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CRONICAS-Biografía Lectora

Del ser escritor


Natalia Moret

Con ustedes, la "ponencia" que leí en Mérida:

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La consigna decía: “Una ponencia en la que, a partir de su propia experiencia como escritores,
concentren su poética narrativa, su particular manera de concebir la relación de la escritura con
lo real, las razones de su escritura, su relación con la tradición literaria (narrativa o no) de su
país de origen y asimismo su relación con la tradición literaria en lengua castellana u otras
tradiciones en lenguas distintas.” No me dejan, entonces, mucha más opción que hablar de mí.
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Sin exagerar, en mi familia no leía nadie, salvo mamá, que fue la que me inició y que hace 9
años ya no lee, no come, no habla, no hace nada de nada. Llegué a los libros gracias a ella;
ella, gracias al padre que con su abandono la mandó a Buenos Aires, a la casa de una tía muy
rusa muy malvada y muy lectora, pero ese es otro cuento. Y por hechos de ese otro cuento, se
hizo adulta a los golpes y a las corridas. Marcada, como las que vinieron antes, para volverse
la reina suicida de lo doméstico, mamá se volvió una militante de la disidencia familiar. No es
que se haya conseguido un buen marido, ni tampoco es que mi padre nos haya abandonado;
no exactamente. Como buena estratega, mamá atacó todos los símbolos: el césped lo cortaba
ella, el asado lo hacía ella, las telenovelas y las barbies estaban prohibidas, y el dinero, el
símbolo por excelencia, lo traía ella. Y se educó, para no confinarse a lo privado. Ni Alicia ni
Gulliver ni la colección amarilla Robin Hood; lo primero que me pasó, que recuerdo que me
leyó, fue La metamorfosis. En parte, creo, porque pudo ser chica recién cuando mi hermano y
yo éramos más grandes, y en parte para terminar de instalarme una certeza y una pregunta:
aquella sobre la incomodidad. Su última desobediencia fue morirse muy joven y dejar a sus
hijos, nunca visto en la familia, a cargo de un hombre.
Mi yo lector nace más o menos ahí, de mano de una madre inadaptada leyéndole a su hija un
relato incómodo y, como todos los relatos que me perturban –y esto viene a ser lo mismo que
que me gustan-, un relato inconcluso. Yo no entendía casi nada, y eso era lo alucinante: el
desconcierto. La cantidad de preguntas con las que hostigaba a mi lectora y que ella,
consecuente con su programa educativo, dejaba sin responder. Calculo que vendrá de ahí esta
idea de la literatura como dispositivo de representación, siempre fallido, de lo inadecuado; y de
ahí también mi relación con la escritura, un rodeo necesariamente trunco que nunca llega a dar
de lleno en el centro de lo incómodo.
La metamorfosis, y también que éramos pobres, claro. Porque mi casa era tan chica que el
único lugar en el que podía estar sola era el baño, y me encerraba largos ratos resistiendo las
quejas de los que querían ducharse o lavarse los dientes, y me llevaba un libro, y leía sentada
sobre el inodoro o arqueada en la bañadera minúscula, como una guirnalda encajada a presión
en un sobre, de más está decirlo, perfectamente incómoda.
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Entre mis ocho y doce años, dos amigas y yo nos juntábamos después del almuerzo, con
nuestros "cuadernos de poesía", algunos libros, y la mochila llena de cosas para el picnic. El
"cuaderno de poesía" fue mi segundo cuaderno en blanco. El primero, un diario con candado,
que guardaba en mi mesita de luz. El entusiasmo por escribir en soledad, para mí misma, me
duró bastante poco. Quería tomar nota de todo lo que me pasaba porque estaba segura de que
iba a olvidarme, y no quería olvidar. Mi diario, y, según mi abuela, comer mucha manzana, iban
a guardar intacta mi memoria. En esa época, cuando todavía me guardaba en burbuja, mamá
decía que su hermano era una persona muy sufrida porque sólo podía recordar los peores
momentos de su infancia, no como ella, que sólo tenía de los buenos. Mi tío le respondía que
no había nada peor para la felicidad presente que un pasado idílico, como haber tenido una ex
novia demasiado linda y pasarse la vida buscando un reemplazo que no iba a encontrar nunca.
Pero a veces mamá lloraba porque sí, y yo ahí me preguntaba si sería por un mal recuerdo que
no había podido filtrar, o por un ex novio al que papá no le llegaba ni a los talones. Anotaba
todo esto en mi diario porque sospechaba de las virtudes de la manzana, pero sobre todo de la
memoria como una máquina sumisa y obediente. ¿Si no por qué lloraba mamá? ¿Sino por qué,
además, Funes era un personaje único y, me explicaron, fantástico? Mi diario iba a ser mi
testimonio, de mi mundo, y para mí misma. A los nueve años viajaba con él a todas partes para
registrarlo todo. Fue imposible. Me di cuenta no sólo de que no podía verlo todo y mucho
menos registrarlo, si no de la imposibilidad de ver y registrar al mismo tiempo, idea que me
enroscaba en una espiral de mí misma escribiendo viéndome escribir que se extendía y hacía
que me perdiera, entre otras cosas, la merienda. Ahí entendí que lo que estaba en los libros no
podía ser la vida, porque era técnicamente imposible. Ahí entendí, sin entenderlo mucho, que
había una trampa.
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Una noche se quedó a dormir en casa mi primo Javier, un año mayor que yo. De grande Javier
se volvió hippie y se mudó a una comunidad naturista en la Patagonia, pero en esos años
todos veían en él a un futuro ingeniero. Era fanático de las cosas útiles. Su pregunta de
cabecera no era por qué, si no para qué, y producía sus propios mecanos, con los que una vez
llegó a armar un auto bastante impresionante. Esa noche, en la carpa que nos habíamos
armado en el jardín, me dijo que si cavábamos un pozo ahí mismo hasta que se terminara la
tierra íbamos a salir en la China, y yo le conté cosas de mi diario, al que ya le quedaban
poquísimas páginas entre anotaciones del estilo: "a las diez la abuela empezó a preparar la
masa para los ñoquis. Le puso un poco de azúcar y después la dejó reposar". Le leí algunas
partes. Cuando terminé, él, fiel a sí mismo, preguntó "¿y para qué lo escribís?". Le dije que
quería contar, y el preguntó a quién. "No sé, a ustedes". Y cuando dije "ustedes" pensé en
"ustedes, mi familia", pero dije solo "ustedes", y mi primo puso cara rara, y preguntó "¿ustedes
quiénes?". Algo fastidiada, respondí "a los que yo quiera". Y tal vez por lo del pozo hasta la
China y lo ridículo que, de pronto, me pareció ponerle candado a mi diario pero andar leyéndolo
por ahí, agregué que planeaba enterrarlo en el jardín de casa para que lo encontraran en el
futuro y pensaran que así eran las cosas en 1990. "Ah", dijo mi primo, "entonces contá la
verdad, para que sirva". Así dijo, "la verdad", y "para que sirva", y yo me quedé pensando por
qué.
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De ahí a los experimentos hubo un paso. Ya no quería escribir para mí. Empecé leyéndole
partes de mi cuaderno de poesía a mamá, que escuchaba con interés. En ese cuaderno,
copiaba algunos poemas que me gustaban de Neruda y de Pizarnik y de Sor Juana Inés de la
Cruz, que estaban mucho en la biblioteca de mi madre, y copiaba letras de canciones de Silvio
Rodriguez y Serrat y los Beatles, que sonaban mucho en casa, y empecé a pasar los "tu" a
"vos", y a reemplazar nombres como "Yolanda" por "Fernando" o "Martín" o "Hernán" depende
la semana, y después a mezclar las canciones con los poemas con cosas que sacaba de mi
diario hasta que al final salía algo nuevo, otra cosa, que era mía. Hacía covers. A papá también
le leía, pero no me prestaba mucha atención. Papá no leía nada más que el diario de los
domingos, y cada vez que resignaba el noticiero por una película elegía una que en algún lugar
de la caja dijese "Basada en un hecho real". Papá no quería historias inventadas y yo quería
que él me leyera. Entonces empecé a dejar mi diario en cualquier parte de la casa, sin
candado, como sin querer. Mis notas sobre la abuela y la cocción de los ñoquis no parecieron
interesarle. Después probé con historias de asesinatos, fantasmas y otras cosas poco creíbles
que tampoco le quitaron el sueño. Así que un día, ya casi desesperada, mentí: "Querido diario,
hoy en el recreo Fernando me tocó las tetas". Funcionó de maravilla. Al día siguiente de eso
me sentaron en el comedor, me interrogaron, juré que era todo un invento y no me creyeron.
Hasta hablaron con la maestra, que se quedó también con la duda. Ahí estaba la trampa en
plena acción, la misma trampa que me tendían a mí los libros que me gustaba leer. Ahí estaba
la verdad que reclamaba mi primo, aunque un poco diferente. Me habían creído todo.
El otro experimento lo hacíamos con mi amiga Nancy, tendríamos doce años. Nos parábamos
en el pasillo de entrada a su casa, sobre el que daba el aparato de aire acondicionado de la
vecina, Doña Rosa, y empezábamos a contarnos cosas que no habían pasado como si
hubieran pasado. Lo de Doña Rosa no es chiste, se llamaba así, que acá no sé si significa algo
pero que en Argentina es como el genérico para vecina chismosa. Doña Rosa, como tantos
otros de mi barrio y de cualquier barrio chico, era el personaje de sí misma. Sabíamos que era
tan curiosa, y que tenía tanto tiempo libre, que se pasaba varias horas deambulando por su
casa y que en cuanto escuchaba nuestras voces a través del agujero del aire acondicionado
paraba la oreja, para descifrar y construir el material que echaría a correr por el barrio,
versionado, horas más tarde. Ella también hacía covers, que se deformaban hasta volver como
un boomerang hipertrofiado a mi casa, a cinco cuadras de ahí, donde recibíamos la señal
gracias a mi abuela. De un padre que se quedaba sin trabajo, volvía un desempleado,
alcohólico y golpeador. De un chico que probaba marihuana por primera vez, un adolescente
problemático que robaba a sus padres para comprar drogas y que, seguro, iba a terminar
internado en una granja de rehabilitación de adictos. Una vez nos la cruzamos en la puerta de
calle y directamente le contamos ahí el chisme inventado, uno que acaba de ocurrírsenos, uno
bien jugoso, sobre la supuesta infidelidad del peluquero Toto con otro hombre. No tuvo el
mismo efecto. Doña Rosa nos escuchó, nos miró, algo desencantada, y se lo olvidó, o al
menos nunca recibimos una versión de ese. Fue una desilusión tremenda. Nancy decía que se
nos había acabado la imaginación. Unos días después volvimos al pasillo y probamos de
nuevo. Dijimos que Helena, una amiga más grande que estaba ya por los quince, se había
sacado un dos en un examen. Esa misma noche mi abuela me preguntó si yo no sabía si
Helena tenía novio y si por eso estaba siendo una pésima alumna, tanto que tal vez hasta la
echaban del colegio. Fantástico. Le dije que no tenía idea y corrí al teléfono para avisarle a
Nancy que la imaginación no era el asunto. La fuerza de nuestro relato no estaba en lo que
exponía. La potencia no estaba en la anécdota consumada; estaba en aparecérsele desde ese
pasillo casi a oscuras, en voz bien baja y con interferencias, a Doña Rosa, nuestro testigo
obligatorio, pero invisible, del otro lado del agujero en la medianera. Ahí estaba el canal que
hacía que nuestras historias no se suicidaran, como la del peluquero, y fuesen algo más que el
despliegue, más o menos interesante, de una imaginación. Doña Rosa no quería que le
contaran un cuento para sorprenderla, o ponerla triste, o hacerla reír. Un agujero en una
medianera filtra una voz entrecortada: cambiando unas palabras por otras, ahí estaba casi
todo.
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Muchos años después, en mi primer taller literario, me decían: “Hay que contar historias,
Natalia, y las historias se cuentan así”. Contar historias. Confiar en los sustantivos. No abusar
de los adverbios. Contar historias y contarlas así. Yo desconfiaba, pero hacía caso. Al fin y al
cabo estaba asistiendo a un taller y qué sentido tenía asistir a un taller si no pensaba darle mi
bendición. Todavía creía que era posible enseñar a escribir. Así que, respetando instrucciones,
me entregué a la escritura de decenas de cuentos que salían hasta de a dos o a veces tres por
semana y que, sin exagerar, eran correctos. Esos años coincidieron con el único noviazgo
armónico que tuve en mi vida, y con un trabajo muy poco desafiante que me garantizaba
holgadamente la reproducción y el ocio, sin mayores conflictos. Situado en contexto –mi madre
había muerto ese mismo año- el diagnóstico es inequívoco: yo me había infectado con el virus
de la negación y, por ende, de la felicidad en su sentido más improductivo, de lo improductivo
en su sentido más político. Esos fueron los años en que viví fuera de peligro. Tiempo después,
cuando yo ya empezaba a sospechar que mi madre sí estaba muerta y que la casa sí no
estaba tan en orden, mi hermano me confesó que durante algunos años, en charlas con
desconocidos ocasionales, había dicho que su nombre era Juan y que estudiaba Derecho,
ambas cosas técnicamente falsas. Me sorprendí. Mi hermano había sido tartamudo durante su
infancia, y parece que, entre extraños, su verdadero nombre y profesión le resultaban
imposibles de decir sin volver a tartamudear como entonces. Nunca podía decir lo que quería
decir como quería decirlo. El artificio, entonces, era pensarlo todo de muchas otras formas y
rodearlo hasta acercarse. Fue como una revelación. Volví a mis textos y no pude ver más que
Juanes y estudiantes de derecho, efectivos, ocultando su tartamudez sin la conciencia de estar
haciéndolo. Mis textos lo podían todo y no tenían fisuras. Mis textos eran completamente falsos
y, aunque realistas, estaban muy lejos de todo lo viviente. Abandoné el taller y estuve casi un
año sin escribir, escribiendo hojas en blanco sentada en la imposibilidad. Ahí, en esa
imposibilidad que es a la vez la de escribir y la de no escribir, viven mis textos desde entonces.
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Más o menos por la misma época, hace 3 años, abrí un blog. Ansiosa por escribir estuve
siempre, pero nunca por publicar. Por eso, nunca llevé mis textos a un editor o me presenté en
concursos. Todo lo que había escrito, siempre formas más bien breves, circulaba por la esfera
íntima y por algunos lectores calificados que me hice con el paso del tiempo. Desde que abrí el
blog, en cambio, empecé a subir casi todo, ahí. Experimentos, fragmentos fragmentados, sin
mucho respeto por la forma ni el género, mezclando relatos con poemas con notas de lo
cotidiano sin ninguna conexión aparente, pero a la vez todo esencialmente parte de lo mismo, y
en poco tiempo empecé a tener visitas, leáse lectores, que hoy andan por las 300 diarias.
Descubrí el placer de ser leída con, algo difícil de lograr con los libros impresos, el plus del
canal abierto entre el escritor y el lector, en forma de comentarios, que nos acercan un poco a
la experiencia del otro en la lectura de nuestros textos. Después de eso aparecieron algunas
invitaciones, que acepté, para publicar en revistas de allá y de acá, en varias antologías de
editoriales pequeñas y también de otras más grandes, antologías de “jóvenes nuevos
narradores” (como si joven y nuevo fueran sinónimos de bueno). Tomando que escribo también
para que me lean, 300 visitas diarias no está tan mal, si consideramos que, en Argentina, un
libro de un escritor medianamente consagrado que no esté dentro del circuito comercial, se
considera un éxito de ventas cuando agota la primera tirada de 3000 ejemplares*; la segunda
termina en saldo. Y esto, claro, concediendo que todos esos compradores de libros sean,
además, lectores, lo que no sucede siempre. Pero sí sucede que el libro sigue teniendo el
prestigio del libro. Autoriza, a quien lo lee, como si al pronunciar una palabra atrás de otra se
estuviese inmediatamente leyendo, y a quien lo escribe, porque detrás del libro está el
supuesto de que alguien, el sujeto autorizado y moderador que decidió que ese libro saliera a
la luz, opera como garante ante la calidad, la necesidad, de ese libro. Como si no se publicara
de todo, por no decir cualquier cosa. Porque, ¿qué se publica y por qué? ¿Quién autoriza, y por
qué? Parte de la reacción defensora de las altas letras, que si no se aggiorna va a quedar
vetusta, se pregunta, como con todo lo que es nuevo y diferente, si lo que se escribe en
internet puede ser literatura. Si no hace falta pasar al libro para ser literatura. La pregunta
encierra el mismo supuesto falso. Como en los libros, la producción literaria disponible en
internet es vasta y variadísima, y, como también sucede en los libros, se encuentra de todo.
Algunas editoriales independientes de Argentina han comenzado, incluso, a subir sus libros en
pdf para que el lector pueda bajarlos gratuitamente. Puede sonar irracional en términos de
mercado, pero negar el avance de Internet como nueva, y poderosa, forma de circulación de la
información que obliga a repensar las posibles mutaciones del libro, sería tal vez algo necio.
Internet da lugar a la irrupción anárquica y descentralizada de miles de voces anónimas que
vienen a decir algo, sin más filtro político y editorial que el deseo del que escribe y el gusto del
que lee. Por eso, y lo otro, reaccionan los autorizadores. Y por ese coro anónimo tiembla el
ego, el nuestro, desesperado de hacerse de un nombre propio que lucir en los congresos y los
suplementos culturales y la universidad, como si así pudieran paliarse las inseguridades sin las
que, por otro lado, resultaría imposible escribir algo bueno, y por bueno quiero decir, sobre todo
y en todos sus sentidos, errante. Por eso agradezco la invitación de Plátano Verde pero sobre
todo de los organizadores de esta bienal, que llegaron a mí a través de mi blog, por dar lugar
en medio de lo solemne y lo autorizado a voces anónimas como la mía.
**Respecto a la tradición y bien breve, porque esto ya se hizo un tanto largo, lo único que no
querría hacer es desplegar un catálogo, y lo único que quiero decir es que todo lo que leí me
afectó de alguna forma, que me obsesioné, que quise ser otra, que de cada romance salí un
poco distinta. No se trata, me parece, de entretener ni de contar historias. La literatura,
volviendo a esas verdades irrebatibles que uno sólo encuentra en su infancia, se parece
bastante a una serie de covers que versionan indefinidamente los mismos temas. Una larga
canción interrumpida, muy de vez en cuando, por una nota fuera de tono, pero una nota tan
certera que hace que el resto no pueda jamás tocar como venía tocando. La tradición literaria
es esa particular y siempre propia topografía de excepciones. Las tetas de las que, para contar
nuestra módica tragedia personal, nos prendemos todos.
********** *nota posterior: me dijeron que 3000 suena hasta exagerado

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