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INTRODUCCIÓN
Esto es una novela. Que nadie vea en este libro nada más que eso. Cualquier otra
intención haría crecer hasta lo insoportable la osadía de poner en boca de Jesucristo sus
sentimientos más íntimos. Porque, si ya es difícil saber lo que siente un ser humano ante
circunstancias tales como la decepción, el fracaso, el sufrimiento o la muerte, resulta
simplemente imposible saber lo que experimentó el Hijo de Dios. Como mucho,
podemos imaginarlo, partiendo de las propias experiencias o de aquellas otras que, sin
tener su origen en uno mismo, la vida a arrojado a tu orilla como un mar va poniendo en
la arena de la playa los restos de tantos naufragios.
Moviéndome, en cambio, en el género literario de la novela, provisto de las
mejores intenciones y del asesoramiento de lo que antes de mí han dicho de Cristo
santos y teólogos ilustres, me atrevo a adentrarme en el misterio arcano del corazón de
Jesús para poner en su boca, a modo de confesión y de desahogo con sus más queridos
discípulos, sus sentimientos, sus motivaciones, las causas de un comportamiento que le
condujo a la muerte en la cruz.
Claro que el primer interrogante que debo contestar es por qué escribo esta
novela, por qué me atrevo a navegar por el misterioso océano del corazón de un Dios.
La respuesta la dio hace más de ocho siglos San Francisco.
Cuentan los biógrafos del santo de Asís que, en cierta ocasión, éste salió de la
capillita donde rezaba, allá en el dulce valle de la Porciúncula, llorando
desconsoladamente. Sus amigos le preguntaron por el motivo de su congoja y él sólo
atinaba a contestar: “El amor no es amado”. San Francisco había tenido, durante la
oración, una visión espeluznante. Había visto a las multitudes que acudían a rezar en
todos los templos del mundo. Había escuchado sus oraciones y había comprobado que
todas tenían un denominador común: “dame”, “dame”, “dame”. Ante el altar de Dios se
vertían continuamente toneladas de peticiones: por la mujer, por el marido, por los
hijos, por los padres, por el trabajo, por la salud, por las cosechas, por los ganados, por
el éxito en una operación comercial, por el éxito en las guerras incluso. Pero nadie o
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casi nadie acudía al Señor a darle las gracias o a decirle: “Aquí estoy, puedes contar
conmigo. Pídeme lo que quieras, pues necesito darte algo para devolverte, aunque sólo
sea en una ínfima parte, algo de lo mucho que de ti he recibido”. El amor, Dios, no es
amado. Es utilizado, manipulado, explotado. Pero no es amado.
Cuando San Francisco comprendió esto, allá en aquel maravilloso siglo XIII, no
pudo más y rompió a llorar de pena. ¿Qué haría el santo de Asís si viviera hoy? ¿Qué
haría si viera lo que sucede en el mundo actual, en la propia Iglesia de nuestros días?.
Porque hoy el problema es mucho más grave que entonces. No sólo sigue siendo el
denominador común de la espiritualidad de la mayoría de los cristianos la petición. No
sólo ésta predomina sobre la gratitud. Peor aún es el proceso que tiende a
despersonalizar a Cristo, a convertirlo en una idea, en un ente de razón, en una bandera
cargada de ideología y bajo la cual se emprenden batallas casi iguales a las que libran
los políticos.
Dios no ha muerto, aunque lo hayan dicho Marx, Feuerbach, Freud o Nietzsche.
Y, sin embargo, para muchos creyentes, quizá sin saberlo, Dios sí ha muerto. Ha muerto
porque ya no le tratan como a un ser vivo. Ha muerto porque ya no se relacionan con él,
sino con los “valores” que se desprenden de su mensaje. Es por esos valores, tipificados
en el concepto teológico de “Reino”, por lo que muchos dicen luchar, corriendo el
riesgo de dejar de lado al personaje que originó todo, al Hijo de María, al Rey, a
Jesucristo.
Por eso escribo este libro. Por eso me atrevo a suplantar el corazón de aquel
joven Dios que murió crucificado en Jerusalén. Porque creo necesario volver a recordar
a los cristianos que es a él a quien debemos amar pues es él quien nos amó primero. Él
es el origen de nuestra fe, de nuestra esperanza y también el verdadero modelo de
nuestra caridad. Luchar por los valores que están contenidos en el Evangelio sin luchar
por él, sin conocerle y amarle a él, es, de alguna manera, matarle con una muerte peor
que la que le infringieron Pilato y Caifás.
Me gustaría que, al concluir estas páginas, el lector hubiera descubierto o
redescubierto la persona divina y humana de Cristo. Me gustaría, porque ese es el
objetivo del cristianismo: conducir el hombre a Dios a través de Jesús de Nazaret, único
mediador entre Dios y los hombres. Si, como resultado, el lector crece en el amor a
Jesús, si es capaz de hacer un acto de amor afirmando “por ti, Señor, que hiciste tanto
por mí”, entonces no sólo me daré por satisfecho sino que creo que habré contribuido a
que, de verdad, los llamados “valores del Reino” se encarnen en el corazón del hombre.
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UN DÍA DE PRIMAVERA
tiene toda la razón. No debemos tener miedo a nada. Lo más que nos pueden
quitar es la vida y eso no es tanto, después de que estamos seguros de que
hay otra más allá de la muerte.
- ¿Pero podemos estar seguros de eso? –interviene Natanael en la
conversación-. ¿La resurrección de Jesús ha sido un don que Dios le ha dado
a él en exclusiva o es algo a lo que podemos aspirar todos los que le
sigamos?.
- Realmente nos quedan muchas cosas por saber –dice otro de los galileos, de
nombre también Santiago y al que llaman el de Alfeo en referencia a su
padre-. Yo mismo, que soy su medio hermano, pues mi madre y la suya son
primas hermanas, que he jugado con él desde niño en Nazaret y que le he
acompañado en todo momento, no sé interpretar del todo lo que ha ocurrido.
Por eso, Pedro, no debes enfadarte con nosotros si estamos nerviosos o
tenemos miedo. A pesar de eso, y a pesar de que, como dice Tomás, esto es
una ratonera, hemos subido a este monte como él nos mandó, con la
esperanza de que hoy se nos vuelva a aparecer y conteste a algunas de
nuestras preguntas.
- Está bien –responde Pedro-, prometo no enfadarme. Pero intentad vosotros
manteneros tranquilos. Debemos esperar hasta que él llegue y luego, si le
place, nos aclarará la confusión en que nos debatimos. En todo caso, Simón,
olvídate de una vez del uso de las armas. Si algo teníamos que haber
aprendido ya, es que la violencia es incompatible con el seguimiento de
aquel que murió en la cruz perdonando a sus asesinos.
Todavía estaba hablando cuando se oyó a Mateo gritar, desde el puesto de
guardia en el que se encontraba. “¿Quién va?”, preguntó el antiguo recaudador de
impuestos ante el ruido de pasos que se oía en el empinado camino. Los nueve, a una, se
levantaron y mientras Pedro y algunos más se apresuraron a acudir valientemente al
lugar de donde venía el peligro, el resto optó por esconderse entre la espesura.
No habían tenido tiempo de llegar a donde estaba Mateo, cuando ya una voz se
había hecho oír desde el sendero. “Soy yo, Juan. Me acompañan María y Magdalena.
No tengas miedo Mateo, no nos ha seguido nadie”, dijo el hermano de Santiago, hijo
también del Zebedeo.
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- ¿Qué hacen aquí las mujeres? –preguntó a Pedro, molesto, Felipe-. Como si
no fuera ya peligroso para nosotros estar aquí, para, encima, tener que cargar
con ellas en caso de que haya que huir a toda prisa.
- Yo también estoy extrañado –le contestó Pedro-. Ni siquiera sabía que
María, su madre, estuviera en Galilea. Pensé que seguía en Betania, en casa
de Lázaro. Cuando anteayer Juan me pidió permiso para quedarse en
Cafarnaum no me dijo que tuviera pensado reunirse con ella. Y lo mismo
hay que decir de Magdalena. Esperemos a ver qué explicaciones nos dan.
El encuentro no tardó en producirse. Los recién llegados habían terminado ya
con fatiga la subida y estaban ahora en la meseta que corona la colina. Santiago se había
echado en brazos de su hermano y el otro Santiago y Judas, su primo, habían acudido a
besar las manos de su tía. Nadie, sin embargo, parecía interesado en dar la bienvenida a
Magdalena. Esta, llena de ironía, exclamó:
- Gracias por el recibimiento. No hace falta que todos os precipitéis a
saludarme. Hacedlo uno detrás de otro, por favor.
Pedro, que se acababa de incorporar al grupo, contestó, expresando el sentir de
la mayoría de los discípulos de Cristo:
- Sed bienvenidos. Especialmente tú, María. Pero no os extrañéis de nuestra
sorpresa. Jesús nos convocó aquí hace dos días y no nos dijo que nos debiera
acompañar nadie. Este es un sitio peligroso, pues tiene sólo una entrada y,
por lo tanto, una salida. Echarnos a correr monte abajo por las laderas es
difícil y lo es mucho más para dos mujeres, una de ellas ya anciana. En
cuanto a ti, Juan, si sabías que María había sido invitada por su Hijo a venir
aquí, ¿por qué no me lo dijiste, en lugar de engañarme con la excusa de que
tenías que quedarte con tu padre para ayudarle en los trabajos del lago?
¿Temías acaso que yo me opusiera?
- Tienes razón, Pedro –es Juan quien habla, mientras las dos mujeres están en
silencio, María con la vista en el suelo y Magdalena, desafiante, mirando a
los apóstoles-. Debía haber sido sincero contigo y habértelo contado todo.
Tuve una revelación el otro día, en Cafarnaum. Ya sabes que desde que Jesús
me confió a María, allí junto a la Cruz, ella y yo nos mantenemos en una
comunión muy especial, aunque estemos muy lejos uno del otro. Supe que se
encontraba de camino y temí que, si te lo decía, me obligaras a venir aquí sin
ella.
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somos mujeres, nos damos cuenta de las cosas antes que ellos, que necesitan
tenerlas ante las narices para descubrir que existen. Pero –se dirige de nuevo
a María-, permíteme que les diga una cosa sobre ese pasado mío que
continuamente me están echando en cara.
- Adelante –dice Felipe, retador-, dinos lo que quieras antes de irte para
siempre.
- No –interviene María, poniéndose en medio del grupo-. Por favor, dejad de
pelear. Mi Hijo ha venido a sembrar la paz, a ser instrumento de unidad, a
romper las diferencias que separan a hombres de mujeres para hacernos a
todos iguales, hijos del Dios Altísimo. Dejad de pelear. Tú, Magdalena,
debes aprender a controlar tu lengua y a perdonar a quien te ofende
injustamente, reprochándote tus viejos pecados. Vosotros, debéis recordar
que mi Hijo salvó a una adúltera de ser apedreada, invitando al que estuviera
libre de culpa a arrojar la primera piedra.
- Madre –dice Juan, que ha acudido al lado de María y le ha pasado la mano
por el hombro-, tienes toda la razón. Perdónanos por ser tan obcecados.
Pedro y todos vosotros, hermanos míos, dadnos de una vez la bienvenida y
vamos a sentarnos en algún lugar fresco, que el calor ya aprieta y estamos
cansados del camino y de la subida. ¿No tenéis agua y algo de comer?.
- Bienvenidos seáis todos –dice Pedro, con una sonrisa franca-, incluida tú,
Magdalena. Vamos al otro extremo de la colina, junto a la cabaña. Allí
esperaremos, rezando, a que el Señor cumpla su promesa y se nos aparezca
para darnos las importantes instrucciones que a ti, María, te ha revelado.
Todos se dirigen, en la mejor armonía, hacia el borde del monte. María ha
conseguido, con su intervención, que el clima de enfrentamiento se disipe. Ha
empezado a cumplir el papel de madre que su Hijo le había encomendado y está
satisfecha por ello. El cansancio hace mella en su cuerpo, pero su espíritu parece flotar
por la alegría de estar rodeada de aquellos muchachos a los que su Hijo tanto amó. Y
también por haber logrado que Magdalena sea admitida, al menos aquel día, entre ellos.
Al llegar junto a la cabaña, Santiago saca de dentro algunos alimentos y todos se dirigen
bajo una encina para dar buena cuenta de ellos.
Están comiendo cuando un viento fuerte, como un torbellino, empieza a soplar
llevándose hojas y pequeños trozos de ramas secas. Pedro y otros más se levantan,
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inquietos. Juan despliega su manto para proteger a María, pero ésta no le da tiempo a
acercarse. A pesar de su edad y su cansancio, se incorpora de un salto y dice:
- Es él. Está aquí.
Todos, entonces, se levantan y miran, ansiosos, a un lado y otro sin ver nada.
Magdalena, excitada, pregunta:
- ¿Dónde, dónde? No le he vuelto a ver desde la mañana de la resurrección y
necesito abrazar de nuevo sus pies y besarle las heridas que le dejaron los
clavos.
- Paz a vosotros –se oye una voz, que todo lo llena, aunque aún no se ve a
nadie-. Paz a vosotros –repite Jesús, haciéndose ahora presente en medio de
los discípulos-. Me alegro mucho de veros. A todos. He deseado mucho estar
aquí, en este lugar tan especial, junto a vosotros. Lo he deseado tanto que
creí que nunca llegaría el día.
“Maestro”, “Hijo”, “Jesús”, “Señor”, se oye decir a aquellos once hombres y a
las dos mujeres que han caído inmediatamente de rodillas al ver al Resucitado. No
tardan, sin embargo, en levantarse. Magdalena, la primera, está antes que nadie a los
pies de Cristo, abrazada a ellos y llorando. Juan, Pedro, Santiago y los demás, le rodean
y pugnan por coger sus manos para besárselas. La única que ha permanecido tranquila,
de rodillas y sin moverse, es María, que contempla, feliz, el espectáculo. Es a ella a
quien primero se dirige su Hijo, mientras, con delicadeza, separa a Magdalena de sus
pies.
- Madre, me alegro, mucho de verte aquí, en tan buena compañía, incluida
Magdalena. Y, sobre todo, me alegro de lo que acabas de hacer. Veo que no
sólo has entendido perfectamente cuál es tu misión, sino que has empezado a
ejercerla. Luego tendremos tiempo de estar un rato a solas tú y yo. Ahora
quisiera explicaros el motivo por el que os he llamado aquí. Pero, antes que
nada, abandonad vuestros temores. Nadie nos molestará hoy y mañana
podréis marchar sin miedo. La próxima vez que nos veamos será en
Jerusalén, dentro de diez días, aunque allí quisiera estar a solas con mis
discípulos.
- Rabbuní –pregunta Magdalena-, ¿no vas a encontrar un hueco hoy para
hablar conmigo?. Sé que no he sido nunca despreciable a tus ojos y por eso
te pido que me trates como a tus apóstoles y que me dejes participar de todos
tus secretos.
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que hizo Judas, ahorcarme. Siento una vergüenza infinita por haberte
traicionado, Señor.
- Querido Pedro –sigue diciendo Jesús, con la mano de su apóstol entre las
suyas-, no pretendo que recuerdes y mucho menos pasarte factura alguna. Lo
que quiero deciros es que hay algo que no sabéis y que deberíais estar
interesadísimos en averiguar. Me refiero a lo que ha existido en estos años en
mi propio corazón. ¿Queréis que os abra mi alma? ¿Estáis dispuestos a
soportar el conocimiento de realidades que pueden seros más duras que el
sentimiento de culpa que ahora aplasta a Pedro?
- Hijo –interviene María-, creo saber a qué te refieres y creo conocer muchos
de los secretos de tu corazón. Pero piensa, primero, no sólo si ellos están
dispuestos a saber sino también si todos están capacitados para llevar ese
peso sobre sus espaldas.
- Adelante –dice Juan-. Por mí, Señor, no te eches atrás. Tú sabes que te
quiero y aunque yo también dudé la noche de tu prendimiento, estaba a tu
lado junto a la Cruz. Quiero saber lo que has sentido, amado y sufrido.
Quiero saberlo, no por una curiosidad inútil, sino porque sólo conociéndote
así podré amarte como tú mereces, que es infinitamente más de lo que ya te
amo, aunque me parece que te amo con el nivel mayor que puedo alcanzar.
- ¿Estáis todos dispuestos? –pregunta Jesús-. Debéis tener presente que
conocer mi corazón os hará conocedores también del enorme daño que me
han hecho algunas de vuestras acciones y eso supondrá, como os advertía mi
Madre, un peso mayor sobre vuestras conciencias. Además, cuanta más luz,
más responsabilidad. Si os confío nuevos talentos, más os voy a exigir.
¿Estáis dispuestos? Si alguno duda, prefiero que se aleje y que haga guardia
al borde de la colina.
“Sí”, “sí”, “adelante”, responden todos, deseosos de ser partícipes de algo en lo
que, torpemente, nunca habían reparado, a pesar de haber estado siempre tan cerca del
Maestro y a pesar, incluso, de haberle visto llorar y sufrir. Felipe, sin embargo, tiene
una objeción que hacer y la expresa abiertamente.
- ¿Y ésta? –dice, señalando a Magdalena-. ¿Tiene capacidad para entender tus
secretos? ¿Sabrá guardarlos o, como todas las mujeres, irá por ahí
contándolos a unos y a otros, como si echara los más preciados tesoros a los
cerdos?
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aquella cena que fue la última por celebrarse poco antes del prendimiento. Pero eso fue
porque ignoraba lo que allí el Señor iba a hacer. Ahora que ha escuchado del propio
Cristo la reiterada exclusión de su presencia en ese tipo de misterio, reservado sólo a
algunos de sus discípulos varones, sí le resulta duro aceptarlo. Pero la certeza de que el
amor de su Salvador no es menor hacia ella que hacia los más queridos de sus apóstoles,
le sirve de consuelo. Como le sirve de consuelo pensar que, en el fondo, lo que importa
no es recibir honores o dignidades, tener acceso o no a los puestos de mando, sino amar.
Y en el amor, ella es maestra. Por eso sonríe mientras escucha la defensa que de ella y
de las demás mujeres hace Jesús. Sonríe y acepta.
- Dicho esto –sigue diciendo Cristo-, vamos a empezar cuanto antes. El tiempo
apremia y sólo dispongo del día de hoy para abriros de par en par las puertas
de mi corazón. El resto, tendré que contároslo en Jerusalén.
LA ESCUELA DE NAZARET
los motivos de nuestro viaje. Pero teníamos vecinos que no eran judíos y, por
lo tanto, no observaban la ley de nuestros padres. Sus niños eran, como
todos, muy traviesos. Lo normal era que los niños judíos no se mezclaran
con ellos. Sin embargo, tú, Jesús, tenías la tendencia ya desde entonces a
romper cierto tipo de normas. Jugabas con ellos lo mismo que con los
muchachos de nuestra raza. Los juguetes de maderas y de trapo que te
hacíamos tu padre y yo, los compartías por igual con unos y con otros. Eso
hacía que fueras muy querido por todos, aunque nunca conseguiste que tus
dos grupos de amigos se unieran entre sí. Cuando ya tenías casi cinco años,
poco antes de marcharnos de Egipto para regresar a Galilea, llegó a nuestra
aldea una familia de emigrantes que venían del sur, de la antigua ciudad de
Tebas. Su niño pequeño era mayor que vosotros y pronto se hizo el amo del
grupo. Todo cambió con su llegada. La familia era celosa adoradora de
Amón, de Ra, de Osiris y del resto de los dioses egipcios. Su hijo intentó que
todos asumieran ese culto y lo consiguió excepto contigo. Para provocarte y
ponerte en ridículo, propuso, sin que tú lo supieras, organizar un ataque a la
sinagoga de nuestra aldea. A ti te habían dicho que se trataba de jugar a los
disfraces y, cuando te quisiste dar cuenta, el grupo se encontraba tirando
pellas de barro a nuestra casa de oración. Tú, entonces, te enfrentaste a ellos.
Según me contó después la madre de uno de tus compañeros, con la que me
llevaba especialmente bien, te encaraste con el recién llegado y le
preguntaste si a él le gustaría que los judíos, los griegos o los romanos tiraran
piedras al templo de sus dioses. No te contestó. Simplemente te dio una
paliza. Volviste a casa lleno de golpes, con una ceja partida y sangrando.
Ninguno de tus antiguos amigos te había defendido, aunque todos confesaron
después que se habían sentido avergonzados por lo ocurrido. Lo curioso fue
que no llorabas y que no querías darme explicaciones de lo que había
sucedido. Como digo, me tuve que enterar por una vecina. En ningún
momento maldijiste a tu enemigo, ni prometiste venganza contra él o sus
dioses. Cuando me enteré de lo que había sucedido y te pregunté detalles, te
limitaste a decir: “Pobrecillo, cree que es con la fuerza como va a conseguir
adeptos para su religión. Tenemos que perdonarle, madre, porque no sabe lo
que hace”.
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- Tengo mucha curiosidad por saber qué recuerdas de aquel momento, porque
para mí –dice María-, tu comportamiento fue una sorpresa.
- Dios, mi Padre, aprovechó la muerte de mi abuelo para darme una lección
muy importante. No sabría decir exactamente en qué momento supe quién
era Dios y quién era yo en relación con Dios. Así como recuerdo la
sensación de la paz como la más primitiva de todas mis vivencias, no puedo
precisar cuándo supe que Dios era mi Padre. Es como si lo hubiera sabido
siempre, aunque sólo tomara conciencia de ello cuando tuve capacidad para
tomar conciencia de las cosas. De vez en cuando, mi Padre aprovechaba
algún acontecimiento para enseñarme algo. No eran exactamente lecciones,
sino que más bien se trataba de poner de manifiesto algo que yo ya sabía
pero que hasta el momento no sabía que lo sabía. Es como si todo hubiera
estado siempre dentro de mí y poco a poco la mano de mi Padre iba
descorriendo los velos que me lo ocultaban. Pues bien, una de esas lecciones
me la dio con motivo de la muerte de Joaquín. Supe, entonces, dos cosas y
éstas las supe con total certeza. La primera fue que la muerte no es el final de
la vida, sino un mero tránsito, el paso a una vida distinta, marcada por la
unión con mi Padre. La segunda, que la muerte produce un hondo dolor a los
hombres, angustia terrible al que está a punto de fallecer y a veces
desesperación a los que experimentan la pérdida del ser querido. Estas dos
cosas me parecieron contradictorias, pues si la muerte no era el final, sino el
paso a una etapa mejor de la misma vida, no comprendía por qué todos la
temían tanto y sufrían tanto a causa de ella. Sin embargo, el sufrimiento
parecía resultar inevitable, pues mi querida abuela Ana lloraba sin cesar y
también tú, madre, andabas triste ante la inminente partida de Joaquín.
- Quizá –interviene Felipe-, la causa de ese dolor está en que no todos tenemos
la fe que tú tienes, esa certeza de que hablas acerca de la existencia de la otra
vida.
- No creo que sea sólo por eso, Felipe –responde Jesús-, por lo que la muerte
provoca sufrimiento. Pero, entonces, era yo un niño de seis años y estaba
descubriendo el mundo, tanto el que residía en mi interior como el que
estaba fuera de mí. Con el tiempo he aprendido a respetar mucho los
sentimientos de los hombres, sobre todo aquellos que llevan la huella del
dolor. En todo caso, en aquel momento, aquellas dos sensaciones
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años. Era incapaz de inventarme una cosa así. Sabía que era verdad y lo
sabía con una certeza absoluta. Por si fuera poco, ahora que ya he pasado el
trance de la muerte, eso no sólo lo sé sino que lo he experimentado.
- Por eso decías –es Tomas, de nuevo, el que interviene- que las cosas se ven
distintas tras tu resurrección.
- Por eso -le contesta Jesús sin perder la paciencia con él y con los otros, que
no hacen más que interrumpirle- y por otras cosas que a su tiempo sabrás,
querido amigo. Pero ahora, sigamos, pues de lo contrario os aseguro que no
vamos a acabar nunca.
- Es que nosotros no queremos que acabes nunca –dice Magdalena, rompiendo
su silencio y atreviéndose a hablar delante de todos los apóstoles-. Nosotros
queremos que te quedes para siempre aquí. Queremos estar siempre contigo,
en este monte maravilloso, gozando de ese cielo del que hablas, como si
estuviéramos ya en él. Para nosotros, Rabboní, estar contigo es estar ya en el
cielo.
- Gracias, Magdalena, pero eso no puede ser. Además, aquí mismo hubo
alguien que en otra ocasión dijo algo muy parecido, ¿verdad, Pedro? –le
pregunta Jesús al primero de sus apóstoles.
- Sí, Señor –contesta éste- y no sirvió de mucho, pues el momento pasó y no
sé si los efectos que tú querías conseguir en nosotros con aquellas
apariciones de Moisés y Elías sirvieron para algo, pues al final te
traicionamos y dudamos de ti.
- Los efectos –dice el Señor- fueron mucho mayores de lo que imaginas,
querido Pedro. Y ahora, repito, dejadme continuar. Os decía que había
descubierto la esperanza como una medicina milagrosa que mitigaba el dolor
producido por la muerte. Más tarde tuve ocasión de comprobar que no sólo
es ese dolor el que alivia. Después de esto empecé a pensar en por qué yo
sabía cosas que los demás no sabían. Esto me resultaba también muy
extraño. Para mí, como para cualquier niño, los mayores eran una fuente casi
inagotable de sabiduría y de experiencias. Tenía la sensación de tener que
aprenderlo todo de ellos. Como cualquier niño de esa edad, admiraba
profundamente a mis padres. José era para mí como un pozo sin fondo, lleno
de conocimientos. Sabía arreglar todas las averías que se producían en casa.
Con su trabajo, ganaba el dinero suficiente para mantenernos a mi madre y a
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profundamente. Me refiero a lo que sucedió con una vecina nuestra, una tal
Séfora, a la que mataron, apedreándola, por ser culpable de adulterio. Tenía
yo entonces siete años.
- ¿Es posible que te acuerdes de Séfora? -pregunta María, sorprendida.
- Claro, madre –dice Jesús-. Y también me acuerdo de lo que te dije cuando
ella pasó ante nuestra puerta, camino de su final, y tú te estremeciste ante su
destino. “Mamá, no te preocupes, a ti no te pasará nada”, afirmé, con una
seguridad que era, ciertamente, impropia de un niño de mi edad. Tú, lo
recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, me metiste en casa y me preguntaste
qué sabía sobre mi nacimiento. Aunque yo, molesto, rehuía dar respuestas,
me acosaste con nuevas preguntas. Querías saber si algún niño me había
importunado, si alguien me había dicho algo que me hubiera hecho daño
sobre el momento de mi concepción. ¿Te acuerdas, madre?
- ¿Cómo lo podría olvidar? -dice María-. Fue una de las grandes sorpresas de
aquella época y hablé mucho con José y con mi madre sobre ello. Al
principio temimos que alguna mala lengua te hubiera contado quién sabe qué
historias. Luego me di cuenta de que todo lo que ibas descubriendo nacía en
tu interior, venía de Dios, y me tranquilicé.
- Efectivamente –sigue contando Jesús-, todo nacía en mi interior, y yo lo
percibía con la más completa seguridad. Con todo, lo del ángel Gabriel no lo
sabía en aquel momento. Pero allí, viendo pasar a Séfora camino de su
trágico final, mientras estaba protegido por las faldas de mi madre, supe, de
repente, que a ella le podía haber sucedido lo mismo por haber aceptado
concebirme a mí. Supe eso y no supe más, de momento. Cuando mi madre
me interrogó sobre lo que sabía acerca de mi nacimiento, sólo atiné a decirle
que Dios era mi Padre y que José también lo era, aunque de otra manera. Era
difícil para mí expresar con palabras lo que estaba descubriendo. Además, en
aquel instante lo que de verdad me interesaba era averiguar por qué a una
mujer, a una vecina nuestra, la iban a matar a pedradas el resto de los
habitantes de Nazaret. Era tan novedoso, que era yo quién estaba deseando
hacerle preguntas a mi madre para que me explicara qué tipo de mal había
hecho aquella mujer para merecer un castigo tan grande.
- Y entonces fue a mí a quien me tocó ponerme colorada –dice María,
dirigiéndose ahora no a Jesús, sino al resto del grupo-. Él quería saber la
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causa de aquel castigo. ¿Cómo hablarle a un niño de siete años, que era la
inocencia absoluta, de lo que es el adulterio? ¿Cómo hablarle de las
relaciones entre hombre y mujer, y de que esas relaciones son, a veces,
fuente de pecado? ¿Cómo explicarle, además, que si la ley establecía ese
cruel castigo era para introducir ejemplos que desalentaran a otras a incurrir
en el mismo delito? Me sorprendió, por otro lado, su interés en saber por qué
había un castigo tan duro para la mujer adúltera, mientras que al hombre,
adúltero también, no le sucedía nada o prácticamente nada. Tuve el valor,
entonces, de dar mis propias respuestas y salirme de los caminos trillados por
la costumbre. Recuerdo que le dije que algún día Adonai haría que
cambiaran esas costumbres y que el pecado era el mismo en el hombre que
en la mujer, por lo que los dos debían sufrir el mismo castigo, aunque ése
nunca debería ser tan terrible como la lapidación. Pero también recuerdo que
entonces él se me escapó de las manos y se fue a la calle a buscar a sus
primos, mientras me decía: “De todas formas, menos mal que a ti no te pasó
nada”. Aquella frase, una vez más, me sumergió en el misterio. ¿Qué sabías
tú, hijo?, pregunta ahora María dirigiéndose a Jesús.
- Ya te he dicho, Madre –le responde éste-, que todo y nada. Siempre lo he
sabido todo, pero me iba haciendo consciente de ello gradualmente, como si
el Espíritu Santo, mi maestro, tuviera un programa educativo basado en las
experiencias de la vida que me iban ocurriendo. La muerte de Séfora me
sirvió para hacerle preguntas sobre mi origen. Fue después de aquella
conversación contigo cuando supe, con total certeza una vez más, cómo
había sido mi nacimiento como hombre. Lo supe y, aunque pueda parecer
extraño, no me sorprendió. Era algo tan natural que no me producía
extrañeza ni mucho menos escándalo. Un sexto sentido me advertía, eso sí,
de que debía tener prudencia a la hora de hablar a los demás de lo que sabía
y sólo en determinadas ocasiones dejaba traslucir alguna cosa. Además, la
vida seguía su curso y yo era un niño normal que deseaba hacer lo que
hacían los otros niños. Por ejemplo, jugar. A propósito de esto, quiero
hablaros de lo que supuso para mí descubrir la amistad.
Santiago y Judas, sus primos, se mueven inquietos y cambian de postura. Por
aquella época también ellos estaban descubriendo la vida. Con Jesús, el resto de sus
primos y otros niños de la zona de Nazaret donde vivían, formaron una alegre pandilla
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que pasaba largos ratos correteando por las calles, además de ir a la escuela de la
sinagoga y de ayudar en casa. Aquello no duró mucho. Los niños empezaban pronto a
ayudar en serio a los padres en las labores del campo o, como en el caso de Jesús, en el
oficio artesanal de su padre. Pero en aquella época surgió entre los tres –Jesús, Santiago
y Judas- una estrecha amistad que nunca se deshizo. Santiago y Judas siguieron a su
primo cuando éste empezó su vida pública como evangelizador itinerante y le fueron
leales ante las críticas que nacían incluso en el seno de su numerosa familia. Su
confianza, es verdad, quedó mermada por la crisis de la Cruz y ahora, sobre todo
Santiago, tenían dificultades en aceptar que aquel con quien habían jugado juntos era
Dios hecho hombre. En todo caso, ahora que Jesús se disponía a hablar de la amistad,
pensaban que les tocaría a ellos entrar en el relato. Lo pensaban y lo deseaban, pero
también lo temían.
- La amistad –empieza diciendo Jesús-, no la descubrí por primera vez en
Nazaret. Ya en la aldea junto al Nilo había conocido el placer de tener
amigos, la dulzura de unos sentimientos que te permiten tener tu propia
sociedad. Pero lo de Egipto, con ser lo primero, no fue tan fuerte como lo
que experimenté en Nazaret. De esto son responsables, en buena medida, mis
primos, dos de los cuales están aquí esta mañana, como queridísimos
apóstoles y colaboradores míos. La llegada a Nazaret supuso la inmersión en
una familia auténtica, tal y como son nuestras familias judías, sobre todo en
los campos. En una aldea como la nuestra, casi todos estábamos
emparentados, aunque sólo fuera indirectamente. La familia es no sólo una
fuente de vínculos afectivos, sino también de solidaridad. Es un refugio para
los malos momentos, lo mismo que exige generosidad cuando se atraviesan
buenas rachas. Todo esto lo aprendí a mi llegada a Nazaret. Y me gustó. No
obstante, mis padres y mis abuelos cuidaron siempre mucho de que nuestro
hogar mantuviera una cierta independencia. El trasiego de gente que entraba
y salía, los niños como yo que corríamos de un lado a otro continuamente,
suponían a veces un agotamiento que reclamaba tiempos de paz y sosiego.
Acostumbrados como habíamos estado en Alejandría a una intimidad mayor,
incluso a mí me costó acostumbrarme a ese tipo de vida tan externa, tan
bulliciosa, tan colectiva.
- Más nos costó a José y a mí –interviene María-. Necesitábamos tiempo para
rezar. Necesitábamos estar a solas en algún momento del día y no sólo por la
29
noche, a fin de poder hablar de nuestras cosas y contarnos lo que Dios iba
haciendo en el alma de cada uno y en la de nuestro Hijo. Por más que
quisiéramos a todos nuestros familiares, a veces teníamos la sensación de
que vivíamos en medio de la plaza. Por eso tuvimos que poner límites a
aquella barahúnda. Lo hicimos con delicadeza, pero también con firmeza,
pues comprendíamos que, de lo contrario, no íbamos a poder ser fieles al
plan de Dios ni íbamos a poder crecer en la intimidad con él y en el amor
entre nosotros. Me alegro saber –añade, dirigiéndose a su Hijo-, que a ti, a
pesar de tu edad, te pasaba lo mismo.
- Madre –contesta Jesús-, yo necesitaba la soledad más aún que vosotros. La
echaba de menos como un pez el agua cuando ha sido sacado de ella. Ya he
dicho que el alimento de mi alma era la paz. Esta nunca faltó en nuestro
hogar, pero hay que reconocer que se veía perturbada por aquel continuo ir y
venir de parientes, sobre todo de mujeres, siempre con niños pequeños en los
brazos que lloraban casi sin cesar, y que hablaban con frecuencia todas a la
vez. Aunque sólo tenía siete años, necesitaba rezar, necesitaba el silencio,
necesitaba poder escuchar lo que mi Padre y el Espíritu me iban desvelando.
Y eso no siempre era fácil. Al menos no lo fue hasta que vosotros, José y tú,
conseguisteis marcar unos tiempos y unos espacios de intimidad en casa.
- Esa es tu experiencia de la familia –interviene Santiago el de Alfeo, su
primo-, pero ¿y la amistad?, porque de eso es de lo que nos has dicho que
ibas a hablar.
- Es verdad, Santiago –sigue diciendo Jesús-, pero es que la amistad nació en
el seno de la familia. Esa multiplicidad de voces y de ruidos que a veces
había en nuestra casa, del todo inevitable dado nuestro estilo de vida, hacían
que necesitara imperiosamente buscar fuera del hogar un tiempo y un
ambiente para estar a solas con mi Padre. La sorpresa fue que, en esa
búsqueda, os encontré a vosotros y no supusisteis ningún obstáculo, sino, al
contrario, unos aliados. En vosotros encontré, desde el principio, no sólo los
lazos del amor familiar, sino también una complicidad en los ideales. Me
sentía a gusto junto a unos pocos amigos, con los que escapábamos a los
campos y allí, quizá tras jugar un rato, nos dispersábamos bajo los olivos
para poder rezar a solas y luego nos volvíamos a reunir para hablar de lo que
Dios nos había enseñado, cosa que yo hacía con gran prudencia. Vosotros
30
- Obedecí la voz interior –responde éste-, que era la del Espíritu. Comprendí
que no hay que hacer ni siquiera aquel bien que no es voluntad de Dios que
se haga.
- ¿Pero cómo es posible que exista un tipo de bien que no sea voluntad de
Dios hacerlo? -pregunta Andrés, que está un poco desconcertado con la
enseñanza que se extrae del relato.
- Te pongo un ejemplo, Andrés –responde Cristo-. Supón que pudieras estar
en el templo alabando a Dios todo el día. ¿Es eso una buena acción?
- Sí -contesta el hermano de Simón Pedro.
- Pero –sigue diciendo Jesús-, si así hicieras, no estarías en el lago pescando,
ganando de ese modo lo necesario para vivir con dignidad tú y tu familia.
Estos pasarían hambre y quizá terminarían por extraviarse moralmente,
acuciados por la necesidad. ¿Qué habría que hacer?
- Tener tiempo para todo –contesta Juan, adelantándose a Andrés-. Tiempo
para rezar y tiempo para trabajar.
- Exacto –concluye Jesús-. Pero para eso es necesario saber en qué momento
hay que rezar y en qué momento hay que trabajar. Es decir, es preciso
discernir cuál es la voluntad de Dios en cada momento. Si rezas cuando
debías estar trabajando, o si trabajas mientras que el Señor quiere que estés
rezando, entonces te equivocas y eso puede tener graves consecuencias.
- Todo eso es muy complicado –dice Simón el zelote-. La vida debería ser más
sencilla, de forma que supiéramos en cada momento lo que debemos hacer,
sin correr el riesgo de equivocarnos.
- Es complicado –responde Jesús-, si no estás acostumbrado a escuchar la voz
de Dios que habla dentro de ti. En cambio, si cultivas el silencio interior, si
te acostumbras a hablar con Dios y a saber interpretar sus mensajes, todo
resulta enormemente fácil. Por mi parte, aunque era un niño, tenía ya la
experiencia de saber que había que escuchar esa voz interior y fue ella la que
me dijo que el camino de los milagros podía ser contraproducente, así que
debía esperar hasta que llegara mi hora. Cuando ésta hubiera llegado, lo
sabría sin ninguna duda. Y entonces tendría que meterme de lleno en la tarea
de anunciar la buena noticia que mi Padre me había encargado transmitir.
Hasta entonces, debía permanecer en la sombra, con discreción, llamando la
atención lo menos posible.
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tranquilizarle. Le dije que la culpa era del hecho de que tuviéramos que
viajar por separado hombres de mujeres, pues eso era lo que había
posibilitado que él pensara que estaba conmigo y yo con él. Le recordé que
nuestro hijo nos había repetido muchas veces en esos últimos años que Dios
es amor y que ni uno sólo de los cabellos de nuestra cabeza cae por
casualidad, así que, aunque las circunstancias fueran muy difíciles, no cabía
duda de que Dios le estaría protegiendo. Entonces él, algo más tranquilo, se
marchó a su tienda y, según me dijo al día siguiente, se pasó la noche
rezando y llorando por la angustia de haber perdido a su pequeño, a su hijo.
Quizá aquel día fue cuando supo hasta qué punto le quería y hasta que punto
era para él un auténtico padre, aunque no fuera carne de su carne.
- ¿Y tú, qué hiciste? -sigue interrogando Magdalena.
- También me pasé la noche rezando –añade María-. La certeza de que Dios
cuidaría del hijo que él y yo teníamos en común me confortaba, pero no
servía para que desapareciera del todo la inquietud. Con todo, quizá fue
entonces cuando por primera vez empecé a notar una sintonía entre mi alma
y la de Jesús a través de la distancia. Una sintonía como la que luego
experimenté, cuando llegó la hora de la separación y de su vida pública.
- A la mañana siguiente –recpera ahora Jesús el hilo del relato-, Nicodemo se
ofreció a acompañarme en busca de mis padres al campamento de los
galileos en el Monte de los Olivos. Yo le dije que había quedado con mi
familia en el Templo y que si ellos me buscaban sería mejor estar allí, a fin
de no ir unos detrás de otros, como el gato con el ratón. Además, me picaba
el interés de volver a entablar conversación con los doctores de la ley a los
que esperaba encontrar de nuevo en el patio del Templo. Nicodemo temía
que ese encuentro se produjera, pero, impresionado por lo que dijo que era
un poderoso don de autoridad que emanaba de mí, y convencido también por
la lógica de mis argumentos, accedió a venir conmigo, de nuevo, al Templo.
Allí ya no encontramos al grupo del día anterior. Al contrario, había un gran
barullo y eran muchos más los comerciantes que vendían ovejas, palomas,
tórtolas, carneros, mezclados con los cambistas y con vendedores de comida
y de recuerdos. Sentí un disgusto enorme con todo aquello, mucho mayor
que el día anterior, y así se lo hice saber a mi nuevo amigo. Él se extrañó de
que aquello me sorprendiera y me disgustara. Me dijo que era lo normal y
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que, sin eso, no sería posible que el Templo llevara a cabo su misión de lugar
de ofrendas y sacrificios. Entonces empezamos a hablar los dos sobre el tema
del día anterior. Nos sentamos en las escaleras de una de las puertas y allí
discutíamos tranquilamente sobre el sentido del culto a Dios y sobre los
excesos que podían derivarse tanto de un culto basado en obras materiales
como de otro sólo espiritual. Algunos, que le conocían por ser de una familia
rica, se fueron acercando y, como suele suceder entre nosotros, fueron
tomando parte en la conversación. Así fue como, al poco, ya estábamos
inmersos en otro corro en el que se debatía acaloradamente. Ahora el asunto
de discusión era si había que pagar el impuesto del Templo para considerarse
un buen judío y si, por lo tanto, el que no lo pagaba no era digno de esa
consideración. Yo les ponía el ejemplo de los pobres y ellos me decían que si
todo el mundo daba sólo lo que podía, sin atenerse a una cantidad fija, se
corría el riesgo de que la gente buscara excusas y cada vez diera menos, con
lo cual el culto podía llegar a desaparecer. Un rabino ya mayor me dijo, en
un momento en que la conversación estaba muy encendida, que mis
opiniones eran las típicas de los jovencitos sin sentido ni experiencia de la
vida. Según él, a mi edad se tenía una concepción del hombre muy ingenua,
pues se pensaba que todo el mundo era bueno y que la gente actúa siempre
honestamente. La realidad, decía, era muy distinta. Sin mano dura, sin
exigencias, sin amenazas, no había forma de sacar nada de nadie. Para
convertir los corazones, afirmaba, nada era mejor que hablar de los castigos
del infierno. Y ahí fue donde la discusión tomó otro camino, pues algunos
negaban la existencia de ese infierno pues no creían en la vida eterna.
Entonces, y ya era media mañana, fue cuando aparecieron mis padres y me
sacaron del grupo. Por cierto, en medio de una gran burla, pues los que
estaban en contra de mis opiniones aprovecharon su presencia y su autoridad
sobre mí para pasarme la factura del ridículo.
- Todavía recuerdo aquel momento –vuelve a hablar María-. José estaba muy
nervioso, aunque sentía una gran alegría por haberte recobrado sano y salvo.
Así que fui yo quien te preguntó, una vez que habías abandonado el grupo,
por qué nos habías tratado así a tu padre y a mí. Tú, lo recuerdo bien, dijiste:
“¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. De nuevo el
misterio caía sobre nosotros, sobre José y sobre mí, como una pesada cortina
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que ocultaba una realidad que todavía no acertábamos a ver del todo.
Tampoco lo debió entender el bueno de Nicodemo, pues recuerdo que, muy
extrañado, te preguntó: “¿A qué padre te refieres?”. Tú, prudentemente,
dejaste la pregunta sin respuesta. Te despediste de él, dándole las gracias por
su hospitalidad, y le aseguraste que volverías a verle aunque tuvieran que
pasar muchos años. Después, los tres –José, tú y yo-, salimos del Templo y
regresamos a Nazaret uniéndonos a otra de las caravanas de galileos que
volvían a la patria después de haber cumplido sus obligaciones de buenos
creyentes en el Dios Todopoderoso.
- Sí, así fue –confirma Jesús-. Gracias a Dios no hubo reproches en vuestros
labios. Pronto se le pasó a José el disgusto y pronto me ofreció el abrazo de
cariño al que estábamos acostumbrados. Por mi parte, aprendí en aquel viaje
muchas cosas. Medité, sobre todo, en las palabras del anciano rabino amigo
de Nicodemo. ¿Era yo, como él decía, un jovencito inexperto, ignorante de la
realidad, que pensaba que todo el mundo era bueno y que bastaba con
indicarle a la gente cuál era el camino a seguir para que la gente lo siguiera?
Yo había conocido, no en mí pero si en mi pueblo, el pecado. Había visto a
gente hacer el mal y creía saber que el corazón del hombre es capaz de lo
mejor y de lo peor. No tenía, tal y como mi Padre me lo había ido revelando,
una idea angelical del hombre. El hombre, a pesar de estar hecho a imagen
de Dios, lleva la huella del pecado original y la suma de sus propios pecados
personales. El hombre no es bueno por naturaleza, ni malo por naturaleza. En
él crecen el trigo y la cizaña, siempre y en todos. Bueno, en todos menos en
mi madre –añade Jesús, mirando a María con ternura-. Por eso me
sorprendieron las acusaciones de ingenuidad lanzadas por aquel viejo
conocedor de las cosas de Dios y de las interioridades humanas. Así que
aproveché aquel viaje de vuelta a Nazaret para hablar con José y preguntarle.
Necesitaba de su ayuda y de la sabiduría que los años y la santidad habían
sembrado en su alma.
- Nunca supe de aquella conversación –interviene María-. A pesar de ir los
tres solos, sin nadie de la familia, me tocó hacer el viaje con las mujeres,
pues era impensable que pudiéramos hacerlo solos, por el riesgo que había
de ser asaltados por los bandoleros. Así que, al no tener más remedio que
unirnos a una caravana, debíamos someternos a sus reglas. Por eso me
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gustaría saber, hijo, qué fue lo que te contó José y cómo aclarasteis las cosas
entre vosotros, pues cuando llegamos a Nazaret yo intuí que algo había
pasado entre los dos y que no sólo estabais más unidos que nunca, sino que
ahora él parecía, mucho más que antes, tu discípulo y tú su maestro.
- Mi pérdida en el Templo –responde Cristo a su madre- sirvió, efectivamente,
para plantear abiertamente la relación entre José y yo. Como dos adultos,
pues yo, a pesar de tener sólo doce años, ya era considerado como tal,
hablamos de mis orígenes. Él me pidió que le dijera todo lo que sabía de mí
mismo y de mi nacimiento. Yo, que lo que quería era saber lo que él pensaba
sobre la bondad humana, comprendí que había llegado la hora de hablar
claramente de todo y de darle a aquel hombre bueno las explicaciones que
estuvieran en mi mano otorgarle.
- José –interviene de nuevo María- siempre estuvo muy preocupado por saber
cuál tenía que ser su misión con respecto a ti, así que estoy segura de que
aquella conversación le debió ayudar mucho.
- Aunque era yo –dice Jesús- el que quería saber cosas sobre los hombres y
sobre las características de la religión en nuestro pueblo, dejé que fuera él
quien me preguntara. Era muy difícil para mí resolver todas sus dudas, pues
aunque en ese momento yo ya era consciente de mi naturaleza divina,
todavía no sabía expresarlo adecuadamente. A la vez, intuía que decir las
cosas con total claridad podía ser demasiado fuerte para un buen judío como
era él. Por eso le hablé, sobre todo, del Padre. Le cité algunos textos de
nuestras Escrituras y le hice ver que el Dios en quien cree nuestro pueblo, el
Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés y de los profetas era, además de
Creador y Todopoderoso, Padre.
- ¿Y no te preguntó cómo sabías tú eso y quién eras tú para completar de ese
modo tan original la revelación? -pregunta Pedro.
- Justo eso fue lo que hizo –responde el Señor-. Él se alegraba de escuchar lo
que yo decía, pues coincidía con sus propias intuiciones, pero quería saber de
dónde me venía a mí la autoridad para convertirme en maestro. Y, sobre
todo, quería saber qué nociones tenía yo de mi propio nacimiento.
- En definitiva –le interrumpe ahora Simón el zelote-, quería saber quién eras.
- Sí, y no me quedó más remedio que serle franco –dice Jesús-. Con la mayor
delicadeza de que fui capaz, teniendo en cuenta que yo era un jovencito y
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que él era un adulto y además mi padre, le dije que el Padre y yo somos uno.
Le dije que, como Hijo de Dios, existo desde toda la eternidad y que no he
sido creado por Dios. Le dije también que, como hijo del hombre, existo
desde el día en que tuvo lugar la concepción milagrosa en el seno de mi
madre por obra del Espíritu Santo, de la cual él había tenido noticia
precisamente por el anuncio de un ángel.
- ¿Qué respondió? -pregunta María.
- Estaba mareado –recuerda Cristo-. Me dijo que el mundo le daba vueltas
alrededor de su cabeza y que tenía la impresión de que le faltaba el suelo
bajo el que poner sus pies. Entonces le supliqué que no se complicara más de
la cuenta y que se fiara de Dios. Le recordé tantos y tantos momentos en que
habíamos vivido juntos y en los cuales se había manifestado el misterio,
haciéndole ver que ese misterio no era incoherente ni estaba en contradicción
con lo que Dios había revelado a nuestro pueblo durante siglos. Era,
simplemente, su plenitud.
- ¿Lo aceptó? -quiere saber Juan.
- Sí –afirma el Señor-. No olvidéis que era un hombre de Dios, totalmente de
Dios. El Espíritu Santo había trabajado en él intensamente durante toda su
vida y sólo lo opuestas que eran la fe en que Dios podía hacerse hombre con
una religión como la nuestra, en la que ni siquiera podía hacerse una
escultura de Dios, le había hecho dudar en los años anteriores a nuestra
conversación. Era un creyente que estaba deseando creer. Y no porque eso le
situara a él en un lugar privilegiado dentro del misterio de la encarnación del
Hijo de Dios, sino porque comprendía que, efectivamente, esa encarnación
llevaba a su plenitud la revelación de la naturaleza divina, presentando a
Dios como amor, como Padre, además de como Creador, Señor y Juez.
- Comprendo perfectamente lo que le debió costar dar el paso –dice Santiago
el de Alfeo-, porque a mí me pasa lo mismo.
- Y a mí -dice Natanael.
- Y a mí también -afirma Andrés.
- Pues yo ya no tengo la menor duda –interviene Tomás-, sobre todo después
de la resurrección.
- No os preocupéis –sigue diciendo Jesús, que recoge de nuevo el hilo de la
narración que con tanta espontaneidad como frecuencia es interrumpida por
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familias. Que él y los de ese grupo son los que administran los grandes
tesoros que recauda el Templo y que eran muchos los buenos israelitas que
tenían la sospecha de que había mucha corrupción detrás de todo el asunto.
Yo entonces le pregunté si él creía que el Templo era necesario para dar
culto a Dios.
- Te contestaría que sí -dice, impulsivo, Santiago, su primo.
- Se quedó pensándolo un buen rato –contesta Jesús-. Como os he dicho, había
tenido contactos, como tantos en Israel, con la secta de los esenios, los cuales
habían roto con el Templo y predicaban una religión más espiritual. Sin
embargo, era un buen creyente y por eso no dejaba de acudir al Templo
siempre que podía, para las grandes fiestas. Después de un largo silencio, me
contestó que antes de creer en mi existencia hubiera afirmado que sí, que el
Templo de Jerusalén era no sólo necesario sino imprescindible para dar culto
a Dios. Ahora no lo tenía tan claro. Si Dios se había hecho hombre –afirmó-,
entonces el lugar del culto, el lugar de la adoración, se desplazaba de los
edificios de piedra a los edificios de carne, de los templos a los hombres.
Recuerdo que me miró, con una mezcla de temor y amor, de respeto y de
cariño, y me dijo: “Tú eres el Templo. Tú eres el lugar de adoración, el arca
de la nueva alianza, el espacio más sagrado que existe. Pero tú no eres de
piedra, ni eres tampoco espíritu puro como son los ángeles. Conozco tu
carne, la he tocado y abrazado demasiadas veces en estos doce años como
para poder dudar de que es auténtica carne, nacida de la carne de una mujer.
Si Dios ha elegido el camino de la locura y del absurdo haciéndose hombre,
entonces todo cambia. Contigo, mi pequeño Jesús, mi niño, contigo todo
cambia. Ya nada volverá a ser igual. La hora del Templo ha pasado. Ha
pasado la hora de las piedras, de los sacrificios de animales, de la sangre de
los corderos derramada en expiación por los pecados en la tarde de Pascua.
Ha llegado la hora del hombre. Y eso, tienes que comprenderlo, querido hijo,
eso me asusta y me desconcierta. Pertenezco a la antigua alianza, aunque he
tenido la dicha de servir al nacimiento de la nueva. De todas formas, te lo
repito, contigo todo cambia. Para bien, pero no sin sufrimiento para los que
creíamos en la validez eterna de lo antiguo”. Eso me dijo mi querido padre.
- Le comprendo perfectamente -afirma Santiago-, porque lo mismo me sucede
a mí.
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- Antes de que volváis casi todos a decir ‘y a mí’ –corta Pedro, decidido-, os
pido que calléis y que le dejéis continuar. ¿Pudiste comprender el alcance de
lo que te decía José? –pregunta él, a su vez, al Maestro-.
- Creo que lo suficiente –le responde éste-. Pero si bien aquellas afirmaciones
suyas me sugerían nuevas preguntas, yo iba detrás de otras que no quería que
se me escapasen. Por eso le pedí que me hablar del hombre, de la naturaleza
humana. Le conté lo que me dijo el viejo rabino en la conversación que tuve
en el Templo. “¿Era verdad -le pregunté- que una religión basada en la
conversión del corazón sería mal interpretada por los hombres? ¿Era verdad
que sólo el miedo o el interés son capaces de meter en vereda a la
humanidad?”. También a estas preguntas mías siguió un largo silencio. Mi
padre, cuando por fin se decidió a hablar, me explicó que lo más importante
de la religión en que creíamos estaba basado, efectivamente, en el interés y el
miedo. Me dijo que Yahvé había firmado con Abraham, nuestro padre en la
fe, una alianza y que toda alianza implicaba comercio, intercambio, negocio.
Lo mismo da si se trata de una alianza militar que de un contrato de
compraventa. Tú das a cambio de que te den. Lo que el pueblo de Israel, los
descendientes de Abraham, dan es fidelidad, renuncia a adorar a otros dioses,
observancia de un código ético recogido en los diez mandamientos que
Adonai dio a Moisés en el Sinaí. Lo que Dios da, a cambio, es protección
frente a los enemigos de la tierra, éxito en los negocios, y, para los que creen
en que hay algo más allá de la muerte, la vida perdurable. “Nuestro pueblo –
me dijo-, tiene un profundo sentido comercial de la relación con Dios. Si
bien es cierto que algunos de los profetas han espiritualizado esa relación, no
deja de ser verdad que lo esencial de la misma está basado en el interés y el
miedo. Cuando Yahvé lo quiso así, quizá sea porque es lo mejor, lo que más
se adapta a la naturaleza humana”.
- Pero él no pensaba de ese modo –afirma María, que interviene, un poco
molesta, en la narración de su hijo.
- No me has dejado terminar, madre –dice Jesús con cariño-. A continuación,
José habló de él mismo, de ti y de otros a los que conocía. Me dijo que eran
muchos los que habían aprendido que el temor de Dios no era el estado más
perfecto en la relación con Adonai. “El temor –me dijo-, debe dar paso
siempre al amor. El amor es la plenitud. Pero nosotros antes considerábamos
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como motivos de amor el hecho de que Yahvé fuera nuestro creador, nuestro
protector. Ahora, contigo, como te he dicho antes, todo cambia, todo se
explica. El temor debe dejar paso decididamente al amor y la causa de ese
amor es precisamente que Dios ha amado tanto al hombre como para hacerse
hombre”.
- Y eso que tu padre no sabía lo de muerte en la cruz -afirma Juan,
completamente identificado con las palabras de Cristo.
- Gracias a Dios que no lo sabía –sigue diciendo Jesús-. Hubiera sufrido
demasiado. De todas formas, mi necesidad de saber no estaba satisfecha.
José no había terminado de contestar a mi pregunta, así que insistí. “Pero
padre –le dije-, tú crees que una religión basada en el amor tiene
posibilidades de triunfar en el corazón del hombre o, como me dijo el viejo
rabino, sólo servirá para que el nombre de Dios sea burlado y ridiculizado
por los hombres?”. Él no tardó mucho ahora en darme una respuesta. “A
muchos hombres –me contestó-, quizá a la mayoría, le vienen bien los palos.
El miedo guarda la viña. Efectivamente, el viejo rabino tenía razón en buena
medida. Los hombres harán más caso a Yahvé si éste se reviste del ropaje del
temor que si se muestra como Señor bondadoso y clemente. Por lo general,
la gente abusa de las personas buenas e incluso terminan por burlarse de
ellos. Ahora soy yo –siguió diciendo mi padre- quien quiere preguntarte algo
¿es que todo lo que nos han enseñado hasta ahora es falso?”.
- ¿Y que le contestaste a esa pregunta crucial? -quiere saber Santiago el de
Alfeo.
- Le dije –contesta Jesús- que naturalmente que lo revelado anteriormente no
era falso. Yo no he venido ha destruir la ley y a derogar lo que habían
enseñado los profetas. He venido a llevarlo a su plenitud, a completar la
revelación. “Es lo que me imaginaba –me dijo entonces José-. Por eso,
querido hijo, debes tener en cuenta que hay hombres a los cuales tendrás que
insistirles en un aspecto de la verdad e instruirles en el temor de Dios, y eso
por el bien de ellos. A otros, que ya hayan superado ese estadio en su
desarrollo espiritual, deberás introducirles en la plenitud del conocimiento de
Dios y hablarles del amor que Adonai merece. Temo que si te dedicas a
hablar sólo de lo segundo será, en muchos casos, como si quisieras construir
una casa empezando por el tejado. Si tu Padre ha querido dedicar tantos
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sufrir y que llegarás a dudar de la utilidad de tu misión. Puede ser que llegue
el momento en que pienses que quizá lo que el hombre necesita, lo que le
conviene, es el látigo y la zanahoria, el miedo y el interés. Lo que sí es
cierto, querido hijo, es que los frutos que consigas mediante la revelación del
amor de Dios, serán, quizá, pocos pero mucho más sabrosos, más auténticos.
Te deseo suerte y haré lo posible por ayudarte. Ahora, prométeme –terminó
diciendo-, que no hablarás de estas cosas, por el momento, a nadie. Eres
demasiado joven para soportar el ciclón de reacciones enemigas con que te
encontrarás si lo haces”. ¿A nadie –le pregunté-, ni siquiera a mi madre y a
mis primos?. “A tu madre sí –me dijo-, aunque también yo hablaré con ella.
A tus primos todavía no. Ten prudencia y ten paciencia. Estoy seguro de que
tu Padre te revelará cuándo ha llegado tu hora”.
- Y así fue –dice María-. Él habló conmigo de todo y sus palabras
contribuyeron a aclarar el misterio. Sin embargo, yo vi aún más que él, con
mi intuición de mujer, que el camino que le esperaba a mi hijo era un camino
de incomprensión y de sufrimiento. Y me dio miedo. Lo que no supe
entonces era que tenía que ser yo, precisamente yo, quien le diera la orden de
salida para que empezara la manifestación pública de su misión.
- Eso fue lo que ocurrió en las bodas de Caná –dice Santiago el de Zebedeo.
- Sí, pero antes de contaros lo de Caná, me gustaría terminar con la etapa de
mi vida en Nazaret, hablándoos de la muerte de Ana, mi abuela, y de la
muerte de José –dice Cristo.
- Yo quiero saber –pregunta Magdalena- si no te enamoraste nunca.
- También os hablaré de eso, pero vamos a hacerlo todo por partes, tal y como
sucedieron las cosas –contesta Jesús a la pregunta de la antigua prostituta.
- Antes de seguir, Maestro –le interrumpe Simón el zelote-, ¿no deberíamos
hacer una pausa para movernos un rato y tomar algo?. Yo ya estoy cansado
de permanecer en esta posición tanto tiempo y tengo hambre y sed.
- Tienes razón –le dice Jesús- Vamos, muchachos, confío en que en la cabaña
tengáis algo para comer, pues los milagros son para casos excepcionales y no
para utilizarlos para tapar el agujero de nuestras imprevisiones y perezas.
El grupo se levanta y bromea alegremente. Durante un rato la tensión se relaja y,
aunque todos estaban atentos a las palabras de Jesús, agradecen la pausa, por más que
Simón se convierta en objeto de burla, una burla amable, por haberse atrevido a decir
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que estaba cansado y tenía hambre. Al poco, tras comer pan, aceitunas, queso de cabra y
beber un trago de vino que se conservaba fresco en un odre de piel, se reúnen de nuevo
en torno al Maestro que tiene prisa en seguir su relato.
- Dos años después de aquello, murió tu abuela –dice María, una vez que
todos se hubieron sentado en torno a Cristo-, ¿qué recuerdas de ella y de
aquel momento?.
- Recuerdo, sobre todo –empieza a contar Jesús-, que tú sufriste mucho. Ya lo
habías pasado mal cuando murió Joaquín, pero ahora era todavía peor. La
abuela, como recordarás madre, murió dulcemente, tal y como había vivido.
Mi Padre le concedió tener una vejez tranquila, sin que las enfermedades
marcaran excesivamente su cuerpo. Cuando le llegó la hora tuve ocasión de
hablar a solas con ella. Le dije lo mismo que al abuelo Joaquín, con la
diferencia que ella ya sabía el mensaje de esperanza que yo predicaba; no
sólo lo sabía, sino que creía en él. Así, pues, para ella el tránsito no fue en
absoluto angustioso. Deseaba, casi, partir. Anhelaba volver a encontrarse con
su marido, del que no se había separado espiritualmente ni un momento
desde el día de su muerte. Anhelaba encontrarse con Dios, al que yo le había
enseñado a llamar Padre. Ella, pues, apenas sufrió. Quien sufrió fuiste tú,
madre, ¿te acuerdas?
- No podré olvidarlo nunca -dice María.
- ¿Por qué sufriste –le interrumpe Felipe, extrañado- si sabías que tu madre iba
al encuentro de Dios y de su marido? No puedo comprender que la muerte
suponga sufrimiento si se tiene la certeza de la vida eterna.
- Querido Felipe –contesta Jesús- quizá eres demasiado joven todavía y te
faltan muchas cosas por aprender. Deja hablar a mi madre, que ella sabrá sin
duda explicártelo.
- Gracias hijo –contesta María-. Sí, Felipe, sufrí mucho. Yo estaba más segura
aún que mi madre de que Dios nos espera como Padre bondadoso cuando la
muerte hace su cosecha y nos siega las horas y los días. No me cabía duda,
además, de que la bondad de mi madre le permitirían pasar sin temor el
juicio de Dios y aunque todavía no se me había revelado el efecto redentor
de la sangre que había de derramar mi hijo, ya sabía que los justos podían
afrontar la muerte y el juicio sin temor y con esperanza. Todo eso no sólo lo
sabía con la luz de la fe sino con un convencimiento interior tan profundo
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que podemos hablar, más que de fe, de certezas. Sin embargo, no pienses,
Felipe, que el dolor por la muerte, el dolor de las enfermedades, el de las
separaciones, el que te produce ver sufrir a un ser querido, sea algo que sólo
afecta a los que no tienen fe o a los que están machados por el pecado. Yo,
que puedo decir, con total humildad, que no tengo conciencia de culpa
alguna, sufrí entonces y he sufrido muchas veces en mi vida. ¿Crees que no
he sufrido cuando he visto a mi hijo muriendo en la cruz como un
malhechor? ¿Qué tipo de ser humano habría sido yo si no me apenara la
muerte de mi padre, de mi madre, de mi marido o de mi hijo?. No, la gracia
de Dios no destruye la naturaleza humana, ni la cambia hasta el punto de
convertir al hombre en una especie de estatua de frío mármol, como esos
ídolos en los que creen los paganos. Yo sabía que mi madre iba a estar,
pronto, en el seno de Dios y, sin embargo, no podía evitar el sufrimiento.
Sufría por mí, no por ella. Sufría porque ya no podría volver a estrechar su
cabeza de viejecita entre mis manos, ni peinarla el cabello como hacía
cuando, al final, ella ya no se podía valer por sí misma. Sufría porque ya no
podría oír su risa alegre, ni pasar mis dedos por las profundas arrugas de su
frente. Ya no podría escuchar sus palabras sabias ni sus consejos certeros. Y,
sobre todo, me quedaba sola, me convertía en alguien sin raíces, y eso, sin
llegar a darme miedo, sí que me impresionaba.
- Pero ¿y la fe, y la esperanza? -vuelve a objetar, testarudo, Felipe.
- El sufrimiento –sigue hablando María- no se convertía en desesperación
precisamente porque existían la fe y la esperanza. Yo estaba, y lo sigo
estando, totalmente segura de que mi madre vive, como vive mi padre. No he
perdido el contacto con ellos y siguen siendo luz y consejo para mí. Por eso,
la soledad en que me sumía su partida, se veía mitigada por la certeza de que
se trataba de una despedida provisional, no de un adiós para siempre. Pero
todo eso, que en buena medida se lo debía a las enseñanzas de mi hijo, no
hacía que el dolor desapareciera completamente. Por lo demás, me hubiera
sentido extraña si, ante la muerte de mi madre, ni una espina de dolor
hubiera atravesado mi corazón. No creo que Dios quiera que nos
convirtamos en seres insensibles. Más bien creo que él lo que busca es llenar
nuestro sufrimiento de esperanza, nuestras noches oscuras de un rayo de luz
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que las da sentido y nos ayuda a caminar por ellas, a pesar de que la
oscuridad no desaparece del todo.
- Tienes razón, madre –afirma Jesús-. Yo te veía sufrir y aprendía de ti el valor
de ese sufrimiento. Entonces tuve una intuición. Aprendí algo que no sabía,
lo mismo que me había ocurrido cuando había muerto el abuelo Joaquín o
había estado en el Templo con los doctores de la ley dos años antes. Una vez
más, mi Padre se servía de un acontecimiento para desvelarme un misterio,
para descorrer la cortina que ocultaba lo que yo sabía desde siempre pero que
no sabía que lo sabía.
- ¿A qué te refieres, hijo? -dice María, extrañada de que Jesús nunca le hubiera
hablado de ello.
- Tú –le responde el Maestro-, delante de la abuela moribunda, te mostrabas
como una mujer fuerte. Siempre lo has hecho así y también lo hiciste por mí,
junto a la cruz. Se trataba de que tu propia pena no pesara sobre el que partía,
para no aumentar la suya. Pero, cuando te quedabas a solas, dejabas que por
tus ojos corrieran las lágrimas, unas lágrimas que no eran de desesperación
pero que resultaban un inevitable desahogo de tu alma. Yo me solía turnar
contigo junto a la cama de la abuela, sobre todo cuando José estaba
trabajando y no estaba en casa. Pero recuerdo que, por lo que fuera, salí un
momento de la habitación donde dormitaba Ana y te vi, en la habitación de
al lado, sentada en el suelo y llorando. Tus lágrimas eran tan dulces que de tu
boca no escapa ni un quejido. Sólo eran eso, gotas de dolor que salían de tus
ojos y a las que la esperanza quitaba su amargura. Entonces, como un
relámpago, pasó por mi mente la idea del amor de Dios. Y entonces fue la
primera vez que supe que yo debía morir trágicamente, aunque aún no tuve
conocimiento de que debía hacerlo en una cruz.
- ¿Cómo fue eso? -pregunta Juan extrañado.
- Si mi madre quiere a su madre de este modo –contesta Jesús-, pensé yo al
verla allí, en el suelo, llorando, eso significa que de ningún modo consentiría
que a ella le sucediera algo. Y mucho menos, concluí, permitiría que me
sucediera a mí. Y, sin embargo, mi Padre me ha enviado a la tierra para que
yo dé la vida por los hombres. ¡Cuánto ama Dios al mundo para entregar a su
único Hijo para la salvación del mundo!. Quizá, seguí pensando, por un justo
se encontraría alguien dispuesto a morir, pero por los pecadores, ¿quién
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conmigo: pasar tu mano por mis cabellos y secarme, con tus dedos, las
lágrimas.
- Sí, eso fue lo que hice –confirma Jesús-. Quizás recuerdes que no te dije
nada. No tenía nada que enseñarte. Comprendía que lloraras allí, a solas,
lejos de la mirada de la abuela. Y sabía que no necesitabas que te recordara
la existencia del cielo ni que te hablara del amor de Dios. No había en ti ni
una pizca de desesperanza. Me angustiaba un poco verte llorar, allí, sentada
en el suelo. Pero comprendía que era normal, que te hacía bien, y que
respondía a un profundo misterio escrito en la naturaleza humana. Yo
también sufría por la muerte de la abuela y sabía que, si un día me sucedía lo
mismo, no podría evitar las lágrimas al contemplar tu partida.
- Pero no ha sucedido así –le responde María-. He sido yo, tu madre, quien te
ha visto morir a ti.
- Dios lo ha permitido por un motivo que tú no ignoras –le dice Jesús.
- ¿Cuál? -quiere saber Juan, siempre tan interesado en todo lo que haga
referencia a la Virgen María.
- Os lo contaré a su debido momento. Ahora dejadme que siga el hilo de mi
historia sin dar saltos para adelante que me impedirían hablaros de todo tal y
como sucedió –contesta Cristo.
- Sigue, por favor –dice, un poco nervioso, Pedro-, se acerca la hora de la
comida y luego sólo nos quedará la tarde. A este paso no vamos a acabar
nunca.
- Si no acabamos hoy, os reuniré de nuevo en Jerusalén para terminar el relato
–afirma Jesús-. Pero ahora, efectivamente, dejad que siga. Os estaba
diciendo que la muerte de mi abuela sirvió para encontrarme no con una
virtud como la de la fe, la esperanza o la caridad, sino con una realidad que
me afectaba a mí mismo. Supe que iba a morir para salvar a todos y cada uno
de los hombres. Supe también que mi Padre me entregaba a esa muerte
redentora porque amaba a los hombres con una intensidad que sólo cabe en
el corazón de Dios. Aquello no me produjo miedo. Lo acepté al instante, con
alegría, como quien sabe por fin para qué está en un sitio determinado. Lo
acepté absolutamente y, a continuación, me arrodillé junto a mi madre para,
en silencio, darle el afecto que ella necesitaba de mí. Esa era, por lo demás,
mi misión: olvidarme de mis propios dolores y problemas para hacer míos
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los dolores de los demás. ¿No había venido al mundo para eso? En el cielo
yo no tenía sufrimientos. Si vine, si me hice hombre, fue para poner mi
hombro debajo de las cruces que llevan los hombres, cargar con ellas como
si fueran mías, y contribuir así a hacerles a ellos más ligera su carga. Mi
madre lo entendió así. Agradeció mi consuelo. Recuerdo que, con gran
sorpresa mía y con no poca vergüenza, me besó la mano y luego se alzó.
Poco después ya estaba, con los ojos secos y la sonrisa en la boca, junto a
Ana, siendo para ella consuelo y alegría.
- Decías que nos ibas a hablar también de la muerte de tu padre -dice su primo
Judas-, pero eso ocurrió muchos años después. Tu debías tener en torno a los
veinte. ¿Qué pasó desde los catorce en que murió tu abuela?
- No pretendo contaros con detalle cada momento de mi vida –contesta Jesús-.
Sólo quiero hablaros de lo más importante, de aquello que dejó una huella en
mi alma y que debéis conocer para comprenderme mejor y saber así hasta
qué punto os he amado. En aquellos seis años, por lo demás, no pasaron
muchas cosas. Quizá la más importante fue mi decisión de no tomar mujer.
- Eso es precisamente lo que yo quería saber –dice Magdalena-. Ha sido
siempre un misterio para mí, del que no nos has hablado nunca. ¿Por qué
tomaste esa decisión?.
- Mi casa, mi familia –empieza diciendo Jesús-, era un hogar de célibes, de
consagrados a Dios. María, mi madre, os podría contar los motivos de su
propia opción. Mi padre, José, la asumió para respetar tanto el plan de Dios
sobre mí como la opción de su mujer. Nuestra familia era, por lo tanto,
completamente original. En ella, sin embargo, no faltaba una cosa: el amor.
Quizá a alguno de vosotros, o de los que vengan en el futuro, les resulte
difícil comprender que dos personas, como mi padre y mi madre, se puedan
amar intensamente sin tener relaciones sexuales entre ellos. Pero es que eso
no sólo ocurrió entre José y María, sino que he conocido otros muchos casos
así y sin que Dios tuviera que ver en el asunto. Recuerdo, y seguro que tú no
lo has olvidado, madre –le dice a María, que está escuchando esta parte del
relato con un enorme pudor, aunque comprende que es necesario que su hijo
hable de ello-, unos vecinos nuestros, Eliazar y Lía. Llevaban varios años
casados y tenían cuatro o cinco hijos, casi a uno por año, como es frecuente
entre nosotros. Él tuvo un accidente mientras trabajaba en el tejado de su
59
obligatoria que Dios exige a todos los que queréis ser mis discípulos, una
especie de derecho que el Señor quisiera arrebataros.
- Maestro –dice Juan-, yo no tengo miedo. Al contrario, escuchándote he
sentido cómo mi corazón saltaba de alegría. Yo quiero seguirte en todo y en
todo intentar ser como tú. Yo quiero ser célibe y no lo considero una
imposición sino una bienaventuranza.
- Lo sé, Juan –le responde Cristo-. Por eso tú has estado siempre tan cerca de
mi corazón. Pero no todos tus compañeros, al menos por ahora, parecen
sentir lo mismo. Vamos por partes. En primer lugar quiero deciros que mi
camino es modelo para todos en lo que representa de amor a Dios y amor al
prójimo. Acordaos de nuestra última cena, cuando os entregué mi carne y mi
sangre bajo las especies del pan y del vino.
- Aquella en la que yo no estuve -dice Magdalena, respirando una vez más por
su herida.
- Sí, aquella en la que las mujeres no podíais estar –contesta Jesús, dejando las
cosas claras pero sin perder la paciencia-. Antes de entregaros mi carne y mi
sangre, me ceñí un lienzo a la cintura y os lavé los pies.
- Recuerdo –dice Pedro- que yo no quería dejar que tú, mi Señor, me lavases
los pies a mí y entonces me dijiste que si no lo permitía no tenía nada que ver
contigo, así que te contesté que no sólo los pies sino el cuerpo entero y la
cabeza.
- Así fue –dice Jesús-. Yo quería dejaros un ejemplo para que vosotros, en el
futuro, lo llevaseis a la práctica unos con otros.
- Fue entonces –es de nuevo Juan quien interviene- cuando nos dijiste que nos
dejabas un solo mandamiento, un mandamiento al que llamaste tuyo, el del
amor. Jamás podré olvidar ese momento.
- Pero os dije algo más –añade Cristo-. ¿No lo recordáis?. No dije: ‘os dejo un
mandamiento’, sino ‘os dejo mi mandamiento’. No dije: ‘amaos unos a
otros’, sino ‘amaos unos a otros como yo os he amado’. Pues bien, eso y no
otra cosa, es lo esencial, lo que no le puede faltar a nadie, hombre o mujer,
anciano o joven, soltero o casado. No se puede ser mi discípulo sin desear
imitarme a mí. Pero no una imitación en la castidad, sino una imitación en el
amor. El que no quiere amar como he amado yo, no puede ser discípulo mío.
La consagración en el celibato por el Reino de los Cielos es, por el contrario,
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una opción libre que Dios inspira a unos y no a otros. No hay mayor
dignidad por tener esa inspiración que por no tenerla, pues es un don del
Espíritu, por más que el Espíritu necesite de la colaboración y del esfuerzo
del hombre para triunfar sobre los deseos de la carne. Pero el que se casa no
debe sentirse menos hermano mío, menos cercano a mí, que el que no se
casa. Basta con que su opción no sea por egoísmo, creyendo que es un
camino más fácil y eligiéndolo por eso. Si ese es el motivo, si casarse
significa para él poner a Dios en segundo, en tercero o en último lugar, si mi
Padre le pedía la consagración y él, por comodidad, no ha secundado sus
deseos, entonces sí que estará más lejos de mí. Pero no lo estará por culpa
del matrimonio, que es un estado de perfección como el celibato, sino por
haber sido egoísta, por no haber obedecido la voz de Dios que hablaba en su
propio interior.
- ¿Y la mujer? -vuelve a preguntar Magdalena.
- Lo mismo que el hombre –contesta Jesús-, en cuanto a la consagración. Ya
os he dicho a todos que hay igualdad plena en cuanto a dignidad. Todos los
que reciban el bautismo serán incorporados a la familia de los hijos de Dios,
lo mismo que todos son, desde que nacen, criaturas de Dios. No hay
distinción entre hombre y mujer, entre griego o judío, entre esclavo o libre.
Dios es padre de todos y creador de todos. Por eso la mujer puede consagrar
al Señor su virginidad, aunque no pueda hacer lo mismo que el hombre en
algunas cosas.
- ¿En qué? -insiste Magdalena, llena de tenacidad y con un asomo de rebeldía
que incomoda a los apóstoles.
- En lo relacionado con lo ocurrido en la última cena que tuve con mis
apóstoles y la entrega de mi carne y de mi sangre –contesta el Señor-. Pero
eso os lo hará entender mucho mejor el Espíritu Santo, cuando venga a
vosotros dentro de unos días. Entonces, no sólo os quitará el miedo sino que
os llenará de consuelo y de luz.
- Todavía no has contestado a mi pregunta –dice Simón el zelote-, ¿no te
enamoraste nunca?.
- No, en el sentido en que tú me lo preguntas –le responde-. Amé siempre, a
todos. Pero enamorarme, como un hombre se enamora de una mujer, no me
ocurrió nunca. Para mí, siempre, el hombre y la mujer fueron como hermano
63
y hermana. Los quise, los quiero, hasta el punto de dar la vida por ellos. Creo
que no hay amor mayor que ese. Sin embargo, nunca tuve no sólo la
tentación de hacer mal uso de mi cuerpo o del suyo, sino ni siquiera ese
arrebato de los sentimientos, que tú, Simón, como si fueras un griego o un
romano, entiendes por ‘enamorarse’.
- ¿Hubiera sido malo que te hubiera ocurrido? -pregunta Natanael.
- Enamorarse no es nada malo, por más que para algunos ese sea el principio
de la separación de Dios y del abandono del verdadero amor –contesta Jesús-
. Amar nunca es malo, cuando se ama como Dios quiere. Es decir, cuando se
ama de forma ordenada, poniendo a Dios en el primer lugar del corazón. El
que ama así no peca, pues ese amor a Dios le impide hacer mal uso de su
cuerpo o del cuerpo de los demás. Ese amor a Dios le lleva a ser fiel a sus
compromisos matrimoniales, por ejemplo. Sin embargo, muchos llaman
amor a lo que los griegos, con su magnífica precisión, llaman “eros”. Eso es
otra cosa. Siempre me vi libre de esas pasiones, aunque, también es verdad,
siempre puse los medios para evitar que me alcanzaran.
- Pero tú tuviste tentaciones –dice Andrés, sorprendido de que el Maestro
dijera que no las había conocido.
- Sí, en el desierto –confirma éste-, pero no de ese tipo. Sin embargo, sobre
eso ya os hablaré luego. Ahora quisiera contaros lo que sucedió a la muerte
de José, mi padre.
María no puede evitar un estremecimiento al oír hablar de su esposo, por más
que desde su muerte hubieran pasado ya muchos años. Juan, siempre atento, pasa su
mano con delicadeza por encima del hombro de la Virgen y el afecto que le transmite
ayuda a la madre de Dios a reponerse y prestar completa atención a las enseñanzas de su
hijo.
- Yo tenía ya veinte años cuando aquello ocurrió –sigue hablando Jesús-.
Trabajaba con él desde hacía tiempo. En nuestro hogar, como he dicho antes,
había una confianza completa y los tres estábamos, por voluntad propia,
consagrados a Dios. Todavía no había llegado mi hora, así que seguía
haciendo una vida normal, intentando llamar lo menos posible la atención.
Algunas murmuraciones se elevaban en el pueblo por el hecho de que mis
padres aún no hubieran concertado mi matrimonio, pero eso a nosotros no
nos afectaba en absoluto.
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- Sí –dice María- te habías ido quitando tu ropa para protegerle a él, con grave
riesgo de morir tú también. De hecho, estuviste varios días en cama, muy
enfermo. Sólo tu juventud te salvó.
- Mi juventud –afirma Jesús- y la voluntad de mi Padre. Todavía no había
llegado mi hora. Pero si me despojé de la ropa que podía defenderme para
proteger a José no fue porque supiera que, hiciera lo que hiciera, no iba a
morir, sino porque el amor me llevaba a eso.
- ¿Por qué no hiciste un milagro, como lo habías hecho años antes con el
leproso? -pregunta Magdalena.
- ¿No te dolió que no lo hiciera? -completa la pregunta Andrés, dirigiéndola a
María.
- Ni me planteé siquiera –es la Virgen quien responde- que mi hijo pudiera
hacer un milagro para evitar la muerte de mi marido. Claro que él podía
haberlo hecho y no hubiera sido una ofensa a Dios que yo se lo hubiera
pedido. Pero mi relación con él y con su Padre era tal, que yo estaba segura
de que, cuando Yahvé había permitido que José y que mi propio hijo
enfermaran era por algo. Estaba acostumbrada a creer y a tener esperanza.
Por eso no puse en duda el amor de Dios ni los designios de su voluntad.
Sentí, eso sí, una enorme pena por la muerte de mi marido, como la había
sentido por la muerte de mi madre años antes. Yo siempre quise a José. Le
quise como esposa, aunque ambos respetáramos completamente la
consagración del otro, sin tener entre nosotros ninguna relación impropia de
esa consagración. Y porque le quería tanto fue por lo que, en lugar de pensar
en hacer reproches a Dios por no haberle dado más vida y no haberle
protegido en aquel trance, me dediqué a darle gracias por el tiempo que pude
disfrutar de su compañía.
- Mi madre –es Jesús el que habla-, había aprendido una lección que pocos
saben. Ella, como los auténticos creyentes, tiene una actitud ante la vida
distinta de la que posee la mayoría, incluidos muchos que se consideran a sí
mismos muy religiosos. Para esa mayoría, todo lo que se tiene es un derecho
y, como consecuencia, lo que no se tiene es una falta que hay que reprochar a
Dios. Si tienen salud, dinero, amor, trabajo, una buena casa, seguridad, éxito,
juventud, belleza, no tienen que agradecerle nada ni a Dios ni a nadie. En
cambio, si les falta algo de eso, se lo reprochan a Dios y le acusan de injusto.
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todos los sentimientos que cualquier hombre puede tener. Me habéis visto
comer, dormir, bromear y no os ha extrañado eso. Me habéis visto sufrir, y
no sólo en la cruz; me habéis visto llorar, y ese sufrimiento sí que os afecta;
hasta el punto de que en lugar de suscitar en vosotros admiración por el
hecho de que Dios acepte asumir la debilidad humana, la extrañeza os lleva a
dudar de mi naturaleza divina o de la autenticidad de mis sentimientos.
- Yo no dudo, Maestro –dice Juan, al instante.
- Ni yo –añade Pedro, que es coreado por todos los demás.
- Señor –dice Santiago el Zebedeo, que se ve en la necesidad de dar alguna
explicación y que se ha puesto de rodillas ante Cristo-, no pienses que yo
dudo de ti. He estado contigo aquí, en este mismo monte santo, y he tenido
ocasión de ver cómo Moisés y Elías te servían. He estado junto a ti en
momentos muy duros y, aunque te traicioné hace unos días, en la noche de tu
pasión, creo que me he arrepentido lo suficiente de ello. No tengo ninguna
duda de que eres hombre y tampoco la tengo de que eres Dios. Pero te pido
que seas comprensivo con mi torpeza. Es demasiado difícil para nosotros,
palurdos galileos a la par que buenos fieles de la religión de Israel, aceptar
sin más que todo un Dios, el Omnipotente e Innombrable, se haga hombre,
coma, juegue, sufra y muera a nuestro lado. Sólo hay una explicación a eso y
esa explicación es aún más grande que el misterio de la encarnación.
- ¿Y cuál es esa explicación? -pregunta Jesús.
- Seguro que mi hermano Juan –le responde Santiago- te lo sabrá decir mejor
que yo, porque el otro día, junto al lago, en casa de nuestro padre, lo
estuvimos hablando. Anda, Juan, díselo tú, por favor.
- La única explicación –afirma Juan, que no teme exponer abiertamente lo que
todos sienten-, es que el amor de Dios es tan grande, por lo menos, como su
poder. Dios es omnipotente, pero, sobre todo, es amor. Sí –añade-, Dios es
amor y nosotros somos testigos de ese amor. Nosotros, que hemos visto y
oído a su Hijo. Nosotros, que hemos compartido su sueño, su comida, su
descanso, su fatiga, su sufrimiento, su muerte y también su resurrección.
Nosotros somos testigos de la inmensidad infinita del amor de Dios, hasta el
punto de poder decir que, donde abundó el pecado sobreabundó el amor.
- Gracias, queridos Juan y Santiago –contesta Cristo-. No esperaba menos de
vosotros. Tendréis que ser, como los demás, testigos precisamente de todo
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eso que ahora proclamáis. Tendréis no pocas dificultades por ello, pero, no
temáis, yo he vencido al mundo, como habéis podido comprobar con mi
resurrección.
- Maestro, perdona que te interrumpa –dice Simón Pedro-, el tiempo pasa y no
tardará en caer la tarde. Poco les queda a los campesinos de jornada. Dentro
de poco los caminos se llenarán de gente que regresa a las aldeas desde los
campos donde se recoge la cosecha del lino y del trigo. No nos has contado,
sin embargo, nada de cómo experimentaste tantos y tantos acontecimientos y
peripecias como ocurrieron durante tu vida pública. Por eso te pido que sigas
adelante y a vosotros, hermanos, os ruego de nuevo que no le interrumpáis
continuamente pues de lo contrario no acabaremos nunca.
- Tienes razón, Pedro –dice Jesús-. Termino esta importante etapa de mi vida
recordándoos lo que os había empezado a decir. La muerte de mi padre
supuso para mí, ante todo, una aceptación de la voluntad de Dios en todo lo
que tiene de natural y a la vez de misterioso. Yo podía haber hecho un
milagro, podía haberlo pedido. Podía haberlo pedido mi madre. Ninguno lo
intentó siquiera. Sabíamos que había llegado su momento y de lo que se
trataba era de estar preparados para afrontarlo bien, tanto él como nosotros.
A veces pensamos que la voluntad de Dios se manifiesta a través de gestos
extraordinarios. No suele ser así. Es mediante las cosas normales y aún
rutinarias de la vida, como se nos manifiesta lo que Dios quiere y espera de
nosotros. En mi vida, en la de mi madre y en la de José, hubo momentos en
que intervinieron ángeles, magos protectores venidos de lejanas tierras,
sueños reveladores de ocultos secretos. Pero esos fueron momentos muy
contados, tan escasos como imprescindibles. No, Dios no se manifiesta
habitualmente a través de ángeles que se aparecen o de visiones de difuntos.
Dios se manifiesta en la normalidad. La vida sencilla, corriente, de un
artesano de Nazaret y de su familia, era manifestación del poder de Dios y de
la voluntad de Dios, tanto como aquellos otros instantes de esa misma vida
en que el Señor había intervenido excepcionalmente en ella. Así lo entendí
en aquella ocasión y lo entendí para siempre.
- Tenías veinte años –dice María- y, con la muerte de José, te convertiste en el
cabeza de familia. Yo temí que el inicio de tu misión no tardara en llegar.
Eras ya un hombre adulto y maduro. Podías valerte por ti mismo y no habías
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echado en saco roto los consejos de prudencia y sabiduría que te había dado
tu padre. Estabas preparado para partir. Y, sin embargo, aún tardaste diez
años en hacerlo. Naturalmente que no me costó nada aceptarlo, porque
fueron diez años maravillosos. Los dos en la dulce intimidad de nuestro
hogar, aunque ya no tuviéramos la compañía de José. Y, sin embargo, nunca
te pregunté por qué tardaste tanto en hacerlo. Siempre temí que, de plantearte
esa cuestión, lo interpretaras como una invitación mía a marcharte de casa
para predicar el mensaje que tu Padre te había encargado transmitir a los
hombres. Hijo, ¿qué pensaste tú, qué sentiste tú en esos años de vida
escondida en el taller de Nazaret, en el discreto transcurrir de la vida
rutinaria y cotidiana de nuestra casa?
- Algo parecido a lo que sentías tú. Que aquello era el cielo en la tierra, a pesar
de que echara siempre en falta la ausencia de mi padre. No tenía ganas de
partir, ¿quién hubiera querido hacerlo, estando a tu lado?. Junto a ti, me
parecía que el tiempo transcurría no despacio, sino deprisa, muy deprisa.
Sabía que tenía que llegar la hora en que debía abandonarte para llevar a
cabo, como dices, la tarea que me había encomendado mi Padre. Pero
necesitaba estar seguro de que esa hora había llegado. De todos modos, hubo
algunos momentos en que pensé que el tiempo era más que maduro. En
nuestro pueblo, como sabes, los veinte años son ya una edad más que
avanzada para emprender algo en la vida. A esa edad, la mayoría de mis
amigos estaban casados, o, por lo menos, comprometidos. Afortunadamente,
la muerte de José nos ayudó a presentar mi soltería como algo más normal,
pues se excusaba alegando que yo no quería dejarte sola ni meter a una
mujer en casa que no te tratara con el respeto que merecías. Como te digo,
hubo momentos en que creí que la hora había llegado.
- ¿Cuáles? -pregunta María.
- Cuando se presentó aquella enfermedad tan mortífera que se llevaba a los
niños igual que a los más fuertes de los jóvenes, o a los ancianos. Pensé que,
quizá, eso significaba que mi Padre deseaba que me dedicara a curar a los
moribundos y que, mediante los milagros, empezara a predicar su amor a los
hombres –contesta Jesús.
- ¿Por qué no lo hiciste? -quiere saber Natanael.
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Nazaret tuvo esa misión: ofrecer a los hombres de todas las razas y épocas
un modelo de Dios hecho hombre que estuviera al alcance de cada hijo de
vecino. Ser santo, ser perfecto incluso, es posible para todos porque yo no fui
sólo imitable mientras anduve por los caminos predicando, sino también
mientras estuve en mi casa, como un trabajador más, como un hijo más,
como un vecino más.
- ¡Qué poco y mal lo entendimos los de Nazaret! -exclama Santiago, su primo.
- Sí –dice Jesús-, pero esa es ya otra historia, la de mi vida pública. Ahora ha
llegado la hora de partir. Como Pedro decía, los caminos se van llenando de
gente. No tardará en caer la noche y no será seguro caminar.
- Pero podemos quedarnos aquí y seguir mañana –objeta Tomás.
- No quiero que mi madre pase aquí la noche, ni que la pase tampoco
Magdalena, durmiendo ambas con vosotros, en esa incómoda y sucia cabaña
de pastores –le responde Cristo.
- ¿Por qué tiene que haber diferencias entre nosotros? –protesta Magdalena-
¿por qué las mujeres no podemos dormir al raso como los hombres?.
- Magdalena –contesta Jesús, siempre con calma y ahora sonriendo-, si algún
día no protestas, no me cabe duda de que serás santa. Tú puedes dormir
donde quieras, menos mezclada con los hombres. Y no por tu pasado, sino
porque hay cosas que están ligadas a la naturaleza humana y son como son y
no como nos gustaría que fueran. Acostúmbrate a aceptar que eres una
mujer, igual en dignidad que cualquier hombre, pero una mujer. Así que, por
mí, puedes dormir en el suelo, bajo un árbol o subida a una encina, pero no
en la misma choza que mis apóstoles. En cuanto a mi madre, tiene ya el
cuerpo suficientemente magullado como para que yo consienta que se quede
aquí. Es hora, pues, de partir. Nos veremos dentro de una semana en
Jerusalén.
- ¡Una semana! -son ahora todos al unísono los que protestan.
- Hijo –dice María- estoy de acuerdo contigo en todo, como siempre. Y, como
siempre, haré caso de lo que dices sin discutirlo. Pero te suplico que no
prolongues tanto la separación. ¿No podríamos vernos antes? ¿por qué en
Jerusalén?.
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no está. Sin quejas, sin discrepancias, llenos de alegría, se levantan. María y Magdalena,
acompañadas por los dos hermanos Zebedeos y por los dos primos de Jesús, Santiago y
Judas, emprenden el camino de regreso a Cafarnaum. Los otros siete apóstoles se
quedan en la montaña y se disponen a acostarse lo antes posible para bajar al valle pocas
horas después, mientras es de noche, a fin de estar lo antes posible cerca de los pueblos
donde cuentan con amigos que puedan protegerles. Posiblemente llegarán a Cafarnaum
antes que lo haga el primer grupo, en todo caso, antes de que se cumpla el tiempo de la
cita dada por el Maestro.
Pedro se dirige, como por la mañana, al lado oeste de la colina. Mientras sus
amigos preparan la choza para pasar la noche, él necesita estar solo. Al poco se le acerca
su hermano, Andrés. Le pasa la mano por el hombro y le pregunta:
- ¿Por qué estás tan pensativo? ¿No estás contento con lo que nos ha contado
el Señor?
- ¡Cómo no estarlo! –responde aquel que fue calificado de piedra angular por
Jesús-. Lo que sucede, hermano, es que empiezo a ser consciente de lo que
nos espera. Todo cae sobre nuestras espaldas y, especialmente, sobre las
mías. Y cuando digo todo me refiero no sólo a la tarea de llevar la buena
noticia del amor de Dios a los hombres, sino también a la misión de
mantener unida a esta comunidad y a los que se adhieran a ella.
- ¿Estás seguro –objeta Andrés- de que todo cae sobre nosotros? Por el
contrario, hoy, escuchando al Maestro, he comprendido que nosotros sólo
tenemos una misión que hacer, la de dejarnos llevar. Lo único que se espera
de nosotros es que seamos lo suficientemente dóciles como para secundar al
Espíritu. No creo que sean nuestras fuerzas, incluso aunque éstas fueran
mucho mayores de lo que son en realidad, las que nos permitan vencer ante
las pruebas que nos esperan. ¡Venga, hermano! –le anima-, que si Dios está
con nosotros ¿quién estará contra nosotros? Ni siquiera nosotros mismos,
aunque nos lo propusiéramos, podríamos vencer a Dios y agotar su bondad,
su misericordia, su gracia. Y al final, cada vez lo tengo más claro, aunque
nuestra parte sea importante y aún imprescindible, tenemos que concluir que
todo es gracia.
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LA HORA DE LA PALABRA
Tres días más tarde, con la noche todavía dominando en el cielo, tres grupos
pequeños se deslizan furtivamente desde puntos distintos hacia un lugar común. Uno de
ellos, formado por dos mujeres y cuatro hombres, ha pasado la noche muy cerca, junto
al lago. Los otros dos vienen de un poco más lejos, de la fronteriza ciudad de
Cafarnaum. Se mueven entre las sombras con gran sigilo. Todavía queda algo de luna,
aunque el astro nocturno no está en la plenitud que poseía dos semanas antes, cuando
Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos. Con todo, como gente conocedora de los
lugares por donde transitan, no necesitan mucha visibilidad para desplazarse. Prefieren
tropezar antes que llamar la atención.
El primer grupo en llegar, al contrario de lo que había sucedido en el Monte
Tabor, es el de las mujeres. Han subido, fatigosamente María y con más ligereza los
demás, la colina. Cuando llegan a uno de los repechos, vislumbran la alborada que
precede a la salida del sol. A través de los altos de Gerasa, la claridad, tímidamente aún,
comienza a despejar las sombras de la noche. Pronto el camino que bordea el lago se
llenará de gente y, aunque en esa zona hay menos campesinos que en la región del
interior cercana al Tabor, también hay mucho movimiento en los caminos, tanto de
comerciantes que vienen de Siria como de soldados y pescadores.
- Dios quiera –dice María a sus compañeros, apenas coronado el repecho de la
colina en el cual habían quedado citados- que lleguen pronto. Lo mejor para
todos es que no les vea nadie.
- Llegarán pronto y a salvo, Madre –contesta Juan-. Tanto Pedro como Simón
conocen muy bien esta zona. Cuando menos nos lo esperemos habrán
llegado, casi sin ser vistos.
- ¿Y el Maestro –pregunta Magdalena-, cuándo llegará? ¿Crees, Madre, que
tendrá tiempo para hablar conmigo a solas?
- No lo sé –le responde la Virgen-, pero te aconsejo que no se lo estés diciendo
continuamente. Ya se lo pediste y estate segura de que no lo ha olvidado. Si
él ve la ocasión, te concederá la audiencia que le has pedido. No me gustaría
que le incomodaras o que incomodaras a los apóstoles. Piensa que todos,
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incluso yo, tenemos ganas y también derecho a estar a solas con él, y no se lo
pedimos por respeto. Ten paciencia y ten prudencia, Magdalena.
- Tienes razón –responde ésta, que sólo ante la Virgen se muestra sumisa y
fácilmente conciliadora-. Pero, si ves tú que hay ocasión para ello, ¿podrías
interceder por mí? ¿podrías recordarle que tengo ganas de tener con él una
conversación a solas?
- De acuerdo –contesta María-. Haré lo que pueda. Y ahora, calla un rato.
Disfrutemos del silencio y del espectáculo del lago, que empieza a
iluminarse con los primeros rayos del sol.
Poco tiempo pueden estar, los seis, gozando del espléndido paisaje. Un paisaje
que parece creado especialmente para transmitir a quien lo contempla la certeza de que
el mundo ha sido hecho por un Dios que ama a los hombres. Casi simultáneamente, de
dos puntos distintos, se oyen ruidos. Los dos grupos que faltan, llegan al lugar de la cita
por sitios diferentes. Los cuatro apóstoles se levantan y, aun sabiendo que lo más
probable es que se trate del resto de los discípulos de Jesús, se sitúan alrededor de las
dos mujeres para protegerlas. No tardan, con todo, en aparecer los discípulos restantes,
un grupo capitaneado por Pedro y el otro, como Juan había previsto, por Simón el
zelote.
- Ves como tenía yo razón –le dice Simón a Pedro cuando aún los dos grupos
no se habían encontrado-. El camino del interior es tan corto como el de la
costa y mucho más seguro.
- Sí, es verdad –responde Pedro-. De todos modos, a nosotros no nos ha
seguido nadie, pues sólo nos hemos cruzado con un campesino que iba hacia
Tiberíades con su carreta llena de verdura para venderla en el mercado.
- ¿No os habrá identificado? –pregunta Mateo, que ha venido con el grupo de
Simón.
- No lo creo. Era aún de noche e íbamos embozados –dice Andrés, que ha
acompañado a su hermano.
Todavía están hablando cuando se produce el mismo suave torbellino de viento
que precedió a la llegada de Jesús, tres días antes, en el Tabor. Como entonces, María se
puso en pie y anunció que su Hijo estaba al llegar. Instantes después, el Señor se hacía
presente en medio de los discípulos y les volvía a saludar con la frase que había
convertido en su divisa: “Paz a vosotros”.
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A pesar de que hacía poco que se habían visto, los apóstoles se acercaron a Jesús
precipitadamente para abrazarle y besarle las manos. Todavía no se habían
acostumbrado a las apariciones del Resucitado y éstas les resultaban cada vez igual de
nuevas y sorprendentes. En esta ocasión, sin embargo, Magdalena no corrió a besarle
los pies. Permaneció junto a María, tranquilamente, esperando que fuera Jesús quien se
dirigiera a ella. Este no tardó en hacerlo. Tras saludar a sus amigos, fue a donde estaban
las dos mujeres y a ambas les dio el mismo beso de paz. Después, dirigiéndose a todos,
afirmó:
- Bien, es hora de desayunar. Me imagino que no lo habéis hecho y que
tampoco habéis rezado las dieciocho bendiciones que preceden a la comida.
Vamos a empezar bien el día y, aunque tengo mucho que contaros, es bueno
que dediquemos los primeros momentos a alimentar el cuerpo y a darle
gracias a Dios por lo que él nos ha concedido. Supongo que habréis traído
algo para comer, ¿no?.
- Claro que sí, hijo –responde María, que en esta ocasión ha venido mejor
provista que cuando subió al Tabor-. Incluso tuve tiempo ayer para hacerte
esas galletas de harina y miel que tanto te gustan.
- Gracias, Madre –dice Jesús. Vamos a rezar y luego desayunaremos. El
tiempo apremia, pero lo mejor del tiempo debe ser dedicado a Dios.
El grupo se dispone a efectuar las oraciones que todo buen israelita dedica a
Yahvé al empezar la jornada. Al concluir, Juan le dice a Jesús:
- Maestro, ¿podríamos rezarle a tu Padre tal y como tú nos enseñaste?
- Me alegro de que me lo pidas, Juan –contesta Jesús-. Acordaos que esa debe
ser, por encima de cualquier otra, vuestra oración.
Todos en pie, Jesús vuelve a repetirles el Padrenuestro, que ellos, tras él, van
desgranando, no sólo con atención sino con el esfuerzo de memorizarlo para no
olvidarlo cuando el Maestro ya no esté entre ellos para recordárselo. Al concluir, Jesús
les dice:
- Ahora, antes de desayunar, disfrutemos un poco de la belleza de este lago.
En silencio, que cada uno se dirija al Padre y le exprese lo que hay en su
corazón.
Sentados mirando al agua, a una distancia de la orilla que les permite contemplar
todo el panorama, los apóstoles y las dos mujeres, acompañados por Cristo, permanecen
un largo rato. La belleza del paraje, lo extraordinario de la compañía, hace que aquella
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no sea una oración normal. Aunque el silencio no es roto por ninguno de ellos, varios
empiezan a llorar. No así María, que, sentada junto a Jesús, está tan serena como cuando
paseaba con su hijo por los alrededores de Nazaret, cinco o seis años antes.
Es Jesús quien da por terminado el increíble momento. Se levanta y pregunta por
la comida. Después empieza a bromear con los que han llorado, hasta que todos se ríen,
mientras desayunan. Al acabar, y para evitar el calor que no tardará en aparecer, se
sientan a la sombra de un corpulento sicomoro, todos alrededor del Maestro, como
habían hecho en el Tabor. Jesús no tarda en empezar a hablar.
- Yo esperaba y necesitaba una señal para empezar a actuar. A veces, como ya
os he contado, tenía dudas, pero la voz del Espíritu en mi interior me decía
que no había llegado el momento. Así iban pasando los años y, aunque yo
me encontraba muy bien en Nazaret junto a mi madre, también me
preguntaba cuándo llegaría la hora de empezar a actuar. Y en esto ocurrió lo
de Juan el Bautista.
- Nuestro primer maestro –afirma Andrés, mirando a Natanael.
- Sí –dice Jesús-. El primer maestro de algunos de vosotros y también mi
primo. Ya sabéis la historia acerca del viaje de mi madre a Ain Karem.
También sabéis que, debido a la elevada edad de sus padres, Juan quedó
huérfano pronto. Apenas unos meses mayor que yo, sin embargo, por aquella
época, llevaba ya mucho tiempo por los desiertos y caminos de Israel
predicando la penitencia y el arrepentimiento. Había pasado una temporada
con los esenios, pero no le habían convencido sus doctrinas. En el fondo no
eran tan distintas a las de los corrompidos sacerdotes del Templo, pues a
pesar de que los eremitas del desierto eran honestos, creían que la
santificación es fruto del esfuerzo humano y de complicadas ceremonias de
purificación. La nueva alianza, Juan lo intuyó perfectamente, no podía ser
una simple revisión de la antigua. El concepto de pacto debía cambiar de raíz
para alejar no sólo todo sentimiento comercial, sino, sobre todo, para que el
hombre comprendiera que es Dios el que, gratuitamente y sin mérito alguno
del ser humano, salva.
- Pero Juan –dice Felipe, otro de los que habían sido discípulos del Bautista-
nos insistía mucho en la penitencia, en los sacrificios.
- Pero no lo hacía –aclara Jesús- como quien pone ahí el objetivo de su obra,
la finalidad de su mensaje. Juan era consciente, y así lo dijo muchas veces,
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de que él era sólo el precursor. Sin haber oído hablar de mí, había recibido el
efecto de mi gracia cuando estaba en el vientre de su madre, saltando de
alegría en aquel bendito seno. Sabía, más por intuición y don que por
deducciones lógicas, que la salvación de los hombres era inminente. Por eso
se dedicaba a preparar los caminos, a enderezar los senderos tortuosos.
- Sí –dice, de nuevo, Felipe-, con frecuencia nos decía que él no era el enviado
y que no era digno de desatarle las sandalias cuando llegara. Y ese enviado,
Maestro, eras tú.
- Cuando llegó a Nazaret la fama de Juan, yo tuve la impresión de que mi hora
estaba cercana. Al principio no supe que se trataba de mi primo, el hijo de
Isabel y Zacarías. Sólo supe que un gran hombre había surgido de entre el
pueblo, con el mismo vigor y honradez de los profetas de antaño. Supe que
predicaba la conversión y que impartía un bautismo de penitencia en el
Jordán.
- Entonces fue cuando nos dijiste a nosotros –dice Santiago, su primo-, que te
acompañáramos para visitar a Juan en el Jordán.
- Recuerdo que nosotros nos reímos de ti –completa la anécdota el otro primo,
Judas Tadeo- y te dijimos que tú no tenías necesidad de bautismos de
penitencia, pues nunca nadie te había visto en el pueblo hacer la más
pequeña cosa mal hecha.
- Sin embargo –concluye Santiago-, insististe en ir y varios de nosotros, de los
de tu familia, te acompañamos.
- La voz de Dios se agitaba poderosamente en mi interior –continúa Jesús el
relato-. Era como un caballo ansioso de salir del corral donde ha pasado
demasiado tiempo. No obstante, debía cerciorarme y por eso no os dije nada.
Además, tampoco sabía qué debía deciros. ¿Debía llamaros a solas y deciros
así, por las buenas, ‘soy el Mesías’?. Comprendí que, en caso de duda, era
mejor no hacer nada y esperar a ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos. Por eso, sin daros demasiadas explicaciones, os arrastré
conmigo hacia el Jordán.
- Contigo estábamos cuando te aproximabas al agua, donde estaba Juan
bautizando –dice, de nuevo, Santiago.
- Entonces fue cuando él te vio –añade Judas-, aunque tú estabas en la fila,
procurando pasar desapercibido en medio de la gente, esperando que te
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- Sí –dice Felipe-, afirmó: ‘Ahí va el cordero de Dios que quita el pecado del
mundo’. Y nos invitó a que te siguiéramos. A mí me daba pena alejarme de
él. Le quería mucho y le admiraba. Además, ya habían empezado a
insinuarse los rumores de que Herodes estaba tras él para hacerle pagar caro
sus críticas, por instigación de su mujer, Herodías. Aunque tenía muchos
otros seguidores, me costaba separarme de él, y más para seguir a un
extraño.
- Lo mismo me sucedía a mí –añade Andrés-. Pero él insistió. ‘Debéis
obedecer a Dios antes que a los hombres –dijo-. Conviene que él crezca y
que yo disminuya. No soy digno de desatarle ni las correas de las sandalias.
Mi obra era esta: preparar su camino. Y lo preparo precisamente así,
mandándoos que vayáis con él. No os preocupéis por mí. Seguidle’.
- Esto fue lo que ocurrió –es ahora Pedro quien interviene-, y después mi
hermano Andrés vino a mi casa y, excitadísimo, me habló de ti, Maestro.
Pero me gustaría que, más que oír nuestros recuerdos, nos contases tú, Señor,
cuáles son los tuyos.
- Me gusta mucho escucharos, queridos amigos –dice Jesús, que estaba
mirando, absorto, a sus discípulos-. Han pasado sólo tres años desde
entonces y, sin embargo, parece cosa de otra época. ¡Qué dulces fueron
aquellos momentos, verdad!. Pero tienes razón, Pedro. Es necesario que
sepáis lo que el Padre iba poniendo en cada momento en mi corazón. Como
os decía, la marcha al Jordán tenía cómo objetivo saber si había llegado mi
hora. Sólo de camino, al contacto con otros grupos que se dirigían al mismo
sitio, me enteré con detalle de la vida de Juan y de sus orígenes. Fue así
como supe que se trataba de mi primo, el hijo de Isabel, el que había saltado
de alegría en el vientre de su madre cuando percibió mi presencia y la de mi
madre. Entonces supe que, efectivamente, la hora se aproximaba. Sin
embargo, aún notaba en mi interior la voz del Espíritu que, con toda claridad,
me decía: “Espera, no te precipites, haz el viaje, pero espera”. Cuando, junto
a mis primos, llegué al Jordán, me comporté como todo el mundo. Nadie
sospechaba quién era yo, así que no me costó pasar desapercibido. Me puse
en la fila, junto a tantos, para recibir el bautismo de penitencia. Recuerdo que
mi madre, espero que tú te acuerdes también –le dice a María-, me dijo que
yo no necesitaba recibir ese tipo de rito y que yo le contesté que ella tampoco
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- Todo estaba previsto por mi Padre –añade Jesús-, pero yo no lo sabía. Sí,
efectivamente, aquella irrupción de un grupo de hombres jóvenes con los que
no se contaba debió ser una de las causas por las cuales se les acabó el vino.
Pero la causa última era que yo debía hacer un milagro que había de
convertirse en el punto de partida de mi nueva vida. Y quizá no lo hubiera
hecho si no hubiera sido por mi madre. No había tenido tiempo de hablar con
calma con ella, aunque sí que habíamos intercambiado algunas palabras, para
explicarle lo que había sucedido y cómo aquello había ocasionado que el
grupo de seguidores de Juan se vinieran conmigo. Ella sonrió y,
simplemente, me dijo que descansara antes de tomar ninguna decisión.
- Nada más verle llegar –es ahora María quien habla- supe que el tiempo se
había cumplido. El corazón saltó de alegría en mi interior no sólo por verle a
él, sino por ver que le acompañaban tantos jóvenes. Cuando hablé con él le
encontré feliz por esa compañía, pero sin comprender que, efectivamente, la
hora había llegado y, sobre todo, sin saber qué hacer. Entonces fue cuando se
acabó el vino.
- Llevábamos dos días allí –dice Jesús-, pues Manasés era un hombre rico y la
fiesta por la boda de su hijo no podía durar menos de una semana. Vi a mi
madre que venía a mí y me contaba que Elihú, el mayordomo de Manasés, le
había contado lo del vino. Era una vergüenza para ese hombre, que daría
mucho que hablar en toda la comarca. Pero tampoco era para tanto. Por eso
me extrañó que me insinuara que hiciera un milagro. Ni siquiera me lo pidió
abiertamente, sólo me puso delante el problema. Yo, que no había querido
hacer milagros mucho más necesarios en Nazaret, me quedé sorprendido de
esa petición y le dije que no había llegado mi hora. No me parecía que fuera
el momento, allí, en una boda y sólo para evitarle un mal rato a un buen
amigo, de hacer un gesto tan extraordinario como un milagro. Ella, sin
embargo, no dijo nada más. Dio media vuelta y se fue. Al poco llegó Elihú,
más extrañado aún que yo, y me dijo que mi madre le había ordenado poner
agua en los cántaros de piedra y luego venir a verme para hacer lo que yo le
ordenara. Entonces fue cuando comprendí que, efectivamente, el tiempo se
había cumplido. ‘Vete a ver ahora los cántaros -le dije a Elihú- y luego
vuelve a decirme qué ha pasado’.
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hombres ante el trono de Dios. Y había decidido también que lo que pidiera
no le fuera negado.
- ¡Pero eso es extraordinario! –exclama Juan, encantado.
- ¿Una mujer –pregunta Felipe- mediadora entre Dios y los hombres? ¿No te
parece demasiado, Jesús?
- Comprendo que a algunos os cueste aceptarlo –responde el Maestro-. Es
todo demasiado diferente de aquello que estáis acostumbrados a creer. Pero
si por una mujer entró el pecado en el mundo, por una mujer tenía que venir
también la salvación. Yo he nacido de ella, de una mujer. El redentor soy yo,
no ella. El salvador soy yo, pues soy yo quien posee, junto a la naturaleza
humana, la naturaleza divina. Yo soy el Hijo unigénito de Dios, no ella. Pero
ella es mi madre y Dios ha querido que todo lo que pida a favor de los
hombres le sea concedido.
- Ahora entiendo –vuelve a exclamar Juan- por qué, desde la cruz, cuando
estábamos los dos juntos, ella y yo, a tus pies, le dijiste, señalándome, que en
mí estaba su hijo.
- Y que en ella estaba tu madre –completa Jesús el recuerdo del joven apóstol-
. Pero no adelantemos acontecimientos. Volvamos al principio. A aquella
boda en Caná de Galilea, donde tuvo lugar mi primer milagro público y
donde mi madre comenzó a cumplir la función que mi Padre había designado
para ella, interceder ante Dios y conseguir de él misericordia para los
hombres.
- ¿Cuál fue, entonces, tu experiencia de todo aquello? –pregunta Pedro que,
como siempre, está preocupado porque ve que el tiempo pasa y que el
Maestro avanza muy lentamente en el desgranar de sus recuerdos.
- De una gran felicidad –responde Jesús-. Felicidad por haber podido ayudar a
unos novios en un momento de apuro. Felicidad, sobre todo, porque había
acertado al esperar tanto tiempo sin ponerme en marcha, confiando en que
mi Padre me haría saber cuándo llegaría el momento de hacerlo y, por fin,
ese momento había llegado. Y, por último, felicidad porque os tenía a
vosotros.
- ¿Qué significamos nosotros para ti, Maestro? -pregunta Simón el zelote.
- Muchísimo más de lo que os podáis imaginar. Como sabéis, no he tenido
hermanos, aunque tengo tantos primos y hemos vivido siempre tan en
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familia que no los he echado de menos. Pero vosotros, desde aquel primer
momento, os convertisteis no sólo en mis discípulos, mis alumnos, mis
seguidores, sino en mis amigos, mis hermanos y casi en mis hijos. No puedo
expresaros con palabras lo que os he querido, lo que os quiero. Sólo puede
daros idea de mi amor el hecho de que os repartí mi cuerpo y mi sangre en la
última cena que celebré con vosotros, pocas horas después de ser apresado y
conducido al suplicio. Aunque de eso os hablaré más tarde, quiero deciros
ahora, cuando estoy recordando no los momentos finales sino los primeros,
que mi amor por vosotros tiene la medida de la entrega de mi cuerpo y de mi
sangre. Os quiero tanto que no puedo separarme de vosotros. Necesito estar
con vosotros. Es imposible que me vaya al cielo, hasta que llegue la hora de
mi segunda venida, y que me separe de vosotros, aunque sea una separación
temporal, la que media entre mi marcha dentro de unos días y la hora de
vuestra muerte. Pero, como os digo, de esto os hablaré más adelante.
- Nosotros también te hemos querido con todo el corazón, Señor –dice Pedro-,
aunque hayamos sido infieles en algún momento.
- Lo sé. Lo supe desde el principio. Desde el primer momento se creó entre
nosotros una relación que era, como os decía, mucho más que de
seguimiento o de simple amistad. Vuestra compañía era mi descanso, mi
gozo. Cuando estaba agotado, y ya sabéis que eso era muy frecuente, sólo
descansaba estando a solas con vosotros y estando a solas con mi Padre. En
él encontraba el cielo y en vosotros lo encontraba también. Porque el cielo,
no lo olvidéis, no es lo que está detrás de las nubes, sino que el cielo es el
amor. El hombre, para ser feliz, no necesita tener una bolsa llena de siclos y
de sestercios. No son las monedas de oro y plata, las armas protectoras, la
juventud dorada, la salud plena, lo que da al hombre la felicidad. Es el amor
lo que nos hace felices. Somos siempre peregrinos en busca de la casa donde
habita el amor. Por eso añoramos a Dios, porque Dios es el amor. Él nos hizo
y nuestro corazón no encuentra paz hasta que descansa en Él, hasta que
encuentra el amor. Los amores humanos, incluso los que no son del todo
legítimos pero que son auténticos, llevan una huella del amor absoluto, que
es Dios. Lo que sucede es que, con frecuencia, amamos mal y llegamos
incluso a usar el amor contra el Amor, contra Dios. Entonces, en lugar de
encontrar en los amores humanos la felicidad que buscamos, encontramos lo
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contrario. El enemigo se sirve así de esa necesidad que tenemos de amar para
separarnos de la fuente del amor, de Dios, que es el único que nos puede
saciar. Andamos, entonces, inquietos y errantes, de tropiezo en tropiezo, de
pequeño amor en pequeño amor, buscando saciar, en esas cada vez más
débiles sombras del verdadero amor, la sed de felicidad que tenemos. Pero
eso es lo que sucede habitualmente a tantos, a casi todos. No fue mi caso, ni
fue el vuestro conmigo.
- Yo tardé mucho en creer en tu divinidad –dice, entonces, Judas el de Tadeo,
su primo, al que muchos, como a Santiago, llamaban su hermano-. Quizá
porque te había conocido desde niño y había jugado contigo e ido a la
escuela contigo. Tardé mucho en creer que Dios había corrido a mi lado por
entre los olivos de Nazaret y que había bajado a buscar agua a la fuente en
lugar de pedirle a los ángeles que se la subieran a casa sin esfuerzo. Pero
cuando he visto la luz, cuando he comprendido, lo primero que se me aclaró
fue el por qué te quería tanto y, sobre todo, por qué te quería con aquel amor
que, tal y como nos enseña nuestra ley, está reservado exclusivamente a
Dios.
- Sí –responde Jesús-, así fue desde el principio. Aunque tardasteis mucho en
comprender quién era yo y, de algún modo, sólo ahora, que me presentó ante
vosotros resucitado, creéis plenamente, desde el primer momento creíais en
mí porque me amabais, efectivamente, con ese amor reservado a Dios. Fue
por eso por lo que no os revelabais cuando yo os decía continuamente:
‘habéis oído que se os dijo … pero yo os digo’. Esa osadía mía era la forma
de iros diciendo que si yo tenía poder para cambiar las cosas que Dios había
revelado a nuestro pueblo, era porque yo era Dios. Sólo el que da la ley
puede modificar la ley. Vosotros, sin saberlo, creíais en mi divinidad, aunque
todavía no fuerais conscientes de ello.
- ¿Quieres decir, Maestro –pregunta Natanael-, que empezamos a creer en ti
porque empezamos a amarte?
- Me alegro de que lo hayas descubierto, querido amigo –afirma Jesús-. Sí, esa
es la puerta privilegiada de la fe. Si pensáis que la gente se convertirá
mediante argumentos o razones, os vais a encontrar con muchas sorpresas y
decepciones. Naturalmente que la cabeza tiene que jugar su papel, pero el
corazón tiene razones que la razón ignora y es el corazón, es el amor, la
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forma más completa, natural y humana por la cual se llega a la fe. Es por el
amor que se llega a exclamar, como hiciste tú, Tomás, el día en que me viste
por primera vez resucitado: ¡Señor mío y Dios mío!. El que ama ya está en
camino de entender, porque al que ama, sobre todo al que me ama, mi Padre
le amará y se manifestará a él.
- Es impresionante lo que nos estás diciendo, Señor –dice Pedro-, pero
también hoy el tiempo vuela. Perdóname que te pida que nos cuentes qué
pasó después.
- Gracias, Pedro, por meterme prisa, pues, de lo contrario, no acabaríamos
nunca –le dice Jesús al primero de sus discípulos.
- ¿Y por qué hay que tener prisa? –pregunta Magdalena, que llevaba mucho
tiempo callada- Podríamos estar así otros tres años, por lo menos.
- Podríamos –afirma, sonriendo, Jesús-, pero no podemos. El tiempo marcado
por mi Padre tiene que cumplirse. De todos modos, lo que no os cuente hoy,
os lo contaré en Jerusalén, aunque allí tendremos que reunirnos a escondidas.
Vamos a seguir –añade-. Cuando terminaron las fiestas de la boda en casa de
Manasés y Lía, mi madre partió para Nazaret, con Santiago, Judas y mis
otros primos. Yo regresé a este querido pueblo de Cafarnaum, de donde erais
la mayoría de vosotros. Aquí fue donde te conocí a ti, Pedro. Aquí fue donde
empecé, propiamente, mi vida pública. Pero antes de todo eso, y mientras
vosotros ibais a vuestras casas a resolver vuestros asuntos familiares para
quedar totalmente disponibles y veniros conmigo, yo me fui al desierto.
- ¿Qué pasó allí? –pregunta Mateo-. Recuerdo que nos has dicho varias veces
en estos años que fuiste tentado por el enemigo y siempre me ha parecido
eso muy extraño. ¿Cómo podía el maligno atreverse a tanto? ¿Podías tú, el
bien absoluto, pecar? ¡Cuéntanos, Maestro! ¿Qué pasó allí?.
- Las tentaciones no fueron una broma –dice Jesús-, ni una ficción, una
especie de representación teatral como las que hacen los griegos o los
romanos. Lo mismo que yo había conocido, durante los treinta años
anteriores pasados en Nazaret, en carne propia, lo que significaba el trabajo,
la fatiga, la incertidumbre, las malas caras de algunos clientes, la
mediocridad y aun la miseria moral de tantos de mis vecinos, así tenía que
conocer lo que era la experiencia más cotidiana y común de todo hombre: la
tentación. ¿Cómo se hubiera podido decir que yo era un auténtico hombre si
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eso le dije que Dios está por encima de cualquier ambición, por legítima que
sea. El precio de la conciencia es un precio que un creyente en el Señor no
debe pagar, ni siquiera bajo la sugestiva tentación de que, cuando se consiga
ese poder, se podrá hacer mucho bien. Eso no resulta nunca así. Cuando el
poder se ha conseguido mediante medios ilícitos, no eres nunca capaz de
poner ese poder al servicio del bien. Por el contrario, te has hecho esclavo
del poder. La ambición, la soberbia, son las dueñas de tu alma y estarás
dispuesto a vender lo que sea, incluso a tus seres más queridos, para aferrarte
al poder y conservarlo. Ahí están, para demostrarlo, las historias de nuestros
reyes, sus luchas intestinas, los crímenes que tienen lugar en los palacios
para conseguir reinar, aunque sea brevemente. Sí, el poder es una gran
tentación y sólo se puede vencer poniendo a Dios en el primer lugar de la
vida y renunciando a sacrificar la conciencia a costa de conseguir el éxito, el
dinero, el prestigio, la fama o lo que sea.
- ¿Cuál fue la tercera tentación, Maestro? –pregunta Tomás.
- La tercera, la definitiva, consistió en invitarme a poner a prueba a Dios sin
necesidad. La rechacé haciéndole ver que con Dios no se juega. Los hombres
caen en esta tentación con más facilidad de lo que imaginan. Ponen a prueba
a Dios por auténticas tonterías y lo hacen sin darse cuenta de que el Señor les
ha dado medios humanos para defenderse de los problemas sin tener que
estar recurriendo continuamente a la ayuda divina. Es como si la razón, por
ejemplo, no hubiera sido creada por Dios. Actúan como si Dios tuviera que
estar continuamente pendiente de ellos, cuando en realidad Yahvé, mi Padre,
les ha dado entendimiento y voluntad para discernir por sí mismos dónde
está el bien y dónde está el mal, qué hay que hacer y qué hay que rechazar.
- ¿Fueron esas tus únicas tentaciones? -quiere saber Magdalena.
- Tuve muchas más, como ya las había tenido antes. Tuve la tentación del
cansancio, del desánimo, de la desilusión. Estuve tentado de abandonarlo
todo, ante el egoísmo que experimentaba. Me costaba, sobre todo, cuando
me daba cuenta de que la gente se acercaba a mí sólo a pedir y eran muy
pocos los que me ofrecían ayuda o volvían a darme las gracias. No sé si os
acordáis de aquella vez en que curé diez leprosos y sólo uno volvió a
mostrarme su agradecimiento. Aquella sí que fue una tentación fuerte; en
aquella ocasión, más que en otras, estuve a punto de ceder a la sugestión de
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Satanás, que me decía que no merecía la pena sacrificase por hombres tan
egoístas, por hombres que no me amarían nunca pues sólo se amaban a sí
mismos. También estuve tentado de alejarme de vosotros en muchas
ocasiones. Por ejemplo, aquella vez, subiendo a Jerusalén, cuando vuestra
madre –se dirige a los hermanos Zebedeos, Santiago y Juan-, se acercó a mí
a pedirme que os concediera estar a mi izquierda y a mi derecha cuando me
llegara la hora del triunfo. Yo no hacía más que deciros que la hora
inminente no era la del éxito sino la de la cruz. A pesar de eso, ella, en
nombre vuestro, sólo estaba interesada en ver qué podíais sacar de mí.
Los dos hermanos bajan la cabeza, avergonzados. Efectivamente, aquel
momento, relativamente reciente, había sido especialmente bochornoso y ambos lo
recordarían siempre como una muestra de particular torpeza. María, siempre pendiente
de los detalles, se da cuenta de que están pasando un mal rato e interviene.
- Hijo, ¿no estás cansado?. Se ha echado encima la hora de la comida. ¿Qué te
parece si interrumpes un poco tu relato y tomamos algo de comer.
Magdalena ha conseguido una buena salazón de pescado y he visto por ahí
frutas, aceitunas, queso y hasta galletas de harina y miel, de esas que te
gustan tanto.
Jesús acoge, gustoso, la indicación de su madre. Todos se levantan para estirar
las piernas y cambiar de postura. La colina está solitaria. Abajo, en el valle y junto al
lago, se percibe una gran animación, pero nadie de los que pasan por el camino muestra
interés por aquel extraño grupo que se protege de los rayos del sol a la sombra de un
corpulento sicomoro, en lo alto de la colina.
Acabada la comida, Simón pide permiso para descansar un rato, como se suele
hacer en la región, a fin de compensar el calor del mediodía con un poco de sueño.
Jesús, bromeando, les dice:
- Sé bien lo adictos que sois a las siestas, como sucedió en mi última noche en
el huerto de los olivos. Sí, id a descansar bajo los árboles. Pero no tardéis en
venir. El tiempo apremia y me queda aún mucho que contaros.
Alegres, superada ya la tensión por el recuerdo de una de tantas infidelidades
con que habían correspondido al amor de Cristo, el grupo se dispersa. María espera,
prudentemente, alguna señal de su hijo y, como no la ve, se aleja también ella. El Señor
queda solo, bajo el sicomoro. A sus pies está el lago, espléndido, como siempre.
Apoyada su espalda en el árbol, deja que la mirada descanse en el azul claro del agua,
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un azul que es fiel reflejo de un cielo sin nubes, un cielo más de verano que de
primavera. No tiene sueño, así que se dedica a rezar, a hablar con su Padre. Pero apenas
han pasado unos minutos cuando el ruido de unas ramas al romperse, a sus espaldas, le
hacen girar la cabeza. Ve, entonces, a Magdalena. La antigua pecadora se alejó
prudentemente, con los demás, pero no tanto como para dejar de observar a Cristo.
Cuando comprobó que no dormía, sigilosamente, se acercó a él. Quería aprovechar el
momento de soledad para tener una conversación con el Maestro, quizá la última.
- Perdóname, Señor –dice-, si interrumpo tu descanso. Si prefieres estar solo,
no tienes más que decírmelo y me iré. He venido porque me gustaría hablar
contigo.
- Quédate, mujer –responde Jesús, indicándole con la mano que se siente cerca
de él, pero no a su lado-. No tengo sueño. Estaba rezando, pero puedo
continuar luego con eso. Tengo toda la eternidad para hacerlo. ¿De qué
quieres que hablemos?
- Yo tengo algunas preguntas que hacerte –contesta Magdalena, sentada ya, no
muy lejos de Cristo, pero tampoco muy cerca-. Sin embargo, me gustaría
más bien que tú me dijeras lo que deseas decirme.
- Prefiero que preguntes tú –contesta el Señor, sonriendo.
- ¿Por qué has querido que viniera? A tus apóstoles –afirma ella- les molesta
mi presencia y, en el fondo, no deja de ser extraño que una mujer te
acompañe en este momento.
- Mi madre también es una mujer –dice Cristo- y sería suficiente justificación
de tu presencia aquí que ella no estuviera sola. Pero, tienes razón, he querido
que vinieras por algo más. Ella y tú representáis a todas las mujeres del
mundo, a todas las que creerán en mí y, te aseguro, serán muchas. Vosotras
dos, tan distintas, tenéis sin embargo algo en común, entre vosotras y con las
que vendrán.
- ¿Qué, Rabbuní? -pregunta Magdalena.
- Que me amáis –responde Jesús-. Vuestro amor –añade- es intenso y sincero,
como el de los hombres. Pero es, a la vez, distinto. Me amáis con la cabeza,
como corresponde a personas llenas de buen juicio, como soléis ser las
mujeres. Pero me amáis también con esa intuición y esa fidelidad que os
caracterizan. Mis apóstoles tienen una misión que vosotras no podéis
95
que éramos nosotros los que estábamos de acuerdo con que acudiera a ti a
pedirte los primeros puestos en tu Reino. Tan ciegos estábamos.
- Pero no pienses –interviene ahora Juan, que tiene los ojos llenos de lágrimas-
que no te queríamos, o que te queríamos sólo por el interés. Yo, y creo poder
decir lo mismo de mi hermano, no vivo más que por ti. Desde que te conocí,
fuiste lo más importante de mi vida. Creí en tu causa, en la construcción en
esta tierra de un Reino de paz, de justicia, de amor, de igualdad. Pero, sobre
todo, te amé a ti. Ahora que has vencido a la muerte, me doy cuenta de que
el Reino eres tú y que lo primero que debo hacer es amarte a ti. Pero si bien
ahora sé esto con total claridad, en el fondo es lo mismo que he sentido
siempre, desde el primer momento en que tú fijaste los ojos en mí y me
dijiste que te siguiera. Has puesto como modelo de amor a Magdalena;
quisiera decirte, Señor, que mi amor por ti es tan grande como el de ella. No
sé si alguna vez tendré una nueva oportunidad de demostrártelo, pues hace
unos días, cuando te cogieron preso, no me comporté con el valor que tú
merecías. Pero si es así, con tu ayuda Señor, espero poder comportarme
como tú mereces, llegando incluso a dar la vida por ti.
Jesús, que les ha escuchado en silencio, mirándoles con una ternura y un cariño
que habrían convertido al más empedernido de los criminales, se levanta y les levanta.
Los apóstoles están todos alrededor, esperando a ver qué dice el Maestro. Cristo pasa
sus brazos por las espaldas de los dos hermanos y les pregunta:
- ¿Qué queréis a cambio de vuestro amor?.
Juan se echa de nuevo a llorar, se desprende del brazo de Cristo y se deja caer al
suelo, de rodillas. Desde allí, mirando fijamente a su Maestro, le dice:
- Quizá, Señor, merezco que me humilles. Es probable que merezca esa
pregunta por mi comportamiento. Pero, por favor, no me la vuelvas a hacer
nunca más. No me tienes que dar nada por amarte. ¿Es que no te das cuenta
de que mi amor es sincero? ¿Es que no conoces de sobra mi corazón para
saber que, de verdad, estoy dispuesto a dar la vida por ti?. No me ofrezcas
nada a cambio de amarte, te lo ruego. Quítame la promesa de la vida eterna,
condéname si quieres al infierno. Ni aún así dejaría de quererte. El cielo, mi
cielo, eres tú. Sólo quiero estar allí si allí estás tú y preferiría morir para
siempre si en la vida eterna no puedo disfrutar de tu compañía.
100
Jesús, que ha soltado al otro hermano, coge a Juan con las dos manos y le
levanta. Luego se funde con él en un largo abrazo. Con sus dedos seca sus lágrimas,
mientras todos pueden ver que también él llora. Luego, más calmado, le dice:
- Te bendigo, Juan. Tú nombre lo será por todas las generaciones, no sólo por
lo mucho que yo te he querido, sino por lo mucho que tú me has querido a
mí. El amor que encuentro en ti es el modelo a que debe aspirar cada uno de
mis seguidores. Hay un premio, ciertamente. Os he prometido el céntuplo y
no dudéis de que se os pagará puntualmente. Pero el premio mayor será el
estar cerca de mí, el haberme podido ayudar a mí. Y ahora –añade,
sonriendo-, vamos a sentarnos de nuevo. El tiempo pasa y me queda aún
mucho por contaros.
El grupo vuelve a reunirse en torno a Jesús, todos en el suelo, procurando
adaptarse a la sombra del gran árbol que les cobija. El mundo, a sus pies, en la carretera,
en el pueblo, en el lago, sigue su marcha, indiferente a lo que sucede en lo alto de la
colina. En el fondo, nada nuevo, nada distinto a lo que había ocurrido durante treinta
años en Nazaret, cuando los hombres vivieron sin darse cuenta junto al Hijo de Dios.
- Lo último de que os había hablado –empieza de nuevo Jesús su relato- era de
lo acontecido en el desierto, cuando me puse a tiro de las insidias del
enemigo. Después, tal y como habíamos quedado, nos reunimos en
Cafarnaum con la mayoría de vosotros. Había pasado tiempo suficiente para
poner a prueba vuestra sinceridad. Si el entusiasmo suscitado por el milagro
que habíais visto en Caná era pasajero, más valía que os echarais atrás
cuanto antes. Lo que nos esperaba era lo suficientemente duro como para
requerir temple decidido y auténticas ganas de seguirme. Yo había prometido
a mi madre que, antes de dedicarme a recorrer los caminos de Galilea y de
Judea para predicar el mensaje del Reino, iría a verla a Nazaret. Además, allí
estabais dos de vosotros, Santiago y Judas, mis dos queridos primos. Debíais
seguirme –dice dirigiéndose a ellos- tras mi paso por nuestro pueblo, si es
que manteníais la decisión que habíais tomado y convencíais a vuestros
padres.
- Llegaste a Nazaret el día sexto de la semana –dice María-. Acababa de
empezar el mes de Tebet. Hacía mucho frío aquel día. Tanto que parecía que
nadie tendría ganas de asomarse a la calle. Sin embargo, todos salieron a
verte. ¡En qué hora lo hicieron!.
101
- La fama del milagro de Caná había llegado al pueblo antes que nosotros –es
ahora Judas el que habla-. Cuando llegamos, nos cosieron a preguntas. Todos
querían saber cómo había sido. Y, sobre todo, querían saber si tú tenías ese
poder de forma habitual y, en ese caso, por qué no lo habías empleado en tu
pueblo, entre los de tu propia casa.
- Varias mujeres habían ido a verme –añade la Virgen- durante los días que
transcurrieron hasta tu llegada. Empezaron por halagarme con palabras
lisonjeras. Alguna, incluso, me llevó ropa y comida, como si yo fuera una
pobre que pide limosna. Luego mostraron la causa de su visita: querían que
yo intercediera ante ti para que hicieras milagros. En sus peticiones había de
todo: salud para algún familiar enfermo, buenas cosechas, éxito en la venta
de los animales o del grano. Incluso una me pidió que le consiguiera de ti
que su marido dejara a la amante, mientras otra, soltera, solicitaba un buen
esposo.
- Llegó un momento –interviene Santiago- en que tu madre no podía casi ni
salir a la calle. En el pozo se le encaró una vecina y otras dos tuvieron que
protegerla, pues casi la pega. Le reprochaba que tú no hubieras evitado la
muerte de su marido, que había fallecido un año antes. Me tuve que ir a vivir
con ella, por miedo a que entraran en su casa por la noche. Mi madre y el
resto de la familia, le llevaban todo lo que necesitaba.
- Sí –dice, entonces, Jesús-, ese era el ambiente que encontré cuando llegué a
Nazaret. No parecía el mismo pueblo que había dejado cuando, apenas dos
meses atrás, salí en busca de Juan el Bautista. Cuando no era nadie, mejor
dicho, cuando ellos creían que yo no era nadie, me saludaban con afecto, me
querían, me respetaban incluso. Ahora todo había cambiado. A nadie le
interesaba saber si yo era o no el Mesías. A nadie le interesaba si yo tenía
algún mensaje espiritual que proclamar de parte de Dios. Sólo querían
obtener beneficios materiales de mí. Eran cosas legítimas, buenas, incluso
necesarias: dinero, salud, trabajo, afecto, seguridad, lluvia o calor según
conviniera a las cosechas. Muchos de ellos tenían verdadera necesidad de lo
que pedían. Pero lo más importante, el verdadero regalo que yo estaba
deseando dar a mis amigos y vecinos de toda la vida, ese no lo quería nadie.
- ¡Qué triste debió ser –exclama Natanael- verte tratado así! ¡Y no nos dijiste
nada, lo pasaste tú solo todo!.
102
deber, dar limosna. Amar, como os dije en una ocasión, es cumplir la ley
entera. Y lo es porque el que ama no roba, no miente, no mata, no abusa del
prójimo; por el contrario, el que ama, además de no matar ayuda al que sufre,
además de no robar comparte sus bienes con el hambriento, además de no
mentir dice la verdad aunque le cueste ser perseguido por ello.
- Todo eso nos lo dijiste –exclama Pedro- aquí en este monte, en aquel sermón
de las bienaventuranzas que al principio nos pareció tan extraño y luego
hemos ido comprendiendo en profundidad.
- Sí –afirma Cristo-, aunque lo pronuncié en mi tercer regreso a Galilea, ya
que lo dices, Pedro, voy a explicároslo ahora para seguir luego hablando de
lo ocurrido en aquel primer viaje a Jerusalén.
- Maestro –le interrumpe Mateo-, yo tengo unas notas tomadas de lo que
hablaste aquel día. No sé por qué, aquello me pareció tan importante que
utilicé una tablilla de escolar que traía en mi mochila y anoté algunas de las
ideas. Luego las pasé a un papiro y siempre las llevo conmigo. ¿Quiéres que
las lea?
- Adelante –responde Jesús, gratamente sorprendido de la previsión de aquel
discípulo.
- Tú dijiste algo así –dice Mateo, que ha sacado de su mochila el rollo de
papiro y se dispone a leerlo-. Bienaventurados los pobres, porque suyo es el
Reino de los Cielos. Bienaventurados los que sufren, porque serán
consolados. Bienaventurados los pacíficos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán
saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán
misericordia. Bienaventurados los sinceros de corazón, porque ellos verán a
Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados ‘hijos de Dios’. Bienaventurados los perseguidos por causa de Dios
y de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos. Después –añade
Mateo-, nos dijiste que debíamos considerarnos dichosos cuando nos
insultaran o persiguieran por ser discípulos tuyos y nos prometiste que
nuestra recompensa sería grande en el Cielo. También nos dijiste que
debíamos ser sal de la tierra y luz del mundo, y que si nosotros no
cumplíamos esa misión el mundo quedaría sumido en la oscuridad por causa
nuestra. Nos exhortaste a no tener ira, a no cometer adulterio y te
113
con la madurez, con la paz. Esa radicalidad no tiene nada que ver con esa
máxima tan repetida por algunos romanos, que creen que en el medio está la
virtud. No se trata, como ellos suelen interpretar, de ir a medias en la vida: a
medias con Dios, a medias con el demonio. Hay que ir a por todas. Hay que
amar hasta el extremo. El equilibrio consiste en saber que hay un tiempo
para amar haciendo obras buenas y un tiempo para amar haciendo oración.
Hay un tiempo para amar a los de la propia sangre y un tiempo para amar a
los extraños. Hay un tiempo para amar a los que nos aman y también tiene
que haber un tiempo para amar a los que nos odian.
- Maestro –interviene Santiago el del Zebedeo-, volviendo a aquel primer viaje
a Jerusalén, fue en aquella ocasión cuando tú expulsaste del Templo a los
mercaderes y a los cambistas. A mí aquello me gustó. Tuve la seguridad de
que eras de la raza de los antiguos profetas, que no transigían con el mal y
que estaban abrasados por un fuego purificador que deseaban llevar a las
cosas de Dios. ¿Había equilibrio en aquel gesto tuyo? ¿Cómo y cuándo
podemos imitarlo? ¿Se puede usar la violencia para hacer el bien, para
conseguir, por ejemplo, la justicia? ¿Se puede utilizar para lograr que la
gente se convierta en seguidora tuya?
- Era poco antes de la Pascua –evoca Jesús el singular momento-. Llevábamos
pocos días en Jerusalén. No me era extraño el ambiente de comercio que
rodeaba el Templo. Lo había visto desde niño y, desde niño, me había
desagradado. Sin embargo, ahora yo no estaba solo. Vosotros estabais allí, a
mi alrededor, mirando con ojos grandes y atentos, como niños, cuanto yo
hacía. Debía mostraros, y no sólo con palabras, mi rechazo, el rechazo de mi
Padre, a todo aquello. Pero, confío en que no lo hayáis olvidado, cuando hice
el azote con los cordeles, en ningún momento golpeé a los hombres, ni
siquiera a los animales. Les eché del Templo, es verdad, lo mismo que es
verdad que desparramé por el suelo sus monedas, las cuales fueron recogidas
una a una por sus dueños con una gran celeridad. Pero mi violencia no le
causó daño a nadie. Por eso os insisto en que tengáis mucho cuidado en el
empleo de la violencia. Los profetas, ciertamente, la usaron, pero no siempre
con equilibrio ni justa medida. Yo, como sabéis, sólo la utilicé en aquella
ocasión y no contra los hombres. Mejor es, pues, que la utilicéis lo menos
116
mujer a solas, en un descampado. Porque esa mujer era, para colmo, una
prostituta. Por todo eso, tu conducta nos resultó sorprendente, escandalosa. A
pesar de ello, y sin entender, nos fiamos de ti y seguimos creyendo que lo
que hacías estaba respaldado por Yahvé. Empezábamos a acostumbrarnos a
que tú tuvieras planes e intenciones que no podíamos ni imaginar en un
primer momento. Así fue en aquella ocasión. La enseñanza estaba en lo que
nos dijiste cuando, a la vuelta del pueblo, te encontramos hablando con
aquella mujer. Nos dijiste, tal y como un momento antes le habías dicho a
ella: “Se acerca la hora en que, los que dan culto auténtico, darán culto al
Padre con espíritu y verdad”. Creo que esa era la enseñanza, el hacernos
comprender que el culto a Dios no se tiene por qué limitar a un lugar
determinado, como el Templo de Jerusalén para nosotros o el Garitzim para
los samaritanos. El templo que Dios quiere es el corazón del hombre; ahí es
donde debemos empezar a darle culto, poniéndole a él en el primer lugar de
nuestros intereses, de nuestros afectos. Sólo cuando ese culto se le ha dado,
tiene sentido que acudamos a un lugar sagrado a mostrar externamente lo
que está cantando y proclamando nuestro corazón.
- Dices bien, Juan –afirma Cristo-, pero ¿no había más lección que esa?
- Quizá había otra enseñanza –interviene Mateo- en el hecho mismo de que
estuvieras hablando con una prostituta, a solas y, por si fuera poco,
samaritana. Salvando las distancias, es parecido a lo que hiciste conmigo. Yo
era un pecador público, un maldito recaudador de impuestos que colaboraba
con los romanos. Tú, en cambio, no me rechazaste. Me amaste y me trataste
con dignidad, como nunca nadie había hecho. Fue aquella dignidad, aquel
trato, lo que me dio la fuerza para convertirme, para dejarlo todo y seguirte.
- Lo mismo hiciste conmigo –dice Magdalena.
- Pero en aquel caso –continúa hablando el Señor-, el objetivo no era sólo
ayudar a aquella pobre infeliz, que había tenido tantos “maridos” que ya no
sabía ni cuántos eran. Ella se convirtió, como tú, Mateo, como tú,
Magdalena. Pero, además de eso, lo que quería era enseñaros una lección
definitiva. Como ya os conté, cuando me dejasteis solo, junto al pozo, y os
fuisteis a buscar comida al pueblo, apareció ella. Yo sabía que no podíais
tardar en venir, así que empecé a hablar con ella. Le pedí que me diera de
beber sacando agua del pozo con el cubo que llevaba, pues yo no tenía forma
120
de hacerlo. Ella se extrañó de que yo, siendo judío, no sólo hablara con ella,
que era samaritana, sino que, incluso, le pidiera ayuda. Entonces le dije que
si ella supiera quién era yo y qué clase de agua era capaz de darla, entonces
sería ella la que me pediría de beber a mí. “El que beba de esta agua –afirmé,
refiriéndome a la que manaba en el pozo de Jacob-, volverá a tener sed; el
que beba el agua que yo voy a dar, nunca más tendrá sed, porque esa agua se
le convertirá dentro en un manantial que estará brotando hasta la vida
eterna”.
- Entonces –interviene Juan-, la lección estaba, además de lo que ya hemos
dicho, en el hecho de que tenemos que hablar con todo el mundo y no
podemos excluir a nadie por motivos de raza, de sexo o de religión.
- Y también –añade Andrés-, en que hay un agua que tú eres capaz de dar y
que sacia todos los anhelos de los hombres.
- Sí, todo eso y más –responde Cristo-. Todos somos iguales a los ojos de
Dios. Nada hay más contrario a mi mensaje que el nacionalismo –Simón el
zelote no puede evitar, al oírlo, dar un respingo y moverse inquieto en el
suelo donde se halla sentado-. El nacionalismo, entendido como exaltación
de un pueblo sobre otro, de una persona sobre otra por motivos de
nacimiento o de raza, es una aberración. Los que creen en eso son auténticos
paganos, pues en lugar de adorar al Dios único y verdadero, están adorando a
otro dios, al dios de su raza, de su nación, de su lengua, de su cultura. Un
hombre vale siempre igual que otro hombre, sea cual sea el color de su piel o
el lugar donde vino al mundo. Nadie tiene derecho a discriminarlo, a
maltratarlo, si, por motivos muchas veces ajenos a su voluntad, se vio
obligado a dejar su tierra para buscar cobijo en una patria extraña. Repito,
todos somos iguales a los ojos de Dios.
- Entonces –inquiere Santiago el de Alfeo, sorprendido-, ¿no existe el pueblo
elegido? ¿no somos nosotros, los judíos, el pueblo más amado por Dios?.
- Nosotros somos –responde el Maestro-, tal y como nos han dicho los
profetas, el pueblo de su propiedad. Lo somos en el sentido de que mi Padre
ha querido separar, de entre todas las naciones, un resto, un pequeño rebaño,
al que cuidar con un esmero especial y al que ir revelando las verdades
acerca de Dios y de la vida eterna. Pero por nacer judío no se es más que por
nacer samaritano, griego, romano o escita. Llega la hora en que ni el hombre
121
sea más que la mujer, ni el judío más que el romano, ni el libre más que el
esclavo. La dignidad de hijos de Dios, de la que yo quiero revestir a todos los
que me sigan y se bauticen, es superior a cualquier otra dignidad. Tendrán
acceso a ella todos, de cualquier raza, sexo o nación, con tal de que crean en
mí, en mi palabra, y en el Padre que me envió.
- ¿Qué hay –repite su pregunta Andrés- sobre lo de que tú tienes un agua que
sacia para siempre la sed del hombre?
- Esa era otra de las lecciones que quise daros aquel día junto al pozo de
Siquem –responde Jesús-. El agua que yo os daré, que ya os he dado, sacia
todo deseo de felicidad porque es el amor. Sólo el que ama es feliz. El que
no ama, siempre está a la búsqueda de algo. Es como el viajero que anda por
el desierto y ve un espejismo; cree tener el oasis salvador al alcance de la
mano y se precipita hacia él, gastando en esa loca carrera sus últimas
fuerzas; cuando llega a donde pensaba que estaban las palmeras y los pozos,
sólo encuentra arena y escorpiones; agotado, muere de sed y de
desesperación. Los hombres suelen actuar así; creen que la felicidad les va a
venir de la mano de una casa nueva, espléndida, lujosa; se lanzan como
posesos a hacer lo que sea para conseguirla; cuando la tienen, no pueden
disfrutar de ella porque se empeñaron en muchas deudas para pagarla;
cuando terminan de pagarla, son ya ancianos y no tienen ganas de nada, o
bien descubren que la felicidad no viene de esa casa y entonces comienzan a
ilusionarse por un nuevo espejismo, por un nuevo ídolo al que sacrifican sus
últimas energías. Así pasan la vida, así agotan sus fuerzas. Al final, han
estado siempre soñando con oasis de dicha que nunca llegaron o que, si lo
hicieron, no les dieron ni mucho menos la felicidad que en ellos creyeron
encontrar. En cambio, los que creen en mí, los que se alimentan de mi
cuerpo, de mi sangre, de mi palabra, esos no tienen necesidad de ir de acá
para allá para encontrar la felicidad. La tienen en su interior. Mi amor les
basta y les sobra. Mi amor, el que ellos sienten por mí y el que yo tengo por
ellos, se convierte en un pozo sin fondo, siempre lleno de agua fresca y
cristalina, que les compensa con creces de todos los esfuerzos que deban
hacer para seguirme.
- Tienes razón, Maestro -interviene de nuevo Juan-. Cuando estoy contigo soy
feliz. No necesito ropa lujosa, ni comidas exóticas y caras. No quiero
122
verdad, estáis salvados. El hombre que ama, el hombre que agradece, ese es
el que tiene ya un pie puesto en la vida eterna y la disfruta incluso aquí en la
tierra.
- Yo intuyo, sin embargo, Señor –interviene Magdalena en la conversación-,
que en aquel gesto tuyo con la mujer samaritana había alguna enseñanza más
todavía. ¿Me equivoco?.
- No, mujer, no te equivocas –le contesta el Maestro-. Pongamos tu caso, por
ejemplo, ¿por qué me amaste y me amas tanto?
- Porque tú me amaste primero –responde ella- y lo hiciste con un amor
sorprendente, inmerecido, inusual. Me amaste y te metiste en líos y en
problemas por amarme, por tratarme con dignidad, como a un ser humano y
no como a una maldita pecadora pública.
- Sí, es verdad –continúa diciendo Cristo-. Pero, ¿qué sentiste tú cuando yo
permití que hicieras algo por mí, cuando yo acepté que derramaras aquel
perfume costosísimo sobre mi cuerpo?.
- Sentí una gran alegría. Sentí que verdaderamente me amabas, porque me
dejabas hacer algo por ti –dice Magdalena.
- Esa es la lección. Os he enseñado que los pobres tienen que ser siempre los
privilegiados para vosotros. Os he enseñado que en ellos me amáis y me
servís a mí. Pero esa enseñanza tiene un riesgo: el de creer que los
necesitados son siempre sujetos pasivos, que ellos no tienen nada que dar. Si
caéis en ese error, estaréis haciendo a los pobres más pobres de lo que en
realidad son. Además, al no necesitar nada de ellos, les estaréis humillando,
pues les estaréis considerando como seres totalmente inútiles, incapaces de
hacer nada por nadie, ni por sí mismos ni por vosotros. Por si fuera poco, la
relación entre ellos y vosotros no será recíproca, sino que ellos serán siempre
inútiles, puesto que no les dejaréis hacer nada por vosotros. Nunca os
amarán, por mucho que les deis. Al contrario, puede que terminen por
odiaros y que lo hagan más cuanto más les deis. Con aquella mujer, la
samaritana de Siquem, yo practiqué el método que antes había usado con
Mateo y que luego utilicé con Magdalena. Me dejé querer. Me puse ante ella
como un necesitado que pide ayuda, como alguien que la necesita a ella. Ella
me necesitaba a mí muchísimo más que yo a ella, pero sólo si yo pedía su
ayuda hacía posible que ella pidiera la mía. Sólo si ella podía cubrir su
124
dignidad dándome algo, podía atreverse a pedirme algo a mí. Lo que quiero
deciros, pues, es que no sólo debéis amar, sino que también debéis aprender
a dejaros amar. Esto último es, incluso, una forma exquisita del amor al
prójimo. Déjate querer, deja que el otro te sienta suyo, te sienta como su
obra, te siente dependiendo de él. Sólo se ama aquello que es parte de uno
mismo, aquello en lo que tú has puesto ilusión, esfuerzo y trabajo. Sólo se
ama, en definitiva, aquello que se crea, aquello que lleva consigo esfuerzo y
sacrificio. Si dejáis que el otro os ame así, entonces podréis hacer también
vosotros algo por él y él no se sentirá humillado con vuestra ayuda. No
hagáis, pues, a los pobres más pobres de lo que ya son. Dejad que ellos os
ayuden a vosotros.
- ¿Pero cómo hacerlo, Maestro –pregunta Natanael, extrañado-, si ellos, por
ser pobres, no tienen nada que dar? Magdalena pudo darte su afecto y
también su dinero, lo mismo que Mateo, pero la mayoría de los pobres lo son
tanto que no tienen ni siquiera la capacidad de amar.
- ¿Estas seguro, Natanael? –le responde Cristo-. Puede ser que en algún caso,
efectivamente, el pobre esté tan deteriorado que no pueda hacer nada por
nadie, que no tenga ni el deseo ni la capacidad de hacerlo. Pero, en la
mayoría de las ocasiones, hasta el pobre más pobre tiene algo que darte;
quizá sea una vieja historia que contar, quizá sea un gesto de afecto, o una
oración. Mirad, existe una comunión misteriosa, extraordinariamente fértil,
entre los hombres. Por esa comunión, cualquiera puede ayudar a otro a base
de rezar por él, de aceptar algún sacrificio por él. Vosotros podéis y debéis
decirle a los pobres que, a cambio de vuestra ayuda, ellos deben daros algo.
Deben daros precisamente su dolor, su miseria, su sufrimiento. Y lo pueden
hacen diciéndole a Dios: “Señor, acepto esta situación, este dolor, esta
enfermedad, y te la ofrezco por esta persona que tanto me ayuda”. Esa será
su moneda de cambio, ese será el pago que ellos os ofrecen por vuestros
servicios.
- ¿Sirve eso para algo? -pregunta, escéptico, Tomás.
- ¿Sirvió para algo mi muerte en la cruz? –le responde Jesús con una nueva
pregunta-. ¿No os acordáis de que de mi costado, cuando el soldado me
clavó su lanza, no sólo salió sangre sino que también salió agua? La sangre
representaba mi propio sufrimiento, mi contribución a la remisión de
125
vuestros pecados. El agua, que era poca comparada con la sangre, representa
vuestros sufrimientos, los que vosotros le ofrecéis al Padre para colaborar en
esa misma redención. Vosotros, los pobres, todos, no sois inútiles, no sois
meros receptores pasivos de los dones de mi Padre. Vosotros, aunque sea
poco, tenéis algo que hacer, tenéis alogo que dar. Esa es vuestra dignidad y
eso es lo que tenéis que hacer entender a los que sufren: que ellos tienen un
gran tesoro en las manos, su propio sufrimiento, y que pueden colaborar con
la salvación del mundo ofreciéndoselo a Dios, uniéndolo a mi sacrificio
redentor de la cruz.
- ¿No correremos el riesgo –quiere saber Pedro- de que nos sintamos
autosuficientes al tener algo que ofrecer, de que creamos que con nuestros
sacrificios nos hemos redimido a nosotros mismos?
- Sólo puede pensar así –dice Jesús-, el que está lleno de soberbia. No, el
hombre no se salva a sí mismo. La salvación es un don gratuito que yo os he
conseguido naciendo, muriendo y resucitando por vosotros y por todos los
hombres. Nadie merece la salvación, ni siquiera el más santo de los hombres.
Sin embargo, eso no significa que no se pueda colaborar en esa salvación, en
la propia y en la de los demás. Os lo repito, es necesario que os dejéis querer
para que el otro os quiera como a algo propio. ¿No comprendéis que eso es
lo que he hecho yo? ¿No me he dejado yo querer por vosotros a fin de que
vosotros me sintierais, de alguna manera, como obra vuestra, como un hijo
vuestro? He sido yo quien ha tenido la iniciativa en el amor, pero mi obra no
estará completa hasta que no haya suscitado en vosotros un sentimiento
recíproco, hasta que no haya conseguido que vosotros me améis a mí, hagáis
algo por mí.
- Estoy impresionada, Maestro –dice Magdalena-. Ahora comprendo por qué
me dejaste cuidarte, por qué no rechazaste mi perfume ni mis lágrimas.
- Tenía que hacerlo así para que tú no te sintieras humillada, para que tú
supieras que no sólo podías recibir sino que también podías dar. Lo mismo
ocurrió con la mujer samaritana. Se sintió tratada como una persona con
dignidad porque yo no llegué a ella a decirle: toma de beber, que tú estas
sedienta. Empecé diciéndole: dame de beber, necesito tu agua, necesito tu
corazón. Y sólo así conseguí que ella me pidiera a mí que yo saciara su sed
de amor y de felicidad. Pero, ahora, sigamos. Os estaba contando que íbamos
126
de regreso a Galilea. Durante algo más de un mes estuvimos allí. Sólo hice
una salida, a Caná, para reunirme con mi madre, que bajó desde Nazaret.
Cada vez estabas más angustiada –dice dirigiéndose a María- por lo que
sucedía en Nazaret, pero yo te pedí que siguieras allí un tiempo más.
Entonces sucedió lo del hijo del funcionario. ¿Os acordáis?
- Perfectamente –responde Santiago el del Zebedeo-. Se trataba de Jasón,
funcionario del rey Herodes, pero buena persona. Era muy amigo de mi
familia y su hijo estaba muy grave. Subió desde Cafarnaum a Caná para
pedirte que curaras a su hijo, que estaba muriéndose. Tú, lo recuerdo bien, te
mostraste un poco molesto y le dijiste: ‘Como no veáis señales y prodigios
no creéis’. Yo me sentí mal, porque conocía a aquel hombre y sabía que era
una buena persona. Quise interceder por él ante ti, pero antes de que pudiera
hacerlo, él se me adelantó y sin dar importancia al desplante que acababas de
hacerle insistió: “Señor –te dijo-, baja antes de que se muera mi niño”. Tú,
entonces, pusiste de nuevo a prueba su fe y le dijiste que su hijo se había
curado. Él te creyó y regresó a Cafarnaum. De camino le alcanzaron sus
criados que le dijeron que el niño estaba bien. La hora coincidía con el
momento en que tú le dijiste que su hijo estaba sano.
- En aquella ocasión –dice Jesús-, quise no sólo poner a prueba la fe de aquel
hombre, sino también la vuestra. ¿Podría yo hacer milagros a distancia? ¿De
qué dependían los milagros, de la proximidad, del toque de mis manos con el
cuerpo del necesitado, de la llegada a sus oídos de mis palabras?. Aquello
sirvió para que comprendierais que es la fe la que consigue el milagro.
Además, se pueden pedir milagros para los demás y no sólo para uno mismo.
Y yo los puedo hacer estando al lado del enfermo lo mismo que estando a
muchos codos de distancia, incluso estando en el cielo. Pero el verdadero
milagro fue la humildad de aquel hombre. Es en aquella humildad en la que
me apoyé para pedirle a mi Padre el milagro. Normalmente, la gente no sabe
pedir. Más bien exige. Exige y amenaza si no se le concede lo que pide. Lo
había experimentado en Nazaret y estaba ya seguro de ello. Por eso me
costaba cada vez más hacer milagros. Sin embargo, aquel hombre tenía no
sólo fe en que yo era capaz de curar a su hijo, sino también humildad. No se
presentaba ante mí, a pesar de su elevado cargo público, como alguien que
exige, ni como alguien que quiere comprar el don que solicita, pagándolo
127
ídolos que les dan una apariencia de felicidad sólo por un momento y luego
dejan una amarga sensación de decepción en el alma y aún en el cuerpo. Yo
he venido a la tierra a darles el mayor de los tesoros y ellos me contestan:
“”gracias, quédatelo para ti; dame, en cambio, dinero, salud, trabajo o el
afecto de tal o cual persona”. Todo eso, o al menos mucho de ello, lo podrían
tener por añadidura. Basta con que me aceptaran a mí, con que me quisieran
un poco, y yo volcaría sobre ellos todos mis dones, toda mi providencia,
incluso en cosas materiales. Pero para la mayoría de los hombres ni Dios ni
las cosas de Dios les interesan demasiado. A lo sumo les preocupa la
cuestión de la vida eterna, porque temen pasarla en el infierno. Pero incluso
en estos no encuentro amor en su corazón, sino interés, egoísmo, cálculo,
negocio. ¿Y me preguntas, querido Juan, que qué siento yo?. Dolor, un
enorme dolor. El dolor de ver que mi sacrificio ha sido, en cierta forma y
para muchos, inútil. Ha servido para redimir a todos los hombres; ha servido,
gracias a Dios, para que muchos se salven y que conozcan la felicidad aquí
en esta tierra, además de la que tendrán en el cielo. Pero son tantos los que
no aprovechan mi regalo, que no puedo menos de sentirme triste cuando
paso a su lado, cuando llamo a su puerta, cuando me muestro a ellos
crucificado y doliente, cuando les invito a que se conviertan, a que cambien
de vida, a que sean, de verdad felices, y les oigo decir: “mañana”, “mañana”.
Siempre es eso mismo, siempre es ese eterno “mañana” que nunca llega.
Siempre escucho de ellos decir: “cuando ya no sea joven y no me acucien las
pasiones del cuerpo”, o “más tarde, cuando haya podido disfrutar un poco de
estos bienes materiales que tanto me ha costado ganar”, o, “luego, cuando
haya conseguido hacerme famoso”.
- Me recuerda, Maestro –le dice Tomás-, aquella parábola que nos contaste
una vez, la del rey que invitó a muchos a la boda de su hijo y no acudieron
porque todos tenían otras cosas que hacer.
- Es que –dice Cristo-, cuando os conté esa parábola ya sabía lo que iba a
pasar, porque, de algún modo, ya estaba pasando. Sí, los hombres ponen
muchas excusas, cientos de excusas, con tal de no seguirme. Ignoran que yo
leo el fondo de su corazón y no pueden engañarme. Ignoran que yo sólo
quiero su bien y que nunca les pido nada que no vaya a ser no sólo bueno,
sino lo mejor para ellos. Pero ésta es y será, mientras el mundo exista, mi
130
cruz. Os lo aseguro, una cruz más pesada que la de aquel madero en que me
clavaron hace unos días.
- Después de aquello, pocos días después –recuerda Juan-, decidiste que
debíamos volver a Jerusalén a celebrar allí la fiesta del Sabu’ot. En el
camino, me acuerdo muy bien, nos contaste aquella parábola, la del
sembrador.
- También ocurrió –dice Mateo- lo de aquel joven rico que se acercó a
preguntarte qué debía hacer para ganar la vida eterna.
- A propósito de lo primero, sólo quiero deciros que esa parábola la dije
especialmente por vosotros y por los que serán como vosotros. Muchos os
considerarán afortunados por haberme conocido. Dirán: “qué suerte tuvieron
los apóstoles, pues vivieron con Jesús, le oyeron predicar y vieron sus
milagros”. Lo dirán así y tendrán razón. Pero más que una suerte, es una
responsabilidad. Habéis recibido dones enormes y esos dones no son sólo
para vosotros. Son para todos, que tienen derecho a disfrutarlos a través
vuestro. ¿Creéis que puedo pedir lo mismo a una persona que ha nacido en
una familia mísera, rota, en la que no se conoce el temor de Dios, que a otra
que ha nacido en una buena familia, unida, religiosa, y que ha podido recibir
una buena formación intelectual?. No. No sería justo si lo hiciera. Eso no
significa que los pobres o los que han tenido mala suerte en la vida puedan
hacer lo que quieran, como si las normas morales no contaran para ellos. Lo
que quiero decir es que los que han sido más beneficiados van a tener que
rendir cuentas de eso que se les ha concedido. Y cuando hablo de bienes me
refiero a todos, no sólo al dinero. Tenéis que vivir siempre con la sensación
de que sobre vosotros pesa una hipoteca, como la que tienen que pagar los
que acuden a un prestamista. Aunque vuestro Padre del cielo no es un
usurero, sí quiere reclamar los legítimos intereses. Quiere obtener de
vosotros el rendimiento proporcional a los bienes que os ha concedido. Y, os
lo aseguro, es siempre mejor tener para dar que no tener nada y verse
obligado a pedir. El que no esté convencido de ello, que le pida a Dios que le
quite todo lo que tiene: la salud, el dinero, los hijos, la casa, el trabajo y todo
lo demás. ¿Es que no es más beneficioso dar limosna, de dinero o de tiempo,
que tener que pedirla? Los hombres tientan a Dios, le retan y le provocan,
cada vez que, pudieron ayudar a los demás, debiendo rendir en función de
131
que haya sido absolutamente fiel a su conciencia. Pero, ¿no te parece Andrés
que hay otra forma mejor de relacionarse con Dios que no la de estar siempre
calculando cuáles son los mínimos que hay que darle a fin de conseguir, por
ese mínimo, el máximo posible?
- No sé si te entiendo bien, Maestro –interviene Juan-, pero yo, por mi parte, te
digo que a mí no me tienes que dar nada por quererte. Yo te quiero y aunque
no hubiera cielo yo te seguiría queriendo y aunque no hubiera infierno no me
separaría de tu lado. Maestro, Señor, te digo abiertamente una cosa: tú eres el
cielo para mí. Estar a tu lado, estar contigo, ayudarte, servirte de consuelo, es
el mejor premio al que puedo aspirar. Tú, mi Maestro, al que proclamo
también como mi Dios, tú eres mi premio y mi recompensa. No me tienes
que dar nada para que te quiera. Mi amor lo compraste con creces cuando me
trataste con ternura el primer día que nos conocimos y, sobre todo, cuando te
vi morir en el madero de la cruz dando la vida por salvarnos a nosotros y por
redimirnos de nuestros pecados. Creo en el cielo, creo en el infierno, pero no
son esas realidades las que me mueven a amarte a ti o a amar a Dios. Me
mueve tu amor, me mueve haberte visto acariciar a los niños, hablar con
ternura a los ancianos, consolar a tantos que sufrían. Me mueve a amarte,
Señor, haberte visto en la cruz, escarnecido, varón de dolores como anunció
el profeta. ¿Qué más me tienes que dar, qué más tienes que hacer para
ganarte mi corazón?. En cuanto a aquel joven rico –añade-, creo que fue una
suerte para ti que se marchara, pues nos habría estado amargando la vida
continuamente, con su anhelo de medirlo y pesarlo todo para saber dónde
estaba el negocio de comprar las cosas pagando por ellas lo menos posible.
- Gracias, Juan –le responde Jesús, con lágrimas en los ojos-, te aseguro que,
después de mi madre, nadie me ha querido ni me querrá como lo haces tú.
Ese es el tipo de amor que mi Padre sueña con obtener de los hombres. Para
conseguirlo es para lo que yo me he hecho hombre, me he dejado matar, he
resucitado. ¿Creéis que si fuera sólo cuestión de meteros miedo no habría
hecho mejor mi Padre en mandar una docena de plagas sobre Israel o sobre
el resto del mundo para que los hombres se acobardasen y se acercasen a él?
Ha llegado la hora de terminar con la pedagogía del miedo. Ha llegado la
hora de que sea el amor el que se abra camino en el corazón de los hombres.
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noche, pues no hace frío y el sitio es tan seguro como Cafarnaum, no quiero
mi madre se quede a dormir en descampado. Con algo de luz deberá bajar
hacia el lago y encontrar refugio en la cabaña que nuestro amigo Neftalí
tiene preparada a propósito.
- ¿Quién ha avisado a Neftalí? –pregunta, sorprendido, Tomás.
- Yo –le responde Jesús-. Sabía que terminaríamos tarde hoy y, como os digo,
no quería dejar a mi madre dormir al raso. Así que vamos adelante y
aprovechemos el tiempo que nos queda. Después de la estancia en
Cafarnaum volvimos a subir a Jerusalén. Era la segunda vez que lo hacía con
vosotros. Tenía ganas de celebrar allí la fiesta del Sabu’ot. En aquel viaje mi
Padre me tenía deparado un gran regalo. Conocí a la familia de Lázaro en
Betania, y allí nos alojamos todos, llenando aquella casa de alegría y también
de complicaciones.
- Me acuerdo –dice Tomás, riendo-, de lo nerviosa que estaba Marta aquel día
en que tú explicabas la parábola del hijo pródigo y de cómo se enfadó con su
hermana porque te escuchaba embelesada y no le ayudaba en las faenas de la
casa.
- Sí –interviene Juan-, María estaba absorta mirándote cuando Marta te
interrumpió y te pidió que le ordenaras que fuera a ayudarla en la cocina. Le
parecía impropio no sólo de ella, sino de ti, que consintieras esa “pereza”,
pues mientras María disfrutaba oyéndote, ella lo pasaba mal pues no
conseguía organizarlo todo con el fin de que no faltara de nada para
atenderte a ti y a los muchos que te acompañábamos.
- Yo no estaba allí –afirma Magdalena-, pero, como mujer, creo poder
comprender a Marta y también a María. Si hubiera estado en esa situación
habría dudado mucho. Por un lado, me hubiera gustado no separarme ni un
momento del Maestro. ¡Qué honor y qué suerte tenerle en mi propia casa!
¡Como para separarme un instante de su lado!. Pero, a la vez, el amor a
Jesús, su condición de huésped, exigía al anfitrión ofrecerle un mínimo de
comodidades, con lo cual me hubiera tenido que perder lo principal y habría
tenido que renunciar a escucharle, a disfrutar de su compañía.
- Jesús nos dejó a todos sorprendidos –dice Pedro- cuando contestó a Marta
que ella estaba demasiado inquieta y nerviosa y que, en cambio, su hermana
había elegido la mejor parte, la cual no se la arrebataría nadie. Yo, al menos,
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tenía dos hijos, uno de los cuales se marchó de casa llevándose la herencia
que le correspondía y luego, cuando se hubo arruinado, volvió a su hogar y
fue bien recibido por el padre, con gran disgusto del hermano mayor.
- ¿No entiendes –le pregunta Jesús- o no te gusta la parábola?
- Las dos cosas –contesta Simón, con sinceridad, dejando escapar una
carcajada al ver que Jesús ha leído, una vez más, su pensamiento.
- ¿Qué es lo que no te gusta? –vuelve a preguntarle Cristo.
- Que el padre le acoja de nuevo en la casa –responde Simón-. Si se ha ido y
ha derrochado su fortuna, es un problema suyo. Creo que tenía razón el
hermano mayor para protestar. Él quedaba perjudicado con la decisión del
padre de volver a admitir al hijo pequeño. ¿Tendrían que repartir de nuevo la
herencia?. En el fondo, esa postura del padre es una invitación a ser un
juerguista, un irresponsable.
- Yo pienso igual –interviene Santiago, el primo de Cristo-. Pero a mí me
preocupa, sobre todo, que la gente termine por pensar que Dios es alguien de
quien se puede abusar impunemente. Porque, si no me equivoco, tú, con
aquella parábola, lo que querías es hablarnos de Dios ¿o no?.
- No te equivocas, querido primo –responde Jesús- Tampoco te equivocas al
percibir el riesgo que corre Dios al mostrarse tan bondadoso ante los
hombres. Es un riesgo, como ya te he dicho, que tanto mi Padre como el
Espíritu Santo y yo mismo, hemos asumido conscientemente. Mi
encarnación tenía como misión principal mostraros el rostro de Dios,
concluir de este modo la revelación empezada siglos atrás con Abraham,
además, por supuesto, de saldar la deuda creada por el pecado de los
hombres. Sabíamos, sabemos, que un Dios temible es más respetado y
respetable que un Dios bondadoso. Sabíamos, sabemos, que la mayoría de
los hombres pueden terminar por volver contra Dios –y en el fondo contra sí
mismos- la bondad de Dios. Pero, a la vez, había que proceder en honor a la
verdad y en honor a la justicia. Porque la verdad es que Dios es amable, más
que temible. Es Padre, más que Juez. Y la justicia reclama que a Dios, más
que tenerle miedo o relacionarse con él sólo para negociar una recompensa
eterna, se le rinda el mejor de los cultos, el del amor que nace y anida en el
corazón del hombre. Claro que, como sabíamos el riesgo que corríamos, no
sólo por respeto a la misma verdad y a la misma justicia, sino también por
140
bien de los hombres, de aquella inmensa mayoría que, como los burros, sigue
necesitando el palo y la zanahoria para andar por el camino recto, no dejé de
recordaros que además de la bondad de Dios sigue existiendo la justicia de
Dios. ¿Me reprochas que os hablara del amor de Dios? ¿Lamentas que esa
“debilidad” divina pueda degenerar en abuso por parte de los hombres? No
olvides el gran número de veces que, en estos años, os he advertido que
existe el juicio y que yo mismo, por encargo de mi Padre, separaré a unos a
un lado y a otros a otro. Creo que en este caso, como en el de Marta, del que
hablábamos antes, hay que buscar el equilibrio. Hay que aspirar a amar a
Dios, a moverse, como Juan dijo hace un rato, no por miedo al infierno ni
por el interés del cielo, sino por amor al amor, por agradecimiento a quien
tanto ha hecho por nosotros. Pero no conviene olvidar que el cielo y el
infierno existen. Aquellos a los que les resulta indiferente el discurso del
amor de Dios, aquellos que se encogen de hombros ante ese amor, serán
juzgados según sus creencias. Serán como aquellos de los que os hablé, a los
cuales mi Padre había dado pocos talentos. No se les pedirá lo mismo que a
los que les había dado muchos, pero sí se les pedirá en función de lo que
tenían. ¿Creías sólo en el palo y la zanahoria, pertenecías más a la vieja
alianza que a la nueva, por qué no te has comportado, entonces, según tus
creencias? ¿dónde están las obras del respeto al Dios temible o del interés
por ganar el cielo? Lo que no se puede es creer en el Dios amor y no amarle,
o creer en el Dios juez y no obedecerle.
- ¿Y no se puede obedecer y amar? –vuelve a preguntar Santiago.
- Cada vez te acercas más –le responde Jesús, con cariño- a la síntesis que es
mi mensaje. Comprendo que a ti especialmente, por lo arraigada que tenías
la vieja ley en tu corazón, te cueste entender que Dios es gratuidad, que él
nos ama y que lo hace gratis, no por nuestros méritos. Comprendo que te
cueste entender que la redención es un regalo que no se compra ni siquiera
con las buenas obras. Pero, afortunadamente, tú servirás de contrapeso a
otros, en nuestro propio grupo, que, porque creen en esa gratuidad, correrán
el riesgo de pensar que no hay que darle nada a Dios, que las buenas obras
no son necesarias para salvarse y que al Señor se le contenta sólo con
palabras bonitas o con sentimientos carentes de contenido real. De nuevo os
lo repito: buscad la síntesis, buscad la unidad. Buscad el amor, sin olvidar el
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lo suficientemente fuerte para que todos le oigan, pero sin poder contener las lágrimas,
le dice:
- Tú eres mi tía, prima de mi madre. En tu casa comí pan con aceite y aquellas
galletas de harina y miel que nadie en Nazaret sabía hacer tan buenas.
¿Comprendes lo que me ha costado aceptar que tu hijo, mi compañero de
juegos, es Dios? ¿Comprendes lo difícil que ha sido para mí aceptar que en
tu seno llevaste al Hijo de Dios? Por eso, ahora te digo, lleno de fe: Madre de
Dios, ¿querrías ser también madre mía? ¿querrías aceptarme como hijo,
como discípulo?.
María, que no se lo esperaba, se encuentra turbada. Aquel muchacho, como
Judas el de Tadeo, no sólo es discípulo de su hijo, sino de su propia carne. Su confesión
no le revela nada nuevo, pues, por un lado, había intuido siempre que tenía dificultades
de fondo para aceptar la divinidad de su Hijo y, por otro, ella misma sabía que si Jesús
era Dios ella no podía ser otra cosa que la Madre de Dios. Pero oírlo así, por primera
vez abiertamente, ante todos, la turbaba. No sabía qué hacer. Instintivamente cogió al
muchacho que lloraba ante ella y sostenía sus manos en las suyas llenándolas de besos y
le alzó del suelo. Luego le beso y secó cuidadosamente sus lágrimas. Mientras le
abrazaba, de sus labios salió también, como antes de los de su Hijo, sólo una frase, la
misma aunque distinta: “!Por fin, hijo mío!”.
Cristo se acercó a ellos. Se unió a su abrazo y, a continuación, invitó a todos a
cantar un viejo salmo de acción de gracias. Luego, mientras algunos lloraban y otros se
acercaban a María para pedirle, también ellos, que fuera su madre y protectora, Jesús les
dijo:
- Ha llegado la hora de separarnos por hoy. No tengáis miedo pues, aunque yo
me vaya, no os sucederá nada. El sol está cayendo y no quiero que mi madre
se haga daño bajando, sin luz, de esta montaña. Vosotros es mejor que os
quedéis aquí. Mañana, en pequeños grupos y por sitios distintos, podéis ir a
Cafarnaum o a Tiberíades. Dentro de una semana nos veremos en Jerusalén.
En principio, había pensado que me reuniría allí sólo con vosotros, los
apóstoles, pero he cambiado de opinión y, al menos una parte de lo que me
falta por contaros, quiero narrarla delante de mi madre y de Magdalena.
- ¿No sería mejor –pregunta Felipe- que siguiéramos aquí al menos un día
más? No nos has hablado de lo que sentiste cuando murió tu primo, Juan el
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Bautista. Ni, sobre todo, de lo que sucedió a poca distancia de aquí, cuando
multiplicaste los panes y los peces y quisieron hacerte rey.
- No, efectivamente –responde Jesús-. Tampoco os he hablado de lo mucho
que sufrí en Cafarnaum cuando me visitaron mis primos, junto a mi madre.
Precisamente por eso, porque la herida fue tan grande y aún no está cerrada,
es por lo que no quiero hablar de ello aquí. Además, no deseo que mi madre
ande yendo y viniendo por el valle, tanto por su salud como por su
seguridad.
- Si es por eso –dice María-, puedo pasar la noche aquí, o hacerlo en la cabaña
de Neftalí y subir de madrugada, antes de que se empiece a haber gente por
los caminos.
- Estar un día en un sitio y luego cambiar de lugar es lo más seguro en este
momento –interviene Simón en la conversación-. Al menos es lo que me
decían los zelotes –sigue diciendo, pero esta vez mirando al suelo,
avergonzado-, cuando yo era discípulo suyo y aprendía qué debía hacer para
escapar después de haber participado en un atentado contra los romanos.
- ¿Dónde nos reuniremos en Jerusalén? –pregunta Pedro, que quiere evitar que
el Maestro tenga que dar explicaciones minuciosas por cada decisión que
toma.
- ¿No correremos peligro allí? –quiere saber Andrés, el cual pertenece al
grupo de los que no desean volver a la capital judía.
- ¿No sería mejor que siguiéramos aquí unos días más, al menos hasta que
terminaras de contárnoslo todo, y así ahorrarías el viaje a tu madre y a
aquellos de nosotros que no queremos volver a Jerusalén? –interroga
Santiago el de Alfeo.
Jesús corta el aluvión de preguntas con un gesto de su mano. A continuación,
siempre sin perder la calma, les dice:
- Es necesario que vosotros, los apóstoles, vayáis a Jerusalén. Allí se os
infundirá el Espíritu Santo y no aquí. Quiero que este mismo Espíritu
descienda también sobre mi madre, aunque ella no lo necesita pues está llena
de gracia. A los demás, incluida a Magdalena y al resto de los discípulos, les
será transmitido a través vuestro. En cuanto a la seguridad –dice mirando a
Andrés-, no debéis temer nada, por el momento. Vuestra hora no ha llegado,
aunque no tardará para algunos. Nadie os molestará en Jerusalén antes de
144
JERUSALÉN, JERUSALÉN
o dos veces con el Maestro y luego huir definitivamente hacia Galilea y, quizá, hacia
algún lugar de la diáspora judía, lejos de todo, lejos del peligro. Esos eran sus planes.
No pensaban, al menos la mayoría de ellos, en otra cosa más que en salvarse. Salvo
Pedro, que era consciente de la necesidad de que el grupo se mantuviera si no unido sí al
menos en contacto, los otros consideraban tarea prioritaria salvarse de momento y
luego, quizá al cabo de tres o cuatro años, cuando todo se hubiera olvidado, empezar la
tarea de explicar a los hombres el mensaje de Jesucristo.
María, Magdalena y Juan también se encontraban en Jerusalén en el tiempo
previsto. No habían viajado de noche, como los apóstoles, sino de día. Nadie les había
molestado y, para evitar llamar la atención, no acudieron a la casa de Lázaro en Betania,
como hubiera sido lo lógico, sino que se alojaron en una posada poco frecuentada por
galileos. Dejándolas allí y al caer la tarde, Juan se acercó a casa de Nicodemo. Era el
primero que llamaba a la puerta del prestigioso fariseo, miembro ilustre del Sanedrín,
que había intentado en vano salvar a Jesús de la conjura tramada por sus colegas. Con
sigilo, cojeando y encorvado como si fuera un viejo, cubierto el cuerpo por una túnica
raída y el rostro por un capuchón que le tapaba la frente, atravesó las calles de la ciudad,
todavía muy animadas. Suavemente golpeó la puerta trasera de la casa de Nicodemo,
aquella por la que entraban sólo los criados. Sabedor de que el dueño de la casa había
dado órdenes a su servidumbre de que nunca se negara al menos un pedazo de pan a
cualquiera que lo pidiera, con tal de que lo hiciera en el nombre de Yahvé, Juan
respondió a la pregunta del criado sobre lo que quería diciendo que solicitaba limosna
en nombre del Mesías. El criado, sorprendido, le respondió que no estaba autorizado
para dar nada en ese caso. Juan le contestó que fuese a decírselo a su señor y que luego
volviera con la respuesta antes de cerrarle la puerta.
El criado no volvió. Fue Nicodemo en persona el que se presentó y, como si lo
ignorara todo acerca del mendigo, le hizo pasar preguntándole que quién era ese Mesías
en cuyo nombre pedía limosna.
- Es un galileo –responde el camuflado apóstol- que conociste una vez siendo
él un niño y tú un hombre joven –le respondió Juan, que seguía a Nicodemo
por el interior de la gran casa.
- Entonces, se bienvenido –le dice el anfitrión, que había conducido mientras
tanto a su huésped a una habitación interior, a salvo de cualquier curiosidad.
- Gracias, rabí, por tu acogida –contesta Juan, quitándose la capucha y dejando
caer el viejo manto.
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donde él decida que debo estar. Os doy las gracias por vuestro trato y ahora,
por favor, levantaos. Vosotros sois nobles y ricos y yo sólo soy una mujer de
pueblo.
- No es verdad –responde Raquel, rompiendo su silencio y levantándose-. Tú
eres la madre del Mesías. Cuando tu hijo se nos apareció, hace unos días, sin
que él nos dijera nada, recibimos el don de comprender quién eras. Lamento
no haberlo sabido antes, cuando, pasando a tu lado, no sabíamos nada de tu
historia ni de la abundancia de dones que Adonai ha derramado en ti. Ahora,
como ha dicho mi marido, dispón de esta casa y de nosotros como si
fuéramos tuyos. No podríamos aspirar a una dicha mayor que la de acogerte
aquí para el resto de nuestros días. Pero, al menos mientras Jesús decida que
debes estar en Jerusalén, vivirás entre nosotros no como un huésped sino
como la dueña.
Dicho esto, Nicodemo se dirigió a Magdalena, la cual, no menos sorprendida
que María, observaba la escena discretamente separada.
- Y tú, Magdalena, querida hermana –le dijo el dueño de la casa-, se también
bienvenida. Como ya te habrá contado Juan, deberás fingir que eres la criada
de María, por lo cual habrás de dormir en su misma habitación y, en público,
mostrarte solícita con ella. Procura hablar poco, para que no se te note tu
acento, pues os presentaremos como procedentes de Egipto, y no te mezcles
con los criados. Siento pedirte estas cosas, pero es necesario para garantizar
vuestra seguridad. Los policías del Templo y los de Pilato rastrean
continuamente la ciudad buscando cualquier huella de los seguidores del
Crucificado. Mi casa ha estado vigilada día y noche desde que el Señor
resucitó. Afortunadamente parece que han cedido un poco en su miedo a que
organicemos algún tumulto, pues desde hace dos días han quitado la guardia
nocturna y por eso, providencialmente, habéis podido entrar sin ser notadas.
Mañana, por cierto, no salgáis de vuestras habitaciones hasta que no os
avisemos, por más que oigáis mucho ruido en la casa.
Sin más explicaciones, Nicodemo conduce a Juan hacia la habitación donde
deberá dormir, en la cual hay preparado un jergón de paja para él, junto a otros tres en
los que yacen sendos criados, los más fieles a su amo, dos de los cuales son también
seguidores de Cristo. Raquel, por su parte, lleva a María y a Magdalena a otro extremo
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del gran edificio y allí les introduce en una amplia estancia que tiene preparada una
cama con dosel y, en un extremo de la misma, un jergón de paja.
- Perdona, Magdalena –dice la anfitriona-, que no te podamos ofrecer una
cama digna como sería nuestro deseo. Daría mucho que hablar, pues
inevitablemente las criadas se enterarían. No creas que es una ofensa dirigida
a ti, pues a Juan le hemos tenido que tratar igual.
- Yo preferiría dormir en el jergón –interviene María-. Magdalena está más
acostumbrada a las camas confortables y, aunque soy mayor que ella, mis
huesos de campesina se adaptan mejor a la paja que a la mullida lana de los
colchones.
- Madre –rompe su silencio Magdalena, que hasta ese momento no había
dicho ni una sola palabra-, tendrás que empezar a acostumbrarte a ser tratada
como mereces. Acepta que yo haga de criada tuya. Nunca me habré sentido
mejor si así lo haces. Y en cuanto a ti, Raquel, no sabes cuánto te agradezco
que me hayas acogido en tu casa. Sabes muy bien cuál es mi origen y el
hecho de que aceptes introducirme en tu hogar no sólo es una señal de tu
buen corazón sino, sobre todo, de que éste está completamente al servicio del
Maestro. Quiero pedirte, no obstante, un último favor, algo que necesito de
veras.
- Adelante, hermana –responde Raquel-. Como bien dices, es el Maestro el
que ha borrado las diferencias entre nosotros. No me siento mejor que tú,
aunque yo no haya sido nunca una pecadora pública.
- Entonces, déjame que te abrace. Te parecerá una tontería, pero necesito
experimentar un poco de afecto humano. Tengo la impresión de ser como
una leprosa, a la que todos tratan bien, pero a la que nadie se atreve a tocar.
Raquel sabe bien a qué se refiere Magdalena y sabe la razón que tiene en decir
esto. Efectivamente, el estricto sentido de la diferencia entre puro e impuro que
experimenta el pueblo judío les hacía incapaces de rozarse siquiera con alguien que no
estuviera limpio de toda contaminación. Por eso no entraban en las casas de romanos. Si
ya había sido un gesto inaudito aceptar en su hogar a Magdalena, ahora hacía falta
completar esa buena acción con algo que supusiera romper totalmente con una
separación ominosa y cruel. Por eso, la ilustre matrona judía, descendiente de un
antiguo linaje de ricos y nobles israelitas, sin decir palabra se dirige a la antigua
prostituta y se funde con ella en un fuerte abrazo. Las lágrimas corren por los ojos de las
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concluyen la oración, y a pesar de estar las puertas cerradas, la sala se ve invadida por el
mismo viento impetuoso que hizo moverse ramas y hojas en lo alto de la colina del
Tabor.
- ¡Es el Señor! –grita Magdalena, nerviosa y excitada, aunque en esta ocasión
ya nadie ignora que esos síntomas son preludio de la aparición del
Resucitado.
Efectivamente, apenas unos instantes después, Cristo, sonriente, mostrando sus
manos aún marcadas por las heridas de los clavos y con los pies desnudos llevando en
ellos las mismas huellas, se sitúa en el centro del círculo. Como en las ocasiones
anteriores, todos los apóstoles a una se levantan y se precipitan hacia el Maestro,
cubriéndole de abrazos y besos. Atrás queda, sonriente, María, que espera siempre a que
los demás disfruten de la presencia de su hijo antes de reclamar ella su parte de ese
gozo. También ha quedado atrás, en esta ocasión, Nicodemo. Aunque es el anfitrión, no
sabe muy bien si el Señor estará de acuerdo con su presencia en esa singular asamblea.
Por eso espera, prudentemente, a que él le dirija la palabra. Jesús, calmado el afecto
efusivo de sus discípulos, saluda en primer lugar a su madre con el beso de la paz y
luego se dirige a Nicodemo, fundiéndose con él en un largo abrazo.
- Gracias –le dice- por acoger a este pequeño rebaño bajo tu protección, rabí.
- No me llames rabí –contesta el venerable patricio judío-. Tú eres el único
que merece ese título. Sólo tú eres nuestro maestro. Tampoco merezco tu
gratitud. Soy más bien yo quien debo dártela. Es más que un honor tenerte
así, resucitado, en mi casa y alojar en ella a tu madre.
- ¿Y si hubiera peligro por prestarme este servicio? –quiere saber Jesús.
- Señor mío y Dios mío –afirma Nicodemo, en una profesión de fe que si bien
ya había sido hecha por el apóstol Tomás días antes y había corrido de boca
en boca entre los seguidores de Cristo, causaba conmoción oírla de labios de
aquel patriarca judío-, tú nos has enseñado que no debemos temer a quienes
matan el cuerpo, sino a aquellos que pueden matar el alma. Tu presencia
aquí, tras haber conocido la muerte, es la mejor prueba de que la vida
continúa más allá del sehol. ¿Quién teme ahora a la muerte, sabiendo que
ésta ha sido vencida y que es sólo un tránsito?. Ya no la temo. Ahora sé que
morir sólo es morir. Morir no es desaparecer para siempre. Es como cruzar
una puerta, temible ciertamente, pero amable a la vez, pues más allá de ella
está aquel al que siempre he buscado, Dios. Un Dios al que, además y
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- ¿Por qué? –pregunta Mateo-. Tú has hecho todo lo posible para salvarles. Si
no aceptan la salvación que les regalas, no debes preocuparte más ni seguir
sufriendo por ellos.
- ¿Te comportarías tú así con un hijo tuyo? –pregunta, a su vez, Jesús-. No,
Mateo. Cuando uno ama, no puede dejar de amar. Más aún, el amor no está
relacionado con los méritos del ser amado. Quizá alguno se pregunte por qué
Dios permite que alguno de sus hijos se condene eternamente en el infierno y
piense que eso es una muestra de indiferencia divina. Si el hijo sufre, más
sufre el que ama al hijo. No olvidéis que Dios os ama más que vosotros a
vosotros mismos. Dios os ama más que lo pueda hacer el padre o la madre, el
amante más fiel o el amigo más solicito. El amor de Dios es infinito y por
eso es enorme también su dolor cuando la criatura amada elige el camino de
la condenación, lo mismo que es enorme su alegría cuando elige el de la
gloria. En definitiva, que después de aquel disgusto, y con la noticia de la
muerte terrible de mi primo golpeándome el corazón, decidí volver a Galilea.
- Nosotros íbamos encantados –dice Santiago el del Zebedeo-. Para mí, como
para la mayoría, Jerusalén era una ciudad incómoda y extraña. Preferíamos
nuestros campos y nuestro lago, nuestras montañas suaves y nuestro clima
fresco. La gente, además, era menos complicada y menos traicionera. En
Galilea nunca te ocurrió nada semejante a lo que te pasó con el paralítico de
la piscina, por ejemplo. Además, allí, acuérdate, quisieron hacerte rey.
- Sí, porque comieron gratis –afirma Juan, sonriendo y echando un poco de
tierra a la exaltación del hombre rural que acababa de hacer su hermano.
- La cosa fue del siguiente modo –recoge el hilo de la conversación Jesús-.
Estábamos en Cafarnaum desde primeros de Sebat. El tiempo era espléndido.
Las últimas lluvias habían dejado tanta humedad en los campos que pronto
éstos se llenaron de hierba y de flores. Yo quería estar a solas con vosotros
para seguir explicándoos los secretos del Reino de los Cielos. Por eso, sin
escondernos de nadie porque no había necesidad, salimos del pueblo y nos
dirigimos hacia Tiberiades, para detenernos a mitad de camino y hablar con
calma disfrutando del tiempo, del paisaje y, sobre todo, de la compañía.
Pronto, sin embargo, empezó a acudir gente. La noticia de la muerte del
Bautista había producido en Galilea el efecto de un rayo que destruye un
grueso árbol durante una tormenta. Tras el primer momento de estupor,
158
Porque aquel rechazo mío no fue meramente estratégico, como lo habría sido
si no hubiera aceptado sólo por pensar que con un ejército de campesinos
mal armados no tenía posibilidad de vencer a las formidables legiones
romanas. Mi rechazo era total. Y es que, os lo dije entonces y más tarde tuve
ocasión de repetírselo al mismísimo Pilato cuando me juzgaba, mi Reino no
es de este mundo. Yo soy Rey, pero lo soy de los corazones, no de los
tronos. Tengo un ejército, pero es de ángeles y santos, no de soldados
armados y de máquinas bélicas. En mis planes entra la conquista de todo el
mundo y no sólo la del territorio de Israel, pero no será mediante la
violencia, sino mediante la conversión de los corazones. Mi Reino es el
Reino del amor y de la paz, el Reino de la justicia y de la libertad. Y ese
Reino no coincidía con el que me pedían que instaurara aquella multitud de
galileos. Ellos habían comido hasta saciarse, totalmente gratis. Ellos, más
que escuchar mi mensaje espiritual, estaban cautivados por mi facilidad para
hacer milagros y pensaron que apostar a mi causa era un negocio seguro.
Con un gesto mío, creyeron, las lanzas de los soldados romanos se
convertirían en palos, sus espadas en manojos de flores y sus flechas en
ramas de olivo. Querían que utilizase mi poder para llenarles el estómago de
comida gratis y para expulsar de nuestra tierra a quienes les cobraban
impuestos. Pero no querían cambiar ellos. Ese cambio que yo predicaba no
les interesaba. Me oían, con interés y con educación, pero mientras tanto
pensaban: “Sí, son cosas bonitas lo que dice, pero es imposible practicar eso
de poner los bienes en común. En fin, que nos resuelva nuestro problema y
luego ya haremos nosotros lo que consideremos oportuno cuando hayamos
echado a los invasores de nuestra tierra y hayamos derribado al tirano
Herodes”.
- Sí –afirma Simón-, eso era, efectivamente, lo que pensaban. Lo sé porque a
mí, que era amigo de un lugarteniente de Juan de Giscala, el jefe de los
zelotes, me lo habían contado. Te tenían por un soñador, por un tonto útil.
Creyeron que te podrían utilizar para su causa y luego, cuando hubieras
dejado de servirles, arrojarte a un lado. Saber aquello fue lo que me separó
definitivamente de ellos, a pesar de que no entendía por qué no usabas tu
poder para liberar a nuestra patria y hacer ese Reino de paz y justicia que yo
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también quería. Ahora bien, yo sabía eso porque me lo habían contado, pero
¿cómo lo sabías tú?.
- Porque soy Dios –responde Jesús-. Porque leo los corazones de los hombres
y no hay nada oculto que me sea desconocido.
- ¿Sabías entonces también de mis dudas? –vuelve a preguntar Simón- ¿Y de
las de Judas Iscariote?.
- Sí –dice el Maestro- y te dejé con ellas, como le dejé a Judas y como os dejé
a todos los demás. Pero no estabais a solas con ellas. Yo estaba a vuestro
lado, dándoos mi cariño y mi ejemplo. La gracia de Dios luchaba en vuestro
interior a favor vuestro, es decir a favor de vuestra fidelidad a mí. Con la
mayoría gané y aquí está la prueba –dice, señalando con la mano al corro de
apóstoles que le rodeaba-. Con uno, Judas, perdí, y bien que lo siento.
- ¿Qué sentiste, Maestro, cuando la gente te vitoreaba y buscaba para
proclamarte Rey? ¿No te halagaba? –pregunta Pedro.
- Me acordaba –le responde- de aquella vez en que curé diez leprosos y sólo
uno volvió para darme las gracias. A esas alturas, conocía ya lo suficiente a
los hombres como para saber que la mayor parte de aquellos no me seguían
por otro motivo más que por su interés. Cuando los recibía uno a uno, en
aquellas largas hileras que se formaban, todos tenían la misma palabra en la
boca: dame, dame, dame. Casi nadie me decía: gracias. Casi nadie me decía:
aquí estoy, a tu servicio, mándame y te obedeceré, haz conmigo lo que
quieras. Pero si hasta al mismo muchacho que tenía los panes y los peces
hubo que comprárselos a precio de oro porque no quería dárnoslos para
repartirlos entre la multitud. Además, yo ya sabía en ese momento lo que me
esperaba, aunque mi Padre no había permitido que estuviera al tanto de todos
los detalles para no hacerme sufrir innecesariamente. Pero sabía que mi final
estaba próximo y que toda esa multitud enfervorizada se alejaría de mí en
cuanto la situación se volviese complicada.
- Nos costó mucho salir con bien de aquella situación –recuerda Santiago el de
Alfeo, su primo-. Afortunadamente había una barca en la orilla y pudimos
montar en ella y escapar.
- La gente nos siguió por tierra hasta que se hizo de noche –añade su primo,
primo también de Jesús, Judas el de Tadeo-. Gritaban pidiéndote que
aceptaras ser su Rey, que no les dejases en manos de los soldados de
161
- Ella te dijo: “También los perros comen las migajas que caen de la mesa de
los amos” –vuelve a intervenir Tomás. Y entonces curaste a su hija y luego
nos hablaste de la fe de aquella fenicia y nos dijiste que en Israel no habías
encontrado una fe y una humildad semejante.
- De eso se trataba –concluye Cristo-, de que aprendierais que no basta con
haber nacido en Israel para ser del pueblo elegido. La elección de Dios es
universal. Con mi venida se rompe el estrecho cerco que marcaba una
frontera entre los israelitas y el resto de los hombres. Todos pueden amar y,
por lo tanto, todos pueden salvarse. Y si todos pueden hacerlo es por un
motivo: porque mi Padre les ama a todos. Lo mismo que hace salir el sol
sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos e injustos, así mi mensaje
está dirigido a todos, hombres y mujeres, esclavos y libres, ricos y pobres,
blancos o negros, judíos y griegos, romanos y escitas. La fe de aquella mujer
era más grande que la de muchos buenos hijos de Israel con siglos de
acrisolado linaje a sus espaldas. No cumplía la ley de Moisés. Comía carne
de cerdo. Trabajaba de sol a sol incluso los sábados. Pero tenía un corazón
capaz de amar, capaz de suplicar y no de exigir como hacen muchos judíos
que se creen que por serlo ya tienen derecho a reclamar de Dios todo lo que
ellos quieran. Tuve que hacerle pasar aquel mal rato –dice, mirando a
Magdalena- para dar una lección a estos muchachos, pero le recompensé con
creces aquella humillación devolviéndole la salud a su hija.
- Me recuerda aquel milagro –dice Santiago el de Alfeo- a una parábola que
nos contaste una vez y que, entonces, me sorprendió mucho y me llenó de
dudas contra ti. La de aquellos dos hombres que entraron en la sinagoga a
orar. Uno era un publicano y otro un fariseo. Éste estaba muy seguro de sí
mismo y no pedía perdón por sus pecados, sino que se vanagloriaba ante
Dios por las muchas cosas buenas que hacía y por el escrupuloso
cumplimiento de la ley que observaba. El otro, en cambio, desde atrás y sin
levantar los ojos del suelo, pedía a Yahvé perdón y misericordia por sus
pecados. Lo que me extrañó fue que dijeras que el publicano salió de la
sinagoga justificado y el fariseo no. Entonces, creo yo, fue cuando empecé a
darme cuenta de que tu mensaje era bien distinto al que nos habían enseñado
en las escuelas los rabinos y los sacerdotes.
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sazonada como semillas de alcaravea y la ensalada que Raquel ha preparado. Ríen, con
una alegría incluso excesiva, mientras beben el rico vino griego que uno de los criados
escancia de un ánfora semienterrada en el suelo. Para todos ellos, conscientes de que,
como cualquier ser humano, están abocados a la muerte, y más conscientes aún de que
ésta les puede sobrevenir en cualquier momento debido a su fidelidad a Cristo, ver al
Señor Resucitado comer y beber junto a ellos es una garantía no sólo de que su mensaje
está avalado por Yahvé, sino también de que, efectivamente, la otra vida, la vida más
allá de la muerte, existe. Con esta convicción, extraída no de una promesa sino de una
realidad que tocan con sus manos, el miedo a la muerte o a la persecución se diluye. No
es igual saber que todo puede acabar con la lanza de un soldado romano que estar
seguros de que, si eso u algo peor ocurriera, no sería más que un tránsito, la entrada en
la vida eterna a la que, de todos modos, están destinados como mortales. De ahí su risa,
un poco nerviosa; es, y todos lo saben, la expresión de una alegría que no pueden
ocultar; de una alegría que, cada vez con más fuerza, sienten necesidad de comunicar a
todos. ¿Qué importa la muerte, cuando se está seguro de que ésta no es el final? Sólo la
resurrección de Cristo podía hacer a aquellos hombres, desde el rico Nicodemo a los
pobres pescadores galileos, capaces de desafiar tanto al sistema político-religioso judío
como al poderoso Imperio romano. Sólo eso y lo que faltaba por llegar, el don del
Espíritu Santo que Jesús les había prometido y que ya faltaba poco para que fuera
infundido sobre ellos.
Tras la comida, Nicodemo por una parte y Raquel por la otra, invitan a sus
huéspedes a ir a sus habitaciones a descansar. Hace calor, pues no en vano se
encuentran ya en pleno mes de Iyyar y una siesta es casi obligatoria. Sin embargo, Jesús
rechaza la oferta y le dice a Nicodemo:
- Querido amigo, sé que nuestros ojos se suelen cerrar tras la comida y que el
espíritu está poco atento a cualquier tipo de enseñanza cuando tenemos
sueño. Pero yo tengo poco tiempo para estar con vosotros. Por eso preferiría
que nos ofrecieras una infusión estimulante, de esas que toman griegos y
romanos, que seguramente tendrás en tu casa, y que fuéramos después al
desván para continuar con nuestra conversación.
En ese momento, golpeando suavemente la puerta, entra Raquel. Quiere saber si
las dos invitadas pueden irse a descansar o si Jesús continuará inmediatamente el relato
de sus experiencias. Informada, regresa donde sus amigas, a la vez que da orden al
servicio de que preparen las infusiones.
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cumplía a rajatabla conmigo. Pero cuando rechacé ser rey, una oleada de
decepción se extendió por toda la región.
- Lo sé bien –dice Simón, el antiguo zelota-, porque varios vinieron a mí a
decirme que te abandonara. O lo hacía, me decían, a estaría destinado a
correr tu misma suerte, que no podía ser otra que la del fracaso y la muerte.
Juan de Giscala, el jefe de los zelotes, se sintió profundamente decepcionado
de ti. Él había creído que podía utilizarte a su antojo, usarte para que tú
atrajeras a las multitudes, mientras él, desde detrás, era quien dirigía la
revolución contra los romanos.
- Sí, yo también lo sé –añade Cristo-. Pero lo que no sabía era hasta qué punto
eso iba a influir en mi propia familia. Mientras mi nombre era elogiado por
doquier en Galilea, como os he dicho, en Nazaret yo no era en absoluto
popular. Pero cuando la cosa cambió fuera de mi pueblo, ellos se sintieron
apoyados en su rechazo y se enardecieron aún más. Los que pagaban las
consecuencias eran mis familiares, los que vivían allí, especialmente tú,
madre.
- No fue fácil aquella época –recuerda María-. Mis primas y yo éramos como
una piña, tan unidas; estábamos seguras de ti, de la validez de tu mensaje;
pero no podíamos menos que sentirnos preocupadas por vuestra suerte, yo
por la tuya y ellas por las de sus hijos, Santiago y Judas, que estaban contigo.
En cambio, la fidelidad del resto de la familia empezaba a resquebrajarse. No
era fácil para ellos verse marginados todos los días y ser acusados, desde la
sinagoga hasta el lavadero, desde la plaza hasta la fuente donde recogíamos
el agua, de ser familiares y colaboradores de un impostor que iba a llevar a la
nación a la ruina. Por eso decidieron hacer aquel viaje. Yo, por un lado, no
quería ir, porque sabía que su misión no te iba a agradar, y no quería que
pensaras que yo estaba de acuerdo con ellos. Pero, por otro lado, tenía
muchas ganas de verte y quería, además, intentar mediar entre ellos y tú para
que el choque no fuera tan fuerte.
- Estábamos reunidos en una casa –dice Jesús- ¿os acordáis?. La multitud
llegaba hasta la puerta. Yo estaba contando una parábola, quizá la del grano
de mostaza.
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- Según mis notas –le interrumpe Mateo-, esa parábola era en la que decías
que no teníamos que tener miedo de ser pocos al principio, porque la verdad
estaba de nuestra parte y, con el tiempo, seríamos muchos.
- Sí, Mateo –afirma Jesús, sonriendo a ese apóstol suyo tan minucioso, que
había ido apuntando en un voluminoso rollo que siempre llevaba consigo
algunos de los hechos y dichos del Maestro-, posiblemente era esa u otra la
parábola que os contaba. En todo caso, se trataba de iros preparando ya para
la persecución. En aquel momento, y aunque la casa de Cafarnaum, tú casa,
Pedro, estaba llena de gente, todos erais conscientes de que en muchos se
había producido una decepción por negarme a ser rey y que, cada vez más,
mi popularidad decaía y la gente empezaba a alejarse de mi lado. Por eso
tenía que enseñaros a no dar importancia al éxito, a no estar, como una veleta
hace con el viento, siempre atentos a lo que diga la gente. Nosotros debemos
estar atentos a lo que diga Dios, no a lo que opine la mayoría. Yo os estaba
enseñando eso cuando aparecieron mis primos.
- La gente les abrió paso hasta dentro de la habitación donde hablabas –
recuerda Pedro-. ‘Ahí están su madre y sus hermanos’, dijeron, mientras
ellos avanzaban, con dificultades, hasta donde estabas tú. A todos nos
sorprendió mucho tu respuesta.
- Yo sabía a lo que venían –dice Cristo-. Nada se me escapa de cuanto hay en
el corazón del hombre. Por eso quise aprovechar la ocasión para daros una
lección importantísima. Para ello, pregunté, con el estilo retórico que usan
los maestros griegos: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’.
- Enseguida –completa Juan la evocación- añadiste: “Mi madre y mis
hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. Mi
primera impresión, lo confieso, fue de sorpresa. Yo, ya entonces, quería
mucho a tu madre y me pareció que aquella respuesta podía sonar a los oídos
de algunos como a un cierto desprecio hacia ella. Podía entenderse como si
la rebajaras en su dignidad, precisamente porque le ofrecías a todos ser como
ella, ser tu madre. Por más que estuviera al tanto de las dificultades en tu
familia, no comprendía por qué introducías a tu madre en la cuestión.
- A mí, en cambio –interviene María-, no me causó el mismo efecto. Sufría
porque temía que mi hijo pensara que yo estaba de parte de sus primos; que
dudaba de él; que, como ellos, había ido a Cafarnaum a pedirle que
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una madre, como si fueran, por lo tanto, tus propios hijos, comprendo que es,
efectivamente, rayano en lo imposible. Pero, os lo repito, Dios lo puede todo.
Lo que hay que hacer es pedirle a Dios que os dé la fuerza para amar con esa
medida. Si en vez de pedir sólo cosas para vosotros pedís un corazón grande
para amar, entonces os será más sencillo hacer lo que ahora os parece
imposible. Además, si tenéis presente que en ellos estoy yo, que no son, por
lo tanto, extraños o incluso enemigos, entonces también os resultará más
fácil hacerles el bien que ellos os reclaman. Pensad, además, que amar a los
amigos, a los que nos pueden devolver el favor con otro mayor, a los que se
han portado bien con nosotros o a los de la propia familia, lo hacen todos. Yo
no he venido a la tierra sólo para ayudaros a ser “buenas personas” o para
que os limitéis a no hacer daño a nadie. Para actuar con motivos
simplemente humanos no me necesitáis a mí. Si me he hecho hombre ha
sido, además de para redimiros, para enseñaros otra forma de amar. Para
enseñaros a amar como Dios ama, es decir con motivaciones espirituales y
no sólo por motivos humanos. No es que estos motivos sean malos. Lo que
pasa es que resultan, por lo general, insuficientes. ¿De dónde sacar las
fuerzas para ayudar a quien no se lo merece, para perdonar, para dar limosna
a alguien que no conoces y que, puede ser incluso, que esté en esa situación
penosa por culpa suya? ¿Cómo es posible perseverar en el amor cuando
aquel que amas no te lo agradece, cuando te sientes cansado, cuando te
parece que, hagas lo que hagas, nunca conseguirás que los problemas se
resuelvan definitivamente?. Sólo puedes sacar esas fuerzas de una causa no
humana, sino sobrenatural. De Dios. Si vosotros os sentís obligados hacia
Dios, si vosotros sois conscientes de que tenéis una deuda de amor con mi
Padre y conmigo, entonces estaréis deseando saldarla. Y os preguntaréis
cómo hacer para devolver algo del amor recibido. Ahí está la respuesta: “Lo
que hagas al más pequeño, a mí me lo has hecho, a Dios se lo has hecho”. Y,
para colmo, intenta hacerlo no como algo que se hace con un extraño, sino
como lo que se da a un Dios, a un amigo, a un hermano, a un hijo.
- Hijo –interviene María-, yo quiero saber qué sentiste hacia mí y hacia tus
parientes cuando te invitaron a que abandonaras tu causa, a que pactaras con
sacerdotes, romanos, fariseos e incluso con los zelotes.
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- Los hombres, madre –le responde Jesús-, tienen una naturaleza muy
interesante. En realidad lo que la mayoría quiere es que no le compliquen la
vida. Tal parece que su mayor ambición sea dormir una siesta eterna. A
veces, incluso los que sufren son así. Y lo son, desde luego, también las
personas religiosas. No quieren líos. Cuando ven venir los problemas, las
complicaciones, huyen de ellas y llegan hasta a maldecir a quien las provoca,
sin pensar en si son o no queridas por Dios, en si van a repercutir en un bien
para la humanidad o para ellos mismos. Eso lo sabía ya, antes de que aquella
delegación de parientes míos llegara a Cafarnaum a intentar tentarme con la
idea de una vida mediocre, hecha de pactos y de política. Lo volví a ver
claro, de nuevo, cuando les escuchaba. Así que, a esas alturas, no me
sorprendió en absoluto, aunque no por eso dejó de dolerme. En cuanto a ti,
nunca tuve la menor duda de tu fidelidad. Sabía perfectamente lo que hacías
allí, entre ellos. Sabía también lo mucho que estabas sufriendo en Nazaret,
entre tantas intrigas y tanto hostigamiento. Por eso no quise que regresaras
con ellos y te pedí que te fueras a vivir a Caná. Allí, en casa de Lía, pues
Manasés había muerto ya, estarías a salvo y tranquila. Luego, acuérdate, nos
volvimos a ver para celebrar en Cafarnaum la Pascua y, meses después, en el
otoño, volvieron a bajar a Cafarnaum nuestros parientes. Aquella visita sí
que fue difícil y desagradable. Pero antes de hablaros de ella, me gustaría
contaros alguna cosa más de lo sucedido en aquellos meses, junto al lago.
- Por ejemplo, lo de la tormenta –dice Pedro.
- O lo ocurrido en el Monte Tabor –afirma Santiago el de Zebedeo.
- O cuando nos dijiste que no debíamos fijarnos en la viga que hay en el ojo
ajeno –añade Natanael.
- Sí, todo eso sucedió en aquellos meses maravillosos. Y muchas cosas más,
como la promesa que le hice a Pedro de que él sería quien debería guiar
nuestro grupo cuando yo no estuviese ya en la tierra. Pero me gustaría
hablaros de ello en otro sitio, porque aquí, con los efluvios del vino, estoy
empezando a marearme. ¿No podríamos ir de nuevo a la azotea, Nicodemo?.
La tormenta ha cesado ya y seguroque hace menos calor. Con un poco de
suerte, correrá algo de brisa y podremos respirar aire puro.
Nicodemo se levanta inmediatamente, como si le hubiera picado un bicho o
hubiera despertado de un profundo sueño. Tan absorto estaba en lo que el Maestro decía
173
que no se había percatado, como era obligación de un buen anfitrión, de lo cargado del
ambiente en la bodega. Raquel se alza también y pide disculpas por no haber servido
agua fresca durante todo aquel tiempo. La pareja es la primera en ponerse en marcha y
los demás les siguen, entre bromas y risas, dirigidas sobre todo a Tomás. Santiago le
dice a su hermano Juan que tiene ojos de borrachín, debido a que no está acostumbrado
a beber y que los olores de los caldos que se conservan en la bodega de Nicodemo se le
han subido a la cabeza. Judas y Simón se meten con Mateo, diciéndole que es un
sabihondo que se acuerda de todo. Raquel abandona al grupo en cuanto llegan al primer
piso y, mientras todos suben hacia el desván, ella se dirige a la cocina.
Instalados ya bajo el tejado, tal y como Jesús había previsto, una brisa,
sorprendentemente fresca, inunda la sala y les reconforta a todos. No tarda en llegar
Raquel, acompañada de dos criadas. Traen agua fresca abundante, recién sacada del
profundo pozo que se esconde en los cimientos del edificio. Repuestos de los agobios
del sótano, Jesús, que siempre tiene prisa, les anima a que se sienten para seguir
escuchándole. Raquel y las criadas se van, tienen que preparar la cena. María y
Magdalena, en cambio, ocupan su lugar en el corro que se forma en el espacioso desván.
- Os decía –empieza Jesús-, que me quedaban todavía bastantes cosas que
contaros de aquella época. No tengo tiempo para todo, pero sí desearía, antes
de que se haga de noche, hablaros de algunas de ellas. Empezaré, como ha
sugerido Pedro, por lo de la tormenta en el lago. Varios, entre ellos tú, Pedro,
habíais salido a pescar. Yo iba con vosotros, para acompañaros, porque mis
conocimientos de la pesca eran nulos. Se desató una de esas tormentas
repentinas, tan frecuentes en invierno y en primavera. Parecida a la que ha
empapado a nuestro hermano Tomás. Me había quedado dormido y no me
percaté de lo que pasaba hasta que tú, Pedro, me despertaste.
- “Señor, no te importa que nos hundamos”, te dije –recuerda el primero de los
discípulos.
- Sí, eso me dijiste –confirma Jesús-, y yo te contesté: “Hombre de poca fe,
por qué tienes miedo”. A continuación ordené al viento que cesara de soplar
y las aguas se calmaron.
- Me pareció –dice Pedro- que aquello contenía una lección, la de que no
teníamos que tener miedo a las tormentas de la vida ni a las persecuciones.
Aunque nos dé la impresión de que nuestro barco, en el que vamos tus
seguidores, está a punto de hundirse, tú no lo vas a permitir nunca. Creí
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tenerlo todo claro –añade, con un gran pesar en su voz- y, sin embargo,
cuando llegó el momento de la verdad, el momento en que te apresaron y te
crucificaron, volví a dudar, volví a tener miedo, volví a pensar que la barca
se hundía y que había que saltar de ella antes de que nos arrastrara al fondo
cuando se llenara de agua.
- Lo mismo me sucedió a mí –afirma Santiago el del Zebedeo-, pero por otro
motivo. Yo estuve, junto a vosotros, Pedro y Juan, en el monte Tabor. Lo
mismo que vosotros fui testigo de que se aparecieron Moisés y Elías para
rendirte pleitesía, Señor. Yo también, como Pedro, hubiera querido hacer tres
tiendas y quedarme allí el resto de mis días. Después de aquello, pensé que
era imposible que dudara de ti y que era también imposible que hubiera nada
que me pudiera separar de tu lado. Aquel día, si me lo hubieras pedido, me
habría tirado por el acantilado que bordea el Tabor. Aquel día hubiera
desafiado, a pecho descubierto, a las legiones romanas o a los guardias del
Templo. Y, sin embargo, pocos meses después, yo también huí, yo también
te traicioné. Sé que me has perdonado, Señor. Lo que no sé es si yo podré
perdonármelo y, sobre todo, no sé si podré volver a fiarme de mí mismo, de
mis cualidades, de mis promesas. Hasta el día en que te crucificaron y yo te
abandoné, era una persona muy segura, convencido de que, pasara lo que
pasara, siempre era fiel a mi palabra y a mis principios. Tenía un elevado
concepto de mí mismo. Desde entonces, siento una enorme inseguridad. Ya
no creo en mí, ni me siento capaz de prometerte nada, Maestro.
- Eso que le pasa a Santiago me sucede también a mí –es Natanael quien
interviene ahora en la conversación-, pero con respecto a otra cosa. Antes,
cuando estábamos en la bodega, te pedí que nos hablaras de lo de la viga en
el propio ojo. Ese creo que soy yo. Tú mismo, cuando me conociste, Señor,
dijiste de mí que era un varón justo, un buen creyente, alguien que no
dudaría en ofrecer su vida antes que violar algún precepto de los establecidos
por nuestra ley. Tenías razón. Pero no sé si sabías que mi corazón estaba
lleno de soberbia. Cumplía, y sigo cumpliendo, todo lo que Moisés
prescribió para los buenos israelitas. Pero, a la vez, no dejaba de juzgar a los
que no lo hacían. Aunque mi boca no lo expresase, mi alma estaba llena de
críticas, de juicios, de amarguras. Por eso, cuando nos enseñaste, allá en
Cafarnaum, junto al lago, que no debíamos fijarnos en la paja que hay en el
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ojo ajeno, sino en la viga que tenemos en el propio, no pude menos que
darme por aludido. Y entonces, Señor, fue cuando comprendí que tú eras de
verdad el Mesías, el enviado por el Altísimo. Tus enseñanzas no eran como
las de los rabinos, ni siquiera como las de los profetas. Tú penetrabas hasta el
fondo del corazón e invitabas a los hombres a avanzar por el camino de la
santidad imitando, desde dentro, al Dios al que llamas Padre. Cumplir la ley,
por estricta que sea, es siempre menos que convertir el corazón al amor. No
basta con hacer cosas, me dije a mí mismo; no basta con dar, sino que hay
que darse; hay que cambiar por dentro y no sólo por fuera. Pues bien, a pesar
de eso, Señor, yo también te traicioné; yo también tuve miedo y hui, como
todos, en aquella noche terrible, en aquella noche en que el Maligno triunfó y
la verdad y el bien fueron derrotados.
- Te equivocas, querido Natanael –le interrumpe Jesús-. Aquella noche no fue
la de la victoria del mal, sino la del triunfo del bien. El mal hubiera sido,
efectivamente, el vencedor si yo hubiera cedido a la tentación de la
desesperación, de la duda, del odio. Pero yo vencí porque amé. Me mataron,
es cierto; me abandonasteis, es verdad; todo eso fue un triunfo del Maligno.
Sin embargo, el vencedor fui yo. Lo fui sobre él y lo fui sobre el mal que se
adueñó de vuestro corazón. Pero es pronto para hablar de lo sucedido aquella
noche. No precipitéis los acontecimientos. Antes tengo que hablaros de otras
cosas. De lo que habéis estado diciendo, por ejemplo. En el fondo, los tres, y
supongo que también los demás, habéis hecho una experiencia parecida.
Habíais recibido una gracia, un don, y luego no fuisteis capaces de ser fieles
a esa gracia, de rendir según los talentos que Dios os había confiado. Eso
tiene dos lecciones. La primera es que debéis ser siempre fieles a los
momentos de luz. Esos momentos especiales, esos tiempos de gracia, como
lo ocurrido en el Tabor, por ejemplo, no se os conceden sólo para ese
instante; son dones que el Espíritu os da para que echéis mano de ellos
cuando vengan los inevitables momentos de crisis y de oscuridad. Es como
el camello, que bebe grandes cantidades de agua, pero que no lo hace sólo
para apagar su sed en ese momento, sino para acumularla en su joroba y
tener reservas que le permitan atravesar sin desfallecer los grandes desiertos.
Por lo tanto, la primera lección es que debéis ser fieles a los momentos
buenos, a las gracias especiales que Dios os ha regalado. De lo contrario,
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seréis siempre como niños pequeños que hay que llevar permanentemente a
cuestas y que, en cuanto los dejas en el suelo, empiezan a llorar para que sus
madres les vuelvan a coger en brazos. Dios necesita contar con adultos que
anden solos, no con niños de pecho a los que continuamente hay que estar
mimando y dando pruebas extraordinarias de afecto. La segunda lección
consiste en que también del mal podéis sacar algo bueno. De la experiencia
de tu pecado, querido Santiago, puedes aprender a ser más humilde. Tú te
creías tan fuerte y estabas tan seguro de ti mismo que, sin darte cuenta,
pensabas que no necesitabas a Dios. No es que negaras explícitamente la
necesidad de Dios, pero sí lo hacías en la práctica. Ahora, en cambio, eres
mucho más humilde. Ya no te sientes tan seguro de ti mismo; ya no estás
convencido de que, vayas donde vayas, todo te irá bien. Por eso ahora es
cuando me puedo fiar de ti, porque sé que lo que hagas de bueno, los éxitos
que tengas, y te aseguro que serán muchos, no te los apropiarás, sino que los
pondrás enseguida en la cuenta del Altísimo. Ahora mucho más que antes,
querido Santiago, querido hijo del trueno, eres uno de mis discípulos
predilectos, porque ahora tienes la fuerza de antes y la humildad nueva.
- Pero, Maestro –pregunta Felipe-, ¿entonces es bueno pecar? ¿conviene
hacerlo para ser humilde?.
- No, Felipe –le responde Jesús-. No os dejéis seducir por esa tentación. Pecar
nunca es bueno. ¿Cómo va a ser bueno hacer daño a alguien, bien sea el
prójimo, bien sea uno mismo o bien sea Dios?. El pecado es siempre malo y
debe intentar ser evitado a toda costa. Lo que sucede es que, por desgracia,
no todos consiguen siempre vencer las tentaciones. Lo que hay que hacer
entonces es no hundirse, no desanimarse. Hay que recordar, como os enseñé
cuando os conté la parábola del hijo pródigo, que el Padre está siempre
esperando la vuelta del hijo pecador y que, en el cielo, hay más alegría por
un solo pecador que se convierte que por cien justos que no necesitan
conversión. Hay, además, que aprovechar la lección del pecado para tener
más humildad, para tener menos soberbia y menos seguridad en las propias
fuerzas.
- Sirve también –dice Natanael-, como me pasa a mí, para ser más
comprensivo con los defectos ajenos. Antes juzgaba a todos porque me
sentía superior a ellos. Ahora me doy cuenta de que no soy mejor que nadie.
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Quizá no cometa algunas de sus faltas, pero caigo en otras. ¿Quién soy yo
para juzgar al prójimo?, me digo a mí mismo cada vez que tengo la tentación
de hacerlo, y me acuerdo de que, después de haberte prometido fidelidad,
Señor, te dejé solo en manos de los soldados y huí. Sí, una vez más se
cumple aquello de que “Dios castiga la oculta soberbia con pecados
manifiestos”.
- El refrán –interviene Mateo-, dice que lo castiga con “manifiesta lujuria”.
- Gracias por la precisión, Mateo –dice Jesús, sonriendo-. Estás siempre en
todo. Pero volvamos a Cafarnaum, porque hay algo más, una última cosa, de
la que quiero hablaros, antes de empezar a narrar lo que fue mi última subida
a Jerusalén. Me refiero a lo que ocurrió aquel día, junto al lago, cuando yo os
pregunté qué pensaba la gente sobre mí.
- Te dijimos –dice Andrés- que unos creían que eras Elías o uno de los
antiguos profetas que habían vuelto a la vida.
- Y tú nos preguntaste, entonces, que qué pensábamos nosotros sobre ti –
completa Simón.
- Fue Pedro quien contestó –interviene ahora Juan- y dijo que tú eras el
Mesías, el hijo del Dios vivo, el que tenías que venir a este mundo.
- Entonces yo afirmé –completa Jesús- que Pedro ya no debía llamarse Simón,
sino “piedra”, “roca”, y que sobre él, sobre la roca firma que representa él,
construiría mi Iglesia, mi familia, porque lo que acababa de decir no se lo
había revelado nadie de carne y hueso sino el Espíritu Santo y mi Padre.
- Desde entonces –afirma Mateo-, le hemos tratado con una deferencia
especial, pues somos conscientes de que tú le has elegido para que él sea el
primero entre nosotros cuando tú no estés.
- Sobre eso es, precisamente, sobre lo que quería hablaros –sigue diciendo el
Maestro-. No quiero referirme en este momento a lo que significa ser el
primero. Ya lo haré cuando hablemos de lo sucedido en casa de José de
Arimatea, en nuestra última cena juntos. Me interesa destacar ahora otros
aspectos. En primer lugar, la necesidad de que haya alguien que ocupe el
primer lugar, que tenga la última palabra. Vosotros sabéis que sin una
jerarquía nada funciona. Esta jerarquía existe en el Templo, en el gobierno
de las naciones y hasta en las empresas, incluidas las más pequeñas, las que
son llevadas adelante por una familia. En las grandes factorías de salazón de
178
- Así es –confirma Jesús-. Sobre todo en lo que a nosotros concierne, así debe
ser siempre. La obediencia al que me represente es algo debido, es una
obligación. Pero no es algo que esté al margen del amor o de la libertad. Es
una forma de amar y es una forma de ejercer la propia libertad. Se obedece
por amor y se obedece porque, libremente, se ha elegido obedecer. Lo que no
se puede hacer es decir que se obedece sólo cuando lo mandado coincide con
la propia voluntad.
- Entonces, Maestro –pregunta ahora Andrés-, ¿no existen riesgos de que el
que te represente conduzca a tu pueblo por caminos equivocados?.
- Claro que existen riesgos –le dice Jesús-. De lo contrario no estaríais
gobernados por hombres sino por ángeles. Pero, como os digo, existe la
garantía de la intervención del Espíritu Santo. Éste actuará sobre el
gobernante con el don de la sabiduría y el del consejo. Pero actuará también
sobre el conjunto del pueblo. Imaginad que dentro de unos años, alguien
dijera, por ejemplo, que los milagros que he hecho no son tales y que todo
son exageraciones, inventos de vosotros para ilusionar y seducir a los que, no
habiéndome conocido personalmente, creerán en mí por vuestro testimonio.
Imaginad que eso lo dijera alguna persona ilustre, alguien que se las da de
sabio. Podéis estar seguros de que el conjunto del pueblo se revelará contra
esa herejía, contra ese error. Lo mismo sucederá si alguien afirma que mi
madre, aquí presente, no me concibió en la virginidad o tuvo más hijos
después de mi nacimiento.
- Pero, Maestro –interviene ahora Juan-, los ejemplos que pones son, perdona
que te lo diga, un poco ridículos. ¿Cómo va alguien a negar que has hecho
milagros?. Por mucha imaginación que tuviéramos, jamás podríamos llegar a
inventar tantas y tantas cosas extraordinarias como te hemos visto hacer. ¿Y
cómo va a alguien a decir que tu madre ha tenido otros hijos si eso es falso?
¿Es que tú me la hubieras confiado a mí de haber tenido otros hermanos?.
- Aunque te parezca ridículo –le responde Jesús-, no faltarán algunos que,
dándoselas de listos, lo afirmen. Pero no os preocupéis, no tengáis miedo.
Las fuerzas del infierno no prevalecerán sobre nuestra comunidad. El
Espíritu Santo, os lo repito, no cesará de proteger a los que estén al frente de
la misma, como no cesará de dirigir al conjunto del pueblo por el camino
justo.
181
la cocina. Jesús, por el contrario, cuando la ve subir las escaleras junto a los demás, se
dirige a ella:
- Raquel, qué magnífica anfitriona eres. La cena ha estado buenísima. Pero
mucho más que la cena, te agradezco tu fe, tu fidelidad, tu corazón. Por eso
estoy contento de que puedas, por un rato, abandonar tus labores en la cocina
y te unas a nosotros. Aunque no permaneceremos mucho tiempo juntos, por
hoy, confío en que lo vayas a oír te resulte interesante.
- Maestro –responde ella, azorada, pues no es costumbre en las mujeres judías
mezclarse con los hombres-, es un honor para mí tenerte en mi casa y poder
servirte. Si, además, puedo oír de tus labios cualquier cosa que salga de ellos,
me parecerá estar ya en el cielo.
- No creas que el cielo –contesta Jesús, ya en el desván, aunque todavía de
pie- será muy diferente a esto. Allí estaréis, como aquí, continuamente en la
presencia de Dios. Y eso, para el que ama al Señor, es el mayor bien. Los
otros, los que aman las pasiones de la carne, los lujos, las comodidades, o los
que no tienen a Dios en el primer lugar de su vida, deberán aguardar a que su
corazón se purifique e incluso algunos, aquellos que no hayan muerto en la
gracia de Dios y en la comunión con él, tendrán que permanecer alejados de
Dios para siempre.
- ¿Serán muchos los que se condenen? –quiere saber Tomás.
- Serán muchos los que se salven –le responde Cristo-. En cuanto al número
de los condenados, no es la hora ni el momento de hablar de eso. Querido
Tomás, tu curiosidad tendrá que esperar hasta que estés delante de Dios y
puedas verlo todo con claridad y no como ahora, en que parece que un velo
nubla siempre nuestra visión de las cosas. Pero ahora, sentémonos como
antes –añade-. Hacedle un hueco a Raquel en el corro y empecemos.
Todos se sientan. Las tres mujeres se ponen juntas, como suelen hacer las judías
en las raras excepciones en que participan en algún acto junto a los hombres. No hay,
sin embargo, timidez en ellas. Están en familia. Están a gusto. Jesús no tarda en
empezar a hablar.
- Era otoño cuando emprendimos la subida a Jerusalén, ¿os acordáis? –
pregunta Jesús a sus discípulos-. El mes de Tisrí estaba siendo muy húmedo.
Las lluvias nos azotaban con frecuencia y el lago de Genesaret estaba muy
alto, por lo que el Jordán bajaba muy crecido. Desde Cafarnaum fuimos en
186
que aquella era la última vez que, como hombre vivo, veía las colinas de mi
infancia, el lago, los verdes campos, los frondosos árboles que crecían a las
orillas del río. Pero, además, al salir de Tiberíades, mi Padre me tenía
preparada una sorpresa.
- ¿Cuál? –quiere saber Tomás.
- La de revelarme el tipo de muerte con que había de morir –dice Jesús, sin
poder evitar que, pese al tiempo transcurrido, una nota de angustia empape
su voz.
El silencio se hace, en ese momento, más intenso si cabe. Todos se quedan
rígidos en su sitio. No sólo no hablan, sino que ni se atreven a moverse. Comprenden
que Jesús, al evocar lo ocurrido, está, de alguna manera, sufriendo. Y comprenden,
quizá por primera vez, lo profundo de su sufrimiento. Entonces, cuando caminaban a su
lado bordeando el lago, ellos no sabían lo que iba a suceder. Por más que tuvieran malos
presentimientos, ni creían que la muerte sería el final del camino del Mesías ni
sospechaban que ésta fuera a venir tan pronto y de forma tan cruel. Ahora, de repente,
comprenden hasta qué punto ha tenido que sufrir Cristo. Él mismo lo ha dicho: como un
condenado a muerte al que le han puesto fecha y hora para que se ejecute la sentencia.
Terrible angustia. Más dura aún porque no podía desahogarse con nadie, salvo con su
Padre y el Espíritu. Pero ese dolor, por lo que acababa de decir el Maestro, podía ser aún
peor. En la mente de todos apareció lo que terminaban de comentar: el crucificado
comido por los cuervos a la salida de Tiberiades. Esa fue la revelación que el Padre le
hizo a su Hijo, con el fin de irle anunciando lo que le esperaba.
- ¿De forma –pregunta Pedro, después de unos minutos de silencio en los que
Jesús ha permanecido con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo- que
hasta entonces no sabías que habías de morir crucificado?
- Mi Padre –le contesta Jesús-, desde el principio de todo, desde mi
nacimiento en Belén, me había ido revelando poco a poco todo. Se trataba de
respetar mi humanidad y, por lo tanto, mi capacidad de comprender las
cosas. Pero también se trataba de no hacerme sufrir innecesariamente. A
cada día le basta su afán, como os enseñé en cierta ocasión. Yo ya sabía,
como os he dicho, que había de morir en Jerusalén y que había de hacerlo
coincidiendo con la Pascua. Juan el Bautista, profetizando, había dicho de mí
que era el cordero inocente llevado al matadero. Y los corderos son
sacrificados en el Templo precisamente por Pascua. Pero no sabía cómo iba a
188
ser esa muerte. Cuando vi a aquel pobre hombre, colgado como un guiñapo
de la cruz, con aquellos pajarracos picoteándole, supe que también era la
cruz mi final. La cruz, ahí estaba el secreto de todo. Por eso, cuando niño,
hacía la señal de la cruz en la cabeza de mis mayores cuando morían. Yo no
sabía por qué necesitaba hacer ese gesto. Afortunadamente, mi Padre me lo
tenía velado, como os digo, para que no sufriera más de la cuenta. Pero, ya
entonces, la sabiduría de Dios me instaba a hacer ese gesto de salvación. La
cruz había de ser, pues, no sólo mi patíbulo, sino, sobre todo, mi trono. Allí,
en aquel escenario, se iba a librar la batalla definitiva entre el bien y el mal,
entre la muerte y la vida. Me hubiera dado igual cualquier otro tipo de
muerte. Pero, al conocerlo, no pude evitar un estremecimiento. No olvidéis
que tenía treinta y tres años, unas ganas enormes de vivir y un instintivo y
humano rechazo del dolor y de la muerte. No, yo no amaba el sufrimiento
por el sufrimiento. No iba a morir porque Dios quisiera saciar su sed de
venganza y ofreciera a su Hijo en sacrificio cruento para ello. Iba a morir por
amor, porque sólo el amor podía vencer al pecado. Iba a morir por amor y
estaba decidido a ello. Para eso había venido y, en cierta forma, estaba
deseando que ocurriera ya lo que había de ocurrir. Sin embargo, no podía
evitar que el instinto humano se revelara. No pude evitar que un escalofrío
de miedo, de terror, me recorriera el cuerpo. Ni que un sudor, más frío que el
de la temperatura que nos envolvía, cayera de mis sienes. Sufría y amaba.
Sufría porque amaba y, porque amaba, estaba dispuesto a aceptar el
sufrimiento. Pero no quiero que penséis, y eso es quizá lo que más me
importa en ese momento que tengáis claro, que aquello para mí fue fácil. Yo
era y sigo siendo un hombre. Lo mismo que soy Dios. Y como hombre, mi
decisión fue difícil, angustiosa, terrible. Sólo comprendiendo esto podréis
entender hasta qué punto era grande mi amor.
- Maestro –dice Pedro-, ¿por qué no nos lo dijiste? ¿por qué sufriste tú solo
toda esa angustia?
- Querido Pedro –le contesta-, hay momentos en que todos necesitamos la
soledad. En mi caso, la soledad no existe en un sentido absoluto. Es decir,
incluso cuando estoy a solas, estoy acompañado, porque estoy con mi Padre
y con el Espíritu. En aquellas horas en que, como algunos notasteis, estaba
taciturno, en realidad estaba rezando. Mi Padre y el Espíritu acudieron
189
Dios a permitir que un justo sufra? Si así lo hiciera, él no sería justo, con lo
cual tendríamos que concluir que o bien Dios no existe o bien Dios no es
bueno. Si Dios es bueno, los justos tienen que recibir bienes en la tierra y
triunfar siempre, mientras que los malos tienen que recibir males y sufrir
fracasos. Lo que sucede es que algunos, los que creemos en la vida después
de la muerte, pensamos que eso no es siempre tan claro y que, quizá, Dios
permita el sufrimiento del hombre justo y el triunfo del malvado aquí en la
tierra, aunque luego ajuste cuentas con ellos en el cielo. Pero, en todo caso,
tiene razón Santiago, para nosotros, los conocedores de la ley, el verdadero
problema no fue sólo que tú, Rabí, murieras a manos de tus enemigos, pues
también hubo profetas que conocieron ese mismo final. El verdadero
problema estaba en que la cruz había sido designada en nuestras Escrituras
como símbolo de maldición. No de maldición humana, sino divina. Por eso
quisieron que murieras así. Por eso el Sanedrín, a pesar de mis intentos, te
juzgó y te condenó por blasfemia. Era importante para ellos que quedara
claro a los ojos del pueblo que eras un impostor religioso, alguien al cual
Yahvé no apoyaba.
- Todo eso lo sabía yo –dice Jesús- antes que vosotros. Por eso tuve que
empezar a prepararos para lo que iba a suceder. ¿Os acordáis de que,
subiendo a Jerusalén desde Jericó, poco antes ya de llegar a la ciudad, os
hablé de mi muerte? ¿Recordáis qué os dije?.
- Yo sí me acuerdo, y creo que lo anoté esa misma noche en uno de mis
papiros –dice Juan-, pero entonces no lo entendí. Hablaste aludiendo a lo que
había ocurrido cuando el pueblo peregrinaba por el desierto, al ataque de las
serpientes. En aquella ocasión, Moisés recibió de Yahvé el encargo de hacer
una serpiente de bronce y ponerla en una vara alta, de forma que todo aquel
que hubiera sido picado por uno de esos animales, sólo con ver la serpiente
de bronce quedaba curado. Tú dijiste algo así, después de citar lo ocurrido en
el desierto: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos a mí”.
- Sí, eso fue lo que dije –confirma Jesús-. Y eso fue lo que ocurrió y lo que
ocurrirá. ¿Cuál fue la primera intervención del Maligno en la historia del
hombre? –pregunta.
- La tentación a Eva y a Adán en el paraíso –contesta Nicodemo-. Y lo hizo
tomando, precisamente, forma de serpiente.
193
- Ese fue, pues, el primer pecado, el principio de todo. De ese pecado original
todos, menos mi madre y yo, lleváis la huella tan sólo con nacer.
- ¿Por qué tu madre no la lleva? –pregunta Tomás.
- Porque hay dos formas de curar a las personas, una después de contraída la
enfermedad y otra evitando que la contraiga. Mi madre, en previsión de que
de su carne debía nacer yo, fue curada antes de que pudiera enfermar y por
eso es, como le dijo el ángel, llena de gracia, inmaculada, concebida sin
pecado original. Pero dejemos eso y sigamos con lo que estábamos hablando.
Todos, os decía, nacéis con la marca del pecado. Por si fuera poco, todos
añadís pecados personales a ese pecado original. Son nuevo y reiterados
triunfos del maligno, ofensas hechas a mi Padre y daño que vosotros os
infligís a vosotros mismos. Aquella mordedura de las serpientes en el
desierto eran un símbolo de la mordedura del pecado en el alma de los
hombres. Si Moisés recibió la orden de hacer la serpiente de bronce y
elevarla para que, los que la vieran, se curaran, fue como previsión a mi
propia elevación, también en un madero, en este caso en una cruz. Lo mismo
que entonces con la serpiente de bronce, desde mi muerte, todos los que me
miren crucificado se salvarán.
- ¿Sólo con mirarte se salvarán? –pregunta, sorprendido, Pedro.
- Los que, mirándome crucificado –le responde Jesús-, sientan compasión de
mí, sientan amor por mí, sientan agradecimiento hacia mí, esos se salvarán.
Porque esos, los que me amen, serán ya, al menos en su corazón, discípulos
míos y podrán recibir los efectos redentores de mi muerte en la cruz. Como
ha recordado muy bien Juan, yo no sólo hablé de que se iban a salvar los que
me miraran con amor mientras yo padecía en la cruz, sino que afirmé que,
cuando eso sucediera, “atraería a todos a mí”.
- Tienes razón, Señor –vuelve a decir Pedro-. Pero si atraes a todos hacia ti es
ahora, cuando te vemos resucitado. Si no hubieras resucitado, por más que,
al verte crucificado, hubiéramos sentido una profunda pena, no habríamos
tenido fuerza para estar a tu lado. De hecho, te vimos así y, a pesar del
profundo dolor que sentíamos, nos alejamos corriendo, llenos de miedo.
- Así es –confirma Cristo lo que ha dicho el primero de los discípulos-, pero
en el futuro, cuando los que se identifiquen conmigo y con mi mensaje
mediten estas cosas, ellos conocerán desde el principio la historia completa;
194
- ¿Por qué este trato, José?. Nos conocemos desde hace tiempo y siempre he
tenido contigo una gran confianza, pero nunca te habías puesto de rodillas
ante mí. Me siento un poco nerviosa cuando te veo así.
- Tu Hijo –dice mientras se levanta-, cuando se me apareció para avisarme de
que vendríais hoy a mi casa, me anunció también tu presencia. ¿Sabes cómo
te llamó?.
- No –contesta María.
- La “llena de gracia” –responde el anfitrión-. Y como yo le preguntara que a
quien se refería, él me dijo: “José, recuerda que ese fue el título con que el
ángel Gabriel saludó a mi madre cuando mi concepción. Claro que también
puedes llamarla ‘Madre de Dios’, pues eso es lo que ella es”.
- Algo parecido me dijo a mí, cuando se me apareció, resucitado, para decirme
que ibais a venir a mi casa –interviene ahora Nicodemo-. No me caí al suelo
del susto por poco. ¡Es tan difícil para nosotros aceptar que Dios pueda
hacerse hombre!.
- ¿Y que una mujer pueda ser ‘Madre de Dios? –añade José-. Es como si todos
nuestros planteamientos, nuestras certezas, acerca de la divinidad, se
hubieran resquebrajado. Si no fuera por la resurrección de Cristo, como buen
judío, no tendría más remedio que proclamar que todo esto no son más que
terribles blasfemias. Pero la resurrección lo cambia todo. Si Cristo ha
resucitado es que Dios está con él, respaldando su mensaje. Partiendo de ahí,
todo encaja, todo tiene sentido, hasta que yo, un venerable y rico anciano
judío, maestro de la ley y poderoso, me ponga de rodillas ante una mujer
galilea que no sabe leer. Vivimos en un mundo nuevo, Nicodemo –dice,
dirigiéndose a su colega.
- Un mundo –dice Juan- en el que se cumple que lo esencial está oculto a los
ojos porque sólo se ve con el corazón. Un mundo como el que anunció Jesús,
cuando dio gracias a su Padre por haber ocultado la sabiduría de Dios a los
que se las dan de sabios y entendidos, mientras que se la había revelado a la
gente sencilla.
El grupo no puede seguir hablando. Un golpe tras otro, seguidos siempre de la
contraseña, de “el amor vive”, suena en la puerta y el criado de José hace pasar, poco
después, de dos en dos o de tres en tres, al resto de los apóstoles. Por expreso deseo de
Jesús, el grupo es conducido hacia la espaciosa sala en la que Cristo, la noche en que iba
199
a ser entregado, compartió su última cena con sus discípulos. Apenas ha entrado el
último de los apóstoles, José despide a su criado y le ordena que, junto al viejo sirviente
que ha quedado en la casa, monten guardia, cada uno en un lado del edificio, para
prevenir cualquier contratiempo. No se ha disipado aún el ruido de la puerta al cerrarse,
cuando el Señor se hace presente en medio de sus discípulos. Como ninguno se había
sentado, con rapidez se acercan al Maestro, expresándole su alegría por aquel nuevo
encuentro.
- No temas, José –empieza diciendo Jesús-. Te aseguro que hoy no vendrá
nadie a molestarnos. Vuestra hora no ha llegado. Antes tenéis que dar
testimonio de mí y de mi mensaje en los confines del mundo. Veo –añade,
sonriendo-, que casi todos tenéis ojeras. Se ve que el sueño no ha sido
vuestro aliado esta noche. Confío en que no os durmáis ahora, mientras os
hablo.
- Gracias, Señor –dice José de Arimatea, el primero en hablar-, por bendecir
de nuevo mi casa con tu presencia. Está todo preparado, como me pediste,
para que podamos pasar aquí la jornada. No tengo criados que nos sirvan,
pues los dos que he retenido junto a mí tienen órdenes de no despegarse de
las ventanas, así que yo mismo os iré sirviendo a todos cuando necesitéis
agua fresca o cuando llegue la hora de la comida. Las sillas están dispuestas
ahí, junto a la pared. Podemos sentarnos cómodamente y empezar a
escucharte cuando quieras.
Dicho y hecho. Los apóstoles forman un corro con las cómodas butacas de estilo
romano que José había hecho subir al comedor de su casa, del cual había despejado la
mesa que había servido para la última cena de Jesús, aunque ésta se encontraba en un
rincón de la gran sala, de forma que en el centro quedaba un gran espacio libre que
permitía que todos tuvieran acomodo en torno al Maestro. Éste, una vez terminada la
colocación de sus discípulos, no tarda en empezar a hablar.
- Llegamos a Jerusalén en el mes de Tisrí. Habíamos tenido un viaje
incómodo, de agua y frío. La fiesta del Sukkot estaba a punto de comenzar
en la ciudad. A pesar del mal tiempo, la ciudad estaba alegre y confiada. La
cosecha de uva había sido muy buena, lo mismo que la de trigo. Muchos
hacían ya los preparativos para celebrar, al final de la fiesta del Sukkot, el
día del Seminí Aséret. Ese día era muy desagradable para mí. Las veces en
que había coincidido en Jerusalén con esa celebración, me había ausentado
200
por prestarse a hacer favores a muchas nobles damas, para que cortejara a la
infeliz. Ella había cedido con facilidad. Le había bastado un día para
conseguirla. Si no hubiera sido porque todo estaba dispuesto para ello, la
aventura le habría durado sólo otro día y al tercero ya la habría olvidado,
sustituyéndola por otra nueva víctima de sus encantos o por alguna mujer
mayor dispuesta a pagar por ellos. La joven esposa creyó que él estaba
enamorado de ella y le abrió la puerta de su casa y de su alcoba. Él, en
connivencia con los sacerdotes y los fariseos, lo dispuso todo para que tus
enemigos, Maestro, los pillaran en flagrante adulterio. A la pobre tonta la
arrastraron casi desnuda hasta la calle. A él, como estaba previsto, no le
hicieron nada. Al contrario, le dieron una bolsa con dinero y le dejaron
marchar. Cuando pasábamos, como digo, camino del Templo, aparecieron
ellos. Todo estaba bien calculado. La arrojaron a tus pies, mientras una
multitud bien aleccionada sostenía una nube de piedras sobre la cabeza de la
aturdida mujer. Entonces fue cuando te preguntaron qué había que hacer con
ella. Si tú, llevado de tu natural compasión, como ellos preveían, decías que
había que perdonarla, te acusarían de ser alguien de moral relajada, incitador
al adulterio. Si, por el contrario, accedías a que se cumpliera lo previsto por
la ley, te presentarían ante el pueblo como un hombre sin entrañas, pues
contarían a todos que, en el fondo, la muchacha había sido engañada por un
sinvergüenza y que, en aquel caso, el castigo había resultado excesivo. Era
un dilema. Uno más de tantos como tus enemigos te habían planteado. Lo
que ellos no esperaban es que lo resolvieras tal y como lo hiciste.
- ¿Tú sabías todo eso? –pregunta Magdalena.
- Sí –responde Jesús-, pero aunque aquella mujer no hubiera sido engañada
con el fin de tenderme a mí una trampa, hubiera reaccionado igual. Estoy
totalmente en contra de la ley que permite apedrear hasta la muerte a las
mujeres sorprendidas en adulterio. En realidad, estoy en contra del uso de la
muerte como castigo. No sirve como escarmiento, si es que es eso lo que se
pretende, a la vez que impide la rehabilitación del criminal y se corre el
riesgo de ajusticiar a inocentes.
- Lo que hiciste aquella mañana nos sorprendió a todos, Señor –dice Judas
Tadeo-. No nos esperábamos tu silencio.
202
- Ni que empezaras a escribir –añade Juan-, en la arena del suelo, los pecados
ocultos de aquellos que habían tendido la trampa a la mujer. Por eso se
pusieron tan nerviosos. Cuando llevabas ya un rato escribiendo y ellos sabían
bien lo que allí contabas, te levantaste y dijiste: “El que esté limpio de culpa
que tire la primera piedra”. Luego seguiste escribiendo en el suelo. No
tardaron en desaparecer. Uno tras otro, dejaron caer las piedras que llevaban
en las manos y se marcharon. La mujer quedó allí, en el suelo, todavía
aturdida, con heridas en las rodillas, en los brazos y en las manos. Los
cabellos caían sobre su cara y le daban un aspecto de fiereza. La pobre, sin
embargo, lo que estaba era asustada. Como podía, intentaba taparse su
cuerpo con los jirones que le habían quedado de la poca ropa que llevaba
cuando fue echada a golpes de su casa. Tú te acercaste a ella y le dijiste:
“Mujer, ninguno te ha condenado. Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no
peques más”.
- Estoy de acuerdo con lo que hiciste, Maestro –interviene ahora Santiago el
de Alfeo -. Estoy en contra, como todos nosotros, de la ley que permite matar
a las adúlteras y que, en cambio, no castiga a los hombres que cometen el
mismo pecado. Pero, ¿no crees que la indulgencia es peligrosa? ¿no puede
llegar a convertirse en una incitación al pecado? ¿Si las conductas malas no
son castigadas, no se sentirán tentados los buenos a dejar de serlo y a
comportarse como los malos?.
- Pobre es la motivación –le responde Jesús- que tiene como principal
alimento el miedo. El hombre que sólo deja de hacer el mal pensando en el
castigo, no parará de dar vueltas hasta que crea haber encontrado la fórmula
de eludir la vigilancia de la ley para hacer aquello que le place. Es verdad
que se dice que “el miedo guarda la viña”, pero también es cierto que, a
pesar de todas las amenazas de castigos, no deja de haber ladrones y
criminales. Además, lo que yo hice con aquella mujer no fue una aceptación,
ni siquiera tácita, de su comportamiento. Tenéis que aprender a distinguir
entre la condena del pecado y la condena al pecador. Lo primero tiene que
quedar siempre bien claro. Lo segundo, no os toca a vosotros llevarlo a cabo.
Sólo Dios puede juzgar al hombre, pues sólo Dios conoce todas las
circunstancias que intervienen y condicionan el comportamiento del hombre.
Dejadle a Dios que ejerza de Dios. Es decir, dejad al Señor que haga de juez.
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debéis hacer vosotros y hay cosas que debía hacer yo. Mi tiempo era
limitado, apenas tres años ha durado mi vida pública. En ese corto espacio de
tiempo, he tenido que concentrarme en lo esencial. Lo demás, os toca a
vosotros procurarlo, y a los que os sucedan. Pero también debe quedaros
claro que el Reino de Dios en su plenitud nunca se producirá en la tierra, por
más que eso no tiene que desanimaros en el intento de que se parezca lo más
posible a lo que se disfrutará en el cielo. Por lo tanto, no os dejéis de
preocupar por los asuntos de la tierra, especialmente por la resolución de
aquellos que hacen sufrir a los hombres. Pero no pongáis en la solución de
esos problemas vuestras esperanzas de felicidad. Resuelto un problema,
aparecerá otro. La felicidad sólo se obtendrá, de forma plena, en el cielo.
Aquí, en la tierra, tendréis tanta más felicidad no cuantos menos problemas
tengáis sino cuanto más cerca de Dios estéis. Por otro lado, se cumple
también lo contrario: cuanto más cerca de Dios está una persona, menos
puede aceptar, sin hacer nada, que en el mundo existan injusticias, odios,
guerras, hambres o calamidades. Un creyente sincero, al menos un creyente
en mí, no puede permanecer impasible ante el dolor del prójimo. ¿O no es
eso lo que yo os he enseñado?.
- Sí, Maestro, tienes razón –responde Simón, que, por fin, parece haberse
quedado completamente convencido-. Además –añade-, ya nos has dicho que
los fines, por buenos que sean, no justifican los medios, por lo cual no nos
cabe, a tus discípulos, hacer uso de la violencia. Pero, personalmente, opino
que no hay que pagar el tributo al César.
- Yo, por el contrario –dice Pedro-, creo que sí hay que hacerlo. Me gustaría
que nuestro pueblo fuera libre y que fuera grande, como lo fue en tiempos de
David y de Salomón. Pero, sinceramente Simón, eso cada vez me preocupa
menos. Lo que de verdad me importa es llevar el mensaje de Jesús a todos.
Si luchar por la independencia de nuestro pueblo me distrae de la
predicación de ese mensaje, prefiero que Israel siga siendo colonia romana.
Además, bajo los romanos resulta que tenemos menos guerras y menos
injusticias que bajo nuestros propios reyes, que se han comportado casi
siempre como unos tiranos. Quizá otros, seguidores de Jesús incluso, deban
dedicarse a procurar la liberación de Israel, por medios pacíficos. Pero
nosotros, sus apóstoles, no tenemos tiempo que perder. Lo nuestro es
208
transmitir la buena noticia de que Dios existe, que es amor y que ha mandado
a su único Hijo para redimirnos de nuestros pecados. Esa buena noticia hará
feliz al que la oiga y crea en ella, aunque esté encadenado en una cárcel
injusta. En cambio, si dedico todo mi tiempo a romper sus cadenas, quizá no
pueda anunciarle a él o a otros que hay otras cadenas, las del alma, que Dios
ha roto. Que unos, los que no son apóstoles, se dediquen a las cosas de este
mundo, me parece bien. Nosotros, en cambio, los que hemos sido testigos de
la muerte y la resurrección del Señor, nos debemos dedicar a llevar a todos la
mejor de las noticias, la mejor de las esperanzas.
- Tienes razón –vuelve a reconocer Simón, esta vez dirigiéndose a Pedro-. Por
mi parte, elijo dedicar mi vida a romper las cadenas del pecado. Pero confío
en que algunos de los que crean en Jesús por mi testimonio se dediquen
también a romper las cadenas de la esclavitud y la injusticia.
- No te quepa duda –interviene Jesús- de que eso sucederá. Y mucho más de lo
que imaginas. Pero, queridos amigos, debéis darle tiempo al tiempo. No todo
se puede hacer a la vez. Haced siempre lo que es prioritario, lo
imprescindible. Dejad que sea Dios el que haga de Dios. Vosotros, no lo
olvidéis, sois solamente hombres y, como tales, estáis sujetos a los límites
del tiempo y del espacio. No podéis estar en dos sitios a la vez, ni podéis
hacer que el día dure el doble. Haced, pues, lo imprescindible, aquello que, si
vosotros no lo hacéis, nadie hará. Y recordad que yo, como hombre, aprendí
a respetar el ritmo de Dios, el ritmo del misterio, el ritmo de la lentitud.
Pensad en los treinta años de Nazaret y luego sacad las consecuencias para
vuestra propia conducta.
- Has recordado, Maestro –dice Mateo-, que fue en Tebet cuando sucedió lo
del tributo al César. Pero, si no recuerdo mal, fue poco después cuando
debimos salir huyendo de Jerusalén porque te querían apedrear.
- Tienes razón –le contesta Jesús-. Fue en el mes de Sebat y tuvimos que irnos
al otro lado del Jordán. Intentaron apedrearme porque me había hecho igual a
Dios. Según pasaba el tiempo, las posturas se iban clarificando. Ni ellos se
andaban con tapujos ni yo tampoco. Pero, como todavía no había llegado mi
hora, pude escapar sin problemas.
- Todo empezó por lo de la curación de aquel ciego de nacimiento. Si no lo
hubieras hecho –dice Tomás-, quizá no habría ocurrido nada.
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- ¡Qué tontería! –exclama Simón-. De sobra sabes, Tomás, que iban a por él.
Si no hubiera curado a aquel ciego, habrían encontrado otro motivo para
intentar apedrearle. Les había fallado lo de la adúltera. Les había fallado lo
del tributo al César. Encontraron lo del ciego de nacimiento, pero, de no
haber hallado eso, habrían echado mano de otra cosa.
- ¿Qué fue lo que pasó con ese ciego? –quiere saber María-. Yo estaba en
Caná y, aunque llegué a Betania poco después, nadie me ha contado ese
milagro.
- Tu hijo –le responde Juan-, se encontró una mañana con un ciego que le
pidió que le devolviera la vista. No hacía mucho que habíamos celebrado la
fiesta de Hanukká, que como sabes, dura desde el 25 de Kislew hasta el
segundo día de Tebet. En esos días, los sacerdotes habían estado tranquilos y
no se habían metido con nosotros. No querían que, en plenas celebraciones
conmemorativas de la dedicación del Templo, hubiera tumultos. Pero cuando
la Hanukká acabó y todos los peregrinos hubieron regresado a sus casas,
reanudaron sus intentos de acabar con Jesús. A principios de Sebat, antes de
que empezaran los preparativos para celebrar la fiesta del Tu-bi-sebat y se
comenzaran a engalanar con luces las ventanas y las sinagogas, sucedió lo
del encuentro con el ciego. Lo era de nacimiento y se trataba de un mendigo
muy conocido en Jerusalén. Nadie podía dudar, por lo tanto, de la veracidad
de su ceguera, así que, como había sucedido en otras ocasiones, su curación
no podía achacarse a nada más que a un milagro. El Señor no lo dudó ni un
instante. La curación fue instantánea, como fue instantáneo el
agradecimiento de aquel hombre y el júbilo con que empezó a proclamar por
toda la ciudad el milagro. Aquello no podía resultar más fastidioso para los
sacerdotes y para los fariseos. En plena campaña para desprestigiar a Jesús y
acabar con él, aquel milagro daba nueva fama al Maestro y les ponía más
difíciles las cosas. Por eso llamaron a aquel hombre a un juicio y le
intentaron convencer de que cambiara su testimonio. Llamaron incluso a sus
padres, que aún vivían, para que negasen que su hijo era ciego de
nacimiento. Ellos lograron escabullirse de las tretas de los sacerdotes, lo
mismo que hizo su hijo. A pesar de las amenazas, no cambiaron su
testimonio, aunque los padres dejaron que fuera el hijo el que resolviera sus
propios asuntos. Fue éste, por lo tanto, el que no se arredró y el que,
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el riesgo que Jesús corría si se acercaba a Jerusalén. Fue un poco egoísta por
su parte poner al Señor en esa peligrosa situación. Y fue más egoísta todavía
reprocharle que no hubiera acudido antes. A mí, por lo menos, me dio la
impresión, cuando la oí quejarse, de que se comportaba como si fuera la
dueña de la casa regañando a un criado que no ha sido todo lo diligente que
se esperaba de él.
- Marta estaba muy nerviosa, efectivamente –vuelve a hablar Jesús-. Y por eso
yo no le tuve en cuenta sus palabras. Cuando la gente sufre mucho, cuando
han perdido a un ser querido o cuando están atravesando una larga
temporada dura, suelen perder el control de las palabras y aún de las
acciones. Hay que ser muy comprensivo en esos casos. Como digo, no le
tuve en cuenta a Marta su enfado conmigo. Aproveché sus quejas para
suscitar, en ella, una confesión de fe. ¿Alguno recuerda lo que le contesté
cuando me vino a decir que su hermano había muerto por mi culpa, pues si
yo hubiera acudido antes no le habría pasado nada?.
- Le invitaste a que tuviera fe en ti –responde Juan-. Le dijiste que su hermano
no estaba muerto, sino vivo. Ella te contestó que ya sabía que su hermano
vivía, pero en el cielo. Entonces tú le volviste a preguntar si tenía fe en ti, en
tu capacidad para resucitar a un muerto, pues tú eras, según dijiste, “la
resurrección y la vida”. Ella contestó:: “Creo, Señor”. Y entonces tú, en
contra de sus consejos, pues te decía que el muerto ya olía por los días que
llevaba enterrado, fuiste hasta la boca de la tumba. Después de ordenar que
quitaran la losa, gritaste: “Lázaro, sal fuera”. Y el muerto, después de unos
momentos de confusión y espera, apareció, envuelto en los mismos sudarios
con que le habían enterrado. Creo que jamás, ninguno de los que
presenciamos aquel milagro, podremos olvidarlo. A todos se nos pusieron
los pelos de punta, tanto por ver a un muerto resucitado salir de su tumba
como porque comprendíamos que era un milagro impresionante el que
acababas de realizar. De hecho, muchos de los amigos de Lázaro, creyeron
en ti aquel día.
- Poco les duró la fe –dice Pedro-, lo mismo que a nosotros. A las pocas
semanas ya se nos había olvidado todo y, en lugar de creer en esa misma
capacidad de Jesús para vencer a la muerte, corríamos asustados como
conejos cuando vimos que era apresado y conducido al suplicio.
213
- Pero es que era muy diferente –objeta Andrés- ver a alguien vencer la muerte
de otro que pensar que él mismo, una vez muerto, podía vencer a su propia
muerte.
- No era tan diferente, hermano –responde Pedro-. En el fondo, se trataba de
creer en que Jesús era Dios y que, como Dios, no podía morir. Esa fe fue,
justamente, la que nos faltó. Y eso que Jesús nos había advertido de lo que
iba a suceder y nos había mostrado, con ese milagro, por ejemplo, de la
grandeza de su poder y de la unidad que mantenía con Yahvé.
- A mí, más que todo eso –interviene Magdalena-, me impresionó verte llorar.
No sé si los apóstoles habían presenciado alguna vez ese espectáculo, pero
para mi fue la primera vez. Eso sí que no lo olvidaré nunca.
- De hecho –añade Juan-, muchos dijeron, al ver llorar a Jesús, “cuánto le
quería”.
- Sí –dice Pedro- y otros aprovecharon para darle la vuelta a sus lágrimas y
criticarle, añadiendo: “si tanto le quería, por qué no vino antes de que
muriera para curarle”.
- La gente siempre es así –vuelve a tomar la palabra Jesús-. Si haces algo, te
critican porque lo has hecho. Si no lo haces, te critican porque no lo has
hecho. En la vida no faltan nunca espectadores que jamás moverán un dedo
para solucionar ningún problema, pero que criticarán despiadadamente a los
demás, incluso si aciertan. Por eso no hay que darle mucho valor a las
opiniones de esos ociosos. La opinión que hay que tener en cuenta es la de
Dios, una opinión que, a poco que se sepa escuchar, resuena con fuerza en la
propia conciencia. Por lo demás, así como mi retraso había sido calculado,
mis lágrimas no lo fueron. Eran, incluso, mayores, porque era consciente de
que, efectivamente, yo podía haberle ahorrado el mal trago de la muerte.
Aunque no tenía ninguna obligación de curarle y tenía muchos motivos para
resucitarle, sentí dolor por haberle tenido que pedir ese favor a mi amigo, y
también a sus hermanas. Fue, por lo tanto, como un anticipo, un anuncio, de
mi propia muerte. Lo mismo que yo debía morir, aun sabiendo que tres días
después iba a resucitar, él, Lázaro, también debía pasar por ese trance a fin
de colaborar conmigo en la obra de la redención.
- Tus lágrimas, Maestro –vuelve a intervenir Magdalena-, eran, en ese caso,
distintas a las nuestras cuando perdemos a un ser querido.
214
- Cuando alguien muere –contesta Cristo-, hay siempre dos partes implicadas.
Una es el difunto, otra es la familia o los amigos. El primero parte, los otros
se quedan. Es a éstos, naturalmente, a los que vemos llorar. Al difunto le
vemos poseído de ese rigor que da la muerte y que a veces deja en el rostro
una profunda huella de paz, mientras que en otras ocasiones desfigura
completamente la cara del ser amado. Pero en ningún caso podemos saber
nada de cómo está él. Si hubiera la forma de conseguirlo, nos
sorprenderíamos, porque no se trata, salvo en caso de condenación ante el
tribunal de Dios, de un paso a una vida de dolor, sino del encuentro con el
sumo bien, la suma belleza, la eterna sabiduría. Esa contemplación del rostro
de Dios, a la que tienen acceso los justos, los que han amado, es la auténtica
y plena felicidad. En cambio, lo que nosotros vemos cuando muere alguien,
es el llanto y el dolor de los que quedan. Es, por un lado, comprensible y, por
otro, una muestra de falta de fe. Es comprensible, porque hay una
separación; por mucha fe que se tenga, se sufre al saber que, al menos
durante una temporada, ya no se va a estar con el ser querido; esa separación
es un desgarro tan fuerte que la fe puede mitigar, pero no hacer que
desaparezca plenamente. Lo que sucede es que, aquellos que no tienen fe, o
que tienen una fe en la existencia de la otra vida muy débil, creen que la
separación es para siempre. Es terrible afrontar la muerte, la propia o la de
los seres más queridos, desde la sensación de que somos como animales, que
morimos y desaparecemos, nos convertimos en estiércol que da nuevo
alimento a las plantas. Ante la muerte, lo mismo que ante las dificultades de
la vida, es cuando se comprende la suerte enorme que significa tener fe. Ya
os hablé, al principio de estas confesiones mías, cuando estábamos en el
Tabor, de lo que significó para mí descubrir la virtud de la esperanza. Pues
bien, ese es un gran tesoro que está disponible para todos, pero que sólo
algunos hombres quieren poseer. Otros, quizá porque necesitan o creen
necesitar que todo esté claro y explicado, se cierran a la fe y, con ello, se
privan de la esperanza. Ante la muerte y ante la vida están solos. Están solos,
sin nadie que les ayude en sus peores momentos. Están solos, y eso es aún
peor, sin nadie a quien poder dar las gracias cuando las cosas les están yendo
bien. En realidad no son, como dicen los griegos, ateos. Los ateos no existen.
Son creyentes, pero creen en otra cosa distinta a la que creen los que tienen
215
sus hijos, para aquellos que tienen fe en él y para aquellos que quieren amar
como él ama. Tened fe, tened amor y Dios os regalará la esperanza. Cuando
ella os posea, cuando ella os llene por completo, experimentaréis una gran
paz, sean cuales sean las circunstancias de vuestra vida; una paz que hará
que nada os turbe u os espante, porque sabréis que todo se pasa, todo menos
aquello que es el cimiento del edificio de vuestra vida: el amor de Dios. Ese
amor de Dios es el único que no se muda, que no cambia como cambian
caprichosamente los amores de los hombres. Ese amor de Dios, esa infinita
esperanza, será la que, incluso aquí en esta vida, os haga sentir que sólo Dios
basta.
- Maestro –vuelve a hablar José de Arimatea-, se acerca la hora de la comida.
¿Quieres decirnos algo más, o me voy en busca de mis criados para que me
ayuden a servir, aquí mismo, la mesa?.
- Estamos terminando, querido José –le contesta Jesús-. Aguarda un poco y,
enseguida, podrás servirnos la comida. He hablado de la resurrección de
Lázaro, y de lo que significó para mí. Pero he omitido algo que sucedió en el
camino, cuando subíamos a Jerusalén. Vosotros, recordadlo, no queríais que
yo fuera a Betania, por el riesgo a que allí nos apresaran y condujeran a la
cárcel. Yo aproveché la ocasión para deciros que, efectivamente, mis
enemigos iban a caer sobre mí, aunque no en esos días precisamente.
Entonces fue cuando, por primera vez, no sólo os hablé de mi muerte sino de
que ésta iba a ser en una cruz. Aunque, añadí, al tercer día voy a resucitar.
¿Te acuerdas, Pedro, de lo que me dijiste y de lo que te contesté?
- ¿Cómo olvidarlo? –responde éste, avergonzado-. Yo te dije que eso no podía
ser de ningún modo, que debías quitarte esas malas ideas de la cabeza. Tú
me contestaste, de viva voz, para que todos lo oyeran: “!Apártate de mí,
Satanás, que me haces tropezar!”. Me dio muchísima vergüenza, sobre todo
porque no mucho antes me habías instituido, también ante todos, como el
primero de tus apóstoles, aquel al que los demás debían obediencia en tu
ausencia.
- Nunca te pedí disculpas por haberte gritado –le dice Jesús, con ternura-. Si lo
hice no fue sólo para que tú supieras que tus insinuaciones me estaban
haciendo daño. Sin quererlo tú, te estabas convirtiendo en un aliado de
Satanás, en alguien que me animaba a que no cumpliera lo que Dios quería
218
de mí. Todo eso te lo podía haber dicho en voz baja, al oído. Si te grité fue
porque era preciso que todos se enteraran de que, llegado el momento de la
verdad, había que saber cumplir con la voluntad de Dios. Ante las
persecuciones, ante las grandes dificultades de la vida, no son necesarios los
discursos floridos, sino valentía y presencia de ánimo. Cuando os encontréis
con alguien que duda en cumplir con su deber, no le invitéis a que retroceda,
a que huya, a que vuelva la espalda a sus obligaciones. Animadle a que sea
valiente y a que haga aquello que Dios espera de él. Naturalmente, se tratará
siempre de discernir cuál es la voluntad de Dios, pues a veces lo que Dios
quiere no es que suframos inútilmente. Pero si ha llegado la hora de la
prueba, la hora de la cruz, de lo que se trata es de ir hacia ella con la cabeza
alta. Hay que saber vivir con dignidad, con la dignidad de los hijos de Dios;
eso lleva consigo mantener esa dignidad ante los problemas, ante el
sufrimiento, ante la persecución y también ante la muerte.
- Después de esto, que yo también recuerdo muy bien –dice Juan-, subimos
hacia Jerusalén y llegamos a Betania. Lo que me sorprendió fue, sin
embargo, que casi inmediatamente después de resucitar a Lázaro, me
enviases a mí de regreso a Galilea, a Caná, para traer a tu madre.
- Yo sé por qué lo hizo –afirma María-. Él me necesitaba cerca y yo necesitaba
estar cerca de él. ¿No es verdad, hijo?.
- Así es, madre –contesta-. Ese regalo, el de tu compañía, me lo había
concedido el Padre. Además, hubiera sido una injusticia hacia ti no haberte
permitido estar a mi lado en la hora de mi muerte. Aunque tu ausencia al pie
de la cruz te habría quitado algún sufrimiento, mayor hubiera sido éste
cuando te hubieras enterado de que tu hijo había muerto solo, sin amigos, sin
el consuelo del cielo e, incluso, sin el consuelo de su madre. Por eso mandé a
Juan a buscarte. El final era ya inminente y yo necesitaba tu ayuda y tú
necesitabas ayudarme.
- Estuvisteis muy poco tiempo en Betania –dice Nicodemo-. Caifás, al saber lo
de la resurrección de Lázaro y la nueva popularidad que te rodeaba, estando
tan cerca ya las fiestas de Pascua, decidió acelerar la hora de tu muerte.
Afortunadamente, logré enterarme y te puse sobre aviso. Tú y los
muchachos, incluido Lázaro, pudisteis escapar por poco y os fuisteis a
Efraím.
219
- Nadie dudó, Maestro –añade Juan-. Nadie se echó atrás. Ni siquiera Judas
Iscariote, que estaba también allí. Todos teníamos mucho miedo, pero todos
estábamos decididos a dar la vida por ti y por tu causa.
- ¿Entonces –pregunta Magdalena-, por qué la traición, por que la huida?
- Porque –responde Pedro- no pensábamos que, en realidad, el desastre
pudiera ocurrir de verdad. Estábamos dispuestos a morir si hacía falta, como
lo habían hecho los buenos judíos de la época de los Macabeos al rechazar la
pretensión de los griegos de paganizar a nuestro pueblo. Estábamos
dispuestos a morir, pero no creíamos que aquello pudiera ocurrir de verdad.
- No lo entiendo –contesta Magdalena-. Estabais seguros de que era el final y,
sin embargo, no creíais que en realidad fuese a llegar el final. Y luego decís
que las mujeres somos complicadas. Los complicados sois vosotros, que no
hay quien os entienda.
- Mira, Magdalena –interviene ahora Santiago el de Alfeo-, lo que sucedió fue
que pensábamos que Jesús quería ponernos a prueba para ver hasta dónde
llegaba nuestra fidelidad. Él quería ver si estábamos dispuestos a dar la vida
por él, pero no pensábamos que, de verdad, ese momento fuese a llegar.
- ¿Pero, por qué? –vuelve a preguntar la antigua pecadora pública.
- No sólo por nosotros, sino por él mismo –contesta Felipe-. ¿Cómo iba Dios a
consentir que mataran a su Hijo? Era absurdo incluso planteárselo. Dios
podía llegar hasta el límite, casi hasta la muerte, pero estábamos convencidos
de que en el último instante aquello terminaría bien. Si hacía falta, una legión
de ángeles descendería del cielo para evitar la catástrofe. ¿No le habíamos
visto, pocos días antes, resucitar a un muerto que llevaba ya varios días
enterrado? ¿Es que no pareció que aquello no tenía solución?. Él y Dios
sabían cómo hacer las cosas. Nosotros pensamos en aquel momento que se
trataba de algo así, de una especie de prueba que Dios le ponía para ver hasta
dónde estaba dispuesto a llegar él en su obediencia al Padre y hasta dónde
estábamos dispuestos a llegar nosotros en nuestro amor por él. Pero nunca
pensamos que, de verdad, pudiera morir y menos en una cruz, en ese símbolo
infame de maldición divina.
- Entonces, cuando le apresaron, os disteis cuenta de que la cosa iba en serio y
por eso huisteis –concluye Magdalena.
223
La comida, como había anunciado José, es frugal y rápida. Los dos criados,
ayudados por el propio dueño de la casa y por Juan y Tomás, sirven a todos. Después,
sin más dilaciones, Nicodemo se levanta y, seguido por María y Magdalena, se dirige a
la puerta trasera del edificio. José les acompaña, seguido por el propio Cristo. Ya en la
salida, el Señor se dirige a Nicodemo y le dice:
- No te veré esta noche, viejo amigo, aunque iré a tu casa y estaré un rato a
solas con mi madre, con permiso de su criada –dice, riendo, mientras mira a
Magdalena-. Quiero darte las gracias por todo. Por la fidelidad de todos estos
años. Por lo que has arriesgado por mí, por lo que amas a mi Padre. Eres lo
mejor de nuestra estirpe, un varón del que pueden estar orgullosos los
descendientes de Abraham. No hace falta que te diga más, pues sabes lo que
te espera. A Raquel no le sucederá nada, pues, como ha dicho mi madre, a
las mujeres las desprecian tanto que no se toman la molestia ni de matarlas.
A ti, en cambio, lo mismo que a ti, José, os llegará pronto la hora de dar la
vida por mí. No tengáis miedo. Será rápido y no sufriréis mucho. Os prometo
que mi Padre os sabrá recompensar con una eternidad de felicidad a nuestro
lado.
- Sé todo eso que me anuncias, rabí –le contesta Nicodemo-. Y, te lo aseguro,
lo considero un honor. Necesitaré tu ayuda, la ayuda de tu Padre, para pasar
la prueba sin desfallecer. Pero, con esa ayuda, confío en no defraudarte. Creo
en la recompensa que me prometes, pero aunque no existiera, daría del
mismo modo la vida por ti. Si no es verdad lo que dices y predicas, no me
importa morir porque no merece la pena seguir viviendo en un mundo sin
amor y sin esperanza. Sólo te pido un favor y te lo pido ahora, ya que esta
noche no volveré a verte.
- Está concedido –le responde Jesús-. ¿Qué quieres que haga por ti?
Nicodemo, entonces, bajo el ardiente sol del mediodía en aquel caluroso Iyyar,
se pone de rodillas ante Cristo y, elevando los ojos hacia él, le pide:
- Bendíceme, primogénito de David. Bendíceme, oh Rey de Israel, Mesías
esperado por las naciones. Bendíceme y haz sobre mí esa señal misteriosa
con la que confortaste a tu abuelo y a tu padre, esa señal que era de
ignominia y de maldición y que tú has convertido en promesa de salvación.
Con ella en mi frente, con su calor alentándome siempre, no temeré los días
226
Acompañado por José, Jesús no tarda en estar de regreso a la amplia sala donde
le esperan sus once apóstoles. En la puerta, se despide el anfitrión, que recibe del
Maestro la orden de preparar de nuevo una cena, como semanas anteriores había hecho,
pero con la peculiaridad de que, en esta ocasión, sólo tomarán pan, agua y vino.
- El pan –añade Cristo a su petición anterior-, que sea como el de Pascua, sin
fermentar. Cuando esté cayendo el sol, nos avisas. Quiero que en esta
ocasión entres tú y también ese criado que te sirve y que recibió el bautismo
en el Jordán hace unos meses.
227
José da media vuelta, sin pedir explicaciones a Jesús. Está extrañado de que se le
ordene ofrecer una cena tan simple, cuando el Maestro sabe de sobra que, aunque no
tenga apenas criados en casa, dispone de viandas preparadas en cantidad suficiente
como para agasajar a sus huéspedes como merecen. Sin embargo, como buen israelita,
está acostumbrado a obedecer los designios de Dios sin rechistar. Comprende, además,
que el Señor tiene derecho a querer estar a solas con los más íntimos de sus amigos y no
se siente marginado ni despreciado por el hecho de que, en su propia casa, sea excluido
de la reunión que va a tener lugar.
Una vez dentro, Jesús encuentra a sus apóstoles sentados en el mismo círculo de
sillas que había cuando él salió al patio trasero de la casa para despedir a su madre, a
Magdalena y a Nicodemo. Están conversando animadamente. Conversación que se corta
en seco apenas oyen el ruido de la puerta al abrirse y ver aparecer, en su hueco, al
Maestro.
- ¿De qué hablabais? –les pregunta, pues no ha podido captar nada de la
conversación y le sorprende que hayan callado de repente.
- Dilo tú, Juan –ordena Pedro.
- Maestro –empieza a hablar el más joven y el más querido de los discípulos
de Cristo-, hemos estado hablando sobre lo que vas a decirnos en esta
conversación que has querido tener a solas con nosotros. Todos hemos
coincidido en que, probablemente, tu intención era regañarnos por haberte
traicionado y, quizá, advertirnos de los graves castigos que nos esperan en la
otra vida si volvemos a comportarnos de ese modo. Por eso, por unanimidad,
me han pedido que sea yo quien te pida perdón e intente aplacar tu justa ira.
Estamos llenos de vergüenza y, te aseguro, que muchos de nosotros, por no
decir todos, hemos tenido ganas de comportarnos como Judas Iscariote y
terminar nuestra vida de mala manera. Comprendemos que merecemos cien
veces el infierno, pero queremos suplicarte misericordia y, si es posible, una
nueva oportunidad.
Jesús, que mientras oye a Juan se ha sentado en su silla, mete la cabeza entre las
manos a medida que escucha hablar al apóstol. Un largo silencio sigue a las palabras de
éste. Silencio que ninguno de los discípulos se atreve a romper y que todos interpretan
como un preludio a un estallido de cólera por parte de Cristo o, como mínimo, a una
seria y razonada reprimenda. El silencio es roto, contra todo pronóstico, no por palabra
alguna, sino por un sollozo. Un sollozo que no sale de la boca de ninguno de los
228
apóstoles, sino de Cristo. El Señor, con las manos cubriéndole el rostro y los codos
apoyados en las rodillas, comienza a llorar. Sus gemidos conmueven a todos los
apóstoles, que se miran desconcertados sin saber qué hacer. Durante unos momentos,
todos permanecen en sus sitios, sin atreverse a decir una palabra y ni siquiera a
moverse. Así hasta que Pedro hace una seña a Juan y éste, con delicadeza, se acerca a
Jesús y se pone de rodillas ante él.
- ¿Qué tienes, Rabí? –le dice, con un acento que está cargado de tanta congoja
como la que expresan las lágrimas de Cristo-. ¿Han sido mis palabras las que
te han herido? ¿Me he excedido al pedirte clemencia? Castíganos, si quieres,
con las más duras condenas, pero, por favor, deja de llorar. Verte sufrir es
más terrible para nosotros que el peor de los enfados o la más dura de las
sentencias.
Después de un momento de nuevo silencio, Jesús se recupera y cesa en su llanto.
Tras sonarse con un pañuelo de los hechos por su madre que le ofrece Juan, le mira y
luego pasea la vista por todos sus apóstoles que, avergonzados, bajan la mirada hacia el
suelo, incapaces de sostener los ojos del Maestro y de verle así, desfigurado por el
llanto, sin ponerse ellos mismos a llorar.
- ¿Por qué me ofendéis de este modo? –dice al fin Jesús.
Como no obtiene respuesta, pues ninguno de los apóstoles sabe si se refiere al
pasado o a algo que acaban de hacer mal, al cabo de un instante en que ha guardado
silencio preguntando con los ojos, uno a uno, a sus discípulos y esperando de ellos una
respuesta que no llega, Jesús añade:
- ¿Qué os he hecho yo para que me tratéis así? ¿Tan mal lo he hecho como
para que, a estas alturas, todavía no me conozcáis?.
Juan, que permanece todavía de rodillas junto a él, se atreve a preguntarle:
- ¿A qué te refieres, Señor?
- Pero Juan, querido Juan –le contesta Jesús, cogiéndole la mano y
llevándosela a su propia cara- ¿tú me crees a mí capaz de estar tan enojado
contigo o con los demás como para guardaros rencor por lo sucedido? ¿Es
que no habéis aprendido de mí, no sólo de mis palabras sino de mi
comportamiento, que prefiero la misericordia al sacrificio?. ¿Pensáis que soy
como esos dioses tonantes de que hablan griegos y romanos, que guardan
rencor eterno a los que les disgustan?.
229
que no ha defraudado las expectativas de Dios y esa no está aquí para decir
las tonterías que vosotros estáis diciendo.
- Es María, tu madre –dice Juan, que hace tiempo soltó ya su mano de la del
Maestro y volvió a sentarse en su sitio.
- Sí, naturalmente –responde Jesús, que está encendido-. Es María, mi madre.
Todos los demás tenéis el pecado original. Y no sólo ese. Todos, sin
excepción, tenéis vuestra lista de pecados personales, de infidelidades, de
miserias. ¿Es que creéis que no lo sé? ¿Es que pensáis que cuando os llamé
no lo sabía?. No sabía, ciertamente, que Judas Iscariote me iba a traicionar,
ni que Pedro me iba a aconsejar que renunciara a mi misión, ni que Juan
saldría corriendo y huiría al ver que me apresaban. Pero sabía que erais
pecadores y, por lo tanto, sabía que, en un momento u otro, ibais a
comportaros como pecadores. Si hubiera querido ser servido por personas
perfectas, me habría hecho seguir por ángeles y no por hombres. Por lo tanto,
cesad ya en vuestros gemidos lastimeros, que no son de auténtica humildad
sino de una sutil y oculta soberbia. Sois pecadores, ¿verdad?, pues poned
vuestros dos pies sobre la montaña de vuestros pecados y así habréis subido
un escalón hacia el cielo. Decidle a Dios: “Padre, te ofrezco mi miseria; no
tengo mucho más para darte, pero eso es lo auténticamente mío; tómalo y
perdóname; vamos a ir adelante, si a ti te parece, para que, con mi miseria y
tu gracia, podamos hacer algo útil para ti y para los hombres”. El verdadero
pecado, entendedlo de una vez, es dudar de la misericordia de Dios. El
verdadero pecado es la desesperación, es creer que tus faltas son tan grandes
que Dios no tiene poder ni corazón para perdonarlas. Cuando esto sucede es
cuando se deja de luchar y, al hacerlo, se cae en un fatalismo como el que
domina a esos torpes griegos, que ni creen en Dios ni creen en sí mismos. Es
como cuando uno se baña en el Jordán e intenta nadar contra corriente; si
luchas, avanzas poco; si te desanimas porque a duras penas logras vencer la
fuerza del agua, entonces dejas de nadar y eres arrastrado río abajo. El
camino de la santidad es semejante a este ejemplo que os pongo. Si te
esfuerzas, avanzas muy poco; si te cansas de luchar, si piensas que eres tan
malo que nada bueno puede salir de ti o que lo poco bueno que hay queda
ensombrecido por lo malo, entonces te rindes y no sólo no mejoras sino que
empeoras rápidamente. Además, decís que vuestro pecado es enorme y
231
despedir a nuestros amigos, que yo ya sabía que el final era inminente y que
había decidido hacer aquellos gestos de desafío público a mis enemigos para
que todos supieran que no les tenía miedo y que, si me ocurría algo, no era
en contra de mi voluntad sino con mi permiso.
- ¿Por qué era esto tan importante? –pregunta Natanael.
- Porque tiene que quedaros claro, a los demás y sobre todo a vosotros, que la
iniciativa procede de Dios. Mi Padre tomó esa iniciativa el día en que quiso
crear el mundo y, dentro de él, crear al hombre. Cuando el hombre pecó,
rompiendo el plan de Dios con su desobediencia, mi Padre no se quedó
pasivo, esperando y sufriendo; de nuevo tomó la iniciativa y puso en marcha
un plan de salvación que pasaba por la elección de un pueblo y por el
nacimiento, en su seno, de su propio Hijo. Había que esperar el tiempo
oportuno para que todo eso se cumpliera, por supuesto. Pero desde el
momento en que el ángel arrojó a Adán y a Eva del Paraíso, Dios empezó a
tener un nuevo plan de salvación para el hombre.
- ¿En ese plan estaba prevista tu muerte? –pregunta Andrés.
- En ese plan estaba previsto mi nacimiento –contesta Jesús-, que ya debería
haber sido suficiente para conmover el corazón de los hombres y moverles
hacia la conversión, pues de ese se trataba, de volver a llevar los hombres a
Dios. Estaba también el otro asunto, gravísimo, el de la expiación por los
pecados cometidos. Mi Padre, el Espíritu y yo estuvimos de acuerdo en que
la falta de amor –pues no otra cosa es el pecado-, sólo podía redimirse con
un exceso de amor. Os lo he dicho antes: donde abundó el pecado fue
necesario que sobreabundara la gracia, que sobreabundara el amor. Sabíamos
que, dado como estaba el hombre de empecatado, era inevitable que si yo me
hacía hombre, me mataran de forma violenta. El Maligno no podía consentir
que yo le arrebatara su presa sin intentar acabar conmigo. En cuanto Dios, él
no tenía poder sobre mí; pero lo tenía en cuanto hombre y por eso intentó
seducirme con las tentaciones del desierto e intentó conducirme a la
desesperación en el momento terrible de la cruz. Fue en vano, porque lo que
él no sabía era que, precisamente, cuando mayor era su victoria, cuando el
Hijo de Dios moría asesinado por las criaturas de Dios, entonces era cuando
el pecado resultaba vencido, la culpa redimida, la esperanza instaurada de
233
a ese monstruo de pecado que está enfermo de sus pecados y que ha sido
abandonado por sus víctimas, ¿qué crees que hubiera ocurrido y por qué?.
- Probablemente, Señor –responde el apóstol-, el que ha decidido acudir al
lado del enfermo, debido a que tiene un mal contagioso, contraerá él también
la enfermedad. Si lo hace, no será por amor a la enfermedad, sino por amor
al enfermo.
- Has contestado bien, muchacho –dice Jesús, complacido-. Ahí está el secreto
de todo: yo vine a amar, a salvar, a redimir, a tender puentes entre Dios y los
hombres, a devolverle a los hombres la libertad y la esperanza. Si todo eso se
hubiera podido hacer sólo con mi predicación, mis milagros y mi buen
ejemplo, mi Padre se hubiera dado por satisfecho. Vine a estar al lado del
enfermo para ayudar al enfermo, ni para contraer la enfermedad; pero sabía
que esa enfermedad era probable que la contrajera, que era, incluso,
inevitable, y a pesar de eso me puse a su lado. Como era de suponer,
enfermé. Es decir, me apresaron, me torturaron, me crucificaron, me
asesinaron. Y cuando pensaban que con ello habían acabado conmigo y con
el designio salvador de mi Padre, resultó que entonces era cuando todo
empezaba, cuando todo se resolvía. Esa era la sorpresa que nosotros le
teníamos preparada al enemigo: la de hacerle creer que su victoria residía en
mi muerte, mientras que precisamente, con mi muerte, comenzaba su
derrota.
- ¿Y Judas, fue libre para entregarte, o participó en ese plan de salvación al
margen de su voluntad? –pregunta Simón.
- Judas fue, por desgracia, libre –le responde Jesús-. Nosotros, Simón, no
creemos en ese fatalismo en el que creen los griegos o los persas. No
creemos en la fuerza del destino o en el influjo de los astros. Creemos en
Dios y en su amor, y en nada más. Creemos que el hombre es libre y sólo por
eso merece ser considerado responsable. Naturalmente que sabemos que hay
situaciones que condicionan la libertad del hombre y que, por ello, le restan
grados de responsabilidad. Esas condiciones existieron en el caso de Judas y
Dios las tendrá en cuenta en el día del juicio. Pero si él me traicionó no fue
porque así estuviera predestinado, sino porque él decidió hacerlo.
- ¿Y si no hubiera sido él, lo habría hecho otro? ¿tenía alguien,
necesariamente, que traicionarte? –pregunta Mateo.
235
- Os he dicho –contesta Jesús-, que mi Padre sabía lo que iba a suceder aunque
no era inevitable que sucediera. Yo vine a redimir con el amor, no a ser,
inevitablemente, crucificado. Las cosas podían haber sucedido de otro modo,
pero lo más probable era que pasaran tal y como pasaron. El enemigo no
podía aceptar su derrota sin presentar batalla; lo que él no sabía, como ya os
he explicado, es que en su victoria final estaba su derrota definitiva. Si Judas
no hubiera aceptado colaborar con Satanás, lo habría hecho otro
probablemente. Si no lo hubiera hecho nadie y los sacerdotes se hubieran
convertido y todos los pueblos hubieran aceptado mansamente mi mensaje,
entonces no habría sido necesaria mi muerte. Mi amor, manifestado en mi
nacimiento y en los mil sufrimientos ordinarios de toda vida humana, habría
sido redentor y habría servido de expación de los pecados de los hombres.
Os lo repito: es el amor el que salva. Lo que sucede es que no se puede amar
sin sufrir; de hecho, amar significa salir de ti mismo para pensar en el otro y
eso lleva consigo, inevitablemente, una cierta “muerte”, la muerte del
egoísmo, la muerte de los propios intereses para dar prioridad a los intereses
del prójimo. El que no esté dispuesto a sufrir, es que no está dispuesto a
amar. Y el que piense que se puede amar sin sufrir es que no sabe en qué
consiste el amor. Es el amor el que salva, pero decir eso es lo mismo que
decir que es el dolor el que redime; no el dolor por el dolor, como si mi
Padre fuera un monstruo sediento de venganza, sino el dolor que va ligado al
amor. Amor y dolor, dolor y amor, se dan la mano en la obra de la redención.
El dolor, el sacrificio, la renuncia al egoísmo personal, es el precio que hay
que pagar para amar, es el medio que hay que utilizar para llegar a un fin,
que es el amor, que, en mi caso, es la redención.
- Maestro –interviene ahora Judas Tadeo-, cuéntanos cómo viviste los días
previos a tu prendimiento en el Huerto de los Olivos. Supongo que debieron
ser muy angustiosos, sabiendo que el final era tan próximo. No nos dijiste
nada acerca de la inminencia del desastre.
- No digas “desastre” –le responde Cristo-, di más bien “victoria”. Si no os
dije nada –añade-, fue porque no quería haceros sufrir innecesariamente. Ya
os había advertido lo suficiente y con reiteración acerca de lo que iba a
ocurrir. El saber con exactitud el día y la hora no os habría hecho bien. Ese
dolor lo pasé yo solo porque os hubiera hecho daño compartirlo con
236
vosotros. Además, ese y los dolores anteriores, las decepciones que los
hombres me habían producido en los treinta y tres años de mi vida, la
separación de mis abuelos y de mi padre, todo lo que había sufrido en
definitiva, era ya una ofrenda de amor a mi Padre, era una contribución a la
obra de la redención que se iba a ver cumplida definitivamente con el
sacrificio de la cruz.
- ¿Tampoco a tu Madre le contaste nada? –pregunta Juan.
- Sí, a ella se lo conté todo –responde Jesús-. Si te mandé a Caná a buscarla
fue porque necesitaba estar a su lado antes de la cruz y durante mi
crucifixión. Me despedí de ella en Betania y le pedí que, pasara lo que
pasara, ni dudara del Padre ni dudara de mí. Le dije que necesitaba estar en
comunión con ella y que necesitaba su entereza, su apoyo. Pero de eso es
mejor que os hable ella misma. Tiempo tendrás, Juan, para preguntárselo,
pues deberás pasar muchos años a su lado, hasta que llegue la hora en que mi
Padre la lleve con nosotros al cielo. Volviendo a lo que me preguntaba Judas
–añade-, los cuatro días transcurridos entre mi entrada triunfal en Jerusalén y
mi prendimiento en el Huerto de los Olivos, fueron días de una enorme
angustia. Tenéis que poneros en mi piel, meteros en mi corazón de hombre,
para comprender lo que sufrí. Es necesario, además, que lo hagáis, pues sólo
así entenderéis lo mucho que os amo, lo mucho que amo al hombre, incluido
al más pecador y miserable.
- Esos días anduviste bastante tiempo solo –dice Tomás-. Estabas bien, pero, a
la vez, estabas como solemne, como distraído. Sólo recuerdo que uno de esos
días, el segundo o el tercero de la semana, fuimos al campamento de los
galileos, en la cima del Monte de los Olivos, y luego, cuando descendíamos
hasta nuestro refugio en el Huerto, en la ladera, te pusiste a llorar mirando al
Templo, que estaba bellísimo, iluminado por el sol del atardecer. “Jerusalén,
Jerusalén –dijiste-, he querido reunir a tus hijos como una gallina a sus
pollitos y no he podido. Tus días están contados porque no has aceptado al
que venía a ti trayéndote la paz y la salvación”. Me impresionaron tus
lágrimas y me sorprendieron. Después del éxito de tu entrada en la ciudad,
pensé que los peligros habían pasado. Aquello me hizo dudar de que, en
realidad, todo estuviera resuelto.
237
- Así fue –confirma Jesús-. Mi corazón estaba tan angustiado que no hay
palabras para expresar lo que sufría.
- Pero –quiere saber Santiago el del Zebedeo-, ¿era por miedo a la muerte, a la
tortura, o por alguna otra causa?.
- No lo sabía entonces, Santiago –le responde Jesús-. Sabía que iba a morir
crucificado al día siguiente, y eso ya era suficiente como para aterrorizar a
cualquiera. Normalmente, los romanos no torturan a sus víctimas; si los van
a matar en la cruz, no les infligen otros castigos; no lo hacen por
comprensión hacia los condenados, sino para que sobrevivan varios días en
la cruz, en una tortura angustiosa, y sirvan así de ejemplo a los que los vean.
Yo sabía, en cambio, que iba a morir antes de que el sol se pusiera al día
siguiente, por lo tanto imaginaba que alguna tortura me esperaba,
probablemente la de los latigazos, que ya es, de por sí, capaz de acabar con
la vida de un hombre. Pero, aunque el miedo a sufrir y el miedo a morir eran
aplastantes, mi angustia no se debía sólo a ellos. Tampoco sabía, en ese
instante, por qué me encontraba tan mal. Después sí lo supe.
- ¿Cuál era la causa, Señor? –vuelve a preguntar Santiago.
- Cada cosa a su tiempo –contesta el Maestro-. El caso es que me encontraba
muy mal, tanto que temí no ser capaz de llegar hasta el final. Es como si la
vida se me hubiera empezado a marchar a chorros, por el sufrimiento y la
agonía. A duras penas logré llegar al Huerto. Allí, recordadlo, llamé a tres de
vosotros para que me acompañaran mientras yo me recogía en oración, en un
extremo del Huerto.
- Fuimos nosotros, Santiago, Juan y yo –recuerda Pedro-, los que tuvimos un
honor que no merecíamos y al que tan mal respondimos.
- Tienes razón, Pedro, porque nos dormimos mientras Jesús rezaba, justo en el
momento en que más nos necesitaba a su lado –confirma Juan.
- Los hombres siempre duermen mientras Dios agoniza –sentencia Jesús-. Lo
malo es que duermen, incluso, mientras ellos mismos agonizan. Apenas son
capaces de otra cosa que de despertarse ligeramente para cambiar de postura.
Si despertaran del todo, se darían cuenta de que, tanto ellos como otros, están
sufriendo y sabrían encontrar la causa y ponerle remedio. Es la pereza, es la
comodidad, uno de los peores pecados, sólo superado en maldad por la
soberbia. Los hombres piensan que lo peor es hacer el mal, cuando, en
241
esas cosas, que desfilaban ante mis ojos cerrados con la velocidad del
vértigo, esperaba de mí una palabra. Cada una de ellas me suplicaba:
“perdóname”, “sálvame”. Y yo decía, ante cada una: “sí, quiero”. Y cada vez
que lo decía era como si cayera sobre mi espalda, como si se hiciera mío,
aquel pecado; como si yo lo hubiera cometido. Un peso inmenso se fue
acumulando en mi corazón, en mi alma. Me aplastaba, me asfixiaba, me
destruía. Llegó un momento en que no pude más y entonces mi Padre, visto
que vosotros dormíais, envió a unos ángeles a consolarme. Empecé a sudar
sangre, pues mi cuerpo ya no podía soportar la angustia. La desesperación
me hacía tambalear y caí, exhausto, sobre las blancas rocas que hay en el
extremo del Huerto. Al poco, me incorporé y le pedí a mi Padre: “Señor, si
es posible que pase de mí este cáliz”. Supliqué, como cualquier hombre, un
poco de alivio en la tortura. Me hice uno con vosotros; fui, más que nunca,
uno de vosotros. Pero no se lo exigí, no le ordené parar. Sólo supliqué y
luego, añadí: “Que se haga tu voluntad y no la mía”. Me levanté un instante
para ir donde vosotros tres. Al ver que seguíais dormidos, os reproché
vuestra inconsciencia y os exhorté a velar para no caer en la tentación.
Después volví a mi puesto, para continuar, si el Padre así lo decidía, con
aquella extraña procesión de pecados que, como mendigos, se ponían ante mí
suplicando mi perdón. “Te perdono”, “te hago mío”, volví a decir a cada
uno. Y volví a experimentar la carga insoportable de angustia y de agonía.
La sangre corría por mis sienes, de forma que, cuando llegaron los soldados
a prenderme, precedidos por Judas, lo experimenté como un alivio, pues peor
que aquello, pensé ingenuamente, nada me podía ocurrir ya.
- Fue terrible despertarnos y encontrarnos rodeados de soldados del Templo,
guiados precisamente por uno de los nuestros. Creo, Señor, que nos hubieran
matado allí mismo a todos nosotros si tú no lo hubieras evitado –recuerda
Natanael.
- Sí, así hubiera sido –confirma Jesús-. Esas eran sus órdenes. Acabar con
vosotros y cogerme preso sólo a mí. Pero yo le había pedido al Padre que eso
no sucediera. Por eso mi súplica para que os dejaran partir, fue, contra toda
lógica, escuchada.
- Hasta en ese instante, y a pesar de nuestra miseria, pensaste en nosotros y
nos salvaste –exclama Santiago el de Alfeo.
243
- No te puedes imaginar, querido primo -le contesta Jesús-, hasta qué punto os
quiero. No sólo pensé en vosotros en ese instante, como si, de repente, se me
hubiera cruzado esa idea por la cabeza, sino que no pensaba en otra cosa más
que en vosotros. Si quiero a los pecadores, si quiero a los que no se lo
merecen, cuánto más no voy a quereros a vosotros, que, aunque sois
pecadores, sois también mis queridos amigos.
- ¿Qué sentiste, Señor, cuando Judas te identificó con un beso? –pregunta
Tomás.
- ¡Con un beso entregas al Hijo del Hombre!, le dije –contesta Jesús-. No
podía ser de otro modo. El beso es un gesto de amor, un gesto de amistad.
Pero el hombre, por sí mismo, no sabe amar. Transforma el amor en pecado,
el paraíso en infierno. Aquel beso era un símbolo de todos los besos con que
los hombres han ofendido a Dios, dándolos a quién no debían o cuando no
debían. Hasta el amor puede ser transformado en pecado por el hombre. Lo
mismo que hizo Judas, que transformó mi amistad en traición, el beso en
instrumento para identificarme y que me prendieran.
- ¿Y qué sucedió después, Maestro –pregunta ahora Simón-, porque nosotros
ya no supimos nada de ti hasta que te vimos en la plaza situada ante el
pretorio, cuando Pilato intentaba que el pueblo condenara a Barrabás y
pidiera tu absolución?.
- Por lo pronto, me dejé llevar –le contesta Jesús-. La agonía previa había sido
tan horrible que estaba exhausto. Me recogí en oración y me abandoné en
manos de los criados de Caifás y de los guardias del Templo. Por el camino,
mientras cruzábamos el seco torrente Cedrón y subíamos por las calles de la
colina de Sión hasta la casa del Sumo Sacerdote, me mantuve en comunión
con mi Padre. Iba haciendo una oración que os recomiendo cuando tengáis
problemas. “Por ti”, repetía. “Te quiero, Padre mío; por ti hago esto, por ti y
por todos esos hombres cuyo sufrimiento me has mostrado hace unos
instantes. Haz de mí lo que quieras. Soy el cordero manso llevado al
matadero. Llevo en mis espaldas el pecado del mundo para que, al ser
sacrificado, ese pecado desaparezca y sea perdonado”. “Por ti, Padre”, decía
una y otra vez. Luego, cuando llegamos, me introdujeron sigilosamente en la
casa de Caifás y me llevaron al sótano. Allí, aquel viejo zorro tiene instalada
una auténtica sala de torturas. En las paredes cuelgan ganchos y argollas de
244
hierro, en las que atan a las víctimas para flagelarlas hasta morir. En el suelo
hay un profundo agujero, que en ese momento tenía dos codos de lodo y
barro apestoso. Me arrojaron allí por la angosta boca que es su única apertura
y allí me quedé horas y horas, toda la noche. Allí, sin poder respirar casi,
podía haber muerto. Llevaba mucho tiempo cuando la boca de aquella
inmunda cárcel se abrió y una antorcha iluminó la cara avariciosa y llena de
odio de Caifás. No me dijo nada. Sólo me miró y soltó una espantosa
carcajada. Se estuvo riendo un largo rato y luego seguí oyendo su risa llena
de odio y de triunfo, incluso cuando se retiró y volvieron a cerrar con una
piedra la boca del pozo.
- ¡No sabíamos nada de esto, Señor. Es espantoso! –exclama Juan.
- Por eso no quería que estuviera aquí mi Madre, ¿comprendéis? –contesta
Cristo-. Sería demasiado doloroso para ella enterarse de todos los detalles de
aquella noche, de todas las torturas que sufrí, por más que, de alguna manera,
ella estaba a mi lado en todas aquellas horas sosteniéndome, desde Betania
donde se encontraba, con su oración y con una comunión única y misteriosa.
- Conozco ese pozo –dice Pedro-. Yo había estado varias veces en casa de
Caifás y me habían introducido en esa horrible sala de torturas. Los que son
encerrados en esa cárcel, no suelen salir vivos de ella. Mueren asfixiados. En
primavera o invierno, con frecuencia el lodo llega a la altura de la cabeza de
un hombre y entonces los que son introducidos allí mueren inmediatamente.
Tuviste suerte en que eso no te ocurriera a ti.
- No fue suerte –le responde Jesús-. Como comprenderás, Pedro, mi Padre no
iba a permitir que ésa fuera mi muerte. Yo debía, como ya os dije, cumplir la
profecía y ser llevado a la cruz, al lugar de la maldición, ante los ojos de
todos. No podía morir en una cárcel oscura, sin testigos. Tampoco le
interesaba eso al Sumo Sacerdote, aparte de que, si así hubiera ocurrido,
Pilato le habría exigido cuentas. Yo no era un enemigo cualquiera, un
desconocido de tantos como él había asesinado impunemente en aquel
calabozo. Aunque lo hubiera deseado, no le quedaba más remedio que
presentarme ante Pilato, lo más indemne posible, y conseguir de él mi
sentencia de muerte. Por lo demás, estaba seguro de lograrlo, por eso no se
molestó ni siquiera en hacerme beber un veneno que hubiera acabado
conmigo aunque Pilato me hubiera indultado.
245
oferta que les hicieron para que eligieran entre Barrabás y yo. El caso es que,
entre golpe e interrogatorio, entre viaje a las mazmorras del pretorio y subida
hasta la sala donde recibía Pilato, de repente noté una ausencia, una terrible
ausencia. Aquel vacío era sorprendente, inesperado. Era, sin duda, lo peor
que me podía pasar.
- ¿De qué se trataba? –quieren saber todos, aunque es Judas el primero que lo
expresa.
- Mi Padre no estaba –afirma Cristo-. Simplemente, no estaba. Yo no había
cesado un instante de mantenerme en unidad con él, como, por lo demás,
había hecho desde que tuve conciencia de mí mismo. Y ahora, por primera
vez, él no estaba. Me había advertido que una sorpresa final me aguardaba,
pero que no podía decírmelo. Me había dicho, eso sí, que, pasara lo que
pasara, no dudara de su amor. Y resultó que la sorpresa era precisamente ésa:
su ausencia. Empecé a ponerme nervioso. Como un pez sacado fuera del
agua, boqueaba ansioso buscándole. Lo demás, lo que hacían con mi cuerpo,
las burlas de mis enemigos, los insultos, todo, se convirtió en algo externo,
en un mero decorado que servía de fondo a una tragedia infinitamente
mayor. Con esa angustia escuché la sentencia. Bajo esa angustia fui cargado
con el madero en el que debían después clavar mis manos. Cuando, en el
camino hacia el Calvario, caí al suelo, no sólo estaba agotado físicamente,
sino también estaba hundido moralmente. ¿Dónde estaba mi Padre? ¿Dónde
estaba mi apoyo, mi sostén, mi fuerza, el aire de mis pulmones, la luz de mis
ojos?.
- ¿Por eso gritaste, cuando estabas clavado ya en la cruz, “Elí, Elí, lamá
sabaktaní”?. ¡Y pensar que algunos dijeron que estabas llamando a Elías para
que viniera a salvarte! –exclama Juan.
- “Elí, Elí, lamá sabaktaní”, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” dije, utilizando el arameo, la lengua de mi madre, para llamar
a mi Padre –confirma Jesús-. Y es que Dios no estaba, me había dejado solo.
Sólo en el momento más difícil de todos, en el momento decisivo. Una
soledad que yo debía afrontar ya sin fuerzas. Una soledad que significaba, de
alguna manera, que tenían razón los que me mataban. Una soledad que,
además, debía asumir sin dejar de creer que él me seguía queriendo.
- ¡Imposible! –exclama Tomás.
251
- Pero tú no eras sólo un hombre –objeta Simón-, eras Dios. ¿Cómo podía
Dios abandonar a Dios?.
- Yo no era sólo un hombre –conviene Jesús con su apóstol-, pero también era
un hombre. Sólo podía, como os digo, servir de luz y de guía al que sufre,
atraer al que está en su cruz hacia mí y, con ello, hacia la salvación, si me
hacía en todo igual a él. Pero, a la vez, como bien dices, Simón, yo era Dios.
Y Dios no podía abandonar a Dios. Lo que ocurrió fue, por lo tanto, que yo
experimenté el abandono de Dios, la ausencia de Dios. La experimenté en
cuanto hombre, aunque ese abandono fuera sólo sensible y no real. Es, para
que lo entendáis, como si todo el tiempo de la prueba, incluso el momento
terrible de la agonía en el Huerto de los Olivos, yo hubiera estado sostenido
por los brazos de mi Padre, que se encontraba delante de mí. De repente, mi
Padre se escondió y ya no le veía, ya no experimentaba su auxilio. Pero no es
que él no estuviera, sino que se había puesto detrás de mí. Me seguía
sosteniendo, pero por la espalda. Había pasado sus brazos debajo de mis
hombros y, mientras mi cuerpo iba cayendo, inerte y moribundo, sobre el
madero de la cruz, él lloraba sobre mí, sufría conmigo, me sostenía con su
poder, aunque yo no lo veía. No hubiera podido resistir sin su fuerza, pero él
estaba allí, detrás de mí, oculto a mi mirada que le buscaba ansiosamente,
oculto a los ojos del alma que añoraban el cielo de unidad con él que era el
aire que necesitaban mis pulmones para respirar. Mi Padre, tal y como
habíamos convenido previamente, participaba conmigo en el sacrificio de la
cruz, aceptando que yo sufriera, consintiendo que yo sufriera, ocultándose a
mi sensibilidad incluso para que mi sufrimiento fuera en todo igual al de los
hombres.
- ¿Por qué dices que ese sufrimiento tuyo debe servir de luz para el que sufre?
–pregunta Andrés.
- Porque nadie –responde Jesús- debe poder decir que experimenta un dolor
que yo no he experimentado. Mi pasión es un compendio de todas las
pasiones de los hombres. El que sufre, sea cual sea su dolor, debe poder
decir: “Aquí estás tú, Jesús, que fuiste abandonado por tus amigos”, o, “aquí
estás tú, que conociste el más terrible dolor físico”. El que pierde a un hijo,
debe poder mirarse en mí y encontrar una respuesta, porque ha de saber que
yo, en la cruz, perdí a mis hijos, a mis amigos, a mi propio Padre. El que se
253
mi madre. Mi relación con ella, una relación tan misteriosa como intensa, no
había cesado en ningún momento en aquella difícil noche. Ella, desde
Betania, me sostenía con su oración. Después, cuando la vi un instante en el
camino que conducía al Gólgota, supe que ella estaba en pie, entera. Estaba
sufriendo como yo, más que yo en cierto sentido. Y, como yo, mantenía alta
la bandera de la fe. Como yo, se negaba a dudar del amor de Dios. Creía en
ese amor en contra de lo que gritaban las circunstancias, la realidad que nos
rodeaba y aplastaba. Y en esa fe suya bebía yo y recuperaba fuerzas. Ella fue
quien estaba ante mí sosteniéndome con su entereza, mientras mi Padre me
cogía con sus brazos por la espalda e impedía que me derrumbara.
- Y entonces fue cuando me mandaste que cuidara de ella –recuerda Juan.
- Y a ella le mandé que cuidara de ti –completa la evocación Jesús-. Pero no
sólo de ti, sino de todos. Tenéis la suerte, queridos muchachos, de que os he
hecho completamente hermanos míos. No sólo os he hecho hijos de Dios,
hermanos míos en el Padre común, sino que os he entregado también a mi
madre, para que nuestra fraternidad sea completa. Cuidad de María como del
mayor tesoro. Huid de aquellos que digan algo en su contra. Ella estará
siempre presente ante el trono de Dios para interceder por vosotros. Ella será
el mejor modelo que tendrán todos los que quieran amarme, porque aunque
vosotros me queréis con toda vuestra alma, en eso nadie es capaz de
superarla. Cuidad de ella y ella cuidará de vosotros. Será como un plano
inclinado que hace accesible la muralla más alta, la muralla a veces
infranqueable de la salvación. Recordad el primero de los milagros, el que
tuvo lugar en Caná; nada le será negado de lo que pida, porque su corazón
está lleno de amor y porque el Padre tiene una deuda eterna de gratitud para
con ella.
En ese momento, unos golpes suaves se oyen en la puerta. Los apóstoles se
levantan, a una, nerviosos. Jesús les tranquiliza. “Adelante”, dice. “Pasa, José –añade-.
Llegas justo a tiempo. Es la hora de la cena”.
La sorpresa se dibuja en la cara de todos cuando ven a José de Arimatea entrar,
acompañado de su criado, llevando dos grandes bandejas en las que sólo hay pan, agua
y vino. Unos cuencos y unos platos de arcilla son toda la cubertería. José, ante la mirada
extrañada de sus invitados, objeta, dirigiéndose a los apóstoles:
255
- Así me lo ha pedido él. Pero si os quedáis con hambre, luego podemos bajar
a la bodega.
- No José, no te preocupes por lo escaso de la cena –le tranquiliza Jesús-. Va a
ser un convite muy especial, ya verás. Pasa y sitúalo todo encima de la mesa.
Vosotros –dice, dirigiéndose a Tomás y Simón- ayudadle. Coloquemos la
mesa en el centro y sentémonos a su alrededor, como hicimos aquella noche
en que, aquí mismo, me despedí de vosotros para salir juntos hacia el Huerto
de los Olivos.
Rápidamente se dispone todo. La mesa, baja, como se acostumbra entre los
judíos, acoge la escasa comida. Los apóstoles se sientan alrededor, extrañados. El criado
de José, de nombre Rubén, seguidor de Cristo y que ha recibido el bautismo, permanece
discretamente de pie, al fondo de la sala. Cuando Jesús se da cuenta, le pide que se
acerque y se siente. Una vez que todos han ocupado su puesto alrededor de la mesa, el
Maestro empieza a hablar.
- Queridos amigos –les dice-, once de vosotros estuvisteis aquí conmigo hace
unas semanas. José y tú, Rubén, no os encontrabais presentes, así que
ignoráis lo que aquí ocurrió. Prestad, pues, atención, pues vosotros dos vais a
participar en un acontecimiento tan singular que será decisivo para el
porvenir de nuestra comunidad. ¿Quién de vosotros once, mis apóstoles, se
acuerda de lo que pasó aquella noche?
- Lo primero que hiciste –empieza a hablar Juan-, fue sorprendernos a todos
ciñéndote una toalla y lavándonos los pies, uno a uno.
- Yo –interviene Pedro-, te dije que eso era impropio de ti, pues tú eras el
Señor y éramos nosotros los que debíamos lavarte a ti los pies. Entonces tú
me contestaste que si no me dejaba servir por ti, no querrías saber nada de
mí. Yo te dije que, en ese caso, me lavaras no sólo los pies sino hasta la
cabeza.
- Cuando terminaste –sigue hablando Juan-, nos preguntaste si entendíamos
por qué te habías comportado así. Todos nos habíamos dado cuenta de que
estabas tratando de darnos una lección, de darnos ejemplo. Tú lo quisiste
dejar bien claro y afirmaste: “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los
pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado
ejemplo para que lo yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
Después nos recordaste algo que de lo que ya habíamos hablado otras veces.
256
Nos dijiste que los jefes y reyes de los pueblos normalmente abusan de su
cargo y tiranizan a sus súbditos. Nos dijiste que no querías que eso ocurriera
entre nosotros, para lo cual nos advertías que el que manda debe comportarse
siempre como el servidor de todos y que el que quiera ser el primero entre
nosotros debe esforzarse en ser el último. Luego nos dijiste una cosa que, a
mí por lo menos, me impresionó mucho, tanto por el tono con que la
pronunciaste como por su contenido. Dijiste: “Os doy un nuevo
mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”.
- No tuvimos tiempo esa noche para hablar entre nosotros del significado de
esas palabras tuyas, Maestro –interviene Santiago el de Alfeo-, pero, a mí
por lo menos, me hicieron el efecto de que estabas comparándote con Moisés
y que querías indicarnos que los diez mandamientos de la ley se resumían en
uno solo. ¿Es así?.
- Así es, en efecto –confirma Jesús-. ¿No recordáis que, en cierta ocasión,
alguien me preguntó cuáles eran los mandamientos principales de la ley?
- Ea un joven fariseo –evoca Mateo- y tú le respondiste que eran sólo dos y
que en ellos se contenía la ley entera: amar a Dios con todo el corazón, con
toda el alma, con todas las fuerzas; y amar al prójimo como a uno mismo.
- Pues bien, esos dos mandamientos son sólo uno –continúa hablando Jesús-.
Hay sólo un mandamiento que resume el decálogo entero de Moisés. Ese
mandamiento es el amor. Porque el que ama no pone ninguna cosa por
encima de Dios, ni jura en falso, ni deja de orar o de asistir al Templo. El que
ama no ofende a su padre o a su madre, ni a sus superiores. El que ama no
elimina a un hijo con el aborto cuando el hijo viene en un momento no
deseado. El que ama no acaba con la vida del prójimo, ni busca la venganza
contra sus enemigos. El que ama no roba, ni miente, ni calumnia, ni tiene
envidia, ni utiliza su cuerpo para obtener un placer ilícito y, mucho menos,
hace eso con el cuerpo de los demás.
- Es verdad, Maestro –interviene en la conversación, sorprendiendo a todos, el
criado de José de Arimatea, Rubén-. Pero si yo me convertí en seguidor tuyo
fue por algo más. Perdonad que sea yo quien hable, pero es que a mí me
pareció, cuando te escuché la primera vez, en una de las plazas de nuestra
ciudad, que tú tenías una enseñanza nueva no sólo porque hablabas del amor
sino porque presentabas el amor de una manera distinta. Oyéndote, parecía
257
que el amor era algo más que no hacer el mal. Amar era, sobre todo, hacer el
bien. Y eso, al menos para un criado como soy yo, era una doctrina muy
original y sugestiva. Mi amo es bueno y se porta bien conmigo, pero tengo
amigos que no tienen tanta suerte. Sus señores son todos ellos muy religiosos
y no dejarán nunca de celebrar el sábado, ni comerán alimentos
contaminados, ni robarán nada a nadie. Pero, a la vez, son duros de corazón,
incapaces de compadecerse de la gente que está a su alrededor. Y todo eso lo
hacen con la conciencia tranquila, porque la ley de Moisés les manda que no
hagan el mal, pero no les manda que hagan el bien.
- ¡Te doy gracias, Padre –exclama Jesús-, porque has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos y se las has enseñado a la gente sencilla!. Tienes
razón, Rubén. El amor que yo predico contiene, efectivamente, la ley entera,
pero es mucho más, infinitamente más, que la ley. La ley, como bien dices,
está puesta para indicarnos lo que no debemos hacer. El amor nos pide que
vayamos más allá, que no sólo no hagamos el mal, sino que, sobre todo,
hagamos el bien.
- Pero, hacer el bien, Maestro, es muy comprometido, muy exigente, y por eso
difícilmente se puede establecer como una obligación, como un precepto.
Como mucho debería ser un consejo –dice José.
- Te equivocas, viejo amigo –le responde Jesús, con dulzura-. Los mínimos
que establece la ley son, efectivamente, obligatorios para todos y en todos
los casos. Pero no por eso se debe pensar que intentar los máximos sea sólo
un consejo que pueden o no practicar los hombres sin ningún tipo de
responsabilidad delante de Dios. Al menos para los que quieran ser mis
seguidores, yo quiero dejar claro que amar no es un consejo, sino una
obligación. En aquella última cena no os dije: “Os dejo un consejo, que os
améis unos a otros”, sino que dije con toda claridad que establecía para mis
discípulos un mandamiento, un deber, una obligación. Ser o no seguidor mío,
es una opción que cada uno deberá hacer con toda libertad. Lo que no se
podrá hacer, lo que no se debería hacer, es llamarse seguidor mío y luego no
intentar comportarse como tal. Os prevengo sobre esto: intentarán manipular
mi mensaje, intentarán privarle de todo aquello que resulte difícil. Se
comportarán como aquellos que echan agua al vino, pensando que así habrá
más gente que lo beba. Vosotros, mis apóstoles, y aquellos que sean vuestros
258
sucesores al frente de la comunidad, deberéis velar para que ese mensaje sea
transmitido íntegro de generación en generación. Y mi mensaje no hace
referencia sólo a la bondad y misericordia de mi Padre o a la existencia de
una vida después de la muerte. Una parte esencial de mi mensaje es ésta de
la que estamos hablando ahora. El que quiera ser mi discípulo deberá intentar
ser perfecto como mi Padre es perfecto. Eso significa que no podrá limitarse
a cumplir los mínimos, sino que tendrá que intentar dar de sí el máximo
posible. Tendrá que intentar amar haciendo el bien y no sólo evitando el mal.
- Hablas de amor, Maestro –dice Judas Tadeo-, pero ¿qué es amar?. También
los que roban para sacar adelante a su familia dicen que aman, y lo mismo
dicen los paganos cuando cuidan a sus hijos, o los adúlteros cuando se ven a
escondidas por la noche. ¿Qué es amar?.
- Es una buena pregunta, Judas –responde Jesús-. En realidad, ya está
contestada con la segunda parte de mi mandamiento. Recordad que no sólo
os pedí que amarais, sino que añadí que lo hicierais unos con otros y que lo
hicierais imitándome a mí. Pensad, por ejemplo, en los seguidores de Baal, el
dios de los fenicios, o en los seguidores de Astarté. Pensad en los griegos
que creen en Zeus y en Afrodita. O en los romanos que adoran a Júpiter y a
Juno. Pensad en los persas que creen en Zoroastro, o en los egipcios que
tienen sus templos llenos de dioses con cabezas de carnero, de gato o de
cocodrilo. Creer en un determinado dios supone, de alguna manera, tomar a
ese dios como modelo de comportamiento. Hay algunos que juran por el
César, porque creen, o fingen creer, en su divinidad; si el César es adúltero,
homosexual, avaricioso, vengativo, cruel, ellos, como seguidores de él,
podrán imitarle con la conciencia tranquila. Incluso cuando el César hable de
amor, ellos pensarán que es el amor que se da a los efebos o el amor que se
da a las ninfas. En cambio, ¿cómo me he comportado yo?. He mantenido la
castidad toda mi vida; he puesto la otra mejilla y no sólo una sino varias
veces; he amado a todos, incluido a mis enemigos; he amado el primero, sin
esperar que el otro empezara a amarme a mí; he elegido siempre la peor
parte para aliviar al prójimo cuando estaba agotado; me he metido en líos
para ayudar a los que sufrían, como cuando he hecho curaciones en sábado a
pesar de que sabía que eso me traería muchos problemas. Por lo tanto,
259
cuando yo digo que debéis amar y que debéis hacer como yo lo he hecho, no
os debería resultar difícil darle un contenido concreto a ese mandamiento.
- Todo eso lo entiendo –dice Mateo-, pero ¿qué significado tiene lo de
amarnos unos a otros?
- Mateo, tú que tienes tantas cosas anotadas en tus papiros –le responde Jesús-,
¿no recuerdas haber apuntado algo que dije en cierta ocasión acerca de que
yo estaría presente entre vosotros con ciertas condiciones, aunque esa
presencia no fuera visible?.
- Sí, Maestro –dice Mateo, sonriendo-, y ahora entiendo lo que querías decir
con lo de amarnos recíprocamente.
- Me alegro que lo entiendas –contesta Cristo-, pero haz memoria y di lo que
recuerdes acerca de aquella afirmación mía.
- Dijiste –dice el apóstol- algo así como: “Donde dos o tres estén unidos en mi
nombre, yo estaré allí, en medio de ellos”. Habíamos estado hablando del
poder de la oración y tú nos habías dicho que cualquier cosa que le
pidiéramos al Padre en tu nombre nos lo concedería, con tal de que
estuviéramos unidos, con tal de que tú estuvieras presente entre nosotros por
el amor recíproco. La verdad, Señor –añade Mateo-, que entonces ninguno
de nosotros entendió gran cosa. Ahora, en cambio, parece todo un poco más
claro.
- Ahora crees que entiendes –dice Jesús-, pero en realidad tampoco es así. Y
no es culpa tuya, Mateo. Hasta que el Espíritu Santo no descienda sobre
vosotros, y ya falta poco para eso, no comprenderéis todo con la suficiente
claridad. Pero dejadme que os explique algo a propósito de las palabras que
os dije entonces y de las que pronuncié en la última cena sobre el pan y el
vino. Os hablé entonces de que yo estaré presente en medio de vosotros
cuando cumpláis una condición.
- La de que estemos reunidos en tu nombre –dice, espontáneamente, Simón.
- No “reunidos” –le corrige Jesús-, sino “unidos”. Es decir, con el amor
recíproco como lazo de unidad entre vosotros. No basta con estar físicamente
juntos, pues podríais estarlo y mantener sentimientos de odio en vuestro
corazón. Dios es amor y, por lo tanto, sólo puede hacerse presente donde hay
amor. Porque mi madre era todo amor, pude nacer en ella y tomar carne de
ella. Cuando haya amor entre vosotros, amor auténtico, amor que os haga
260
estar dispuestos a dar la vida el uno por el otro si hiciera falta, entonces yo
me haré presente allí. Y mi presencia os dará la paz , la fuerza y la alegría del
Espíritu Santo.
- Ahora comprendo –exclama Andrés-, por qué en tus primeras apariciones
tras la resurrección, te hacías presente siempre que estábamos reunidos y lo
primero que decías era: ¡paz a vosotros!.
- Y yo entiendo –completa Felipe- lo que nos contaron aquellos discípulos que
iban camino de Emaús y a los que te apareciste mientras iban andando. No te
conocieron al principio, pero sí te identificaron cuando, llegados a la casa de
uno de ellos, les repartiste el pan. Nos contaron que desapareciste
inmediatamente después de aquello, pero que les dejaste el corazón lleno de
valor y de entusiasmo.
- Que quede claro, entonces –insiste Jesús-, que bastan dos o tres, mujeres u
hombres, jóvenes o viejos, apóstoles o recién bautizados, para que yo me
haga presente a su lado. Con tal de que se cumpla esa única condición: la de
que se amen como yo he amado, dispuestos a dar la vida el uno por el otro.
No será suficiente con que uno esté dispuesto a amar, si el otro mantiene
rencor o simple indiferencia en el corazón. Es necesario el amor perfecto, el
amor completo, el amor de todos para con todos. Ese amor es la materia
sobre la que yo me haré presente. Lo mismo que, en la última cena, utilicé
otra materia para expresar esa misma presencia mía. ¿Quién lo recuerda?.
- El pan y el vino –dice Pedro-. Ahora veo por qué has querido que esta noche
cenáramos sólo eso. Pero, Maestro, me gustaría que nos lo explicaras un
poco mejor. Hazte cargo de que todo esto es demasiado nuevo para nosotros.
¡Nos suena tan extraño oír hablar de presencias tuyas en el pan y en el vino o
en el amor que seamos capaces de tenernos unos a otros!.
- En cambio -contesta Jesús-, no te resultó extraño creer en mi presencia en ti
y en vosotros cuando os dije: “Quien a vosotros os escucha a mí me
escucha”. ¿Por qué?.
- Porque –sigue hablando el primero de los apóstoles-, todos entendemos la
necesidad de que exista una jerarquía. Sin un superior es imposible que nada
funcione. Y ese superior, sea yo o sea otro cualquiera, tiene un poder que le
viene directamente de Dios, que emana de ti pues te representa a ti.
261
- Pues bien –dice Cristo-, más importante y necesario aún es tener un alimento
y tener una compañía. ¿Es que Yahvé, cuando ordenó al pueblo que
peregrinara por el desierto, se limitó a ayudarles dándoles a Moisés como
caudillo? ¿No les alimentó con el maná, con las bandadas de codornices, con
el agua que manaba de la roca?. Lo que yo hice en la última cena fue
exactamente eso: el nuevo alimento de la nueva alianza. Vosotros y los que
crean en mí a través de vuestra palabra y vuestro testimonio, serán como
aquel pueblo elegido. Tendrán que peregrinar por muchos desiertos antes de
llegar a la tierra prometida. Desiertos en los que estarán a punto de
desfallecer porque les parecerá que la meta tarda en llegar o porque se
sentirán mirados por los demás como gente extraña que tiene la ridícula
pretensión de tener ideales y de creer en una causa elevada y noble. Esa
peregrinación, esa búsqueda de la perfección, será, simplemente, imposible
si no cuentan con el auxilio divino. Pues bien, lo mismo que mi Padre envió
el maná y el agua para saciar el hambre y la sed del pueblo errante, así
hemos decidido crear un nuevo alimento para consolar, para sostener, para
levantar. Y ese alimento, aunque tenga la forma del pan y del vino, es mi
cuerpo y es mi sangre.
- Ahora entiendo –dice Juan-, por qué, en cierta ocasión, dijiste que tu cuerpo
era verdadera comida y tu sangre era verdadera bebida. Entonces muchos se
separaron de nosotros, pues pensaron que tu doctrina era la propia de un
caníbal, que quería dar de comer su carne y de beber su sangre a sus
seguidores. Te referías al pan y al vino. Pero, Señor, ¿podemos, de verdad,
creer que eres tú quien está presente en el pan y en el vino o es, simplemente,
un símbolo, una forma de hablar?.
- ¿Qué dije yo en la última cena? –pregunta a su vez Jesús.
- Tú dijiste –responde el atento Mateo-, refiriéndote al pan: “Tomad y comed,
esto es mi cuerpo”. Y refiriéndote al vino: “Tomad y bebed todos de él;
porque esta es mi sangre, sangre de la nueva alianza, derramada por vosotros
y por todos para el perdón de los pecados”. Y añadiste: “Haced esto en
memoria mía”. Por supuesto, Señor, que yo no entendí nada de lo que
hablabas, pero creo recordar con precisión que esas fueron tus palabras.
- Así es –confirma Jesús-. Yo no dije: “esto es como si fuera mi cuerpo o
como si fuera mi sangre”. Dije, con toda claridad: “esto es mi cuerpo”, “esta
262
- Creo, Maestro –interviene Natanael-, que estamos todavía muy lejos de los
tiempos en que eso pueda ocurrir.
- Tienes razón –le responde-. No todo se puede conseguir de un día para otro,
pero todo llegará. La paciencia, no lo olvidéis, todo lo alcanza. Y ahora,
vamos a partir el pan y a beber el vino. Vosotros, los apóstoles, repetid
conmigo las palabras de la consagración.
Sentados en torno a la baja mesa, mientras José y Rubén permanecen de pie,
detrás, observando con estupor, lo que ocurre, el grupo de los doce –Jesús y sus once
apóstoles- consagran el pan y el vino. El Señor extiende las manos sobre la comida y la
bebida y los discípulos le imitan haciendo lo mismo. Van repitiendo, tras él, las mismas,
misteriosas y sencillas palabras que dijo en aquella cena que fue la última que celebró
antes de ser conducido a la cruz.
Al terminar la consagración, Jesús parte el pan y lo reparte. Luego les pasa la
copa con el vino. Al acabar los apóstoles, el Señor se levanta y hace un gesto a José y a
Rubén que se acercan, sin saber bien qué hacer. Cuando Jesús les pasa el plato que
contiene dos trozos de paz, ellos, instintivamente, toman uno cada uno y lo comen.
Después hacen lo mismo con la copa del vino. Consumido todo, Jesús les invita a
recogerse un momento en oración para darle gracias al Padre por el don que acaban de
recibir.
- Este es un momento privilegiado –les dice-. Ahora estáis reunidos en mi
nombre y también unidos por la caridad. Acabáis de dejar que yo entre en
vuestro interior, así que, más que nunca, somos una sola cosa. En este
momento, os lo aseguro, el Padre os escucha de una forma especial. Pero,
tened cuidado, no vayáis a caer en la tentación de acercaros a él sólo a pedir.
Ante todo, ya lo sabéis, debéis aprovechar para darle las gracias, también
para pedir perdón por las veces en que no habéis amado lo suficiente. Y no
olvidéis, cuando presentéis vuestras súplicas, incluir en ellas no sólo a los
vuestros, sino también a los que no son de vuestra familia, incluidos vuestros
enemigos.
La oración en silencio se prolonga hasta que Jesús la interrumpe e invita a todos
a ponerse de pie.
- En cierta ocasión –afirma-, me pedisteis que os enseñara a rezar y lo hice. Os
enseñé a llamar a Dios Padre, a alabarle, a pedirle que se hiciera su voluntad
267
- Maestro, déjame decirte una última palabra antes de marcharte –pide Juan,
que se ha puesto de rodillas ante Jesús apenas éste se ha puesto de pie para
irse.
- Adelante –le responde éste.
- No sé cuál será mi final –dice Juan-. No sé si viviré muchos años o si pronto
seré llamado a dar testimonio de ti y terminaré en una cruz, como tú has
terminado. No sé si mi trabajo dará frutos y haré muchos discípulos en ti y
en tu doctrina. Sólo sé una cosa, y de esa estoy bien seguro. Conocerte a ti,
Señor, ha sido lo mejor que me ha podido ocurrir en la vida. Haberte podido
ver, oír, servir, querer, ha sido la más grande las fortunas. Si todo volviera a
empezar y me ofrecieran, a cambio de lo que he vivido, ser César en Roma o
ser el hombre más rico del Imperio, no dudaría un instante: elegiría estar
contigo. Sé que hay un cielo, Señor, que nos espera más allá de la muerte.
Pero, te lo aseguro, yo ya he conocido el cielo. Vivir contigo es el paraíso.
Por eso, cuando me llegue la hora de la muerte y el ángel me pregunte mi
nombre, no le contestaré: “Soy Juan, el hijo del Zebedeo”. Le diré: “Soy
gracias”. Y si él me dice que ese no es ningún nombre, le responderé que no
tengo otro y que mi alma, mi cuerpo, mi vida entera no responden más que a
ese nombre, a esa llamada. Y me pasaré la eternidad, Señor, postrado a tus
pies y diciéndote sólo esa palabra: “Gracias”. Aunque, pensándolo bien,
quizá añada, de vez en cuando, estas otras: “Te quiero”.
Jesús levanta del suelo al más joven de sus apóstoles y se funde con él en un
largo abrazo. Los dos lloran. Pero no son los únicos. Esta vez ninguno se atreve a decir
lo que todos piensan, ni siquiera el espontáneo Rubén. Aunque ninguno de ellos quiere
separarse del Maestro, ni que tengan fin aquellas apariciones del resucitado en las que él
les ha abierto de par en par las puertas de su corazón, todos comprenden que ha llegado
la hora de la despedida. Felipe, sin embargo, rompe el silencio y dice:
- Maestro, nos quedan tantas cosas por saber. Aún no nos has contado cómo
fue exactamente el final de tu agonía. Ni cómo fue tu paso por el reino de los
muertos.
- Sí –dice Jesús-, os queda mucho por saber, pero el resto os lo explicará el
Espíritu Santo. Me despediré de vosotros dentro de unos días, en la cima del
Monte de los Olivos, cerca del campamento de los galileos. Será cuando se
cumplan los cuarenta días de mi resurrección y tendrá lugar a la hora décima.
272
presente para siempre?. Si él nos ha dado ese poder, ¿por qué no utilizarlo?.
Es el mayor de los milagros y nos resultará extraño hacerlo sin su presencia,
pero él así nos lo ha mandado.
- No estaremos sin su presencia –interviene Tomás-. Porque él, si nos
amamos, estará siempre en medio nuestro. Así, estemos juntos y celebrando
la cena, o separados, él no nos abandonará nunca. En verdad, Juan, tenías
razón. Somos los más afortunados de los hombres. El cielo existe y nosotros
somos testigos de ello. Existe el cielo, existe la esperanza, existe la felicidad.
Al mismo tiempo, mientras los apóstoles mantienen esa conversación y, a
continuación, se dispersan por las calles de Jerusalén en busca de un lugar seguro, Jesús
se hace presente en la habitación que ocupan, en casa de Nicodemo, María y
Magdalena. Ambas le están esperando y han aguardado buena parte del tiempo que han
estado a solas, rezando de rodillas. Cuando aparece el Resucitado, las dos se levantan y
corren hacia él. Magdalena, como siempre, se arrodilla y le besa los pies. Su madre, en
cambio, permanece, más serena, a corta distancia de su Hijo, mirándole a los ojos y
sonriendo.
- Magdalena, querida hermana –dice Jesús-, suéltame, por favor. Quiero estar
a solas un rato con mi madre.
- Sé, Señor –responde ella-, que ya tuve mi tiempo, allá en aquella colina
sobre el lago de Galilea. Pero no quisiera despedirme de ti sin darte las
gracias. Tu fe en mí me ha dado fuerza para creer yo en mí misma y, desde
ahí, para poder cambiar. Yo, como mujer, no tengo estudios y hay muchas
cosas de las que tú hablas que no las entiendo, aunque comprendo que se
debe a mis pocas luces. Pero la vida me ha enseñado a descubrir lo que es
auténtico de lo que es falso, lo mismo que se sabe cuándo una moneda es de
plata de ley o cuándo no. Tú, Señor, eres oro puro. Por eso yo no entré en
crisis, como tus apóstoles, cuando te apresaron y crucificaron. Ellos tuvieron
dudas sobre si eras o no el Mesías, al verte tan débil, fracasado, sin poder.
Ellos son hombres y necesitan razones para creer; son tan débiles que
necesitan, sobre todo, que el éxito acompañe siempre sus empresas. Yo soy
sólo una mujer y me basta, para creer en algo, consultar a mi propio corazón.
He visto tanto en la vida, he sido testigo de tantas hipocresías, de tanta doble
vida, que ya no creo ni en las apariencias ni en el boato de las hermosas
ideas; sólo creo en los hechos. Y tú, Señor, tú eres una realidad; tú no sólo
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eres alguien que ame, que haga el bien; tú eres el amor hecho hombre, la
bondad encarnada. En ti no he visto la doblez que descubría en aquellos
clientes míos que fustigaban la prostitución durante el día pero que luego
venían a buscarme por la noche. Tú eres la coherencia absoluta. Por eso,
Señor, he creído en ti. Lo que me extrañó no fue que te crucificaran, sino que
no te hubieran crucificado antes. Y ahora que te he dicho todo esto, ya me
puedo ir tranquila. Pasaré el resto de mi vida en acción de gracias por haberte
conocido. Y estoy segura de que la historia, esa historia en la que siempre
quieren entrar los hombres como protagonistas, se acordará de mí. Me
bastará que me recuerden como alguien que te fue siempre fiel y que sólo
aspiró, como recompensa, al privilegio de poderte amar, de poderte servir.
- Gracias Magdalena –responde Jesús, que ha levantado a la mujer del suelo-
por tu amor, por tu fe, por tu fidelidad. Pasarás, efectivamente, a la historia
como un modelo de esas tres virtudes. También serás contemplada y
admirada por muchos como un ejemplo de que merece la pena darle a la
gente nuevas oportunidades. Tú eras esa oveja perdida de que yo hablé un
día, cuando me presenté como el buen pastor que sale en busca del que está
extraviado. Tú me confirmas en mi misión, pues yo he venido para eso, para
salvar a los hijos dispersos de la casa de Israel y del resto de las naciones.
Quiero decirte también que Juan tiene un regalo para ti, algo que te
sorprenderá y que te alegrará indeciblemente.
- ¿De qué se trata, Rabbuní? –pregunta, curiosa, Magdalena.
- De mi propio cuerpo y de mi propia sangre –le contesta Cristo-. En aquella
última cena en la que no estuviste ni tú ni mi madre, yo instituí un nuevo tipo
de sacerdocio. Un sacerdocio que, por la gracia y la fuerza de Dios, hace
capaz al hombre de renovar mi sacrificio redentor de la Cruz, aunque de
forma incruenta. Un sacerdocio que permite que el pan y el vino se
transformen en mí mismo, en presencia real mía. Juan conservó, de la cena
de esta noche, un pedazo de ese pan y os lo traerá mañana, a mi madre y a ti.
Porque de esa cena podéis participar las mujeres tanto como los hombres.
- Sé –dice Magdalena-, que el sacerdocio es algo reservado para los hombres
en nuestro pueblo. Pero, en la nueva alianza que tú has establecido entre
Dios y los hombres, ¿no podríamos nosotras tener acceso a ese sacerdocio?
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ningún apóstol tan dispuesto a defender las cosas tal y como tú las has
establecido como lo estaré yo. No te entretengo más. Bendíceme y saldré de
este cuarto inmediatamente.
Jesús pone sus manos sobre la cabeza de la antigua pecadora. Una profunda paz
desciende sobre ella. De repente, Magdalena coge las manos del Maestro y las llena de
besos. De besos y de lágrimas. Luego, sin decir palabra, sale de la habitación. En ella
quedan, a solas, Jesús y su madre.
- Te quiere mucho –dice María.
- Lo sé –responde Jesús-. Y, precisamente porque su amor es verdadero, es por
lo que nunca ha intentado seducirme. Ella sabe que yo tengo una misión que
cumplir y ha sido la primera en ponerse no sólo a mi servicio, sino al
servicio de esa misión. Su amor es puro porque no es un amor interesado.
Ella no me quiere para ella, sino que busca ante todo mi felicidad, mi bien.
Como ha comprendido que eso sólo pasa por el cumplimiento de la tarea que
me ha encargado mi Padre, ha aceptado desde el primer momento unir ambas
cosas, el amor a mí y el amor a la causa de la redención. Pero no hablemos
más de los otros, madre, sino de ti y de mí.
- Sé que te tienes que ir y sé que esta noche es la despedida –afirma María,
que, al contrario que Magdalena, consigue, con grandes esfuerzos, no
ponerse a llorar-. Y sé que sabes que es muy difícil para mí esta despedida.
- Los dos sabemos todo el uno del otro –contesta Jesús a su madre-. No hay un
sentimiento que esté en el corazón del uno que no aparezca inmediatamente
en el del otro. Sí, me tengo que ir. Y tú te tienes que quedar. Al menos
durante una temporada. Debes cuidar de mis hermanos, de tus hijos. Debes
procurar que estén unidos. La unidad, madre, es la clave de la supervivencia
de mi familia. Son jóvenes, entusiastas, generosos; me quieren todos
muchísimo y están dispuestos a hacer cualquier cosa por mí; pero, a la vez,
están siempre litigando y sino hay una fuerza que los una, no tardará en
surgir la división. Tú debes ser esa fuerza, madre. Tú debes poner paz entre
ellos, hablar a cada uno de lo bueno que tiene el otro, de las razones que
tiene para obrar como obra. Sólo tú puedes hacerlo. Por eso no te llevo
inmediatamente conmigo. Por eso me atrevo a pedirte este nuevo sacrificio.
- He oído –contesta la Virgen- lo que le has dicho a Magdalena sobre el pan y
el vino que se convierten en tu cuerpo y tu sangre. Eso aliviará tu ausencia.
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Haré lo que me pides, lo mejor posible. Lo malo será cuando alguno de ellos,
o de los que crean en ti por su palabra, empiece a no reconocerme a mí como
madre. ¿Qué deberé hacer entonces?.
- Por desgracia, sucederá, aunque no ahora, inmediatamente –dice Cristo-.
Cuando llegue ese momento, ya estarás conmigo en el cielo. Y lo que
habremos de hacer es tener paciencia y tener misericordia. Los hombres se
empeñan en no querer usar el corazón y en emplear sólo la cabeza. Y la
cabeza es tan fácilmente manipulable que, con esa sola luz, se van a extraviar
con demasiada frecuencia. Por eso algunos no te entenderán a ti, porque tú,
como todas las madres, eres más fácilmente comprensible con el corazón que
con la cabeza. Pero, de momento, estos apóstoles te quieren todos y con
todos ellos puedes ejercer tu misión mediadora y pacificadora.
- Nunca te he pedido nada, ni tampoco a tu Padre. Quisiera hacerlo ahora –
solicita María.
- Adelante, Madre –responde Jesús, sorprendido.
- En estos años, sobre todo en los de tu vida pública, aunque he seguido
muchas cosas desde lejos, he ido comprendiendo cuál era tu misión. No es
nada fácil, y no me refiero a lo que ya has hecho, sino a lo que te queda por
hacer. Los hombres, hijo, sufren mucho en la vida. Hay muchas lágrimas que
enjugar, mucho dolor que consolar. Ellos, pobrecillos, tienden a pensar que
Dios no les quiere cada vez que algo les va mal. No tienen motivos para
dudar del amor de Dios, pero no dan más de sí y les resulta muy difícil creer
en ese amor cuando tienen problemas, a veces incluso cuando tienen sólo
algún pequeño problema. O se les quiere así, o no se les quiere. Por eso
deseo pedirte que me concedáis el don de poder interceder por ellos. No digo
que todo lo que yo os pida me lo concedáis, pero sí mucho de lo que pida. Sé
que ellos pueden y deben pediros a vosotros –el Padre, el Espíritu y tú
mismo- lo que necesiten. Muchos lo harán y yo no reclamo ningún tipo de
exclusiva en la mediación. Pero otros, como sucedió en Caná ¿te acuerdas?,
preferirán que sea yo, la madre, la que consiga los favores que necesitan. Si
tengo que hacer de madre de ellos, tendréis que darme la oportunidad de que
lo haga con eficacia. Como es lógico, nada me quedaré para mí. Cuando
ellos acudan a mí, tanto a pedir como a agradecer los dones recibidos por mi
mediación, les dejaré claro que es a vosotros a los que tienen que
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agradecérselo. Los milagros sólo los hace Dios, no una pobre mujer como
yo. Pero también una humilde mujer de un pueblo de Galilea puede hacer de
abogada y de mediadora. Quizá, incluso, más que alguien con más letras que
yo, pues, precisamente por mi origen y por mi experiencia en la vida, sé
mejor que otros lo que es sufrir y lo mal que se pasa. ¿me concederás este
deseo, Hijo?.
- Te prometo, madre –responde Jesús- que no sólo te llamarán bienaventurada
todas las generaciones, sino que acudirán a ti, de Oriente y de Occidente,
para poner a tus pies súplicas y flores de agradecimiento. Tú serás la Reina
de los apóstoles. Tú serás el plano inclinado que haga más fácil a los
hombres acceder a la Majestad de Dios. Tú, orgullo de Israel, serás siempre
el corazón abierto, corazón inmaculado, capaz de comprender al que sufre y
al que llora y capaz de interceder por él. Nada te será negado, porque tú no te
has negado a nada de lo que Dios te ha pedido.
- Bendíceme a mí también, ahora, Hijo –dice María, poniéndose de rodillas
ante Jesús.
Como antes con Magdalena, el Señor coloca sus manos en la cabeza de la
Virgen. Ella, ahora sí, llora. Son unas lágrimas mansas, que se deslizan dulcemente por
sus ojos eternamente jóvenes. Pero, para sorpresa de ella, tras unos momentos de
oración en silencio, Jesús la coge de la mano y la hace levantar. Entonces es él quien se
pone de rodillas ante ella y le dice:
- Madre, yo soy Dios. Pero tú, inferior a mí en cuanto criatura humana, eres
mi madre. Por eso, ahora, como cualquier hijo que está pronto a salir de casa
para emprender un largo viaje, te suplico: bendíceme tú.
Sorprendida, la Virgen pone, a su vez, las manos en la cabeza de su divino Hijo.
Manos temblorosas por la emoción, encallecidas por el uso de la rueca y del estropajo.
Manos que sólo saben contener misericordia. Manos que dan, manos que piden para
poder dar.
No dura mucho la escena, pues María se siente incapaz de hacer otra cosa más
que musitar una breve oración dirigida al Padre en la que le da las gracias por haber
podido participar en la obra de la redención y, sobre todo, por haber sido la madre de
aquella extraordinaria criatura, del Dios hecho hombre, del salvador del hombre. Luego,
lo mismo que antes había hecho su Hijo con ella, le levanta. Los dos se funden en un
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fuerte, eterno, abrazo. Los dos lloran. La madre besa al Hijo en la mejilla y éste lo hace
en la frente.
- Hasta pronto, Madre –dice Jesús cuando se separan, a punto ya de partir-.
Nos veremos dentro de unos días en la cima del Monte de los Olivos. Cuida
de mis hermanos y recíbeme, cada día, en el milagro del pan y del vino.
Hasta pronto.
- Adiós, Hijo –contesta María, alargando su mano para rozar, con la punta de
los dedos, la mano extendida de Jesús en el momento en que éste desaparece
de la habitación-. Hasta pronto. Será una eternidad la vida sin ti, por poco
que dure la separación. Pero será una eternidad que dedicaré a amarte a ti en
ellos, especialmente en los que llevan la marca de tu cruz, en todos los que
sufren. Tú me necesitas en ellos y yo, como hice cuando te llevaron al
Calvario, no te fallaré.
Después de unos momentos, repuesta ya de la emoción y enjugadas las lágrimas,
María abre la puerta y busca a Magdalena, que estaba de rodillas, rezando, a una cierta
distancia.
- Pasa, hija –le dice-. Jesús se ha ido. Le volveremos a ver dentro de unos días.
Le consolaremos y abrazaremos mañana, cuando Juan nos lo traiga en el pan
consagrado. Ahora vamos a descansar. Mañana tenemos mucho que hacer.
Tenemos que seguir cuidando de Jesús, de un Jesús distinto pero a la vez
igual, del Jesús que está en el pobre, en el niño sin padres, en el anciano
abandonado, en la víctima de las guerras, en los que pasan hambre. Sí,
tenemos mucho que hacer, tenemos mucho que amar. Todo es gracia de
Dios, todo es don de Dios. Don la fuerza para amar, don la posibilidad de
aliviar el sufrimiento ajeno, don también la posibilidad de colaborar con
Jesús en la redención uniendo nuestro sufrimiento al suyo. Todo es gracia,
todo es amor de Dios. Y nosotras tenemos que hacérselo saber a los
hombres.