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- Sin duda. El espíritu de las corrientes que sostienen que la enfermedad no puede ser
pensada por fuera del sujeto que la encarna y del contexto familiar y social del que
forma parte ha incidido en el surgimiento del acompañamiento terapéutico. El
acompañamiento forma parte de una propuesta alternativa que buscó desde sus
comienzos trabajar para recuperar la dignidad del ser humano ignorada en la
asistencia asilar. Los antipsiquiatras y quienes propulsaron la creación de comunidades
terapéuticas auspiciaron modos revolucionarios de pensar la enfermedad mental,
proponiendo una apertura que resultaba fundamental.
Recuerdo que el capítulo inicial de nuestro primer libro se titulaba “Contra la
enfermedad como delito” y llevaba como epígrafe una frase de Hipócrates que decía:
“médicos por lo menos no causéis daño”.
La reclusión, la medicalización amordazante, las etiquetas diagnósticas alienantes,
necesitaron de fuertes denuncias y corrientes comprometidas en desmanicomializar a
sus enfermos para ayudarlos a encontrar nuevamente el sentido de vivir en
sociedad.Pensamos pues para el abordaje en salud mental en modelos abiertos a lo
heterogéneo y cambiante, en libertad, no en el encierro.
- ¿Cómo y cuando se comenzó a implementar la figura de AT?
- Cómo ocurre con los orígenes en general, es muy riesgoso atarse a una mirada
monofocal y estática de los comienzos. Más aún, insistir en hacerle un ADN para fijar la
paternidad del tema, no parece ser una idea interesante. Como decía recién,
pertenecer a la prehistoria ágrafa del acompañamiento es un problema justamente
porque las experiencias eran clínicas, y hasta podría decirse épicas, y el intercambio
entre distintos polos de pertenencia era aun informal. Lo que no cabe duda es que el
surgimiento de este nuevo rol, como decíamos en los comienzos, está asociado a la
insuficiencia de enfoques convencionales. A los límites que nos impone la clínica,
necesitada de ampliar las herramientas terapéuticas para hacerle frente al dolor
psíquico extremo.
Con pudor y con orgullo seguimos recordando, anécdotas de los comienzos, propias de
tanteos de la inexperiencia, como correr por la calle a un paciente adolescente, alto y
ágil fugado del hospital de Día mientras llegaba el acompañante de reemplazo. Yo
corría a pie y Jorge, el AT que venía a reemplazarme en su Fiat 600. Cuando
encontramos finalmente al paciente, algunas cuadras más adelante cometimos el error
de subirnos al Fitito los tres con la pretenciosa ilusión de que el paciente pudiera
reflexionar sobre su acting out… Eran los tempranos setentas, los pacientes jóvenes
adictos eran fácilmente identificables, con aspecto hippie y lugares de reunión muy
puntuales y acotados como la Galería del Este o el BaroBar. De manera que en aquel
escenario inicial los amigos calificados fuimos comenzando a incluirnos como jóvenes
estudiantes, con vocación asistencial, creatividad y convicción de que el trabajo en
equipo podría hacer de este recurso un aporte terapéutico.
Había que inventarlo todo. Padecimos durante décadas del desconcierto de los legos,
de la resistencia de los psiquiatras a aceptar los déficits y cuestionamientos al poder
médico vertical y de la aprehensión de los psicoterapeutas a incluir acompañantes
cuando el estado clínico de un paciente así lo requiere. La práctica clínica, que surgió
con fuerza en el ámbito privado, tuvo una seria dificultad de entrar en el ámbito de los
Hospitales públicos durante la Dictadura militar. En aquel entonces yo integraba el
equipo de niños y adolescentes del Policlínico Avellaneda, que dirigía Silvia Berman.
Fuimos echados todos de los Servicios hospitalarios de Salud Mental, que quedaron
desmantelados y arrasados en su conjunto. Pese a eso seguimos trabajando en
grupos, reflexionando sobre la función de acompañar, viviendo momentos de riesgo
mientras acompañábamos a nuestros pacientes en la vía pública, pero seguimos
adelante. Recién con la vuelta de la democracia, en 1983, tuvimos la posibilidad de
reaparecer con mayor fuerza y congregarnos nuevamente. Allí ocurrió un hecho
curioso, que recién ahora lo ligo a la salida de aquello que Santiago Kovadloff llamó
“Cultura de Catacumbas”. En noviembre de 1983, atravesadas por el compromiso
creciente con el acompañamiento terapéutico, organizamos y presidimos con Eduardo
Kalina y Silvia Resnizky el “Primer Encuentro Argentino sobre Acompañamiento
Terapéutico en Psiquiatría” donde 170 participantes debatieron con los pioneros que
alojaron y habilitaron el ejercicio del acompañamiento. Allí Lía Ricon, Ricardo Grimson,
Javier Chimera, Jorge García Badaracco, Octavio Fernandez Moujan, Santiago Korin,
Oscar Olego, Juan Yaría, se manifestaron en relación a lo nuestro. Curiosamente este
primer hito, quedó sepultado o salteado de los relatos que historizan el itinerario de
esta profesión. Dos años más tarde, en ocasión del Segundo Encuentro Argentino de
Acompañamiento publicamos aquel primer libro dedicado al acompañamiento, en
Editorial Trieb.
Durante años padecimos y nos afligimos con Silvia Resnizky por esta omisión a la que
sentíamos injusta. Hoy la leemos de otra manera, la pensamos inscripta en los
laberintos propios del trabajo de construcción y deconstrucción que ha vivido el
crecimiento de esta joven profesión que con vigor y consistencia se ha arraigado al
campo asistencial en Salud Mental.
- ¿Cuáles son los obstáculos más frecuentes e importantes con los que se
encuentra quien va a ocupar ese lugar?
- Pese a haber conquistado un reconocimiento creciente, el dispositivo de
acompañamiento continúa batallando en distintos frentes que le hacen obstáculo. El
primero de los escollos es que no fuimos educados para trabajar en equipos. En un
enfoque interdisciplinario se busca articular lo diverso con lo propio. Allí conviven
profesionales que necesitan interactuar y dialogar para evitar interferencias que
perjudiquen al paciente. No olvidemos que trabajar en el terreno de las psicosis, la
clínica de las impulsiones, las depresiones, la discapacidad, nos compromete a coincidir
en una estrategia conjunta. No siempre los profesionales están disponibles para
sostener esta dinámica de equipo. Otro obstáculo son las resistencias familiares, que
creen poder incidir en la frecuencia, duración y condiciones del acompañamiento. En
esos casos es fundamental precisarles que se trata de una indicación terapéutica y que
como tal sigue el encuadre que determina el equipo tratante.
La falta de reuniones, de intercambio de informes actualizados y de lineamientos que
operen como referentes que orienten al AT, empobrece también la fecundidad de su
labor. Por eso es que tanto insistimos en la insuficiencia de enfoques fragmentarios
que distorsionan el sentido del acompañamiento.
- En algunos casos el lugar del A.T. genera una fuerte transferencia, ¿esto
podría sugerir resistencias al trabajo analítico?, ¿de qué manera abordarlo?
- Uno de sus planteos señala las dificultades que muchas veces se presentan
en el cierre del acompañamiento, ¿Cuáles son las dificultades más frecuentes
y en qué aspectos hay que seguir trabajando para revertir esta situación?