué determina la justa cantidad o la “bondad” de la lluvia, con
referencia a la cosecha? Parece que estuviera determinada por la naturaleza de aquella cosecha,
en concreto. Por ejemplo, el trigo necesita menos agua, menos lluvia que el arroz.

Este breve análisis del uso común del término bueno, nos lleva a la conclusión de que la bondad
de un objeto o suceso es algo derivado de un objetivo o meta natural. Todos los seres cuentan
con una naturaleza, y ciertas acciones u objetos son compatibles con dicha naturaleza y la ayudan
a crecer hacia la plenitud de su ser, hasta alcanzar toda la potencialidad de su naturaleza. Otros
objetos o acciones son incompatibles con una determinada naturaleza o cosa, y en consecuencia,
le hacen daño, impiden su crecimiento. A estos objetos o acciones los llamamos “malos”.
A veces la meta que nos proponemos no es natural sino que la escogemos por nuestra cuenta, por
ejemplo, cuando decidimos ir a esquiar o a montar en bote. Una nieve abundante o un viento
fuerte, que nos ayudan a alcanzar nuestro propósito, son tenidos por buenos. Los hechos que nos
impiden alcanzar nuestros objetivos, como por ejemplo temperaturas muy altas o fuerte
tormenta, las llamaremos malas.

También nosotros hacemos el diseño de objetos como máquinas, casas, puentes, etc; y tenemos
por buenas las piezas necesarias o acciones correspondientes, como el carburador para un
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automóvil, la habilidad del albañil, elementos afines al proyecto por realizar. En cambio
rechazamos las partes o acciones que no contribuyen en la realización del proyecto y las
llamamos malas.

Este análisis nos revela que llamamos buenas ciertas acciones o cosas porque son instrumentos o
medios para alcanzar una meta natural o libremente elegida. La realidad de la conexión de la
acción u objeto con la meta se tiene por buena. En este sentido usamos el término bueno en una
forma relativa y no absoluta porque consideramos la bondad del suceso o cosa, por referencia a
alguna otra cosa y no en sí misma.

2. Pero también, usamos el término bueno de una manera absoluta, es decir, consideramos
ciertos objetos en sí mismos, sin referencia ni relación alguna, y los llamamos buenos. Llamamos
buena una cosecha que creció hasta alcanzar la plenitud de su potencialidad. Llamamos bueno un
manzano que da manzanas buenas y en abundancia sin tener en cuenta la posible entrada que le
viene al agricultor por su venta. Cuando un ser alcanza la plenitud de su potencialidad, la
totalidad de su ser, se le llama bueno. En otras palabras, la plenitud de acuerdo con la naturaleza
o diseño de una cosa es la cualidad que hace buena una cosa. Una cosa que logra alcanzar su
plenitud a veces se llama perfecta, que equivale a perfección. “Perfecto” viene del latín
“perfectus”, que significa “completamente hecho”.

En conclusión, podemos afirmar que el análisis anterior indica que el término “bueno” se usa
bien sea en una forma relativa, o bien en una forma absoluta, es decir, un objeto o acción pueden
referirse a una meta y llamarse buenos con relación a dicha meta, o una cosa puede ser
considerada en sí misma, y llamarse buena por su perfección.

El bien moral

Después de haber analizado el sentido general del término bueno, podemos ahora analizar la
aplicación específica de este concepto a los seres humanos, ya que el objeto central de nuestro
estudio es el bien y el mal que se dan en el hombre.

Bueno tiene diferentes sentidos en cuanto usamos este término referido al hombre. Afirmamos
de una persona que es un buen deportista, un buen cocinero, un buen cirujano, etc., o
simplemente podemos decir que es una persona buena. Cuando se nos pregunta si un buen
deportista es una persona buena, entendemos que existe una diferencia entre ser un buen
deportista y ser una persona buena. Un buen deportista o un buen cirujano pueden ser buenas
personas, pero no son buenas personas por el solo hecho de sobresalir en deportes o ser hábil en
cirugía. Entendemos que se requiere algo más para merecer llamarse, sin más, bueno sin ulterior
cualificación. Cuando afirmamos que una persona es buena, estamos dando a entender que se
trata de un ser humano bueno. Es bueno en cuanto humano y no precisamente en esta o aquella
habilidad de la naturaleza humana. Esta bondad específicamente humana es lo que llamamos el
bien moral.
¿Qué hace buena a una persona? Uno no nace bueno o malo en el plano moral. Se hace bueno o
malo por el hecho de realizar acciones buenas o malas a medida que crece. En consecuencia, si
queremos llegar a la fuente de la bondad humana, tenemos que analizar el acto humano y
encontrar la cualidad o propiedad que lo hace bueno.

¿Cómo podemos determinar la bondad o malicia de las acciones humanas? El examen que
hicimos anteriormente del sentido general del término bueno nos va a ayudar en esta tarea ya que
aquí tenemos que seguir el mismo procedimiento en nuestra búsqueda del bien moral. Ciertas
acciones, tales como sinceridad, cumplir la palabra, cumplir el deber, en general, se llaman
buenas porque se relacionan con la idea de perfección de la naturaleza humana puesto que estas
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acciones constituyen el verdadero carácter humano de una persona. Se da una cualidad en estas
acciones que contribuye a la plenitud y perfección de un ser humano, de tal manera que podemos
hablar de un verdadero ser humano y no de alguien que es “inhumano” en sus actos. ¿Pero en
qué consiste la plenitud y perfección de un hombre?

Por lo visto, tenemos que dar una respuesta a esta pregunta, si no queremos caer en un círculo
vicioso. De alguna manera, cualquier “hombre de la calle” o toda persona educada tiene alguna
idea de qué son o deben ser los seres humanos. Las personas que se desvían de la idea de hombre
son tenidas por malas porque se ven impedidas para alcanzar su meta.

Los diferentes sistemas de moralidad desarrollados a través de los tiempos hasta nuestros días,
proponen diferentes concepciones del cumplimiento o realización de ser hombre. Tales
concepciones reflejan en el fondo su captación o teoría de lo que es ser hombre. Si ser hombre es
ante todo ser apenas un ser sensible, entonces cualquier acción que produzca placer llega a ser
moralmente buena ya que ella satisface al hombre en su ser humano. Si el hombre es considerado
ante todo un ser racional y social, entonces las acciones que promuevan una conducta racional y
una vida en armonía con los demás, son actos buenos porque desarrollan el verdadero hombre
dentro de nosotros. La bondad o malicia de una acción está determinada por su relación con la
idea que se tiene de ser hombre.

Los sistemas de moralidad difieren uno de otro en proponer concepciones diferentes del
significado de hombre. Una filosofía auténtica del hombre es, por consiguiente, un elemento
importante y necesario para entender los principios de moralidad.

La manera particular como ciertos filósofos consideran al hombre establece el parámetro o


norma que determina la bondad o malicia de una acción.

Una norma, parámetro o criterio de moralidad en este sentido, significa, por tanto, una medida
que puede ser comparada con el acto humano, y por ello revela la bondad o malicia del acto. Uno
se encuentra familiarizado con los diversos parámetros de la vida diaria. Así usamos diferentes
medidas de longitud, de peso, volumen, temperatura, etc. Aunque puede existir cierta conexión
entre una medida y un hecho natural (por ejemplo, la longitud de un “pie”), somos conscientes
de que las medidas, tal como las usamos hoy día se apoyan en convenciones. Se dan acuerdos
internacionales respecto al sistema métrico o a las medidas anglosajonas, y la oficina de medidas
de los Estados Unidos garantiza la uniformidad si se siguen los parámetros acordados.

La pregunta de si el parámetro o medida de la moralidad se basa en una convención o en un


hecho natural es esencial para la vida moral de la humanidad y toca el problema central de la
moral. La respuesta a dicha pregunta refleja lo que uno piensa del hombre. Como ayuda para la
búsqueda de la norma auténtica de moralidad, examinaremos los principales sistemas de
moralidad tal como ellos exponen su comprensión de lo que es el acto moralmente bueno.
Pondremos de relieve sus puntos fuertes y sus puntos débiles, de tal modo que podamos
desarrollar nuestro propio discernimiento de moralidad y entonces describir y fundar la norma
que nos revela la bondad o malicia de las acciones humanas.

1. Bien moral y voluntad de Dios

Comenzaremos nuestra investigación refiriéndonos a la Biblia, en la que reconocemos como


creyentes, una presencia privilegiada de la Palabra de Dios, normativa para la fe de los creyentes.

Pues bien, esta Palabra nos lleva hacia una definición de lo que es el bien moral, mediante una
serie de acontecimientos históricos, que culminan en la historia de Jesús de Nazaret, en quien, a
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la luz de la fe, vemos la realización de un proyecto divino de salvación respecto del hombre,
proyecto que responsabiliza al hombre y le pide una respuesta de fe y de compromiso moral
coherente y exigente.

Estos acontecimientos son el verdadero fundamento de la moral cristiana: ellos nos dicen por qué
vale la pena hacer el bien, pero también nos ayudan a definir la verdadera naturaleza del bien
moral en el horizonte de la experiencia de fe.

En su criterio, será bien todo lo que resulte en línea con su lógica interna; es bien todo lo que
permite a Dios reinar, entregarse al hombre; es bien todo lo que, a través de la participación en el
misterio pascual de Cristo, puede llevar al hombre de la muerte a la vida.

La inserción en la lógica de los acontecimientos de salvación conlleva inevitablemente una cierta


alineación con la voluntad de Dios, que se expresa y se actúa en estos acontecimientos. Dios no
puede salvarnos sin nuestra colaboración. Pero colaborar con Dios significa hacer propio su
designio de amor omnisciente, aceptar que se haga la voluntad de Dios en nosotros.

Desde este punto de vista, el bien moral se identifica con lo que Dios quiere para nosotros, con lo
que le es agradable y que forma parte de su proyecto de salvación.

Pero esta referencia del bien a la voluntad de Dios debe entenderse de tal manera que resulte
coherente con la imagen de Dios que nos ha sido revelada por Cristo y que emerge del
Evangelio.

La preocupación de subrayar unilateralmente el carácter obediencial de la fe y la trascendencia


del proyecto salvífico de Dios, respecto de todos los proyectos humanos, podría llevar a ver en la
voluntad de Dios algo absolutamente “distinto”, respecto de la objetiva verdad del hombre, y
respecto de los dinamismos de la razón humana que esta verdad está llamada a conocer.
En este caso la experiencia moral se resolvería para el hombre en una sumisión incondicionada a
una voluntad arbitraria y extraña, que, trastornando todos sus proyectos y renegando su
aspiración natural a realizarse como persona, representaría una desmentida de sus tendencias más
profundas y constitutivas y afirmaría la irremediable ceguedad de la razón humana y su
incapacidad de captar el verdadero bien del hombre.

Consentir en el bien significaría en este caso la autotrascendencia, pero también la más radical
autorrenegación del hombre.

A semejante concepto B. Schüller dio el nombre de positivismo teonómico2, para subrayar la


estrecha semejanza que la voluntad de Dios asume en ella con la voluntad de un legislador
humano, que active leyes “positivas”.

Según el positivismo teonómico, el bien y el mal se definen en los términos de un mandato


arbitrario de Dios, totalmente extraño a la autocomprensión que el hombre puede tener de sí
mismo y al dinamismo natural de sus tendencias.

2. El bien moral tiene su consistencia objetiva

Indudablemente se encuentran en el Nuevo Testamento expresiones que parecen hablar en favor


de una cierta contraposición entre la voluntad divina y la razón humana, en la definición del bien

2
B. SCHÜLLER, La fondazione dei giudizi morali, Cittadella, Asís, 1975, p. 20.
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moral. De este género es, por ejemplo, la afirmación evangélica de que Dios se revela a los
humildes y se oculta a los sabios (Mt 11, 25), o también el discurso de san Pablo sobre la
sabiduría de Dios que da jaque a la sabiduría humana, revelando toda su impotente ceguedad y
transtornando sus planes (1 Co 1, 18-31). En realidad la moral de Cristo podrá parecer en
contravía respecto de una cierta sabiduría humana.

Pero la tradición católica siempre ha visto en esta oposición algo distinto de una radical negación
de la razón humana y de una afirmación del carácter arbitrario e irracional del bien moral.

La enseñanza moral de Cristo no inyecta ningún elemento de arbitrariedad en la definición de lo


que es el bien moral a la luz de la fe. Su Palabra permite la autorrevelación del hombre, en mayor
grado, pero no niega nunca el hecho de que, en su verdad más profunda, el hombre sea el
verdadero fundamento objetivo del bien moral. La gracia perfecciona pero no destruye la
naturaleza; ésta asume todo lo que constituye la verdad del hombre y la lleva a su cumplimiento,
indudablemente gratuito, pero sin destruirla o trastornar su consistencia de criatura y su carácter
de fundamento del bien.

Con esto no se quiere negar que el proyecto salvífico de Dios sobre el hombre sea absolutamente
libre y gratuito, imprevisible e infinito, respecto de todo proyecto humano de autorrealización.
Pero el bien moral que este proyecto sustenta es un bien moral objetivo, por lo menos en el
sentido de no arbitrario: es el bien del hombre en cuanto hombre.

Esto no excluye que el creyente pueda tener de él un conocimiento, un don de Dios, producido
en él por el Espíritu, y difícil para el hombre que vive alejado de Dios, ofuscado en su mente por
las pasiones y por el egoísmo.

3. El bien moral es la verdad del hombre

El bien, pues, corresponde a algo objetivo: y precisamente a la íntima verdad del hombre, a la
que en el lenguaje tradicional de la teología moral acostumbraba llamar “naturaleza humana”.

Apelar a la naturaleza como fundamento objetivo del bien moral se sobrentiende hoy fácilmente,
en el contexto de una cultura acostumbrada a aplicar ese concepto a la naturaleza infra-humana,
al “reino de la naturaleza”, es decir al mundo del determinismo, contrapuesto al reino de la
libertad, al mundo de la objetividad opaca y pasiva, opuesta al mundo de la subjetividad y del
espíritu.

Si la facilidad de este sobreentendido nos impone precisar siempre mejor el significado de los
términos “naturaleza” y “objetividad”, tal como los entendemos en este contexto, la exigencia de
no ser equívocos sobre un tema de tan grande importancia nos obliga a seguir haciendo
referencia, en la definición del bien moral, a una verdad creatural del hombre, redimida en Cristo
y convertida en él en criterio adecuado de discernimiento ético, al que podemos dar el nombre de
“naturaleza”.

El bien moral no es comprensible sin una referencia a una verdad objetiva, una verdad de la que
está constituido el hombre y de la que él no es dueño absoluto.

La verdad del hombre no es solamente un dato por respetar, sino también, y del mismo modo, en
el respeto de las indicaciones que ya se han dado en ella definitivamente, una verdad por hacer,
puesto que el existir del hombre es esencialmente un autorrealizarse. El hombre no sale de las
manos de Dios ya completamente realizado en su existencia particular. El viene a la vida como
19
sujeto de una historia, que es la historia de su llegar a ser gradualmente él mismo, a través del
ejercicio de su libertad. El mismo se da su verdadero rostro de hombre.

Pero esto significa que no toda elección, no toda actitud interior o comportamiento exterior es
igualmente constructivo del hombre en la fidelidad a la verdad de su ser. Hay elecciones que
construyen y elecciones que destruyen la humanidad del hombre: lo que la realiza es
precisamente el bien moral.

Esta constructividad humana se convierte así en uno de los elementos que definen la naturaleza
profunda del bien moral: hacer el bien no es hacer algo externo al propio ser, que deje intacto
este mismo ser o lo modifique sólo en modo accesorio, añadiéndole algún título de mérito o de
dignidad; es hacer este mismo ser en su verdad.

La verdad del hombre, antes de la decisión moral que la perfecciona, se da sólo a la manera de
un germen vital y de un proyecto. Como todo germen, ella tiene en sí las leyes de su desarrollo,
las informaciones y las energías que dirigen su crecimiento.

El carácter vinculante de la norma moral está precisamente basado en la unión ontológica, que
existe entre estas dos diversas formas de la verdad del hombre, la germinal y la plenamente
realizada a través del compromiso moral.

Por tanto, el hombre depende, en el desarrollo de su ser, de una verdad depredada que lo
constituye y que se le impone como independiente de él: es el signo de su ser criatura.

El bien moral se distingue de cualquiera otra forma de bien (todavía no-moral u “óptico”)
precisamente en cuanto constitutivo de la verdad del hombre.

La distinción entre bienes morales y bienes todavía-no-morales es, pues, perfectamente


correlativa a la distinción entre la autorrealización entendida en sentido ético, como actuación del
ser humano del hombre, y autorrealización entendida en sentido estético o fisiológico-
psicológico, como adquisición de perfecciones que constituyen el bienestar del hombre, su
sentirse realizado.

La falta de claridad en esta distinción hace del concepto de autorrealización una noción ambigua,
capaz de contrarrestar directrices morales distintas de las del Evangelio (y por tanto, en el fondo,
no plenamente humanas, si la única verdad del hombre es Cristo).

Tal es, por ejemplo, el concepto exclusivamente psicológico de la autorrealización, ampliamente


difundido en nuestra cultura, que termina identificando la autorrealización con el equilibrio
psicológico, la tutela de la propia identidad personal, la creatividad, y por tanto, en el fondo, con
el “sentirse realizado'” en un sentido muy subjetivo y egocéntrico.

EL ACTO HUMANO

Antes de iniciar el estudio de los diversos sistemas de moralidad, tenemos que determinar con
exactitud hacia donde tenemos que mirar para encontrar el bien y el mal moral. Los hombres no
nacemos buenos o malos moralmente sino que nos hacemos buenos o malos según hagamos
actos buenos o malos a medida que crecemos. Parece, entonces, que la bondad o malicia se
encuentra localizada, de alguna manera, en la acción humana. Se sigue de esta observación que
la comprensión de la estructura y naturaleza del acto humano es esencial en nuestra investigación
de la moralidad. La sicología filosófica se ocupa de este asunto. Aquí nos limitaremos a
20
presentar sus hallazgos. Para un estudio detallado de este asunto, tendríamos que remitirnos a la
sicología o a la filosofía del hombre.

El hombre difiere de los animales en especial por su entendimiento y libertad. Algunas de las
acciones que realizamos no difieren en sí de las acciones de los animales porque no se
encuentran bajo el influjo del entendimiento y libertad. Por ejemplo, aunque realizados por
nosotros, los actos reflejos o acciones que llevamos a cabo cuando nos encontramos
completamente distraídos, no son en concreto actos humanos porque ni el entendimiento ni la
libertad se encuentran a la raíz de su existencia.

El hombre realiza muchos actos que en apariencia presentan las mismas características que los
realizados por animales. Comer, oír, ver, sacarle el cuerpo al dolor o buscar el placer, todos
parecen actos iguales en seres humanos y en animales. El acto humano, sin embargo, difiere del
animal por el conocimiento del acto y la libertad para realizarlo. Mientras los animales tienen
cierto conocimiento y conciencia (que ante todo consiste en el conocimiento sensible y en cierta
conciencia vaga muy diferente de la autoconciencia del hombre) sus acciones están sugeridas y
determinadas por los instintos y tendencias. Un animal con hambre no puede abstenerse de
comer el alimento que se le da a menos que un deseo más fuerte (evitar el dolor, o una paliza,
etc.) supere el deseo de comer. Los animales están entrenados y condicionados por el premio o el
castigo, el placer o el dolor, pero ellos, en verdad, no aprenden por vía intelectual.

El acto específicamente humano, es entonces aquel que el hombre realiza consciente y


libremente. No existe en verdad acto humano sin conocimiento del objeto del acto, porque ser
hombre significa regirse por el entendimiento. El conocimiento es esencial, asimismo, para el
ejercicio de la libertad porque no puede haber libre elección verdadera sin el conocimiento del
objeto de nuestra voluntad. La voluntad es ciega sin la información que le ofrece el
entendimiento. Cuando obramos en forma humana, primero captamos el objeto de nuestro acto y
entonces procedemos libremente a realizarlo.
Conocimiento y libertad nos dan el dominio sobre el acto. Así el acto es en verdad nuestro y nos
hacemos responsables de él. La responsabilidad procede del conocimiento y libertad.

Supuesto que la moralidad, como bien específicamente humano, reside en el acto humano, se
sigue que la libertad de elección y la responsabilidad que le acompaña, son los prerrequisitos de
la moralidad.

Libertad y determinismo

Es lógico afirmar que no hay responsabilidad donde no se da libertad de elección. Pero ¿resulta
evidente que el hombre cuenta con la habilidad de elegir libremente entre las alternativas que se
le ofrecen? La doctrina del determinismo afirma que, a pesar de todas las apariencias, el hombre
no es libre en su acción.

Antes de echar una mirada a las razones en pro de la libertad y del determinismo, si queremos
evitar malentendidos, es necesario hacer claridad sobre los conceptos de libertad y determinismo.

Libertad

El principio de causalidad afirma que ningún efecto o acción se produce sin una causa adecuada;
no se dan fenómenos sin causa. Libertad de elección no significa que los actos libres se den sin
causa, sino más bien que la libertad, como causa de un acto, tiene la capacidad para
21
determinarse, ya que es capaz de dar origen a diferentes modos de acción o se encuentra en la
posibilidad de abstenerse de obrar en ciertas circunstancias3.

La libertad en general es la ausencia de coacción. Con todo esta aproximación presenta solo un
aspecto negativo de la libertad: libertad de. Su aspecto positivo: libertad para, expresa siempre
una fuente de energía con miras a alcanzar una meta, realizando el acto buscado.

La coacción puede ser física, sicológica, o moral. La ausencia de coacción física se llama
libertad de espontaneidad. Un perro es “libre” de correr cuando no se encuentra amarrado.
Decimos que un criminal pierde su libertad, refiriéndonos a la libertad de espontaneidad, cuando
es condenado a prisión, porque no puede moverse a su antojo ni dejar la prisión.

Llamamos libertad sicológica o libertad de elección a la ausencia de coacción sicológica o


intrínseca. Esta es la esencia de la libertad, tal como se la entiende comunmente. Esta libertad es
la base y la fuente de la responsabilidad ya que el acto libre pertenece a la persona que lo realiza
pudiendo abstenerse de hacerlo. Se afirma que los animales carecen de esta libertad intrínseca
sicológica porque se sienten movidos por sus instintos e impulsos a obrar determinadas acciones.
Un perro con hambre se siente forzado por su apetito de comer. En cambio, un hombre puede
rehusar la comida; más aún, puede ir más allá y hacer huelga de hambre hasta llegar a morir.

El aspecto negativo de la libertad es la ausencia de coacción. Podemos describir su característica


positiva diciendo que es la capacidad de la voluntad para obrar o no, y para obrar de diferentes
formas cuando se dan todas las condiciones para obrar. Llamamos libertad de ejercicio a la
capacidad para abstenernos de obrar o para realizar un acto. Así se nos puede imputar la
abstención deliberada de obrar, ya que es una elección libre. En el uso diario, a esta abstención se
la suele llamar omisión. Resulta evidente que somos responsables por las omisiones deliberadas
cuando pudimos realizar un acto y nos sentimos obligados a hacerlo. Por ejemplo, uno es
responsable por no pagar impuestos o por no hacer su tarea escolar.

Cuando nos decidimos a obrar, con frecuencia nos encontramos frente a varias alternativas.
Planeando el descanso de la tarde uno puede ir a cine, jugar, oir música, etc. A la capacidad para
escoger entre diversas alternativas se la llama libertad de especificación.

Además de las diversas formas arriba enunciadas de coacción, podemos también hablar de
coacción moral. Una ley que obligue a los turistas a pagar ciertos impuestos de aduana sobre los
artículos comprados en el exterior no le quita la capacidad para esconder los objetos y no pagar
el impuesto. Sin embargo, no es “libre” de hacerlo; es decir, no es libre moralmente. Si se
retirara la ley que restringe la libre importación de ciertos artículos, el turista se vería libre para
entrar dichos artículos. Este tipo de libertad significa la ausencia de coacción moral, y se le suele
llamar libertad moral o libertad de independencia, para distinguirla de la libertad sicológica.
Una colonia se hace libre cuando logra su independencia de las leyes del país protector.

Cuando hablamos de libertad social o política, comúnmente damos a entender la ausencia de


presiones indebidas provenientes de circunstancias sociales, como son las discriminaciones
clasistas o raciales, o la tiranía ejercida por un partido político o un grupo popular. No debe
confundirse esta libertad con la libertad de elección en el sentido filosófico de la palabra.

Determinismo

3
. Para una breve discusión sobre la libertad, cf Donceal, J.F. Philoso-phical anthropo-logy. New York: Sheed and
Ward, 1967, pp 365-406
22
La condición para que se den la responsabilidad y la moralidad es la libertad de elección y la
libertad sicológica. El determinismo niega la existencia de estas clases de libertad y sostiene que,
a pesar de todas las apariencias, no somos libres en nuestros actos sino forzados, por diversos
factores, a obrar de una manera específica.

El determinismo biológico sostiene que la herencia, es decir, nuestra constitución física, con
todas sus interacciones fisiológicas y leyes biológicas, determina todas nuestras acciones.
Nuestra conducta depende de nuestra disposición biológica.

Muchos conductistas, en especial su fundador B.F. Skinner, argumentan que el ambiente


determina nuestra conducta. El carácter y conducta de una persona son en todo el producto del
medio físico y social. En esta teoría no tienen sentido la responsabilidad y la moralidad. No
puede castigarse a nadie por sus actos, sino tan solo ubicarlo en un medio mejor, para que pueda
cambiar su conducta.

Solo en el contexto de un análisis experimental de la conducta


humana se puede llegar a despojarla de las funciones previamente
asignadas al hombre autónomo para transferirlas, una por una, al
medio ambiente que las determina...4.

De acuerdo con esta teoría el hombre puede ser manipulado por su medio ambiente, y su
conducta vendría a ser la suma total de los efectos de su medio.

Sigmund Freud propuso la teoría según la cual el inconsciente juega un papel determinante en
nuestras acciones y la libertad de elección es solo una apariencia.

El sicoanálisis puede arrojar luz sobre las causas ocultas de nuestras acciones.

El determinismo sicológico afirma que el motivo más fuerte es la causa determinante de nuestras
acciones. El hombre se limita a pasar revista a los motivos, y el reconocimiento del motivo más
fuerte establece el curso de la acción. Se cree, a veces, que el motivo para obrar de una persona
es el deseo, y por tanto, el mayor deseo dirigiría las acciones del hombre.

El determinismo teológico enseña que Dios predetermina el curso del universo, incluyendo las
acciones del hombre, al menos en el sentido que el destino eterno del hombre ya está fijado. A
esta doctrina se la llama predestinación. A Dios se le identifica, a veces, con el Hado, y tal teoría
llega a ser muy oscura puesto que no da una clara definición de la naturaleza del Hado y no
explica quién o qué sale responsable por la intervención del Hado. La aceptación del Hado
conduce al fatalismo, la persuasión de que todos los sucesos tienen lugar por la fuerza del Hado
y que los seres humanos no pueden cambiar el curso de los hechos.

A veces hace su aparición en la historia un tipo de determinismo teológico en la convicción de


ciertas personas temerosas de Dios que atribuyen todos los accidentes a la “voluntad de Dios”, y
no tanto al descuido o negligencia de los seres humanos en acción.

Existencia de la libertad de elección

Quienes creen en la libertad de elección no afirman que todas las acciones del hombre sean
libres. Ellos admiten que la influencia del medio ambiente, las perturbaciones sicológicas del
sistema nervioso, algunas taras heredadas de nuestros mayores, ciertas tendencias sicológicas,
4
Skinner, B.F. Beyond Freedom and dignity. New York: Knopf. 1971. p 189
23
como algunos casos de cleptomanía o piromanía, casos de sicosis y neurosis, etc, pueden llegar a
ser tan fuertes que le hagan perder a uno su libertad de acción. Ellos afirman, no obstante, que
los hombres en general, son libres en muchas de sus acciones y son responsables por los actos
que hacen a ciencia y conciencia.

Suelen ofrecerse las siguientes razones en favor de la existencia de la libertad de elección:

1. Conciencia inmediata de la libertad. La sicología filosófica hace énfasis en el hecho de que


todos los hombres tenemos una conciencia directa de las decisiones libres. De antemano damos
por un hecho esta libertad y somos conscientes de ella durante los actos. Sabemos que contamos
con la capacidad para elegir entre alternativas de acción. La experiencia interna y directa
significa que tenemos un conocimiento previo del hecho de la libertad. Nada está más cercano a
nosotros ni es más transparente al escrutinio de nuestro entendimiento que la experiencia de una
libre elección, en la cual estamos implicados de forma tan íntima. Podemos reflexionar sobre
nuestra libre decisión mientras la hacemos, y la experiencia inmediata de esta libertad nos da la
seguridad de que nuestro conocimiento no se encuentra equivocado.

2. Conciencia indirecta de la libertad. Esta conciencia se revela en el hecho de la deliberación


que precede al acto. Pesamos las razones en pro y en contra porque sabemos que en último
término somos nosotros los que, de una u otra forma, tomamos la decisión.
3. Convicción de la responsabilidad personal. Todas las personas adultas aceptan la
responsabilidad por las acciones que realizan en forma libre y deliberada. A medida que los
niños crecen y crece a la par su capacidad para elegir libremente, también va haciendo su
aparición el sentido de responsabilidad.

Como aceptamos la responsabilidad por nuestras propias acciones, asimismo defendemos que los
demás son responsables de sus actos. La vida en sociedad se funda en este sentido de
responsabilidad, sin el cual ninguna ordenada comunidad humana sería posible.

4. El consenso en la existencia de la libertad. Se da un consenso general a favor de la libertad


humana. Dicho consenso se manifiesta en numerosos hechos de la sociedad. Del mismo modo
que aceptamos nuestra propia responsabilidad, así juzgamos a los demás. Nos indignamos, por
ejemplo, cuando nos roban o atracan. Aun los defensores del determinismo obran como si fueran
libres y participan en este consenso general a favor de la libertad en sus expresiones, modos de
obrar, planes, etc. Aun los siquiatras, que aceptan el determinismo freudiano, actúan como si los
hombres fueran libres, ya que tratan de restablecer cierto grado de libertad de elección en sus
pacientes, que se encuentran dominados por compulsiones.

No falta quien objete que aun este consenso de toda la humanidad podría estar equivocado. La
humanidad entera creyó por siglos, por ejemplo, que el sol giraba alrededor de la tierra. No
obstante, el hecho de la libertad de elección goza de un grado diferente de conciencia. Se funda
en una experiencia y en unos conocimientos interiores y personales. No se trata de un fenómeno
científico, distinto de nosotros, que no pueda ser experimentado directamente.

5. La administración de justicia. Nuestra sociedad se apoya en la convicción de que los hombres


somos responsables de nuestros actos porque tenemos libertad de elección. Las naciones
civilizadas cuentan con un sistema con el cual examinan ante todo el grado de libertad de un
acusado. Si es hallado mentalmente enfermo, aun en el caso de tratarse de un daño temporal, no
es tenido responsable de la falta, y en lugar de castigo, se le prescribe un tipo de tratamiento que,
en lo posible restablezca su libertad. Sin embargo, en la mayoría de los casos, se comprueba
fácilmente la presencia de la libertad y la responsabilidad, y en ellas se apoya la administración
de justicia.
24

6. Sin duda alguna, el ambiente social y el inconsciente cultural ejercen un influjo en nuestras
preferencias y elecciones, pero tales presiones rara vez llegan a forzar nuestras acciones. El
hecho que muchas personas cambien de opinión, incluso prejuicios muy arraigados a medida que
crecen y reflexionan sobre su vida pasada, indica a las claras que el medio ambiente no nos priva
de la libertad.

7. Es evidente que no podemos realizar un acto en verdad humano sin el conocimiento del fin de
la acción o sin tener un motivo para ello. El determinismo sicológico afirma que nos limitamos a
analizar con imparcialidad el peso de los motivos y que nos vemos forzados a seguir el motivo
más fuerte.

Pero, ¿cuál es el motivo más fuerte? La respuesta que dan se parece al principio de Darwin de la
supervivencia de los más aptos. Por definición, el más apto es el que sobrevive. Pero, esto no
pasa de ser una tautología que no responde a la pregunta. De modo semejante, cuando la
respuesta dice que el motivo más fuerte es el que gana, no se libra de ser una tautología. Lo que
sucede de hecho es que uno puede hacer que uno de los motivos gane. La experiencia nos enseña
que a veces escogemos algo bueno, solo en apariencia, contra nuestro “juicio mejor” y sabemos
que razones “más fuertes” militan en favor de la acción opuesta. La voluntad no se encuentra
forzada por el motivo, y la persona puede libremente decidirse por uno u otro motivo.
La libertad de elección no consiste ante todo en tomar decisiones triviales, tales como pedir un
filete de carne de res en vez de pollo en el menú. La libertad de elección se manifiesta en
concreto en las decisiones que implican valores morales. Por ejemplo: ¿me decido por el aborto:
sí o no? ¿Me robo este libro de la librería? ¿Dedico estas diez horas que tengo libres al
voluntariado en el hospital o las gasto en ver televisión?

Ejercitamos la libertad ante todo cuando nos comprometemos con objetivos valiosos, por
ejemplo, cuando elegimos vocación o profesión para toda la vida. Comprometerse con un
objetivo afecta la vida entera de una persona y le hace dirigir muchas de sus actividades diarias a
la meta escogida. Un bachiller puede decidirse por la medicina. Tal decisión, como es obvio, va a
hacer que dirija muchas de sus actividades hacia esa meta. Va a tener que elegir las materias
adecuadas y estudiar duro para poder entrar en la facultad de medicina, etc. Cuando logre su
grado de médico, su decisión original seguirá influyendo en su estilo de vida por el resto de sus
años. Sin embargo, no podremos decir que sus acciones fueron determinadas por la sola
ejecución de su libre decisión hecha años atrás. Uno vive y realiza a través de toda su vida una
libre elección. Por lógica, quien desea un fin debe poner los medios. Sin duda se dan decisiones
menos importantes en la vida que elegir vocación y, sin embargo, la libertad humana se ejercita
también específicamente en decisiones de menos peso cuando implican valores. En ética
consideramos expresamente estas elecciones libres como el objeto propio de la moralidad.

El argumento de la conciencia inmediata de la libertad es puesto en duda por algunos


deterministas cuando anotan que una persona puede ser hipnotizada para hacerle cumplir ciertas
órdenes una vez que salga del estado hipnótico. Por ejemplo, se le puede ordenar a una persona
que vaya a la puerta y la abra. Al cumplir esta orden, supuestamente tal persona es consciente de
la libre elección de abrir la puerta, y sin embargo, su acción fue determinada durante la hipnosis.

Por otra parte, es un hecho que, durante la hipnosis, no puede ordenarse a una persona realizar
acciones contrarias a sus convicciones morales o compromisos. Este hecho, de nuevo, indica que
la libertad humana se ejercita de modo particular en la elección de valores y compromisos
valiosos y que nuestra conciencia inmediata de libertad en estos casos permanece como intuición
válida en la función y existencia de la libertad.
25
Niveles de libertad y de responsabilidad

El objeto de la ética son los actos humanos libres y, por consiguiente, responsables. En los
párrafos anteriores tratamos este asunto y dimos una mirada a las razones en pro de la existencia
de la libertad. Se nos puede preguntar, sin embargo, si todos los actos son igualmente libres y si
no se dan diferentes niveles de libertad y, por consiguiente, de responsabilidad. La respuesta a
esta pregunta, como es obvio, reviste gran importancia para la moralidad personal y para la
administración de justicia.

Cada acto libre debe ser el resultado del conocimiento del objeto del acto y de la capacidad de la
libertad para escoger, es decir, ambos, entendimiento y voluntad contribuyen a un acto libre. Sin
embargo, ambas facultades pueden verse afectadas, en su funcionamiento, por ciertos factores
que pueden alterar el grado de libertad y responsabilidad de una persona. La sicología se ocupa
con amplitud de los factores que inhiben nuestro conocimiento y el ejercicio de la libertad. Para
nuestro propósito, bastará enumerar algunos de dichos factores, haciéndoles un breve comentario
desde el punto de vista ético.

Factores que influyen sobre el entendimiento

La atención y la distracción pueden darse en diversos grados. Cada uno de nosotros puede
afirmar esto reflexionando sobre su propia conciencia. Tenemos la obligación de “prestar
atención” a nuestros actos, de manera especial cuando son importantes. Los cursos populares de
“control mental” proponen ejercicios para aumentar nuestro poder de concentración. A pesar de
todo, puede suceder que una persona se encuentre tan distraída, sin culpa alguna, que no preste
atención a lo que está haciendo. Las distracciones limitan la claridad del conocimiento del objeto
de un acto y pueden disminuir la responsabilidad. Pero, no toda distracción quita la
responsabilidad. Un conductor, por ejemplo, tiene que prestar atención a la calle y al tráfico, y
cuando se dé cuenta que no puede concentrarse por el cansancio u otros impedimentos, tiene que
dejar de conducir.

De modo semejante, la ignorancia afecta la parte racional de nuestros actos libres. La ignorancia
que no puede superarse, se llama invencible en lenguaje técnico. Esta acontece cuando ni
siquiera sospechamos encontrarnos en estado de ignorancia relativa a ciertos aspectos de un acto
voluntario. Así, un cartero puede no sospechar la presencia de una bomba dentro del paquete que
entrega. A veces la ignorancia no puede vencerse, aun después de una diligente investigación,
porque no entendemos algunos aspectos del acto.

En otros casos, se puede vencer la ignorancia mediante una simple averiguación. Tal tipo de
ignorancia se suele llamar vencible.

Reflexionando sobre las consecuencias de la ignorancia podemos concluir que la ignorancia


invencible quita la responsabilidad, y que la ignorancia vencible, por su parte, no la quita, pero
puede disminuir la culpabilidad.

Los prejuicios son una manera bien conocida de formar opiniones sin suficiente fundamento
acerca de las características de ciertas personas, razas, religiones, etc. Cuando una persona
descubre o sospecha que sus acciones están inspiradas en prejuicios está en la obligación de
corregir su ignorancia. De lo contrario, resultará moralmente responsable del daño que cause a
los demás.

La ignorancia puede referirse a las consecuencias de un acto. Sin culpa, uno puede fallar en
prever las consecuencias de un acto libre y, por tanto, ver disminuida su responsabilidad, y en
26
algunos casos, completamente eliminada. No obstante, uno tiene el deber de considerar las
consecuencias de un acto libre y evitar un posible daño a terceros.

Temor es una palabra que puede tener varios sentidos. Puede significar la conciencia o
anticipación de un peligro o suceso desagradable. Puede significar, también, una fuerte emoción,
temblor o ansiedad por la amenaza de algo desagradable.

La ansiedad en el primer sentido afecta al entendimiento, mientras en el segundo sentido puede


afectar también a la voluntad. Un estudiante teme perder el curso si no hace las tareas. Este
temor lo motivará para ir a la biblioteca y hacer el estudio del caso. Este es un ejemplo de temor
en el primer sentido. Un espía le cuenta que tiene información negativa con respecto a usted, que
revelará, a menos que usted acepte darle datos secretos, a los que usted tiene acceso como
empleado del gobierno. Este es otro ejemplo de miedo en el primer sentido.

El miedo en el primer sentido, ¿elimina la responsabilidad? Cualquier acción, motivada por el


miedo, ¿es irracional o coaccionada? El miedo de perder la materia motiva al estudiante a
estudiar fuerte y nosotros ciertamente no queremos privarlo del mérito de su arduo trabajo.
Estudió a ciencia y conciencia. El miedo a quedar mal ¿justifica, acaso, la mentira?

¿Los empleados del gobierno y los soldados están excusados de espiar o traicionar a su país por
causa del temor al castigo o a la vergüenza? Parece que el temor, tomado en el primer sentido, no
elimina la responsabilidad ya que la persona conserva aun el ejercicio de sus facultades y puede
decidir prestarle cooperación al enemigo o rehusarla.

El temor, sin embargo, puede crecer en tal medida que llegue a convertirse en una verdadera
coacción, intimidación, tortura sicológica o lavado de cerebro. En estos casos afecta no solo al
entendimiento sino también a la voluntad y puede llegar a eliminar la libertad y la
responsabilidad.

El hombre naturalmente desea el placer y trata de evitar el dolor o las sensaciones desagradables.
Se entiende por pasión la moción fuerte del apetito sensible que tiende al placer o rehuye el
dolor. El glotón, que come a todas horas en exceso sin poder hacerle frente al placer de comer,
no puede menos de sucumbir a la pasión.

La pasión que surge por deliberada intención, se llama pasión consecuente. Uno puede sentir
rabia por un insulto y llegar hasta tal grado de pasión, por deseo de venganza, que no pueda
contenerse cuando se encuentra con el enemigo.

La pasión que surge en forma espontánea, antes de que pueda intervenir la razón, se llama pasión
antecedente, ya que precede a la conciencia y al control deliberado de la voluntad. Se encuentran
personas que pierden con facilidad el genio, como es el caso de un sujeto impetuoso cuando le
damos un pisotón.

Entre otras cosas, conviene andar prevenidos si queremos aprender a controlarnos. A pesar de
estos cuidados, la pasión antecedente puede a veces quitarnos la responsabilidad o disminuirla.
La pasión consecuente, por su parte, es un acto deliberado y voluntario.

La tortura, tanto física como sicológica, puede llegar a ser tan intensa que el deseo de zafarse del
dolor puede doblegarle a uno la voluntad hasta quitarle la responsabilidad de la acción. Es bien
sabido que los regímenes totalitarios han desarrollado métodos bien sofisticados, de tortura tanto
física como sicológica, irresistibles aun por las personas más fuertes. Nadie puede juzgar, a la
hora de la verdad, cuánto puede resistir una persona a la tortura, pero es manifiesto que en ciertos
27
momentos la voluntad puede perder el control. El deseo de hacer suspender la tortura y la
coacción puede llegar a ser tan poderoso que elimine la responsabilidad y la libertad.

Llámase Fuerza a la coacción física, y cuando se hace sin el consentimiento de la persona, le


quita la responsabilidad.

Hábito es un patrón de conducta que se adquiere con la repetición de los mismos actos o por la
ingestión de ciertas drogas, que facilitan la realización de determinadas acciones. Para llevar una
vida humana normal, se requiere adquirir muchos hábitos, tales como leer y escribir, hablar,
caminar, conducir automóvil, tocar instrumentos musicales, escribir a máquina o en computador,
etc. En otro sentido, es bien sabido que ciertas drogas, tales como el tabaco, el alcohol, la heroína
etc., forman hábitos y pueden crear dependencia sicológica.

No somos responsables por los hábitos adquiridos sin intención, por ejemplo, el vicio de decir
palabras vulgares cuando se ha adquirido en la infancia, pero estamos obligados a quitar dichos
hábitos cuando nos damos cuenta de ellos y sabemos que constituyen un desorden moral, dañino.
Uno es responsable de los hábitos adquiridos intencionalmente y de las acciones que se derivan
de ellos. Por ejemplo, un alcohólico o un drogadicto quien con deliberación o, al menos, a
ciencia y conciencia desarrolla el hábito a pesar de los consejos de los amigos y familiares, es
responsable de su adicción y de los actos que ella causa, puesto que previó las consecuencias. La
causa que produce tales efectos es voluntaria y, por consiguiente, también ellos son voluntarios.
A estos efectos se les llama voluntarios in causa.

La sicología y la siquiatría examinan muchos otros factores que pueden disminuir la libertad de
la voluntad. Las neurosis y las sicosis impiden la autodeterminación libre de la voluntad. Es
difícil determinar hasta qué punto una persona se vuelve anormal y no responsable de sus actos,
pero es evidente, ante ciertos casos de anormalidad, que se puede perder la libertad. Aun el clima
puede ejercer su influjo en las reacciones de una persona, en sus estados de ánimo y vivacidad,
tanto que, por ello, pueda verse afectada la responsabilidad.

¿Descubrimos o hacemos la moral?

Como observamos arriba, el ser humano se hace bueno o malo, haciendo actos buenos o malos.
Por tanto, debemos buscar la moralidad en el acto humano. Para facilitar esta investigación,
hemos analizado la estructura y las características básicas del acto humano. Ya estamos listos
para dar comienzo a nuestra investigación del factor que hace bueno o malo un acto humano.
Para evitar malentendidos, tenemos que advertir que un acto humano no es, sin más, una acción
física, por ejemplo, rescatar a una persona que se está ahogando. El acto humano es, ante todo, el
acto de la voluntad que se dirige a un objeto. Por tanto, la voluntad no se completa sino cuando
se la ejecuta, o al menos, cuando se da un intento serio de llevar a cabo la decisión. Por ejemplo,
la voluntad de rescatar a quien se está ahogando se completa cuando se hace un intento serio por
salvarlo.

El químico puede analizar una sustancia en su laboratorio y hallar las acciones y reacciones
características de tal objeto dentro del mismo objeto. El mismo no inventa las leyes y las vincula,
luego, a determinados objetos, sino que las descubre en los objetos. Un físico atómico no inventa
las leyes de la energía atómica sino que las descubre en el átomo.

¿Podemos afirmar algo semejante del acto humano? El factor que hace buena o mala una acción
¿se descubre mediante un análisis de ella, o se le añade desde fuera? En otras palabras: ¿la
moralidad es intrínseca o extrínseca, objetiva o subjetiva?
28
Si el factor que hace buena o mala una acción le viene añadido desde fuera, ¿quién se lo añade?
¿El individuo que obra? ¿Se encuentra él arbitrariamente libre para declarar qué acciones
considera buenas y cuáles malas, de tal manera que el bien y el mal lleguen a ser conceptos
subjetivos y relativos en la medida en que dependen de los estados de ánimo o caprichos de la
persona que obra? ¿Se encuentra la persona limitada por hechos objetivos, aun en el caso de ser
extrínsecos al acto, de tal modo que la moralidad sería más estable y objetiva? ¿Compete a la
sociedad o a la autoridad pública determinar la rectitud o malicia de un acto? ¿Determina la
sociedad la moralidad de una manera arbitraria o se tiene que guiar por ciertos hechos objetivos?
¿Las leyes positivas de la sociedad, son mera expresión de la voluntad arbitraria de la autoridad o
son la expresión de la moralidad intrínseca y objetiva?

Si la moralidad no está hecha por un factor aportado desde fuera, sino que es descubierta en la
naturaleza misma del acto, ¿cómo la descubrimos? ¿Cuál es el criterio o norma que nos va a
indicar si un acto es bueno o malo?

Todas estas preguntas constituyen el problema del criterio o norma de moralidad. Como vimos
en el análisis del vocablo bueno, se considera bueno, por lo general, el logro de la plenitud de un
ser. Por tanto, alcanzar la plenitud de ser hombre, sería el verdadero bien humano, y una acción
que nos ayude a alcanzar tal plenitud sería entonces la acción verdaderamente buena. El
verdadero bien del hombre, el que nos perfecciona en nuestro ser de hombres, y no propiamente
en una habilidad o aspecto particular, se llama bien moral. No nos encontramos completos y
perfectos, en cuanto hombres, cuando nacemos, sino que tratamos de alcanzar la perfección de
nuestra naturaleza a lo largo de la vida haciendo actos que ayudan a nuestro perfeccionamiento.

Pero, ¿en qué consiste la perfección de un hombre? Prácticamente todos los moralistas, desde la
antigüedad hasta la hora presente, afirman, implícita o explícitamente, que todo hombre desea
alcanzar la felicidad. Tenemos, entonces, que la felicidad sería el estado perfecto del hombre. Sin
embargo, la felicidad admite diversas y aun contradictorias interpretaciones. Ella consiste en un
estado subjetivo, producido por la posesión de una cosa particular. La pregunta tiene que girar,
entonces, hacia la consideración de aquellos objetos o acciones que producen felicidad. No
podemos aspirar directamente a la felicidad, sino más bien tenemos que buscar objetos cuya
posesión nos conduzca al perfeccionamiento y nos dé la felicidad.

Los moralistas, entonces, tienen que concentrar su investigación en la naturaleza de los actos que
perfeccionan al hombre en cuanto tal y, así, le proporcionen cierta forma de felicidad.

Todos los sistemas éticos proponen una norma o criterio determinado que hace apta la acción
para perfeccionar a la persona. Difieren uno de otro por la norma que profesan y por las razones
que aducen para probar la validez de tal norma de moralidad.

Método de nuestra búsqueda del criterio válido de moralidad

Examinaremos los diferentes criterios o normas que aplican a esta cuestión la mayor parte de los
sistemas morales desarrollados en la historia y que todavía defienden varios grupos, sea a nivel
filosófico o proclamados, de forma implícita, en su comportamiento. El estudiante de ética tiene
el deber de examinar cuál de estos criterios puede aceptar como válido. En otras palabras, es un
deber personal fundamentar en buenas razones el factor de una acción, que la hace buena o mala,
y establecer nuestra propia norma de moralidad, bien fundada. Podemos recibir ayuda en esta
tarea, pero en último término es el juicio personal racional el que carga con la responsabilidad,
ya que tenemos que ser honestos intelectualmente, en nuestra investigación.
29
CRITERIOS DE MORALIDAD

En una presentación sistemática y breve de los principios más importantes de la ética, no es


posible pasar revista a todas las teorías éticas que han sido desarrolladas a través de la historia.
Vamos a presentar, tan solo, cuatro clases de ética, como importantes para nuestra búsqueda de
un criterio válido de moralidad.

Los sistemas de moralidad pueden clasificarse de diversas maneras, y solo por razones de
claridad, como una ayuda para nuestra investigación, los vamos a dividir en cuatro grandes
agrupaciones, sin que vayamos a asegurar que estamos ofreciendo la única clasificación posible.
Algunos sistemas de moralidad hasta podrían clasificarse en dos grupos diferentes, dependiendo
del aspecto del sistema que se quisiera enfatizar y darle mayor relieve.

El primer grupo cuestiona nuestra capacidad para probar, de forma racional, si un acto es bueno
o malo. No presenta un criterio racional de moralidad, sino que defiende que las afirmaciones de
carácter moral encuentran su origen en las emociones.

El segundo afirma que estamos en capacidad de reconocer el bien moral pero no de dar una
explicación de por qué un acto es tenido por bueno o malo, debido a que el bien y el mal, son, en
último término, cualidades o categorías inexpresables. Conocemos el bien y el mal, solo por
intuición.

El tercer grupo coloca el criterio de moralidad en elementos que se encuentran fuera del acto
humano. Propone, por tanto, una moralidad extrínseca, que puede llegar a ser subjetiva si las
fuerzas extrínsecas, que determinan la moralidad, se cambian, de manera arbitraria.

El cuarto y último grupo defiende que el criterio de moralidad se da en la naturaleza del acto
mismo, es decir, en la capacidad del acto para alcanzar un fin determinado que, en la mayoría de
los casos, coincide con el perfeccionamiento del hombre en cuanto tal. De acuerdo con esta
teoría, la moralidad es intrínseca y objetiva, ya que depende de las características objetivas del
acto humano.

Consideración sumaria de la norma de moralidad

Los sistemas de moralidad se distinguen uno de otro por el criterio de moralidad que proponen
en forma explícita o implícita. A pesar de sus diferencias, un cuidadoso análisis puede detectar
un elemento común, presente en todos ellos. Todos ellos están interesados en promover el
bienestar del hombre, haciendo su vida más humana, más satisfactoria, más perfecta y completa.
Parece que todos los moralistas posean una determinada concepción del hombre y quieran que
vivamos de acuerdo con ella. Esta concepción no siempre es explícita pero constituye el
fundamento subyacente sobre el cual levantan sus teorías éticas. Parece, entonces, que la
moralidad signifique que el hombre debe ser lo que es por razón de su naturaleza.

Aun las teorías que fundamentan la moralidad sobre factores extrínsecos, como lo hace el
positivismo moral, se ven forzadas a caer en una concepción del hombre. Tienen que admitir que
la legislación no puede ser arbitraria ya que no hay sociedad que pueda subsistir si se
despreocupa de las necesidades y aspiraciones básicas del hombre, dadas en su naturaleza. En
otras palabras, tiene que tomar en cuenta la naturaleza humana, como fundamento de la conducta
moralmente buena o mala.

El hombre de la calle tilda de “inhumanas” las acciones malas o crueles, es decir, contrarias a la
naturaleza humana y habla de humanizar al hombre o de educar a sus hijos como verdaderos
30
seres humanos. Uno tiene que obrar de acuerdo con la dignidad humana, otro término para
referirse a su naturaleza. Toda legislación o acción que atente contra nuestra dignidad o ser
humano recibe el calificativo de mala o inhumana.

¿Cuál es la razón de este consenso fundamental en cuanto a la naturaleza humana como criterio
de moralidad, aun en casos en que este consenso se expresa a veces solo en forma implícita,
recibiendo un rechazo explícito? Parece que tal fundamento sea el hecho de que, en su aplicación
concreta, se subentiende fácilmente el principio filosófico que dice: el ser obra de acuerdo con su
naturaleza, es decir, todo ser posee una naturaleza, que es el origen de su actividad. Todo ser
tiene metas, inscritas en su naturaleza, que trata de realizar. El hombre, como es obvio, es un ser
especial, porque sus metas no son las de la planta ni las de los seres irracionales. Por su
entendimiento y libertad, el hombre es un ser abierto, no terminado. Sin embargo, podemos
descubrir en el hombre metas y tendencias naturales o existenciales que se ajustan a nuestra
naturaleza y son exigidas por ella. Se dan en la existencia humana metas naturales que no pueden
ser, sin más, ignoradas. Tenemos que ejercitar el autodominio en muchas de nuestras,
actividades tales como comer y beber; tenemos que dominar nuestra irascibilidad, rabia y
desaliento; tenemos que crear hábitos que nos ayuden en nuestra rutina diaria y nos capaciten
para llevar una vida humana buena. Tenemos que vivir y trabajar con otros. Tuvimos que nacer
en una familia, crecer y ser educados por otros. Tenemos que aprender habilidades que nos
capaciten para vivir en sociedad y vivir como deben los seres humanos.

Los seres no-libres deben obrar de acuerdo con su naturaleza, por necesidad. El hombre, siendo
libre, puede obrar contra su naturaleza; puede obrar de forma irracional y antisocial. Pero, no
debe obrar así, porque, yendo contra su naturaleza, se degrada en cuanto hombre. Se hace
inferior a sí mismo. Por el contrario, obrando de acuerdo con su naturaleza, realiza su ser y se
hace más hombre. El hombre no nace perfecto y completo. No nace moralmente bueno ni malo,
sino que, a medida que crece, realiza más o menos el ideal de hombre perfecto, haciendo actos
acordes con su naturaleza o contrarios a ella.

Parece, entonces, que la mayoría de los sistemas éticos miren a la naturaleza humana, al menos
en forma tácita o implícita, como criterio de moralidad, y se siga de nuestras consideraciones
anteriores, que es lógico afirmar que la norma objetiva de moralidad sea la naturaleza humana.

Es importante contar con una comprensión correcta de la naturaleza del hombre, sin tomar tan
solo uno u otro aspecto de ella como norma. El hombre es espíritu en la materia. Es un
compuesto de cuerpo y espíritu. Lo cual no debe entenderse como si dos partes fueran puestas en
uno, animalidad más espiritualidad, algo así como se hace un sándwich con pan y jamón. Para
valernos de un ejemplo, el agua se compone de oxígeno e hidrógeno, y de esta unión resulta un
nuevo ser, líquido y no gaseoso. El hombre, como espíritu en la materia, es un nuevo ser que no
es ni uno ni otro, guardando cada uno las leyes de su naturaleza. El pensamiento dualista acerca
de la naturaleza del hombre puede terminar identificando la moralidad con las leyes biológicas o
con las leyes del espíritu puro, o bien, unas veces con éste, otras con aquéllas, sin ninguna lógica.

La naturaleza humana tiene que ser entendida en forma completa, con todos sus elementos
constitutivos razón, libertad, carácter social, con sus relaciones de interdependencia, como
planificador, como autocontrolado y trascendente. La naturaleza del hombre es dinámica, no
estática. No puede ser estudiado y analizado en un laboratorio. No puede tomarse, sin más, su
naturaleza por aparte y hacer lista científica de las partes de su naturaleza de una vez por todas.
El hombre es un ser creativo, es un ser que transforma y se trasciende a sí mismo. Puede entrar
dentro de su naturaleza por medio de su inteligencia y de sus creaciones científicas. La pregunta
es si este autocontrol es prudente o no, aumenta su libertad y racionalidad, sus principales
características sin las cuales dejaríamos de ser hombres. El hombre es también dinámico con
31
respecto a su fin, en la medida en que trata, sin cesar, de trascenderse y nunca acepta el hecho de
que ya haya realizado todas sus potencialidades. Rehúsa admitir que ya no se da nada más a que
pueda aspirar. No existe límite a sus aspiraciones. El infinito, por decir así, lo llama desde lejos.

Aunque el hombre puede intervenir en su naturaleza, entiende que no posee un poder ilimitado
sobre su ser. Ni siquiera capta las operaciones de su naturaleza, cómo funciona su memoria, su
entendimiento, cómo se transforman los estímulos externos en sensaciones de sonido, luz, olor,
etc. En otras palabras, el hombre es un ser dependiente. Depende de muchas fuerzas que no
puede controlar; como es obvio, él no hizo su propia naturaleza ni las leyes de su existencia.

Los agnósticos y ateos dirán que dependemos de las fuerzas ciegas del universo. Los creyentes
en Dios, por su parte, explicamos la causa de nuestra existencia y la meta final de nuestra vida
recurriendo a un ser trascendente, racional y personal, de quien dependen todas las fuerzas del
universo. Nuestra relación con esta fuerza es parte o parcela de nuestra naturaleza. Uno tiene que
escoger racionalmente una u otra comprensión de la fuerza de que dependemos. No podemos
referir siempre nuestras acciones a la razón última de nuestra existencia, pero en algunos casos,
la consideración del fundamento último de nuestra naturaleza, puede constituir un factor decisivo
para la determinación de la moralidad de un acto.

La última fuerza, es decir, el fundamento metafísico de nuestra existencia, es, al mismo tiempo,
el criterio último de moralidad porque es la razón de que seamos como somos. Sin embargo, no
constituye un criterio práctico ni inmediato porque no comprendemos esta fuerza de manera
concreta y suficiente.

La naturaleza humana en la historia

La ciencia mide la edad de las rocas y minerales, y nos dice que han permanecido básicamente
iguales a través de millones de años. Los organismos vivos, de acuerdo con la teoría de la
evolución, cambian y se desarrollan. El hombre es el término de un largo proceso evolutivo.
¿Terminó ya esta evolución de tal modo que pueda decirse que el hombre actual no difiere del
primitivo? ¿O va a continuar avanzando, todavía, la evolución del hombre? Esta pregunta cuenta
mucho en ética ya que los cambios en la naturaleza humana significarían también cambios en la
moralidad, si la naturaleza humana es el criterio del bien y del mal en la conducta.
La naturaleza del hombre primitivo ¿es igual a la del moderno? No cabe duda de que ambos son
seres humanos y que desde este punto de vista son iguales. No obstante existe una gran
diferencia entre ellas. Podemos hablar de una identidad subyacente, pero también es evidente una
gran diferencia. Esta diferencia debe tenerse en cuenta cuando nos valemos de la naturaleza
humana como medida de moralidad.

La naturaleza humana es dinámica. Según escribió Ignace Lepp, “es propio de la naturaleza
humana trascender sin cesar o tratar de trascender su condición natural no para liberarse por
completo de la naturaleza sino para adquirir una condición nueva natural”. En cuanto sabemos, el
hombre no ha cambiado biológicamente desde que llegó a Homo sapiens. No ha echado alas para
volar, pero su inteligencia ha fabricado aviones y naves espaciales para volar más rápido que las
aves. Su oído y su vista no se han agudizado, pero su inteligencia ha producido el teléfono, la
radio y la televisión, ampliando así el radio de alcance de sus ojos y oídos. Sus músculos no se
han hecho más duros y fuertes, pero las máquinas han aumentado su fuerza un millón de veces o
más. El hombre ilumina la oscuridad de la noche y no se encuentra en adelante limitado por los
cambios de luz del día y de la noche. Pone calefacción o aire acondicionado en su habitación,
liberándose así de los efectos cambiantes de las estaciones. Ha transformado, para bien o para
mal, su medio ambiente y se siente afectado por todos los cambios que él mismo ha introducido.
32
Su entendimiento y libertad son la causa de todos estos cambios. Estos dos elementos
fundamentales que lo constituyen, permanecen iguales; sin ellos no hay hombre5.

Tenemos que aceptar que se dan cambios distintos de los físicos y biológicos. Las relaciones
mutuas afectan al hombre y le añaden algo a su naturaleza. La suma de sus atributos pueden
cambiar al entrar en intercambio, por ejemplo, al casarse o al ser nombrado presidente de un
país. Aunque no se da cambio físico en estos casos, la esencia concreta e individual del hombre
se ve modificada por estas relaciones, y la naturaleza, una vez modificada, va a determinar el
bien o el mal de muchas acciones de una pareja o de un presidente, como la fidelidad o
infidelidad matrimonial, o el cumplimiento de las responsabilidades del jefe de estado. Quien
aprende a pilotear un avión o a conducir un automóvil no cambia; en el fondo permanece el
mismo. Pero la nueva habilidad afecta a su naturaleza, de tal modo que la moralidad de sus
acciones se ve también afectada. Un piloto bien hábil puede guiar un avión, mientras otra
persona sin esa habilidad no puede moral-mente asumir la responsabilidad de pilotear un avión
lleno de pasajeros. El hombre ha cambiado mucho desde su aparición en este planeta y todos los
cambios afectan de alguna manera a su naturaleza concreta. Por consiguiente, su naturaleza,
afectada por estas nuevas relaciones, es el criterio de moralidad y es el factor determinante de su
conducta.

¿Pero estas frecuentes modificaciones de la naturaleza humana no conducen a un relativismo


moral? Así lo sería, de hecho, si los elementos que cambian fueran los únicos factores
determinantes de la moralidad. Pero, como John Macquarrie escribe, “se dan unas constantes que
permanecen iguales en el cambio. Pasar de una concepción estática del hombre y su naturaleza a
una más dinámica no significa echar por la borda las nociones de orden y estructura o que cada
cultura y sociedad, o más aún, que cada individuo se convierta en autor único y arbitro de los
valores morales”6.

La concepción dinámica de la naturaleza humana, significa que no se trata de un instrumento


electrónico que pueda medir la moralidad con la precisión de una prueba de laboratorio.
Tenemos que valemos de un juicio prudente y tener en cuenta muchas relaciones que han
afectado a la condición humana a través de la historia. La mayoría de los autores
contemporáneos ponen énfasis en la historicidad de la naturaleza humana de la manera como los
atributos fundamentales e inmodificables de la naturaleza se aplican a las circunstancias
variables de un mundo en evolución.
Arriba, ya hicimos mención de que podemos descubrir metas existenciales en la naturaleza
humana. Existen determinados fines que debemos alcanzar si queremos llevar una vida humana.
Por ejemplo, tenemos que alcanzar un determinado grado de autocontrol y de cooperatividad
social. Tenemos que adquirir una buena cantidad de conocimientos, por medio del estudio, para
ajustamos a una sociedad compleja y poder sobrevivir en ella. Estas metas parciales de nuestra
existencia indican de alguna manera el fin del hombre, cuya realización debe promoverse con
obras que estén de acuerdo con la naturaleza humana.

Sin embargo, sería difícil dar con una persona que afirmara con toda sinceridad que ya había
alcanzado la perfección de la naturaleza humana, la plenitud de su ser de hombre. Pero si no
experimentamos ni conocemos en concreto el fin de la naturaleza humana, ¿cómo podremos
valemos de ella como medida de moralidad? Parece que caímos en un círculo vicioso.

La respuesta a esta pregunta puede darse en el hecho de que el hombre es una realidad dinámica,
abierta a la perfección en su meta, que trata de trascenderse por naturaleza. Una casa se termina
5
Lepp, Ignace. The authentic morality. New York: The Macmillan Co., 1968, p 51.
6
Macquarrie, John. Three issues in ethics. London: SCM Presst 1970, p 52.
33
cuando se le coloca el último ladrillo en su sitio, de acuerdo con los planos. Aun los organismos
que crecen, como los árboles, pueden alcanzar la plenitud de sus potencialidades, que no pueden
traspasar. El hombre, nunca se completa en este sentido. Es siempre capaz de ir más allá del
grado de perfección alcanzado. Sin embargo, podemos en alguna manera alcanzar el fin, a que
tendemos, con actividades propias. La naturaleza del hombre se revela en aquellas operaciones
que enaltecen su humanidad y lo acercan así a la consumación de sus potencialidades. Por
consiguiente, aunque no veamos en concreto esta consumación, podemos valernos de la
naturaleza del hombre como medida de moralidad en la medida en que conozcamos las
operaciones específicamente humanas.

Santo Tomás fue consciente de la naturaleza autotrascendente del hombre y sostuvo que el
hombre no puede alcanzar su perfección y felicidad en este mundo. Enseñó que el hombre sólo
puede alcanzar la plenitud de sus potencialidades mediante la unión con el infinito, es decir,
Dios, en la visión beatífica. Los marxistas leninistas hablan del “absoluto-futuro” en el cual
todos los miembros de la sociedad serán capaces de desarrollar todos sus talentos y
potencialidades en su máxima extensión y, por consiguiente, alcanzarán una vida feliz en una
sociedad perfecta.

¿Es la naturaleza humana una norma tan poco práctica y en extremo complicada que no pueda
conocerse sino con dificultad, aun por los expertos? Parece que, a pesar de la complejidad de la
naturaleza humana, todos la conocemos suficientemente bien en su principales operaciones. No
existe nada tan cercano a nuestra conciencia como las operaciones propias de nuestra naturaleza,
y conocemos por experiencia directa sus características, sus impulsos y tendencias. Este hecho
podría valer en favor de la aceptación casi universal de las principales leyes de la vida moral.

Como ha venido creciendo sin cesar el conocimiento del hombre acerca de la realidad exterior,
de igual modo crece su comprensión de los elementos propios del hombre, menos claros y más
complejos. Esta comprensión constituye un proceso que avanza lentamente y todas las ciencias
del hombre contribuyen al conocimiento de lo que somos en verdad.

Un mejor conocimiento de la naturaleza humana nos va capacitando para juzgar la moralidad de


los complejos problemas que el desarrollo de las ciencias, especialmente la biología, ha
introducido en nuestra vida en los últimos años.

Comparación del acto humano con la norma.- Establecido ya el criterio de moralidad, tenemos
que desarrollar un método práctico para comparar el acto humano con la norma y determinar así
su moralidad. La aplicación de la norma a un caso concreto no equivale a una prueba precisa de
laboratorio, por ejemplo, la determinación de la composición química de una aleación. En el
juicio moral se trata de un análisis bastante complejo que requiere cuidadoso examen y prudente
juicio.
Para facilitar este análisis, se requiere descomponer el acto en los elementos que lo componen y
comparar luego estos elementos, uno por uno, con la norma de moralidad. No obstante, uno tiene
que ser cuidadoso en no ir a separar los elementos de un acto perdiendo de vista su unidad, lo
cual lleva a conclusiones falsas. Se suelen distinguir los siguientes elementos en el acto humano:

1. El objeto del acto, o de lo que vamos a hacer, por ejemplo: ayudar a un ciego a pasar la
calle o bien, sacarle dinero del bolsillo; decir la verdad o una mentira; trabajar en el
voluntariado de un hospital o ir a cine.

2. El motivo del acto, es decir, lo que mueve a una persona a obrar: mentir para salirse de
un apuro, o salvarle la vida a una persona perseguida por un sicópata.
34
3. Las circunstancias, que responden a las siguientes preguntas: ¿Quién? ¿Dónde?
¿Cuánto? ¿Con qué frecuencia? ¿Para quién? Quien realiza un acto puede ser todo un
presidente de la república o un simple ciudadano. Estos aspectos pueden influir en la
moralidad del acto. El presidente no puede entregarse a jugar golf cuando demandan su
presencia urgentes problemas de la nación. El mal moral del robo puede verse agravado
por la cantidad que se roba, sea que pertenezca a una persona en extrema necesidad o a
una corporación rica. Uno debe analizar con cuidado las circunstancias ya que no todas
influyen en la moralidad del acto. Algunas pueden llegar a ser completamente
intrascendentes para tal efecto.

4. Las consecuencias o efectos de un acto, hablando con precisión, no pertenecen al acto.


Sin embargo, se contienen en él virtualmente en la medida en que las causa. Tales
consecuencias pueden ser previstas o no. Uno puede tomarse unos tragos o ingerir
marihuana y, a pesar de los consejos de los amigos, salir conduciendo su automóvil y
chocarse. O bien, uno puede salir completamente lúcido y, no obstante, tener el accidente.
Un sindicato demanda excesivos sueldos y pensiones y puede llevar a la bancarrota a una
ciudad entera, causando incalculables daños a todos. Si el sindicato, y las directivas
municipales prevén las consecuencias, resultan responsables de los malos efectos de su
acción. En general, toda persona es responsable de las consecuencias que prevé y que se
siguen en forma directa a su acción. Quien pone la causa pone el efecto. Discutiremos
más adelante el problema de las consecuencias numerosas que son en parte buenas y en
parte malas.

Al tratar de decidir la moralidad de un acto, uno tiene que ver primero si el objeto, el motivo y
las circunstancias del acto están de acuerdo con la norma de moralidad, y luego, si los efectos
son dañinos o provechosos.

El siguiente dibujo puede ayudar en este trabajo. El objeto del acto puede ser bueno, indiferente
o malo. Dígase lo mismo, el motivo y las circunstancias pueden ser buenos, indiferentes o malos.

El objeto del acto en sí mismo: g i b

El motivo y las circunstancias: g i b


Un acto bueno por su objeto puede hacerse malo si el motivo y las circunstancias son malos. Por
ejemplo: darle a alguien necesitado una buena suma de dinero, induciéndolo a votar por una ley
mala e injusta, es hacer que el acto bueno de caridad se convierta en un acto malo de soborno.

Un acto indiferente por naturaleza puede tomar su calificación moral del motivo y las
circunstancias. Fumarse un cigarrillo puede ser indiferente, pero convertirlo en una señal para
que los criminales ataquen un banco, se convierte en una acción mala y quien la realice se hace
cómplice.

Dado que un motivo malo destruye la bondad fundamental de un acto, uno se inclinaría a
concluir lo contrario como válido, a saber, que la buena intención o el fin bueno cambiaría el
carácter malo de un acto. En otras palabras, se podría preguntar si el fin bueno justifica un medio
malo, o, como suele decirse en forma abreviada, si el fin justifica los medios. ¿Es justo que los
palestinos nacionalistas, buscando promover la liberación de su tierra nativa, maten un número
de atletas en los Juegos Olímpicos? ¿Se justifica que los croatas exiliados secuestren un avión en
35
vuelo para llamar la atención mundial sobre la violación de los derechos humanos en su país
natal?

No basta la buena intención para cambiar la malicia radical de un acto ya que no se puede
considerar la intención como una entidad aparte. No se puede buscar un fin sin querer los medios
y si éstos son malos por naturaleza, uno ya estaría buscando algo malo. La buena intención
queda suprimida por el mal que uno obra. Si un elemento de toda la estructura del acto es malo,
no puede decirse que el acto sea bueno. Si uno marca un número telefónico y se equivoca en un
solo dígito, equivoca “todo el número”.

Sin embargo, a veces parece ilógico no poder escoger un medio malo para alcanzar un bien
mayor. ¿Está uno obligado a no decir una mentira para salvar la vida de una persona inocente
amenazada por un sicópata?

Una de las soluciones de este caso y de otros similares puede hallarse en el análisis de los
medios. ¿El medio, en este caso decir una mentira, es de veras malo? El término mentir ya
incluye el concepto que se trata de un acto moralmente malo. ¿Se puede distinguir el decir algo
falso, de mentir, de tal suerte que el decir una falsedad no siempre sea malo? Uno debe ser cauto
en no tomar el objeto de un acto solo en su realidad física. El objeto de un acto puede ser muy
complicado. Un atento análisis nos revela su complejidad. La naturaleza humana, tomada como
norma de moralidad y aplicada al problema de decir la verdad nos lleva a la siguiente
consideración. El hombre es un ser social. Sus necesidades físicas, mentales y espirituales son
mayores que sus poderes individuales, y aquellas pueden satisfacerse solo mediante la
cooperación con otras personas. De este hecho podemos concluir que la confianza mutua es un
aspecto necesario de la vida humana, ya que sin tal cooperación se haría imposible. Esto
significa que tenemos que ser veraces en nuestra comunicación con los demás y que, por
consiguiente, todos los miembros de la sociedad tienen, en general, un derecho a la verdad. No
obstante, cada derecho puede verse limitado por otros derechos y deberes. Una persona que usa
su derecho a la verdad no para ayudar sino para perjudicar a otros, está abusando de su derecho a
la verdad y cambia la razón que fundamenta este derecho. Por consiguiente, pierde su derecho a
esta verdad en particular y no requiere que se le dé una respuesta verdadera. Decir una falsedad
en este caso particular no iría contra la naturaleza humana como norma de moralidad.

Engañar a un sicópata que va tras la vida de alguien, no sería malo y ni siquiera se podría decir
que uno está mintiendo. Esta clase de análisis ha sido la causa de que muchos moralistas definan
la mentira como la negación de la verdad debida. De acuerdo con esta definición, decir algo falso
entonces, no es, siempre mentir con la intención de engañar, sino que habría que añadir la
aclaración que se diga la falsedad a quien tiene derecho a la verdad.
Debe notarse que en este caso el fin bueno no justifica el medio malo, porque el medio no es
malo, para empezar.

Para resolver casos semejantes se podría recurrir al principio del conflicto de deberes. Cuando
dos deberes, por ejemplo, decir la verdad y salvar la vida de un inocente, entran en conflicto,
prevalece el deber más fuerte e importante, o bien, hay que escoger el mal menor. Este principio
se basa en la consideración de que la moralidad es el resultado del ajuste de un acto con la
naturaleza humana racional. En otras palabras, la moralidad no nos puede imponer deberes
contradictorios, porque sería una obligación irracional. Recientemente entidades oficiales han
expresado el temor de que manos criminales puedan robar equipos atómicos o conseguirse el
secreto para fabricar una bomba atómica y chantajear así, sin más, a una ciudad entera o a toda
una nación. Supongamos que un criminal colocara una bomba atómica en alguna parte de
Manhattan y le avisara al alcalde que la bomba va a explotar en cinco horas si no se da respuesta
a sus exigencias. Supongamos que la policía lo coge preso y que se niega a revelar el sitio donde
36
puso la bomba ¿podría la policía, en este caso, torturarlo para sacarle el secreto? Dos deberes
entran aquí en conflicto: el deber de no tratar a nadie de manera inhumana y el deber de salvar
una ciudad y quizás muchos millones de personas. Cuando no se pueden cumplir dos deberes
contradictorios, uno debe escoger el más importante, y el otro deja de obligar, en el sentido
estricto de la palabra. Sin embargo, tenemos que ser sensatos tratando de resolver los
compromisos de la vida real, cumpliendo, en la medida de lo posible, ambos deberes.

El principio del doble efecto

En caso de prever una consecuencia mala de un acto, a veces el principio del doble efecto puede
ayudarnos a resolver si podemos realizar o no, tal acto. Generaciones de moralistas han
desarrollado las reglas de este principio. Se basan en la doctrina según la cual no estamos
obligados a evitar la existencia de todo mal en el mundo. Es obvio que no podemos hacerlo. Por
consiguiente, no podemos estar obligados a ello, ya que nadie está obligado a lo imposible. El
principio del doble efecto, va más allá y explica y justifica la tolerancia de algún mal, aun aquel
que es efecto de nuestros actos, sea porque no podemos impedirlo o porque resultaría, en forma
absurda, difícil impedirlo omitiendo un acto muy importante para nuestro bienestar.

“Doble efecto” significa que un acto tiene dos consecuencias previstas, una buena y otra mala. El
principio establece que estamos autorizados para realizar un acto que tiene un efecto malo, con
las siguientes condiciones:

1. Que el acto que queremos hacer sea bueno o, al menos, indiferente por naturaleza. De
lo contrario, ya estaríamos empezando mal y haciendo algo malo, prohibido por la ley
moral.

2. Que ambos efectos, el bueno y el malo, se sigan al mismo tiempo del acto, es decir,
sean causados en forma independiente por el acto y que el bueno no sea resultado del
malo. Esto último sería contra el principio antes establecido según el cual el fin bueno no
justifica el medio malo.
3. Que uno tenga presente sólo el efecto bueno y se limite a tolerar el malo, no deseado.
Nunca podemos querer el mal. Por consiguiente, quien apruebe y busque el mal efecto
queda implicado directamente en el mal a través del acto que desea.

4. Que el efecto bueno compense el malo o, al menos, que haya una razón
proporcionadamente grave para permitir el mal efecto. Como es obvio, esta proporción
no puede medirse con facilidad y su discernimiento exige un buen análisis y un juicio
prudente.

El siguiente diagrama puede servir para el análisis de los casos:

efecto bueno
Correcto: Acto proporción
efecto malo

Equivocado: Acto efecto malo efecto bueno

Pongamos un ejemplo: hace algunos años, cuando los rusos quebrantaron la moratoria sobre la
prueba atmosférica de la bomba atómica, surgió en los Estados Unidos una controversia sobre si
37
era correcto que los Estados Unidos reiniciaran las pruebas. Se dijo que los ensayos
contaminarían la atmósfera con irradiaciones y que, por lo tanto, sería inmoral poner así en
peligro la vida de muchos seres humanos. Por otra parte, otros decían que una explosión atómica
en una isla remota no sería malo por sí mismo, y que las consecuencias buenas de las pruebas (es
decir, el fortalecimiento de las defensas de nuestro país contra el chantaje y los ataques rusos)
compensarían el mal efecto del aumento de radiación. Además, el buen efecto no sería el
resultado del malo, es decir, de la contaminación del aire, sino que se seguiría, en forma directa e
independiente de las pruebas, como lo sería el mal efecto.

El principio del doble efecto encuentra muy buena aplicación en el análisis moral de la
cooperación en el mal. A uno se le puede invitar o forzar a poner un acto que en sí mismo no es
malo, pero que sirve a otros para un fin malo. Por ejemplo, unos atracadores pueden dar órdenes
a los empleados de un banco, de abrir la caja fuerte. Abrirla, de suyo, no es una acción mala,
pero tiene dos efectos, uno bueno y otro malo. Si los empleados cooperan, uno de los efectos va
a ser poner su vida a salvo, lo cual es bueno. El otro efecto va a ser malo, a saber, el robo del
dinero del banco. Si los empleados del banco fueran cómplices de los ladrones, de hecho estarían
buscando el efecto malo de su acción y se harían cooperadores formales, lo cual está prohibido
por las reglas del principio del doble efecto. Pero, según la hipótesis, ellos no quieren el robo, tan
solo lo permiten. Por tanto, valiéndonos del término técnico, se limitan a ser cooperadores
materiales. El efecto bueno, a saber, salvar la vida, compensa el malo del robo del dinero, y así
pueden abrir la caja fuerte sin cometer ningún mal moral.

Los moralistas actuales nos previenen acerca del uso del principio del doble efecto. Se da un
peligro, nos avisan, en considerar los dos efectos como entidades independientes, siendo así que
en la vida real el acto humano completo es uno y único. Además, no siempre resulta fácil separar
nítidamente los diferentes elementos del acto y limitarse a tolerar el mal sin buscarlo realmente7.

El aviso es acertado y nos debe hacer cuidadosos en la aplicación de este principio.

La ley moral

La determinación del carácter moral de un acto no nos obliga a realizarlo o evitarlo. Se puede
admitir que tenemos que hacer actos moralmente buenos si deseamos ser buenos, pero tal deseo
implica tan solo una obligación condicional, una necesidad hipotética y no un deber absoluto,
llamado por Kant, imperativo categórico. Alguien podría decir que no se encuentra interesado en
ser moralmente una buena persona y que, por tanto, no se siente obligado a obrar el bien.
Sin embargo, la humanidad parece estar convencida de que determinadas acciones son
prohibidas en absoluto, y otras impuestas sin condición, y que no está en manos del individuo
decidir si quiere llevar una vida buena o mala, según la moral. Parece que la gente tuviera cierta
conciencia de una ley fundamental que nos obliga a obrar el bien y evitar el mal. Esta ley que
existe antes de cualquier otra ley promulgada o positiva se ha llamado, desde tiempo inmemorial,
la ley natural. Aunque los filósofos han concebido de diversas maneras esta ley, es posible hallar
un elemento común en todas estas concepciones, a saber, que el hombre debe vivir de acuerdo
consigo mismo y que todas las leyes positivas pueden evaluarse moralmente por comparación
con la justicia fundamental, basada en la dignidad de la naturaleza humana.

7
Cf van der Poel, Cornelius J. “The principle of double effect”, in Charles E. Curran, ed., ¿Absolutes in moral
theology?, Washington: Corpus Books, 1968.
38
La creencia en la existencia de una ley natural, ¿se basa en la realidad o tan solo en la condición
social, en la educación o en la hábil manipulación de la sociedad por parte de unos líderes
astutos?

El concepto de ley

La ley, en general, significa una necesidad, impuesta sobre alguien, de obrar de una manera
determinada.

Ley física significa obrar de una manera determinada por necesidad física, por ejemplo, la ley de
la gravedad, la energía cinética y las leyes de la “naturaleza” en general. Como cuerpos físicos,
los seres humanos estamos sometidos a las leyes de la naturaleza y no podemos contravenirlas.
Si uno pone la mano sobre la candela, se le quema.

La ley moral impone una necesidad moral a los seres libres y los obliga a obrar de una manera
determinada. Puesto que la necesidad moral no actúa por fuerza física, quedamos en la
posibilidad de obrar contra ella, podemos contravenirla. Uno entiende que no debe mentir, pero,
de hecho, puede hacerlo.

¿Qué clase de fuerza es la necesidad moral? ¿Qué poder se encuentra detrás del mandato: “Usted
debe hacer o no hacer tal cosa”? Se dan dos clases de respuestas a esta pregunta:.

La respuesta positivista

El positivismo moral afirma que la fuerza de la ley moral proviene del poder de la autoridad o de
la sociedad que dicta la ley. La fuerza moral es, en el fondo, la voluntad del legislador, unida a su
poder de imponer la ley a personas que la van a observar por temor al castigo o al ostracismo
social. En otras palabras, la amenaza de castigo es lo que le da eficacia a la ley moral.

La aceptación o rechazo de esta teoría va a depender de la opinión que uno tenga del positivismo
moral. Pero, prescindiendo de ello, se puede preguntar si el temor al castigo sea motivo o fuerza
suficiente para hacer que la gente cumpla la ley. Si no se da motivo superior al temor, para llevar
una vida decente, entonces parecería que la policía tuviera que andar detrás de cada persona. En
el caso de Nueva York, ¿cómo podrían 30.000 policías poner en orden a una ciudad, con ocho
millones de habitantes? Más aún, el problema de hacer que los agentes encargados de hacer
cumplir la ley la observen ellos mismos, permanecería sin solución. ¿Al alcalde quién lo ronda?

Parece, más bien, que la gente entienda la importancia de las metas por alcanzar con
determinadas leyes y que este conocimiento, y no el temor al castigo, sea lo que los impulsa a
observar las leyes morales de ser honesto, veraz, respetuoso de la propiedad ajena, etc.

Esto nos lleva a la segunda teoría, relacionada con la naturaleza de la necesidad que la ley moral
nos impone.

La respuesta teleológica

Supongamos que me encuentro en una selva y que trato de buscar un refugio antes que caiga la
noche, para no verme expuesto al frío y al peligro de los animales salvajes. Supongamos,
además, que llego a un cruce de caminos y que una vía dice con claridad que conduce al refugio
y que el otro lleva lejos de él. Sería tonto de mi parte no tomar la vía que conduce al refugio
porque entiendo claramente la relación del medio, a saber, el camino, con el fin, el refugio, y
39
quiero alcanzar la meta que es vital para mí. Aunque no me encuentro forzado físicamente a
tomar el camino que lleva al refugio, se da una necesidad moral, que pesa sobre mí, de cogerlo.

Los “finalistas” afirman que en la vida se dan metas determinadas que no quedan a nuestra libre
elección, sino que se nos imponen por naturaleza. Podemos alcanzar estas metas sólo haciendo
determinados actos. De aquí la relación de una acción con tal fin, es decir, la relación de medio a
fin, fuente de la necesidad moral. No debe atribuirse a nuestra libre elección el que seamos
sociales o seres interdependientes, que tengamos que colaborar unos con otros. Los fines
necesarios de la vida social pueden obtenerse sólo por medio de determinados actos de
cooperación. Más aún, somos seres racionales y libres, no por libre elección sino en virtud de
nuestra naturaleza, y tenemos que obrar de manera racional y responsable para satisfacer
nuestros impulsos y metas existenciales de nuestra búsqueda de la verdad y de lo que, de veras,
realiza nuestra naturaleza.

La naturaleza dinámica del hombre, que busca su realización, es la fuente de obligación. Dicha
naturaleza no es, sin más, un hecho estático sino una tendencia, una exigencia de realización. Se
encuentra en un proceso de alcanzar su plenitud, la actualización de sus potencialidades. Un acto
que promueva este proceso no es tan solo una estadística fría, sino un eslabón en el
autodesarrollo dinámico del hombre hacia su meta ideal.

La ley natural en la historia

La respuesta teleológica que acabamos de describir es básicamente la esencia del concepto de ley
natural. La idea de que todas las leyes vienen de Dios, o de los dioses, prevaleció en las culturas
antiguas. El hombre vivía sometido a las fuerzas de la naturaleza y todas ellas revestían un
carácter sagrado. Aun la ley natural se creyó que tenía un origen divino y que había sido
impuesta al hombre por la voluntad de Dios. En las culturas primitivas, los sacerdotes hacían de
jueces, como una señal del carácter sagrado y divino de la ley. En el antiguo Israel, de acuerdo
con el Libro de los Jueces, estos eran sacerdotes8.

El concepto de ley natural, como distinta de la ley positiva, surgió en Grecia. Heráclito de Efeso
(aproximadamente del 536 al 470 aC) sostuvo que detrás de los fenómenos cambiantes se
esconde un logos divino que mantiene todo en armonía. “Todas las leyes humanas se nutren de
esta ley divina original”9 Las teorías metafísicas de Platón y Aristóteles derivan la moralidad y la
obligación moral de la naturaleza del hombre ya que la realización de dicha naturaleza o esencia
del hombre es al mismo tiempo la meta que tiene que alcanzar.

Aunque Aristóteles no usó el término ley natural, muchos filósofos medievales lo consideran
como uno de los primeros y más sistemáticos exponentes de los elementos fundamentales de la
misma. El estoicismo, filosofía fundada por Zenón (aproximadamente del 340 al 265 aC) fue el
primero que introdujo el término ley natural. (Estoicismo viene de Stoa, palabra griega que
significa galería, donde Zenón enseñaba). La filosofía estoica se extendió por varios siglos y
ejerció un gran influjo sobre Cicerón (106-43 aC) y sobre otros muchos prominentes abogados,
escritores y hombres de estado del Imperio Romano. Esta filosofía integró muchos elementos de
la mejor tradición griega en filosofía. Su teoría de la virtud es una aplicación del concepto de ley
natural. Virtud es una conducta firme e irrenunciable, acorde con la naturaleza racional del
hombre. Existe una ley universal que gobierna el mundo entero, y el sabio obedece de grado esta
ley eterna del mundo según se le manifiesta en su naturaleza racional.
8
Para una reseña histórica detallada acerca de la ley natural, ver: Rommen, Heinrich A. The natural law, St. Louis:
B. Herder, 1947.
9
Citado por Rommen, Heinrich A. The state in catholic thought, St. Louis: B. Herder, 1947, p 156.
40

Cicerón fue un firme defensor de la ley natural tal como la proponían los estoicos. El habló con
elocuencia de una ley innata e inmutable, fundamento de todas las leyes positivas. Citamos a
continuación una de las afirmaciones más famosas a este propósito:

“Si los principios de la Justicia se apoyaran en los decretos de los pueblos, en los edictos
de los príncipes o en las decisiones de los jueces, entonces la justicia aprobaría el robo, el
adulterio y la falsificación de los testamentos, caso de que estos actos fueran aprobados
por los votos y decretos del populacho. Pero si tan gran poder pertenece a la decisión y
decretos de gente insensata, de tal suerte que sus votos puedan cambiar las leyes de la
naturaleza, entonces ¿por qué no ordenan que lo que es malo y pernicioso pueda ser
tenido por bueno y provechoso? Y si una ley puede hacer que lo injusto se haga justo, ¿no
podría también hacer que lo malo se haga bueno? Pero de hecho podemos percibir la
diferencia entre buenas y malas leyes refiriéndolas a ningún otro parámetro que la
naturaleza: de hecho no solo lo justo y lo injusto se distinguen por naturaleza sino
también y sin excepción, conductas honrosas y degradantes. Ya que si una inteligencia
común a todos nosotros nos da a conocer todo y formula todo en nuestra mente,
tendremos por virtudes las acciones honrosas y por vicios las degradantes; y se
necesitaría estar loco para concluir que estos juicios son materia de opinión y no
determinados por la naturaleza”10.

San Agustín (354-430) hizo énfasis en el origen de la ley natural, que, a su juicio, es la ley eterna.
Dios gobierna el mundo por medio de su ley eterna, que reside en su mente y voluntad desde
toda la eternidad. El mundo y el hombre participan de esta ley eterna cuando vienen a la
existencia por un acto creador de Dios y comienzan a obrar de acuerdo con las leyes de Dios. La
ley natural moral es la participación de la creatura racional en la ley eterna de Dios. Santo Tomás
de Aquino y los grandes filósofos y teólogos escolásticos defendieron y perfeccionaron las ideas
tanto de la ley eterna como de la ley natural. La doctrina de la ley natural quedó firmemente
establecida en la Edad Media y recibió casi universal aceptación hasta mediados del siglo
dieciocho.

El alejamiento de la ley natural en aquella época se debió a una reacción contra la insistencia
exagerada del racionalismo sobre el poder de la razón humana. Algunos filósofos de aquella
época sostuvieron que podemos probar todos los preceptos de la ley natural, hasta el último
detalle, de un modo matemático. Semejante extremismo desacreditó la idea de la ley natural
como un principio directivo. (Tiene que ser aplicada con prudencia a las circunstancias variantes
de la vida humana, sin tomarla como una ley que precisa todos sus detalles). El utilitarismo y el
positivismo rechazaron la ley natural como fuente de la obligación moral y, en su lugar, pusieron
énfasis en la utilidad, la ley positiva, la presión social y la opinión pública, como fuentes de la
obligación. El positivismo legal en asuntos personales e internacionales llegó a ser ampliamente
aceptado en la jurisprudencia. Sin embargo, la idea de la ley natural no desapareció del todo.

Las décadas que siguieron a la segunda guerra mundial experimentaron una renovación de la
doctrina de la ley natural, si bien la doctrina no se ha conocido con el nombre de ley natural. Los
principios de la ley natural, vienen siendo proclamados más y más en forma explícita. La Carta
de los derechos humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948, presenta una lista de los
derechos humanos, basados en la naturaleza del hombre, con una validez innegable frente a
cualquier ley positiva. Los movimientos reformistas o revolucionarios del período de posguerra
de ordinario apelan a una ley superior y a una justicia fundamental que debe ser obedecida y
respetada antes que cualquier ley positiva de los estados.
10
Laws, I, XVI, traducido al inglés por Keyes, C.W. in The loeb classical library. Citado por Rommen, The natural
law. St. Louis: B. Herder, 1947, p 24.
41

El juicio de Nurenberg de los criminales de guerra en 1945 propició una interesante discusión
acerca de la ley natural11. El principio legal fundamental “no hay castigo sin ley” fue aducido por
los abogados defensores en favor de los acusados por crímenes de guerra. Se anotó que algunas
de las leyes, supuestamente violadas por los criminales de guerra, fueron promulgadas tan solo
después de las supuestas violaciones, de tal suerte que no eran vigentes en el momento en que
sucedieron los crímenes. Sin embargo, en el proceso se arguyo que dichas leyes siempre tuvieron
vigencia y que su promulgación positiva no creó la obligación de cumplirlas, sino tan solo dio
expresión a su obligación por escrito. El magistrado Robert H. Jackson, presidente del Consejo
de los Estados Unidos, argumentó que existen ciertas leyes fundamentales de la humanidad,
válidas antes de la promulgación de cualquier ley positiva. Aunque no existiera una ley positiva
contra el genocidio y la extinción de los “inhábiles”, tales actos son crímenes de lesa humanidad,
y quienes los cometan son culpables. M. Francois de Menthon, “Procurador general de la
nación” de Francia, manifestó la misma convicción: “No puede existir una nación bien
equilibrada y estable sin un consenso general acerca de las leyes esenciales de la convivencia
social, sin un parámetro general de conducta ante los derechos de conciencia, sin la confesión,
por parte de todos los ciudadanos, de unos mismos principios acerca del bien y del mal”12.

La atención de la opinión pública mundial se ha centrado en los últimos años sobre el maltrato
dado a los “disidentes” en varios países. Se han hecho muchas declaraciones y han aparecido
artículos y libros en defensa de sus derechos, basados en la “dignidad” del hombre, es decir, en la
naturaleza humana. Se trata aquí de derechos garantizados por la ley natural. En marzo 18 de
1977, en una alocución en la ONU, el presidente Carter manifestó la misma convicción cuando
dijo: “La prosecución de la justicia y la paz significa asimismo respeto por la dignidad humana...
La confianza fundamental de las relaciones humanas apunta a una exigencia más universal de los
derechos humanos fundamentales”13.

Aunque el término “ley natural” no se usa con frecuencia hoy día, existe una diaria indicación de
que la idea misma está viva y que su validez se reconoce más y más en todo el mundo.

En busca de la ley moral en la naturaleza humana

Si la ley natural se identifica básicamente con la naturaleza dinámica del hombre como origen de
sus actividades, un análisis de la naturaleza humana la debe encontrar allí presente. La ley
natural es una necesidad moral, impuesta a una persona por su naturaleza, de hacer el verdadero
bien y evitar el verdadero mal. Ya que estamos buscando las leyes de la naturaleza humana en
cuanto se distingue de otras naturalezas, debemos ser capaces de encontrar dicha necesidad en
aquellas facultades del hombre que lo diferencian específicamente de las naturalezas inorgánica,
orgánica y animal. Tales facultades específicas del hombre son su entendimiento y voluntad. Por
consiguiente, debemos encontrar la necesidad de la ley moral en el funcionamiento de estas
facultades.

En cuanto a la actividad del entendimiento, vemos que éste se ocupa de la verdad. Cuando afirmo
que el todo es mayor que una de sus partes, es decir, cuando se me representa con claridad una
verdad, mi entendimiento debe prestar su asentimiento a ella. En otras palabras, la verdad
impone una necesidad al entendimiento. La verdad, por supuesto, no siempre es transparente y
evidente, y puede consistir en una cadena de afirmaciones y deducciones complicadas. En estos
casos, nuestro entendimiento no se ve forzado a asentir mientras no aparezca la evidencia.

11
Cf, Thielecke, Helmut.Theological ethics I. London: Adam and Charles Black, 1968, p 385.
12
Citado por Thielicke, op. cit. p 386.
13
New York Times, Marzo 18de 1977, p A 10.
42

Una necesidad semejante se da también en el funcionamiento de nuestra voluntad. No podemos


querer algo, a menos que haya cierto bien en ese objeto. Tal bien puede ser sólo aparente, y la
voluntad no puede actuar, a no ser atraída por algo deseable en el objeto. El elemento deseable
de la acción, de alguna manera se ajusta al juicio que uno se haga acerca del propio progreso
hacia la autorrealización, aunque se trate tan solo de un avance muy limitado. Por ejemplo, quien
comete suicidio encuentra algún bien en ello, quizá verse libre de una enfermedad dolorosa, de
una humillación, del vacío de la vida, o lo hace por cualquier otra causa. Concluimos de aquí que
el bien, en general, es decir, lo deseable, impone una necesidad a la voluntad.

Esta breve descripción del funcionamiento de nuestro entendimiento y voluntad parecen probar
cierto determinismo en nuestras acciones y que la necesidad que encontramos, es algo más que la
mera necesidad moral. En cierto sentido es verdad que estamos determinados siempre a escoger
bajo el aspecto de bien. Se puede admitir que no somos libres en este sentido. Nuestra libertad
consiste en el hecho que podemos considerar una gran “cantidad de actos y objetos, en los cuales
podemos encontrar siempre algo atractivo, que podemos elegir a nuestro arbitrio. Si un objeto se
nos representa como absolutamente malo, no podríamos obrar. Ciertas personas desarrollan
obsesiones anormales y, en consecuencia, experimentan una cierta limitación en su libertad,
porque todo les parece malo y temible. Los sicólogos que manejan estos casos extraños de
pérdida de libertad tratan de convencer a sus pacientes de que los objetos de su obsesión no son
malos ni peligrosos, para que pueda desaparecer su inhibición.

Dado que nuestro entendimiento y voluntad no son en nosotros dos entidades independientes,
sino facultades de una misma persona que, por su medio, tiende a la verdad y al bien, podemos
afirmar que existe una ley fundamental en nuestra naturaleza que nos obliga a obrar el verdadero
bien y a evitar el verdadero mal. Sin embargo, esta obligación no equivale a una necesidad, ya
que, en iguales condiciones, nos encontramos libres de escoger entre varios bienes. Ahora bien,
esta necesidad constituye una verdadera fuerza moral dentro de nuestra naturaleza porque
entendemos que estamos obligados a escoger el verdadero bien y a evitar el verdadero mal, en
virtud de las operaciones y tendencias de nuestras principales facultades.

La ley positiva

Nuestro entendimiento capta la verdad cuando se le representa con claridad. Cualquier persona
normal puede conocer las metas principales de nuestra existencia humana y captarlas como el
origen de las obligaciones morales. Sin embargo, los hechos más complejos, metas y relaciones
de nuestra naturaleza, no se perciben fácilmente y, por tanto, los deberes que de allí dimanan, no
se aceptan por todos. Así, la ley natural, que se identifica, en el fondo, con nuestra naturaleza
humana, no nos puede orientar en los pequeños y complejos detalles de la vida. No obstante, ella
sigue siendo la fuente de obligación porque debe ser aplicada a los diversos y mutables
problemas de la vida humana por medio de la ley positiva.

Toda sociedad bien organizada promulga leyes positivas que, de alguna manera, son aplicaciones
de la ley natural y, por tanto, no puede contravenir sus principios o violar los derechos humanos
que de ella se derivan. Un principio general de la ley natural nos obliga a colaborar unos con
otros en la construcción de la sociedad y en la promoción del bien común. Tal precepto de la ley
natural se sigue claramente de las necesidades humanas que superan nuestras capacidades
individuales y que solo pueden satisfacerse con la colaboración de nuestros semejantes. El
precepto es claro en su dirección general, pero no nos dicta en concreto las reglas de tal
cooperación. Estas no se encuentran inscritas en nuestra naturaleza. Dependen de la situación
concreta y deben determinarse con prudentes leyes positivas. De aquí podemos concluir que la
ley natural nos obliga a obedecer las leyes justas de la legítima autoridad. Se puede entender con
43
facilidad, por ejemplo, que debe haber orden en el tráfico, pero las leyes concretas para conseguir
tal orden deben decidirse por medio de una legislación positiva, dado que no existe una
indicación en nuestra naturaleza por qué lado de la calzada debemos conducir. Se dan casos de
dos o más maneras, igualmente buenas, de alcanzar un bien común, pero tan solo se puede
escoger una para evitar el caos en la vida social. También en este caso, la legislación positiva
tiene que escoger entre todas, la forma única que deben seguir todos.

Así, la existencia de la ley natural no hace superfluas las leyes positivas. Por el contrario, las
fundamenta en la vida real y las mantiene dentro de los marcos de la justicia. Cualquier ley
positiva que contradiga la ley natural pierde su validez porque su fuerza obligatoria se deriva de
ella.

Mutabilidad e inmutabilidad de la ley natural

La mutabilidad e inmutabilidad de la ley natural constituye un problema que ha cautivado el


interés de sus defensores desde la aparición de su doctrina. Si la ley natural es mutable, se hace
relativa la moralidad. Si, por el contrario, tal ley es inmutable, se hace muy rígida para servir de
principio orientador de la moral en un mundo en constante mutación.

Como discutimos arriba, la naturaleza humana es dinámica y se encuentra en constante progreso


hacia el logro del ideal humano (de la naturaleza humana). Este hecho estaría a favor de la
evolución de la conciencia moral en la historia y de una manifiesta mutabilidad de la ley natural.
Al mismo tiempo, se dan elementos permanentes en la naturaleza humana que le dan estabilidad
a la ley natural y evitan el peligro del relativismo moral. A medida que el niño crece, cambia la
relación con sus padres. En una edad determinada se va a emancipar de la autoridad de sus
padres y no les va a deber la misma obediencia que antes. También cambia el deber de sus
padres para con él. Ya no tendrán que mirar más por él. El hombre ha venido creciendo desde la
infancia hacia una edad más madura, a través de la historia. Su conocimiento de la realidad
exterior ha crecido de una manera sorprendente. Ha modificado su medio ambiente, y en el
proceso, se ha visto afectado por todos estos cambios. Como los derechos y deberes de un adulto
difieren de los del niño, así los derechos y deberes de los miembros de una sociedad industrial
difieren de los de una comunidad agrícola o primitiva. El sentido de la paternidad responsable ha
sufrido cambios, ahora cuando la raza humana se ve amenazada no por la extinción sino por un
rápido crecimiento.

Tal evolución del hombre es promovida por su misma naturaleza, en especial, por su razón. La
ignorancia del hombre primitivo fue superada por el poder racional de generaciones que
levantaron culturas y civilizaciones. El cambio del hombre y, por consiguiente, la mutabilidad de
la ley natural en este sentido, está de acuerdo con la naturaleza. Santo Tomás reconoció tal
evolución, a medida que el hombre iba progresando de un estado imperfecto a uno más
perfecto14. Al mismo tiempo, se podría insistir en que no ha habido cambios reales en la ley
natural; tan solo han cambiado las circunstancias, y la inmutable ley natural indica las
aplicaciones de la moralidad en las nuevas circunstancias. Más aún, el hombre aprende más y
más acerca de su propia naturaleza y, por consiguiente, la aplicación de la ley natural a la
condición humana se hace más precisa y mejor conocida.

No hay que agudizar la oposición entre las dos posiciones. Los rasgos fundamentales que
caracterizan al hombre no cambian. Nunca volveremos a ser animales. Por tanto, tenemos que
vivir con el “honor y el peso” de seres racionales, libres y responsables. Por otra parte, el hombre

14
Cf Santo Tomás de Aquino, Summa theologica. Ia. Ilae. q. 97. al.
44
se ha visto afectado en forma definitiva por la evolución intelectual y la cultural que la
humanidad ha recorrido desde el amanecer de la historia hasta nuestros días. La evolución
intelectual y cultural se refleja en la conciencia y en el juicio moral que el hombre forma acerca
de su condición evolutiva. Podemos concluir que la ley natural cambia y no cambia en la medida
en que lo hace la naturaleza humana.

El conocimiento de la ley natural

La ley natural no es una ley estatutaria, es decir, no se encuentra de manera clara y expresa en
códigos legales; no ha sido promulgada por ningún gobierno en publicaciones oficiales. ¿Cómo
conocer, entonces, los deberes que nos impone? Si ignoramos una ley, no nos obliga, ya que la
ley moral no recibe obediencia por fuerza física, sino por la cooperación libre y consciente de los
seres racionales. La ley natural es la misma naturaleza humana dinámica en cuanto dirigida a su
propio acabamiento mediante acciones conscientes y deliberadas. El conocimiento de la ley
natural, entonces, va a depender de nuestra capacidad para conocer nuestra propia naturaleza.
Esta es una realidad muy compleja y no conocemos todos sus pormenores y relaciones. Por otra
parte, poseemos una experiencia directa de nuestra naturaleza. De hecho se encuentra más cerca
de nosotros que cualquier otra cosa. Todo mundo normalmente desarrollado entiende las
principales necesidades y metas de la existencia humana y los medios para alcanzar tales fines.
En otras palabras, conocemos y entendemos los preceptos principales de la ley natural
reflexionando sobre los fines existenciales del hombre y los medios para alcanzarlos. A medida
que crecemos y le hacemos frente a los retos de la vida, reconocemos de forma natural las
normas principales para llevar una vida humana decente.

En concreto, ¿cuáles son los preceptos que acepta la gente adulta y normal?

El primer principio es hacer el bien y evitar el mal. Este principio, básico y primario, es de fácil
aplicación a los problemas principales que todo hombre enfrenta en su vida, y sus consecuencias
se pueden deducir sin mucha dificultad. Los moralistas solían identificar los preceptos evidentes
de la ley natural con la segunda tabla del decálogo, es decir, respeto y obediencia a los padres,
obediencia a la autoridad civil, respeto a la vida e integridad corporal de los demás, fidelidad
matrimonial, veracidad en nuestras relaciones con los demás, respeto a la justa propiedad ajena,
observancia de pactos y promesas. Lo cual no significa que la gente no se equivoque a veces en
la aplicación de la ley natural, aun en estos casos evidentes. Aspectos más ocultos de la
naturaleza humana necesitan de estudio más cuidadoso, y aun a veces de larga y sofisticada
investigación, que no siempre despeja la ambigüedad. La mente humana no cuenta con
compartimentos para los diversos campos de la realidad, es decir, uno para las matemáticas, otro
para la historia y otro para la moral. Tenemos un solo entendimiento que trata de entender todo
lo real sin importarle su naturaleza. Verdades sencillas, por ejemplo, dos por dos son cuatro,
parecen evidentes aun para los niños. Verdades más complejas, por ejemplo las reglas del cálculo
diferencial, no se captan fácilmente, aun por personas cultas, porque son complicadas y no
aparecen evidentes, sin reflexión y estudio. En el campo de la moralidad, también algunos
hechos son evidentes, mientras otros son más complejos y no todo el mundo los comprende.
Nuevos avances en la biología molecular suscitan problemas morales difíciles, porque no todos
los hechos ni muchas de las consecuencias de ciertas intervenciones biológicas son conocidas, ni
siquiera por los expertos. Es natural que los juicios morales en estos casos puedan ser oscuros y a
veces equivocados. Los errores solo se descubren muchas veces después que ulteriores
investigaciones aclaran los hechos allí implicados. Por ejemplo, no sabemos mucho de los
resultados y consecuencias de la división genética. Por consiguiente, nuestro juicio moral en este
asunto de ingeniería genética va a ser dudoso o hipotético.
45
Las ciencias naturales y las humanidades han contribuido en gran manera a nuestro conocimiento
de la realidad. Siguen descubriéndose más y más verdades acerca de nuestra existencia y de las
relaciones de nuestra naturaleza con el mundo. Esto significa, a la vez, más progreso en el
conocimiento de la moralidad. Por tanto, la ley natural nos es conocida y promulgada por medio
de nuestra razón a medida que vamos conociendo la realidad del hombre y el significado de
hacerse hombres de verdad.

La sanción de la ley natural

Una ley positiva no se la considera en verdad ley si no tiene sanciones vinculadas a ella. Una ley
positiva sin sanción se la tiene por una recomendación, por un consejo que no nos impone una
obligación. La sanción es una pena vinculada a la violación de la ley, por cuyo medio la
autoridad urge la ley. La pena puede ser una multa, la cárcel, la pérdida de un beneficio o
cualquier otra clase de castigo. ¿Existe alguna sanción en la ley natural? Es obvio que no existe
ninguna sanción positiva vinculada a ella, aunque la ley natural con frecuencia puede ser
sancionada como ley positiva con su respectiva sanción. Ejemplos de esto pueden ser las leyes
positivas que prohíben el asesinato, el robo, el perjurio, crímenes que en todos los países reciben
sus correspondientes sanciones.

Sin embargo, podemos hablar en cierto sentido de sanción de la ley natural. El cumplimiento de
la ley natural significa acciones que nos acercan a la realización de nuestra naturaleza y al logro
de nuestras metas existenciales. Si no estamos poniendo los medios para alcanzar estas metas
naturales de nuestra existencia, antes por el contrario, hacemos acciones que nos apartan de
aquellas metas, sufrimos en castigo, la pérdida de nuestro ser de hombres. Nos hacemos menos
“humanos” en el sentido de que nos estamos apartando del ideal humano.

La violación de la ley natural perturba siempre el orden social y hace la vida menos ordenada y
menos humana aun para la persona que atenta contra el orden natural. La historia es testigo de
los graves males que sufren pequeñas o grandes comunidades humanas, cuando un grupo
considerable de sus miembros viola la ley natural. Cunde el temor por las ciudades, la sospecha
mutua llena la atmósfera, disminuyen los negocios, aumenta el desempleo, y así por el estilo. A
nivel nacional, violaciones graves del orden natural, como cuando se priva a la gente de sus
derechos fundamentales, se los explota, se viola la justicia social, el gobierno abusa del poder,
las consecuencias de tales transgresiones de la ley natural son tensión, pérdida de armonía y del
orden en la vida, violencia y muchas otras penas, todas ellas sanciones graves del
quebrantamiento de la ley natural. El descuido de la ley natural en las relaciones internacionales
trae, asimismo, consecuencias graves, como lo atestigua la historia. Por tanto, la ley natural,
cuenta con sanciones verdaderas, nacidas de su misma esencia. Tales consecuencias no son otra
cosa que la pérdida de las metas existenciales por parte de individuos y comunidades.

LOS DERECHOS

Los derechos humanos

El reconocimiento de la obligación moral es una experiencia común de la humanidad. Nadie


puede decir en verdad que nunca ha sentido la fuerza de la obligación moral en su conciencia.
Además, experimentamos una fuerza moral en la ejecución de nuestro deber que nos capacita
para usar los medios apropiados para cumplir con nuestras obligaciones. Nos parece
contradictorio estar obligados a hacer algo y no tener los medios para cumplir tal deber. Se sigue,
como es lógico, de la existencia del deber que la persona que esté obligada a ello debe tener la
posibilidad de exigir justamente los medios apropiados para cumplir su deber y, a la vez, para

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