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LAS CONFESIONES DEL JOVEN DIOS

INTRODUCCIÓN

Esto es una novela. Que nadie vea en este libro nada más que eso. Cualquier otra
intención haría crecer hasta lo insoportable la osadía de poner en boca de Jesucristo sus
sentimientos más íntimos. Porque, si ya es difícil saber lo que siente un ser humano ante
circunstancias tales como la decepción, el fracaso, el sufrimiento o la muerte, resulta
simplemente imposible saber lo que experimentó el Hijo de Dios. Como mucho,
podemos imaginarlo, partiendo de las propias experiencias o de aquellas otras que, sin
tener su origen en uno mismo, la vida a arrojado a tu orilla como un mar va poniendo en
la arena de la playa los restos de tantos naufragios.
Moviéndome, en cambio, en el género literario de la novela, provisto de las
mejores intenciones y del asesoramiento de lo que antes de mí han dicho de Cristo
santos y teólogos ilustres, me atrevo a adentrarme en el misterio arcano del corazón de
Jesús para poner en su boca, a modo de confesión y de desahogo con sus más queridos
discípulos, sus sentimientos, sus motivaciones, las causas de un comportamiento que le
condujo a la muerte en la cruz.
Claro que el primer interrogante que debo contestar es por qué escribo esta
novela, por qué me atrevo a navegar por el misterioso océano del corazón de un Dios.
La respuesta la dio hace más de ocho siglos San Francisco.
Cuentan los biógrafos del santo de Asís que, en cierta ocasión, éste salió de la
capillita donde rezaba, allá en el dulce valle de la Porciúncula, llorando
desconsoladamente. Sus amigos le preguntaron por el motivo de su congoja y él sólo
atinaba a contestar: “El amor no es amado”. San Francisco había tenido, durante la
oración, una visión espeluznante. Había visto a las multitudes que acudían a rezar en
todos los templos del mundo. Había escuchado sus oraciones y había comprobado que
todas tenían un denominador común: “dame”, “dame”, “dame”. Ante el altar de Dios se
vertían continuamente toneladas de peticiones: por la mujer, por el marido, por los
hijos, por los padres, por el trabajo, por la salud, por las cosechas, por los ganados, por
el éxito en una operación comercial, por el éxito en las guerras incluso. Pero nadie o
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casi nadie acudía al Señor a darle las gracias o a decirle: “Aquí estoy, puedes contar
conmigo. Pídeme lo que quieras, pues necesito darte algo para devolverte, aunque sólo
sea en una ínfima parte, algo de lo mucho que de ti he recibido”. El amor, Dios, no es
amado. Es utilizado, manipulado, explotado. Pero no es amado.
Cuando San Francisco comprendió esto, allá en aquel maravilloso siglo XIII, no
pudo más y rompió a llorar de pena. ¿Qué haría el santo de Asís si viviera hoy? ¿Qué
haría si viera lo que sucede en el mundo actual, en la propia Iglesia de nuestros días?.
Porque hoy el problema es mucho más grave que entonces. No sólo sigue siendo el
denominador común de la espiritualidad de la mayoría de los cristianos la petición. No
sólo ésta predomina sobre la gratitud. Peor aún es el proceso que tiende a
despersonalizar a Cristo, a convertirlo en una idea, en un ente de razón, en una bandera
cargada de ideología y bajo la cual se emprenden batallas casi iguales a las que libran
los políticos.
Dios no ha muerto, aunque lo hayan dicho Marx, Feuerbach, Freud o Nietzsche.
Y, sin embargo, para muchos creyentes, quizá sin saberlo, Dios sí ha muerto. Ha muerto
porque ya no le tratan como a un ser vivo. Ha muerto porque ya no se relacionan con él,
sino con los “valores” que se desprenden de su mensaje. Es por esos valores, tipificados
en el concepto teológico de “Reino”, por lo que muchos dicen luchar, corriendo el
riesgo de dejar de lado al personaje que originó todo, al Hijo de María, al Rey, a
Jesucristo.
Por eso escribo este libro. Por eso me atrevo a suplantar el corazón de aquel
joven Dios que murió crucificado en Jerusalén. Porque creo necesario volver a recordar
a los cristianos que es a él a quien debemos amar pues es él quien nos amó primero. Él
es el origen de nuestra fe, de nuestra esperanza y también el verdadero modelo de
nuestra caridad. Luchar por los valores que están contenidos en el Evangelio sin luchar
por él, sin conocerle y amarle a él, es, de alguna manera, matarle con una muerte peor
que la que le infringieron Pilato y Caifás.
Me gustaría que, al concluir estas páginas, el lector hubiera descubierto o
redescubierto la persona divina y humana de Cristo. Me gustaría, porque ese es el
objetivo del cristianismo: conducir el hombre a Dios a través de Jesús de Nazaret, único
mediador entre Dios y los hombres. Si, como resultado, el lector crece en el amor a
Jesús, si es capaz de hacer un acto de amor afirmando “por ti, Señor, que hiciste tanto
por mí”, entonces no sólo me daré por satisfecho sino que creo que habré contribuido a
que, de verdad, los llamados “valores del Reino” se encarnen en el corazón del hombre.
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UN DÍA DE PRIMAVERA

Monte Tabor en Galilea. Es el quinto día del mes de Iyyar, el corazón de la


primavera. Aunque todavía es muy temprano, empieza ya a hacer calor. Poco, sin
embargo, para lo que sobrevendrá después, cuando el sol se halle en su cénit, antes de
empezar a descender para esconderse tras el lejano mar. Los campesinos, aprovechando
el fresco de las primeras horas de la jornada, están ya en plena cosecha y, desde la
atalaya de la elevada colina, se les ve como hormigas inquietas, dobladas sobre el
amarillo del trigo y la cebada, que va cayendo ante ellos a golpes de hoz y sudor. Otros
empiezan ya a afanarse en las eras, intentando separar el grano de la parva,
aprovechando los tímidos golpes de viento que bajan del Hermón o que vienen de la
costa. Faltan aún treinta días para la gran fiesta de Sabu’ot, en el sexto día de Siwán,
cuando todo buen creyente en Yahvé se sentará a beber con los amigos, tras haber
ofrecido la acción de gracias al Señor por el don de la cosecha que ya estará guardada
en los graneros.
El espectáculo no puede ser más atractivo y ni siquiera a gentes del campo o a
pescadores del vecino lago les deja indiferentes. En la cima del Tabor, aquella mañana,
había sólo un puñado de hombres jóvenes, diez en total. Todos llevaban ya un rato
despiertos y, antes de desayunar, habían recitado las dieciocho bendiciones que debe
elevar a Dios cada israelita al levantarse. Habían dormido allí, apretados en una sucia
cabaña de pastores ahora vacía. En realidad no todos lo habían hecho, pues uno, Simón,
al que llaman el Zelote, había estado de guardia. Los demás tampoco habían descansado
demasiado, más por el miedo que por la incomodidad del lugar.
Sin embargo, la belleza del paraje poco a poco les había ido serenando tras
levantarse. Uno de ellos, Simón, al que llaman Pedro, se encuentra en la parte oeste de
la colina, asomado al balcón que da a poniente. Mira el paisaje y deja que el aire fresco
de la mañana le tonifique, como si necesitara de un suplemento de fuerzas para hacer
algo que le cuesta en exceso.
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Al poco se gira y llama a sus compañeros a voces:


- Andrés, Santiago, Judas, Felipe, venid aquí. Venid todos aquí, tenemos que
hablar.
De los nueve que habían pasado la noche con él, ocho no tardan en llegar. El
noveno, Mateo, está en el otro extremo de la colina, apenas a dos tiros de piedra,
guardando el camino que asciende desde el valle. Están todos muy nerviosos. Uno de
ellos, Tomás, es el primero en hablar, incluso antes de que todos se hubieran sentado en
un apretado corro.
- Es un error haber subido aquí arriba. Estamos en una ratonera. Si vienen a por
nosotros, no podremos escapar. Deberíamos haber permanecido junto al lago.
Allí tenemos amigos que nos hubieran escondido.
- ¡Es un error mucho mayor haberme obligado a mí a abandonar mi sica! –dice
Simón el Zelote-. Con mi cuchillo podía haber hecho frente a media docena de
esbirros de los fariseos mientras vosotros escapabais por el monte. ¡Cuánto lo he
echado de menos esta noche, durante la vela!.
Estas exclamaciones contribuyeron a aumentar el nerviosismo en el grupo.
Algunos se alzaron y empezaron a mirar alrededor, escudriñando atentamente la maleza
y prestando atención a cualquier ruido. Pedro, entonces, volvió a hablar, con una
autoridad y decisión que sorprendió a todos.
- ¡Basta ya de nervios y de cobardía!. Jesús ha resucitado. ¿Es que ya no os
acordáis de lo que ocurrió hace veinte días, cuando se nos apareció el primer
día de la semana mientras estábamos reunidos con las puertas cerradas por
miedo a los judíos?. Y tú, Tomás, ¿han olvidado tus dedos el calor de la
sangre que latía en la herida de su costado?. ¿No ha servido de nada que
anteayer haya estado con muchos de nosotros junto al lago compartiendo el
pescado que él mismo había asado en las brasas?. Jesús ha resucitado,
entendedlo de una vez, y eso significa que nadie nos puede hacer otro daño
que el de quitarnos la vida.
- ¿Te parece poco eso? –le objeta Simón-. Yo no tengo miedo a morir, pero
tampoco tengo ganas de que me maten, al menos sin haberme llevado a un
par de canallas por delante.
- ¡Por favor, Simón, no sigas! –es ahora Santiago el del Zebedeo el que habla-.
Yo tengo tanta sangre caliente como tú, aunque nunca he simpatizado con el
grupo de violentos con el que andabas antes de conocer al Maestro. Pedro
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tiene toda la razón. No debemos tener miedo a nada. Lo más que nos pueden
quitar es la vida y eso no es tanto, después de que estamos seguros de que
hay otra más allá de la muerte.
- ¿Pero podemos estar seguros de eso? –interviene Natanael en la
conversación-. ¿La resurrección de Jesús ha sido un don que Dios le ha dado
a él en exclusiva o es algo a lo que podemos aspirar todos los que le
sigamos?.
- Realmente nos quedan muchas cosas por saber –dice otro de los galileos, de
nombre también Santiago y al que llaman el de Alfeo en referencia a su
padre-. Yo mismo, que soy su medio hermano, pues mi madre y la suya son
primas hermanas, que he jugado con él desde niño en Nazaret y que le he
acompañado en todo momento, no sé interpretar del todo lo que ha ocurrido.
Por eso, Pedro, no debes enfadarte con nosotros si estamos nerviosos o
tenemos miedo. A pesar de eso, y a pesar de que, como dice Tomás, esto es
una ratonera, hemos subido a este monte como él nos mandó, con la
esperanza de que hoy se nos vuelva a aparecer y conteste a algunas de
nuestras preguntas.
- Está bien –responde Pedro-, prometo no enfadarme. Pero intentad vosotros
manteneros tranquilos. Debemos esperar hasta que él llegue y luego, si le
place, nos aclarará la confusión en que nos debatimos. En todo caso, Simón,
olvídate de una vez del uso de las armas. Si algo teníamos que haber
aprendido ya, es que la violencia es incompatible con el seguimiento de
aquel que murió en la cruz perdonando a sus asesinos.
Todavía estaba hablando cuando se oyó a Mateo gritar, desde el puesto de
guardia en el que se encontraba. “¿Quién va?”, preguntó el antiguo recaudador de
impuestos ante el ruido de pasos que se oía en el empinado camino. Los nueve, a una, se
levantaron y mientras Pedro y algunos más se apresuraron a acudir valientemente al
lugar de donde venía el peligro, el resto optó por esconderse entre la espesura.
No habían tenido tiempo de llegar a donde estaba Mateo, cuando ya una voz se
había hecho oír desde el sendero. “Soy yo, Juan. Me acompañan María y Magdalena.
No tengas miedo Mateo, no nos ha seguido nadie”, dijo el hermano de Santiago, hijo
también del Zebedeo.
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- ¿Qué hacen aquí las mujeres? –preguntó a Pedro, molesto, Felipe-. Como si
no fuera ya peligroso para nosotros estar aquí, para, encima, tener que cargar
con ellas en caso de que haya que huir a toda prisa.
- Yo también estoy extrañado –le contestó Pedro-. Ni siquiera sabía que
María, su madre, estuviera en Galilea. Pensé que seguía en Betania, en casa
de Lázaro. Cuando anteayer Juan me pidió permiso para quedarse en
Cafarnaum no me dijo que tuviera pensado reunirse con ella. Y lo mismo
hay que decir de Magdalena. Esperemos a ver qué explicaciones nos dan.
El encuentro no tardó en producirse. Los recién llegados habían terminado ya
con fatiga la subida y estaban ahora en la meseta que corona la colina. Santiago se había
echado en brazos de su hermano y el otro Santiago y Judas, su primo, habían acudido a
besar las manos de su tía. Nadie, sin embargo, parecía interesado en dar la bienvenida a
Magdalena. Esta, llena de ironía, exclamó:
- Gracias por el recibimiento. No hace falta que todos os precipitéis a
saludarme. Hacedlo uno detrás de otro, por favor.
Pedro, que se acababa de incorporar al grupo, contestó, expresando el sentir de
la mayoría de los discípulos de Cristo:
- Sed bienvenidos. Especialmente tú, María. Pero no os extrañéis de nuestra
sorpresa. Jesús nos convocó aquí hace dos días y no nos dijo que nos debiera
acompañar nadie. Este es un sitio peligroso, pues tiene sólo una entrada y,
por lo tanto, una salida. Echarnos a correr monte abajo por las laderas es
difícil y lo es mucho más para dos mujeres, una de ellas ya anciana. En
cuanto a ti, Juan, si sabías que María había sido invitada por su Hijo a venir
aquí, ¿por qué no me lo dijiste, en lugar de engañarme con la excusa de que
tenías que quedarte con tu padre para ayudarle en los trabajos del lago?
¿Temías acaso que yo me opusiera?
- Tienes razón, Pedro –es Juan quien habla, mientras las dos mujeres están en
silencio, María con la vista en el suelo y Magdalena, desafiante, mirando a
los apóstoles-. Debía haber sido sincero contigo y habértelo contado todo.
Tuve una revelación el otro día, en Cafarnaum. Ya sabes que desde que Jesús
me confió a María, allí junto a la Cruz, ella y yo nos mantenemos en una
comunión muy especial, aunque estemos muy lejos uno del otro. Supe que se
encontraba de camino y temí que, si te lo decía, me obligaras a venir aquí sin
ella.
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- He sido yo –interviene María- la que he deseado estar aquí con vosotros. Mi


propio Hijo me hizo ver que el viaje era muy cansado y no exento de
peligros, pero yo le rogué que me permitiera estar en esta reunión. Va a pasar
algo muy importante aquí, en el Tabor, y no quería perdérmelo. Disculpa a
Juan. Por otro lado, no te ha mentido, pues, efectivamente, ayer estuvo
ayudando a su padre en la barca.
- ¿Qué va a pasar, María? -pregunta Tomás, curioso.
- Espera –les interrumpe Pedro-, antes quiero saber por qué está aquí
Magdalena. Tengo que decirte que tu compañía no me es del todo grata, lo
mismo que a la mayoría de nosotros. Te aceptábamos al lado de Jesús sin
entender cómo él te permitía seguirle y servirle, habiendo sido tú una de las
mayores pecadoras públicas de nuestra tierra. Tampoco comprendí por qué
se te apareció a ti antes que a mí en la mañana del día primero de la semana.
Pero te advierto que no estoy dispuesto a consentir que te andes mezclando
con nosotros, como si fueras uno de los nuestros.
- Pedro, Pedro –contesta Magdalena, sin abandonar la ironía- no te pongas
celoso. Si el Maestro se me apareció a mí antes que a ti fue, sencillamente,
porque yo había ido antes que tú al sepulcro. Tenía menos miedo que tú.
Quizá, incluso, le amaba más que tú. Pero no vamos a entrar ahora en eso.
No pretendo unirme a vuestro grupo de forma permanente. Si he venido hoy
aquí es porque me han invitado.
- ¿Quién lo ha hecho? -pregunta Pedro.
- Yo –contesta María-. Cuando os fuisteis de Jerusalén, mi Hijo no me había
dicho lo que iba a suceder. Por eso no me vine con vosotros. Luego, cuando
me enteré, era ya demasiado tarde para alcanzaros, así que pedí a Magdalena
que me acompañara con el fin de no hacer el viaje sola. Espero que no te
parezca mal, Pedro, que ella haya hecho esta obra de caridad conmigo. Creo
que hoy tiene derecho a estar entre nosotros, pero si a ti no te lo parece, estoy
seguro de que aceptará darse media vuelta inmediatamente. ¿Verdad, querida
amiga?.
- Madre –responde Magdalena, ante la sorpresa de todos por el uso de ese
apelativo y por el tono dulce con que le habla-, estoy dispuesta a hacer todo
lo que tú me pidas. Estos –dice, mientras les mira con un cierto aire de
superioridad- todavía no se han enterado de nada. Nosotras, que por algo
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somos mujeres, nos damos cuenta de las cosas antes que ellos, que necesitan
tenerlas ante las narices para descubrir que existen. Pero –se dirige de nuevo
a María-, permíteme que les diga una cosa sobre ese pasado mío que
continuamente me están echando en cara.
- Adelante –dice Felipe, retador-, dinos lo que quieras antes de irte para
siempre.
- No –interviene María, poniéndose en medio del grupo-. Por favor, dejad de
pelear. Mi Hijo ha venido a sembrar la paz, a ser instrumento de unidad, a
romper las diferencias que separan a hombres de mujeres para hacernos a
todos iguales, hijos del Dios Altísimo. Dejad de pelear. Tú, Magdalena,
debes aprender a controlar tu lengua y a perdonar a quien te ofende
injustamente, reprochándote tus viejos pecados. Vosotros, debéis recordar
que mi Hijo salvó a una adúltera de ser apedreada, invitando al que estuviera
libre de culpa a arrojar la primera piedra.
- Madre –dice Juan, que ha acudido al lado de María y le ha pasado la mano
por el hombro-, tienes toda la razón. Perdónanos por ser tan obcecados.
Pedro y todos vosotros, hermanos míos, dadnos de una vez la bienvenida y
vamos a sentarnos en algún lugar fresco, que el calor ya aprieta y estamos
cansados del camino y de la subida. ¿No tenéis agua y algo de comer?.
- Bienvenidos seáis todos –dice Pedro, con una sonrisa franca-, incluida tú,
Magdalena. Vamos al otro extremo de la colina, junto a la cabaña. Allí
esperaremos, rezando, a que el Señor cumpla su promesa y se nos aparezca
para darnos las importantes instrucciones que a ti, María, te ha revelado.
Todos se dirigen, en la mejor armonía, hacia el borde del monte. María ha
conseguido, con su intervención, que el clima de enfrentamiento se disipe. Ha
empezado a cumplir el papel de madre que su Hijo le había encomendado y está
satisfecha por ello. El cansancio hace mella en su cuerpo, pero su espíritu parece flotar
por la alegría de estar rodeada de aquellos muchachos a los que su Hijo tanto amó. Y
también por haber logrado que Magdalena sea admitida, al menos aquel día, entre ellos.
Al llegar junto a la cabaña, Santiago saca de dentro algunos alimentos y todos se dirigen
bajo una encina para dar buena cuenta de ellos.
Están comiendo cuando un viento fuerte, como un torbellino, empieza a soplar
llevándose hojas y pequeños trozos de ramas secas. Pedro y otros más se levantan,
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inquietos. Juan despliega su manto para proteger a María, pero ésta no le da tiempo a
acercarse. A pesar de su edad y su cansancio, se incorpora de un salto y dice:
- Es él. Está aquí.
Todos, entonces, se levantan y miran, ansiosos, a un lado y otro sin ver nada.
Magdalena, excitada, pregunta:
- ¿Dónde, dónde? No le he vuelto a ver desde la mañana de la resurrección y
necesito abrazar de nuevo sus pies y besarle las heridas que le dejaron los
clavos.
- Paz a vosotros –se oye una voz, que todo lo llena, aunque aún no se ve a
nadie-. Paz a vosotros –repite Jesús, haciéndose ahora presente en medio de
los discípulos-. Me alegro mucho de veros. A todos. He deseado mucho estar
aquí, en este lugar tan especial, junto a vosotros. Lo he deseado tanto que
creí que nunca llegaría el día.
“Maestro”, “Hijo”, “Jesús”, “Señor”, se oye decir a aquellos once hombres y a
las dos mujeres que han caído inmediatamente de rodillas al ver al Resucitado. No
tardan, sin embargo, en levantarse. Magdalena, la primera, está antes que nadie a los
pies de Cristo, abrazada a ellos y llorando. Juan, Pedro, Santiago y los demás, le rodean
y pugnan por coger sus manos para besárselas. La única que ha permanecido tranquila,
de rodillas y sin moverse, es María, que contempla, feliz, el espectáculo. Es a ella a
quien primero se dirige su Hijo, mientras, con delicadeza, separa a Magdalena de sus
pies.
- Madre, me alegro, mucho de verte aquí, en tan buena compañía, incluida
Magdalena. Y, sobre todo, me alegro de lo que acabas de hacer. Veo que no
sólo has entendido perfectamente cuál es tu misión, sino que has empezado a
ejercerla. Luego tendremos tiempo de estar un rato a solas tú y yo. Ahora
quisiera explicaros el motivo por el que os he llamado aquí. Pero, antes que
nada, abandonad vuestros temores. Nadie nos molestará hoy y mañana
podréis marchar sin miedo. La próxima vez que nos veamos será en
Jerusalén, dentro de diez días, aunque allí quisiera estar a solas con mis
discípulos.
- Rabbuní –pregunta Magdalena-, ¿no vas a encontrar un hueco hoy para
hablar conmigo?. Sé que no he sido nunca despreciable a tus ojos y por eso
te pido que me trates como a tus apóstoles y que me dejes participar de todos
tus secretos.
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- No, querida amiga –contesta Jesús-, no eres despreciable a mis ojos. He


encontrado en ti más amor que en muchos de ellos y si mucho se te perdonó
fue porque mucho habías amado. Pero hay cosas que sólo ellos pueden hacer
y que luego tendrán que explicar con calma a todos, incluida tú. Te prometo,
sin embargo, que si no podemos vernos hoy lo haremos antes de que mi
partida sea definitiva. Y ahora, pongámonos todos cómodos y empecemos
cuanto antes.
- ¿Pero nos vas a dejar solos, Maestro?, -pregunta Juan, que se resiste a
sentarse ante la noticia de que Cristo no tardará en irse.
- ¿Es que estás pensando en marcharte? -objeta Judas el de Tadeo.
- Tranquilizaos –dice Jesús, mientras se sienta y apoya su espalda en el tronco
de una encina-. Efectivamente, no tardaré mucho en irme, pero no os dejaré
solos. Vendrá a vosotros el Espíritu Santo, el Consolador, que mi Padre os
enviará y que os lo explicará todo, incluido el por qué las mujeres pueden ser
seguidoras mías como los hombres, lo cual veo que os sigue costando mucho
entender. Hoy, sin embargo, no estoy aquí para hablar de despedidas. Os he
hecho venir a Galilea y subir a esta montaña porque éste es un sitio
especialmente querido por mí. Deseo abriros mi corazón y hablaros de algo
que hasta ahora nunca he dicho.
- ¿De qué se trata, Maestro? -le interrumpe Pedro, que se ha colocado a su
derecha. Juan hubiera querido ponerse a su izquierda, pero ha preferido estar
al lado de María, por si ésta le necesita en cualquier momento y así se hallan,
la Madre y el discípulo amado, enfrente de Jesús, en el otro lado del corro.
- En estos tres años –contesta Jesús-, he intentado revelaros los secretos del
Reino de los Cielos. Os he mostrado, ante todo, la plenitud del rostro de Dios
y os he enseñado que es mi Padre y que, por el Bautismo, puede ser también
vuestro Padre. También os he hablado de muchas cosas concernientes a la
vida eterna y a la relación que hay entre el comportamiento moral en esta
tierra y lo que nos espera en el cielo. Me he referido, sobre todo, con
palabras y con obras, a la máxima ley que debe regir el comportamiento de
aquellos que quieran ser discípulos míos, el amor. En definitiva, me habéis
visto actuar y hablar. Me habéis visto también morir y, por último, me habéis
visto, y tocado –dice, sonriendo, mirando a Tomás-, resucitado.
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- Es verdad, Maestro, y estamos dispuestos a dar la vida para ser testigos de


todo eso -contesta Santiago el del Zebedeo.
- Lo sé –sigue diciendo Jesús-. Aunque todavía tenéis mucho miedo, sé que ya
no me traicionaréis nunca. Cuando recibáis el Espíritu, que será exactamente
dentro de un mes, durante la fiesta de Sabu’ot, el miedo desaparecerá. Pero
no quiero adelantar acontecimientos. Lo que quería deciros es que habéis
visto muchas cosas de mí, habéis escuchado mi mensaje y presenciado mis
obras. Sin embargo, es posible que lo más importante no lo hayáis captado
todavía.
- ¿Te refieres a tu divinidad? -pregunta Tomás, que ya le había confesado
como Dios días antes, cuando metió sus manos en los agujeros de los clavos.
La pregunta de Tomás inquieta a más de uno. Santiago el de Alfeo, su primo
Judas, Felipe, Natanael y el propio Andrés, el hermano de Pedro, se mueven, nerviosos,
en su sitio. Para ellos, todavía, la divinidad de Cristo, que no rechazan, supone un trago
difícil de pasar. Son buenos judíos y, a pesar de que dos de ellos son parientes muy
próximos del Señor, tienen serios problemas de conciencia para aceptar que Dios, el
Todopoderoso Yahvé, se haya podido hacer hombre, como si fuera una de esas
manifestaciones de los dioses paganos en que creen griegos y romanos. Jesús lo sabe, lo
mismo que sabe que todo tiene su momento y que la próxima venida del Espíritu Santo
disipará todas las dudas. Por eso continúa hablando, sin hacer demasiado caso del
nerviosismo de algunos de sus discípulos.
- No, Tomás. No me refiero a lo de mi divinidad. Sé que a algunos –y mira a
su primo Santiago especialmente- os cuesta todavía aceptar eso. Pero no
tardaréis en quedar convencidos. No me refiero a mi relación con el Padre,
sino a mis propios sentimientos. ¿No os habéis preguntado nunca cómo me
he sentido yo en estos años? ¿No os ha interesado saber qué pensaba cuando
la multitud quería coronarme Rey después de haber hecho la multiplicación
de los panes? ¿Y cuando de aquellos diez leprosos que curé sólo uno volvió
para darme las gracias? ¿No os ha inquietado el dolor que yo tuve en la
noche previa a mi muerte, cuando, por ejemplo, oí como tú, Pedro –mientras
le habla le coge cariñosamente la mano- negabas tres veces que me
conocías?.
- No me recuerdes ese momento tan triste –dice Pedro, con la mirada en el
suelo-. Cuando pienso en él, me vienen ganas de irme lejos y, quizá, hacer lo
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que hizo Judas, ahorcarme. Siento una vergüenza infinita por haberte
traicionado, Señor.
- Querido Pedro –sigue diciendo Jesús, con la mano de su apóstol entre las
suyas-, no pretendo que recuerdes y mucho menos pasarte factura alguna. Lo
que quiero deciros es que hay algo que no sabéis y que deberíais estar
interesadísimos en averiguar. Me refiero a lo que ha existido en estos años en
mi propio corazón. ¿Queréis que os abra mi alma? ¿Estáis dispuestos a
soportar el conocimiento de realidades que pueden seros más duras que el
sentimiento de culpa que ahora aplasta a Pedro?
- Hijo –interviene María-, creo saber a qué te refieres y creo conocer muchos
de los secretos de tu corazón. Pero piensa, primero, no sólo si ellos están
dispuestos a saber sino también si todos están capacitados para llevar ese
peso sobre sus espaldas.
- Adelante –dice Juan-. Por mí, Señor, no te eches atrás. Tú sabes que te
quiero y aunque yo también dudé la noche de tu prendimiento, estaba a tu
lado junto a la Cruz. Quiero saber lo que has sentido, amado y sufrido.
Quiero saberlo, no por una curiosidad inútil, sino porque sólo conociéndote
así podré amarte como tú mereces, que es infinitamente más de lo que ya te
amo, aunque me parece que te amo con el nivel mayor que puedo alcanzar.
- ¿Estáis todos dispuestos? –pregunta Jesús-. Debéis tener presente que
conocer mi corazón os hará conocedores también del enorme daño que me
han hecho algunas de vuestras acciones y eso supondrá, como os advertía mi
Madre, un peso mayor sobre vuestras conciencias. Además, cuanta más luz,
más responsabilidad. Si os confío nuevos talentos, más os voy a exigir.
¿Estáis dispuestos? Si alguno duda, prefiero que se aleje y que haga guardia
al borde de la colina.
“Sí”, “sí”, “adelante”, responden todos, deseosos de ser partícipes de algo en lo
que, torpemente, nunca habían reparado, a pesar de haber estado siempre tan cerca del
Maestro y a pesar, incluso, de haberle visto llorar y sufrir. Felipe, sin embargo, tiene
una objeción que hacer y la expresa abiertamente.
- ¿Y ésta? –dice, señalando a Magdalena-. ¿Tiene capacidad para entender tus
secretos? ¿Sabrá guardarlos o, como todas las mujeres, irá por ahí
contándolos a unos y a otros, como si echara los más preciados tesoros a los
cerdos?
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- Ésta, como tú la llamas –responde Jesús, sin perder la paciencia-, es alguien


que ha estado a mi lado con más fidelidad que tú, querido Felipe. Ésta, que
tiene un hombre hermoso, pues se llama María, aunque la conozcáis por
Magdalena debido a su origen, no huyó cuando me crucificaban; fue la que
me dio el cuidado que mi cuerpo necesitaba a la hora de introducirme en el
sepulcro, y vino, la primera, a verme en la mañana de la resurrección.
Además, ésta y el resto de las mujeres, son tan capaces como vosotros de
guardar secretos y aún son más capaces que muchos de vosotros de dar
testimonio de mí. Por ellas será custodiado con fidelidad mi mensaje a lo
largo de los siglos y ellas tendrán una misión importantísima en la
continuación de mi obra. Es cierto que ni a ella ni a mi madre les permití
estar en aquella última cena en la que os di la potestad de transformar el pan
y el vino en mi cuerpo y mi sangre. Pero, esa salvedad aparte, en todo lo
demás, son iguales en dignidad, en misión y en cercanía a mi corazón. Por
eso he permitido que mi madre la trajera. De lo contrario me hubiera bastado
con decirle lo que iba a ocurrir aquí, a tiempo de que hubiera hecho el viaje
con vosotros. Si esperé, fue sólo para que Magdalena tuviera ocasión de
acompañarla. Así que, desechad, de una vez por todas, vuestros recelos para
con ella y para con las demás mujeres. Sé que os cuesta, pues el peso de
nuestra cultura es de muchos siglos y no puede ser suprimido de un día para
otro. Pero quiero que, de ahora en adelante, nadie se dirija a ella con
reproches por su pasado o por su condición de mujer. Hay algo que ni ella, ni
siquiera mi madre, podrá hacer, como tendré ocasión de explicaros cuando
nos encontremos en Jerusalén. Pero, como os digo, en todo lo demás, están
llamadas a ser testigos de mi vida, de mi mensaje y de mi resurrección, igual
que vosotros.
Felipe ha escuchado las palabras de Jesús en silencio, con la mirada fija en la
tierra. Nadie ha rechistado y todos comprenden que deben dar pasos de gigante para
seguir a Cristo en la nueva mentalidad en la que quiere introducirles. Aunque a algunos
les cuesta más que a otros, todos están dispuestos a nacer de nuevo, a dejarse
transformar por dentro y por fuera. Magdalena, por su parte, ha estado oyendo a Cristo
también con la mirada en el suelo, pero con una sutil sonrisa en los labios. No esperaba
menos de él, aunque sabe que tendrá que aceptar siempre el misterio de que ella no
pueda ser exactamente como cualquiera de los apóstoles. No le costó no participar en
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aquella cena que fue la última por celebrarse poco antes del prendimiento. Pero eso fue
porque ignoraba lo que allí el Señor iba a hacer. Ahora que ha escuchado del propio
Cristo la reiterada exclusión de su presencia en ese tipo de misterio, reservado sólo a
algunos de sus discípulos varones, sí le resulta duro aceptarlo. Pero la certeza de que el
amor de su Salvador no es menor hacia ella que hacia los más queridos de sus apóstoles,
le sirve de consuelo. Como le sirve de consuelo pensar que, en el fondo, lo que importa
no es recibir honores o dignidades, tener acceso o no a los puestos de mando, sino amar.
Y en el amor, ella es maestra. Por eso sonríe mientras escucha la defensa que de ella y
de las demás mujeres hace Jesús. Sonríe y acepta.
- Dicho esto –sigue diciendo Cristo-, vamos a empezar cuanto antes. El tiempo
apremia y sólo dispongo del día de hoy para abriros de par en par las puertas
de mi corazón. El resto, tendré que contároslo en Jerusalén.

LA ESCUELA DE NAZARET

- Mis primeros recuerdos –empieza diciendo Jesús, mientras sus discípulos se


apiñan a su alrededor, dispuestos a no perderse ni una sola de sus palabras-
no son de personas ni de lugares, sino de sensaciones. No sé la edad que
tendría, ni si era verano o invierno. Mucho menos me acuerdo del paisaje.
No recuerdo, ni siquiera, la cara que por entonces tenía mi madre. Mi
memoria evoca sólo una cosa: paz. Era, sobre todo, eso: paz, una paz
inmensa, una paz que me venía de fuera y que encontraba en mí la respuesta
adecuada; una paz que, a la vez, nacía de mí y que hallaba en el exterior, en
mi madre y en José, mi padre, una sintonía plena. Quizá os preguntaréis
cómo puedo acordarme de una sensación tan frágil y tenue como es la de la
paz, pero posiblemente la persistencia de ese recuerdo en mi memoria se
deba a que fue lo primero que noté con auténtica firmeza. Tanto que, cuando
empecé a poder analizar mis sentimientos me di cuenta de que ése había sido
el más original y fuerte de todos ellos.
15

- ¿Qué quieres expresar con la palabra “paz”, Maestro? -pregunta Judas, su


primo.
- Quiero expresar una sensación más completa que esa otra que tanto usan los
griegos y que denominan “felicidad”. Como algunos de vosotros sabéis, para
algunos grandes pensadores griegos, la felicidad sería equivalente a la
ausencia de problemas. Otros, en cambio, la identifican con el adecuamiento
de las obras a los dictados de la conciencia.
- Esto último –señala Pedro- sería parecido a lo que enseña la Torah con
respecto al cumplimiento del decálogo.
- Sí, sería parecido –afirma Jesús-, pero no es lo mismo. En todo caso, cuando
yo evoco mis primeras sensaciones no puedo definirlas con otra palabra más
que con ésta: “paz”. Una paz que brotaba de mí, como si en mí estuviera el
manantial que la generaba. Una paz que recibía de los que me rodeaban, de
mi padre y de mi madre, porque ellos también la poseían. Era una paz que
me hacía ignorar el miedo, que me hacía ser absolutamente dichoso.
- Fuiste un niño muy especial –interviene María en la conversación-. Apenas
llorabas. Aprendiste prontísimo a sonreír y tu sonrisa era un arma que rendía
cualquier obstáculo. Recuerdo un día en Belén, antes de que tuviéramos que
huir precipitadamente a Egipto. Habían venido a vernos algunos de nuestros
amigos pastores y les acompañaba un vecino que no se creía lo que ellos le
habían contado acerca de la aparición de los ángeles en la noche de tu
nacimiento. Decía que era imposible que el Mesías hubiera nacido en aquella
cuadra de ganado, sin riquezas ni privilegios. Cuando Rasón, nuestro amigo,
lo introdujo en la cueva, él no dudó en exclamar que todo era una
superchería. Entonces te vio. Estabas en la pequeña cuna que tu padre había
fabricado para ti. Tú, como si te estuvieras enterando de todo, le dedicaste
una sonrisa tan hermosa que el pobre cayó de rodillas al instante y comenzó
a llorar.
- No sé si sonreía así como dices tú, madre –recoge el hilo de la conversación
Jesús-. Sólo sé que mi primer recuerdo era de paz, una profunda y completa
paz. Y esto no duró sólo unos meses, sino que persistió en mí hasta el
momento en que empecé a tener conciencia de mí mismo.
- ¿Quieres decir –pregunta Juan- que cuando te fuiste haciendo mayor perdiste
esa paz interior?
16

- No, no la perdí, pero surgieron otras sensaciones, otros sentimientos, otros


recuerdos. Empecé ya a atesorar en mi memoria rostros y paisajes, también
sabores y olores. Me acuerdo perfectamente de Egipto, pues no en vano viví
allí hasta los cinco años. Vivíamos en un poblado cerca de Alejandría, junto
a otros judíos. El río estaba cerca y lo oía día y noche. El calor, un calor
pegajoso y húmedo, lo envolvía todo y todo lo llenaba de sudor. También
recuerdo, a pesar de haber pasado tantos años, los mosquitos que te acosaban
a todas horas y que te impedían dormir tranquilo, o el olor de los
excrementos de los animales, que algunos utilizaban dejándolos secar para
hacer adobes con que construir las chozas en que vivíamos, mientras otros
los usaban para quemarlos en lugar de madera. Con todo, la sensación más
fuerte que, de aquella época, evoca mi memoria sigue siendo la de la paz.
Era como antes, pero en esos años yo ya sabía de dónde procedía. Mis padres
me hablaban con frecuencia de Dios. No era un extraño para nosotros y, sin
embargo, yo sentía que era más mío que suyo, como si ellos me estuvieran
hablando de alguien a quien yo no debiera conocer pero que sin embargo
conocía más de lo que ellos pudieran imaginar. Mi padre y mi madre eran
una fuente de paz. Nunca peleaban. Cuando en algo no estaban de acuerdo,
los dos pugnaban por ceder a fin de que el tesoro de la paz que custodiaban
no se perdiera. Los acontecimientos que afectaban a nuestra vida, tales como
los problemas económicos, las enfermedades o incluso los avatares de la
vida pública, no conseguían turbar la armonía que había en nuestra casa. La
certeza que teníamos de que Dios nos amaba y nos protegía era tan grande
que, pasara lo que pasara, todo lo aceptábamos como algo pasajero, sin la
mayor importancia.
- ¿No te acuerdas –pregunta María- de aquella vez que un niño te insultó y te
pegó porque no quisiste unirte a su pandilla y participar con él y sus amigos
en sus travesuras?
- No, madre, no lo recuerdo, lo siento. Seguro que fue algo sin importancia.
Cuéntanoslo tú, por favor.
- Si no se me ha olvidado fue porque nos llamó mucho la atención a José y a
mí. Vivíamos, como has dicho, en las afueras de Alejandría, la gran ciudad
egipcia. Formábamos parte de la colonia judía, donde habíamos sido bien
acogidos y sin que nadie nos hiciera preguntas comprometedoras acerca de
17

los motivos de nuestro viaje. Pero teníamos vecinos que no eran judíos y, por
lo tanto, no observaban la ley de nuestros padres. Sus niños eran, como
todos, muy traviesos. Lo normal era que los niños judíos no se mezclaran
con ellos. Sin embargo, tú, Jesús, tenías la tendencia ya desde entonces a
romper cierto tipo de normas. Jugabas con ellos lo mismo que con los
muchachos de nuestra raza. Los juguetes de maderas y de trapo que te
hacíamos tu padre y yo, los compartías por igual con unos y con otros. Eso
hacía que fueras muy querido por todos, aunque nunca conseguiste que tus
dos grupos de amigos se unieran entre sí. Cuando ya tenías casi cinco años,
poco antes de marcharnos de Egipto para regresar a Galilea, llegó a nuestra
aldea una familia de emigrantes que venían del sur, de la antigua ciudad de
Tebas. Su niño pequeño era mayor que vosotros y pronto se hizo el amo del
grupo. Todo cambió con su llegada. La familia era celosa adoradora de
Amón, de Ra, de Osiris y del resto de los dioses egipcios. Su hijo intentó que
todos asumieran ese culto y lo consiguió excepto contigo. Para provocarte y
ponerte en ridículo, propuso, sin que tú lo supieras, organizar un ataque a la
sinagoga de nuestra aldea. A ti te habían dicho que se trataba de jugar a los
disfraces y, cuando te quisiste dar cuenta, el grupo se encontraba tirando
pellas de barro a nuestra casa de oración. Tú, entonces, te enfrentaste a ellos.
Según me contó después la madre de uno de tus compañeros, con la que me
llevaba especialmente bien, te encaraste con el recién llegado y le
preguntaste si a él le gustaría que los judíos, los griegos o los romanos tiraran
piedras al templo de sus dioses. No te contestó. Simplemente te dio una
paliza. Volviste a casa lleno de golpes, con una ceja partida y sangrando.
Ninguno de tus antiguos amigos te había defendido, aunque todos confesaron
después que se habían sentido avergonzados por lo ocurrido. Lo curioso fue
que no llorabas y que no querías darme explicaciones de lo que había
sucedido. Como digo, me tuve que enterar por una vecina. En ningún
momento maldijiste a tu enemigo, ni prometiste venganza contra él o sus
dioses. Cuando me enteré de lo que había sucedido y te pregunté detalles, te
limitaste a decir: “Pobrecillo, cree que es con la fuerza como va a conseguir
adeptos para su religión. Tenemos que perdonarle, madre, porque no sabe lo
que hace”.
18

- No, la verdad es que no guardo ningún recuerdo de esa paliza –contesta


Jesús-. Tú nunca me habías hablado de ella hasta ahora –le dice a su madre-.
Seguramente aquellas heridas fueron tan pequeñas que no merecieron ocupar
ni un hueco en mi memoria.
- No –contesta María-, no fueron tan pequeñas. Lo que pasa es que tenías una
increíble capacidad para olvidar el daño que te hacían. En cambio, cualquier
favor que alguien te hiciera, por pequeño que fuera, lo recordabas durante
mucho tiempo para agradecerlo. Eras, ya desde niño, como un mendigo
necesitado de amor que besaba la mano del que le daba una limosna de
cariño. Incluso si a veces alguien que antaño se había portado bien contigo
luego te hacía sufrir, le excusabas diciendo que era mucho más importante la
deuda de gratitud que tenías con él que la ofensa que te acababa de hacer,
aunque eso no fuera del todo cierto.
- Bueno, madre –interviene Jesús-, te agradezco que me refresques la
memoria, pero déjame que siga ahora con mis propios recuerdos y no me
saques los colores hablando delante de todos de las cosas buenas que hacía.
- Gracias, María –dice Juan-, por lo que nos has dicho. Pido a Dios que
tengamos alguna vez tiempo tú y yo para que me puedas contar todo con
detalle. Pero ahora sigue tú, Maestro, abriéndonos tu corazón. Te
escuchamos.
- Mi siguiente recuerdo está ya situado en Nazaret. Del viaje sólo puedo
evocar un vago sentimiento de cansancio, mezclado con una alegría enorme,
la que me transmitían mis padres por la vuelta a nuestra tierra. No hacía
mucho que estábamos allí cuando murió mi abuelo, Joaquín. Su muerte me
produjo una huella muy honda, pues era la primera de alguien muy querido
que presenciaba. Tanto él como mi abuela, Ana, habían sido todo un
descubrimiento. La misma sensación de paz y armonía que se respiraba en
nuestro hogar en Egipto, la encontré en la casa de mis abuelos en Nazaret. La
paz era el alimento de mi alma, la detectaba como un camello huele el agua
de los oasis a muchos codos de distancia. Sin ella no podía vivir. Ella era el
reino de mi Padre y fuera de ella se hacía fuerte el enemigo. En aquella casa,
por lo tanto, había encontrado mi hogar. Todo parecía ir bien y ya estaba
integrado en la vida de mi nuevo pueblo, cuando murió el abuelo Joaquín.
19

- Tengo mucha curiosidad por saber qué recuerdas de aquel momento, porque
para mí –dice María-, tu comportamiento fue una sorpresa.
- Dios, mi Padre, aprovechó la muerte de mi abuelo para darme una lección
muy importante. No sabría decir exactamente en qué momento supe quién
era Dios y quién era yo en relación con Dios. Así como recuerdo la
sensación de la paz como la más primitiva de todas mis vivencias, no puedo
precisar cuándo supe que Dios era mi Padre. Es como si lo hubiera sabido
siempre, aunque sólo tomara conciencia de ello cuando tuve capacidad para
tomar conciencia de las cosas. De vez en cuando, mi Padre aprovechaba
algún acontecimiento para enseñarme algo. No eran exactamente lecciones,
sino que más bien se trataba de poner de manifiesto algo que yo ya sabía
pero que hasta el momento no sabía que lo sabía. Es como si todo hubiera
estado siempre dentro de mí y poco a poco la mano de mi Padre iba
descorriendo los velos que me lo ocultaban. Pues bien, una de esas lecciones
me la dio con motivo de la muerte de Joaquín. Supe, entonces, dos cosas y
éstas las supe con total certeza. La primera fue que la muerte no es el final de
la vida, sino un mero tránsito, el paso a una vida distinta, marcada por la
unión con mi Padre. La segunda, que la muerte produce un hondo dolor a los
hombres, angustia terrible al que está a punto de fallecer y a veces
desesperación a los que experimentan la pérdida del ser querido. Estas dos
cosas me parecieron contradictorias, pues si la muerte no era el final, sino el
paso a una etapa mejor de la misma vida, no comprendía por qué todos la
temían tanto y sufrían tanto a causa de ella. Sin embargo, el sufrimiento
parecía resultar inevitable, pues mi querida abuela Ana lloraba sin cesar y
también tú, madre, andabas triste ante la inminente partida de Joaquín.
- Quizá –interviene Felipe-, la causa de ese dolor está en que no todos tenemos
la fe que tú tienes, esa certeza de que hablas acerca de la existencia de la otra
vida.
- No creo que sea sólo por eso, Felipe –responde Jesús-, por lo que la muerte
provoca sufrimiento. Pero, entonces, era yo un niño de seis años y estaba
descubriendo el mundo, tanto el que residía en mi interior como el que
estaba fuera de mí. Con el tiempo he aprendido a respetar mucho los
sentimientos de los hombres, sobre todo aquellos que llevan la huella del
dolor. En todo caso, en aquel momento, aquellas dos sensaciones
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contrapuestas me produjeron incertidumbre y sorpresa. Con todo, recuerdo


que me dediqué a tranquilizar a los que me rodeaban, asegurándoles con total
convencimiento que la muerte del abuelo no era para él el final.
- ¿Te entendieron? -pregunta Mateo.
- Curiosamente, el que mejor me entendió fue mi propio abuelo. Mis palabras
le proporcionaron una gran paz. También a los demás les ayudó que yo les
hablara de la existencia de la otra vida, aunque hay que comprender que ellos
me miraban con la superioridad con que un adulto mira a un niño, como si
yo no tuviera derecho a dar lecciones sobre nada.
- ¿No te acuerdas –dice María- de la señal que hiciste en la frente de mi padre,
en sus manos, en sus pies y en su boca, antes de que muriera?
- No, madre, de nuevo se me ha ido eso de la memoria. ¿A que señal te
refieres?
- A la de la cruz. Ana, José y yo, nos quedamos mudos de la sorpresa cuando
te vimos hacer esos gestos sobre tu abuelo casi moribundo. Nos parecía
magia, lo cual era algo absolutamente impropio de ti. En un principio
pensamos que quizá habías aprendido ese rito jugando con tus amigos
egipcios, aunque nosotros no lo habíamos visto nunca, ni siquiera allí. Luego
tú nos tranquilizaste, sobre todo cuando empezaste a hablarnos de la
existencia de la otra vida. Dices que te mirábamos como desde arriba, tal y
como los mayores suelen ver a los niños sin experiencia. No es verdad. Por
aquel entonces, al menos tu padre y yo, ya habíamos aprendido a respetarte
muchísimo. Sin que tú te dieras cuenta, estabas revestido de una autoridad
extraordinaria. A pesar de que apenas tenías seis años y de que eras un
auténtico niño, tenías algo que te hacía diferente. José y yo habíamos
hablado muchas veces de ello y lo meditábamos con frecuencia. Ana, mi
madre, lo había notado nada más verte. Por eso tus palabras tuvieron tanto
efecto en Joaquín, lo mismo que nos aportaron un enorme consuelo a mi
madre y a mí. Cuando tú hablabas, no era un niño de seis años el que
hablaba. Los que te escuchábamos sabíamos bien que a través tuyo hablaba
Dios, por más que en aquel momento aún no tuviéramos claro que no sólo
eras mensajero de Dios sino el mismo Dios. Por cierto, ¿no te acuerdas de tu
primer milagro, el que hiciste cerca del pozo?
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- Sí, madre, sí me acuerdo. Pero antes de hablar de eso quiero volver a


referirme a la experiencia de la muerte del abuelo. Os he hablado de dos
certezas, la de la existencia de la otra vida y la de que la muerte lleva
siempre aparejado sufrimiento. Pues bien, hubo una tercera experiencia que
surgió junto a estas dos y que me la proporcionó precisamente mi familia.
Me refiero a la sorpresa que supuso para mí ver el consuelo que mis palabras
acerca de la otra vida proporcionaban, tanto a mi abuelo moribundo como a
su mujer, a mi madre, a mi padre, a mis tías y a mis primos. Aprendí
entonces que el dolor se puede vencer con una virtud que surgió entre mis
manos por primera vez: la esperanza. La muerte debía ser vencida con mi
cruz, pero eso yo no lo sabía aún. Sin embargo, empecé ya a vencer a la
muerte transmitiendo a los que padecían sus efectos la certeza de que no es
el final, de que la vida existe más allá del sehol y de que en esa nueva vida lo
que impera es el amor de Dios. La esperanza se convirtió para mí, desde
entonces, en una amiga muy querida. Fue mi segunda aliada, mi segundo
alimento. Primero había sido la paz, sin la cual no podía vivir. Ahora surgía
en mi vida la esperanza, no como algo que yo necesitara sino como una
especie de pan que poseía y que debía repartir a manos llenas para saciar a
una multitud hambrienta.
Las palabras de Cristo eran acogidas por el grupo con una avidez semejante a la
que muestra la tierra reseca tras el largo verano cuando llegan las primeras lluvias
otoñales. Los apóstoles, Magdalena y la propia María, estaban absortos ante el
espectáculo que se empezaba a desvelar ante ellos. Comprendían que Jesús les estaba
abriendo de par en par su corazón, como hasta ese momento nunca lo había hecho. Por
eso, el curioso Tomás, quiso saber la causa de que hubiera esperado tanto para ello y,
una vez más, interrumpió a Jesús cortando el hilo de su discurso.
- Maestro, es impresionante lo que nos cuentas –afirmó-, pero ¿por qué no nos
has hablado de estas cosas antes, cuando íbamos contigo por los caminos de
Galilea y nos revelabas, en cambio, los secretos del Reino?
- Tomás –contestó Jesús, sonriendo-, eres como un niño pequeño que a cada
instante interrumpe a sus mayores preguntando siempre el por qué de todo.
Pero, efectivamente, también esta larga espera tiene un motivo. O, mejor,
varios. En primer lugar, vosotros nunca parecisteis interesados en conocer
mis emociones; os acercabais a mí para encontrar algo para vosotros,
22

incluidas cosas espirituales; pero siempre disteis por supuesto que yo no


tenía necesidades ni, casi, sentimientos. En segundo lugar, no estabais
preparados para entender los secretos de mi corazón.
- ¿Por qué no estábamos preparados? -pregunta Juan, que está un poco
molesto con la afirmación de Jesús de que no estaban interesados en él como
persona.
- Porque no había resucitado. Ahora, tras mi muerte y mi resurrección, todo se
ve con una perspectiva distinta. Pero, por favor, Tomás y todos los demás, no
adelantéis acontecimientos. Tenéis que tener un poco de paciencia, y no sólo
con este asunto, sino en todo. Aprended a respetar el tiempo de Dios, el
ritmo de Dios.
- Tienes razón, Maestro –interviene Santiago, su primo-. Por favor sigue
hablándonos de tus recuerdos de Nazaret. Tengo mucho interés en saber qué
representé yo para ti cuando me conociste.
- Todavía no ha llegado el momento de que tú aparezcas en escena, querido
primo. Antes quisiera terminar con el relato de la muerte de mi abuelo, si me
dejáis, claro -afirma Jesús, con una punta de humor, mirando a Tomás-. Os
hablaba del descubrimiento que para mí había sido la virtud de la esperanza
y de cómo ese descubrimiento había estado ligado a la experiencia de la
muerte. Me di cuenta de que a la gente, incluida la buena gente que eran los
de mi familia, se les podía hacer un extraordinario bien con esa virtud. Su
corazón se llenaba de fortaleza sólo con hacerles ver que la vida seguía más
allá de la muerte. Por más que la tristeza de la separación siguiera estando
presente, la certeza de la otra vida les llenaba de paz y mitigaba grandemente
su dolor.
- Y si lo de la otra vida no hubiera sido verdad, tal y como afirman los
saduceos –pregunta Natanael-, ¿te lo habrías inventado con tal de ayudar a la
gente?
- Sólo la verdad nos hace libres, Natanael –responde Jesús-. Las mentiras, por
muy piadosas y bienintencionadas que sean, terminan por descubrirse y
entonces el daño que se hace es mayor que el bien que se consiguió con
ellas. No, nunca me hubiera inventado lo de la resurrección, por mucho
consuelo que con esa mentira hubiera podido dar a los que sufrían ante la
perspectiva de la muerte. Además, no olvides que yo tenía entonces sólo seis
23

años. Era incapaz de inventarme una cosa así. Sabía que era verdad y lo
sabía con una certeza absoluta. Por si fuera poco, ahora que ya he pasado el
trance de la muerte, eso no sólo lo sé sino que lo he experimentado.
- Por eso decías –es Tomas, de nuevo, el que interviene- que las cosas se ven
distintas tras tu resurrección.
- Por eso -le contesta Jesús sin perder la paciencia con él y con los otros, que
no hacen más que interrumpirle- y por otras cosas que a su tiempo sabrás,
querido amigo. Pero ahora, sigamos, pues de lo contrario os aseguro que no
vamos a acabar nunca.
- Es que nosotros no queremos que acabes nunca –dice Magdalena, rompiendo
su silencio y atreviéndose a hablar delante de todos los apóstoles-. Nosotros
queremos que te quedes para siempre aquí. Queremos estar siempre contigo,
en este monte maravilloso, gozando de ese cielo del que hablas, como si
estuviéramos ya en él. Para nosotros, Rabboní, estar contigo es estar ya en el
cielo.
- Gracias, Magdalena, pero eso no puede ser. Además, aquí mismo hubo
alguien que en otra ocasión dijo algo muy parecido, ¿verdad, Pedro? –le
pregunta Jesús al primero de sus apóstoles.
- Sí, Señor –contesta éste- y no sirvió de mucho, pues el momento pasó y no
sé si los efectos que tú querías conseguir en nosotros con aquellas
apariciones de Moisés y Elías sirvieron para algo, pues al final te
traicionamos y dudamos de ti.
- Los efectos –dice el Señor- fueron mucho mayores de lo que imaginas,
querido Pedro. Y ahora, repito, dejadme continuar. Os decía que había
descubierto la esperanza como una medicina milagrosa que mitigaba el dolor
producido por la muerte. Más tarde tuve ocasión de comprobar que no sólo
es ese dolor el que alivia. Después de esto empecé a pensar en por qué yo
sabía cosas que los demás no sabían. Esto me resultaba también muy
extraño. Para mí, como para cualquier niño, los mayores eran una fuente casi
inagotable de sabiduría y de experiencias. Tenía la sensación de tener que
aprenderlo todo de ellos. Como cualquier niño de esa edad, admiraba
profundamente a mis padres. José era para mí como un pozo sin fondo, lleno
de conocimientos. Sabía arreglar todas las averías que se producían en casa.
Con su trabajo, ganaba el dinero suficiente para mantenernos a mi madre y a
24

mí. Además, siempre estaba de buen humor y era muy ponderado y


ecuánime. ¿Y qué decir de mi madre? Aparte de que cocinaba
magníficamente y que tenía la casa limpia y llena de orden, era una mujer
auténticamente sabia –María, en ese momento, está colorada y mirando al
suelo, como si fuera una jovencita a la que dedican su primer piropo-. Mi
abuela Ana, cuando la conocí, era ya el colmo de la acumulación de
conocimientos. Me llevaba por el campo con ella y me enseñaba la utilidad
de muchas hierbas, buenas para curar desde dolores de muelas a problemas
de estómago. Me decía el nombre de los árboles y de las plantas. Sabía
cuándo iba a llover por los dolores que sentía en sus huesos y sabía, incluso,
donde se escondían las serpientes venenosas de las que teníamos que
mantenernos alejados, lo cual me producía una auténtica fascinación. En
definitiva, yo era un niño normal, absorto en el aprendizaje de las cosas de la
vida, que tenía la impresión de estar rodeado no sólo de gigantes en estatura
sino también en sabiduría. Muchas eran las cosas que cada día aprendía, que
cada día descubría como absolutamente nuevas. Y fue en ese contexto como
me di cuenta de que yo sabía algo que ellos, mis mayores y mis maestros, no
sabían. O, por lo menos, que no sabían con la seguridad con que lo sabía yo.
No se trataba, por lo demás, de algo insustancial, de una bagatela. Era una
cuestión decisiva, capaz, como os he dicho, de ayudar a una persona a
afrontar uno de los momentos peores de la vida: el de la muerte suya o el de
la muerte de un ser querido.
- ¿Qué conclusión sacaste de todo eso, querido hijo? -pregunta María-. Por
aquel entonces –añade-, efectivamente, tu padre y yo empezamos a notar que
estabas cambiando.
- Empecé a preguntarme –responde Cristo- quién era yo. Empecé a notar que
era distinto. Empecé a darme cuenta de que Yahvé y yo éramos uno, por más
que fuéramos también distintos. Empecé a ser consciente de que el
Todopoderoso, el Adonai, que adoraba nuestro pueblo en medio del respeto
y hasta del temor, era ni más ni menos que mi Padre. Y eso lo supe con la
misma certeza con que había sabido antes que existía otra vida más allá de la
muerte. Una vez más, descubría algo que era nuevo y a la vez viejo. Es como
si siempre lo hubiera sabido, pero sólo entonces, merced a un acontecimiento
25

fortuito como la muerte del abuelo Joaquín, me había hecho consciente de


ello.
- Es tremendo –dice Santiago, su primo-. Lo que estás diciendo es la mayor
blasfemia que puede atreverse a pensar o a pronunciar un judío. ¿Cómo
pudiste asumirlo sin entrar en crisis con nuestra religión? ¿Cómo pudiste
llevar eso dentro de ti durante tanto tiempo sin dejar traslucirlo a los demás,
sin decirnos nada a los que estábamos a tu lado?
- Quiero recordarte, primo –le contesta Jesús-, que he dicho que lo supe con
total certeza. No era un asunto sobre el que me cabía la menor duda.
Además, en ese momento, aunque ya estaba yendo a la escuela para niños de
la sinagoga, la “casa del libro”, y aunque en mi propia casa, ya desde la
época de nuestra estancia en Egipto, mis padres me habían contado
repetidamente lo esencial de la historia de la relación de Adonai con nuestro
pueblo, todavía no sabía todo lo que un buen israelita debe saber acerca de
quién es Dios. Era demasiado pequeño para acudir a la “casa del estudio” y,
cuando lo hice, yo ya sabía lo suficiente como para discernir acerca de la
veracidad de lo que enseñaban los maestros. Lo que no es cierto es que yo no
dejara traslucir nada de lo que sabía. Sí lo hacía, especialmente a los más
próximos, pero no siempre ellos sabían captar lo que yo les decía. Eso
también pasó contigo, querido Santiago.
- Sigue contándonos cosas de aquellos años, Jesús –le pide Andrés-. No sabes
el bien que me están haciendo tus palabras y cómo me ayudan a aumentar mi
fe en tu divinidad.
- Eso, Andrés –responde el Señor-, lo tendrás totalmente claro cuando venga
el Espíritu Santo y ya falta poco. Pero sí, quiero seguir abriéndoos mi
corazón. Los meses siguientes los pasé en una aparente normalidad. Por lo
que dice mi madre, ella y José notaron que algo me estaba sucediendo. Yo
intentaba aclarar las cosas dentro de mí, lo cual no me resultaba nada fácil a
veces. No olvidéis que era un niño que aún no había cumplido siete años. Por
aquella época descubrí no sólo quién era yo y cuáles eran mis relaciones con
Dios, sino también la existencia del Espíritu Santo. Todo eso, siempre, con la
certeza más absoluta. Con la misma seguridad y naturalidad con que se sabe
que es de día cuando luce el sol y que es de noche cuando sólo brillan la luna
y las estrellas. Pero también por aquella época sucedió algo que me marcó
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profundamente. Me refiero a lo que sucedió con una vecina nuestra, una tal
Séfora, a la que mataron, apedreándola, por ser culpable de adulterio. Tenía
yo entonces siete años.
- ¿Es posible que te acuerdes de Séfora? -pregunta María, sorprendida.
- Claro, madre –dice Jesús-. Y también me acuerdo de lo que te dije cuando
ella pasó ante nuestra puerta, camino de su final, y tú te estremeciste ante su
destino. “Mamá, no te preocupes, a ti no te pasará nada”, afirmé, con una
seguridad que era, ciertamente, impropia de un niño de mi edad. Tú, lo
recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, me metiste en casa y me preguntaste
qué sabía sobre mi nacimiento. Aunque yo, molesto, rehuía dar respuestas,
me acosaste con nuevas preguntas. Querías saber si algún niño me había
importunado, si alguien me había dicho algo que me hubiera hecho daño
sobre el momento de mi concepción. ¿Te acuerdas, madre?
- ¿Cómo lo podría olvidar? -dice María-. Fue una de las grandes sorpresas de
aquella época y hablé mucho con José y con mi madre sobre ello. Al
principio temimos que alguna mala lengua te hubiera contado quién sabe qué
historias. Luego me di cuenta de que todo lo que ibas descubriendo nacía en
tu interior, venía de Dios, y me tranquilicé.
- Efectivamente –sigue contando Jesús-, todo nacía en mi interior, y yo lo
percibía con la más completa seguridad. Con todo, lo del ángel Gabriel no lo
sabía en aquel momento. Pero allí, viendo pasar a Séfora camino de su
trágico final, mientras estaba protegido por las faldas de mi madre, supe, de
repente, que a ella le podía haber sucedido lo mismo por haber aceptado
concebirme a mí. Supe eso y no supe más, de momento. Cuando mi madre
me interrogó sobre lo que sabía acerca de mi nacimiento, sólo atiné a decirle
que Dios era mi Padre y que José también lo era, aunque de otra manera. Era
difícil para mí expresar con palabras lo que estaba descubriendo. Además, en
aquel instante lo que de verdad me interesaba era averiguar por qué a una
mujer, a una vecina nuestra, la iban a matar a pedradas el resto de los
habitantes de Nazaret. Era tan novedoso, que era yo quién estaba deseando
hacerle preguntas a mi madre para que me explicara qué tipo de mal había
hecho aquella mujer para merecer un castigo tan grande.
- Y entonces fue a mí a quien me tocó ponerme colorada –dice María,
dirigiéndose ahora no a Jesús, sino al resto del grupo-. Él quería saber la
27

causa de aquel castigo. ¿Cómo hablarle a un niño de siete años, que era la
inocencia absoluta, de lo que es el adulterio? ¿Cómo hablarle de las
relaciones entre hombre y mujer, y de que esas relaciones son, a veces,
fuente de pecado? ¿Cómo explicarle, además, que si la ley establecía ese
cruel castigo era para introducir ejemplos que desalentaran a otras a incurrir
en el mismo delito? Me sorprendió, por otro lado, su interés en saber por qué
había un castigo tan duro para la mujer adúltera, mientras que al hombre,
adúltero también, no le sucedía nada o prácticamente nada. Tuve el valor,
entonces, de dar mis propias respuestas y salirme de los caminos trillados por
la costumbre. Recuerdo que le dije que algún día Adonai haría que
cambiaran esas costumbres y que el pecado era el mismo en el hombre que
en la mujer, por lo que los dos debían sufrir el mismo castigo, aunque ése
nunca debería ser tan terrible como la lapidación. Pero también recuerdo que
entonces él se me escapó de las manos y se fue a la calle a buscar a sus
primos, mientras me decía: “De todas formas, menos mal que a ti no te pasó
nada”. Aquella frase, una vez más, me sumergió en el misterio. ¿Qué sabías
tú, hijo?, pregunta ahora María dirigiéndose a Jesús.
- Ya te he dicho, Madre –le responde éste-, que todo y nada. Siempre lo he
sabido todo, pero me iba haciendo consciente de ello gradualmente, como si
el Espíritu Santo, mi maestro, tuviera un programa educativo basado en las
experiencias de la vida que me iban ocurriendo. La muerte de Séfora me
sirvió para hacerle preguntas sobre mi origen. Fue después de aquella
conversación contigo cuando supe, con total certeza una vez más, cómo
había sido mi nacimiento como hombre. Lo supe y, aunque pueda parecer
extraño, no me sorprendió. Era algo tan natural que no me producía
extrañeza ni mucho menos escándalo. Un sexto sentido me advertía, eso sí,
de que debía tener prudencia a la hora de hablar a los demás de lo que sabía
y sólo en determinadas ocasiones dejaba traslucir alguna cosa. Además, la
vida seguía su curso y yo era un niño normal que deseaba hacer lo que
hacían los otros niños. Por ejemplo, jugar. A propósito de esto, quiero
hablaros de lo que supuso para mí descubrir la amistad.
Santiago y Judas, sus primos, se mueven inquietos y cambian de postura. Por
aquella época también ellos estaban descubriendo la vida. Con Jesús, el resto de sus
primos y otros niños de la zona de Nazaret donde vivían, formaron una alegre pandilla
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que pasaba largos ratos correteando por las calles, además de ir a la escuela de la
sinagoga y de ayudar en casa. Aquello no duró mucho. Los niños empezaban pronto a
ayudar en serio a los padres en las labores del campo o, como en el caso de Jesús, en el
oficio artesanal de su padre. Pero en aquella época surgió entre los tres –Jesús, Santiago
y Judas- una estrecha amistad que nunca se deshizo. Santiago y Judas siguieron a su
primo cuando éste empezó su vida pública como evangelizador itinerante y le fueron
leales ante las críticas que nacían incluso en el seno de su numerosa familia. Su
confianza, es verdad, quedó mermada por la crisis de la Cruz y ahora, sobre todo
Santiago, tenían dificultades en aceptar que aquel con quien habían jugado juntos era
Dios hecho hombre. En todo caso, ahora que Jesús se disponía a hablar de la amistad,
pensaban que les tocaría a ellos entrar en el relato. Lo pensaban y lo deseaban, pero
también lo temían.
- La amistad –empieza diciendo Jesús-, no la descubrí por primera vez en
Nazaret. Ya en la aldea junto al Nilo había conocido el placer de tener
amigos, la dulzura de unos sentimientos que te permiten tener tu propia
sociedad. Pero lo de Egipto, con ser lo primero, no fue tan fuerte como lo
que experimenté en Nazaret. De esto son responsables, en buena medida, mis
primos, dos de los cuales están aquí esta mañana, como queridísimos
apóstoles y colaboradores míos. La llegada a Nazaret supuso la inmersión en
una familia auténtica, tal y como son nuestras familias judías, sobre todo en
los campos. En una aldea como la nuestra, casi todos estábamos
emparentados, aunque sólo fuera indirectamente. La familia es no sólo una
fuente de vínculos afectivos, sino también de solidaridad. Es un refugio para
los malos momentos, lo mismo que exige generosidad cuando se atraviesan
buenas rachas. Todo esto lo aprendí a mi llegada a Nazaret. Y me gustó. No
obstante, mis padres y mis abuelos cuidaron siempre mucho de que nuestro
hogar mantuviera una cierta independencia. El trasiego de gente que entraba
y salía, los niños como yo que corríamos de un lado a otro continuamente,
suponían a veces un agotamiento que reclamaba tiempos de paz y sosiego.
Acostumbrados como habíamos estado en Alejandría a una intimidad mayor,
incluso a mí me costó acostumbrarme a ese tipo de vida tan externa, tan
bulliciosa, tan colectiva.
- Más nos costó a José y a mí –interviene María-. Necesitábamos tiempo para
rezar. Necesitábamos estar a solas en algún momento del día y no sólo por la
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noche, a fin de poder hablar de nuestras cosas y contarnos lo que Dios iba
haciendo en el alma de cada uno y en la de nuestro Hijo. Por más que
quisiéramos a todos nuestros familiares, a veces teníamos la sensación de
que vivíamos en medio de la plaza. Por eso tuvimos que poner límites a
aquella barahúnda. Lo hicimos con delicadeza, pero también con firmeza,
pues comprendíamos que, de lo contrario, no íbamos a poder ser fieles al
plan de Dios ni íbamos a poder crecer en la intimidad con él y en el amor
entre nosotros. Me alegro saber –añade, dirigiéndose a su Hijo-, que a ti, a
pesar de tu edad, te pasaba lo mismo.
- Madre –contesta Jesús-, yo necesitaba la soledad más aún que vosotros. La
echaba de menos como un pez el agua cuando ha sido sacado de ella. Ya he
dicho que el alimento de mi alma era la paz. Esta nunca faltó en nuestro
hogar, pero hay que reconocer que se veía perturbada por aquel continuo ir y
venir de parientes, sobre todo de mujeres, siempre con niños pequeños en los
brazos que lloraban casi sin cesar, y que hablaban con frecuencia todas a la
vez. Aunque sólo tenía siete años, necesitaba rezar, necesitaba el silencio,
necesitaba poder escuchar lo que mi Padre y el Espíritu me iban desvelando.
Y eso no siempre era fácil. Al menos no lo fue hasta que vosotros, José y tú,
conseguisteis marcar unos tiempos y unos espacios de intimidad en casa.
- Esa es tu experiencia de la familia –interviene Santiago el de Alfeo, su
primo-, pero ¿y la amistad?, porque de eso es de lo que nos has dicho que
ibas a hablar.
- Es verdad, Santiago –sigue diciendo Jesús-, pero es que la amistad nació en
el seno de la familia. Esa multiplicidad de voces y de ruidos que a veces
había en nuestra casa, del todo inevitable dado nuestro estilo de vida, hacían
que necesitara imperiosamente buscar fuera del hogar un tiempo y un
ambiente para estar a solas con mi Padre. La sorpresa fue que, en esa
búsqueda, os encontré a vosotros y no supusisteis ningún obstáculo, sino, al
contrario, unos aliados. En vosotros encontré, desde el principio, no sólo los
lazos del amor familiar, sino también una complicidad en los ideales. Me
sentía a gusto junto a unos pocos amigos, con los que escapábamos a los
campos y allí, quizá tras jugar un rato, nos dispersábamos bajo los olivos
para poder rezar a solas y luego nos volvíamos a reunir para hablar de lo que
Dios nos había enseñado, cosa que yo hacía con gran prudencia. Vosotros
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fuisteis, desde el primer momento, una especie de muralla defensiva que me


permitía alcanzar esa ansiada soledad. Cuando alguien preguntaba en el
pueblo que dónde andábamos, al saber que estábamos juntos daban por
sentado que estaríamos jugando y no se preocupaban más. Si me hubiera
marchado solo, habría llamado la atención y no habría tardado en adquirir
fama de raro, lo cual era algo que no deseaba. En cambio, gracias a vosotros,
podía tener tiempo para escuchar la voz de mi Padre y luego regresar a casa
para soportar los ruidos y, a veces, las tensiones de aquel continuo ajetreo.
- ¿Nada más fuimos para ti que un escudo protector? -pregunta Judas, un poco
apenado.
- No, querido Judas –le responde Jesús-, pero he querido resaltar eso lo
primero para dejar constancia de la gratitud que siento hacia vosotros y de lo
importante que fue la ayuda que me prestasteis. Esa ayuda era, yo lo sabía
bien, fruto de un gran cariño. Me sentía extraordinariamente amado de mis
padres y, desde que los conocí, de mis abuelos. El resto de la familia me
quería con un amor natural, instintivo. Me molestaban a veces las tías con
esos pellizcos que me daban en los mofletes o cuando me revolvían el pelo,
como si siguiera siendo un niño, pero lo llevaba con paciencia. Es decir, no
me sentía pobre en afectos ni en compañía. Pero lo que vosotros me dabais
era algo muy especial. No se trataba sólo de los vínculos de la sangre o de la
complicidad de los compañeros de juegos y de travesuras. Era un afecto
sincero, fuerte, desinteresado. Sentí, desde el primer momento, una
reciprocidad extraordinaria que me hacía estar seguro de vosotros, hasta el
punto de saber que, si hubiera hecho falta, habríais dado la vida por mí.
- También nosotros descubrimos los mismos sentimientos en ti –dice
Santiago-. A mí, y seguro que también a Judas, me sorprendió encontrar en
aquel niño recién llegado de Egipto no a un mocoso con ganas de jugar, ni
tampoco a un sabelotodo que presumía de conocimientos aprendidos en
tierras lejanas. Hablabas muy poco de ti y no te engreías nunca. Cedías con
facilidad en todo lo que era poco importante, mientras que te ponías terco
como una mula cuando lo que se debatía era algo que podía afectar a alguien,
para bien o para mal. Además, esas ganas tuyas de estar a solas, de rezar, de
compartir luego lo que habíamos tratado con Adonai, a mí por lo menos me
atraía mucho. Así, aunque yo era algo mayor que tú y Judas mayor que
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ambos, no dudamos en seguirte. Tenías algo que nos fascinaba y no dudes de


que robaste nuestro corazón desde el primer momento.
- Lo mismo digo –apostilla Judas-. Yo era, quizá, menos dado a la soledad que
mis dos primos –dice, dirigiéndose al grupo-, pero con tal de estar con ellos,
con tal de gustar de su amistad, hubiera hecho cualquier cosa. Junto a Jesús,
a pesar, como ha dicho Santiago, de que yo era mayor, me sentía bien,
incluso me sentía protegido, por más que fuera a mí a veces el que me tocara
defenderle.
- Como en aquella ocasión en que te peleaste por mí –recuerda Jesús,
dirigiéndose a su primo, con una sonrisa en la cara-. Bien caro que te costó tu
ayuda.
- No fue nada –dice Judas-. Apenas unos coscorrones y un ojo que anduvo
morado una larga temporada. Pero mereció la pena, pues te salvé de aquella
panda de brutos que se burlaba de ti y te amenazaba porque no habías
querido ir con ellos a coger huevos de los nidos.
- El caso es que anécdotas como esa y tantas otras que se produjeron en
aquellos años –continúa Jesús-, sirvieron para establecer entre nosotros unos
lazos irrompibles, que han perdurado hasta hoy. Teníamos la certeza de
contar siempre, a ciegas, con el afecto de los otros, lo mismo que ellos
podían contar con el nuestro. En cuanto teníamos oportunidad, volábamos
unos al encuentro de los otros y tanto tiempo pasábamos juntos que muchos,
a pesar de que nos conocían bien y sabían que sólo éramos primos, decían
que éramos más que hermanos.
- Sin embargo –interviene Santiago-, aquella buena temporada no duró mucho.
Judas primero, luego yo y, por último tú, Jesús, vimos pronto recortado
nuestro tiempo libre y pasábamos cada vez más horas trabajando con
nuestros padres.
- Pero nunca se rompió la amistad –es Judas quien habla ahora-. Al contrario,
la añoranza de los buenos ratos pasados nos hacía desear más el volver a
estar juntos y por eso valorábamos como un gran tesoro cuando podíamos
perdernos entre los olivos una tarde entera, para hablar, para rezar, para
jugar.
- De esa época en que empecé a estar algo más solo es el milagro del leproso -
dice Jesús.
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- Creí que no lo ibas a contar nunca –afirma su madre-. Aquello ocurrió


cuando tenías unos ocho años y fue para José y para mí una nueva llamada
de atención sobre quién eras tú y sobre cuál era nuestra misión con respecto
a ti.
- Aquel día, como tantos otros –empieza a relatar Cristo, dirigiéndose a María-
, había ido contigo al pozo que hay junto al camino, en la parte más baja de
nuestro pueblo. Los cántaros de agua eran muy pesados para que los subieras
tú sola hasta nuestra casa, tan encaramada en la colina. Aunque yo era un
niño, tenía ya suficiente fuerza para acarrear un cántaro pequeño bajo cada
brazo y me sentía muy orgulloso de poder ayudarte. Estando allí, oímos la
esquila del leproso. En otras ocasiones había bajado con mi madre al camino
–habla ahora para todos y no sólo para María- para dejar comida y agua con
que pudieran aliviarse esos enfermos, pues les estaba prohibido entrar en los
pueblos y aldeas. Pero nunca había visto ninguno de cerca. Así que me
precipité fuera del recinto para verlo pasar. Mi madre salió corriendo tras de
mí y me alcanzó justo cuando estaba en la puerta, impidiéndome salir. En
eso pasó el leproso. Nuestras miradas se cruzaron y yo, de un tirón, me solté
de los brazos de mi madre y salí al camino. Entonces le pregunté la causa de
su enfermedad. El tema de los leprosos era motivo de conversación frecuente
entre los niños de mi edad. Se contaban casos llenos de anécdotas exageradas
y temibles. Todos estaban convencidos de que la lepra era una maldición
divina, por algún pecado del enfermo o de sus antepasados. Por eso yo tenía
tanta curiosidad. Quería saber qué había de verdad en aquellas historias que
nos hacían estremecer cuando se las oíamos a los niños mayores. “¿Por qué
estas así? ¿qué pecado has cometido?”, le pregunté al pobre hombre. Él no
me contestó, aunque sin duda debió de dolerle mi pregunta. En seguida,
recuerdo, le dije: “Le pediré a mi Padre que te cure” y, acto seguido, con
permiso de mi madre, que estaba ya a mi lado, me fui a buscar agua que le
traje en un cuenco de calabaza. Cuando se la daba, sentí una necesidad
enorme de darle un beso. No sólo no me repugnaba su aspecto, ni su olor,
que era peor aún que su aspecto. Por el contrario, aquellas llagas ejercían
sobre mí una fascinación extraordinaria. Me atraían más que las galletas de
harina y miel que hacía mi abuela Ana y que tanto me gustaban. Por eso,
cuando el cogía de mi mano el cuenco con el agua, le besé sus dedos
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convertidos en un muñón sanguinolento. Mi madre dio un grito, asustada


como estaba y temerosa de que la lepra se me pudiera contagiar, lo cual es lo
que suele pensar la gente, aunque ahora yo sé que no es verdad. Yo no me
preocupaba de eso. Sólo sentía dentro una voz que me pedía que le hiciera
saber a aquel pobre hombre que Dios le quería. Por eso besé su mano. El
pobre se asustó. Bebió apresuradamente del cuenco, me dio las gracias y se
fue a toda prisa.
- Nos pidió permiso –añade María- para llevarse la pequeña vasija de calabaza
en la que había bebido. Dijo que nunca le había tratado nadie con tanto amor.
Días después llegó la noticia de que un leproso se había curado al beber agua
de nuestra fuente y que iba diciendo que dos ángeles, uno con forma de
mujer y otro con forma de niño, se le habían aparecido y le habían dado de
beber el agua milagrosa. Mostraba el cuenco de calabaza como prueba de lo
que decía. Eso produjo un gran revuelo en toda la comarca y muchos
leprosos empezaron a acudir a nuestro pueblo para beber el agua de nuestra
fuente, lo cual molestó a los vecinos, que pidieron a las autoridades que
pusieran guardias en los caminos con el fin de prohibir a los enfermos que se
acercaran al pueblo.
- Sí, siempre pasa igual –es ahora Santiago el del Zebedeo el que habla-.
Mientras son ellos los que piden ayuda, todo va bien, pero cuando se trata de
ayudar a otro y eso puede representar una molestia por pequeña que sea,
entonces surgen las protestas. Es como cuando tú curaste, Maestro, a aquel
endemoniado en Gerasa y metiste a los demonios en aquella numerosa piara
de cerdos, que se despeñaron acantilado abajo. Los vecinos, e incluso su
familia, en lugar de alegrarse por su curación, se enfadaron contigo por haber
perdido sus cerdos. De no haber sido por el miedo a que con un nuevo
milagro les hubieras castigado con una desgracia, creo que nos habrían
matado.
- Tienes razón, Santiago –asiene Jesús-. Yo era muy niño entonces para darme
cuenta de esas cosas, aunque no dejó de sorprenderme la reacción de mis
vecinos de Nazaret. Pero estaba tan contento con la curación que se había
producido gracias a mi petición al Padre, que apenas di importancia al
egoísmo de la gente. De aquella situación extraje dos enseñanzas. Una era
que, efectivamente, el Padre me escuchaba siempre y que esa relación que
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tenía con él no era sólo fuente de paz , de consuelo, de sabiduría, sino


también de obras. Aprendí que podía cambiar el curso de la naturaleza
pidiéndole al Padre que lo hiciera. Fue, pues, mi primer encuentro con los
milagros. Pero, sobre todo, experimenté algo que valía aún más que eso. Ya
os he hablado de lo que significó descubrir la virtud de la esperanza. Ahora
se me desvelaba otra: la de la caridad. Ésta era una herramienta maravillosa
para llevar consuelo y alegría a los que sufrían. Si con la esperanza conseguí
sembrar la paz en el alma de los que temían las consecuencias de la muerte,
con la caridad podía llenar sus estómagos hambrientos, vestir sus cuerpos
desnudos, sanar su carne enferma. Tuve, entonces, la tentación de dedicarme
a hacer milagros. Sólo por ver la alegría que transformaba el rostro de los
que sufrían, merecía la pena cualquier cosa. Además, si resolver cada
problema era tan fácil como curar al leproso, no tenía por qué preocuparme y
me bastaba con pedírselo a mi Padre para que él me lo concediera al instante.
- ¿Por qué no lo hiciste? -pregunta Andrés.
- Porque habría sido su ruina -contesta María.
- Sí, efectivamente, habría sido mi ruina –confirma Jesús-. Y no sólo mía, sino
también la de la misión que había venido a llevar a cabo. Afortunadamente,
aunque era un niño y el descubrimiento de la caridad fue como un fogonazo
en mi interior, el Espíritu Santo actuó enseguida y me hizo ver con total
claridad que si me dejaba llevar de mis buenos sentimientos no podría hacer
ya otra cosa más que eso. Miles y miles de personas se agolparían a mi
alrededor pidiéndome los más variados favores, todos ellos de tipo material.
Si, por lo que fuera, alguno no se lo concedía, se revolverían contra mí,
sintiéndose defraudados o menospreciados en comparación a otros. Además,
eso sería la ruina de mi mensaje espiritual, que ya por entonces sabía que
tenía que transmitir, aunque aún no tuviera muy claro en qué consistía. A
nadie le interesaría nada ese tipo de mensaje. Todos querrían, por el
contrario, que les curara de sus enfermedades, que les hiciera ricos, que les
evitara conocer la muerte y les diera la vida eterna aquí en la tierra.
- ¿Qué hiciste entonces? -pregunta Magdalena, sorprendida por lo que Jesús
está contando.
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- Obedecí la voz interior –responde éste-, que era la del Espíritu. Comprendí
que no hay que hacer ni siquiera aquel bien que no es voluntad de Dios que
se haga.
- ¿Pero cómo es posible que exista un tipo de bien que no sea voluntad de
Dios hacerlo? -pregunta Andrés, que está un poco desconcertado con la
enseñanza que se extrae del relato.
- Te pongo un ejemplo, Andrés –responde Cristo-. Supón que pudieras estar
en el templo alabando a Dios todo el día. ¿Es eso una buena acción?
- Sí -contesta el hermano de Simón Pedro.
- Pero –sigue diciendo Jesús-, si así hicieras, no estarías en el lago pescando,
ganando de ese modo lo necesario para vivir con dignidad tú y tu familia.
Estos pasarían hambre y quizá terminarían por extraviarse moralmente,
acuciados por la necesidad. ¿Qué habría que hacer?
- Tener tiempo para todo –contesta Juan, adelantándose a Andrés-. Tiempo
para rezar y tiempo para trabajar.
- Exacto –concluye Jesús-. Pero para eso es necesario saber en qué momento
hay que rezar y en qué momento hay que trabajar. Es decir, es preciso
discernir cuál es la voluntad de Dios en cada momento. Si rezas cuando
debías estar trabajando, o si trabajas mientras que el Señor quiere que estés
rezando, entonces te equivocas y eso puede tener graves consecuencias.
- Todo eso es muy complicado –dice Simón el zelote-. La vida debería ser más
sencilla, de forma que supiéramos en cada momento lo que debemos hacer,
sin correr el riesgo de equivocarnos.
- Es complicado –responde Jesús-, si no estás acostumbrado a escuchar la voz
de Dios que habla dentro de ti. En cambio, si cultivas el silencio interior, si
te acostumbras a hablar con Dios y a saber interpretar sus mensajes, todo
resulta enormemente fácil. Por mi parte, aunque era un niño, tenía ya la
experiencia de saber que había que escuchar esa voz interior y fue ella la que
me dijo que el camino de los milagros podía ser contraproducente, así que
debía esperar hasta que llegara mi hora. Cuando ésta hubiera llegado, lo
sabría sin ninguna duda. Y entonces tendría que meterme de lleno en la tarea
de anunciar la buena noticia que mi Padre me había encargado transmitir.
Hasta entonces, debía permanecer en la sombra, con discreción, llamando la
atención lo menos posible.
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- Para ti –vuelve a intervenir Simón el zelote- es fácil hacer ese


discernimiento. Tú eres Dios y tiene una relación directa y continua con tu
Padre. Pero nosotros somos vulgares campesinos y pescadores, que ni
siquiera sabemos interpretar bien las Sagradas Escrituras. ¿Cómo podemos
saber, a pesar de nuestra ignorancia, lo que Dios quiere de nosotros?
- A veces te equivocarás –responde, con cariño, Jesús-, pero Dios tendrá
siempre en cuenta tu buena intención. De todos modos –añade-, no te creas
que es tan difícil. Basta con hacer un poco de silencio interior, basta con
hacer un poco de ejercicio y enseguida se aprende a distinguir cuál de las
voces que habla dentro es la de Dios y cuál es del demonio o del mundo. Os
voy a dar una clave que os ayudará a acertar. Cuando una cosa es voluntad
de Dios siempre tiene que ir acompañada de dos características: la paz
interior y las buenas obras. Si no te produce paz o si no repercute en bien del
prójimo, entonces no puede ser Dios quien la inspire y la quiera.
- Volvemos a lo mismo de antes –arguye Andrés-, ¿cómo saber entonces si
debo amar a Dios rezando o si debo amarle pescando para alimentar a mi
familia?
- Porque –sigue diciendo Jesús sin incomodarse por la cortedad de sus
discípulos- si tú estás haciendo algo que aparentemente agrada a Yahvé pero
que tiene como consecuencia un mal para el prójimo, es imposible que eso
sea querido por Dios. Por el contrario, si te pones a trabajar con el fin de
ganar dinero para tu familia y no rezas, notarás que te falta la paz interior. Te
verás forzado, por eso, a buscar un equilibrio. Y en ese equilibrio encontrarás
tanto la paz como la alegría de estar ayudando al prójimo.
- Hay una cosa que me gustaría saber –pregunta ahora Magdalena-. ¿No te
costó no hacer ningún milagro más? ¿No hiciste ninguno desde entonces?
- Fue difícil. Sobre todo porque, poco después, murió mi abuela Ana y yo ya
sabía que podía curarla con sólo pedírselo a mi Padre. Más duro fue, todavía,
cuando murió José. Hubo también en esos años, sequías y hambrunas.
Algunos amigos fueron víctimas de enfermedades. En otros casos se
produjeron robos y todo tipo de desgracias. Continuamente tenía deseos de
extender mi mano y curar a los enfermos, resucitar a los muertos, multiplicar
los siclos y las dracmas para que todo el pueblo tuviera abundancia y no
pasara hambre. Pero la voz interior me decía que no lo hiciera, que debía
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esperar. Y esperé. Aprendí, desde niño, a obedecer. Aprendí, como os he


dicho, que no hay que hacer ni siquiera aquel bien que no es voluntad de
Dios que se haga. Con todo, algún pequeño milagro sí que hice, con tal de
que pudiera pasar desapercibido y nadie me lo pudiera aplicar a mí, pero de
eso es mejor no hablar porque no tiene mayor interés.
- ¿Cuándo supiste que había llegado tu hora? -pregunta Mateo.
- Fue en Caná, en aquellas bodas, y mi madre, sin saberlo, fue la que me lo
hizo saber. Pero es pronto aún para hablar de esas cosas. Prefiero contaros
antes otra experiencia, la de aquella ocasión en que me perdí en el Templo de
Jerusalén. Quiero hablaros también de lo que supuso la muerte de José, mi
padre.
- Me acuerdo perfectamente de lo de Jerusalén –dice María.- Menudo susto
nos diste a tu padre y a mí.
- Todo fue, en realidad, un mal entendido –empieza a decir Jesús-. Yo tenía
una gran ilusión por estar en el Templo. Tenía doce años y era la primera vez
que podía participar, como adulto, en los oficios. Aquella era la casa de mi
Padre, el lugar donde el pueblo por él elegido le había dado culto durante
generaciones. Era un sitio sagrado, por más que no fuera el único ni el
principal, aunque yo eso no lo tenía todavía del todo claro. El caso es que
ejercía sobre mí una gran fascinación. Era, y seguirá siendo hasta que le
llegue la hora de ser destruido, de una gran belleza; no en vano, Herodes el
Grande se gastó en él miles de monedas de oro y plata para comprar el
mármol blanco de sus paredes y tapizar después muchas de ellas de láminas
de oro. Además, yo tenía, más que la intuición la certeza, de que mi Padre
me preparaba algo especial. ¿Quizá habría llegado ya mi hora de empezar la
misión para la que había venido? No lo sabía, pero sí sabía que aquel viaje a
Jerusalén iba a ser decisivo para mí.
- Maestro –le interrumpe su primo Santiago, muy nervioso- ¿dices que el
Templo va a ser destruido?.
- Sí, Santiago –contesta Jesús-. Ya os lo he dicho en otras ocasiones, pero no
deseo ahora hablaros de eso. Déjame que continúe, por favor.
Tras tomar un respiro, sin incomodarse por la interrupción de su primo, siempre
tan inquieto por todo lo que hiciera referencia al culto judío y especialmente al Templo,
Cristo continúa su relato.
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- El caso es que llegué a la casa de mi Padre con doce años y un montón de


ilusiones. Anduve de un lado para otro, curioseándolo todo, metiéndome por
todos los sitios a los que tenía acceso. Un cúmulo de sensaciones dispares
empezaron entonces a caer sobre mí. Sensaciones que iban desde el
desagrado por el olor y la visión de los sacrificios, hasta la satisfacción que
me producía ver a tantos buenos judíos elevar sus sinceras oraciones a
Adonai, mi Padre. Esto último era mucho más importante que lo primero. Ni
siquiera el espectáculo del comercio que los mercaderes llevaban a cabo,
logró enturbiar la sensación de felicidad que me embargaba por estar allí y
por sentirme rodeado de tantos buenos creyentes que compartían, eso
pensaba yo, mi amor a Yahvé. Tenía doce años y apenas sabía nada del
mundo y aún me quedaba mucho que descubrir acerca de los hombres. Pensé
que todo era bueno, que todos estaban llenos de las mejores intenciones y
sentimientos, que aquella era, verdaderamente, una casa de oración y que
todos los sacerdotes, fariseos y escribas eran auténticos santos.
- ¿Es que en tu casa, tus padres no te habían hablado de los defectos de los
sacerdotes, de la hipocresía de muchos fariseos?, pregunta, extrañado,
Mateo, el antiguo jefe de publicanos.
- Nunca –responde Jesús-. Nunca ni mi padre ni mi madre me habían dicho
una sola palabra que pudiera sonar a crítica contra alguien. Claro que cuando
se presentaban acontecimientos que llevaban consigo la marca del pecado,
ellos me explicaban que los hombres, en el uso de su libertad, a veces
elegían el mal en lugar de el bien. Pero como en Nazaret no había otro lugar
de culto que la sinagoga y el rabino no era una mala persona, nunca había
tenido ocasión de preguntarles por los sacerdotes o por el entramado
económico que sostiene el Templo de Jerusalén.
- ¡Te llevarías una gran decepción cuando lo descubriste! -exclama Natanael.
- Sí –confirma Jesús-, pero no fue en un primer momento. La primera
sensación que tuve fue, por el contrario, de admiración, de felicidad, de
sintonía con casi todo aquello. Lleno de esos sentimientos, me evadí de la
tutela de mis padres. Quedé con ellos en vernos al final del día, antes de
emprender el regreso a Nazaret, y que me encontrarían cerca de la puerta
Hermosa. Les dije que necesitaba estar solo y ellos, siempre tan atentos a
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respetar lo que mi Padre me pudiera indicar, lo aceptaron. Además, Santiago


y otro de mis primos me acompañaban.
- ¿Por qué te perdiste, entonces? -pregunta Magdalena.
- Porque no sabía muy bien cuáles eran las puertas del Templo y porque, sin
darme cuenta, me encontré solo, sin nadie de mi familia a mi lado. Pero no
me preocupó. En ese momento estaba ya enfrascado en una discusión con un
grupo de fariseos, rabinos y levitas de rango inferior, acerca del lugar donde
había que dar culto a Dios y de cómo había que hacerlo. Ya sabéis que entre
nosotros tiene tanto o más valor una buena pregunta que una buena
respuesta. Así que primero me había acercado a un grupo que discutía sobre
este asunto y luego, en un momento propicio, había intervenido en la
conversación haciéndoles preguntas que les pusieron nerviosos.
- ¿Qué preguntas?, Maestro -le interroga, a su vez, Juan.
- Por ejemplo –contesta Jesús-, les pregunté que si todo era como decían,
había que afirmar que ni nuestro padre Adán ni nuestro padre Abraham
habían podido dar un culto a Dios digno de tal nombre, pues en sus épocas
respectivas no existía el Templo. Entonces se encendió la discusión. Había
allí un joven fariseo, cuyo nombre os sonará, Nicodemo, que se quedó
sorprendido de mi planteamiento. Él fue el único que me apoyó. Todos se
revolvieron, furiosos, contra mí y eso que yo, al principio, no afirmaba nada,
sólo interrogaba.
- ¿Qué dijiste cuando empezaste a expresar tus opiniones? -pregunta, de
nuevo, Juan.
- Lo que ya os he dicho en otras ocasiones: que a Dios hay que darle culto en
espíritu y en verdad –afirma el Maestro.
- ¿Y qué les pareció? -pregunta Mateo.
- Una blasfemia casi –responde-. Se rieron de mí. Me dijeron que sólo mi
juventud me impedía darme cuenta del alcance de esas afirmaciones. Me
advirtieron que no siguiera por esos caminos, pues conducían directamente a
la devaluación de lo que era más sagrado para Israel, el Templo. Si lo
importante es el corazón del hombre, insistían en decir, entonces ¿para qué
va a venir la gente aquí, para qué los sacrificios y ofrendas, para qué las
limosnas?
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- Era una buena respuesta –afirma Santiago el de Alfeo, su primo-, cargada de


razones, aunque éstas no sean suficientes.
- Efectivamente, querido primo –asiene Jesús-. Porque si bien lo importante,
lo esencial, lo que no debe faltar nunca es la adoración a Dios con el corazón
y con las obras, que eso es lo que significa adorarle “en espíritu y en
verdad”, también es cierto que reunirse con otros hombres en lugares
dedicados al Señor contribuye a que esa adoración sea más eficaz y a que se
experimente palpablemente que somos un pueblo, que Dios quiere que
estemos unidos entre nosotros y que a Él no le gusta que cada uno vaya por
libre, indiferente a la suerte de sus hermanos. Pero si falta el corazón y falta
la vida, entonces no sirve de nada la pompa, el sacrificio de los corderos o
los más hermosos himnos acompañados por el toque de los cuernos y las
trompetas. Al contrario, la belleza de las ceremonias puede, a veces, ocultar
la ausencia de un auténtico corazón convertido, como oculta un ropaje
espléndido a un cadáver. Por eso les recordé algo que terminó por ponerles
nerviosos. Les hablé del Rey David y de cómo Yahvé no había querido que
fuese él quien construyese el Templo, dejándole esa tarea a su hijo Salomón.
Eso, les dije, se debía a que David creía que el Templo era, por sí mismo,
agradable al Señor. Pero Adonai le advirtió que Él era el dueño de los
bosques de cedros tanto como de las minas de oro y plata o de las canteras de
mármol. Él no necesitaba de obras humanas para habitar, pues su morada, su
trono, era la creación entera, de la que Él era artífice. Como os digo, aquello
les puso muy nerviosos, y la discusión hubiera terminado mal si entonces
Nicodemo no hubiera salido en mi defensa.
- ¿Qué hizo? -pregunta Felipe.
- Me sacó del grupo casi por la fuerza –contesta Cristo-, cuando todos estaban
más airados contra mí y algunos levantaban sus puños amenazadores contra
aquel chiquillo de doce años que les planteaba interrogantes que no podían
contestar. Me preguntó por mi familia y, cuando se enteró de que era galileo
y que había venido con una peregrinación, se ofreció a acompañarme en
busca de los míos. Sin embargo, como aquel día era ya tarde, me ofreció su
casa para luego ir, al día siguiente, a la cima del Monte de los Olivos, que es
donde acampan los de nuestra tierra cuando van a Jerusalén. Yo le dije que
quizá mis padres me estarían buscando, pero comprendí que no había forma
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de ir a su encuentro a aquellas horas, pues era peligroso salir de las murallas


de la ciudad siendo tan tarde. Así que me fui a su casa, con él.
- ¿Y vosotros, tú y José, qué hicisteis? ¿No os disteis cuenta de que faltaba? -
pregunta Magdalena, dirigiéndose a María.
- Como sabes –responde ésta-, los hombres y las mujeres hacíamos la
peregrinación separados, aunque viajando y acampando a corta distancia
unos de otros. Habíamos hecho ya una parte del camino, en dirección al
Jordán, pues a última hora se había decidido que no acamparíamos en el
Monte de los Olivos. Entonces vi a uno de sus primos, con el que le
habíamos dejado y que era mayor que él. Le pregunté por Jesús y me
contestó que se habían separado en el Templo, pero que le había dejado con
Santiago. No le di importancia, pues pensé que estaría con el grupo de los
hombres, como le correspondía por haber cumplido ya los doce años. Al
anochecer, mandé a un niño pequeño, de los que estaban todavía con el
grupo de las mujeres, en busca de José para que viniera a la parte del
campamento habitado por nosotras y le pedí que le dijera a Jesús que le
acompañara. José se presentó solo, nervioso, pues al oír el mensaje que le
transmitió el chiquillo, comprendió que Jesús no estaba conmigo. Buscamos
entonces a los dos jóvenes con los que se había quedado Jesús y ambos se
excusaron, alegando que se habían confundido y que cada uno pensaba que
era el otro el que cuidaba de mi hijo. La cosa no tenía ya remedio, pues entre
tanto se había hecho de noche y no podíamos emprender el camino de vuelta
a Jerusalén, pues aunque fácilmente hubiéramos podido llegar allí en el
transcurso de la noche, no sólo era peligroso el viaje sino que no sabíamos
dónde buscar. Entonces José y yo nos pusimos a rezar, pidiéndole a Yahvé
que protegiera a Jesús. En todo momento tuve la seguridad de que Dios no
iba a permitir que nada le ocurriera, pues aventuras peores habíamos
atravesado ya y de todas habíamos salido bien, pero no podía evitar sentirme
inquieta y muy preocupada. El que estaba peor era José. Se sentía mal
consigo mismo, pues se responsabilizaba de no haber estado suficientemente
atento a la suerte de Jesús. “Si hubiera sido mi hijo –decía el pobre, casi a
punto de llorar-, quizá esto no hubiera ocurrido. He demostrado con esta
negligencia que amo menos a Dios que lo que hubiera amado al fruto de mi
carne”. Así que yo, a pesar de mis propias inquietudes, tuve que dedicarme a
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tranquilizarle. Le dije que la culpa era del hecho de que tuviéramos que
viajar por separado hombres de mujeres, pues eso era lo que había
posibilitado que él pensara que estaba conmigo y yo con él. Le recordé que
nuestro hijo nos había repetido muchas veces en esos últimos años que Dios
es amor y que ni uno sólo de los cabellos de nuestra cabeza cae por
casualidad, así que, aunque las circunstancias fueran muy difíciles, no cabía
duda de que Dios le estaría protegiendo. Entonces él, algo más tranquilo, se
marchó a su tienda y, según me dijo al día siguiente, se pasó la noche
rezando y llorando por la angustia de haber perdido a su pequeño, a su hijo.
Quizá aquel día fue cuando supo hasta qué punto le quería y hasta que punto
era para él un auténtico padre, aunque no fuera carne de su carne.
- ¿Y tú, qué hiciste? -sigue interrogando Magdalena.
- También me pasé la noche rezando –añade María-. La certeza de que Dios
cuidaría del hijo que él y yo teníamos en común me confortaba, pero no
servía para que desapareciera del todo la inquietud. Con todo, quizá fue
entonces cuando por primera vez empecé a notar una sintonía entre mi alma
y la de Jesús a través de la distancia. Una sintonía como la que luego
experimenté, cuando llegó la hora de la separación y de su vida pública.
- A la mañana siguiente –recpera ahora Jesús el hilo del relato-, Nicodemo se
ofreció a acompañarme en busca de mis padres al campamento de los
galileos en el Monte de los Olivos. Yo le dije que había quedado con mi
familia en el Templo y que si ellos me buscaban sería mejor estar allí, a fin
de no ir unos detrás de otros, como el gato con el ratón. Además, me picaba
el interés de volver a entablar conversación con los doctores de la ley a los
que esperaba encontrar de nuevo en el patio del Templo. Nicodemo temía
que ese encuentro se produjera, pero, impresionado por lo que dijo que era
un poderoso don de autoridad que emanaba de mí, y convencido también por
la lógica de mis argumentos, accedió a venir conmigo, de nuevo, al Templo.
Allí ya no encontramos al grupo del día anterior. Al contrario, había un gran
barullo y eran muchos más los comerciantes que vendían ovejas, palomas,
tórtolas, carneros, mezclados con los cambistas y con vendedores de comida
y de recuerdos. Sentí un disgusto enorme con todo aquello, mucho mayor
que el día anterior, y así se lo hice saber a mi nuevo amigo. Él se extrañó de
que aquello me sorprendiera y me disgustara. Me dijo que era lo normal y
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que, sin eso, no sería posible que el Templo llevara a cabo su misión de lugar
de ofrendas y sacrificios. Entonces empezamos a hablar los dos sobre el tema
del día anterior. Nos sentamos en las escaleras de una de las puertas y allí
discutíamos tranquilamente sobre el sentido del culto a Dios y sobre los
excesos que podían derivarse tanto de un culto basado en obras materiales
como de otro sólo espiritual. Algunos, que le conocían por ser de una familia
rica, se fueron acercando y, como suele suceder entre nosotros, fueron
tomando parte en la conversación. Así fue como, al poco, ya estábamos
inmersos en otro corro en el que se debatía acaloradamente. Ahora el asunto
de discusión era si había que pagar el impuesto del Templo para considerarse
un buen judío y si, por lo tanto, el que no lo pagaba no era digno de esa
consideración. Yo les ponía el ejemplo de los pobres y ellos me decían que si
todo el mundo daba sólo lo que podía, sin atenerse a una cantidad fija, se
corría el riesgo de que la gente buscara excusas y cada vez diera menos, con
lo cual el culto podía llegar a desaparecer. Un rabino ya mayor me dijo, en
un momento en que la conversación estaba muy encendida, que mis
opiniones eran las típicas de los jovencitos sin sentido ni experiencia de la
vida. Según él, a mi edad se tenía una concepción del hombre muy ingenua,
pues se pensaba que todo el mundo era bueno y que la gente actúa siempre
honestamente. La realidad, decía, era muy distinta. Sin mano dura, sin
exigencias, sin amenazas, no había forma de sacar nada de nadie. Para
convertir los corazones, afirmaba, nada era mejor que hablar de los castigos
del infierno. Y ahí fue donde la discusión tomó otro camino, pues algunos
negaban la existencia de ese infierno pues no creían en la vida eterna.
Entonces, y ya era media mañana, fue cuando aparecieron mis padres y me
sacaron del grupo. Por cierto, en medio de una gran burla, pues los que
estaban en contra de mis opiniones aprovecharon su presencia y su autoridad
sobre mí para pasarme la factura del ridículo.
- Todavía recuerdo aquel momento –vuelve a hablar María-. José estaba muy
nervioso, aunque sentía una gran alegría por haberte recobrado sano y salvo.
Así que fui yo quien te preguntó, una vez que habías abandonado el grupo,
por qué nos habías tratado así a tu padre y a mí. Tú, lo recuerdo bien, dijiste:
“¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. De nuevo el
misterio caía sobre nosotros, sobre José y sobre mí, como una pesada cortina
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que ocultaba una realidad que todavía no acertábamos a ver del todo.
Tampoco lo debió entender el bueno de Nicodemo, pues recuerdo que, muy
extrañado, te preguntó: “¿A qué padre te refieres?”. Tú, prudentemente,
dejaste la pregunta sin respuesta. Te despediste de él, dándole las gracias por
su hospitalidad, y le aseguraste que volverías a verle aunque tuvieran que
pasar muchos años. Después, los tres –José, tú y yo-, salimos del Templo y
regresamos a Nazaret uniéndonos a otra de las caravanas de galileos que
volvían a la patria después de haber cumplido sus obligaciones de buenos
creyentes en el Dios Todopoderoso.
- Sí, así fue –confirma Jesús-. Gracias a Dios no hubo reproches en vuestros
labios. Pronto se le pasó a José el disgusto y pronto me ofreció el abrazo de
cariño al que estábamos acostumbrados. Por mi parte, aprendí en aquel viaje
muchas cosas. Medité, sobre todo, en las palabras del anciano rabino amigo
de Nicodemo. ¿Era yo, como él decía, un jovencito inexperto, ignorante de la
realidad, que pensaba que todo el mundo era bueno y que bastaba con
indicarle a la gente cuál era el camino a seguir para que la gente lo siguiera?
Yo había conocido, no en mí pero si en mi pueblo, el pecado. Había visto a
gente hacer el mal y creía saber que el corazón del hombre es capaz de lo
mejor y de lo peor. No tenía, tal y como mi Padre me lo había ido revelando,
una idea angelical del hombre. El hombre, a pesar de estar hecho a imagen
de Dios, lleva la huella del pecado original y la suma de sus propios pecados
personales. El hombre no es bueno por naturaleza, ni malo por naturaleza. En
él crecen el trigo y la cizaña, siempre y en todos. Bueno, en todos menos en
mi madre –añade Jesús, mirando a María con ternura-. Por eso me
sorprendieron las acusaciones de ingenuidad lanzadas por aquel viejo
conocedor de las cosas de Dios y de las interioridades humanas. Así que
aproveché aquel viaje de vuelta a Nazaret para hablar con José y preguntarle.
Necesitaba de su ayuda y de la sabiduría que los años y la santidad habían
sembrado en su alma.
- Nunca supe de aquella conversación –interviene María-. A pesar de ir los
tres solos, sin nadie de la familia, me tocó hacer el viaje con las mujeres,
pues era impensable que pudiéramos hacerlo solos, por el riesgo que había
de ser asaltados por los bandoleros. Así que, al no tener más remedio que
unirnos a una caravana, debíamos someternos a sus reglas. Por eso me
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gustaría saber, hijo, qué fue lo que te contó José y cómo aclarasteis las cosas
entre vosotros, pues cuando llegamos a Nazaret yo intuí que algo había
pasado entre los dos y que no sólo estabais más unidos que nunca, sino que
ahora él parecía, mucho más que antes, tu discípulo y tú su maestro.
- Mi pérdida en el Templo –responde Cristo a su madre- sirvió, efectivamente,
para plantear abiertamente la relación entre José y yo. Como dos adultos,
pues yo, a pesar de tener sólo doce años, ya era considerado como tal,
hablamos de mis orígenes. Él me pidió que le dijera todo lo que sabía de mí
mismo y de mi nacimiento. Yo, que lo que quería era saber lo que él pensaba
sobre la bondad humana, comprendí que había llegado la hora de hablar
claramente de todo y de darle a aquel hombre bueno las explicaciones que
estuvieran en mi mano otorgarle.
- José –interviene de nuevo María- siempre estuvo muy preocupado por saber
cuál tenía que ser su misión con respecto a ti, así que estoy segura de que
aquella conversación le debió ayudar mucho.
- Aunque era yo –dice Jesús- el que quería saber cosas sobre los hombres y
sobre las características de la religión en nuestro pueblo, dejé que fuera él
quien me preguntara. Era muy difícil para mí resolver todas sus dudas, pues
aunque en ese momento yo ya era consciente de mi naturaleza divina,
todavía no sabía expresarlo adecuadamente. A la vez, intuía que decir las
cosas con total claridad podía ser demasiado fuerte para un buen judío como
era él. Por eso le hablé, sobre todo, del Padre. Le cité algunos textos de
nuestras Escrituras y le hice ver que el Dios en quien cree nuestro pueblo, el
Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés y de los profetas era, además de
Creador y Todopoderoso, Padre.
- ¿Y no te preguntó cómo sabías tú eso y quién eras tú para completar de ese
modo tan original la revelación? -pregunta Pedro.
- Justo eso fue lo que hizo –responde el Señor-. Él se alegraba de escuchar lo
que yo decía, pues coincidía con sus propias intuiciones, pero quería saber de
dónde me venía a mí la autoridad para convertirme en maestro. Y, sobre
todo, quería saber qué nociones tenía yo de mi propio nacimiento.
- En definitiva –le interrumpe ahora Simón el zelote-, quería saber quién eras.
- Sí, y no me quedó más remedio que serle franco –dice Jesús-. Con la mayor
delicadeza de que fui capaz, teniendo en cuenta que yo era un jovencito y
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que él era un adulto y además mi padre, le dije que el Padre y yo somos uno.
Le dije que, como Hijo de Dios, existo desde toda la eternidad y que no he
sido creado por Dios. Le dije también que, como hijo del hombre, existo
desde el día en que tuvo lugar la concepción milagrosa en el seno de mi
madre por obra del Espíritu Santo, de la cual él había tenido noticia
precisamente por el anuncio de un ángel.
- ¿Qué respondió? -pregunta María.
- Estaba mareado –recuerda Cristo-. Me dijo que el mundo le daba vueltas
alrededor de su cabeza y que tenía la impresión de que le faltaba el suelo
bajo el que poner sus pies. Entonces le supliqué que no se complicara más de
la cuenta y que se fiara de Dios. Le recordé tantos y tantos momentos en que
habíamos vivido juntos y en los cuales se había manifestado el misterio,
haciéndole ver que ese misterio no era incoherente ni estaba en contradicción
con lo que Dios había revelado a nuestro pueblo durante siglos. Era,
simplemente, su plenitud.
- ¿Lo aceptó? -quiere saber Juan.
- Sí –afirma el Señor-. No olvidéis que era un hombre de Dios, totalmente de
Dios. El Espíritu Santo había trabajado en él intensamente durante toda su
vida y sólo lo opuestas que eran la fe en que Dios podía hacerse hombre con
una religión como la nuestra, en la que ni siquiera podía hacerse una
escultura de Dios, le había hecho dudar en los años anteriores a nuestra
conversación. Era un creyente que estaba deseando creer. Y no porque eso le
situara a él en un lugar privilegiado dentro del misterio de la encarnación del
Hijo de Dios, sino porque comprendía que, efectivamente, esa encarnación
llevaba a su plenitud la revelación de la naturaleza divina, presentando a
Dios como amor, como Padre, además de como Creador, Señor y Juez.
- Comprendo perfectamente lo que le debió costar dar el paso –dice Santiago
el de Alfeo-, porque a mí me pasa lo mismo.
- Y a mí -dice Natanael.
- Y a mí también -afirma Andrés.
- Pues yo ya no tengo la menor duda –interviene Tomás-, sobre todo después
de la resurrección.
- No os preocupéis –sigue diciendo Jesús, que recoge de nuevo el hilo de la
narración que con tanta espontaneidad como frecuencia es interrumpida por
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sus apóstoles-. Ya falta poco para que yo me vaya y, os lo repito, el Espíritu


Santo que os enviaré os lo aclarará todo. Pero ahora, por favor, dejadme
seguir. Está acercándose ya el sol al mediodía y dentro de poco tendremos
que hacer una pausa para comer. El tiempo apremia.
- Sigue, Maestro –dice Pedro- y vosotros, no le volváis a interrumpir, por
favor.
- Os decía –añade el Señor- que en aquel viaje de vuelta a Nazaret, José y yo
hablamos de muchas cosas, empezando por las que a él le preocupaban.
Después que le expliqué, lo mejor que pude, el misterio de mi doble
naturaleza y de la encarnación y le recordé las circunstancias de mi
nacimiento y tantas otras que habían tenido lugar en los años anteriores, él
creyó. Entonces se puso de rodillas ante mí y me besó las manos. Entonces
me llegó el turno de hacerle yo a él las preguntas. Era un hombre tan bueno
que le costaba pronunciar la más pequeña crítica contra algo o alguien, lo
cual se acentuaba si esa crítica rozaba algo relacionado con la religión. Sin
embargo, no era tonto. Tenía ojos para ver y cabeza para juzgar y
comprender que aquella forma de comportarse no podía ser del todo
agradable a Yahvé. Además, había estado en contacto con algunos miembros
de la secta de los esenios, lo mismo que mi primo Juan y algunos de
vosotros. Allí, en los cenobios y cuevas cercanas al Mar Muerto, no se sentía
el mismo respeto por el Templo y la casta sacerdotal que animaba a José, mi
padre. Ellos, lo mismo que a otros muchos varones justos de Israel, le habían
ayudado a comprender que el culto que Dios quería no podía basarse en
ofrendas y sacrificios de animales. Era demasiado simple, demasiado
material, demasiado grosero, para que al Dios Creador del Universo le
satisfaciera.
- ¿Qué le preguntaste tú? -pregunta Andrés, muy interesado, pues él era uno
de los discípulos que Juan el Bautista puso tras las huellas de Jesús.
- En primer lugar –responde el Maestro- quise saber dónde iba todo el dinero
que se recogía en el Templo y cómo se elegía al Sumo Sacerdote. Yo ya
sabía que el sacerdocio en nuestra religión era una cuestión de casta, de tribu.
Se nace levita, lo mismo que se nace de la tribu de Benjamín, de la de David
o de la de Zabulón. Él completó mis conocimientos diciéndome que el Sumo
Sacerdote se suele elegir entre los miembros de un pequeño grupo de
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familias. Que él y los de ese grupo son los que administran los grandes
tesoros que recauda el Templo y que eran muchos los buenos israelitas que
tenían la sospecha de que había mucha corrupción detrás de todo el asunto.
Yo entonces le pregunté si él creía que el Templo era necesario para dar
culto a Dios.
- Te contestaría que sí -dice, impulsivo, Santiago, su primo.
- Se quedó pensándolo un buen rato –contesta Jesús-. Como os he dicho, había
tenido contactos, como tantos en Israel, con la secta de los esenios, los cuales
habían roto con el Templo y predicaban una religión más espiritual. Sin
embargo, era un buen creyente y por eso no dejaba de acudir al Templo
siempre que podía, para las grandes fiestas. Después de un largo silencio, me
contestó que antes de creer en mi existencia hubiera afirmado que sí, que el
Templo de Jerusalén era no sólo necesario sino imprescindible para dar culto
a Dios. Ahora no lo tenía tan claro. Si Dios se había hecho hombre –afirmó-,
entonces el lugar del culto, el lugar de la adoración, se desplazaba de los
edificios de piedra a los edificios de carne, de los templos a los hombres.
Recuerdo que me miró, con una mezcla de temor y amor, de respeto y de
cariño, y me dijo: “Tú eres el Templo. Tú eres el lugar de adoración, el arca
de la nueva alianza, el espacio más sagrado que existe. Pero tú no eres de
piedra, ni eres tampoco espíritu puro como son los ángeles. Conozco tu
carne, la he tocado y abrazado demasiadas veces en estos doce años como
para poder dudar de que es auténtica carne, nacida de la carne de una mujer.
Si Dios ha elegido el camino de la locura y del absurdo haciéndose hombre,
entonces todo cambia. Contigo, mi pequeño Jesús, mi niño, contigo todo
cambia. Ya nada volverá a ser igual. La hora del Templo ha pasado. Ha
pasado la hora de las piedras, de los sacrificios de animales, de la sangre de
los corderos derramada en expiación por los pecados en la tarde de Pascua.
Ha llegado la hora del hombre. Y eso, tienes que comprenderlo, querido hijo,
eso me asusta y me desconcierta. Pertenezco a la antigua alianza, aunque he
tenido la dicha de servir al nacimiento de la nueva. De todas formas, te lo
repito, contigo todo cambia. Para bien, pero no sin sufrimiento para los que
creíamos en la validez eterna de lo antiguo”. Eso me dijo mi querido padre.
- Le comprendo perfectamente -afirma Santiago-, porque lo mismo me sucede
a mí.
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- Antes de que volváis casi todos a decir ‘y a mí’ –corta Pedro, decidido-, os
pido que calléis y que le dejéis continuar. ¿Pudiste comprender el alcance de
lo que te decía José? –pregunta él, a su vez, al Maestro-.
- Creo que lo suficiente –le responde éste-. Pero si bien aquellas afirmaciones
suyas me sugerían nuevas preguntas, yo iba detrás de otras que no quería que
se me escapasen. Por eso le pedí que me hablar del hombre, de la naturaleza
humana. Le conté lo que me dijo el viejo rabino en la conversación que tuve
en el Templo. “¿Era verdad -le pregunté- que una religión basada en la
conversión del corazón sería mal interpretada por los hombres? ¿Era verdad
que sólo el miedo o el interés son capaces de meter en vereda a la
humanidad?”. También a estas preguntas mías siguió un largo silencio. Mi
padre, cuando por fin se decidió a hablar, me explicó que lo más importante
de la religión en que creíamos estaba basado, efectivamente, en el interés y el
miedo. Me dijo que Yahvé había firmado con Abraham, nuestro padre en la
fe, una alianza y que toda alianza implicaba comercio, intercambio, negocio.
Lo mismo da si se trata de una alianza militar que de un contrato de
compraventa. Tú das a cambio de que te den. Lo que el pueblo de Israel, los
descendientes de Abraham, dan es fidelidad, renuncia a adorar a otros dioses,
observancia de un código ético recogido en los diez mandamientos que
Adonai dio a Moisés en el Sinaí. Lo que Dios da, a cambio, es protección
frente a los enemigos de la tierra, éxito en los negocios, y, para los que creen
en que hay algo más allá de la muerte, la vida perdurable. “Nuestro pueblo –
me dijo-, tiene un profundo sentido comercial de la relación con Dios. Si
bien es cierto que algunos de los profetas han espiritualizado esa relación, no
deja de ser verdad que lo esencial de la misma está basado en el interés y el
miedo. Cuando Yahvé lo quiso así, quizá sea porque es lo mejor, lo que más
se adapta a la naturaleza humana”.
- Pero él no pensaba de ese modo –afirma María, que interviene, un poco
molesta, en la narración de su hijo.
- No me has dejado terminar, madre –dice Jesús con cariño-. A continuación,
José habló de él mismo, de ti y de otros a los que conocía. Me dijo que eran
muchos los que habían aprendido que el temor de Dios no era el estado más
perfecto en la relación con Adonai. “El temor –me dijo-, debe dar paso
siempre al amor. El amor es la plenitud. Pero nosotros antes considerábamos
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como motivos de amor el hecho de que Yahvé fuera nuestro creador, nuestro
protector. Ahora, contigo, como te he dicho antes, todo cambia, todo se
explica. El temor debe dejar paso decididamente al amor y la causa de ese
amor es precisamente que Dios ha amado tanto al hombre como para hacerse
hombre”.
- Y eso que tu padre no sabía lo de muerte en la cruz -afirma Juan,
completamente identificado con las palabras de Cristo.
- Gracias a Dios que no lo sabía –sigue diciendo Jesús-. Hubiera sufrido
demasiado. De todas formas, mi necesidad de saber no estaba satisfecha.
José no había terminado de contestar a mi pregunta, así que insistí. “Pero
padre –le dije-, tú crees que una religión basada en el amor tiene
posibilidades de triunfar en el corazón del hombre o, como me dijo el viejo
rabino, sólo servirá para que el nombre de Dios sea burlado y ridiculizado
por los hombres?”. Él no tardó mucho ahora en darme una respuesta. “A
muchos hombres –me contestó-, quizá a la mayoría, le vienen bien los palos.
El miedo guarda la viña. Efectivamente, el viejo rabino tenía razón en buena
medida. Los hombres harán más caso a Yahvé si éste se reviste del ropaje del
temor que si se muestra como Señor bondadoso y clemente. Por lo general,
la gente abusa de las personas buenas e incluso terminan por burlarse de
ellos. Ahora soy yo –siguió diciendo mi padre- quien quiere preguntarte algo
¿es que todo lo que nos han enseñado hasta ahora es falso?”.
- ¿Y que le contestaste a esa pregunta crucial? -quiere saber Santiago el de
Alfeo.
- Le dije –contesta Jesús- que naturalmente que lo revelado anteriormente no
era falso. Yo no he venido ha destruir la ley y a derogar lo que habían
enseñado los profetas. He venido a llevarlo a su plenitud, a completar la
revelación. “Es lo que me imaginaba –me dijo entonces José-. Por eso,
querido hijo, debes tener en cuenta que hay hombres a los cuales tendrás que
insistirles en un aspecto de la verdad e instruirles en el temor de Dios, y eso
por el bien de ellos. A otros, que ya hayan superado ese estadio en su
desarrollo espiritual, deberás introducirles en la plenitud del conocimiento de
Dios y hablarles del amor que Adonai merece. Temo que si te dedicas a
hablar sólo de lo segundo será, en muchos casos, como si quisieras construir
una casa empezando por el tejado. Si tu Padre ha querido dedicar tantos
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siglos a instruir al hombre en el temor y en el respeto a la divinidad, quizá


sea porque ha querido darnos una lección de pedagogía. Es posible que sólo
se pueda llegar al amor pasando por la puerta del respeto. De lo contrario –
me dijo sonriendo-, corres el riesgo de que cuando prediques que Dios es
Padre la gente se confunda y piense que Dios es, en realidad, abuelo. Pero
todo esto que te digo –concluyó- lo sabes tú y lo sabe tu Padre mucho mejor
que yo”.
- Ese sí que era José –afirma María, satisfecha por lo que acaba de oír-. Era un
hombre sabio y prudente, que conocía bien al ser humano y que sabía que no
todos somos iguales y que hay que dar a cada uno según su medida.
- Sí –dice Jesús-, así era él. Me ayudaron mucho sus reflexiones. Coincidían,
naturalmente, con lo que había en mi corazón. Sus palabras encontraban en
mi alma un eco, el de la voz del Espíritu Santo, y por eso yo sabían que eran
verdaderas. Pero oírlas me ayudaba, me permitía avanzar a más velocidad,
pues era como si descorrieran una cortina que, de todos modos, yo iba a abrir
por mí mismo aunque más tarde. “Tienes razón –le dije-. La revelación
hecha a nuestros mayores no queda invalidada. Mi Padre es Creador, es
Señor, es Juez. Mi Padre tiene derecho a recibir honor, respeto, adoración de
los hombres. Pero él quiere recibir algo más de ellos. Quiere no sólo
conquistar su comportamiento mediante el miedo o el interés, como quien
conquista una plaza fuerte rodeándola con un poderoso ejército o el que
compra algo a base de pagarlo caro. El quiere conquistar el corazón del
hombre. Para eso he venido yo, para eso he nacido, para que el hombre se
sienta amado y empiece a amar, para que se pase de la alianza del interés y el
miedo a la alianza del amor”. “Hijo –me contestó-, te deseo mucha suerte.
Pero te advierto que no te va a ser fácil. Vas a tener en contra a los
sacerdotes y a toda la estructura religiosa de nuestro pueblo, pues lo que tú
pretendes y lo que tú eres les deja completamente descolocados y fuera de
lugar, y eso no lo van a consentir. Pero es que vas a tener en contra, además,
a muchos hombres religiosos y sinceros. Tu misma existencia es una
blasfemia. ¿Cómo puede Dios hacerse hombre si él es el innombrable, el
completamente trascendente, el inabarcable por la mente humana?. Además,
no faltarán quienes abusen de tu bondad y de tu amor, quienes se acerquen a
ti para conseguir lo que desean y luego se alejen. Debes saber que vas a
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sufrir y que llegarás a dudar de la utilidad de tu misión. Puede ser que llegue
el momento en que pienses que quizá lo que el hombre necesita, lo que le
conviene, es el látigo y la zanahoria, el miedo y el interés. Lo que sí es
cierto, querido hijo, es que los frutos que consigas mediante la revelación del
amor de Dios, serán, quizá, pocos pero mucho más sabrosos, más auténticos.
Te deseo suerte y haré lo posible por ayudarte. Ahora, prométeme –terminó
diciendo-, que no hablarás de estas cosas, por el momento, a nadie. Eres
demasiado joven para soportar el ciclón de reacciones enemigas con que te
encontrarás si lo haces”. ¿A nadie –le pregunté-, ni siquiera a mi madre y a
mis primos?. “A tu madre sí –me dijo-, aunque también yo hablaré con ella.
A tus primos todavía no. Ten prudencia y ten paciencia. Estoy seguro de que
tu Padre te revelará cuándo ha llegado tu hora”.
- Y así fue –dice María-. Él habló conmigo de todo y sus palabras
contribuyeron a aclarar el misterio. Sin embargo, yo vi aún más que él, con
mi intuición de mujer, que el camino que le esperaba a mi hijo era un camino
de incomprensión y de sufrimiento. Y me dio miedo. Lo que no supe
entonces era que tenía que ser yo, precisamente yo, quien le diera la orden de
salida para que empezara la manifestación pública de su misión.
- Eso fue lo que ocurrió en las bodas de Caná –dice Santiago el de Zebedeo.
- Sí, pero antes de contaros lo de Caná, me gustaría terminar con la etapa de
mi vida en Nazaret, hablándoos de la muerte de Ana, mi abuela, y de la
muerte de José –dice Cristo.
- Yo quiero saber –pregunta Magdalena- si no te enamoraste nunca.
- También os hablaré de eso, pero vamos a hacerlo todo por partes, tal y como
sucedieron las cosas –contesta Jesús a la pregunta de la antigua prostituta.
- Antes de seguir, Maestro –le interrumpe Simón el zelote-, ¿no deberíamos
hacer una pausa para movernos un rato y tomar algo?. Yo ya estoy cansado
de permanecer en esta posición tanto tiempo y tengo hambre y sed.
- Tienes razón –le dice Jesús- Vamos, muchachos, confío en que en la cabaña
tengáis algo para comer, pues los milagros son para casos excepcionales y no
para utilizarlos para tapar el agujero de nuestras imprevisiones y perezas.
El grupo se levanta y bromea alegremente. Durante un rato la tensión se relaja y,
aunque todos estaban atentos a las palabras de Jesús, agradecen la pausa, por más que
Simón se convierta en objeto de burla, una burla amable, por haberse atrevido a decir
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que estaba cansado y tenía hambre. Al poco, tras comer pan, aceitunas, queso de cabra y
beber un trago de vino que se conservaba fresco en un odre de piel, se reúnen de nuevo
en torno al Maestro que tiene prisa en seguir su relato.
- Dos años después de aquello, murió tu abuela –dice María, una vez que
todos se hubieron sentado en torno a Cristo-, ¿qué recuerdas de ella y de
aquel momento?.
- Recuerdo, sobre todo –empieza a contar Jesús-, que tú sufriste mucho. Ya lo
habías pasado mal cuando murió Joaquín, pero ahora era todavía peor. La
abuela, como recordarás madre, murió dulcemente, tal y como había vivido.
Mi Padre le concedió tener una vejez tranquila, sin que las enfermedades
marcaran excesivamente su cuerpo. Cuando le llegó la hora tuve ocasión de
hablar a solas con ella. Le dije lo mismo que al abuelo Joaquín, con la
diferencia que ella ya sabía el mensaje de esperanza que yo predicaba; no
sólo lo sabía, sino que creía en él. Así, pues, para ella el tránsito no fue en
absoluto angustioso. Deseaba, casi, partir. Anhelaba volver a encontrarse con
su marido, del que no se había separado espiritualmente ni un momento
desde el día de su muerte. Anhelaba encontrarse con Dios, al que yo le había
enseñado a llamar Padre. Ella, pues, apenas sufrió. Quien sufrió fuiste tú,
madre, ¿te acuerdas?
- No podré olvidarlo nunca -dice María.
- ¿Por qué sufriste –le interrumpe Felipe, extrañado- si sabías que tu madre iba
al encuentro de Dios y de su marido? No puedo comprender que la muerte
suponga sufrimiento si se tiene la certeza de la vida eterna.
- Querido Felipe –contesta Jesús- quizá eres demasiado joven todavía y te
faltan muchas cosas por aprender. Deja hablar a mi madre, que ella sabrá sin
duda explicártelo.
- Gracias hijo –contesta María-. Sí, Felipe, sufrí mucho. Yo estaba más segura
aún que mi madre de que Dios nos espera como Padre bondadoso cuando la
muerte hace su cosecha y nos siega las horas y los días. No me cabía duda,
además, de que la bondad de mi madre le permitirían pasar sin temor el
juicio de Dios y aunque todavía no se me había revelado el efecto redentor
de la sangre que había de derramar mi hijo, ya sabía que los justos podían
afrontar la muerte y el juicio sin temor y con esperanza. Todo eso no sólo lo
sabía con la luz de la fe sino con un convencimiento interior tan profundo
54

que podemos hablar, más que de fe, de certezas. Sin embargo, no pienses,
Felipe, que el dolor por la muerte, el dolor de las enfermedades, el de las
separaciones, el que te produce ver sufrir a un ser querido, sea algo que sólo
afecta a los que no tienen fe o a los que están machados por el pecado. Yo,
que puedo decir, con total humildad, que no tengo conciencia de culpa
alguna, sufrí entonces y he sufrido muchas veces en mi vida. ¿Crees que no
he sufrido cuando he visto a mi hijo muriendo en la cruz como un
malhechor? ¿Qué tipo de ser humano habría sido yo si no me apenara la
muerte de mi padre, de mi madre, de mi marido o de mi hijo?. No, la gracia
de Dios no destruye la naturaleza humana, ni la cambia hasta el punto de
convertir al hombre en una especie de estatua de frío mármol, como esos
ídolos en los que creen los paganos. Yo sabía que mi madre iba a estar,
pronto, en el seno de Dios y, sin embargo, no podía evitar el sufrimiento.
Sufría por mí, no por ella. Sufría porque ya no podría volver a estrechar su
cabeza de viejecita entre mis manos, ni peinarla el cabello como hacía
cuando, al final, ella ya no se podía valer por sí misma. Sufría porque ya no
podría oír su risa alegre, ni pasar mis dedos por las profundas arrugas de su
frente. Ya no podría escuchar sus palabras sabias ni sus consejos certeros. Y,
sobre todo, me quedaba sola, me convertía en alguien sin raíces, y eso, sin
llegar a darme miedo, sí que me impresionaba.
- Pero ¿y la fe, y la esperanza? -vuelve a objetar, testarudo, Felipe.
- El sufrimiento –sigue hablando María- no se convertía en desesperación
precisamente porque existían la fe y la esperanza. Yo estaba, y lo sigo
estando, totalmente segura de que mi madre vive, como vive mi padre. No he
perdido el contacto con ellos y siguen siendo luz y consejo para mí. Por eso,
la soledad en que me sumía su partida, se veía mitigada por la certeza de que
se trataba de una despedida provisional, no de un adiós para siempre. Pero
todo eso, que en buena medida se lo debía a las enseñanzas de mi hijo, no
hacía que el dolor desapareciera completamente. Por lo demás, me hubiera
sentido extraña si, ante la muerte de mi madre, ni una espina de dolor
hubiera atravesado mi corazón. No creo que Dios quiera que nos
convirtamos en seres insensibles. Más bien creo que él lo que busca es llenar
nuestro sufrimiento de esperanza, nuestras noches oscuras de un rayo de luz
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que las da sentido y nos ayuda a caminar por ellas, a pesar de que la
oscuridad no desaparece del todo.
- Tienes razón, madre –afirma Jesús-. Yo te veía sufrir y aprendía de ti el valor
de ese sufrimiento. Entonces tuve una intuición. Aprendí algo que no sabía,
lo mismo que me había ocurrido cuando había muerto el abuelo Joaquín o
había estado en el Templo con los doctores de la ley dos años antes. Una vez
más, mi Padre se servía de un acontecimiento para desvelarme un misterio,
para descorrer la cortina que ocultaba lo que yo sabía desde siempre pero que
no sabía que lo sabía.
- ¿A qué te refieres, hijo? -dice María, extrañada de que Jesús nunca le hubiera
hablado de ello.
- Tú –le responde el Maestro-, delante de la abuela moribunda, te mostrabas
como una mujer fuerte. Siempre lo has hecho así y también lo hiciste por mí,
junto a la cruz. Se trataba de que tu propia pena no pesara sobre el que partía,
para no aumentar la suya. Pero, cuando te quedabas a solas, dejabas que por
tus ojos corrieran las lágrimas, unas lágrimas que no eran de desesperación
pero que resultaban un inevitable desahogo de tu alma. Yo me solía turnar
contigo junto a la cama de la abuela, sobre todo cuando José estaba
trabajando y no estaba en casa. Pero recuerdo que, por lo que fuera, salí un
momento de la habitación donde dormitaba Ana y te vi, en la habitación de
al lado, sentada en el suelo y llorando. Tus lágrimas eran tan dulces que de tu
boca no escapa ni un quejido. Sólo eran eso, gotas de dolor que salían de tus
ojos y a las que la esperanza quitaba su amargura. Entonces, como un
relámpago, pasó por mi mente la idea del amor de Dios. Y entonces fue la
primera vez que supe que yo debía morir trágicamente, aunque aún no tuve
conocimiento de que debía hacerlo en una cruz.
- ¿Cómo fue eso? -pregunta Juan extrañado.
- Si mi madre quiere a su madre de este modo –contesta Jesús-, pensé yo al
verla allí, en el suelo, llorando, eso significa que de ningún modo consentiría
que a ella le sucediera algo. Y mucho menos, concluí, permitiría que me
sucediera a mí. Y, sin embargo, mi Padre me ha enviado a la tierra para que
yo dé la vida por los hombres. ¡Cuánto ama Dios al mundo para entregar a su
único Hijo para la salvación del mundo!. Quizá, seguí pensando, por un justo
se encontraría alguien dispuesto a morir, pero por los pecadores, ¿quién
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querría dar la vida?. En cambio, mi Padre, que me ama infinitamente más


que mi madre a la suya o que cualquier madre a su hijo, no ha dudado en
pedirme el sacrificio de la vida para demostrar a los hombres lo grande de su
amor y para redimirles de sus pecados.
- ¿Fue así como supiste cuál había de ser tu final? -vuelve a intervenir Juan.
- ¿Significa eso que tú te has limitado a obedecer al Padre pero que tú no
querías convertirte en el cordero de Dios que quita el pecado del mundo? -
pregunta Andrés.
- ¿Por qué no me dijiste nada? -dice, a su vez, María.
- ¿No te dio miedo, siendo tan pequeño como eras, con sólo 14 años? -quiere
saber Magdalena.
Jesús corta aquel aluvión de preguntas con un gesto de su mano y, tras dejar que
el silencio vuelva a adueñarse de la reunión, sigue hablando.
- Comprendo que queráis saber todas esas cosas, pero tened paciencia –les
dice-. Os lo vuelvo a repetir, cuando venga el Espíritu Santo, él os lo
explicará todo, incluido el misterio de la comunión entre él mismo, mi Padre
y yo. Que os baste, por ahora, saber que yo y el Padre somos uno y que nada
de lo que él quiere lo dejo de querer yo, con la misma fuerza y la misma
decisión. Sin embargo, esa identificación no excluye, en mí, la obediencia.
Lo cual, por otro lado, es una enseñanza para vosotros, pues si yo he
aprendido, sufriendo, a obedecer al Padre, siendo igual a él en naturaleza y
dignidad, mucho más tenéis que aprender a obedecerle vosotros, que sois sus
criaturas.
- De acuerdo –dice Magdalena, insistiendo-, pero dime, ¿no tuviste miedo?.
- Sí y no –le responde Cristo-. No olvides que el momento era solemne. Mi
abuela estaba muriendo y yo sabía que la muerte era sólo un tránsito. Mi
madre estaba allí, junto a mí, llorando. Llena de esperanza, pero llorando. No
era el momento de ponerse a hacer divagaciones. Todo fue muy rápido,
como un relámpago. Supe lo que supe y, con tanta velocidad como vino, lo
introduje en mi conciencia para ponerme a hacer lo que Dios me pedía en
aquel momento.
- Que fue consolarme –dice María-. Recuerdo que te arrodillaste a mi lado y,
lo mismo que yo solía hacer con mi madre anciana y enferma, hiciste tú
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conmigo: pasar tu mano por mis cabellos y secarme, con tus dedos, las
lágrimas.
- Sí, eso fue lo que hice –confirma Jesús-. Quizás recuerdes que no te dije
nada. No tenía nada que enseñarte. Comprendía que lloraras allí, a solas,
lejos de la mirada de la abuela. Y sabía que no necesitabas que te recordara
la existencia del cielo ni que te hablara del amor de Dios. No había en ti ni
una pizca de desesperanza. Me angustiaba un poco verte llorar, allí, sentada
en el suelo. Pero comprendía que era normal, que te hacía bien, y que
respondía a un profundo misterio escrito en la naturaleza humana. Yo
también sufría por la muerte de la abuela y sabía que, si un día me sucedía lo
mismo, no podría evitar las lágrimas al contemplar tu partida.
- Pero no ha sucedido así –le responde María-. He sido yo, tu madre, quien te
ha visto morir a ti.
- Dios lo ha permitido por un motivo que tú no ignoras –le dice Jesús.
- ¿Cuál? -quiere saber Juan, siempre tan interesado en todo lo que haga
referencia a la Virgen María.
- Os lo contaré a su debido momento. Ahora dejadme que siga el hilo de mi
historia sin dar saltos para adelante que me impedirían hablaros de todo tal y
como sucedió –contesta Cristo.
- Sigue, por favor –dice, un poco nervioso, Pedro-, se acerca la hora de la
comida y luego sólo nos quedará la tarde. A este paso no vamos a acabar
nunca.
- Si no acabamos hoy, os reuniré de nuevo en Jerusalén para terminar el relato
–afirma Jesús-. Pero ahora, efectivamente, dejad que siga. Os estaba
diciendo que la muerte de mi abuela sirvió para encontrarme no con una
virtud como la de la fe, la esperanza o la caridad, sino con una realidad que
me afectaba a mí mismo. Supe que iba a morir para salvar a todos y cada uno
de los hombres. Supe también que mi Padre me entregaba a esa muerte
redentora porque amaba a los hombres con una intensidad que sólo cabe en
el corazón de Dios. Aquello no me produjo miedo. Lo acepté al instante, con
alegría, como quien sabe por fin para qué está en un sitio determinado. Lo
acepté absolutamente y, a continuación, me arrodillé junto a mi madre para,
en silencio, darle el afecto que ella necesitaba de mí. Esa era, por lo demás,
mi misión: olvidarme de mis propios dolores y problemas para hacer míos
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los dolores de los demás. ¿No había venido al mundo para eso? En el cielo
yo no tenía sufrimientos. Si vine, si me hice hombre, fue para poner mi
hombro debajo de las cruces que llevan los hombres, cargar con ellas como
si fueran mías, y contribuir así a hacerles a ellos más ligera su carga. Mi
madre lo entendió así. Agradeció mi consuelo. Recuerdo que, con gran
sorpresa mía y con no poca vergüenza, me besó la mano y luego se alzó.
Poco después ya estaba, con los ojos secos y la sonrisa en la boca, junto a
Ana, siendo para ella consuelo y alegría.
- Decías que nos ibas a hablar también de la muerte de tu padre -dice su primo
Judas-, pero eso ocurrió muchos años después. Tu debías tener en torno a los
veinte. ¿Qué pasó desde los catorce en que murió tu abuela?
- No pretendo contaros con detalle cada momento de mi vida –contesta Jesús-.
Sólo quiero hablaros de lo más importante, de aquello que dejó una huella en
mi alma y que debéis conocer para comprenderme mejor y saber así hasta
qué punto os he amado. En aquellos seis años, por lo demás, no pasaron
muchas cosas. Quizá la más importante fue mi decisión de no tomar mujer.
- Eso es precisamente lo que yo quería saber –dice Magdalena-. Ha sido
siempre un misterio para mí, del que no nos has hablado nunca. ¿Por qué
tomaste esa decisión?.
- Mi casa, mi familia –empieza diciendo Jesús-, era un hogar de célibes, de
consagrados a Dios. María, mi madre, os podría contar los motivos de su
propia opción. Mi padre, José, la asumió para respetar tanto el plan de Dios
sobre mí como la opción de su mujer. Nuestra familia era, por lo tanto,
completamente original. En ella, sin embargo, no faltaba una cosa: el amor.
Quizá a alguno de vosotros, o de los que vengan en el futuro, les resulte
difícil comprender que dos personas, como mi padre y mi madre, se puedan
amar intensamente sin tener relaciones sexuales entre ellos. Pero es que eso
no sólo ocurrió entre José y María, sino que he conocido otros muchos casos
así y sin que Dios tuviera que ver en el asunto. Recuerdo, y seguro que tú no
lo has olvidado, madre –le dice a María, que está escuchando esta parte del
relato con un enorme pudor, aunque comprende que es necesario que su hijo
hable de ello-, unos vecinos nuestros, Eliazar y Lía. Llevaban varios años
casados y tenían cuatro o cinco hijos, casi a uno por año, como es frecuente
entre nosotros. Él tuvo un accidente mientras trabajaba en el tejado de su
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casa. La escalera se rompió y, al caer, se destrozó la espalda. Quedó inútil


para el resto de su vida. Ya no pudieron tener más hijos. Ella no se fue con
otros hombres y, que yo sepa, guardó siempre fidelidad a su esposo. Hay
personas que, por el contrario, son convertidos en eunucos desde su niñez,
bien para convertirse en los guardianes de los harenes de sus amos, bien para
que tengan dedicación plena a los negocios de sus señores. Pues bien, ha
habido siempre y habrá en el futuro, personas que se hagan a sí mismos
eunucos, en el sentido de no conocer mujer, para dedicarse a Dios y a la
causa de Dios. Lo que me sorprende, lo que me duele, es que se vea normal e
incluso se alabe a aquellos que, al menos durante una temporada, renuncian a
casarse para dedicarse al arte, al dinero, a los oficios públicos o, como en el
caso de los griegos, al deporte, y que, en cambio, se critique a los que no se
casan para servir mejor al Señor. Por las causas que he citado, sí se puede
renunciar a tener relaciones con una mujer. En cambio, por Dios y las cosas
de Dios, resulta incomprensible que se haga esa renuncia. Querida
Magdalena, si no entiendes el por qué de mi actitud, y de la de otros que me
seguirán en el futuro para imitarme en todo a mí y dedicarse a alabar a mi
Padre y a trabajar por el Reino de los Cielos, es que no amas tanto como yo
pensé que amabas. El hombre, te lo aseguro yo, que soy Dios y sé algo sobre
la naturaleza humana, el hombre no puede vivir sin amor, pero sí puede vivir
sin sexo, por más que eso sea un don que Dios concede sólo a algunos y que
hay que pedir intensamente cuando se desea estar completamente liberado de
todo para entregarse a Dios con todo el ser, en cuerpo y espíritu.
- Perdóname, Señor –dice Magdalena, visiblemente turbada-. No he querido
decir que dudara de tu capacidad de amar ni de que fuera esa capacidad la
que te llevara a renunciar a tener mujer e hijos. Sólo expresaba mi curiosidad
por saber cuándo y cómo tomaste esa decisión, pues nunca nos habías
hablado de ello.
- Como tantas otras cosas –sigue diciendo Jesús-, tomé la decisión en el
momento oportuno. Mis padres, los dos consagrados a Dios voluntariamente,
aunque por motivos diferentes, no obraron conmigo en este campo como es
habitual. Entre nosotros, como sabéis, los matrimonios se concertan sin que
los futuros esposos tengan nada que decir sobre ello, especialmente la novia.
En mi caso, en cambio, cuando iba llegando el momento, por la edad, en que
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había que concertar mi matrimonio con alguna muchacha de la familia o de


otra aldea, mis padres comprendieron que no podían dar un paso así sin
contar conmigo. Además, entre nosotros eso del enamoramiento de que
hablan griegos y romanos, no es algo que se tenga mucho en cuenta. El
matrimonio es un asunto familiar, que sirve para unir dos clanes, para
establecer alianzas o, en algunos casos y por desgracia, hasta para hacer
negocio. Yo, cuando fui consultado, les pedí que me dejaran un tiempo para
pensarlo, pues hasta el momento ni se me había pasado por la cabeza que me
hubiera llegado ya la hora de tomar ese tipo de decisiones.
- Tenías en torno a los quince años –dice María-, apenas unos meses después
de la muerte de tu abuela.
- Puede ser –contesta Jesús-, pero no lo recuerdo bien. Sé que no supuso para
mí ningún problema. No me llevó mucho tiempo decidirme. Consulté con mi
Padre y con el Espíritu y ellos coincidieron conmigo en la decisión. Yo soy
Dios y hombre a la vez, soy una sola persona aunque en mí haya dos
naturalezas. Ambas, la humana y la divina, coincidían siempre en todo y
también lo hicieron en esto: mi consagración al Señor y a la causa del Señor
me llevaba a renunciar a todo tipo de amor humano que pudiera representar
una atadura, un obstáculo, para la causa del Reino. Así lo sentí y así se lo
dije a mis padres. No hubo más, pues en el fondo ellos estaban también de
acuerdo conmigo y se alegraron de mi decisión, que venía a ratificar como
válida y querida por Dios su propia opción.
- ¿Pero no te enamoraste nunca? -pregunta Simón el zelote.
- ¿No añoraste nunca acariciar la cabeza de tus propios hijos? -quiere saber
Pedro, que estaba casado cuando conoció al Señor.
- ¿Tu camino deberá ser el camino de todos tus seguidores? –es Felipe el que
interroga ahora- ¿Es algo malo casarse, algo que nos impide amar a Dios y
servirle plenamente?.
- ¿Y las mujeres –dice Magdalena-, podremos seguir también el camino de la
consagración y la virginidad aunque no podamos trabajar por el Reino del
mismo modo que los hombres?.
- Bien –contesta, tranquilo, Jesús-, veo que el asunto os interesa, a juzgar por
las preguntas que hacéis, casi todos a la vez. Intuyo en algunas de ellas algo
de temor, como si la consagración en el celibato fuera una imposición
61

obligatoria que Dios exige a todos los que queréis ser mis discípulos, una
especie de derecho que el Señor quisiera arrebataros.
- Maestro –dice Juan-, yo no tengo miedo. Al contrario, escuchándote he
sentido cómo mi corazón saltaba de alegría. Yo quiero seguirte en todo y en
todo intentar ser como tú. Yo quiero ser célibe y no lo considero una
imposición sino una bienaventuranza.
- Lo sé, Juan –le responde Cristo-. Por eso tú has estado siempre tan cerca de
mi corazón. Pero no todos tus compañeros, al menos por ahora, parecen
sentir lo mismo. Vamos por partes. En primer lugar quiero deciros que mi
camino es modelo para todos en lo que representa de amor a Dios y amor al
prójimo. Acordaos de nuestra última cena, cuando os entregué mi carne y mi
sangre bajo las especies del pan y del vino.
- Aquella en la que yo no estuve -dice Magdalena, respirando una vez más por
su herida.
- Sí, aquella en la que las mujeres no podíais estar –contesta Jesús, dejando las
cosas claras pero sin perder la paciencia-. Antes de entregaros mi carne y mi
sangre, me ceñí un lienzo a la cintura y os lavé los pies.
- Recuerdo –dice Pedro- que yo no quería dejar que tú, mi Señor, me lavases
los pies a mí y entonces me dijiste que si no lo permitía no tenía nada que ver
contigo, así que te contesté que no sólo los pies sino el cuerpo entero y la
cabeza.
- Así fue –dice Jesús-. Yo quería dejaros un ejemplo para que vosotros, en el
futuro, lo llevaseis a la práctica unos con otros.
- Fue entonces –es de nuevo Juan quien interviene- cuando nos dijiste que nos
dejabas un solo mandamiento, un mandamiento al que llamaste tuyo, el del
amor. Jamás podré olvidar ese momento.
- Pero os dije algo más –añade Cristo-. ¿No lo recordáis?. No dije: ‘os dejo un
mandamiento’, sino ‘os dejo mi mandamiento’. No dije: ‘amaos unos a
otros’, sino ‘amaos unos a otros como yo os he amado’. Pues bien, eso y no
otra cosa, es lo esencial, lo que no le puede faltar a nadie, hombre o mujer,
anciano o joven, soltero o casado. No se puede ser mi discípulo sin desear
imitarme a mí. Pero no una imitación en la castidad, sino una imitación en el
amor. El que no quiere amar como he amado yo, no puede ser discípulo mío.
La consagración en el celibato por el Reino de los Cielos es, por el contrario,
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una opción libre que Dios inspira a unos y no a otros. No hay mayor
dignidad por tener esa inspiración que por no tenerla, pues es un don del
Espíritu, por más que el Espíritu necesite de la colaboración y del esfuerzo
del hombre para triunfar sobre los deseos de la carne. Pero el que se casa no
debe sentirse menos hermano mío, menos cercano a mí, que el que no se
casa. Basta con que su opción no sea por egoísmo, creyendo que es un
camino más fácil y eligiéndolo por eso. Si ese es el motivo, si casarse
significa para él poner a Dios en segundo, en tercero o en último lugar, si mi
Padre le pedía la consagración y él, por comodidad, no ha secundado sus
deseos, entonces sí que estará más lejos de mí. Pero no lo estará por culpa
del matrimonio, que es un estado de perfección como el celibato, sino por
haber sido egoísta, por no haber obedecido la voz de Dios que hablaba en su
propio interior.
- ¿Y la mujer? -vuelve a preguntar Magdalena.
- Lo mismo que el hombre –contesta Jesús-, en cuanto a la consagración. Ya
os he dicho a todos que hay igualdad plena en cuanto a dignidad. Todos los
que reciban el bautismo serán incorporados a la familia de los hijos de Dios,
lo mismo que todos son, desde que nacen, criaturas de Dios. No hay
distinción entre hombre y mujer, entre griego o judío, entre esclavo o libre.
Dios es padre de todos y creador de todos. Por eso la mujer puede consagrar
al Señor su virginidad, aunque no pueda hacer lo mismo que el hombre en
algunas cosas.
- ¿En qué? -insiste Magdalena, llena de tenacidad y con un asomo de rebeldía
que incomoda a los apóstoles.
- En lo relacionado con lo ocurrido en la última cena que tuve con mis
apóstoles y la entrega de mi carne y de mi sangre –contesta el Señor-. Pero
eso os lo hará entender mucho mejor el Espíritu Santo, cuando venga a
vosotros dentro de unos días. Entonces, no sólo os quitará el miedo sino que
os llenará de consuelo y de luz.
- Todavía no has contestado a mi pregunta –dice Simón el zelote-, ¿no te
enamoraste nunca?.
- No, en el sentido en que tú me lo preguntas –le responde-. Amé siempre, a
todos. Pero enamorarme, como un hombre se enamora de una mujer, no me
ocurrió nunca. Para mí, siempre, el hombre y la mujer fueron como hermano
63

y hermana. Los quise, los quiero, hasta el punto de dar la vida por ellos. Creo
que no hay amor mayor que ese. Sin embargo, nunca tuve no sólo la
tentación de hacer mal uso de mi cuerpo o del suyo, sino ni siquiera ese
arrebato de los sentimientos, que tú, Simón, como si fueras un griego o un
romano, entiendes por ‘enamorarse’.
- ¿Hubiera sido malo que te hubiera ocurrido? -pregunta Natanael.
- Enamorarse no es nada malo, por más que para algunos ese sea el principio
de la separación de Dios y del abandono del verdadero amor –contesta Jesús-
. Amar nunca es malo, cuando se ama como Dios quiere. Es decir, cuando se
ama de forma ordenada, poniendo a Dios en el primer lugar del corazón. El
que ama así no peca, pues ese amor a Dios le impide hacer mal uso de su
cuerpo o del cuerpo de los demás. Ese amor a Dios le lleva a ser fiel a sus
compromisos matrimoniales, por ejemplo. Sin embargo, muchos llaman
amor a lo que los griegos, con su magnífica precisión, llaman “eros”. Eso es
otra cosa. Siempre me vi libre de esas pasiones, aunque, también es verdad,
siempre puse los medios para evitar que me alcanzaran.
- Pero tú tuviste tentaciones –dice Andrés, sorprendido de que el Maestro
dijera que no las había conocido.
- Sí, en el desierto –confirma éste-, pero no de ese tipo. Sin embargo, sobre
eso ya os hablaré luego. Ahora quisiera contaros lo que sucedió a la muerte
de José, mi padre.
María no puede evitar un estremecimiento al oír hablar de su esposo, por más
que desde su muerte hubieran pasado ya muchos años. Juan, siempre atento, pasa su
mano con delicadeza por encima del hombro de la Virgen y el afecto que le transmite
ayuda a la madre de Dios a reponerse y prestar completa atención a las enseñanzas de su
hijo.
- Yo tenía ya veinte años cuando aquello ocurrió –sigue hablando Jesús-.
Trabajaba con él desde hacía tiempo. En nuestro hogar, como he dicho antes,
había una confianza completa y los tres estábamos, por voluntad propia,
consagrados a Dios. Todavía no había llegado mi hora, así que seguía
haciendo una vida normal, intentando llamar lo menos posible la atención.
Algunas murmuraciones se elevaban en el pueblo por el hecho de que mis
padres aún no hubieran concertado mi matrimonio, pero eso a nosotros no
nos afectaba en absoluto.
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- Recuerdo –dice María- que era invierno cuando ocurrió todo.


- Sí, era invierno –sigue contando Jesús- Un vecino nuestro, Maltaké, tenía en
la montaña un aprisco para las ovejas y las cabras. El lobo y otras alimañas
causaban grandes daños a sus rebaños porque el recinto estaba muy
deteriorado, llegando incluso a poner en peligro la vida de los zagales que
cuidaban de los animales. Nos pidió que fuéramos allí y que reparáramos
todo hasta dejarlo bien seguro. Aquel había sido un invierno muy duro.
Habíamos tenido mucho trabajo para defender las casas del pueblo de los
destrozos que causaban el agua y el hielo. Hubiéramos querido ir antes a
atender el encargo de Maltaké, pero no sólo no habíamos podido ir por tener
mucho trabajo, sino porque el tiempo había sido malísimo y era peligroso
aventurarse en la montaña. Desde hacía dos días, sin embargo, había
mejorado y mi padre consideró que era el momento de ponerse en camino.
Hasta llegar a donde estaba el aprisco teníamos un día de marcha, por lo que
convenía partir cuanto antes, aún con noche cerrada. No sé si te acordarás,
madre –dice Jesús dirigiéndose a María-, que tú le dijiste que esperara
todavía unos días, pues el tiempo podía volver a empeorar. Él te contestó
que, si esperábamos mucho, Maltaké se podía incomodar y perderíamos un
cliente. “Los pobres –dijo con buen humor- no podemos permitirnos el lujo
de rechazar trabajos. Cuando vienen, hay que aceptarlos con alegría y
dándole gracias a Dios”. Sin embargo, como mi madre había temido, apenas
habíamos salido de Nazaret, el tiempo cambió. Cuando amaneció estábamos
ya metidos de lleno en la montaña y en la tormenta. Comprendimos que no
podíamos seguir, pero también nos dimos cuenta de que no podíamos
intentar volver. Nos refugiamos en una oquedad, bajo unas rocas. Estábamos
empapados por la lluvia y el frío atería nuestros huesos. Yo empecé a tiritar,
pero él estaba aún peor que yo. Como pude, en cuanto dejó de llover, le subí
al borrico que nos acompañaba y emprendimos el regreso a Nazaret. Llegó
en muy malas condiciones y pocos días después pasaba a la casa de mi
Padre.
- No has contado –dice Santiago, su primo-, que tú llegaste casi desnudo, a
pesar del enorme frío que hacía.
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- Sí –dice María- te habías ido quitando tu ropa para protegerle a él, con grave
riesgo de morir tú también. De hecho, estuviste varios días en cama, muy
enfermo. Sólo tu juventud te salvó.
- Mi juventud –afirma Jesús- y la voluntad de mi Padre. Todavía no había
llegado mi hora. Pero si me despojé de la ropa que podía defenderme para
proteger a José no fue porque supiera que, hiciera lo que hiciera, no iba a
morir, sino porque el amor me llevaba a eso.
- ¿Por qué no hiciste un milagro, como lo habías hecho años antes con el
leproso? -pregunta Magdalena.
- ¿No te dolió que no lo hiciera? -completa la pregunta Andrés, dirigiéndola a
María.
- Ni me planteé siquiera –es la Virgen quien responde- que mi hijo pudiera
hacer un milagro para evitar la muerte de mi marido. Claro que él podía
haberlo hecho y no hubiera sido una ofensa a Dios que yo se lo hubiera
pedido. Pero mi relación con él y con su Padre era tal, que yo estaba segura
de que, cuando Yahvé había permitido que José y que mi propio hijo
enfermaran era por algo. Estaba acostumbrada a creer y a tener esperanza.
Por eso no puse en duda el amor de Dios ni los designios de su voluntad.
Sentí, eso sí, una enorme pena por la muerte de mi marido, como la había
sentido por la muerte de mi madre años antes. Yo siempre quise a José. Le
quise como esposa, aunque ambos respetáramos completamente la
consagración del otro, sin tener entre nosotros ninguna relación impropia de
esa consagración. Y porque le quería tanto fue por lo que, en lugar de pensar
en hacer reproches a Dios por no haberle dado más vida y no haberle
protegido en aquel trance, me dediqué a darle gracias por el tiempo que pude
disfrutar de su compañía.
- Mi madre –es Jesús el que habla-, había aprendido una lección que pocos
saben. Ella, como los auténticos creyentes, tiene una actitud ante la vida
distinta de la que posee la mayoría, incluidos muchos que se consideran a sí
mismos muy religiosos. Para esa mayoría, todo lo que se tiene es un derecho
y, como consecuencia, lo que no se tiene es una falta que hay que reprochar a
Dios. Si tienen salud, dinero, amor, trabajo, una buena casa, seguridad, éxito,
juventud, belleza, no tienen que agradecerle nada ni a Dios ni a nadie. En
cambio, si les falta algo de eso, se lo reprochan a Dios y le acusan de injusto.
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Nunca le agradecieron lo que tenían y en cambio le echan en cara lo que les


falta porque, según ellos, es un derecho que Dios conculca.
- Mis padres, mi marido, mi hijo, mi poca o mucha salud, la escasa pero
suficiente economía de que disfrutábamos en casa gracias a nuestro trabajo,
todo eso –dice la Virgen-, siempre lo consideré un don. Por eso, cuando algo
de eso faltó, en lugar de enojarme con el Señor, le di gracias por el tiempo
que lo tuve y lo pude disfrutar. Así hice cuando murió José, por más que el
dolor por la separación me hiciera derramar, un vez más, algunas lágrimas.
- ¿Pero por qué no hiciste un milagro? -vuelve a preguntarle Magdalena a
Jesús.
- Nunca hice un milagro para salir yo de un apuro –contesta éste-. Podía
haberlo hecho para ayudar a mi padre, que era un prójimo como lo era el
leproso que curé años atrás. Pero no sentí que lo debiera hacer. A mi padre le
había llegado la hora y eso había que aceptarlo. Lo que sí hice fue rogarle a
Dios que no sufriera y que su agonía fuera breve. Y eso me lo concedió mi
Padre. José vio aliviados sus dolores y recuerdo sus últimas horas como las
de un justo que va al encuentro de Dios, aunque para que eso pudiera tener
lugar todavía debía yo pasar por la puerta estrecha de la cruz y luego salvar
de los infiernos a quienes me habían precedido en la muerte sin poder
beneficiarse de mi redención. Él tampoco me pidió que le curara. Quizá si lo
hubiera hecho, yo habría efectuado el milagro. Me cogió la mano y mostró,
en todo momento, una gran entereza. “Ha llegado mi hora, querido hijo –me
dijo-. He sido muy feliz de estar estos años contigo y con tu madre. Nunca
podré agradecerle a Yahvé lo suficiente que me haya elegido para ser
custodio y protector de su Hijo. He procurado cumplir bien esa tarea, que ha
sido para mí dulce como la miel. Ahora debo partir. Siento dejarte todavía
tan joven. Siento dejar a tu madre, a la que he querido con un amor mayor
que el de cualquier esposo y con la que he estado más unido en el espíritu
que pueda estarlo el marido más solicito. Pero ha llegado mi hora. Cuídate y
cuídala. Recuerda mis consejos. No olvides que hay que saber ser sencillos
como palomas pero también astutos como serpientes”.
- ¿Aquellas fueron sus últimas palabras? -pregunta Juan, emocionado.
- No –contesta Jesús-. Fueron las últimas que me dirigió a mí. Pero luego tuvo
una conversación a solas con mi madre. Eso, sin embargo, pertenece a su
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secreto y no es el momento de curiosidades. Yo estoy contando mi historia y


ella, a su hora, contará la suya.
- ¿Qué experimentaste tú con todo aquello? -interroga Mateo.
- De eso se trata, precisamente –responde Jesús, agradecido a Mateo, por su
pregunta, que devuelve la conversación a la cuestión central-, y no de
narraros sólo hechos más o menos desconocidos e importantes. Para mí, la
muerte de José supuso, ante todo, la aceptación de la voluntad de Dios,
manifestada a través de la ley de la vida. No era la primera vez que moría
alguien próximo a mí. Pero en esta ocasión se trataba de alguien más que
próximo. Era mi padre, por más que yo supiera que no le debía a él ni el
origen de mi cuerpo ni el de mi divinidad. Era mi padre. Y yo le quería
mucho. Por eso no dudé en arriesgar mi salud y aun mi propia vida
despojándome de la ropa para procurarle un poco de calor. Yo sabía que no
moría para siempre y sabía que, en el momento oportuno, iba a poder
disfrutar del mayor de los tesoros, la compañía del Dios que tanto amó. Todo
eso lo sabía. Pero saberlo, como le había ocurrido a mi madre con la muerte
de sus padres, no impedía que una gran angustia subiera por mi pecho y que
sólo tuviera ganas de llorar ante la perspectiva de separarme de él durante la
larga temporada que mediaba entre su muerte y la mía.
- Todos te vimos llorar –dice Santiago el Zebedeo- cuando te anunciaron la
enfermedad y luego la muerte de tu amigo Lázaro, pero entonces no
sabíamos que eras Dios o, por lo menos, no lo teníamos tan claro como
ahora. Nos parecía normal que un hombre llorara por un amigo recién
muerto. En cambio, ahora que sabemos que eres Dios, al menos a mí, me
cuesta entender que, a pesar de saber que existe otra vida más allá de la
muerte, sintieras dolor por la muerte de José o por la de Lázaro.
- ¿De qué te extrañas, querido y valiente amigo? –le responde Jesús-. Quizá tu
sorpresa se deba a que piensas que, por el hecho de ser Dios, no soy
auténtico hombre. Ese será un error en el que muchos, por motivos a veces
contrapuestos, caerán en el futuro. Unos pensarán que es impropio de mi
dignidad divina tener sentimientos tan humanos como el dolor por la muerte
de un ser querido. Otros, al comprobar la existencia de ese dolor, pensarán
que no soy realmente Dios. Pues bien, os aseguro que soy verdadero Dios y
verdadero hombre, en una sola persona, y que, precisamente por eso, tengo
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todos los sentimientos que cualquier hombre puede tener. Me habéis visto
comer, dormir, bromear y no os ha extrañado eso. Me habéis visto sufrir, y
no sólo en la cruz; me habéis visto llorar, y ese sufrimiento sí que os afecta;
hasta el punto de que en lugar de suscitar en vosotros admiración por el
hecho de que Dios acepte asumir la debilidad humana, la extrañeza os lleva a
dudar de mi naturaleza divina o de la autenticidad de mis sentimientos.
- Yo no dudo, Maestro –dice Juan, al instante.
- Ni yo –añade Pedro, que es coreado por todos los demás.
- Señor –dice Santiago el Zebedeo, que se ve en la necesidad de dar alguna
explicación y que se ha puesto de rodillas ante Cristo-, no pienses que yo
dudo de ti. He estado contigo aquí, en este mismo monte santo, y he tenido
ocasión de ver cómo Moisés y Elías te servían. He estado junto a ti en
momentos muy duros y, aunque te traicioné hace unos días, en la noche de tu
pasión, creo que me he arrepentido lo suficiente de ello. No tengo ninguna
duda de que eres hombre y tampoco la tengo de que eres Dios. Pero te pido
que seas comprensivo con mi torpeza. Es demasiado difícil para nosotros,
palurdos galileos a la par que buenos fieles de la religión de Israel, aceptar
sin más que todo un Dios, el Omnipotente e Innombrable, se haga hombre,
coma, juegue, sufra y muera a nuestro lado. Sólo hay una explicación a eso y
esa explicación es aún más grande que el misterio de la encarnación.
- ¿Y cuál es esa explicación? -pregunta Jesús.
- Seguro que mi hermano Juan –le responde Santiago- te lo sabrá decir mejor
que yo, porque el otro día, junto al lago, en casa de nuestro padre, lo
estuvimos hablando. Anda, Juan, díselo tú, por favor.
- La única explicación –afirma Juan, que no teme exponer abiertamente lo que
todos sienten-, es que el amor de Dios es tan grande, por lo menos, como su
poder. Dios es omnipotente, pero, sobre todo, es amor. Sí –añade-, Dios es
amor y nosotros somos testigos de ese amor. Nosotros, que hemos visto y
oído a su Hijo. Nosotros, que hemos compartido su sueño, su comida, su
descanso, su fatiga, su sufrimiento, su muerte y también su resurrección.
Nosotros somos testigos de la inmensidad infinita del amor de Dios, hasta el
punto de poder decir que, donde abundó el pecado sobreabundó el amor.
- Gracias, queridos Juan y Santiago –contesta Cristo-. No esperaba menos de
vosotros. Tendréis que ser, como los demás, testigos precisamente de todo
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eso que ahora proclamáis. Tendréis no pocas dificultades por ello, pero, no
temáis, yo he vencido al mundo, como habéis podido comprobar con mi
resurrección.
- Maestro, perdona que te interrumpa –dice Simón Pedro-, el tiempo pasa y no
tardará en caer la tarde. Poco les queda a los campesinos de jornada. Dentro
de poco los caminos se llenarán de gente que regresa a las aldeas desde los
campos donde se recoge la cosecha del lino y del trigo. No nos has contado,
sin embargo, nada de cómo experimentaste tantos y tantos acontecimientos y
peripecias como ocurrieron durante tu vida pública. Por eso te pido que sigas
adelante y a vosotros, hermanos, os ruego de nuevo que no le interrumpáis
continuamente pues de lo contrario no acabaremos nunca.
- Tienes razón, Pedro –dice Jesús-. Termino esta importante etapa de mi vida
recordándoos lo que os había empezado a decir. La muerte de mi padre
supuso para mí, ante todo, una aceptación de la voluntad de Dios en todo lo
que tiene de natural y a la vez de misterioso. Yo podía haber hecho un
milagro, podía haberlo pedido. Podía haberlo pedido mi madre. Ninguno lo
intentó siquiera. Sabíamos que había llegado su momento y de lo que se
trataba era de estar preparados para afrontarlo bien, tanto él como nosotros.
A veces pensamos que la voluntad de Dios se manifiesta a través de gestos
extraordinarios. No suele ser así. Es mediante las cosas normales y aún
rutinarias de la vida, como se nos manifiesta lo que Dios quiere y espera de
nosotros. En mi vida, en la de mi madre y en la de José, hubo momentos en
que intervinieron ángeles, magos protectores venidos de lejanas tierras,
sueños reveladores de ocultos secretos. Pero esos fueron momentos muy
contados, tan escasos como imprescindibles. No, Dios no se manifiesta
habitualmente a través de ángeles que se aparecen o de visiones de difuntos.
Dios se manifiesta en la normalidad. La vida sencilla, corriente, de un
artesano de Nazaret y de su familia, era manifestación del poder de Dios y de
la voluntad de Dios, tanto como aquellos otros instantes de esa misma vida
en que el Señor había intervenido excepcionalmente en ella. Así lo entendí
en aquella ocasión y lo entendí para siempre.
- Tenías veinte años –dice María- y, con la muerte de José, te convertiste en el
cabeza de familia. Yo temí que el inicio de tu misión no tardara en llegar.
Eras ya un hombre adulto y maduro. Podías valerte por ti mismo y no habías
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echado en saco roto los consejos de prudencia y sabiduría que te había dado
tu padre. Estabas preparado para partir. Y, sin embargo, aún tardaste diez
años en hacerlo. Naturalmente que no me costó nada aceptarlo, porque
fueron diez años maravillosos. Los dos en la dulce intimidad de nuestro
hogar, aunque ya no tuviéramos la compañía de José. Y, sin embargo, nunca
te pregunté por qué tardaste tanto en hacerlo. Siempre temí que, de plantearte
esa cuestión, lo interpretaras como una invitación mía a marcharte de casa
para predicar el mensaje que tu Padre te había encargado transmitir a los
hombres. Hijo, ¿qué pensaste tú, qué sentiste tú en esos años de vida
escondida en el taller de Nazaret, en el discreto transcurrir de la vida
rutinaria y cotidiana de nuestra casa?
- Algo parecido a lo que sentías tú. Que aquello era el cielo en la tierra, a pesar
de que echara siempre en falta la ausencia de mi padre. No tenía ganas de
partir, ¿quién hubiera querido hacerlo, estando a tu lado?. Junto a ti, me
parecía que el tiempo transcurría no despacio, sino deprisa, muy deprisa.
Sabía que tenía que llegar la hora en que debía abandonarte para llevar a
cabo, como dices, la tarea que me había encomendado mi Padre. Pero
necesitaba estar seguro de que esa hora había llegado. De todos modos, hubo
algunos momentos en que pensé que el tiempo era más que maduro. En
nuestro pueblo, como sabes, los veinte años son ya una edad más que
avanzada para emprender algo en la vida. A esa edad, la mayoría de mis
amigos estaban casados, o, por lo menos, comprometidos. Afortunadamente,
la muerte de José nos ayudó a presentar mi soltería como algo más normal,
pues se excusaba alegando que yo no quería dejarte sola ni meter a una
mujer en casa que no te tratara con el respeto que merecías. Como te digo,
hubo momentos en que creí que la hora había llegado.
- ¿Cuáles? -pregunta María.
- Cuando se presentó aquella enfermedad tan mortífera que se llevaba a los
niños igual que a los más fuertes de los jóvenes, o a los ancianos. Pensé que,
quizá, eso significaba que mi Padre deseaba que me dedicara a curar a los
moribundos y que, mediante los milagros, empezara a predicar su amor a los
hombres –contesta Jesús.
- ¿Por qué no lo hiciste? -quiere saber Natanael.
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- Porque la voz interior –añade el Maestro- me advertía que no era el


momento, a pesar de que había tanto sufrimiento a mi alrededor. Me acordé
de uno de los consejos que me dio José: “Si te dedicas a hacer milagros, la
gente se acercará a ti como quien acude a un mago, como quien busca el
negocio. Adiós a tu mensaje, entonces. Te convertirás en un médico infalible
y famoso, pero te será muy difícil curar las almas, pues lo único que
pretenderán de ti es que cures los cuerpos”. No, aquel no era todavía el
momento. Así que me limité a hacer algunas curaciones siempre con la
prudencia necesaria como para que nadie pensara que eran obra mía.
- ¡Claro –exclama Judas-, por eso en Nazaret hubo tan pocas víctimas de la
enfermedad! La gente se acordó del milagro del leproso y nuestra fuente se
llenó de visitantes que acudían a llenar sus cántaros con su agua, pero nadie
supuso que eras tú el que estabas detrás de aquel fenómeno.
- No fue fácil conseguir pasar desapercibido –dice Jesús-. De todos modos,
como os digo, yo mismo tenía dudas de cuándo llegaría el momento de salir
a la luz y abandonar la tranquila, pacífica y deliciosa vida de Nazaret y la
compañía de mi madre y de mis amigos. A veces, incluso, me ponía algo
nervioso. Menos mal que la voz del Espíritu en mi interior siempre me
advertía que debía tener paciencia y que esta temporada de mi vida era tan
fructífera como la que debía venir.
- ¿Cómo es posible que creas que era tan útil predicar y hacer milagros como
hacer sillas o reparar tejados? -pregunta Felipe, sorprendido.
- Para la mayoría de los hombres, Felipe –le responde Jesús-, la vida no está
hecha de grandes cosas. Tienen, cómo no, dificultades y sufrimientos, pero
ni siquiera en esos momentos malos se puede decir que se salgan de lo
normal. Nacen, crecen, se reproducen, enferman y mueren. Sufren y se
alegran. Se alimentan, descansan, tienen hijos, hacen negocios, tienen éxitos
y también fracasos. En definitiva, una vida normal. Si yo tenía que
convertirme en refrencia para todos los hombres, por lo tanto también para la
inmensa mayoría, para los hombres normales, debía ofrecer en mi vida un
modelo a imitar. Si mi ejemplo hubiera consistido en estar haciendo
continuamente milagros, en llevar a cabo obras maravillosas o en predicar
sermones sublimes, ¿cómo se podrían haber sentido próximos a mí, capaces
de imitarme, esa multitud de personas vulgares y sencillas?. La etapa de
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Nazaret tuvo esa misión: ofrecer a los hombres de todas las razas y épocas
un modelo de Dios hecho hombre que estuviera al alcance de cada hijo de
vecino. Ser santo, ser perfecto incluso, es posible para todos porque yo no fui
sólo imitable mientras anduve por los caminos predicando, sino también
mientras estuve en mi casa, como un trabajador más, como un hijo más,
como un vecino más.
- ¡Qué poco y mal lo entendimos los de Nazaret! -exclama Santiago, su primo.
- Sí –dice Jesús-, pero esa es ya otra historia, la de mi vida pública. Ahora ha
llegado la hora de partir. Como Pedro decía, los caminos se van llenando de
gente. No tardará en caer la noche y no será seguro caminar.
- Pero podemos quedarnos aquí y seguir mañana –objeta Tomás.
- No quiero que mi madre pase aquí la noche, ni que la pase tampoco
Magdalena, durmiendo ambas con vosotros, en esa incómoda y sucia cabaña
de pastores –le responde Cristo.
- ¿Por qué tiene que haber diferencias entre nosotros? –protesta Magdalena-
¿por qué las mujeres no podemos dormir al raso como los hombres?.
- Magdalena –contesta Jesús, siempre con calma y ahora sonriendo-, si algún
día no protestas, no me cabe duda de que serás santa. Tú puedes dormir
donde quieras, menos mezclada con los hombres. Y no por tu pasado, sino
porque hay cosas que están ligadas a la naturaleza humana y son como son y
no como nos gustaría que fueran. Acostúmbrate a aceptar que eres una
mujer, igual en dignidad que cualquier hombre, pero una mujer. Así que, por
mí, puedes dormir en el suelo, bajo un árbol o subida a una encina, pero no
en la misma choza que mis apóstoles. En cuanto a mi madre, tiene ya el
cuerpo suficientemente magullado como para que yo consienta que se quede
aquí. Es hora, pues, de partir. Nos veremos dentro de una semana en
Jerusalén.
- ¡Una semana! -son ahora todos al unísono los que protestan.
- Hijo –dice María- estoy de acuerdo contigo en todo, como siempre. Y, como
siempre, haré caso de lo que dices sin discutirlo. Pero te suplico que no
prolongues tanto la separación. ¿No podríamos vernos antes? ¿por qué en
Jerusalén?.
73

- Quiero ir a Jerusalén con vosotros –responde el Maestro- porque quiero


hablaros allí, sobre el terreno, de lo que sentí y viví, sobre todo en mis
últimos días.
- ¿Y no podrías –sigue diciendo la Virgen, con tanta humildad como
tenacidad- contarnos aquí lo que sucedió aquí. Al fin y al cabo, Jerusalén fue
escenario sólo de una parte de tu actividad pública.
- Madre –dice Jesús-, como siempre, tú ganas. Tienes razón. Nos veremos
dentro de tres días junto al lago, pero no en Cafarnaum. No podríamos pasar
desapercibidos. Estaré en aquel sitio, sobre la colina, donde, si os acordáis,
yo multipliqué los panes y los peces después de haber anunciado el camino
de las bienaventuranzas. Estaré allí a primera hora de la mañana. Ahora os
aconsejo que algunos os pongáis en camino, junto a las dos mujeres. El resto,
permaneced aquí y viajad de madrugada, antes de que amanezca. No vayáis
todos juntos. Os recuerdo, por lo demás, que donde estéis dos o más unidos
en mi nombre allí estoy yo, en medio vuestro. Pero que esa presencia mía
deja de existir si no hay amor entre vosotros.
Dicho esto, el Maestro se levanta y todos lo hacen tras él. María se acerca a
abrazarle y Magdalena está, antes de que nadie se dé cuenta, arrodillada a sus pies.
Desde allí, pregunta:
- ¿Podré estar también yo allí, junto al lago, Rabbuní?
- ¿Qué te parece, Pedro? -contesta Jesús, que quiere poner a prueba al
principal de sus discípulos.
- Señor –responde éste-, creo que Magdalena tiene un puesto ganado entre
nosotros. He sido un torpe y un necio poniéndole pegas. Ella te ama tanto o
más que cualquiera de nosotros, y es ese amor el que nos hace dignos de
estar a tu lado. Pero yo no soy quién para decidir. ¿Qué te parece a ti?
- Hay cosas que quiero revelaros sólo a vosotros, y no por cuestión de
dignidad, sino de misión. Pero eso no ocurrirá mañana. Así, pues, nos
veremos todos en la colina, junto al lago. ¿Estás contenta, Magdalena? Esta
vez se te ha concedido lo que querías, pero no protestes cuando la decisión
sea contraria a lo que tú pides –le dice Jesús.
Dicho esto, el Señor les pide a todos que se arrodillen y a continuación les
bendice. Un fuerte viento sopla por entre las encinas, acabando con el bochorno de esa
tarde de primavera. Cuando los apóstoles y las mujeres levantan la vista, el Maestro ya
74

no está. Sin quejas, sin discrepancias, llenos de alegría, se levantan. María y Magdalena,
acompañadas por los dos hermanos Zebedeos y por los dos primos de Jesús, Santiago y
Judas, emprenden el camino de regreso a Cafarnaum. Los otros siete apóstoles se
quedan en la montaña y se disponen a acostarse lo antes posible para bajar al valle pocas
horas después, mientras es de noche, a fin de estar lo antes posible cerca de los pueblos
donde cuentan con amigos que puedan protegerles. Posiblemente llegarán a Cafarnaum
antes que lo haga el primer grupo, en todo caso, antes de que se cumpla el tiempo de la
cita dada por el Maestro.
Pedro se dirige, como por la mañana, al lado oeste de la colina. Mientras sus
amigos preparan la choza para pasar la noche, él necesita estar solo. Al poco se le acerca
su hermano, Andrés. Le pasa la mano por el hombro y le pregunta:
- ¿Por qué estás tan pensativo? ¿No estás contento con lo que nos ha contado
el Señor?
- ¡Cómo no estarlo! –responde aquel que fue calificado de piedra angular por
Jesús-. Lo que sucede, hermano, es que empiezo a ser consciente de lo que
nos espera. Todo cae sobre nuestras espaldas y, especialmente, sobre las
mías. Y cuando digo todo me refiero no sólo a la tarea de llevar la buena
noticia del amor de Dios a los hombres, sino también a la misión de
mantener unida a esta comunidad y a los que se adhieran a ella.
- ¿Estás seguro –objeta Andrés- de que todo cae sobre nosotros? Por el
contrario, hoy, escuchando al Maestro, he comprendido que nosotros sólo
tenemos una misión que hacer, la de dejarnos llevar. Lo único que se espera
de nosotros es que seamos lo suficientemente dóciles como para secundar al
Espíritu. No creo que sean nuestras fuerzas, incluso aunque éstas fueran
mucho mayores de lo que son en realidad, las que nos permitan vencer ante
las pruebas que nos esperan. ¡Venga, hermano! –le anima-, que si Dios está
con nosotros ¿quién estará contra nosotros? Ni siquiera nosotros mismos,
aunque nos lo propusiéramos, podríamos vencer a Dios y agotar su bondad,
su misericordia, su gracia. Y al final, cada vez lo tengo más claro, aunque
nuestra parte sea importante y aún imprescindible, tenemos que concluir que
todo es gracia.
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LA HORA DE LA PALABRA

Tres días más tarde, con la noche todavía dominando en el cielo, tres grupos
pequeños se deslizan furtivamente desde puntos distintos hacia un lugar común. Uno de
ellos, formado por dos mujeres y cuatro hombres, ha pasado la noche muy cerca, junto
al lago. Los otros dos vienen de un poco más lejos, de la fronteriza ciudad de
Cafarnaum. Se mueven entre las sombras con gran sigilo. Todavía queda algo de luna,
aunque el astro nocturno no está en la plenitud que poseía dos semanas antes, cuando
Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos. Con todo, como gente conocedora de los
lugares por donde transitan, no necesitan mucha visibilidad para desplazarse. Prefieren
tropezar antes que llamar la atención.
El primer grupo en llegar, al contrario de lo que había sucedido en el Monte
Tabor, es el de las mujeres. Han subido, fatigosamente María y con más ligereza los
demás, la colina. Cuando llegan a uno de los repechos, vislumbran la alborada que
precede a la salida del sol. A través de los altos de Gerasa, la claridad, tímidamente aún,
comienza a despejar las sombras de la noche. Pronto el camino que bordea el lago se
llenará de gente y, aunque en esa zona hay menos campesinos que en la región del
interior cercana al Tabor, también hay mucho movimiento en los caminos, tanto de
comerciantes que vienen de Siria como de soldados y pescadores.
- Dios quiera –dice María a sus compañeros, apenas coronado el repecho de la
colina en el cual habían quedado citados- que lleguen pronto. Lo mejor para
todos es que no les vea nadie.
- Llegarán pronto y a salvo, Madre –contesta Juan-. Tanto Pedro como Simón
conocen muy bien esta zona. Cuando menos nos lo esperemos habrán
llegado, casi sin ser vistos.
- ¿Y el Maestro –pregunta Magdalena-, cuándo llegará? ¿Crees, Madre, que
tendrá tiempo para hablar conmigo a solas?
- No lo sé –le responde la Virgen-, pero te aconsejo que no se lo estés diciendo
continuamente. Ya se lo pediste y estate segura de que no lo ha olvidado. Si
él ve la ocasión, te concederá la audiencia que le has pedido. No me gustaría
que le incomodaras o que incomodaras a los apóstoles. Piensa que todos,
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incluso yo, tenemos ganas y también derecho a estar a solas con él, y no se lo
pedimos por respeto. Ten paciencia y ten prudencia, Magdalena.
- Tienes razón –responde ésta, que sólo ante la Virgen se muestra sumisa y
fácilmente conciliadora-. Pero, si ves tú que hay ocasión para ello, ¿podrías
interceder por mí? ¿podrías recordarle que tengo ganas de tener con él una
conversación a solas?
- De acuerdo –contesta María-. Haré lo que pueda. Y ahora, calla un rato.
Disfrutemos del silencio y del espectáculo del lago, que empieza a
iluminarse con los primeros rayos del sol.
Poco tiempo pueden estar, los seis, gozando del espléndido paisaje. Un paisaje
que parece creado especialmente para transmitir a quien lo contempla la certeza de que
el mundo ha sido hecho por un Dios que ama a los hombres. Casi simultáneamente, de
dos puntos distintos, se oyen ruidos. Los dos grupos que faltan, llegan al lugar de la cita
por sitios diferentes. Los cuatro apóstoles se levantan y, aun sabiendo que lo más
probable es que se trate del resto de los discípulos de Jesús, se sitúan alrededor de las
dos mujeres para protegerlas. No tardan, con todo, en aparecer los discípulos restantes,
un grupo capitaneado por Pedro y el otro, como Juan había previsto, por Simón el
zelote.
- Ves como tenía yo razón –le dice Simón a Pedro cuando aún los dos grupos
no se habían encontrado-. El camino del interior es tan corto como el de la
costa y mucho más seguro.
- Sí, es verdad –responde Pedro-. De todos modos, a nosotros no nos ha
seguido nadie, pues sólo nos hemos cruzado con un campesino que iba hacia
Tiberíades con su carreta llena de verdura para venderla en el mercado.
- ¿No os habrá identificado? –pregunta Mateo, que ha venido con el grupo de
Simón.
- No lo creo. Era aún de noche e íbamos embozados –dice Andrés, que ha
acompañado a su hermano.
Todavía están hablando cuando se produce el mismo suave torbellino de viento
que precedió a la llegada de Jesús, tres días antes, en el Tabor. Como entonces, María se
puso en pie y anunció que su Hijo estaba al llegar. Instantes después, el Señor se hacía
presente en medio de los discípulos y les volvía a saludar con la frase que había
convertido en su divisa: “Paz a vosotros”.
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A pesar de que hacía poco que se habían visto, los apóstoles se acercaron a Jesús
precipitadamente para abrazarle y besarle las manos. Todavía no se habían
acostumbrado a las apariciones del Resucitado y éstas les resultaban cada vez igual de
nuevas y sorprendentes. En esta ocasión, sin embargo, Magdalena no corrió a besarle
los pies. Permaneció junto a María, tranquilamente, esperando que fuera Jesús quien se
dirigiera a ella. Este no tardó en hacerlo. Tras saludar a sus amigos, fue a donde estaban
las dos mujeres y a ambas les dio el mismo beso de paz. Después, dirigiéndose a todos,
afirmó:
- Bien, es hora de desayunar. Me imagino que no lo habéis hecho y que
tampoco habéis rezado las dieciocho bendiciones que preceden a la comida.
Vamos a empezar bien el día y, aunque tengo mucho que contaros, es bueno
que dediquemos los primeros momentos a alimentar el cuerpo y a darle
gracias a Dios por lo que él nos ha concedido. Supongo que habréis traído
algo para comer, ¿no?.
- Claro que sí, hijo –responde María, que en esta ocasión ha venido mejor
provista que cuando subió al Tabor-. Incluso tuve tiempo ayer para hacerte
esas galletas de harina y miel que tanto te gustan.
- Gracias, Madre –dice Jesús. Vamos a rezar y luego desayunaremos. El
tiempo apremia, pero lo mejor del tiempo debe ser dedicado a Dios.
El grupo se dispone a efectuar las oraciones que todo buen israelita dedica a
Yahvé al empezar la jornada. Al concluir, Juan le dice a Jesús:
- Maestro, ¿podríamos rezarle a tu Padre tal y como tú nos enseñaste?
- Me alegro de que me lo pidas, Juan –contesta Jesús-. Acordaos que esa debe
ser, por encima de cualquier otra, vuestra oración.
Todos en pie, Jesús vuelve a repetirles el Padrenuestro, que ellos, tras él, van
desgranando, no sólo con atención sino con el esfuerzo de memorizarlo para no
olvidarlo cuando el Maestro ya no esté entre ellos para recordárselo. Al concluir, Jesús
les dice:
- Ahora, antes de desayunar, disfrutemos un poco de la belleza de este lago.
En silencio, que cada uno se dirija al Padre y le exprese lo que hay en su
corazón.
Sentados mirando al agua, a una distancia de la orilla que les permite contemplar
todo el panorama, los apóstoles y las dos mujeres, acompañados por Cristo, permanecen
un largo rato. La belleza del paraje, lo extraordinario de la compañía, hace que aquella
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no sea una oración normal. Aunque el silencio no es roto por ninguno de ellos, varios
empiezan a llorar. No así María, que, sentada junto a Jesús, está tan serena como cuando
paseaba con su hijo por los alrededores de Nazaret, cinco o seis años antes.
Es Jesús quien da por terminado el increíble momento. Se levanta y pregunta por
la comida. Después empieza a bromear con los que han llorado, hasta que todos se ríen,
mientras desayunan. Al acabar, y para evitar el calor que no tardará en aparecer, se
sientan a la sombra de un corpulento sicomoro, todos alrededor del Maestro, como
habían hecho en el Tabor. Jesús no tarda en empezar a hablar.
- Yo esperaba y necesitaba una señal para empezar a actuar. A veces, como ya
os he contado, tenía dudas, pero la voz del Espíritu en mi interior me decía
que no había llegado el momento. Así iban pasando los años y, aunque yo
me encontraba muy bien en Nazaret junto a mi madre, también me
preguntaba cuándo llegaría la hora de empezar a actuar. Y en esto ocurrió lo
de Juan el Bautista.
- Nuestro primer maestro –afirma Andrés, mirando a Natanael.
- Sí –dice Jesús-. El primer maestro de algunos de vosotros y también mi
primo. Ya sabéis la historia acerca del viaje de mi madre a Ain Karem.
También sabéis que, debido a la elevada edad de sus padres, Juan quedó
huérfano pronto. Apenas unos meses mayor que yo, sin embargo, por aquella
época, llevaba ya mucho tiempo por los desiertos y caminos de Israel
predicando la penitencia y el arrepentimiento. Había pasado una temporada
con los esenios, pero no le habían convencido sus doctrinas. En el fondo no
eran tan distintas a las de los corrompidos sacerdotes del Templo, pues a
pesar de que los eremitas del desierto eran honestos, creían que la
santificación es fruto del esfuerzo humano y de complicadas ceremonias de
purificación. La nueva alianza, Juan lo intuyó perfectamente, no podía ser
una simple revisión de la antigua. El concepto de pacto debía cambiar de raíz
para alejar no sólo todo sentimiento comercial, sino, sobre todo, para que el
hombre comprendiera que es Dios el que, gratuitamente y sin mérito alguno
del ser humano, salva.
- Pero Juan –dice Felipe, otro de los que habían sido discípulos del Bautista-
nos insistía mucho en la penitencia, en los sacrificios.
- Pero no lo hacía –aclara Jesús- como quien pone ahí el objetivo de su obra,
la finalidad de su mensaje. Juan era consciente, y así lo dijo muchas veces,
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de que él era sólo el precursor. Sin haber oído hablar de mí, había recibido el
efecto de mi gracia cuando estaba en el vientre de su madre, saltando de
alegría en aquel bendito seno. Sabía, más por intuición y don que por
deducciones lógicas, que la salvación de los hombres era inminente. Por eso
se dedicaba a preparar los caminos, a enderezar los senderos tortuosos.
- Sí –dice, de nuevo, Felipe-, con frecuencia nos decía que él no era el enviado
y que no era digno de desatarle las sandalias cuando llegara. Y ese enviado,
Maestro, eras tú.
- Cuando llegó a Nazaret la fama de Juan, yo tuve la impresión de que mi hora
estaba cercana. Al principio no supe que se trataba de mi primo, el hijo de
Isabel y Zacarías. Sólo supe que un gran hombre había surgido de entre el
pueblo, con el mismo vigor y honradez de los profetas de antaño. Supe que
predicaba la conversión y que impartía un bautismo de penitencia en el
Jordán.
- Entonces fue cuando nos dijiste a nosotros –dice Santiago, su primo-, que te
acompañáramos para visitar a Juan en el Jordán.
- Recuerdo que nosotros nos reímos de ti –completa la anécdota el otro primo,
Judas Tadeo- y te dijimos que tú no tenías necesidad de bautismos de
penitencia, pues nunca nadie te había visto en el pueblo hacer la más
pequeña cosa mal hecha.
- Sin embargo –concluye Santiago-, insististe en ir y varios de nosotros, de los
de tu familia, te acompañamos.
- La voz de Dios se agitaba poderosamente en mi interior –continúa Jesús el
relato-. Era como un caballo ansioso de salir del corral donde ha pasado
demasiado tiempo. No obstante, debía cerciorarme y por eso no os dije nada.
Además, tampoco sabía qué debía deciros. ¿Debía llamaros a solas y deciros
así, por las buenas, ‘soy el Mesías’?. Comprendí que, en caso de duda, era
mejor no hacer nada y esperar a ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos. Por eso, sin daros demasiadas explicaciones, os arrastré
conmigo hacia el Jordán.
- Contigo estábamos cuando te aproximabas al agua, donde estaba Juan
bautizando –dice, de nuevo, Santiago.
- Entonces fue cuando él te vio –añade Judas-, aunque tú estabas en la fila,
procurando pasar desapercibido en medio de la gente, esperando que te
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llegara el turno de entrar en el río. Te vio y, dejando lo que hacía, vino a tu


encuentro. No quería bautizarte. Insistía, ante la sorpresa de todos, que eras
tú quien debía bautizarle a él.
- Felipe y yo –interviene Andrés-, estábamos ayudándole aquel día. Éramos
muchos sus discípulos y nos turnábamos para acompañarle y poner orden en
el tumulto de peregrinos que acudían de todas partes a que él les bautizara.
Yo estaba a su lado, ayudando a un soldado a zambullirse en el agua.
Recuerdo que fue entonces cuando él alzó la mirada y se quedó mirando
fijamente a la larga hilera de penitentes que esperaba pacientemente su turno.
Yo introducía a la gente en el río y era él quien les ayudaba a sacar la cabeza
del agua y a incorporarse. Pero justo en ese momento él te vio, Maestro. Así
que dejó al pobre soldado metido en el agua y se fue hacia ti. Menos mal que
yo le ayudé a salir, pues de lo contrario no sé lo que podía haber pasado.
- No exageres –completa Felipe la anécdota-, habría salido por su cuenta. Yo
no estaba lejos, pues, como ha dicho Andrés, nos tocaba hacer guardia aquel
día. Sorprendido, le vi dirigirse a la fila y hablar con un hombre joven. Me
precipité hacia allí y llegué a tiempo de oír parte de la conversación, más o
menos lo que tú has comentado, Judas.
- Los cuatro –sigue diciendo Andrés- estábamos junto a Juan y al Maestro
cuando éste fue bautizado. Los cuatro, lo mismo que muchos otros que
estábamos allí, arremolinados alrededor y llenos de curiosidad, escuchamos
la voz del cielo que decía ‘este es mi Hijo muy amado, escuchadle’.
- Sin embargo –dice Judas, refiriéndose a Andrés y a Felipe-, vosotros dos no
os vinisteis enseguida con nosotros.
- No sabíamos qué hacer –contesta Felipe-. Además, todo sucedió muy
deprisa. Apenas en unos momentos, en medio del barullo que se armó tras
oír la voz del cielo, y mientras unos y otros preguntaban qué había dicho
Yahvé o qué había querido decir, vosotros ya os habíais ido. Nos quedamos
allí, junto a nuestro maestro, atónitos, como él, como todos.
- Fue al día siguiente –añade Andrés- cuando Juan nos puso tras tu pista,
Señor. Tú ya te ibas, rodeado de los tuyos, y él os vio pasar a lo lejos.
Entonces dijo algo que, en aquel momento, me resultó enormemente
misterioso y que ahora, a la luz de lo ocurrido estos días, tiene explicación.
81

- Sí –dice Felipe-, afirmó: ‘Ahí va el cordero de Dios que quita el pecado del
mundo’. Y nos invitó a que te siguiéramos. A mí me daba pena alejarme de
él. Le quería mucho y le admiraba. Además, ya habían empezado a
insinuarse los rumores de que Herodes estaba tras él para hacerle pagar caro
sus críticas, por instigación de su mujer, Herodías. Aunque tenía muchos
otros seguidores, me costaba separarme de él, y más para seguir a un
extraño.
- Lo mismo me sucedía a mí –añade Andrés-. Pero él insistió. ‘Debéis
obedecer a Dios antes que a los hombres –dijo-. Conviene que él crezca y
que yo disminuya. No soy digno de desatarle ni las correas de las sandalias.
Mi obra era esta: preparar su camino. Y lo preparo precisamente así,
mandándoos que vayáis con él. No os preocupéis por mí. Seguidle’.
- Esto fue lo que ocurrió –es ahora Pedro quien interviene-, y después mi
hermano Andrés vino a mi casa y, excitadísimo, me habló de ti, Maestro.
Pero me gustaría que, más que oír nuestros recuerdos, nos contases tú, Señor,
cuáles son los tuyos.
- Me gusta mucho escucharos, queridos amigos –dice Jesús, que estaba
mirando, absorto, a sus discípulos-. Han pasado sólo tres años desde
entonces y, sin embargo, parece cosa de otra época. ¡Qué dulces fueron
aquellos momentos, verdad!. Pero tienes razón, Pedro. Es necesario que
sepáis lo que el Padre iba poniendo en cada momento en mi corazón. Como
os decía, la marcha al Jordán tenía cómo objetivo saber si había llegado mi
hora. Sólo de camino, al contacto con otros grupos que se dirigían al mismo
sitio, me enteré con detalle de la vida de Juan y de sus orígenes. Fue así
como supe que se trataba de mi primo, el hijo de Isabel, el que había saltado
de alegría en el vientre de su madre cuando percibió mi presencia y la de mi
madre. Entonces supe que, efectivamente, la hora se aproximaba. Sin
embargo, aún notaba en mi interior la voz del Espíritu que, con toda claridad,
me decía: “Espera, no te precipites, haz el viaje, pero espera”. Cuando, junto
a mis primos, llegué al Jordán, me comporté como todo el mundo. Nadie
sospechaba quién era yo, así que no me costó pasar desapercibido. Me puse
en la fila, junto a tantos, para recibir el bautismo de penitencia. Recuerdo que
mi madre, espero que tú te acuerdes también –le dice a María-, me dijo que
yo no necesitaba recibir ese tipo de rito y que yo le contesté que ella tampoco
82

había necesitado purificarse en el Templo, tras mi nacimiento, pero que, sin


embargo, había subido a Jerusalén y había pagado la ofrenda establecida.
Ella sonrío y aceptó que me marchara. Nos conocíamos demasiado bien
como para ocultarle algo el uno al otro.
- Sí –interviene María-, yo sabía, aunque tú no me habías dicho nada, que
estabas ansioso por empezar tu misión. Era lógico. Tenías ya treinta años y
no parecía normal que todo siguiese siendo tan discreto como hasta entonces.
Sin embargo, también a mí me hablaba esa voz interior, la del Espíritu. Y me
decía que te dejara partir, pero que, aunque el momento era próximo, no
había llegado la hora.
- Así fue –continúa Jesús con su relato-. No había llegado la hora, pero casi.
Yo no sabía lo que me esperaba cuando me metí en el agua. No sospechaba
que Juan me iba a reconocer, aunque él no me identificó como su pariente,
sino como el Mesías. Tampoco imaginaba que iba a poner tras de mí a
algunos de sus mejores discípulos. Con todo, la mayor sorpresa fue escuchar
la voz de mi Padre mientras el agua del Jordán bañaba mi cabeza. ¿Por qué
aquella manifestación pública que tantos pudieron escuchar? Me quedé
aturdido. Especialmente porque a continuación no pasó nada, o casi nada. Mi
primo me había reconocido, pero yo no necesitaba del testimonio de nadie
para saber quién era yo. Así, pues, aquel testimonio no iba dirigido a mí, sino
a vosotros. La sorpresa estaba en ver que ni a mis dos primos ni a los
discípulos de Juan que habían escuchado la voz del cielo, les había
producido un cambio notable. Estaban demasiado aturdidos como para dar a
aquella manifestación una importancia decisiva. De hecho, como vosotros
mismos, Andrés y Felipe, habéis afirmado, si no hubiera sido por la
insistencia de Juan me habría ido del Jordán como había llegado, con mis
parientes detrás, un poco extrañados y quizá admirados, pero nada más. No,
todavía no había llegado mi hora.
- Pero gracias a Juan fuimos varios los que te conocimos y te seguimos –es
Santiago el del Zebedeo, quien interviene ahora.
- Es verdad –asiente Jesús-, pero era todavía un seguimiento muy frágil. En
realidad, al venir conmigo, a quien estabais siguiendo era a Juan el Bautista,
y no a mí. Eso lo comprendí en seguida, como supe que la hora estaba
próxima, aunque aún no supiera cuándo eso ocurriría.
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- Entonces –dice la Virgen- decidiste venir a Caná.


- Sí, yo sabía que tú estarías allí, en casa de Manasés y Lía –confirma Cristo-.
Se casaba uno de sus hijos y tú me lo habías recordado antes de partir de
Nazaret camino del Jordán. Como allí no tenía nada más que hacer y
tampoco sabía qué debía decirles a mis sorprendidos y nuevos discípulos,
decidí invitarles a que se vinieran conmigo a Caná. En el camino, les dije,
podremos conocernos mejor y os podré ir hablando de algunos de los
secretos del Reino.
- A mí no me costó nada –dice Juan- dejarlo todo e irme contigo, Maestro.
Desde que te conocí, poco después de lo ocurrido en el Jordán, supe que
había encontrado el objetivo de mi vida. Fue tan fuerte lo que sentí, que me
quedé sorprendido, pues tenía la misma intensidad en mi corazón el deseo de
amar a Dios y el deseo de amarte a ti. Convencí a mi hermano, Santiago, y
con Andrés, Felipe y Natanael, nos fuimos contigo.
- Tú me convenciste –dice Santiago, riendo y dirigiéndose a su hermano- y yo
me dejé convencer con facilidad. Conocerte, Maestro –afirma ahora,
mirando a Jesús-, era amarte. No tienes razón cuando dices que no te
habríamos seguido si Juan el Bautista no nos lo hubiera ordenado. Es verdad
que nos unían a él muchos lazos de afecto, pero, al menos mi hermano y yo,
supimos desde el primer instante que tú eras distinto, que no eras
simplemente un maestro santo y sabio como él. Por eso lo dejamos todo,
incluido el próspero negocio de nuestro padre, y nos fuimos contigo.
- Lo mismo me pasó a mí –dice Pedro-, aunque por mis circunstancias tardé
un poco más en unirme a tu grupo.
- El caso es –continúa hablando Jesús- que me presenté en Caná, en casa de
nuestros amigos, con siete discípulos, dos de ellos primos míos. Ni ellos ni
yo sabíamos muy bien qué teníamos que hacer. Por mi parte, seguía
escuchando en mi interior la voz del Espíritu que me invitaba a la paciencia.
Por otro lado, quería ver pronto a mi madre y contarle lo que había sucedido,
para que ella me ayudase a discernir. Así fue como me presenté en casa de
Manasés.
- No me extraña –dice Mateo, bromeando- que se les acabara el vino. Te
esperaban a ti y aparecisteis ocho.
84

- Todo estaba previsto por mi Padre –añade Jesús-, pero yo no lo sabía. Sí,
efectivamente, aquella irrupción de un grupo de hombres jóvenes con los que
no se contaba debió ser una de las causas por las cuales se les acabó el vino.
Pero la causa última era que yo debía hacer un milagro que había de
convertirse en el punto de partida de mi nueva vida. Y quizá no lo hubiera
hecho si no hubiera sido por mi madre. No había tenido tiempo de hablar con
calma con ella, aunque sí que habíamos intercambiado algunas palabras, para
explicarle lo que había sucedido y cómo aquello había ocasionado que el
grupo de seguidores de Juan se vinieran conmigo. Ella sonrió y,
simplemente, me dijo que descansara antes de tomar ninguna decisión.
- Nada más verle llegar –es ahora María quien habla- supe que el tiempo se
había cumplido. El corazón saltó de alegría en mi interior no sólo por verle a
él, sino por ver que le acompañaban tantos jóvenes. Cuando hablé con él le
encontré feliz por esa compañía, pero sin comprender que, efectivamente, la
hora había llegado y, sobre todo, sin saber qué hacer. Entonces fue cuando se
acabó el vino.
- Llevábamos dos días allí –dice Jesús-, pues Manasés era un hombre rico y la
fiesta por la boda de su hijo no podía durar menos de una semana. Vi a mi
madre que venía a mí y me contaba que Elihú, el mayordomo de Manasés, le
había contado lo del vino. Era una vergüenza para ese hombre, que daría
mucho que hablar en toda la comarca. Pero tampoco era para tanto. Por eso
me extrañó que me insinuara que hiciera un milagro. Ni siquiera me lo pidió
abiertamente, sólo me puso delante el problema. Yo, que no había querido
hacer milagros mucho más necesarios en Nazaret, me quedé sorprendido de
esa petición y le dije que no había llegado mi hora. No me parecía que fuera
el momento, allí, en una boda y sólo para evitarle un mal rato a un buen
amigo, de hacer un gesto tan extraordinario como un milagro. Ella, sin
embargo, no dijo nada más. Dio media vuelta y se fue. Al poco llegó Elihú,
más extrañado aún que yo, y me dijo que mi madre le había ordenado poner
agua en los cántaros de piedra y luego venir a verme para hacer lo que yo le
ordenara. Entonces fue cuando comprendí que, efectivamente, el tiempo se
había cumplido. ‘Vete a ver ahora los cántaros -le dije a Elihú- y luego
vuelve a decirme qué ha pasado’.
85

- La noticia no se pudo ocultar –dice, sonriendo, María-. Porque no se debía


ocultar. Era necesario aquel milagro, mucho más que el que habría podido
devolverle la vida a José, mi marido, o a Ana, mi madre. Era necesario
porque tus discípulos necesitaban sentirse atraídos por ti. Lo comprendí en
seguida, aunque tú, hombre al fin, no te dieras cuenta. Por eso te pedí que lo
hicieras y por eso contribuí a que todos lo supieran. La hora había llegado.
- ¿Sabías tú, María –pregunta Juan-, que aquel era el principio del fin?
- No –responde ésta-. Ni Adonai ni mi hijo me habían revelado nada sobre la
cruz como final de aquella misión. Pero tampoco pensaba, en aquel
momento, en obtener, ni para mi hijo ni para mí, ningún timbre de gloria. Se
trataba sólo de llevar a cabo la tarea que él había venido a hacer. He pensado
mucho, a lo largo de estos tres años de vida pública y, sobre todo, cuando le
vi colgando del madero, en aquel momento de Caná. Yo le puse en el camino
de la cruz, sin saberlo. ¿Qué hubiera hecho, de haberlo sabido? Quizá os
sorprenda, pero creo que hubiera hecho lo mismo. Lo importante es hacer la
voluntad del Padre, sabiendo, como sabemos, que Dios es amor y que lo que
él quiere de nosotros es lo mejor, no sólo para los demás a través nuestro,
sino incluso para nosotros mismos. De todas formas, afortunadamente, en
aquel momento no sabía lo que iba a pasar. Me limité a escuchar la voz de
Dios en mi corazón y a pedirle que hiciera un milagro para ayudar a unos
amigos nuestros que estaban en apuros.
- Apenas te escuché –responde Jesús a su madre- supe que el tiempo se había
cumplido. La señal que necesitaba, que sabía que debía llegar, me la daba mi
propia madre. Yo tampoco sabía en aquel momento, con la claridad con que
lo supe después, que debía morir en una cruz. Pero sí sabía que mi obra debía
ser redentora y que sólo con el sacrificio de mí mismo se cumpliría la misión
que había venido a realizar. Pero no tenía miedo. Para eso había venido y,
además, todavía estaba lejos el instante final. Lo que necesitaba era estar
seguro de cuándo debía empezar mi vida pública. No me esperaba, ni me
imaginaba, que el Espíritu hubiera elegido precisamente a mi madre para
darme la salida en la carrera que conducía a la meta final. Cuando, después,
en el desierto, tuve ocasión de meditar acerca de todo esto, comprendí que
aquella intervención de mi madre no era una simple casualidad. Mi Padre
había decidido que esa era su misión y su privilegio: interceder por los
86

hombres ante el trono de Dios. Y había decidido también que lo que pidiera
no le fuera negado.
- ¡Pero eso es extraordinario! –exclama Juan, encantado.
- ¿Una mujer –pregunta Felipe- mediadora entre Dios y los hombres? ¿No te
parece demasiado, Jesús?
- Comprendo que a algunos os cueste aceptarlo –responde el Maestro-. Es
todo demasiado diferente de aquello que estáis acostumbrados a creer. Pero
si por una mujer entró el pecado en el mundo, por una mujer tenía que venir
también la salvación. Yo he nacido de ella, de una mujer. El redentor soy yo,
no ella. El salvador soy yo, pues soy yo quien posee, junto a la naturaleza
humana, la naturaleza divina. Yo soy el Hijo unigénito de Dios, no ella. Pero
ella es mi madre y Dios ha querido que todo lo que pida a favor de los
hombres le sea concedido.
- Ahora entiendo –vuelve a exclamar Juan- por qué, desde la cruz, cuando
estábamos los dos juntos, ella y yo, a tus pies, le dijiste, señalándome, que en
mí estaba su hijo.
- Y que en ella estaba tu madre –completa Jesús el recuerdo del joven apóstol-
. Pero no adelantemos acontecimientos. Volvamos al principio. A aquella
boda en Caná de Galilea, donde tuvo lugar mi primer milagro público y
donde mi madre comenzó a cumplir la función que mi Padre había designado
para ella, interceder ante Dios y conseguir de él misericordia para los
hombres.
- ¿Cuál fue, entonces, tu experiencia de todo aquello? –pregunta Pedro que,
como siempre, está preocupado porque ve que el tiempo pasa y que el
Maestro avanza muy lentamente en el desgranar de sus recuerdos.
- De una gran felicidad –responde Jesús-. Felicidad por haber podido ayudar a
unos novios en un momento de apuro. Felicidad, sobre todo, porque había
acertado al esperar tanto tiempo sin ponerme en marcha, confiando en que
mi Padre me haría saber cuándo llegaría el momento de hacerlo y, por fin,
ese momento había llegado. Y, por último, felicidad porque os tenía a
vosotros.
- ¿Qué significamos nosotros para ti, Maestro? -pregunta Simón el zelote.
- Muchísimo más de lo que os podáis imaginar. Como sabéis, no he tenido
hermanos, aunque tengo tantos primos y hemos vivido siempre tan en
87

familia que no los he echado de menos. Pero vosotros, desde aquel primer
momento, os convertisteis no sólo en mis discípulos, mis alumnos, mis
seguidores, sino en mis amigos, mis hermanos y casi en mis hijos. No puedo
expresaros con palabras lo que os he querido, lo que os quiero. Sólo puede
daros idea de mi amor el hecho de que os repartí mi cuerpo y mi sangre en la
última cena que celebré con vosotros, pocas horas después de ser apresado y
conducido al suplicio. Aunque de eso os hablaré más tarde, quiero deciros
ahora, cuando estoy recordando no los momentos finales sino los primeros,
que mi amor por vosotros tiene la medida de la entrega de mi cuerpo y de mi
sangre. Os quiero tanto que no puedo separarme de vosotros. Necesito estar
con vosotros. Es imposible que me vaya al cielo, hasta que llegue la hora de
mi segunda venida, y que me separe de vosotros, aunque sea una separación
temporal, la que media entre mi marcha dentro de unos días y la hora de
vuestra muerte. Pero, como os digo, de esto os hablaré más adelante.
- Nosotros también te hemos querido con todo el corazón, Señor –dice Pedro-,
aunque hayamos sido infieles en algún momento.
- Lo sé. Lo supe desde el principio. Desde el primer momento se creó entre
nosotros una relación que era, como os decía, mucho más que de
seguimiento o de simple amistad. Vuestra compañía era mi descanso, mi
gozo. Cuando estaba agotado, y ya sabéis que eso era muy frecuente, sólo
descansaba estando a solas con vosotros y estando a solas con mi Padre. En
él encontraba el cielo y en vosotros lo encontraba también. Porque el cielo,
no lo olvidéis, no es lo que está detrás de las nubes, sino que el cielo es el
amor. El hombre, para ser feliz, no necesita tener una bolsa llena de siclos y
de sestercios. No son las monedas de oro y plata, las armas protectoras, la
juventud dorada, la salud plena, lo que da al hombre la felicidad. Es el amor
lo que nos hace felices. Somos siempre peregrinos en busca de la casa donde
habita el amor. Por eso añoramos a Dios, porque Dios es el amor. Él nos hizo
y nuestro corazón no encuentra paz hasta que descansa en Él, hasta que
encuentra el amor. Los amores humanos, incluso los que no son del todo
legítimos pero que son auténticos, llevan una huella del amor absoluto, que
es Dios. Lo que sucede es que, con frecuencia, amamos mal y llegamos
incluso a usar el amor contra el Amor, contra Dios. Entonces, en lugar de
encontrar en los amores humanos la felicidad que buscamos, encontramos lo
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contrario. El enemigo se sirve así de esa necesidad que tenemos de amar para
separarnos de la fuente del amor, de Dios, que es el único que nos puede
saciar. Andamos, entonces, inquietos y errantes, de tropiezo en tropiezo, de
pequeño amor en pequeño amor, buscando saciar, en esas cada vez más
débiles sombras del verdadero amor, la sed de felicidad que tenemos. Pero
eso es lo que sucede habitualmente a tantos, a casi todos. No fue mi caso, ni
fue el vuestro conmigo.
- Yo tardé mucho en creer en tu divinidad –dice, entonces, Judas el de Tadeo,
su primo, al que muchos, como a Santiago, llamaban su hermano-. Quizá
porque te había conocido desde niño y había jugado contigo e ido a la
escuela contigo. Tardé mucho en creer que Dios había corrido a mi lado por
entre los olivos de Nazaret y que había bajado a buscar agua a la fuente en
lugar de pedirle a los ángeles que se la subieran a casa sin esfuerzo. Pero
cuando he visto la luz, cuando he comprendido, lo primero que se me aclaró
fue el por qué te quería tanto y, sobre todo, por qué te quería con aquel amor
que, tal y como nos enseña nuestra ley, está reservado exclusivamente a
Dios.
- Sí –responde Jesús-, así fue desde el principio. Aunque tardasteis mucho en
comprender quién era yo y, de algún modo, sólo ahora, que me presentó ante
vosotros resucitado, creéis plenamente, desde el primer momento creíais en
mí porque me amabais, efectivamente, con ese amor reservado a Dios. Fue
por eso por lo que no os revelabais cuando yo os decía continuamente:
‘habéis oído que se os dijo … pero yo os digo’. Esa osadía mía era la forma
de iros diciendo que si yo tenía poder para cambiar las cosas que Dios había
revelado a nuestro pueblo, era porque yo era Dios. Sólo el que da la ley
puede modificar la ley. Vosotros, sin saberlo, creíais en mi divinidad, aunque
todavía no fuerais conscientes de ello.
- ¿Quieres decir, Maestro –pregunta Natanael-, que empezamos a creer en ti
porque empezamos a amarte?
- Me alegro de que lo hayas descubierto, querido amigo –afirma Jesús-. Sí, esa
es la puerta privilegiada de la fe. Si pensáis que la gente se convertirá
mediante argumentos o razones, os vais a encontrar con muchas sorpresas y
decepciones. Naturalmente que la cabeza tiene que jugar su papel, pero el
corazón tiene razones que la razón ignora y es el corazón, es el amor, la
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forma más completa, natural y humana por la cual se llega a la fe. Es por el
amor que se llega a exclamar, como hiciste tú, Tomás, el día en que me viste
por primera vez resucitado: ¡Señor mío y Dios mío!. El que ama ya está en
camino de entender, porque al que ama, sobre todo al que me ama, mi Padre
le amará y se manifestará a él.
- Es impresionante lo que nos estás diciendo, Señor –dice Pedro-, pero
también hoy el tiempo vuela. Perdóname que te pida que nos cuentes qué
pasó después.
- Gracias, Pedro, por meterme prisa, pues, de lo contrario, no acabaríamos
nunca –le dice Jesús al primero de sus discípulos.
- ¿Y por qué hay que tener prisa? –pregunta Magdalena, que llevaba mucho
tiempo callada- Podríamos estar así otros tres años, por lo menos.
- Podríamos –afirma, sonriendo, Jesús-, pero no podemos. El tiempo marcado
por mi Padre tiene que cumplirse. De todos modos, lo que no os cuente hoy,
os lo contaré en Jerusalén, aunque allí tendremos que reunirnos a escondidas.
Vamos a seguir –añade-. Cuando terminaron las fiestas de la boda en casa de
Manasés y Lía, mi madre partió para Nazaret, con Santiago, Judas y mis
otros primos. Yo regresé a este querido pueblo de Cafarnaum, de donde erais
la mayoría de vosotros. Aquí fue donde te conocí a ti, Pedro. Aquí fue donde
empecé, propiamente, mi vida pública. Pero antes de todo eso, y mientras
vosotros ibais a vuestras casas a resolver vuestros asuntos familiares para
quedar totalmente disponibles y veniros conmigo, yo me fui al desierto.
- ¿Qué pasó allí? –pregunta Mateo-. Recuerdo que nos has dicho varias veces
en estos años que fuiste tentado por el enemigo y siempre me ha parecido
eso muy extraño. ¿Cómo podía el maligno atreverse a tanto? ¿Podías tú, el
bien absoluto, pecar? ¡Cuéntanos, Maestro! ¿Qué pasó allí?.
- Las tentaciones no fueron una broma –dice Jesús-, ni una ficción, una
especie de representación teatral como las que hacen los griegos o los
romanos. Lo mismo que yo había conocido, durante los treinta años
anteriores pasados en Nazaret, en carne propia, lo que significaba el trabajo,
la fatiga, la incertidumbre, las malas caras de algunos clientes, la
mediocridad y aun la miseria moral de tantos de mis vecinos, así tenía que
conocer lo que era la experiencia más cotidiana y común de todo hombre: la
tentación. ¿Cómo se hubiera podido decir que yo era un auténtico hombre si
90

no hubiera sabido lo que es el aliento del demonio sugiriéndome al oído que


siguiera senderos que no eran los deseados por mi Padre?. Para que todo
hombre pudiera sentirme próximo a él, para que mi ejemplo le sirviera como
punto de referencia en su vida cotidiana, para que pudiera encontrar en mí un
punto de apoyo, no debía haber diferencias entre lo que él experimentaba y
lo que experimentaba yo.
- Pero, Señor –dice Tomás, muy intrigado-, nosotros estamos sometidos a las
consecuencias del pecado de Adán, tal y como nos lo enseña el libro del
Génesis. ¿Esas consecuencias no son las tentaciones? ¿Tú también sufres,
como un hombre cualquiera, el efecto del pecado original?
- Tomás –responde Jesús-, no olvides que antes del primer pecado existió la
primera tentación. Es decir, ni Adán ni Eva habían cometido pecado alguno
y, no obstante, ya el maligno susurró a su oído la invitación a desobedecer a
Dios. Yo, como mi Madre, no estoy sujeto a las consecuencias del primer
pecado, pero sí a las ligadas a la naturaleza humana: el frío, el calor, la
angustia, el miedo, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte y, como no, la
tentación. ¿Podía haber pecado? La verdad es que no pequé. Era más difícil
para mí pecar que para vosotros, pero no tan difícil como para que hubiera
sido imposible; de lo contrario, como os he dicho, aquellas tentaciones del
desierto y otras muchas más que he tenido en estos años, hubieran sido una
mera representación, una farsa. En Nazaret había aprendido a saber lo que
significa ser hombre en un aspecto: el del trabajo y el de la vida familiar y
social. Pero si no hubiera conocido el aliento del maligno susurrándome que
me separara de Dios, creo que no hubiera hecho al completo la experiencia
humana.
- ¿Qué sentiste, hijo, cuando tuviste tan cerca al enemigo? -pregunta María.
- La tentación –dice Jesús- no es siempre abierta y franca. El demonio sabe
presentarla con aspectos atractivos. Se suele mostrar casi como tu amigo,
como tu aliado. Así pasó en el desierto. Como suele suceder, cuando estás
cansado eres más vulnerable. Quizá por eso la primera tentación fue la de
invitarme a que convirtiera en pan las piedras a fin de saciar mi hambre. En
realidad, aquella tentación era más sutil que la de hacer un simple milagro
para solucionar un problema material. Lo que el demonio quería sugerirme, y
a través mío a todos vosotros, es que recurriera a los milagros cada vez que
91

hubiera problemas en la vida. Es una gran tentación. En realidad, lo que la


mayoría de los hombres espera de Dios es precisamente eso. Dios, para
muchos, es una especie de “tapa agujeros”, un criado que tiene al misión de
acudir en auxilio de su amo cuando éste le necesita. No se acuerdan de Dios
más que cuando están en apuros y, entonces, más que pedir, le exigen con
malos modos que satisfaga sus deseos. Lo que aprendí en aquel momento fue
que el verdadero milagro ya lo ha hecho Dios al crear al hombre. Más aún, si
Dios decidiera seguir resolviendo los problemas a base de milagros, el
hombre se convertiría en un perezoso que se limitaría a pedirle a su criado –
Dios- que le resolviera todas y cada una de sus dificultades. Cuando alguien
pregunta, poniendo en duda el amor de Dios: “¿Por qué Yahvé permite tal o
cual desgracia?”, habría que responderle: “¿Por qué la permites tú? ¿qué
haces tú para solucionarla?. Para resolver los problemas, Dios te ha creado a
ti y sólo en casos muy excepcionales él consiente que el orden natural de las
cosas se modifique mediante una intervención especial suya, mediante un
milagro”.
- ¿Y la segunda tentación?, Maestro –pregunta Andrés.
- Esa estuvo dedicada a suscitar en mí un sentimiento de vanidad y soberbia.
Me dijo que me daría todo el poder del mundo si le adoraba. Si la primera
tentación había ido dirigida a fomentar mi pereza, bajo la capa de la caridad,
invitándome a resolver los problemas a base de milagros, en esta segunda
ocasión, el enemigo quiso probarme ofreciéndome algo que, de verdad,
apasiona a los hombres: el poder.
- ¿Cómo reaccionaste? –quiere saber Pedro.
- Le contesté que sólo a Dios hay que rendir homenaje y sólo Él merece
nuestros servicios. El poder, como cualquier otra cosa, no es malo de por sí.
Poder tiene el padre sobre su prole, el amo del campo sobre los asalariados
que tiene en sus tierras, el dueño de las factorías que salan pescado en
Magdala sobre los empleados que trabajan allí. El problema no es el poder
en sí mismo, sino el uso que se hace de él y, además, la forma en que se
consigue ese poder. Aspirar al poder tampoco es, de por sí, malo, siempre
que se tenga en cuenta que el fin no justifica los medios. Ni siquiera para
poner el poder al servicio de Dios o de las mejores causas de los hombres, se
pueden utilizar medios que están reñidos con las enseñanzas del Señor. Por
92

eso le dije que Dios está por encima de cualquier ambición, por legítima que
sea. El precio de la conciencia es un precio que un creyente en el Señor no
debe pagar, ni siquiera bajo la sugestiva tentación de que, cuando se consiga
ese poder, se podrá hacer mucho bien. Eso no resulta nunca así. Cuando el
poder se ha conseguido mediante medios ilícitos, no eres nunca capaz de
poner ese poder al servicio del bien. Por el contrario, te has hecho esclavo
del poder. La ambición, la soberbia, son las dueñas de tu alma y estarás
dispuesto a vender lo que sea, incluso a tus seres más queridos, para aferrarte
al poder y conservarlo. Ahí están, para demostrarlo, las historias de nuestros
reyes, sus luchas intestinas, los crímenes que tienen lugar en los palacios
para conseguir reinar, aunque sea brevemente. Sí, el poder es una gran
tentación y sólo se puede vencer poniendo a Dios en el primer lugar de la
vida y renunciando a sacrificar la conciencia a costa de conseguir el éxito, el
dinero, el prestigio, la fama o lo que sea.
- ¿Cuál fue la tercera tentación, Maestro? –pregunta Tomás.
- La tercera, la definitiva, consistió en invitarme a poner a prueba a Dios sin
necesidad. La rechacé haciéndole ver que con Dios no se juega. Los hombres
caen en esta tentación con más facilidad de lo que imaginan. Ponen a prueba
a Dios por auténticas tonterías y lo hacen sin darse cuenta de que el Señor les
ha dado medios humanos para defenderse de los problemas sin tener que
estar recurriendo continuamente a la ayuda divina. Es como si la razón, por
ejemplo, no hubiera sido creada por Dios. Actúan como si Dios tuviera que
estar continuamente pendiente de ellos, cuando en realidad Yahvé, mi Padre,
les ha dado entendimiento y voluntad para discernir por sí mismos dónde
está el bien y dónde está el mal, qué hay que hacer y qué hay que rechazar.
- ¿Fueron esas tus únicas tentaciones? -quiere saber Magdalena.
- Tuve muchas más, como ya las había tenido antes. Tuve la tentación del
cansancio, del desánimo, de la desilusión. Estuve tentado de abandonarlo
todo, ante el egoísmo que experimentaba. Me costaba, sobre todo, cuando
me daba cuenta de que la gente se acercaba a mí sólo a pedir y eran muy
pocos los que me ofrecían ayuda o volvían a darme las gracias. No sé si os
acordáis de aquella vez en que curé diez leprosos y sólo uno volvió a
mostrarme su agradecimiento. Aquella sí que fue una tentación fuerte; en
aquella ocasión, más que en otras, estuve a punto de ceder a la sugestión de
93

Satanás, que me decía que no merecía la pena sacrificase por hombres tan
egoístas, por hombres que no me amarían nunca pues sólo se amaban a sí
mismos. También estuve tentado de alejarme de vosotros en muchas
ocasiones. Por ejemplo, aquella vez, subiendo a Jerusalén, cuando vuestra
madre –se dirige a los hermanos Zebedeos, Santiago y Juan-, se acercó a mí
a pedirme que os concediera estar a mi izquierda y a mi derecha cuando me
llegara la hora del triunfo. Yo no hacía más que deciros que la hora
inminente no era la del éxito sino la de la cruz. A pesar de eso, ella, en
nombre vuestro, sólo estaba interesada en ver qué podíais sacar de mí.
Los dos hermanos bajan la cabeza, avergonzados. Efectivamente, aquel
momento, relativamente reciente, había sido especialmente bochornoso y ambos lo
recordarían siempre como una muestra de particular torpeza. María, siempre pendiente
de los detalles, se da cuenta de que están pasando un mal rato e interviene.
- Hijo, ¿no estás cansado?. Se ha echado encima la hora de la comida. ¿Qué te
parece si interrumpes un poco tu relato y tomamos algo de comer.
Magdalena ha conseguido una buena salazón de pescado y he visto por ahí
frutas, aceitunas, queso y hasta galletas de harina y miel, de esas que te
gustan tanto.
Jesús acoge, gustoso, la indicación de su madre. Todos se levantan para estirar
las piernas y cambiar de postura. La colina está solitaria. Abajo, en el valle y junto al
lago, se percibe una gran animación, pero nadie de los que pasan por el camino muestra
interés por aquel extraño grupo que se protege de los rayos del sol a la sombra de un
corpulento sicomoro, en lo alto de la colina.
Acabada la comida, Simón pide permiso para descansar un rato, como se suele
hacer en la región, a fin de compensar el calor del mediodía con un poco de sueño.
Jesús, bromeando, les dice:
- Sé bien lo adictos que sois a las siestas, como sucedió en mi última noche en
el huerto de los olivos. Sí, id a descansar bajo los árboles. Pero no tardéis en
venir. El tiempo apremia y me queda aún mucho que contaros.
Alegres, superada ya la tensión por el recuerdo de una de tantas infidelidades
con que habían correspondido al amor de Cristo, el grupo se dispersa. María espera,
prudentemente, alguna señal de su hijo y, como no la ve, se aleja también ella. El Señor
queda solo, bajo el sicomoro. A sus pies está el lago, espléndido, como siempre.
Apoyada su espalda en el árbol, deja que la mirada descanse en el azul claro del agua,
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un azul que es fiel reflejo de un cielo sin nubes, un cielo más de verano que de
primavera. No tiene sueño, así que se dedica a rezar, a hablar con su Padre. Pero apenas
han pasado unos minutos cuando el ruido de unas ramas al romperse, a sus espaldas, le
hacen girar la cabeza. Ve, entonces, a Magdalena. La antigua pecadora se alejó
prudentemente, con los demás, pero no tanto como para dejar de observar a Cristo.
Cuando comprobó que no dormía, sigilosamente, se acercó a él. Quería aprovechar el
momento de soledad para tener una conversación con el Maestro, quizá la última.
- Perdóname, Señor –dice-, si interrumpo tu descanso. Si prefieres estar solo,
no tienes más que decírmelo y me iré. He venido porque me gustaría hablar
contigo.
- Quédate, mujer –responde Jesús, indicándole con la mano que se siente cerca
de él, pero no a su lado-. No tengo sueño. Estaba rezando, pero puedo
continuar luego con eso. Tengo toda la eternidad para hacerlo. ¿De qué
quieres que hablemos?
- Yo tengo algunas preguntas que hacerte –contesta Magdalena, sentada ya, no
muy lejos de Cristo, pero tampoco muy cerca-. Sin embargo, me gustaría
más bien que tú me dijeras lo que deseas decirme.
- Prefiero que preguntes tú –contesta el Señor, sonriendo.
- ¿Por qué has querido que viniera? A tus apóstoles –afirma ella- les molesta
mi presencia y, en el fondo, no deja de ser extraño que una mujer te
acompañe en este momento.
- Mi madre también es una mujer –dice Cristo- y sería suficiente justificación
de tu presencia aquí que ella no estuviera sola. Pero, tienes razón, he querido
que vinieras por algo más. Ella y tú representáis a todas las mujeres del
mundo, a todas las que creerán en mí y, te aseguro, serán muchas. Vosotras
dos, tan distintas, tenéis sin embargo algo en común, entre vosotras y con las
que vendrán.
- ¿Qué, Rabbuní? -pregunta Magdalena.
- Que me amáis –responde Jesús-. Vuestro amor –añade- es intenso y sincero,
como el de los hombres. Pero es, a la vez, distinto. Me amáis con la cabeza,
como corresponde a personas llenas de buen juicio, como soléis ser las
mujeres. Pero me amáis también con esa intuición y esa fidelidad que os
caracterizan. Mis apóstoles tienen una misión que vosotras no podéis
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cumplir, pero si mi mensaje persevera y se extiende será más gracias a


vosotras que a ellos.
- Vamos por partes –dice Magdalena, interrumpiéndole-. Dices que tu madre y
yo te amamos. ¿Te amamos igual? ¿Crees que mi amor es un amor de
madre?
- No –contesta Jesús, que ha dejado de mirar al plácido lago para poner sus
ojos en los de la hermosa mujer que está sentada no lejos de él-. Pero tu amor
no es un amor humano, no es un amor como el que siente la esposa por el
esposo, la novia por el novio, o la amada por el amante. ¿O me equivoco?.
- Una vez más, aciertas –afirma ella, que tras haberle sostenido un instante la
mirada, la ha apartado para fijarla en el suelo-. Eso es precisamente lo que
quería aclarar. Estoy harta de oír a unos y a otros que yo estoy enamorada de
ti, como lo estuve de los múltiples amantes que me cortejaron y con los que
perdí mi virtud. No te amo como tu madre, pero tampoco de ese otro modo.
Mi amor es tan puro y tan desinteresado, tan espiritual, como el que pueden
sentir hacia ti Pedro, Juan o tu primo Santiago. Tú eres, ante todo, mi Señor,
mi Salvador, mi Dios. Te amo con el corazón, pero ese amor no implica falta
de respeto hacia ti por ser quien eres.
- Lo sé –dice Jesús que, para evitarle el sonrojo, ha dejado de mirarla-. Lo
mismo que sé las habladurías que se han dicho de nosotros. Piensa el ladrón
que todos son de su condición, dicen en nuestra tierra. Por eso, los que tienen
la mente sucia, son incapaces de no ver otra cosa más que suciedad allí
donde fijan sus ojos. Porque conozco la pureza de tu amor, es por lo que he
permitido que estés aquí. Ese fue también el motivo por el que me aparecí a
ti, la primera, después de a mi madre, naturalmente. Pero no es verdad que
me ames igual que me aman mis apóstoles. Ellos me quieren con tanta
intensidad y honradez como tú, pero a su modo, como hombres. En ellos está
más presente que en ti, que en la mayoría de vosotras, lo que podríamos
llamar ‘los ideales’. Me refiero a la causa, al móvil que perseguimos, a lo
que os he enseñado a llamar ‘el Reino’. Cuando la cruz puso de manifiesto
que, desde un punto de vista humano, la causa estaba perdida y el fracaso era
seguro, ellos huyeron. No es que me hubieran dejado de querer, sino que su
cabeza entró en crisis y su corazón no tuvo fuerza para obligarles a estar a mi
lado.
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- Yo también –dice Magdalena- te he seguido porque he creído en la


importancia de instaurar el Reino en la tierra.
- Sin embargo –contesta Jesús-, tú y las demás mujeres no huisteis cuando me
apresaron, condenaron a muerte y me crucificaron. A pesar de las dudas que
sacudieron vuestra cabeza, en vosotras pudo más el grito del corazón. Me
amabais, como mujeres, por mí mismo y no sólo por mi mensaje, por mi
importancia, por mi misión. Por eso te digo, querida María de Magdala, que
tú serás propuesta como modelo de amor ante las generaciones venideras.
Todos deberán fijarse en ti para imitarte, a fin de amarme tanto por mi
persona como por lo que represento. En ti, en la mayoría de las mujeres que
me siguieron y ayudaron estos años, he encontrado esa extraordinaria
sabiduría, esa capacidad de amar que, sin desatender a las razones de la
cabeza, escuche también las razones del corazón.
- Si eso es así –dice, entonces, ella-, ¿por qué afirmas que hay cosas que tus
apóstoles pueden hacer y nosotras, las mujeres, no? ¿Tienes miedo a
enfrentarte con los rígidos patrones de nuestra sociedad, tan discriminatoria e
injusta para con la mujer?
- ¡Miedo yo! –exclama Jesús-. ¡Miedo yo, que me enfrenté con la multitud
para salvar a la adúltera, que te permití entrar en casa de aquel importante
fariseo y dejé que, en público y a pesar de tu mala fama, me lavaras los pies!
¿Puede importarme a mí lo que diga la gente, cuando he desafiado al mundo
entero rompiendo la ley del sábado o entrando en las casas de los romanos?.
No, Magdalena. No se trata de eso y, por favor, no te dejes llevar por unas
apariencias engañosas. Creo que he demostrado con creces que no he venido
a someterme a las leyes de los hombres cuando éstas son injustas, pues
considero que las leyes deben estar al servicio del hombre, y no éste al
servicio de las leyes.
- ¿Por qué entonces? –insiste ella.
- Lo que hice en aquella última cena fue algo que ellos, mis apóstoles, y
quienes les sucedan en el sacerdocio, deberán repetir. Lo harán en memoria
mía, pero lo harán de tal forma que, a pesar de su mediocridad y aún de su
pecado, estarán representándome a mí. Y, no lo olvides, yo soy un hombre.
Podía haber nacido mujer, pero nací hombre. Por eso, desde ese punto de
97

vista, sólo un hombre puede ocupar mi lugar cuando os dé a comer mi


cuerpo y mi sangre.
- Lo de tu cuerpo y tu sangre –contesta Magdalena- es algo que todavía no
entiendo. Nos has hablado muy poco de ello y me asusta cuando te lo oigo
decir. Me parece casi canibalismo. Pero, en todo caso, ¿no servirá esa
distinción para que ellos, los hombres, ocupen una posición de poder, a la
que, por otro lado, tan acostumbrados están?
- ¿Te preocupa mucho? –le pregunta Jesús-. ¿Vas a ser también tú como la
madre de los Zebedeos, tan interesada en conseguir los mejores puestos de
mando para sus hijos?.
- Perdóname, Maestro –responde Magdalena-. Tienes razón. A mí lo único
que me importa es amar y amarte. Mandar no es mi objetivo, ni ser la
primera en nada más que en hacer tu voluntad y la del Padre.
- Y eso –dice Cristo- no te lo podrán quitar nunca. Nunca te arrebatarán el
honor de haber sido la primera de mis seguidores a la que me aparecí. Nunca
se olvidará que sólo a ti, una mujer pecadora, dejé que me besase los pies y
que fue de ti de quien dije ‘mucho se le ha perdonado, porque mucho ha
amado’. Tu puesto, Magdalena, no están en la lista de los que mandan, sino
en la de aquellos que aman. Y no olvides que esos son los que están más
cerca de mi corazón. ¿Prefieres otro lugar a ese?. Además, en el Reino de los
Cielos, los primeros sitios son para los que más han amado, no para los que
han mandado. Veréis, con sorpresa, que allí muchos últimos serán primeros
y muchos primeros últimos. En cuanto a lo de la discriminación a la mujer
por no poder transformar el pan y el vino en mi cuerpo y en mi sangre, no
olvides que no todos los hombres están llamados a eso. De haber
marginación, Dios no lo quiera, será una marginación compartida con la
inmensa mayoría de varones, que tampoco serán llamados a esa vocación.
No olvides tampoco que no se trata de un derecho, sino de una llamada. Una
llamada que yo hago a quien quiero para que me represente y que nadie de
los no llamados puede alegar como un débito por no haberlo sido. Recuerda
aquella parábola que os conté una vez acerca de los obreros que estuvieron
trabajando en la heredad del amo un número distinto de horas; los que habían
trabajado más se quejaron de cobrar lo mismo que los que habían llegado a
última hora. No tenían razón, pues a ellos se les había pagado lo prometido y
98

nadie puede reprochar al amo regalar su dinero a quien quiera y cuando


quiera.
- Mi tesoro, el tesoro escondido que un día descubrí y por el que vendí todo –
afirma Magdalena, que se ha levantado y se ha puesto de rodillas ante Cristo-
es haberte conocido. No aspiro a otro don mayor. No deseo otra cosa más
que vivir para amarte, para servirte, para agradecerte el amor que de ti he
recibido. Haz lo que quieras con tus tesoros. Permíteme sólo que yo te ame.
No me tienes que dar nada más para que te quiera. Ya me has dado bastante.
Déjame, tan solo, amarte y ya estaré recompensada para toda la eternidad.
La conversación se ve interrumpida por la llegada de María. Con discreción, la
madre de Jesús se había acercado a ambos. Quizá ha escuchado toda la conversación,
pues no se había ido muy lejos, siempre pendiente de su hijo y de sus necesidades.
Ahora se acerca y coge a Magdalena del brazo.
- Levántate, hija –le dice-. Los apóstoles no tardarán en llegar y quizá crean
que estás pidiéndole a mi hijo algún honor, algún privilegio. Tú y yo,
nosotras las mujeres, tenemos el principal de los honores, el de amar, y ese,
como te ha dicho Jesús, no nos lo arrebatará nadie.
- Gracias, madre –responde Magdalena, que se levanta y la abraza-. A veces
me olvido de que si alguien tiene derecho a ocupar el primer lugar, incluso
en el mando, eres tú. Y, sin embargo, tú eres modelo de no reclamar nada
más que amar y servir. Tú eres, en verdad, la primera, porque eres la que más
amas.
Los apóstoles, tal y como había previsto María, se van acercando. Están con los
ojos cargados por el sueño. Vienen con el mismo buen humor con el que se fueron,
bromeando, como niños grandes, despreocupados y felices por estar al lado de aquel
que es su Maestro, su amigo, su Dios, su todo. Dos de ellos, los hermanos Zebedeos,
Santiago y Juan, se adelantan a los demás y, al llegar a donde está Jesús, se ponen de
rodillas ante él. María y Magdalena, sorprendidas, se echan a un lado. Los otros
apóstoles, aún a cierta distancia, no pueden escuchar lo que dicen los dos hermanos,
pero los ven postrados a los pies de Cristo y aceleran el paso.
- Maestro –es Santiago, el hermano mayor, el que ha empezado a hablar, con
los ojos fijos en el suelo-, Juan y yo queremos pedirte perdón. Antes, cuando
te hemos escuchado referirte a la petición de nuestra madre, nos hemos
sentido llenos de vergüenza. Lo malo no es que ella hiciera eso; lo peor es
99

que éramos nosotros los que estábamos de acuerdo con que acudiera a ti a
pedirte los primeros puestos en tu Reino. Tan ciegos estábamos.
- Pero no pienses –interviene ahora Juan, que tiene los ojos llenos de lágrimas-
que no te queríamos, o que te queríamos sólo por el interés. Yo, y creo poder
decir lo mismo de mi hermano, no vivo más que por ti. Desde que te conocí,
fuiste lo más importante de mi vida. Creí en tu causa, en la construcción en
esta tierra de un Reino de paz, de justicia, de amor, de igualdad. Pero, sobre
todo, te amé a ti. Ahora que has vencido a la muerte, me doy cuenta de que
el Reino eres tú y que lo primero que debo hacer es amarte a ti. Pero si bien
ahora sé esto con total claridad, en el fondo es lo mismo que he sentido
siempre, desde el primer momento en que tú fijaste los ojos en mí y me
dijiste que te siguiera. Has puesto como modelo de amor a Magdalena;
quisiera decirte, Señor, que mi amor por ti es tan grande como el de ella. No
sé si alguna vez tendré una nueva oportunidad de demostrártelo, pues hace
unos días, cuando te cogieron preso, no me comporté con el valor que tú
merecías. Pero si es así, con tu ayuda Señor, espero poder comportarme
como tú mereces, llegando incluso a dar la vida por ti.
Jesús, que les ha escuchado en silencio, mirándoles con una ternura y un cariño
que habrían convertido al más empedernido de los criminales, se levanta y les levanta.
Los apóstoles están todos alrededor, esperando a ver qué dice el Maestro. Cristo pasa
sus brazos por las espaldas de los dos hermanos y les pregunta:
- ¿Qué queréis a cambio de vuestro amor?.
Juan se echa de nuevo a llorar, se desprende del brazo de Cristo y se deja caer al
suelo, de rodillas. Desde allí, mirando fijamente a su Maestro, le dice:
- Quizá, Señor, merezco que me humilles. Es probable que merezca esa
pregunta por mi comportamiento. Pero, por favor, no me la vuelvas a hacer
nunca más. No me tienes que dar nada por amarte. ¿Es que no te das cuenta
de que mi amor es sincero? ¿Es que no conoces de sobra mi corazón para
saber que, de verdad, estoy dispuesto a dar la vida por ti?. No me ofrezcas
nada a cambio de amarte, te lo ruego. Quítame la promesa de la vida eterna,
condéname si quieres al infierno. Ni aún así dejaría de quererte. El cielo, mi
cielo, eres tú. Sólo quiero estar allí si allí estás tú y preferiría morir para
siempre si en la vida eterna no puedo disfrutar de tu compañía.
100

Jesús, que ha soltado al otro hermano, coge a Juan con las dos manos y le
levanta. Luego se funde con él en un largo abrazo. Con sus dedos seca sus lágrimas,
mientras todos pueden ver que también él llora. Luego, más calmado, le dice:
- Te bendigo, Juan. Tú nombre lo será por todas las generaciones, no sólo por
lo mucho que yo te he querido, sino por lo mucho que tú me has querido a
mí. El amor que encuentro en ti es el modelo a que debe aspirar cada uno de
mis seguidores. Hay un premio, ciertamente. Os he prometido el céntuplo y
no dudéis de que se os pagará puntualmente. Pero el premio mayor será el
estar cerca de mí, el haberme podido ayudar a mí. Y ahora –añade,
sonriendo-, vamos a sentarnos de nuevo. El tiempo pasa y me queda aún
mucho por contaros.
El grupo vuelve a reunirse en torno a Jesús, todos en el suelo, procurando
adaptarse a la sombra del gran árbol que les cobija. El mundo, a sus pies, en la carretera,
en el pueblo, en el lago, sigue su marcha, indiferente a lo que sucede en lo alto de la
colina. En el fondo, nada nuevo, nada distinto a lo que había ocurrido durante treinta
años en Nazaret, cuando los hombres vivieron sin darse cuenta junto al Hijo de Dios.
- Lo último de que os había hablado –empieza de nuevo Jesús su relato- era de
lo acontecido en el desierto, cuando me puse a tiro de las insidias del
enemigo. Después, tal y como habíamos quedado, nos reunimos en
Cafarnaum con la mayoría de vosotros. Había pasado tiempo suficiente para
poner a prueba vuestra sinceridad. Si el entusiasmo suscitado por el milagro
que habíais visto en Caná era pasajero, más valía que os echarais atrás
cuanto antes. Lo que nos esperaba era lo suficientemente duro como para
requerir temple decidido y auténticas ganas de seguirme. Yo había prometido
a mi madre que, antes de dedicarme a recorrer los caminos de Galilea y de
Judea para predicar el mensaje del Reino, iría a verla a Nazaret. Además, allí
estabais dos de vosotros, Santiago y Judas, mis dos queridos primos. Debíais
seguirme –dice dirigiéndose a ellos- tras mi paso por nuestro pueblo, si es
que manteníais la decisión que habíais tomado y convencíais a vuestros
padres.
- Llegaste a Nazaret el día sexto de la semana –dice María-. Acababa de
empezar el mes de Tebet. Hacía mucho frío aquel día. Tanto que parecía que
nadie tendría ganas de asomarse a la calle. Sin embargo, todos salieron a
verte. ¡En qué hora lo hicieron!.
101

- La fama del milagro de Caná había llegado al pueblo antes que nosotros –es
ahora Judas el que habla-. Cuando llegamos, nos cosieron a preguntas. Todos
querían saber cómo había sido. Y, sobre todo, querían saber si tú tenías ese
poder de forma habitual y, en ese caso, por qué no lo habías empleado en tu
pueblo, entre los de tu propia casa.
- Varias mujeres habían ido a verme –añade la Virgen- durante los días que
transcurrieron hasta tu llegada. Empezaron por halagarme con palabras
lisonjeras. Alguna, incluso, me llevó ropa y comida, como si yo fuera una
pobre que pide limosna. Luego mostraron la causa de su visita: querían que
yo intercediera ante ti para que hicieras milagros. En sus peticiones había de
todo: salud para algún familiar enfermo, buenas cosechas, éxito en la venta
de los animales o del grano. Incluso una me pidió que le consiguiera de ti
que su marido dejara a la amante, mientras otra, soltera, solicitaba un buen
esposo.
- Llegó un momento –interviene Santiago- en que tu madre no podía casi ni
salir a la calle. En el pozo se le encaró una vecina y otras dos tuvieron que
protegerla, pues casi la pega. Le reprochaba que tú no hubieras evitado la
muerte de su marido, que había fallecido un año antes. Me tuve que ir a vivir
con ella, por miedo a que entraran en su casa por la noche. Mi madre y el
resto de la familia, le llevaban todo lo que necesitaba.
- Sí –dice, entonces, Jesús-, ese era el ambiente que encontré cuando llegué a
Nazaret. No parecía el mismo pueblo que había dejado cuando, apenas dos
meses atrás, salí en busca de Juan el Bautista. Cuando no era nadie, mejor
dicho, cuando ellos creían que yo no era nadie, me saludaban con afecto, me
querían, me respetaban incluso. Ahora todo había cambiado. A nadie le
interesaba saber si yo era o no el Mesías. A nadie le interesaba si yo tenía
algún mensaje espiritual que proclamar de parte de Dios. Sólo querían
obtener beneficios materiales de mí. Eran cosas legítimas, buenas, incluso
necesarias: dinero, salud, trabajo, afecto, seguridad, lluvia o calor según
conviniera a las cosechas. Muchos de ellos tenían verdadera necesidad de lo
que pedían. Pero lo más importante, el verdadero regalo que yo estaba
deseando dar a mis amigos y vecinos de toda la vida, ese no lo quería nadie.
- ¡Qué triste debió ser –exclama Natanael- verte tratado así! ¡Y no nos dijiste
nada, lo pasaste tú solo todo!.
102

- No os dije nada entonces, porque no lo habríais entendido. También vosotros


me hubierais dicho que me pusiera a hacer milagros del día a la noche. No
estabais preparados para que os abriera mi corazón. Ahora sí y por eso os
cuento todo esto.
- ¿Cual fue el momento más difícil? –pregunta Andrés.
- El de la sinagoga y lo que sucedió a continuación. En realidad, no debería
haberme cogido por sorpresa. Mi padre, José, me lo había advertido, cuando
me dijo que estuviera muy seguro de elegir bien el momento en que debía
empezar a hacer milagros. Sin embargo, no me imaginaba que todo iba a
resultar tan difícil. Al llegar, como sabéis algunos de vosotros, me encontré
con ese muro de egoísmo que rodeaba la casa de mi madre. Ella, aquí está
para corroborarlo, estaba asustada. Tampoco ella creía que la gente, la
pacífica y buena gente con la que había convivido casi toda su vida, pudiera
ser tan interesada. Entonces me negué a hacer ningún milagro y convoqué a
todos en la sinagoga para el día siguiente, sábado.
- El pueblo entero estaba allí –interviene Judas-. Ese día no falto nadie, ni
hombre ni mujer.
- Después de haber leído el texto del profeta Isaías en que, refiriéndose a mi
venida, anuncia que yo debía anunciar la buena noticia a los pobres, hablé a
mis paisanos con claridad. Os preguntáis –les dije- por qué no he hecho
milagros en nuestro pueblo. ‘Médico, cúrate a ti mismo’, estáis pensando.
Pues bien –añadí-, ningún profeta es bien recibido en su tierra y yo no haré
aquí ningún signo porque os falta fe y os sobra interés y egoísmo. Nadie,
ninguno de vosotros, me ha preguntado por el mensaje que mi Padre me ha
encargado que transmita. Ninguno se ha interesado en seguirme. Ninguno ha
querido saber si yo necesitaba ayuda a la hora de emprender la tarea de
anunciar esa buena noticia a los pobres. Sólo –termine diciéndoles- queréis
que os cure a la mula, que multiplique el trigo en los graneros o que os sane
del reúma. Cuando terminé de decir esto, un rugido estalló en la sinagoga.
Entre todos, como una marea humana, me cogieron y me sacaron fuera.
¡Matadle! ¡Acabad con él!, se oía. De entre los gritos se alzó uno, el del
rabino, que suplicaba que no me lincharan allí, sino fuera de la sinagoga,
para no contaminar el lugar. Pero ni siquiera él pedía que me dejasen en
libertad.
103

- Te subieron hasta lo alto del pueblo –dice Santiago, su primo-, sobre el


precipicio, con intención de despeñarte por allí. Nosotros, que luchábamos a
brazo partido por salvarte, apenas si podíamos acercarnos a unos cuantos
codos de donde tú estabas. Entonces, cuando ya creíamos que tu final era
seguro, vimos que te dejaban paso y que tú, majestuosamente, salías de entre
ellos y, bajando la ladera, te alejabas. ¿Qué pasó?
- No había llegado mi hora –contesta, sin entrar en detalles, Jesús-. No era el
sitio ni el momento. Con la misma facilidad podría haberme librado de los
esbirros que me prendieron en el huerto de los olivos, pero entonces sí que el
tiempo se había cumplido. Lo importante no es qué hice para salir ileso de
aquella situación. Lo verdaderamente importante es cómo estaba mi alma
después de aquello. Y, os lo aseguro, no estaba ni mucho menos tan intacta
como mi cuerpo. Según me alejaba de la colina, iba sangrando. Aquella era
mi gente, mis amigos, mis vecinos, mis familiares incluso. Si aquellos, que
tenían motivos sobrados para apreciarme y confiar en mí, me trataban así,
¿qué no harían los demás?. Si los habitantes de Nazaret estaban interesados
sólo en lo que podían sacar de mí, ¿cómo se comportarían los que no me
conocían?. Sobre todo, ¿de qué había servido el buen ejemplo que durante
más de veinte años había dado a los de mi pueblo? En realidad, ¿sirve para
algo el buen ejemplo?. Esa era la cuestión. Porque, lo que yo tenía que
decirles a los hombres era muy sencillo y, a la vez, muy importante: Dios te
quiere y está dispuesto a perdonarte los pecados gracias a mi sacrificio
redentor; Dios te abre de par en par las puertas de la vida eterna si tú crees en
él y en su amor y si pones de tu parte tus buenas obras. Teóricamente, el
despliegue ante los ojos de los hombres del amor de Dios, debería bastar
para conmover su corazón, convertirlo, atraerlo hacia Dios, separarlo del
camino del mal y conducirlo por el camino del bien. Si todo hubiera salido
como debiera, mis paisanos de Nazaret tendrían que haber sido los primeros
en haberse puesto de mi parte. Sin embargo, no fue así. Al contrario, fueron
los primeros en intentar matarme.
- ¿Qué decidiste, entonces? –pregunta Mateo.
- Seguir adelante con el plan previsto. El primer intento para conducir los
hombres a Dios había fracasado. Quedaba sólo otra opción y esa opción era
la de la cruz. Acordaos que en varias ocasiones me he referido al pasaje de la
104

Escritura en el que se narra aquel momento en que Moisés colocó una


serpiente de bronce en un palo con el fin de que todo israelita que la mirara
quedara inmune al veneno de las serpientes que, como una plaga, atacaban al
pueblo peregrino en el desierto.
- Recuerdo perfectamente la frase –dice Pedro-: ‘Cuando sea elevado en alto
atraeré a todos a mí’. No la entendía nunca, hasta hace poco. ¿Verdad, Juan,
que la hemos recordado juntos, no hace mucho, aludiendo a que
posiblemente el Maestro se refería, con ella, a la cruz?.
- Sí –responde el apóstol más querido por Jesús-. Pero, ¿crees, Señor, que tu
sacrificio será fructífero?.
- Mi sacrificio –contesta Cristo- tiene dos significados. Uno de ellos no tiene
nada que ver con la respuesta que den los hombres. Mi muerte es redentora y
lo es de forma gratuita, por más que esa redención pueda ser siempre
rechazada por el hombre que está destinado a recibirla. El otro significado
es, efectivamente, el de la atracción. Este último creo que sólo en algunos
casos producirá los frutos debidos, aunque, eso sí, los que se obtengan serán
tan sabrosos como las uvas en años de sequía, tan dulces que parecen pasas
incluso cuando son vendimiadas. Pero, no adelantemos acontecimientos. Lo
ocurrido en Nazaret, como os digo, me hizo conocer de una forma brutal la
naturaleza de la condición humana. Naturalmente que, como Dios, yo ya la
conocía. Pero, junto a mi Padre y al Espíritu, habíamos decidido darles a los
hombres una oportunidad. Si el hombre era, no digo bueno por naturaleza,
sino simplemente no demasiado malo, el ejemplo dado durante tantos años
en Nazaret debería haber sido suficiente por sí mismo para ganarme sus
corazones. No fue así. Por eso os digo: no os dejéis engañar por los cantos de
sirena de aquellos que os digan que el hombre, por sí mismo, puede salvarse.
El hombre tiene cosas maravillosas, pues no en vano ha sido creado por
nosotros a imagen y semejanza nuestra. Pero el pecado original ha marcado
tan profundamente su ser que por sí mismo no puede curarse de sus
enfermedades. Es como un niño de los que son llevados a la escuela de la
sinagoga. Quizá, en teoría, habrá alguien que discuta sobre la posibilidad de
que, sin maestro alguno, aprenda a leer y escribir nuestra hermosa y difícil
lengua. No faltará algún teórico que sostenga que, puesto en medio del
campo, en una selva quizá, podría, por sí mismo, aprenderlo todo. La
105

realidad es muy distinta. Os lo aseguro, yo no he venido a la tierra, no me


hecho hombre, para hacer una simple visita de inspección por esta parte de la
Creación. No he sufrido, no he muerto en la cruz, por placer. Si el hombre
hubiera podido solucionar por sí mismo sus problemas, si hubiera podido
encontrar en sí la medicina que curara sus males, yo no habría tenido
necesidad de encarnarme en el seno de mi madre y todo lo demás. La
redención, la salvación, era no sólo útil, conveniente, aconsejable, sino
absolutamente imprescindible. Esa es la lección de Nazaret, no lo olvidéis.
- Pero no nos has contado qué sentiste cuando todo aquello pasó –inquiere
Magdalena, que estaba absorta y sorprendida, escuchando el relato del
Maestro.
- En este caso mis sentimientos eran lo de menos. Por otro lado, eran los que
os podéis imaginar. Yo había puesto todo el amor de que era capaz, durante
tantos y tantos años, en aquella gente. Y no sólo yo. También mi madre,
también José, también mis abuelos. Todo era inútil. Bastó con que el interés,
el egoísmo, se filtrara en su corazón para que olvidaran detalles, favores,
amabilidades. No sólo no les interesaba mi mensaje, lo cual ya era bastante
lamentable, sino que tampoco tenían memoria para recordar lo mucho bueno
que, aunque no hubiera sido hecho bajo la forma de los milagros, yo había
llevado a cabo en aquellos años por ellos. Aprendí que el hombre, la mayoría
de los hombres, tienen muy mala memoria. Sólo recuerdan lo último, lo del
momento anterior. Puedes concederles cien, mil deseos. En el momento en
que dejes de atender a lo que te piden, lo olvidan todo, te maldicen, se van o,
peor aún, quieren matarte.
- Los hombres sufren mucho, querido hijo –interviene, mediadora, María-. No
son malos del todo. Son hombres. Tienen, como tú dices, mala memoria,
pero, a su favor, debe contar el hecho de que en su vida hay muchos
sufrimientos.
- A su favor –dice Cristo, sonriendo, mientras mira a su madre-, cuenta el
hecho de que te tienen a ti como intercesora permanente. A ti que, como
madre de ellos que eres, sabes hallar siempre una palabra de disculpa. Pero el
caso es que lo de Nazaret sirvió para asegurarnos de que la muerte en la cruz
era doblemente necesaria, tanto por su aspecto redentor como por el de
atracción hacia Dios de sus ingratos corazones. En Nazaret no pudieron
106

matarme, pero enderezaron mis pasos hacia el Gólgota. Después de aquello,


ya sabéis que me dirigí con los que estabais allí hacia Cafarnaum. Allí fue
cuando te conocí, Pedro, y también cuando curé a tu suegra, ¿te acuerdas?.
- ¡Cómo olvidarlo, Maestro! –exclama el que después sería llamado pescador
de hombres-. Tampoco olvido el momento en que mi suegra fue curada por
ti. Aquello, además, fue decisivo para convencer a mi mujer y que me diera
permiso para seguirte.
- Sí –afirma Jesús-, no fue fácil conseguir ese permiso. Tú y Mateo erais los
únicos que estabais casados antes de conocerme, con la diferencia de que
Mateo era ya viudo. Estuve tentado de no llevarte conmigo, pero la ilusión
que reflejaban tus ojos así como la nobleza de tu corazón, me hicieron
pedirle a tu mujer el sacrificio. Además, ella y su madre eran muy buenas
personas, temerosas de Dios y dispuestas, como mi padre José, a hacer todo
lo que Yahvé necesitara de ellas. Por eso tu suegra reaccionó tan bien cuando
la curé.
- Lo recuerdo perfectamente –interviene de nuevo Pedro-. Estaba en cama,
con fiebre, muy grave. Pero apenas la curaste, se levantó y se puso a servirte
a ti y a todos los demás que estaban contigo.
- Fue una respuesta ejemplar –añade Cristo-. Todos deberían hacer lo mismo.
Si así obrara la mayoría, los milagros servirían para algo y ocurrirían más de
los que ahora suceden. Ella quedó curada en el alma y en el cuerpo. Lo
demostró poniéndose a amar, poniéndose a agradecer el don que había
recibido. Exactamente eso es lo que yo buscaba y sigo buscando en el
corazón de los hombres: agradecimiento. El que es capaz de reflexionar
sobre el amor recibido y se dispone a devolver, aunque sea a su pequeña
medida, amor por amor, ese está auténticamente salvado. De lo contrario,
¿de qué sirve un milagro que te cura de la ceguera, de la cojera, de la misma
lepra? ¿Es que acaso no vas a enfermar de otra cosa, es que vas a vivir para
siempre en una terna juventud? En cambio, el que agradece, el que ama, ese
está salvado. Curiosamente, son muchos más los que agradecen aunque no
hayan recibido ayudas especiales que los que, teniendo tantos motivos para
dar las gracias, lo hacen. En fin, sigamos. Desde Cafarnaum fuimos, juntos,
por primera vez a Jerusalén. ¿Os acordáis?.
107

- Hijo –interviene María-, antes de que empieces a referirte a esa etapa de tu


vida pública, me gustaría que me contaras, que nos contaras, lo que supuso
separarte de mí. Porque, si no recuerdo mal, yo fui a verte a Cafarnaum antes
de que subieses a Jerusalén.
- De ese tema me gustaría hablar más tarde, madre –le responde Jesús, con
dulzura-. Cuando me refiera a la separación definitiva. Pero, ahora que lo
dices, sí que me gustaría comentar una cosa referida a ti y a todo lo que,
contigo, quedaba definitivamente atrás. Lo sucedido en Nazaret, aquel
intento tan lamentable como inexplicable de matarme por parte de mis
antiguos vecinos y amigos, era una señal, como os he dicho, de que había
que caminar hacia la cruz. No bastaba el buen ejemplo de una vida corriente
y honesta. La salvación debía realizarse mediante el sacrificio del cordero de
Dios. Sólo así, con mi sangre ofrecida como expiación por muchos, con el
ejemplo extraordinario de mi muerte en el Gólgota, podía producirse no sólo
la redención de los hombres sino, además, la conversión de su duro corazón
de piedra en uno auténticamente humano. Pero claro, todo eso lo veía con
lucidez y, sin embargo, me costaba hacerlo. No sólo apure el cáliz de la
amargura en el huerto de los olivos, la noche en que iba a ser entregado. Lo
empecé a beber ya al salir de Nazaret, al dejar el que había sido mi dulce
hogar, al separarme de ti, madre. Esto último me costó lo indecible. Al Padre
lo llevaba siempre dentro de mí, como al Espíritu, pues por algo
participamos los tres de la misma naturaleza divina. En cambio, madre, a ti
te iba a dejar de ver, de oír, de abrazar. Cualquiera que se haya tenido que
separar de los suyos para una larga temporada podrá entender lo que me
costó hacer aquel sacrificio. Máxime sabiendo, como entonces ya sabía, que
el final iba a ser la cruz. Pero es que no me separaba de una familia normal,
de una madre cualquiera. Dejaba atrás el consejo, la compañía, el afecto, el
consuelo de la más dulce y extraordinaria criatura que ha existido y que
existirá jamás. Tú, madre –la Virgen ha escuchado estas palabras de su Hijo
con la mirada en el suelo y un fuerte color bermellón coloreando sus
mejillas-, tú eras mi hogar, el aire que llenaba mis pulmones, el pilar donde
siempre podía encontrar apoyo, el puerto seguro en el que hallar refugio en
medio de la más dura tormenta. ¿Cómo podría afrontar, sin ti, lo que me
esperaba?
108

- Pero tenías a Dios, a tu Padre –interviene, sorprendido, Andrés-, ¿es que no


tenías bastante?
- No olvides, Andrés –le contesta Jesús-, que soy un hombre y no sólo un
Dios. Como he dicho, a donde quiera que yo iba me llevaba conmigo mi
relación con el Padre y el Espíritu. Esa relación me sostenía, me confortaba.
Pero mi madre también tenía un papel que jugar y su ausencia representaba
un hueco que la divinidad no podía, porque no debía, llenar. Es como lo que
os conté antes de los milagros, cuando las tentaciones del demonio en el
desierto. El hombre siempre quiere recurrir a la intervención de la divinidad
para solucionar todos sus problemas y no se da cuenta de que la divinidad ha
elegido intervenir mediante el cauce normal de la humanidad. Dios me
auxiliaba y sostenía en las pruebas que me esperaban, pero él había escogido
hacerlo a través de mi madre. Cuando eso no fue posible, lo hizo de forma
extraordinaria, sin ella. Pero el precio hubo que pagarlo y el precio era una
sensación de orfandad, de soledad, que, como os digo, fue el principio del
apuramiento del cáliz de dolor que debía beber hasta el final.
- Entiendo perfectamente lo que dices –interviene Juan en la conversación-.
Yo, que por deseo tuyo he recibido el don de custodiar a tu madre, confieso
que no puedo vivir sin estar a su lado, sin experimentar la comunión con ella.
Y si eso sucede conmigo, mucho más debiste experimentarlo tú. ¡Qué mérito
tuviste, Jesús, al aceptar separarte de esta mujer que es, como tú has dicho,
columna, apoyo, puerto seguro, consuelo y fortaleza! ¡Qué amor tan grande
debías tener por nosotros para aceptar ese sacrificio!.
- Por favor, hijo –es María, de nuevo, la que habla- no sigas narrando cosas
referente a mí. Me cuesta mucho escuchar elogios. Pasa ya a hablarnos de lo
que sucedió en aquella primera estancia tuya en Jerusalén, rodeado de tus
apóstoles.
- Un día te dijeron, Madre –le responde Jesús-, que te llamarían dichosa todas
las generaciones. Ahora yo te digo que serás alabada por multitudes, que se
considerarán afortunados aquellos que te conozcan y que tu humildad
vencerá a la serpiente. Pero sí, sigamos hablando de lo que sucedió en
Jerusalén. Como os decía, marché, junto a vosotros, hacia el sur, hacia la
ciudad sagrada. El último en incorporarse al grupo fuste tú, Mateo. Por
cierto, aquello me ganó la enemistad de los distinguidos fariseos y letrados
109

de Cafarnaum, sobre todo cuando acepté, para celebrar tu conversión –dice


mientras mira al apóstol Mateo, antes llamado Leví-, acudir a una comida
que diste en tu casa y en la que estaban tus antiguos amigos, los
recaudadores de impuestos de la ciudad.
- No podré olvidar nunca aquellos momentos –contesta Mateo, con lágrimas
en los ojos-. ¿Qué habría sido de mí sin ti, Señor? Tenía todo lo que se puede
tener, lo tenía a costa de abusar de los demás, pero sin remordimientos de
conciencia. Sin embargo, tú me hiciste ver la luz, tú me diste la fuerza para
seguir esa luz y, sobre todo, tú me trataste como a un ser humano, como a un
hijo querido. Si no te hubiera conocido, no sólo habría ardido en el fuego del
infierno con mucha probabilidad, sino que, sobre todo, mi vida habría sido
un infierno. Era un infierno, aunque yo consideraba que era una vida feliz
porque tenía de todo. Era un infierno, Señor, porque sin conocerte a ti no se
puede ser feliz. Tú eres la felicidad y lo demás es caos, oscuridad, dolor y
sufrimiento.
- Yo estaba allí –interviene Pedro-, en aquella comida. Escuché lo que los
fariseos decían, desde la puerta de la casa, con voz suficientemente alta para
que tú, Maestro, lo pudieras oír. Recuerdo también tu respuesta: ‘no
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores’. Entonces me di cuenta de que eso era también
lo que te había atraído de mí: que yo era un pecador. No era un pecador
público, oficialmente reconocido, como Mateo, pero lo era igualmente.
Todos éramos pecadores, también aquellos orgullosos fariseos que creían
que con cumplir escrupulosamente sus purificaciones rituales estaban
justificados. Todos éramos pecadores y era justamente nuestro pecado lo que
te atraía. Acudías como una mariposa nocturna a la luz de las hogueras. El
pecado, que tú no conocías, era un abismo que el océano inmenso de tu amor
aspiraba por colmar. Corrías a desbordarte en él para anegarlo, para
eliminarlo, para que dejara de hacer daño a tantos, a todos. Aquel día empecé
a entenderte un poco y, si antes, a mí también me extrañaba que comieses
con pecadores y que no despreciases ni siquiera a las prostitutas, después de
aquello empecé a comprender que tu amor era tan especial, tan distinto al
nuestro, que sólo había una palabra para definirlo: misericordia.
110

- Sigamos –dice Jesús, cortando el emocionado recuerdo del primero de sus


discípulos-, pues de lo contrario no acabaremos nunca. Os decía que subimos
a Jerusalén todos juntos, felices, unidos entre nosotros, ilusionados con la
perspectiva de trabajar por el Reino en la ciudad santa. Sólo yo sabía cuál iba
a ser el final, pero también yo estaba feliz por estar junto a vosotros y porque
iba a poder predicar el Reino de Dios junto a la casa de mi Padre. ¿Os
acordáis de lo que pasó en el camino?
- Yo sí, Maestro –dice Natanael-. Probablemente te refieres al altercado que
tuvimos a poco de salir de Cafarnaum con un grupo de fariseos cuando nos
vieron entrar en un sembrado, coger espigas, triturarlas y comerlas, a pesar
de ser sábado.
- Tú les contestaste –completa Judas el recuerdo- que David, el rey, en cierta
ocasión, acuciados por el hambre, habían entrado en el Templo y habían
comido los panes sagrados, reservados sólo a los sacerdotes.
- Y les dijiste –es Simón el que habla- que el sábado se hizo para el hombre y
no el hombre para el sábado. ¡Cuánto disfruté de oírtelo decir y de que les
dieras una lección de humildad a aquellos sabidillos fariseos!.
- Simón, Simón –interviene Jesús-, contén tu sangre caliente. Aquella fue una
ocasión magnífica de dar una lección, pero no a ellos, sino a vosotros.
Especialmente a aquellos de vosotros más apegados al cumplimiento de las
leyes.
- A mí, por ejemplo –dice Santiago el de Alfeo, su primo.
- Por ejemplo –le contesta Jesús, sonriendo-. Mi objetivo en aquel viaje era
predicar la buena noticia del amor de Dios y predicarla en Jerusalén, junto al
Templo. Pero, sobre todo, mi interés era empezar a educaros a vosotros, a
enseñaros los nuevos valores del Reino. Para eso me propuse aprovechar
todas las circunstancias posibles para mostraros cuáles debían ser los nuevos
criterios de comportamiento. A ti, Santiago, y también a ti Natanael, y a ti
Felipe, y a ti Andrés, os preocupaba mucho la observancia escrupulosa de la
ley. No erais como los fariseos, ciertamente, pero sí unos buenos israelitas
que creíais que en ese cumplimiento residía la salvación y que Yahvé estaba
contento principalmente con eso. La lección que yo quise empezar a daros
enseguida, incluso antes de salir de Galilea, era que lo que a Dios de verdad
111

le agrada es el amor. El amor es el mejor homenaje, la mejor ofrenda, el


mejor regalo que le podemos dar a Dios.
- ¿Pero eso significa que no hace falta cumplir la ley de los judíos? –pregunta
Santiago el de Alfeo, que está contento de aclarar, de una vez por todas, este
asunto que tanto le inquieta.
- No he venido a abolir la ley ni lo enseñado por los profetas –le responde
Cristo-, sino a llevar todo lo que ellos enseñaron a su plenitud. Y la plenitud
de la ley es el amor. El amor a Dios y el amor a los hombres por amor a
Dios. Ama y haz lo que quieras, se podría llegar a decir, siempre y cuando
no se olvide que existen unos mandamientos que son obligatorios y que nos
indican cuál es el camino del verdadero amor.
- Perdóname que insista, Maestro –vuelve a la carga Santiago-. No me queda
claro cuál es el lugar de la oración. ¿Si el amor es la cumbre, no se corre el
riesgo de que la gente se dedique a hacer cosas creyendo que eso es lo que le
agrada a Dios y olvide la relación con el propio Dios?.
- Tienes razón –dice Jesús-. Ese riesgo es, por desgracia, inevitable. Muchos
serán los que piensen que amar es hacer cosas. Amar es, más bien, obrar con
motivación. No basta con hacer obras buenas, incluso obras extraordinarias y
heroicas, para amar. Hace falta hacerlo con una motivación determinada. El
amor al que yo me refiero, el amor que es la plenitud de la ley, consiste en
amar al hombre por amor a Dios y en amar a Dios mismo. El que sigue este
camino, tiene, por fuerza, que dedicar tiempo a la oración. De lo contrario,
no está amando a Dios, pues Dios, por ser persona, por ser una realidad viva
y no una idea, tiene derecho a tu amor, a tu tiempo, a tu corazón. Tiene
derecho, como si fuera un mendigo que reclama tu limosna, a que te fijes en
él y que lo hagas no sólo a través del hombre sino en él mismo, directamente.
Y eso se lleva a la práctica mediante la oración. La oración es el acto de
amor ofrecido a Dios sin intermediarios. En cuanto a los mandamientos de la
ley, son importantísimos, porque nos indican los mínimos que no debemos
dejar de dar; lo que sucede es que algunos piensan que en vez de mínimos
son lo máximo que el Señor espera de los hombres y ahí es donde está el
problema. Cuando uno no mata, por ejemplo, ha hecho el mínimo; hace falta
ir más allá: hace falta ayudar al que está en peligro de perder su vida. Lo
mismo sucede con el robo; no basta con no robar, sino que es preciso, es un
112

deber, dar limosna. Amar, como os dije en una ocasión, es cumplir la ley
entera. Y lo es porque el que ama no roba, no miente, no mata, no abusa del
prójimo; por el contrario, el que ama, además de no matar ayuda al que sufre,
además de no robar comparte sus bienes con el hambriento, además de no
mentir dice la verdad aunque le cueste ser perseguido por ello.
- Todo eso nos lo dijiste –exclama Pedro- aquí en este monte, en aquel sermón
de las bienaventuranzas que al principio nos pareció tan extraño y luego
hemos ido comprendiendo en profundidad.
- Sí –afirma Cristo-, aunque lo pronuncié en mi tercer regreso a Galilea, ya
que lo dices, Pedro, voy a explicároslo ahora para seguir luego hablando de
lo ocurrido en aquel primer viaje a Jerusalén.
- Maestro –le interrumpe Mateo-, yo tengo unas notas tomadas de lo que
hablaste aquel día. No sé por qué, aquello me pareció tan importante que
utilicé una tablilla de escolar que traía en mi mochila y anoté algunas de las
ideas. Luego las pasé a un papiro y siempre las llevo conmigo. ¿Quiéres que
las lea?
- Adelante –responde Jesús, gratamente sorprendido de la previsión de aquel
discípulo.
- Tú dijiste algo así –dice Mateo, que ha sacado de su mochila el rollo de
papiro y se dispone a leerlo-. Bienaventurados los pobres, porque suyo es el
Reino de los Cielos. Bienaventurados los que sufren, porque serán
consolados. Bienaventurados los pacíficos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán
saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán
misericordia. Bienaventurados los sinceros de corazón, porque ellos verán a
Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados ‘hijos de Dios’. Bienaventurados los perseguidos por causa de Dios
y de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos. Después –añade
Mateo-, nos dijiste que debíamos considerarnos dichosos cuando nos
insultaran o persiguieran por ser discípulos tuyos y nos prometiste que
nuestra recompensa sería grande en el Cielo. También nos dijiste que
debíamos ser sal de la tierra y luz del mundo, y que si nosotros no
cumplíamos esa misión el mundo quedaría sumido en la oscuridad por causa
nuestra. Nos exhortaste a no tener ira, a no cometer adulterio y te
113

manifestaste en contra del divorcio. Nos exhortaste a dar limosna y, lo que


más me sorprendió, fue que nos dijiste que no sólo quedaba excluida la
venganza a tus seguidores sino que nos mandabas que amásemos a nuestros
enemigos. Tengo aquí anotada esta frase que, en aquel momento, me pareció
absolutamente imposible de practicar: ‘Habéis oído que se os dijo: Amarás a
tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros
enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre
del cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre
justos e injustos. Si queréis sólo a los que os quieren –añadiste-, ¿qué mérito
tenéis? ¿no hacen también eso los publicanos? Y si mostráis sólo afecto a los
vuestros, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo también los
paganos?. Por consiguiente, sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto’.
La lectura de Mateo ha dejado a todos impresionados. Los hombres y
Magdalena, que estaban presentes, en aquel mismo lugar, cuando aquel mensaje se
pronunció por primera vez, no pueden evitar evocar aquel luminoso y singular día.
Pedro, haciéndose eco del sentir de todos, se dirige a Mateo:
- Gracias, hermano, por haber sido previsor y haber tomado esas notas.
¿Tienes más?
- Tengo muchas más –responde, un poco avergonzado, Mateo-. Os pido
perdón a todos si lo he hecho a escondidas, pero el caso es que he ido
escribiendo muchas de las cosas que le he visto hacer o decir a nuestro
Señor.
- Yo también –dice Juan, alegremente- y creía que era el único.
- Es una suerte que hayáis hecho eso –sigue diciendo Pedro-, porque la
memoria del hombre es muy frágil. Cuando tengamos ocasión, tenemos que
reunirnos para completar lo que os falte a fin de que no se pierda ni un solo
detalle de lo que ha dicho o hecho nuestro Maestro.
- Haréis bien en obrar así –interviene Jesús en la conversación-, pero ahora
dejadme que siga yo hablando. No voy a comentar con detalle todas las
cosas que Mateo ha recordado. Tardaría demasiado en ello y no tengo tanto
tiempo. Pero sí quiero volver a deciros lo esencial. Podéis, vosotros y los que
os sucedan, ser o no seguidores míos. Podéis ser mis discípulos o mis
enemigos. Lo que ni vosotros ni nadie puede hacer es llamarse mi amigo y
114

no intentar practicar mis enseñanzas. No se puede coger mi mensaje y


desfigurarlo, cortar por aquí y por allá, arrojar fuera aquel aspecto que no
conviene o que no se entiende bien, para quedarse con lo que a uno le
conviene o con lo que es bien visto por los hombres. El que quiera ser mi
discípulo tiene que imitarme, tiene que intentar ser como yo. El que quiera
ser mi discípulo tiene que entrar, decididamente, en el camino del amor. Sólo
el que ama, a Dios con la oración y a los hombres con las obras buenas, sólo
ese es y será mi discípulo. Y nadie puede quedar excluido del amor. Nadie,
ni siquiera los enemigos.
- ¿Pero debemos amar a todos por igual? –pregunta Judas- ¿Hay que tratar del
mismo modo al que te hace el bien que al que te hace el mal, al amigo que al
enemigo? Si obramos así, ¿no estaremos animando al bueno a que se
convierta en malo, al amigo a que se torne enemigo?.
- No he dicho –responde Jesús-, que debáis amar a todos por igual. He dicho
que debéis amar a todos, incluido a los enemigos. Un padre de familia, por
ejemplo, tiene el deber de atender, en primer lugar, a los de su casa. Pero,
como casi nunca hay suficiente para lo que los suyos necesitan, corre el
riesgo de no dedicar nada a la limosna, con la excusa de que los suyos
siempre requieren más y más. Hay que encontrar el equilibrio, hay que
aprender a cuidar de los tuyos sin olvidar a los extraños. Ese es mi mensaje y
eso es lo que tenéis que practicar.
- ¡Equilibrio! ¡qué palabra tan dichosa! –exclama Pedro-. Sólo oírla me llena
el corazón de paz y de tranquilidad. De hecho, cuando escuché a otros
maestros antes de conocerte, Señor, sus palabras siempre producían en mí
enardecimiento y ganas de servir a Yahvé, pero también dejaban en mi
interior un poso de extremismo, de locura. Contigo no sucede así. Tú nos
invitas a orar, por ejemplo, pero también a trabajar. Tú nos invitas a que
amemos a los nuestros, pero sin olvidar a los que no son de nuestra sangre.
Tú nos pides que hagamos el bien a los que se han portado bien con
nosotros, pero también a que seamos generosos con los que se han portado
mal. Por eso, Señor, sé que tú vienes de Dios, pues tus palabras llevan vida
eterna al alma y sólo oírlas producen en ella paz y esperanza.
- Así es –dice Jesús-, si aprendéis a comportaros con ese equilibrio, todo irá
bien. La radicalidad en el amor a dios y en el amor al prójimo, no está reñida
115

con la madurez, con la paz. Esa radicalidad no tiene nada que ver con esa
máxima tan repetida por algunos romanos, que creen que en el medio está la
virtud. No se trata, como ellos suelen interpretar, de ir a medias en la vida: a
medias con Dios, a medias con el demonio. Hay que ir a por todas. Hay que
amar hasta el extremo. El equilibrio consiste en saber que hay un tiempo
para amar haciendo obras buenas y un tiempo para amar haciendo oración.
Hay un tiempo para amar a los de la propia sangre y un tiempo para amar a
los extraños. Hay un tiempo para amar a los que nos aman y también tiene
que haber un tiempo para amar a los que nos odian.
- Maestro –interviene Santiago el del Zebedeo-, volviendo a aquel primer viaje
a Jerusalén, fue en aquella ocasión cuando tú expulsaste del Templo a los
mercaderes y a los cambistas. A mí aquello me gustó. Tuve la seguridad de
que eras de la raza de los antiguos profetas, que no transigían con el mal y
que estaban abrasados por un fuego purificador que deseaban llevar a las
cosas de Dios. ¿Había equilibrio en aquel gesto tuyo? ¿Cómo y cuándo
podemos imitarlo? ¿Se puede usar la violencia para hacer el bien, para
conseguir, por ejemplo, la justicia? ¿Se puede utilizar para lograr que la
gente se convierta en seguidora tuya?
- Era poco antes de la Pascua –evoca Jesús el singular momento-. Llevábamos
pocos días en Jerusalén. No me era extraño el ambiente de comercio que
rodeaba el Templo. Lo había visto desde niño y, desde niño, me había
desagradado. Sin embargo, ahora yo no estaba solo. Vosotros estabais allí, a
mi alrededor, mirando con ojos grandes y atentos, como niños, cuanto yo
hacía. Debía mostraros, y no sólo con palabras, mi rechazo, el rechazo de mi
Padre, a todo aquello. Pero, confío en que no lo hayáis olvidado, cuando hice
el azote con los cordeles, en ningún momento golpeé a los hombres, ni
siquiera a los animales. Les eché del Templo, es verdad, lo mismo que es
verdad que desparramé por el suelo sus monedas, las cuales fueron recogidas
una a una por sus dueños con una gran celeridad. Pero mi violencia no le
causó daño a nadie. Por eso os insisto en que tengáis mucho cuidado en el
empleo de la violencia. Los profetas, ciertamente, la usaron, pero no siempre
con equilibrio ni justa medida. Yo, como sabéis, sólo la utilicé en aquella
ocasión y no contra los hombres. Mejor es, pues, que la utilicéis lo menos
116

posible y, sobre todo, nunca para conseguir conversiones. Esas conversiones


no serían sinceras y no son de las que agradan a mi Padre.
- Maestro –vuelve a la carga Santiago-, ¿qué tenemos que hacer, entonces,
cuando hay injusticias y los que las cometen no quieren enmendarse? ¿No te
parece que en ese caso sí sería legítimo usar la violencia contra aquellos que
practican la violencia de la injusticia?
- No, Santiago –le dice el Señor-, ni siquiera en esos casos. El que a hierro
mata a hierro morirá, dice la gente en nuestra Galilea. El que usa la violencia
termina por ser devorado por ella. Ésta se convierte en una espiral imparable,
en un monstruo que todo lo devora. Las víctimas de la violencia se vuelven
contra el que las agredió, sin fijarse ya en las causas que aquel pudo tener
para hacerlo. La venganza se instala entonces en el corazón de todos los
hombres y éstos siempre encuentran alguna justificación para odiar, para
matar. Vosotros, por el contrario, imitadme a mí, que he sido como el
cordero inocente llevado al matadero y que he cargado con el pecado de
muchos sin defenderme. Sed, eso sí, astutos como las serpientes, sin olvidar
la sencillez de las palomas. Utilizad los medios legítimos de que dispongáis,
con el fin de acabar con la injusticia. Pero no caigáis en la tentación de la
violencia. ¿Es que acaso la usé yo en la cruz? ¿No os acordáis que ordené a
Pedro que envainara su espada y que incluso curé la oreja al criado del Sumo
Sacerdote al que Pedro había herido?. La violencia no es mi camino. Si
alguien la quiere emplear, que lo haga, pero que no diga que es mi discípulo,
que lo hace en mi nombre. Volviendo a lo que hice en el Templo, como os
contaba, vosotros me observabais y yo debía dejar claro, con un gesto
inequívoco, que aquello no me gustaba y no gustaba a mi Padre. El comercio
con las cosas sagradas es un pecado gravísimo. Mi Padre no disfruta viendo
como degüellan a los corderos o a los machos cabríos. No encuentra placer
alguno en ver los ríos de sangre correr por los canales que rodean los altares
de los sacrificios. El sacrificio que él quiere es otro y éste es incruento. Él
quiere el sacrificio de vuestro corazón, el sacrificio del tiempo dedicado a la
oración, el sacrificio de la limosna hecha a los pobres.
- Aquel día –interviene Juan-, dijiste también algo que nos dejó muy
extrañados. Cuando los sacerdotes te pidieron una señal para obrar como lo
hacías, les retaste a que destruyeran el Templo pues tú en tres días estabas
117

dispuesto a reconstruirlo. Ellos, naturalmente, se rieron de ti y te dijeron que


estabas loco.
- ¿Y no sabes, Juan –pregunta Jesús-, ahora que ya ha pasado todo, a qué me
refería?
- He pensado mucho en ello –responde éste-, sobre todo después de haberte
visto resucitado. ¿Los tres días eran los de tu estancia en el sepulcro?
- Sí –dice Jesús-. A eso me refería entonces. Como os decía, yo debía empezar
a enseñaros lo esencial de mi mensaje. Pero también debía iros preparando
para lo que debía ocurrir: mi sacrificio redentor para salvar a los hombres de
sus pecados. Con aquel gesto de la expulsión de los mercaderes del Templo,
lo que busqué fue no sólo mostraros mi disgusto contra ese tipo de culto,
sino también deciros que había otro Templo diferente, el de mi cuerpo. Yo
soy Dios y por eso este cuerpo, el cuerpo que adoraron los pastores en Belén
y que acunó María en sus brazos, es el mayor Templo que existe. Es más
grande, es más extraordinario, que Dios se haya hecho hombre y habite en un
cuerpo de hombre que el que un rey poderoso como Salomón edificara el
Templo de Jerusalén.
- Poco después de aquello metieron a nuestro maestro Juan en la cárcel –
recuerda Andrés.
- Efectivamente –afirma Jesús-. Pero antes tuvo ocasión de volver a dar
testimonio de mí. Tras lo del Templo, algunos se habían adherido a nosotros.
Fui con ellos al Jordán para tener tiempo y ocasión de instruirles. Vosotros
me ayudabais, bautizándolos, a fin de que quedaran purificados de sus
pecados. Entonces se enteraron algunos discípulos de Juan, antiguos
compañeros de algunos de vosotros, y fueron a decirle que yo le hacía la
competencia. Juan estaba en Enón, cerca de Salín, bautizando y predicando
su mensaje de conversión. Al oírles, les dijo, una vez más, que él no era el
Mesías y que yo sí lo era, por lo cual él se alegraba de menguar para que yo
creciera. Realmente, Juan era un auténtico profeta, un hombre humilde, que
sabía cuál era su misión y que siempre supo poner al servicio de Dios los
dones que de Dios había recibido, en lugar de creer que eran dones que él
tenía por sus propios méritos.
- ¿Qué sentiste cuando te enteraste de que Herodes había encarcelado a Juan?
-pregunta María.
118

- Un profundo dolor –responde Jesús-. Y también un aviso. Su hora había


llegado, la mía se acercaba. Por eso decidí regresar a Galilea. Allí apenas
estuve un mes, el tiempo necesario para que se aclarara la situación tras el
arresto de Juan. Después volvimos a Jerusalén. Juan había sido no sólo el
precursor, el que desbroza los caminos y los prepara para que pasen los
demás. Lo más significativo de él, como ya os he dicho, era su humildad, así
como su disposición a hacer la voluntad de Dios sin medir las consecuencias.
Por eso me dolió tanto su encarcelamiento y su posterior muerte. Significaba
que el odio del mundo era implacable. Nadie de los que estuvieran con Dios,
en su ejército, podía escapar a ese odio. Alguno quizá piense que Juan era
demasiado temerario, demasiado provocador, y que quizá por eso Herodes le
hizo encarcelar. Seguro que si creen eso de él, dirán lo mismo de mí. No
faltará quien me acuse, como le acusaron a él, de insensatez. Pero es que no
se puede pactar con el mal, con la injusticia, con el pecado. Si lo haces, sin
duda que te dejan vivir e incluso te halagan y te dan buenos puestos. Pero
entonces te has convertido en un tonto útil, en alguien que hace el juego al
sistema y que es utilizado por éste para decir a los demás: “Veis, este es de
los de Dios y, sin embargo, no está en contra nuestra”. Hay que tener mucho
cuidado con la levadura de los fariseos y de los saduceos. No se puede servir
a dos señores, a Dios y al dinero, a Dios y a la lujuria, a Dios y a las
diversiones, a Dios y al poder. O se está con Dios o se está contra Dios y, os
lo aseguro, el que no recoge conmigo, desparrama.
- Has hablado de que volvimos a Galilea para dejar que se tranquilizaran las
cosas –dice Santiago, su primo-, pero ¿por qué regresamos por Samaría y no,
como es habitual, bordeando el Jordán?.
- Porque quería daros otra lección. ¿Quién de vosotros sabe, a la vista de lo
ocurrido, cuál era esa enseñanza? –responde el Maestro.
- Seguro –dice Juan- que estuvo relacionada con el encuentro con la mujer
samaritana junto al pozo de Jacob, en Siquem. Aquello fue tan sorprendente
que, en esa ocasión, hasta a los que, como yo, no nos extrañábamos de nada
de lo que hicieras, nos resultó no sólo raro sino casi escandaloso.
- ¿Por qué? –pregunta Jesús.
- Porque no era propio de un buen israelita cruzar Samaría, esa tierra de
renegados. Porque, mucho menos, era inadecuado estar hablando con una
119

mujer a solas, en un descampado. Porque esa mujer era, para colmo, una
prostituta. Por todo eso, tu conducta nos resultó sorprendente, escandalosa. A
pesar de ello, y sin entender, nos fiamos de ti y seguimos creyendo que lo
que hacías estaba respaldado por Yahvé. Empezábamos a acostumbrarnos a
que tú tuvieras planes e intenciones que no podíamos ni imaginar en un
primer momento. Así fue en aquella ocasión. La enseñanza estaba en lo que
nos dijiste cuando, a la vuelta del pueblo, te encontramos hablando con
aquella mujer. Nos dijiste, tal y como un momento antes le habías dicho a
ella: “Se acerca la hora en que, los que dan culto auténtico, darán culto al
Padre con espíritu y verdad”. Creo que esa era la enseñanza, el hacernos
comprender que el culto a Dios no se tiene por qué limitar a un lugar
determinado, como el Templo de Jerusalén para nosotros o el Garitzim para
los samaritanos. El templo que Dios quiere es el corazón del hombre; ahí es
donde debemos empezar a darle culto, poniéndole a él en el primer lugar de
nuestros intereses, de nuestros afectos. Sólo cuando ese culto se le ha dado,
tiene sentido que acudamos a un lugar sagrado a mostrar externamente lo
que está cantando y proclamando nuestro corazón.
- Dices bien, Juan –afirma Cristo-, pero ¿no había más lección que esa?
- Quizá había otra enseñanza –interviene Mateo- en el hecho mismo de que
estuvieras hablando con una prostituta, a solas y, por si fuera poco,
samaritana. Salvando las distancias, es parecido a lo que hiciste conmigo. Yo
era un pecador público, un maldito recaudador de impuestos que colaboraba
con los romanos. Tú, en cambio, no me rechazaste. Me amaste y me trataste
con dignidad, como nunca nadie había hecho. Fue aquella dignidad, aquel
trato, lo que me dio la fuerza para convertirme, para dejarlo todo y seguirte.
- Lo mismo hiciste conmigo –dice Magdalena.
- Pero en aquel caso –continúa hablando el Señor-, el objetivo no era sólo
ayudar a aquella pobre infeliz, que había tenido tantos “maridos” que ya no
sabía ni cuántos eran. Ella se convirtió, como tú, Mateo, como tú,
Magdalena. Pero, además de eso, lo que quería era enseñaros una lección
definitiva. Como ya os conté, cuando me dejasteis solo, junto al pozo, y os
fuisteis a buscar comida al pueblo, apareció ella. Yo sabía que no podíais
tardar en venir, así que empecé a hablar con ella. Le pedí que me diera de
beber sacando agua del pozo con el cubo que llevaba, pues yo no tenía forma
120

de hacerlo. Ella se extrañó de que yo, siendo judío, no sólo hablara con ella,
que era samaritana, sino que, incluso, le pidiera ayuda. Entonces le dije que
si ella supiera quién era yo y qué clase de agua era capaz de darla, entonces
sería ella la que me pediría de beber a mí. “El que beba de esta agua –afirmé,
refiriéndome a la que manaba en el pozo de Jacob-, volverá a tener sed; el
que beba el agua que yo voy a dar, nunca más tendrá sed, porque esa agua se
le convertirá dentro en un manantial que estará brotando hasta la vida
eterna”.
- Entonces –interviene Juan-, la lección estaba, además de lo que ya hemos
dicho, en el hecho de que tenemos que hablar con todo el mundo y no
podemos excluir a nadie por motivos de raza, de sexo o de religión.
- Y también –añade Andrés-, en que hay un agua que tú eres capaz de dar y
que sacia todos los anhelos de los hombres.
- Sí, todo eso y más –responde Cristo-. Todos somos iguales a los ojos de
Dios. Nada hay más contrario a mi mensaje que el nacionalismo –Simón el
zelote no puede evitar, al oírlo, dar un respingo y moverse inquieto en el
suelo donde se halla sentado-. El nacionalismo, entendido como exaltación
de un pueblo sobre otro, de una persona sobre otra por motivos de
nacimiento o de raza, es una aberración. Los que creen en eso son auténticos
paganos, pues en lugar de adorar al Dios único y verdadero, están adorando a
otro dios, al dios de su raza, de su nación, de su lengua, de su cultura. Un
hombre vale siempre igual que otro hombre, sea cual sea el color de su piel o
el lugar donde vino al mundo. Nadie tiene derecho a discriminarlo, a
maltratarlo, si, por motivos muchas veces ajenos a su voluntad, se vio
obligado a dejar su tierra para buscar cobijo en una patria extraña. Repito,
todos somos iguales a los ojos de Dios.
- Entonces –inquiere Santiago el de Alfeo, sorprendido-, ¿no existe el pueblo
elegido? ¿no somos nosotros, los judíos, el pueblo más amado por Dios?.
- Nosotros somos –responde el Maestro-, tal y como nos han dicho los
profetas, el pueblo de su propiedad. Lo somos en el sentido de que mi Padre
ha querido separar, de entre todas las naciones, un resto, un pequeño rebaño,
al que cuidar con un esmero especial y al que ir revelando las verdades
acerca de Dios y de la vida eterna. Pero por nacer judío no se es más que por
nacer samaritano, griego, romano o escita. Llega la hora en que ni el hombre
121

sea más que la mujer, ni el judío más que el romano, ni el libre más que el
esclavo. La dignidad de hijos de Dios, de la que yo quiero revestir a todos los
que me sigan y se bauticen, es superior a cualquier otra dignidad. Tendrán
acceso a ella todos, de cualquier raza, sexo o nación, con tal de que crean en
mí, en mi palabra, y en el Padre que me envió.
- ¿Qué hay –repite su pregunta Andrés- sobre lo de que tú tienes un agua que
sacia para siempre la sed del hombre?
- Esa era otra de las lecciones que quise daros aquel día junto al pozo de
Siquem –responde Jesús-. El agua que yo os daré, que ya os he dado, sacia
todo deseo de felicidad porque es el amor. Sólo el que ama es feliz. El que
no ama, siempre está a la búsqueda de algo. Es como el viajero que anda por
el desierto y ve un espejismo; cree tener el oasis salvador al alcance de la
mano y se precipita hacia él, gastando en esa loca carrera sus últimas
fuerzas; cuando llega a donde pensaba que estaban las palmeras y los pozos,
sólo encuentra arena y escorpiones; agotado, muere de sed y de
desesperación. Los hombres suelen actuar así; creen que la felicidad les va a
venir de la mano de una casa nueva, espléndida, lujosa; se lanzan como
posesos a hacer lo que sea para conseguirla; cuando la tienen, no pueden
disfrutar de ella porque se empeñaron en muchas deudas para pagarla;
cuando terminan de pagarla, son ya ancianos y no tienen ganas de nada, o
bien descubren que la felicidad no viene de esa casa y entonces comienzan a
ilusionarse por un nuevo espejismo, por un nuevo ídolo al que sacrifican sus
últimas energías. Así pasan la vida, así agotan sus fuerzas. Al final, han
estado siempre soñando con oasis de dicha que nunca llegaron o que, si lo
hicieron, no les dieron ni mucho menos la felicidad que en ellos creyeron
encontrar. En cambio, los que creen en mí, los que se alimentan de mi
cuerpo, de mi sangre, de mi palabra, esos no tienen necesidad de ir de acá
para allá para encontrar la felicidad. La tienen en su interior. Mi amor les
basta y les sobra. Mi amor, el que ellos sienten por mí y el que yo tengo por
ellos, se convierte en un pozo sin fondo, siempre lleno de agua fresca y
cristalina, que les compensa con creces de todos los esfuerzos que deban
hacer para seguirme.
- Tienes razón, Maestro -interviene de nuevo Juan-. Cuando estoy contigo soy
feliz. No necesito ropa lujosa, ni comidas exóticas y caras. No quiero
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perfumes ni lujos. No deseo placeres de la carne. Sólo tú me llenas el alma.


Estar contigo es la felicidad. Cuando algo me cuesta, me digo a mí mismo:
“por Jesús”, “por Cristo”, “por aquel que me ha amado hasta entregarse por
mí”, e inmediatamente mis fuerzas se reponen y no hay sacrificio que me
resulte imposible de hacer. Tú, Señor, eres el agua viva. Vivir junto a ti, vivir
por ti, vivir en ti, es la felicidad.
- No sabes cuánto me alegro de oírte decir eso, querido Juan –le dice Jesús a
su discípulo más amado, a aquel que estuvo tan cerca de su corazón que le
pudo confiar el cuidado de su madre-. Ojalá que todos los que me sigan
experimenten lo mismo que tú. Ahí está, precisamente, el secreto de la
felicidad. Feliz es el que ama, no el que tiene dinero, tierras o cualquier otro
don material. Teniendo lo suficiente para vivir con dignidad, lo que el
hombre necesita para ser feliz es tener el corazón lleno de amor, amar y ser
amado. Sólo que incluso los amores humanos, hasta los más legítimos y
buenos, son amores que pasan; son amores que el tiempo consume o que la
muerte cercena. En cambio, mi amor y el amor de mi Padre es eterno, no
tiene fin. Tampoco está ligado, como el amor de los hombres, a los méritos
del ser amado. Yo no os amo porque os lo merezcáis, porque seáis buenos,
porque tengáis grandes cualidades. Os amo porque sí. Os amo porque, junto
a mi Padre y al Espíritu, os he creado. Ese amor, precisamente por eso, no
experimenta cambios, no está sujeto a variaciones, ni siquiera a aquellas que
podrían estar causadas por vuestra pobre respuesta a mi amor. Por eso es un
amor en el que os podéis apoyar. Es como una roca firme en la que podéis
construir vuestra casa, la casa de vuestra felicidad. Os pase lo que os pase,
aunque os falle la salud, aunque os falle el amor de vuestros familiares,
aunque os falle el trabajo o el dinero, lo que nunca os fallará es mi amor.
- Ahora somos nosotros, Maestro –dice Pedro, con lágrimas en los ojos-, los
que debemos darte las gracias. Que tú nos ames así es mucho más de lo que
nos podríamos atrever a esperar. Nadie merece un amor tan grande, y menos
procedente de Dios. Tu amor nos seduce, nos conquista, nos convierte.
- Y por eso os salva –completa Cristo su enseñanza-. Mi amor os salva porque,
al sentiros amados, empezáis a desear corresponder, empezáis a desear amar.
Y cuando lo hacéis, cuando la gratitud ha logrado derribar el duro cerco de
piedra que envuelve y asfixia vuestro corazón, entonces es cuando, de
123

verdad, estáis salvados. El hombre que ama, el hombre que agradece, ese es
el que tiene ya un pie puesto en la vida eterna y la disfruta incluso aquí en la
tierra.
- Yo intuyo, sin embargo, Señor –interviene Magdalena en la conversación-,
que en aquel gesto tuyo con la mujer samaritana había alguna enseñanza más
todavía. ¿Me equivoco?.
- No, mujer, no te equivocas –le contesta el Maestro-. Pongamos tu caso, por
ejemplo, ¿por qué me amaste y me amas tanto?
- Porque tú me amaste primero –responde ella- y lo hiciste con un amor
sorprendente, inmerecido, inusual. Me amaste y te metiste en líos y en
problemas por amarme, por tratarme con dignidad, como a un ser humano y
no como a una maldita pecadora pública.
- Sí, es verdad –continúa diciendo Cristo-. Pero, ¿qué sentiste tú cuando yo
permití que hicieras algo por mí, cuando yo acepté que derramaras aquel
perfume costosísimo sobre mi cuerpo?.
- Sentí una gran alegría. Sentí que verdaderamente me amabas, porque me
dejabas hacer algo por ti –dice Magdalena.
- Esa es la lección. Os he enseñado que los pobres tienen que ser siempre los
privilegiados para vosotros. Os he enseñado que en ellos me amáis y me
servís a mí. Pero esa enseñanza tiene un riesgo: el de creer que los
necesitados son siempre sujetos pasivos, que ellos no tienen nada que dar. Si
caéis en ese error, estaréis haciendo a los pobres más pobres de lo que en
realidad son. Además, al no necesitar nada de ellos, les estaréis humillando,
pues les estaréis considerando como seres totalmente inútiles, incapaces de
hacer nada por nadie, ni por sí mismos ni por vosotros. Por si fuera poco, la
relación entre ellos y vosotros no será recíproca, sino que ellos serán siempre
inútiles, puesto que no les dejaréis hacer nada por vosotros. Nunca os
amarán, por mucho que les deis. Al contrario, puede que terminen por
odiaros y que lo hagan más cuanto más les deis. Con aquella mujer, la
samaritana de Siquem, yo practiqué el método que antes había usado con
Mateo y que luego utilicé con Magdalena. Me dejé querer. Me puse ante ella
como un necesitado que pide ayuda, como alguien que la necesita a ella. Ella
me necesitaba a mí muchísimo más que yo a ella, pero sólo si yo pedía su
ayuda hacía posible que ella pidiera la mía. Sólo si ella podía cubrir su
124

dignidad dándome algo, podía atreverse a pedirme algo a mí. Lo que quiero
deciros, pues, es que no sólo debéis amar, sino que también debéis aprender
a dejaros amar. Esto último es, incluso, una forma exquisita del amor al
prójimo. Déjate querer, deja que el otro te sienta suyo, te sienta como su
obra, te siente dependiendo de él. Sólo se ama aquello que es parte de uno
mismo, aquello en lo que tú has puesto ilusión, esfuerzo y trabajo. Sólo se
ama, en definitiva, aquello que se crea, aquello que lleva consigo esfuerzo y
sacrificio. Si dejáis que el otro os ame así, entonces podréis hacer también
vosotros algo por él y él no se sentirá humillado con vuestra ayuda. No
hagáis, pues, a los pobres más pobres de lo que ya son. Dejad que ellos os
ayuden a vosotros.
- ¿Pero cómo hacerlo, Maestro –pregunta Natanael, extrañado-, si ellos, por
ser pobres, no tienen nada que dar? Magdalena pudo darte su afecto y
también su dinero, lo mismo que Mateo, pero la mayoría de los pobres lo son
tanto que no tienen ni siquiera la capacidad de amar.
- ¿Estas seguro, Natanael? –le responde Cristo-. Puede ser que en algún caso,
efectivamente, el pobre esté tan deteriorado que no pueda hacer nada por
nadie, que no tenga ni el deseo ni la capacidad de hacerlo. Pero, en la
mayoría de las ocasiones, hasta el pobre más pobre tiene algo que darte;
quizá sea una vieja historia que contar, quizá sea un gesto de afecto, o una
oración. Mirad, existe una comunión misteriosa, extraordinariamente fértil,
entre los hombres. Por esa comunión, cualquiera puede ayudar a otro a base
de rezar por él, de aceptar algún sacrificio por él. Vosotros podéis y debéis
decirle a los pobres que, a cambio de vuestra ayuda, ellos deben daros algo.
Deben daros precisamente su dolor, su miseria, su sufrimiento. Y lo pueden
hacen diciéndole a Dios: “Señor, acepto esta situación, este dolor, esta
enfermedad, y te la ofrezco por esta persona que tanto me ayuda”. Esa será
su moneda de cambio, ese será el pago que ellos os ofrecen por vuestros
servicios.
- ¿Sirve eso para algo? -pregunta, escéptico, Tomás.
- ¿Sirvió para algo mi muerte en la cruz? –le responde Jesús con una nueva
pregunta-. ¿No os acordáis de que de mi costado, cuando el soldado me
clavó su lanza, no sólo salió sangre sino que también salió agua? La sangre
representaba mi propio sufrimiento, mi contribución a la remisión de
125

vuestros pecados. El agua, que era poca comparada con la sangre, representa
vuestros sufrimientos, los que vosotros le ofrecéis al Padre para colaborar en
esa misma redención. Vosotros, los pobres, todos, no sois inútiles, no sois
meros receptores pasivos de los dones de mi Padre. Vosotros, aunque sea
poco, tenéis algo que hacer, tenéis alogo que dar. Esa es vuestra dignidad y
eso es lo que tenéis que hacer entender a los que sufren: que ellos tienen un
gran tesoro en las manos, su propio sufrimiento, y que pueden colaborar con
la salvación del mundo ofreciéndoselo a Dios, uniéndolo a mi sacrificio
redentor de la cruz.
- ¿No correremos el riesgo –quiere saber Pedro- de que nos sintamos
autosuficientes al tener algo que ofrecer, de que creamos que con nuestros
sacrificios nos hemos redimido a nosotros mismos?
- Sólo puede pensar así –dice Jesús-, el que está lleno de soberbia. No, el
hombre no se salva a sí mismo. La salvación es un don gratuito que yo os he
conseguido naciendo, muriendo y resucitando por vosotros y por todos los
hombres. Nadie merece la salvación, ni siquiera el más santo de los hombres.
Sin embargo, eso no significa que no se pueda colaborar en esa salvación, en
la propia y en la de los demás. Os lo repito, es necesario que os dejéis querer
para que el otro os quiera como a algo propio. ¿No comprendéis que eso es
lo que he hecho yo? ¿No me he dejado yo querer por vosotros a fin de que
vosotros me sintierais, de alguna manera, como obra vuestra, como un hijo
vuestro? He sido yo quien ha tenido la iniciativa en el amor, pero mi obra no
estará completa hasta que no haya suscitado en vosotros un sentimiento
recíproco, hasta que no haya conseguido que vosotros me améis a mí, hagáis
algo por mí.
- Estoy impresionada, Maestro –dice Magdalena-. Ahora comprendo por qué
me dejaste cuidarte, por qué no rechazaste mi perfume ni mis lágrimas.
- Tenía que hacerlo así para que tú no te sintieras humillada, para que tú
supieras que no sólo podías recibir sino que también podías dar. Lo mismo
ocurrió con la mujer samaritana. Se sintió tratada como una persona con
dignidad porque yo no llegué a ella a decirle: toma de beber, que tú estas
sedienta. Empecé diciéndole: dame de beber, necesito tu agua, necesito tu
corazón. Y sólo así conseguí que ella me pidiera a mí que yo saciara su sed
de amor y de felicidad. Pero, ahora, sigamos. Os estaba contando que íbamos
126

de regreso a Galilea. Durante algo más de un mes estuvimos allí. Sólo hice
una salida, a Caná, para reunirme con mi madre, que bajó desde Nazaret.
Cada vez estabas más angustiada –dice dirigiéndose a María- por lo que
sucedía en Nazaret, pero yo te pedí que siguieras allí un tiempo más.
Entonces sucedió lo del hijo del funcionario. ¿Os acordáis?
- Perfectamente –responde Santiago el del Zebedeo-. Se trataba de Jasón,
funcionario del rey Herodes, pero buena persona. Era muy amigo de mi
familia y su hijo estaba muy grave. Subió desde Cafarnaum a Caná para
pedirte que curaras a su hijo, que estaba muriéndose. Tú, lo recuerdo bien, te
mostraste un poco molesto y le dijiste: ‘Como no veáis señales y prodigios
no creéis’. Yo me sentí mal, porque conocía a aquel hombre y sabía que era
una buena persona. Quise interceder por él ante ti, pero antes de que pudiera
hacerlo, él se me adelantó y sin dar importancia al desplante que acababas de
hacerle insistió: “Señor –te dijo-, baja antes de que se muera mi niño”. Tú,
entonces, pusiste de nuevo a prueba su fe y le dijiste que su hijo se había
curado. Él te creyó y regresó a Cafarnaum. De camino le alcanzaron sus
criados que le dijeron que el niño estaba bien. La hora coincidía con el
momento en que tú le dijiste que su hijo estaba sano.
- En aquella ocasión –dice Jesús-, quise no sólo poner a prueba la fe de aquel
hombre, sino también la vuestra. ¿Podría yo hacer milagros a distancia? ¿De
qué dependían los milagros, de la proximidad, del toque de mis manos con el
cuerpo del necesitado, de la llegada a sus oídos de mis palabras?. Aquello
sirvió para que comprendierais que es la fe la que consigue el milagro.
Además, se pueden pedir milagros para los demás y no sólo para uno mismo.
Y yo los puedo hacer estando al lado del enfermo lo mismo que estando a
muchos codos de distancia, incluso estando en el cielo. Pero el verdadero
milagro fue la humildad de aquel hombre. Es en aquella humildad en la que
me apoyé para pedirle a mi Padre el milagro. Normalmente, la gente no sabe
pedir. Más bien exige. Exige y amenaza si no se le concede lo que pide. Lo
había experimentado en Nazaret y estaba ya seguro de ello. Por eso me
costaba cada vez más hacer milagros. Sin embargo, aquel hombre tenía no
sólo fe en que yo era capaz de curar a su hijo, sino también humildad. No se
presentaba ante mí, a pesar de su elevado cargo público, como alguien que
exige, ni como alguien que quiere comprar el don que solicita, pagándolo
127

con otro tipo de favores. Se presentó ante mí de manera humilde, insistiendo


en que curara a su niño, pero sin amenazarme con chantaje alguno. Por eso le
curé.
- Y por eso es uno de los que no han dudado de ti ni te han abandonado. Él no
necesitó el milagro para creer en ti. Él ya creía antes de que tú se lo
concedieras –dice Santiago, de nuevo.
- Estando en Cafarnaum fue cuando Juan, que seguía encarcelado en
Maqueronte, nos envió a algunos de sus discípulos –dice Pedro-. Le habían
entrado dudas sobre tu mesianidad.
- No, no tenía duda alguna –responde Cristo-. Él sabía bien quién era yo. Lo
que él quería era que lo supieran sus discípulos. Su fin era próximo y mi
Padre se lo había hecho conocer. De hecho, poco después de aquello, a
finales de Tebet, fue cuando le mataron. Ya sabéis cómo y por qué. Dios
perdone a aquella muchacha, Salomé, a su madre y a todos los que
intervinieron en aquel espantoso crimen. Juan sabía, como os digo, que su fin
era próximo y quiso terminar de convencer a sus discípulos de que se
vinieran conmigo.
- ¿Pero por qué les costaba tanto convencerse de eso? -quiere saber Simón.
- Yo te puedo responder –dice Andrés-, pues antes de seguir a Jesús anduve
tras el Bautista. A mí no me costó cambiar porque yo buscaba la salvación
no en el cumplimiento de ritos y normas sino en la conversión del corazón.
En cambio, algunos de mis antiguos compañeros pertenecían a la escuela de
los esenios y creían que la salvación debía venir de la mano de la
purificación de los rituales sagrados, pervertidos por los malos sumos
sacerdotes.
- Por eso les dije –añade Jesús-, después de hacer algunos milagros ante los
discípulos de Juan: “Id y contarle lo que habéis visto y oído: los ciegos ven,
los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos
resucitan, a los pobres se les anuncia la buena noticia”.
- Y añadiste –dice Juan-, para mi sorpresa: “Dichoso el que no se escandalice
de mí”.
- Es que se trataba –responde Cristo- de que quedara claro que la salvación no
venía del cumplimiento de rituales de purificación o de la observancia
escrupulosa de leyes cultuales. La salvación es un regalo de Dios que el
128

hombre ni gana ni merece, pero para recibirla necesita una condición: la


conversión del corazón. Y esa conversión tiene que ponerse de manifiesto
mediante las buenas obras, mediante los actos de amor y servicio realizados
para con los más pobres de los pobres. Además de esto había otra cosa
contenida en esa frase que has recordado, Juan. Serán dichosos aquellos que
no se escandalicen de mí en lo que yo soy. Unos se escandalizarán porque
me consideran poca cosa. ¿Cómo es posible que Dios se haya hecho
hombre?, pensarán. O también se preguntarán ¿por qué ha nacido en Galilea
y no en mi país, con mi lengua, con mi cultura?. Otros, por el contrario, se
escandalizarán de que no haga más milagros, o de que mi predicación sea
fácilmente entendida por todo el mundo y no utilice palabras rebuscadas e
inexplicables. No faltarán los que se escandalicen de mí por el hecho de que
predique la paz y no la violencia, que exhorte a perdonar y no a practicar la
venganza. Para algunos seré un ingenuo inútil, para otros un tonto útil. Habrá
quien piense que soy sólo un hombre, un gran hombre, pero no el Hijo
unigénito de Dios hecho hombre. Habrá quien esté dispuesto a creer que no
soy auténtico hombre, que soy una especie de aparición de la divinidad,
como aquellas en las que creen los griegos y los romanos. En definitiva, por
un motivo o por otro, habrá muchos que se escandalicen de mí, que se
sientan decepcionados conmigo. Esos, para desgracia suya y sin que yo
pueda remediarlo, no serán dichosos. Habrá pasado a la puerta de su casa la
felicidad y ellos, torpemente, la habrán dejado pasar de largo.
- ¿Y no te duele eso, Maestro? –vuelve a preguntar Juan.
- ¿Cómo no me va a doler? –pregunta a su vez Cristo- ¿Crees que he venido a
la tierra desde más allá de las estrellas para darme un viaje de placer, como
el que se dan las ricas señoras romanas que acuden a las termas que ha
instalado Herodes en Tiberíades?. He venido al mundo, me he hecho
auténtico hombre, para que los hombres tengan vida y la tengan en
abundancia. Ya os lo dije en cierta ocasión: Yo soy el camino, la verdad y la
vida. Nadie va al Padre sino es por mí. Nadie alcanza la felicidad plena y ni
siquiera la salvación si no es a través mío, por mérito mío. Por eso es muy
triste para mí ver que tantos que podían salvarse y ser felices no aprovechan
la oportunidad que se les da, oportunidad que me ha costado tanto conseguir
para ellos. En cambio, se dejan seducir por cosas materiales, por falsos
129

ídolos que les dan una apariencia de felicidad sólo por un momento y luego
dejan una amarga sensación de decepción en el alma y aún en el cuerpo. Yo
he venido a la tierra a darles el mayor de los tesoros y ellos me contestan:
“”gracias, quédatelo para ti; dame, en cambio, dinero, salud, trabajo o el
afecto de tal o cual persona”. Todo eso, o al menos mucho de ello, lo podrían
tener por añadidura. Basta con que me aceptaran a mí, con que me quisieran
un poco, y yo volcaría sobre ellos todos mis dones, toda mi providencia,
incluso en cosas materiales. Pero para la mayoría de los hombres ni Dios ni
las cosas de Dios les interesan demasiado. A lo sumo les preocupa la
cuestión de la vida eterna, porque temen pasarla en el infierno. Pero incluso
en estos no encuentro amor en su corazón, sino interés, egoísmo, cálculo,
negocio. ¿Y me preguntas, querido Juan, que qué siento yo?. Dolor, un
enorme dolor. El dolor de ver que mi sacrificio ha sido, en cierta forma y
para muchos, inútil. Ha servido para redimir a todos los hombres; ha servido,
gracias a Dios, para que muchos se salven y que conozcan la felicidad aquí
en esta tierra, además de la que tendrán en el cielo. Pero son tantos los que
no aprovechan mi regalo, que no puedo menos de sentirme triste cuando
paso a su lado, cuando llamo a su puerta, cuando me muestro a ellos
crucificado y doliente, cuando les invito a que se conviertan, a que cambien
de vida, a que sean, de verdad felices, y les oigo decir: “mañana”, “mañana”.
Siempre es eso mismo, siempre es ese eterno “mañana” que nunca llega.
Siempre escucho de ellos decir: “cuando ya no sea joven y no me acucien las
pasiones del cuerpo”, o “más tarde, cuando haya podido disfrutar un poco de
estos bienes materiales que tanto me ha costado ganar”, o, “luego, cuando
haya conseguido hacerme famoso”.
- Me recuerda, Maestro –le dice Tomás-, aquella parábola que nos contaste
una vez, la del rey que invitó a muchos a la boda de su hijo y no acudieron
porque todos tenían otras cosas que hacer.
- Es que –dice Cristo-, cuando os conté esa parábola ya sabía lo que iba a
pasar, porque, de algún modo, ya estaba pasando. Sí, los hombres ponen
muchas excusas, cientos de excusas, con tal de no seguirme. Ignoran que yo
leo el fondo de su corazón y no pueden engañarme. Ignoran que yo sólo
quiero su bien y que nunca les pido nada que no vaya a ser no sólo bueno,
sino lo mejor para ellos. Pero ésta es y será, mientras el mundo exista, mi
130

cruz. Os lo aseguro, una cruz más pesada que la de aquel madero en que me
clavaron hace unos días.
- Después de aquello, pocos días después –recuerda Juan-, decidiste que
debíamos volver a Jerusalén a celebrar allí la fiesta del Sabu’ot. En el
camino, me acuerdo muy bien, nos contaste aquella parábola, la del
sembrador.
- También ocurrió –dice Mateo- lo de aquel joven rico que se acercó a
preguntarte qué debía hacer para ganar la vida eterna.
- A propósito de lo primero, sólo quiero deciros que esa parábola la dije
especialmente por vosotros y por los que serán como vosotros. Muchos os
considerarán afortunados por haberme conocido. Dirán: “qué suerte tuvieron
los apóstoles, pues vivieron con Jesús, le oyeron predicar y vieron sus
milagros”. Lo dirán así y tendrán razón. Pero más que una suerte, es una
responsabilidad. Habéis recibido dones enormes y esos dones no son sólo
para vosotros. Son para todos, que tienen derecho a disfrutarlos a través
vuestro. ¿Creéis que puedo pedir lo mismo a una persona que ha nacido en
una familia mísera, rota, en la que no se conoce el temor de Dios, que a otra
que ha nacido en una buena familia, unida, religiosa, y que ha podido recibir
una buena formación intelectual?. No. No sería justo si lo hiciera. Eso no
significa que los pobres o los que han tenido mala suerte en la vida puedan
hacer lo que quieran, como si las normas morales no contaran para ellos. Lo
que quiero decir es que los que han sido más beneficiados van a tener que
rendir cuentas de eso que se les ha concedido. Y cuando hablo de bienes me
refiero a todos, no sólo al dinero. Tenéis que vivir siempre con la sensación
de que sobre vosotros pesa una hipoteca, como la que tienen que pagar los
que acuden a un prestamista. Aunque vuestro Padre del cielo no es un
usurero, sí quiere reclamar los legítimos intereses. Quiere obtener de
vosotros el rendimiento proporcional a los bienes que os ha concedido. Y, os
lo aseguro, es siempre mejor tener para dar que no tener nada y verse
obligado a pedir. El que no esté convencido de ello, que le pida a Dios que le
quite todo lo que tiene: la salud, el dinero, los hijos, la casa, el trabajo y todo
lo demás. ¿Es que no es más beneficioso dar limosna, de dinero o de tiempo,
que tener que pedirla? Los hombres tientan a Dios, le retan y le provocan,
cada vez que, pudieron ayudar a los demás, debiendo rendir en función de
131

los bienes recibidos, consideran que lo que tienen no se lo deben a nadie y no


lo comparten con los que los necesitan.
- Tienes razón, Maestro –afirma Mateo- y fue por eso por lo que yo dejé mi
estilo de vida anterior y me fui contigo. Luego he ido comprendiendo que las
cualidades que tú me diste, las que me hicieron famoso y rico en mi trabajo,
no debía enterrarlas, sino que tenía el deber de ponerlas a tu servicio, al
servicio del Reino. Pero, cuéntame, ¿qué sentiste con lo de aquel joven rico
que no quiso seguirte?.
- Fue enormemente triste –contesta Cristo a la pregunta de Mateo-. En
realidad, debería haberme acostumbrado ya, a esas alturas, a las decepciones
que me proporcionaban los hombres. Lo sucedido en Nazaret debería haber
sido suficiente para que nada me pillara de sorpresa. Sin embargo, aquel caso
me hizo mucho más daño de lo que cabía esperar y, sobre todo, me hizo
pensar que no sería la última vez que algo así me sucediera. El muchacho,
como sabéis, era no sólo un buen cumplidor de la ley, sino un joven lleno de
cualidades, magnífico, prometedor. Alguien al que cualquier maestro le
hubiera tener como discípulo. ¿Quién sabe lo que podía haber sido si me
hubiera seguido? ¿Quizá te habría sustituido a ti, Pedro –dice, sonriendo,
mientras mira al antiguo pescador del lago de Galilea-, al frente de mis
apóstoles? ¿O a ti, Juan, en el primer puesto de entre todos ellos en mi
corazón? Era una auténtica joya, la persona más dispuesta de las que había
conocido para aceptar mi mensaje y para trabajar con eficacia en la
expansión del Reino. Sin embargo, aquel muchacho no quiso seguirme.
Encontró mil excusas. Dio media vuelta y se fue. ¡Qué lástima!, ¡qué
decepción!, ¡qué fracaso!.
- Muchas veces me he hecho yo mismo esa pregunta –dice Pedro-. ¿Por qué a
mí me ha elegido el Maestro?, me he preguntado. Si Josué, el hijo del herrero
de Cafarnaum, por ejemplo, es mucho mejor que yo, ¿por qué no le ha
llamado a él o porque no se ha venido él con nosotros, habiéndote
escuchado, Señor, como te escuché yo?
- Sí –le responde Jesús-, es un auténtico misterio que está escrito en lo más
profundo del alma humana, allá donde su unen la libertad con la gracia de
Dios. Conozco al Josué del que me hablas, Pedro, pero más claro aún es el
caso de aquel muchacho, del que nunca llegué ni a saber su nombre.
132

- Yo sí lo sé –responde Simón-, se llama Elí y es pertenece a una de las


familias más ricas de Israel. Por eso no se fue contigo, Maestro, porque lo
tenía todo y le costaba mucho dejarlo.
- Es posible –concede Jesús-, pero creo que hay algo más. ¿Os acordáis
exactamente de lo que él me preguntó?
- Él quería saber –es Mateo el que responde- qué tenía que hacer para ganar la
vida eterna.
- Exacto. Esa fue la pregunta y en ella se encierra el secreto de por qué no lo
dejo todo para venirse con nosotros. A aquel muchacho, a Elí, no le
interesaba yo, ni le interesaba ayudar a los demás llevándoles el mensaje
esperanzador que yo predico. Ni siquiera le interesaba Dios. Sólo le
interesaba él mismo. Detrás de su perfección, de sus cualidades humanas, de
su brillantez intelectual y de su exquisita educación, por desgracia sólo había
un gran egoísmo. La pregunta que me hizo le delató. No me dijo: “¿Maestro,
qué debo hacer para agradar a Dios?”, o “¿qué espera Dios de mí?”, o “¿en
qué puedo ser útil a los demás?”. Sólo le interesaba él mismo. Como era
creyente, quería ganar la vida eterna, pero quería ganarla para él, sin
importarle gran cosa lo que les pudiera suceder a los otros. Tampoco le
importaba mucho lo que Dios pudiera necesitar de él. Lo único importante
era su propio negocio, su propio interés. Por eso no se vino conmigo, porque
lo que yo le ofrecía, a pesar de estar a muy bajo precio, le parecía carísimo.
Era demasiado para él dejar todos sus bienes para asegurarse esa vida eterna.
La quería, sí, pero regalada.
- Maestro –pregunta Santiago el de Alfeo, siempre inquieto cuando se trataban
asuntos que rozaban la ley judía-, comprendo lo que dices y sabes que te he
seguido desde el primer momento y que lo he hecho por amor a ti, un amor
muchas veces ciego pues me cuesta aceptar lo que afirmas. Pero ¿es que
acaso no es legítimo aspirar a ganar la vida eterna? Nuestra religión, la de
nuestros padres, la que Yahvé reveló a Abraham y ha seguido revelando a
través de los patriarcas, de Moisés y de los profetas, es una alianza. Como tú
nos has reconodico, toda alianza es, en el fondo, un pacto comercial,
incluidas aquellas que son de tipo político, como las que hacen los reyes de
las naciones entre sí para prestarse ayuda frente a enemigos comunes. En las
alianzas lo normal es que cada parte busque su interés y que intente
133

conseguir el mismo resultado pagando lo menos posible. Eso es lo que nos


han enseñado siempre; eso es, en el fondo, la religión para nosotros. ¿Es que
tú quieres otra cosa?.
- Sí, quiero otra cosa –dice Jesús, mirando a su primo con cariño-. Quiero
instaurar una nueva alianza. Muchas veces me habéis oído esta frase:
“Habéis oído que se os dijo ..., pero yo os digo”. Se trata de que entendáis, y
que se lo hagáis entender así a los demás, de que conmigo comienza una
nueva etapa. Como os he dicho ya, no he venido a derogar la ley sino a
llevarla a su plenitud. Y esa plenitud pasa por la abolición del sentido
comercial en la relación con Dios.
- ¡Pero el sentido comercial es bueno y muy práctico! –exclama, casi
escandalizado, Mateo, que por algo había sido recaudador de impuestos
antes de seguir a Cristo.
- No digo que no –responde Cristo, lleno de paciencia y preparándose para
explicar las cosas con calma a sus apóstoles-. Lo que digo es que si se
emplea en las cosas de Dios, en la relación con Dios, se corre el riesgo de
que se arruine esa relación o, por lo menos, de que quede muy, muy
empobrecida. Dios no quiere que tú, Mateo, o tú, Santiago, estéis a su lado
sólo por interés. Él, aprendedlo de una vez, se os ha revelado a través mío
como Padre. ¿Y qué padre desea ser atendido por sus hijos sólo por lo que
pueden sacar de él cuando se muera y les deje la herencia?. Dios quiere
vuestro corazón, no vuestros sacrificios de corderos en Pascua, o vuestra
renuncia a comer carne de cerdo. ¿Es que no os dais cuenta de que el amor
de Dios hacia vosotros es tan grande que sólo si encuentra en vuestro
corazón una chispa de ese amor se siente bien? ¿No os dais cuenta de que
cuando la gente, cuando vosotros mismos, os relacionáis con Dios pensando
sólo en obtener un beneficio, aunque sea el de ganar el cielo, en realidad le
estáis diciendo a Yahvé que él no os importa nada y que sólo os importa lo
que podéis sacar de él? ¿No os dais cuenta del enorme daño que le hacéis
con ese comportamiento tan egoísta?.
- ¿No es legítimo, entonces, Maestro, querer estar en el cielo? –es ahora el
bueno de Andrés el que pregunta.
- ¡Claro que sí! –responde Jesús-. Y mi Padre lo regalará, gracias a mi
sacrificio redentor en la cruz, al que haya cumplido los mandamientos y al
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que haya sido absolutamente fiel a su conciencia. Pero, ¿no te parece Andrés
que hay otra forma mejor de relacionarse con Dios que no la de estar siempre
calculando cuáles son los mínimos que hay que darle a fin de conseguir, por
ese mínimo, el máximo posible?
- No sé si te entiendo bien, Maestro –interviene Juan-, pero yo, por mi parte, te
digo que a mí no me tienes que dar nada por quererte. Yo te quiero y aunque
no hubiera cielo yo te seguiría queriendo y aunque no hubiera infierno no me
separaría de tu lado. Maestro, Señor, te digo abiertamente una cosa: tú eres el
cielo para mí. Estar a tu lado, estar contigo, ayudarte, servirte de consuelo, es
el mejor premio al que puedo aspirar. Tú, mi Maestro, al que proclamo
también como mi Dios, tú eres mi premio y mi recompensa. No me tienes
que dar nada para que te quiera. Mi amor lo compraste con creces cuando me
trataste con ternura el primer día que nos conocimos y, sobre todo, cuando te
vi morir en el madero de la cruz dando la vida por salvarnos a nosotros y por
redimirnos de nuestros pecados. Creo en el cielo, creo en el infierno, pero no
son esas realidades las que me mueven a amarte a ti o a amar a Dios. Me
mueve tu amor, me mueve haberte visto acariciar a los niños, hablar con
ternura a los ancianos, consolar a tantos que sufrían. Me mueve a amarte,
Señor, haberte visto en la cruz, escarnecido, varón de dolores como anunció
el profeta. ¿Qué más me tienes que dar, qué más tienes que hacer para
ganarte mi corazón?. En cuanto a aquel joven rico –añade-, creo que fue una
suerte para ti que se marchara, pues nos habría estado amargando la vida
continuamente, con su anhelo de medirlo y pesarlo todo para saber dónde
estaba el negocio de comprar las cosas pagando por ellas lo menos posible.
- Gracias, Juan –le responde Jesús, con lágrimas en los ojos-, te aseguro que,
después de mi madre, nadie me ha querido ni me querrá como lo haces tú.
Ese es el tipo de amor que mi Padre sueña con obtener de los hombres. Para
conseguirlo es para lo que yo me he hecho hombre, me he dejado matar, he
resucitado. ¿Creéis que si fuera sólo cuestión de meteros miedo no habría
hecho mejor mi Padre en mandar una docena de plagas sobre Israel o sobre
el resto del mundo para que los hombres se acobardasen y se acercasen a él?
Ha llegado la hora de terminar con la pedagogía del miedo. Ha llegado la
hora de que sea el amor el que se abra camino en el corazón de los hombres.
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- Pero, Maestro –insiste Santiago, su primo-, muchos no podrán dar esa


medida tan alta y tan purificada de todo interés egoísta. Casi me atrevo a
decir que la mayoría se aprovecharán de esa bondad de Dios para volverse
contra él. Si Dios deja de ser temible, si aspira sólo a ser amable, lo que
sucederá es que muchos le tomarán el pelo y se burlarán de él.
- Es cierto. Mi Padre, el Espíritu y yo lo sabemos –contesta Jesús-. No olvides
que nosotros hemos creado al hombre y conocemos perfectamente la pasta
de barro de que está hecho el ser humano. Por eso os he dicho muchas veces
que hay que tener presente que el infierno existe y que es legítimo aspirar a ir
al cielo. Pero también os he dicho, y os lo repito de nuevo, que la perfección
en la relación del hombre con Dios, lo que a mi Padre le gustaría que
tuviesen todos mis seguidores en su corazón, no es una relación basada en el
interés, en el egoísmo o en el miedo, sino una relación basada en el amor, en
el agradecimiento. El hijo, cualquier hijo, no debe amar al padre sólo
pensando en que si no lo hace éste le puede desheredar. Conviene que el
padre, por si acaso, no se desprenda precipitadamente de sus bienes, pero
para éste la plenitud de la alegría viene cuando observa que su hijo le ama
sin interés alguno, sólo por gratitud a lo que, como padre, ya le ha dado.
- Perdona que te pregunte de nuevo, Señor –vuelve a la carga Mateo-, pero
¿qué sentiste cuando el joven Elí se alejó de tu lado?
- Una doble pena. La de que no había logrado cruzar la frontera del egoísmo y
la de que no iba a ser feliz. Porque aquel muchacho se alejó de mi lado muy
triste. Y es que sólo el amor da la felicidad. El que no ama no puede ser feliz.
El que se mueve sólo por interés, por miedo, por egoísmo, no conoce la
felicidad que da el amor. Yo he venido al mundo para eso: no sólo para que
mi Padre reciba de los hombres el amor que tiene derecho a encontrar en el
corazón de éstos, sino para que los hombres, amando, sean felices. La vida
eterna, la felicidad, empieza aquí en esta tierra y se prolonga hasta el infinito
en el tiempo. Empieza cuando amas y cesa cuando dejas de amar.
- Estaría toda la vida oyéndote, Señor –interviene Pedro-, pero el tiempo pasa.
¿No querrías avanzar un poco más en la narración de tus recuerdos?
- Gracias, querido amigo –le contesta Jesús- Tienes razón. Vamos a dar un
paso adelante. Dentro de poco el sol empezará a entrar en su ocaso y no
tardaremos mucho en perder la luz. Aunque vosotros podéis pasar aquí la
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noche, pues no hace frío y el sitio es tan seguro como Cafarnaum, no quiero
mi madre se quede a dormir en descampado. Con algo de luz deberá bajar
hacia el lago y encontrar refugio en la cabaña que nuestro amigo Neftalí
tiene preparada a propósito.
- ¿Quién ha avisado a Neftalí? –pregunta, sorprendido, Tomás.
- Yo –le responde Jesús-. Sabía que terminaríamos tarde hoy y, como os digo,
no quería dejar a mi madre dormir al raso. Así que vamos adelante y
aprovechemos el tiempo que nos queda. Después de la estancia en
Cafarnaum volvimos a subir a Jerusalén. Era la segunda vez que lo hacía con
vosotros. Tenía ganas de celebrar allí la fiesta del Sabu’ot. En aquel viaje mi
Padre me tenía deparado un gran regalo. Conocí a la familia de Lázaro en
Betania, y allí nos alojamos todos, llenando aquella casa de alegría y también
de complicaciones.
- Me acuerdo –dice Tomás, riendo-, de lo nerviosa que estaba Marta aquel día
en que tú explicabas la parábola del hijo pródigo y de cómo se enfadó con su
hermana porque te escuchaba embelesada y no le ayudaba en las faenas de la
casa.
- Sí –interviene Juan-, María estaba absorta mirándote cuando Marta te
interrumpió y te pidió que le ordenaras que fuera a ayudarla en la cocina. Le
parecía impropio no sólo de ella, sino de ti, que consintieras esa “pereza”,
pues mientras María disfrutaba oyéndote, ella lo pasaba mal pues no
conseguía organizarlo todo con el fin de que no faltara de nada para
atenderte a ti y a los muchos que te acompañábamos.
- Yo no estaba allí –afirma Magdalena-, pero, como mujer, creo poder
comprender a Marta y también a María. Si hubiera estado en esa situación
habría dudado mucho. Por un lado, me hubiera gustado no separarme ni un
momento del Maestro. ¡Qué honor y qué suerte tenerle en mi propia casa!
¡Como para separarme un instante de su lado!. Pero, a la vez, el amor a
Jesús, su condición de huésped, exigía al anfitrión ofrecerle un mínimo de
comodidades, con lo cual me hubiera tenido que perder lo principal y habría
tenido que renunciar a escucharle, a disfrutar de su compañía.
- Jesús nos dejó a todos sorprendidos –dice Pedro- cuando contestó a Marta
que ella estaba demasiado inquieta y nerviosa y que, en cambio, su hermana
había elegido la mejor parte, la cual no se la arrebataría nadie. Yo, al menos,
137

no lo entendí bien del todo. ¿Podrías explicarnos, Maestro, qué quisiste


decir?
- Entiendo que no entiendas –le dice Jesús al primero de sus apóstoles-. Hay
que ver las cosas como yo las veo, con la perspectiva de la eternidad y de la
amistad, para comprender la respuesta que le di a Marta en Betania. Lo
primero que quiero aclararos es que mi contestación no quiso ser una
desautorización a aquella buena mujer, tan hacendosa, tan eficaz, tan
entregada. Agradecía muchísimo sus esfuerzos, porque conocía su buena
intención y porque, además, estaban destinados a beneficiarme a mí y a los
que iban conmigo. Pero tiene que haber un momento para cada cosa. ¿No os
acordáis de lo que nos enseña el libro del Eclesiastés?: “Hay un tiempo para
sembrar y hay un tiempo para cosechar, hay un tiempo de llorar y otro para
reír”. Si no aciertas, es cuando estás perdido. En aquella ocasión, lo más
importante, lo que de verdad me agradaba no era tenerlo todo a punto en la
casa, que no faltara ni un detalle, que ninguno de los que venían conmigo
pudieran ponerle un defecto a la hospitalidad de Marta. Lo importante no era
quedar bien y que nadie tuviera nada que decir, sino estar conmigo. Yo había
ido a Betania no para comer bien o para descansar en un lecho confortable,
sino para disfrutar de la compañía de unos amigos. Lo que quería era estar
con ellos, instruirles, contestar a sus preguntas. Prefería eso a la buena
comida. Con unas aceitunas y un poco de queso me habría conformado. Mi
comida, aquel día, era la presencia de mis amigos, Marta incluida.
- ¡Cómo se nota que no eres mujer! –le contesta Magdalena-. Para un ama de
casa, no tener todo a punto es una mortificación imposible de aceptar.
- ¿Es que María no era también una mujer? –responde Cristo-. No,
Magdalena, no creo que sea ese el motivo. Se trata de otra cosa, de algo que,
quizá, esté más presente en las mujeres, pero que no falta en los hombres. Se
trata de que ante Dios, e incluso ante un hombre cualquiera, lo que hay que
preguntarse es lo que a él le hace feliz y no lo que a nosotros nos beneficia o
nos satisface. Marta debería haberse preguntado: ¿qué es lo mejor para Jesús,
que le escuche aunque le atienda peor o que me dedique a tenerlo todo a
punto para que no le falte de nada?.
- ¿Y si no tenía clara la respuesta? –vuelve a intervenir Magdalena.
138

- Pues que pregunte –le responde Cristo-. Marta, en lugar de interrumpirme,


atacada de los nervios, para que yo regañara a su hermana, podía haberme
preguntado qué quería yo de ella. No quería conocer mi voluntad para
hacerla; lo que deseaba era que yo, que estaba en su casa como huésped,
hiciera la suya. Ya os digo, apreciaba su interés y su servicialidad, pero no
podía estar de acuerdo ni con los modos ni con los objetivos.
- Marta es muy buena –interviene, dulcemente, María-, y te quiere mucho,
hijo. Yo he tenido ocasión de comprobarlo y también de escuchar de sus
propios labios el profundo pesar que tiene por aquella intervención suya y
porque comprendió, como acabas de decir, que no se había comportado
contigo ni con su hermana debidamente. Es, como tú dices, cuestión de
buscar el tiempo para todo. Tiene que haber tiempo para Dios, para estar con
Dios, para orar, para escuchar, para contemplar. Pero también es necesario
que exista tiempo para la actividad, para el servicio. Sin oración, sin
espiritualidad, la actividad corre el riesgo de convertirse en una campana
hueca que suena y llama la atención pero que no tiene luego nada que ofrecer
a los que acuden a su llamada. A la vez, la oración, sin unas obras que
procedan de ella, sería tan absurda como si el marido pretendiera convencer
a la esposa de que la quiere mucho mientras se niega a ir a trabajar para
procurar el sustento a la familia.
- Rezar y trabajar –sintetiza Jesús el pensamiento expresado por su madre-. Sí,
ese es un buen lema. Tiempo para todo y todo tiempo para lo único, para el
amor. Porque María, cuando me escuchaba atentamente, estaba amando,
estaba amándome. Marta, si la voluntad de mi Padre hubiera sido que se
afanara en la cocina, también habría estado haciendo lo mismo. Rezar no es
más importante que servir y servir no lo es más que rezar. Cada cosa es
importante si es lo que Dios quiere que hagas en ese momento, si es la
máxima expresión de amor que Dios te pide en ese instante. No penséis que
sólo servir al prójimo es amar. También rezar es amar. A la vez, no penséis
que sólo le agrada a Dios la oración, o que sólo en la oración estáis en
comunión con Dios. La clave de todo es el amor, aunque de este asunto os
volveré a hablar en Jerusalén.
- Maestro –dice Simón- yo no entendí bien aquella parábola que contabas
precisamente cuando Marta te interrumpió, la que hablaba del padre que
139

tenía dos hijos, uno de los cuales se marchó de casa llevándose la herencia
que le correspondía y luego, cuando se hubo arruinado, volvió a su hogar y
fue bien recibido por el padre, con gran disgusto del hermano mayor.
- ¿No entiendes –le pregunta Jesús- o no te gusta la parábola?
- Las dos cosas –contesta Simón, con sinceridad, dejando escapar una
carcajada al ver que Jesús ha leído, una vez más, su pensamiento.
- ¿Qué es lo que no te gusta? –vuelve a preguntarle Cristo.
- Que el padre le acoja de nuevo en la casa –responde Simón-. Si se ha ido y
ha derrochado su fortuna, es un problema suyo. Creo que tenía razón el
hermano mayor para protestar. Él quedaba perjudicado con la decisión del
padre de volver a admitir al hijo pequeño. ¿Tendrían que repartir de nuevo la
herencia?. En el fondo, esa postura del padre es una invitación a ser un
juerguista, un irresponsable.
- Yo pienso igual –interviene Santiago, el primo de Cristo-. Pero a mí me
preocupa, sobre todo, que la gente termine por pensar que Dios es alguien de
quien se puede abusar impunemente. Porque, si no me equivoco, tú, con
aquella parábola, lo que querías es hablarnos de Dios ¿o no?.
- No te equivocas, querido primo –responde Jesús- Tampoco te equivocas al
percibir el riesgo que corre Dios al mostrarse tan bondadoso ante los
hombres. Es un riesgo, como ya te he dicho, que tanto mi Padre como el
Espíritu Santo y yo mismo, hemos asumido conscientemente. Mi
encarnación tenía como misión principal mostraros el rostro de Dios,
concluir de este modo la revelación empezada siglos atrás con Abraham,
además, por supuesto, de saldar la deuda creada por el pecado de los
hombres. Sabíamos, sabemos, que un Dios temible es más respetado y
respetable que un Dios bondadoso. Sabíamos, sabemos, que la mayoría de
los hombres pueden terminar por volver contra Dios –y en el fondo contra sí
mismos- la bondad de Dios. Pero, a la vez, había que proceder en honor a la
verdad y en honor a la justicia. Porque la verdad es que Dios es amable, más
que temible. Es Padre, más que Juez. Y la justicia reclama que a Dios, más
que tenerle miedo o relacionarse con él sólo para negociar una recompensa
eterna, se le rinda el mejor de los cultos, el del amor que nace y anida en el
corazón del hombre. Claro que, como sabíamos el riesgo que corríamos, no
sólo por respeto a la misma verdad y a la misma justicia, sino también por
140

bien de los hombres, de aquella inmensa mayoría que, como los burros, sigue
necesitando el palo y la zanahoria para andar por el camino recto, no dejé de
recordaros que además de la bondad de Dios sigue existiendo la justicia de
Dios. ¿Me reprochas que os hablara del amor de Dios? ¿Lamentas que esa
“debilidad” divina pueda degenerar en abuso por parte de los hombres? No
olvides el gran número de veces que, en estos años, os he advertido que
existe el juicio y que yo mismo, por encargo de mi Padre, separaré a unos a
un lado y a otros a otro. Creo que en este caso, como en el de Marta, del que
hablábamos antes, hay que buscar el equilibrio. Hay que aspirar a amar a
Dios, a moverse, como Juan dijo hace un rato, no por miedo al infierno ni
por el interés del cielo, sino por amor al amor, por agradecimiento a quien
tanto ha hecho por nosotros. Pero no conviene olvidar que el cielo y el
infierno existen. Aquellos a los que les resulta indiferente el discurso del
amor de Dios, aquellos que se encogen de hombros ante ese amor, serán
juzgados según sus creencias. Serán como aquellos de los que os hablé, a los
cuales mi Padre había dado pocos talentos. No se les pedirá lo mismo que a
los que les había dado muchos, pero sí se les pedirá en función de lo que
tenían. ¿Creías sólo en el palo y la zanahoria, pertenecías más a la vieja
alianza que a la nueva, por qué no te has comportado, entonces, según tus
creencias? ¿dónde están las obras del respeto al Dios temible o del interés
por ganar el cielo? Lo que no se puede es creer en el Dios amor y no amarle,
o creer en el Dios juez y no obedecerle.
- ¿Y no se puede obedecer y amar? –vuelve a preguntar Santiago.
- Cada vez te acercas más –le responde Jesús, con cariño- a la síntesis que es
mi mensaje. Comprendo que a ti especialmente, por lo arraigada que tenías
la vieja ley en tu corazón, te cueste entender que Dios es gratuidad, que él
nos ama y que lo hace gratis, no por nuestros méritos. Comprendo que te
cueste entender que la redención es un regalo que no se compra ni siquiera
con las buenas obras. Pero, afortunadamente, tú servirás de contrapeso a
otros, en nuestro propio grupo, que, porque creen en esa gratuidad, correrán
el riesgo de pensar que no hay que darle nada a Dios, que las buenas obras
no son necesarias para salvarse y que al Señor se le contenta sólo con
palabras bonitas o con sentimientos carentes de contenido real. De nuevo os
lo repito: buscad la síntesis, buscad la unidad. Buscad el amor, sin olvidar el
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respeto debido. Tratad a Dios como padre, pero no olvidéis que es el


Todopoderoso. Amadle como padre, sin dejar por eso de respetarle como
creador, de obedecerle como Señor. Que vuestra obediencia sea un acto de
amor y que ese acto de amor no os produzca un sentimiento de justificación.
Mantened siempre encendida la llama de la gratitud. Hagáis lo que hagáis,
incluso cuando os llegue el momento de derramar vuestra sangre por mi
causa, que nunca os contamine la soberbia, que nunca se imponga el
sentimiento de que Dios no os debe nada pues, con vuestras buenas obras, se
lo habéis pagado todo. Pero, a la vez, que esa gratitud no os impida luchar
por darle a Dios lo más posible, pues todo es poco para amarle como él se
merece.
Santiago, entonces, se levanta del corro y se acerca a Jesús. Los demás ven,
sorprendidos, cómo el primo del Maestro, siempre tan fiel aunque siempre con un fondo
de duda en sus ojos, se pone de rodillas ante Jesús. Éste se ha puesto en pie. Santiago,
de rodillas ante él, llorando, le dice:
- ¡Creo, Señor!. Por primera vez, de verdad, creo. Como te dijo Tomás cuando
te vio resucitado y pudo meter sus dedos en los agujeros de tus clavos, yo
también ahora quiero proclamarte mi Señor y mi Dios. Creo que el niño con
el que jugaba en mi pueblo es Dios. Creo que el joven con el que compartía
mis secretos es Dios. Creo que el hombre que ganó mi corazón y mi amistad
es Dios. Creo que es Dios el que murió crucificado, por más que esa solas
idea resulte escandalosa para un buen israelita como yo. Creo que tu
resurrección es señal de tu divinidad y también prenda de la existencia de
una vida futura para todos los hombres. Creo que Dios es Padre y es Amor.
Creo que sigue siendo el Todopoderoso, el Creador, el respetable, el
invencible. Creo que tiene derecho a mi obediencia y a mi sacrificio, pero
ahora he entendido que el mayor de los sacrificios es el del amor y que él no
se puede contentar con el cumplimiento de unos actos externos sino que
tiene derecho a reinar en el corazón del hombre.
Jesús levanta a su primo, mientras el resto de los discípulos se alza también y se
acerca a ambos. Los dos primos se funden en un abrazo intenso. De la boca de Cristo se
escapa sólo una frase, como un suspiro: “!Por fin!”. Después, cuando se separan, de
nuevo ante los ojos sorprendidos del resto, Santiago se dirige a María que, como
siempre, permanece discretamente a un lado. También ante ella se arrodilla y, con voz
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lo suficientemente fuerte para que todos le oigan, pero sin poder contener las lágrimas,
le dice:
- Tú eres mi tía, prima de mi madre. En tu casa comí pan con aceite y aquellas
galletas de harina y miel que nadie en Nazaret sabía hacer tan buenas.
¿Comprendes lo que me ha costado aceptar que tu hijo, mi compañero de
juegos, es Dios? ¿Comprendes lo difícil que ha sido para mí aceptar que en
tu seno llevaste al Hijo de Dios? Por eso, ahora te digo, lleno de fe: Madre de
Dios, ¿querrías ser también madre mía? ¿querrías aceptarme como hijo,
como discípulo?.
María, que no se lo esperaba, se encuentra turbada. Aquel muchacho, como
Judas el de Tadeo, no sólo es discípulo de su hijo, sino de su propia carne. Su confesión
no le revela nada nuevo, pues, por un lado, había intuido siempre que tenía dificultades
de fondo para aceptar la divinidad de su Hijo y, por otro, ella misma sabía que si Jesús
era Dios ella no podía ser otra cosa que la Madre de Dios. Pero oírlo así, por primera
vez abiertamente, ante todos, la turbaba. No sabía qué hacer. Instintivamente cogió al
muchacho que lloraba ante ella y sostenía sus manos en las suyas llenándolas de besos y
le alzó del suelo. Luego le beso y secó cuidadosamente sus lágrimas. Mientras le
abrazaba, de sus labios salió también, como antes de los de su Hijo, sólo una frase, la
misma aunque distinta: “!Por fin, hijo mío!”.
Cristo se acercó a ellos. Se unió a su abrazo y, a continuación, invitó a todos a
cantar un viejo salmo de acción de gracias. Luego, mientras algunos lloraban y otros se
acercaban a María para pedirle, también ellos, que fuera su madre y protectora, Jesús les
dijo:
- Ha llegado la hora de separarnos por hoy. No tengáis miedo pues, aunque yo
me vaya, no os sucederá nada. El sol está cayendo y no quiero que mi madre
se haga daño bajando, sin luz, de esta montaña. Vosotros es mejor que os
quedéis aquí. Mañana, en pequeños grupos y por sitios distintos, podéis ir a
Cafarnaum o a Tiberíades. Dentro de una semana nos veremos en Jerusalén.
En principio, había pensado que me reuniría allí sólo con vosotros, los
apóstoles, pero he cambiado de opinión y, al menos una parte de lo que me
falta por contaros, quiero narrarla delante de mi madre y de Magdalena.
- ¿No sería mejor –pregunta Felipe- que siguiéramos aquí al menos un día
más? No nos has hablado de lo que sentiste cuando murió tu primo, Juan el
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Bautista. Ni, sobre todo, de lo que sucedió a poca distancia de aquí, cuando
multiplicaste los panes y los peces y quisieron hacerte rey.
- No, efectivamente –responde Jesús-. Tampoco os he hablado de lo mucho
que sufrí en Cafarnaum cuando me visitaron mis primos, junto a mi madre.
Precisamente por eso, porque la herida fue tan grande y aún no está cerrada,
es por lo que no quiero hablar de ello aquí. Además, no deseo que mi madre
ande yendo y viniendo por el valle, tanto por su salud como por su
seguridad.
- Si es por eso –dice María-, puedo pasar la noche aquí, o hacerlo en la cabaña
de Neftalí y subir de madrugada, antes de que se empiece a haber gente por
los caminos.
- Estar un día en un sitio y luego cambiar de lugar es lo más seguro en este
momento –interviene Simón en la conversación-. Al menos es lo que me
decían los zelotes –sigue diciendo, pero esta vez mirando al suelo,
avergonzado-, cuando yo era discípulo suyo y aprendía qué debía hacer para
escapar después de haber participado en un atentado contra los romanos.
- ¿Dónde nos reuniremos en Jerusalén? –pregunta Pedro, que quiere evitar que
el Maestro tenga que dar explicaciones minuciosas por cada decisión que
toma.
- ¿No correremos peligro allí? –quiere saber Andrés, el cual pertenece al
grupo de los que no desean volver a la capital judía.
- ¿No sería mejor que siguiéramos aquí unos días más, al menos hasta que
terminaras de contárnoslo todo, y así ahorrarías el viaje a tu madre y a
aquellos de nosotros que no queremos volver a Jerusalén? –interroga
Santiago el de Alfeo.
Jesús corta el aluvión de preguntas con un gesto de su mano. A continuación,
siempre sin perder la calma, les dice:
- Es necesario que vosotros, los apóstoles, vayáis a Jerusalén. Allí se os
infundirá el Espíritu Santo y no aquí. Quiero que este mismo Espíritu
descienda también sobre mi madre, aunque ella no lo necesita pues está llena
de gracia. A los demás, incluida a Magdalena y al resto de los discípulos, les
será transmitido a través vuestro. En cuanto a la seguridad –dice mirando a
Andrés-, no debéis temer nada, por el momento. Vuestra hora no ha llegado,
aunque no tardará para algunos. Nadie os molestará en Jerusalén antes de
144

que recibáis el Espíritu Santo. En cuanto al sitio en el que nos reuniremos,


será en la casa de Nicodemo. Me he aparecido a él y se lo he hecho saber.
Tiene tanto miedo como vosotros, pero no me ha negado este favor. Su
esposa, Raquel, está también de acuerdo.
- ¿Por qué dices –pregunta Mateo- que nadie nos molestará antes de recibir el
Espíritu Santo? ¿Es que seremos perseguidos después?.
- Sí, Mateo –confirma Jesús-. Todos participaréis de mi cruz y de mi gloria.
Pero eso ya no os asustará después de recibir el Espíritu. Os parecerá algo sin
mayor importancia. Incluso lo estaréis deseando y daréis gracias a Dios
cuando llegue el momento de dar la vida por mí y por mi causa. Os lo repito:
no tengáis miedo.
- Tengo una pregunta que hacer, Maestro –interviene Juan, que ha estado
callado todo el tiempo y sin dar muestras del nerviosismo de que hacían gala
sus compañeros-. ¿Quién acompañará a tu madre y a Magdalena a Jerusalén?
¿Puedo hacerlo yo?
- ¡Déjame a mí! –exclama, enseguida, Santiago el de Alfeo, que no se había
separado de la Virgen desde que, instantes antes, la había confesado como
Madre de Dios.
- ¡Yo también quiero ir con ella! –dice Judas el de Tadeo-. Yo también soy
sobrino suyo y reclamo el derecho que me da la sangre para estar al lado de
aquella que es no sólo Madre de Dios sino también madre y protectora mía.
- ¡Basta! –zanja Jesús la disputa, sonriendo-. Me alegra que todos queráis
ahora cuidar de ella. Todos debéis hacerlo, lo mismo que ella cuidará de
todos por igual. Pero ese honor y esa responsabilidad le competen a Juan. A
él se la confié junto a la cruz y ese don no le será retirado. Por otro lado, si
un joven como Juan viaja acompañando a dos mujeres, el grupo pasará más
desapercibido que si son varios hombres los que van con ellas. Lo mejor es
llamar lo menos posible la atención. Magdalena y tú, madre, partid ya antes
de que anochezca. Juan irá con vosotras. Los demás quedaos aquí y decidid
cómo vais a viajar a Jerusalén, pero no vayáis juntos. Sed cautos, al menos
hasta que hayáis recibido el Espíritu. Después ya será él, con el don de la
prudencia, el que os irá aconsejando lo que debéis hacer. Adiós. Paz a
vosotros. Hasta la semana que viene, en Jerusalén.
145

JERUSALÉN, JERUSALÉN

La casa de Nicodemo estaba en la colina llamada de Sión, dentro de las murallas


de Jerusalén, sobre la ciudadela que en su día edificó el Rey David. A los pies de la
colina de Sión se abre la torrentera hecha por el Cedrón, que la separa del monte de los
Olivos. No muy lejos está el estanque de Siloé, uno los principales depósitos de agua
con que contaba Jerusalén desde los tiempos del Rey Ezequías, cuando ese monarca
canalizó el agua procedente del manantial de Guijón a través del túnel que da nombre al
depósito, para contar con una reserva de agua dentro de los muros de la ciudad. Cerca
estaba también el Templo. Una de sus puertas se veía perfectamente desde la terraza de
la casa de Nicodemo, lo mismo que se admiraban sus poderosos muros de mármol
blanco y sus paredes y cúpulas recubiertas de oro, todo ello fruto del esfuerzo de
Herodes por congraciarse con sus súbditos judíos y hacerse perdonar su origen no
israelita. No muy lejos de esa casa vivía el Sumo Sacerdote, Caifás. Por encima de
ambos tenía su hogar José de Arimatea, en uno de cuyos salones se había celebrado la
última cena de Jesús con sus apóstoles, antes de partir para el Huerto de los Olivos,
camino de su pasión y su muerte. La colina de Sión, por lo tanto, estaba llena de historia
y de emoción. No era casualidad que Jesús quisiera volver allí, a pocos días de los
acontecimientos que quería rememorar, para volver a paladear lo sucedido y para que la
fuerza del lugar ayudara a sus amigos a entender. Cristo estaba convencido de que, si
algún día los hombres callaran, bastaría con pisar aquellas calles y entrar en los lugares
donde se había desarrollado todo, para que las piedras gritaran su mensaje al corazón de
los curiosos, provocando en ellos la conversión.
Los apóstoles fueron llegando a Jerusalén en grupos pequeños, viajando
preferentemente de noche. Se distribuyeron por la ciudad, sobre todo en los barrios
situados fuera de las murallas, en la zona habitada por los curtidores, por los herreros,
por los ebanistas, por los alfareros, por los tejedores de lana. Allí, en aquel laberinto de
míseras callejuelas, muchas de las cuales no tenían salida, se sentían más seguros.
Aunque la policía de los sumos sacerdotes y la de los romanos tenían ojos y oídos por
doquier, confiaban en pasar desapercibidos el tiempo suficiente como para reunirse una
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o dos veces con el Maestro y luego huir definitivamente hacia Galilea y, quizá, hacia
algún lugar de la diáspora judía, lejos de todo, lejos del peligro. Esos eran sus planes.
No pensaban, al menos la mayoría de ellos, en otra cosa más que en salvarse. Salvo
Pedro, que era consciente de la necesidad de que el grupo se mantuviera si no unido sí al
menos en contacto, los otros consideraban tarea prioritaria salvarse de momento y
luego, quizá al cabo de tres o cuatro años, cuando todo se hubiera olvidado, empezar la
tarea de explicar a los hombres el mensaje de Jesucristo.
María, Magdalena y Juan también se encontraban en Jerusalén en el tiempo
previsto. No habían viajado de noche, como los apóstoles, sino de día. Nadie les había
molestado y, para evitar llamar la atención, no acudieron a la casa de Lázaro en Betania,
como hubiera sido lo lógico, sino que se alojaron en una posada poco frecuentada por
galileos. Dejándolas allí y al caer la tarde, Juan se acercó a casa de Nicodemo. Era el
primero que llamaba a la puerta del prestigioso fariseo, miembro ilustre del Sanedrín,
que había intentado en vano salvar a Jesús de la conjura tramada por sus colegas. Con
sigilo, cojeando y encorvado como si fuera un viejo, cubierto el cuerpo por una túnica
raída y el rostro por un capuchón que le tapaba la frente, atravesó las calles de la ciudad,
todavía muy animadas. Suavemente golpeó la puerta trasera de la casa de Nicodemo,
aquella por la que entraban sólo los criados. Sabedor de que el dueño de la casa había
dado órdenes a su servidumbre de que nunca se negara al menos un pedazo de pan a
cualquiera que lo pidiera, con tal de que lo hiciera en el nombre de Yahvé, Juan
respondió a la pregunta del criado sobre lo que quería diciendo que solicitaba limosna
en nombre del Mesías. El criado, sorprendido, le respondió que no estaba autorizado
para dar nada en ese caso. Juan le contestó que fuese a decírselo a su señor y que luego
volviera con la respuesta antes de cerrarle la puerta.
El criado no volvió. Fue Nicodemo en persona el que se presentó y, como si lo
ignorara todo acerca del mendigo, le hizo pasar preguntándole que quién era ese Mesías
en cuyo nombre pedía limosna.
- Es un galileo –responde el camuflado apóstol- que conociste una vez siendo
él un niño y tú un hombre joven –le respondió Juan, que seguía a Nicodemo
por el interior de la gran casa.
- Entonces, se bienvenido –le dice el anfitrión, que había conducido mientras
tanto a su huésped a una habitación interior, a salvo de cualquier curiosidad.
- Gracias, rabí, por tu acogida –contesta Juan, quitándose la capucha y dejando
caer el viejo manto.
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- ¡Juan, eres tú! –exclama Nicodemo-. Me habías engañado completamente.


Finges a al perfección ser un anciano, a pesar de ser tú el más joven de sus
apóstoles. ¡Bienvenido de nuevo!. Pero ¿estás solo? ¿cómo es que no te
acompaña María?. El Señor, cuando se me apareció, me dijo que ella vendría
contigo. Raquel, mi mujer, la está esperando, pues nos gustaría que se
quedara aquí, en nuestra casa.
- Está con Magdalena –aclara Juan-, en una posada donde se suelen alojar los
peregrinos que vienen de Gaza y de Egipto. Como ella vivió varios años allí,
es capaz de disimular el acento y pasar por una judía recién llegada de
Alejandría. Cuando tú me digas puedo ir a buscarlas y traerlas aquí.
- ¿A Magdalena también? –pregunta Nicodemo-. Ni Raquel ni yo tenemos
ningún inconveniente en que viva bajo nuestro mismo techo. La queremos y
la admiramos. Pero ya sabes que es una mujer muy conocida en Jerusalén y
resultará difícil que no la identifique ninguno de mis criados. Respondo de la
mayoría, pero no de todos. Si se aloja aquí, quizá ponga en peligro a todo el
grupo.
- El Maestro –responde Juan- ha dicho que quiere que ella esté presente al
menos hasta que él complete casi todo el relato que nos está contando
detalladamente. No sé qué decirte porque, por otro lado, en la posada no se
puede quedar, pues también allí sería fácilmente reconocible, sobre todo
estando sola.
- Que venga entonces –acepta, resignado, Nicodemo-, la haremos pasar por
una criada de María y a ésta la presentaremos, como tú tan bien has ideado,
como una vieja amiga nuestra que acaba de llegar de Egipto. Pero hay que
hacerlo todo cuanto antes, aprovechando las horas de la noche, en que hay
menos gente en las calles y no es fácil que la reconozcan. Afortunadamente,
hace dos días han retirado la guardia especial que patrullaba las calles desde
el día en que mataron al Mesías por temor a una revuelta de sus seguidores.
Parte inmediatamente para la posada y regresa lo antes posible. Entra de
nuevo por la puerta de atrás. Da tres golpes suaves y yo mismo os abriré.
Mientras tanto, Raquel preparará una habitación distinta de la que ya había
dispuesto, con el fin de que Magdalena pueda estar siempre junto a María,
como corresponde a una criada.
- ¿Puedo pedirte un favor muy especial? –pregunta Juan, con algo de congoja.
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- ¡Naturalmente! –responde Nicodemo-. Lo que quieras, siempre que esté en


mi mano hacerlo.
- ¿Podrías alojarme también a mí aquí? –solicita, humildemente, el apóstol-.
Es cierto que puedo buscar un sitio seguro en los arrabales, como sin duda lo
habrán hecho mi hermano y el resto de nuestro grupo. Pero es que no soy
capaz de separarme de María. Si algo le ocurriera, quisiera estar a su lado
para defenderla. Si te parece bien, puedo pasar yo también como criado.
- Pero tú deberías dormir con la servidumbre y eso no me gustaría –objeta
Nicodemo-. Además, tú no tienes acento egipcio precisamente.
- En cuanto al alojamiento, no te preocupes. De mi acento, podemos decir que
soy un criado que acaba de ser contratado, en el mismo Jerusalén, por María,
y que estaré a su servicio sólo mientras dure su estancia en la ciudad.
- No hablemos más –le dice Nicodemo, dándole una palmada en la espalda-,
ve a buscar a María y, cuando vuelvas, tú también tendrás preparado un
jergón de paja en la habitación donde duermen los criados. Estoy seguro de
que todo saldrá bien. Así me lo ha dicho el Maestro cuando se me apareció,
hace diez días, para anunciarme la venida de su madre y yo creo
absolutamente en su palabra.
Poca era la luz que quedaba, a pesar de que en esa época del año los días eran
muy largos, cuando Juan volvió a golpear la puerta trasera de la casa de Nicodemo.
María y Magdalena, como él disfrazadas e irreconocibles, le acompañaban. Nicodemo
en persona abrió la puerta inmediatamente. Su mujer estaba a su lado. En silencio, la
pareja anfitriona condujo a los huéspedes al interior de la casa, cruzando los patios
habitualmente usados por la servidumbre y que a esa hora estaban desiertos. Ya en el
interior y sin nadie que les pudiera observar, tanto Nicodemo como Raquel cayeron de
rodillas ante María. Sin darla tiempo a que se despojara del manto que la cubría el
cuerpo y la cabeza, buscaron sus manos y las cubrieron de besos.
- Es un honor para nosotros –comenzó diciendo Nicodemo- que te alojes en
nuestra casa. Sólo una visita de tu hijo podría superar la alegría que tenemos.
Sé bienvenida y dispón de nosotros como si fuéramos tus criados.
- No quisiera causaros ninguna molestia –acierta a decir María, aturdida y
sorprendida por esta acogida que no esperaba, pues si bien conocía a
Nicodemo, éste nunca había tenido hacia ella ningún rasgo de particular
deferencia-. Cuando mi hijo lo crea necesario, partiré para Galilea o para
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donde él decida que debo estar. Os doy las gracias por vuestro trato y ahora,
por favor, levantaos. Vosotros sois nobles y ricos y yo sólo soy una mujer de
pueblo.
- No es verdad –responde Raquel, rompiendo su silencio y levantándose-. Tú
eres la madre del Mesías. Cuando tu hijo se nos apareció, hace unos días, sin
que él nos dijera nada, recibimos el don de comprender quién eras. Lamento
no haberlo sabido antes, cuando, pasando a tu lado, no sabíamos nada de tu
historia ni de la abundancia de dones que Adonai ha derramado en ti. Ahora,
como ha dicho mi marido, dispón de esta casa y de nosotros como si
fuéramos tuyos. No podríamos aspirar a una dicha mayor que la de acogerte
aquí para el resto de nuestros días. Pero, al menos mientras Jesús decida que
debes estar en Jerusalén, vivirás entre nosotros no como un huésped sino
como la dueña.
Dicho esto, Nicodemo se dirigió a Magdalena, la cual, no menos sorprendida
que María, observaba la escena discretamente separada.
- Y tú, Magdalena, querida hermana –le dijo el dueño de la casa-, se también
bienvenida. Como ya te habrá contado Juan, deberás fingir que eres la criada
de María, por lo cual habrás de dormir en su misma habitación y, en público,
mostrarte solícita con ella. Procura hablar poco, para que no se te note tu
acento, pues os presentaremos como procedentes de Egipto, y no te mezcles
con los criados. Siento pedirte estas cosas, pero es necesario para garantizar
vuestra seguridad. Los policías del Templo y los de Pilato rastrean
continuamente la ciudad buscando cualquier huella de los seguidores del
Crucificado. Mi casa ha estado vigilada día y noche desde que el Señor
resucitó. Afortunadamente parece que han cedido un poco en su miedo a que
organicemos algún tumulto, pues desde hace dos días han quitado la guardia
nocturna y por eso, providencialmente, habéis podido entrar sin ser notadas.
Mañana, por cierto, no salgáis de vuestras habitaciones hasta que no os
avisemos, por más que oigáis mucho ruido en la casa.
Sin más explicaciones, Nicodemo conduce a Juan hacia la habitación donde
deberá dormir, en la cual hay preparado un jergón de paja para él, junto a otros tres en
los que yacen sendos criados, los más fieles a su amo, dos de los cuales son también
seguidores de Cristo. Raquel, por su parte, lleva a María y a Magdalena a otro extremo
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del gran edificio y allí les introduce en una amplia estancia que tiene preparada una
cama con dosel y, en un extremo de la misma, un jergón de paja.
- Perdona, Magdalena –dice la anfitriona-, que no te podamos ofrecer una
cama digna como sería nuestro deseo. Daría mucho que hablar, pues
inevitablemente las criadas se enterarían. No creas que es una ofensa dirigida
a ti, pues a Juan le hemos tenido que tratar igual.
- Yo preferiría dormir en el jergón –interviene María-. Magdalena está más
acostumbrada a las camas confortables y, aunque soy mayor que ella, mis
huesos de campesina se adaptan mejor a la paja que a la mullida lana de los
colchones.
- Madre –rompe su silencio Magdalena, que hasta ese momento no había
dicho ni una sola palabra-, tendrás que empezar a acostumbrarte a ser tratada
como mereces. Acepta que yo haga de criada tuya. Nunca me habré sentido
mejor si así lo haces. Y en cuanto a ti, Raquel, no sabes cuánto te agradezco
que me hayas acogido en tu casa. Sabes muy bien cuál es mi origen y el
hecho de que aceptes introducirme en tu hogar no sólo es una señal de tu
buen corazón sino, sobre todo, de que éste está completamente al servicio del
Maestro. Quiero pedirte, no obstante, un último favor, algo que necesito de
veras.
- Adelante, hermana –responde Raquel-. Como bien dices, es el Maestro el
que ha borrado las diferencias entre nosotros. No me siento mejor que tú,
aunque yo no haya sido nunca una pecadora pública.
- Entonces, déjame que te abrace. Te parecerá una tontería, pero necesito
experimentar un poco de afecto humano. Tengo la impresión de ser como
una leprosa, a la que todos tratan bien, pero a la que nadie se atreve a tocar.
Raquel sabe bien a qué se refiere Magdalena y sabe la razón que tiene en decir
esto. Efectivamente, el estricto sentido de la diferencia entre puro e impuro que
experimenta el pueblo judío les hacía incapaces de rozarse siquiera con alguien que no
estuviera limpio de toda contaminación. Por eso no entraban en las casas de romanos. Si
ya había sido un gesto inaudito aceptar en su hogar a Magdalena, ahora hacía falta
completar esa buena acción con algo que supusiera romper totalmente con una
separación ominosa y cruel. Por eso, la ilustre matrona judía, descendiente de un
antiguo linaje de ricos y nobles israelitas, sin decir palabra se dirige a la antigua
prostituta y se funde con ella en un fuerte abrazo. Las lágrimas corren por los ojos de las
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dos. Y las dos, al separarse, pronuncian la misma palabra: “Gracias”. A continuación,


Raquel se vuelve a postrar ante María sin que ésta pueda evitarlo y, con la mayor prueba
de humildad que puede ofrecer, besa sus sandalias. Luego se levanta y, sin decir
palabra, sale de la habitación. Va llorando y es, sin duda, una mujer nueva, una mujer
que ha vencido sus rígidos tabúes y que le ha ofrecido al Señor en el que cree el
sacrificio mayor que éste le podía haber pedido. Entre los discípulos de Cristo han
empezado, esa noche, a romperse las diferencias de casta. La revolución cristiana ha
comenzado precisamente allí, en un escondido cuarto de una de las más ricas casas de
Jerusalén. La han puesto en marcha tres mujeres: una noble matrona judía, una ex
prostituta galilea y aquella a la que ya todos los discípulos de su Hijo empiezan a llamar
con el más sorprendente nombre nunca oído en la tierra: Madre de Dios.
A la mañana siguiente, muy temprano, la casa de Nicodemo está ya en
movimiento. Éste, previsoramente, había dispuesto para el día en que debían llegar los
apóstoles de Jesús, que la mayor parte de sus criados abandonaran la casa. Con la
excusa de que, debido al calor, quería dejar Jerusalén, les había mandado a la finca que
poseía junto al mar, en Jaffa. Debían prepararlo todo para acoger a sus dueños pasados
unos días. Por eso, mientras los huéspedes permanecían en sus habitaciones, tal y como
Nicodemo les había pedido, la casa se despobló de ojos curiosos. Sólo quedó el mínimo
de servicio imprescindible, todos ellos absolutamente leales a Nicodemo e incluso
algunos ganados por su amo para la causa de Cristo. Cuando la comitiva de criados
había partido, a media mañana ya, Raquel entró en la habitación de María y de
Magdalena. Al mismo tiempo, Nicodemo lo hacía en la que había acogido a Juan. Poco
después todos se reunían en el comedor para tomar el desayuno. Nicodemo, como
dueño de la casa, recitó las dieciocho bendiciones preceptivas, introduciendo una
modificación, pues añadió, al concluirlas, una que decía: “Bendito seas, Señor, rey del
universo, porque has permitido que en mi casa se alojaran estos santos, especialmente la
madre de tu Mesías. Bendito seas porque mis días pueden terminar habiendo cumplido
este servicio a tu Ungido”.
Mientras comían, dando muestras de un extraordinario apetito debido a lo
retrasado de la hora, se oyeron golpes en la puerta de atrás. Nicodemo, con un gesto,
ordenó a uno de sus criados que se encontraba en el comedor y que era cristiano, que
acudiera a abrir y que no dejara entrar a nadie sin avisarle primero. Mientras éste iba a
cumplir la tarea, pidió a los huéspedes que se fueran a sus habitaciones y él mismo, con
Raquel y una criada también cristiana que les acompañaba, empezó a retirar
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precipitadamente el servicio de la mesa. No habían pasado unos minutos cuando el


criado volvió. “Son tres de los discípulos del Maestro”, dijo en voz baja. “Hazlos pasar
y llévales al desván que hemos dispuesto para la ocasión”, contestó Nicodemo. “Deja
esto –ordenó a continuación a la criada- y ve a buscar a la ilustre señora que tenemos
como huésped y a su criada. Diles que pueden volver a bajar cuando gusten. Luego te
pasas por la habitación donde duerme el otro discípulo del Mesías y le dices que puede
volver”.
No tardaron los tres apóstoles en ser introducidos en un altillo de la casa, elegido
a propósito para que, en caso de necesidad, se pudiera escapar a través de las terrazas de
las casas vecinas, aunque eso hubiera resultado muy difícil para Magdalena y casi
imposible para María. Allí esperaron Santiago el Zebedeo, Andrés y Simón Pedro, a que
llegara el dueño de la casa. Nicodemo entró acompañado de Juan, de María y de
Magdalena. Con ellos iban dos criados, cristianos ambos, llevando bebidas frescas con
que confortar a los recién llegados, pues, aunque era temprano, el calor era ya muy
fuerte. El encuentro estuvo lleno de emoción. Todos querían saber de todos y hubieran
podido pasar el resto de la mañana hablando, a no ser porque la puerta trasera de la casa
era golpeada con frecuencia para dejar entrar, poco a poco, al resto de los apóstoles de
Cristo.
Una vez que todos hubieron llegado, Pedro tomó la palabra. En el espacioso
desván se encontraba también Nicodemo. No así Raquel, que con los pocos criados que
habían quedado, se afanaba en la cocina para preparar la comida, para la cual no faltaba
mucho. El primero de los apóstoles se puso de rodillas y los demás le imitaron,
formando un círculo. María estaba situada entre él y Juan.
- No sabemos cuándo aparecerá el Señor en medio de nosotros –empezó
diciendo Pedro-. Sólo sabemos que deseaba nuestra presencia en esta casa
para seguir contándonos el relato que había iniciado en Galilea. Debemos
esperar y debemos hacerlo orando. Por eso, hermanos, os propongo que nos
dirijamos al Altísimo con la oración que el mismo Mesías nos ha enseñado.
Pedro el primero, seguido de todos los demás, empieza a rezar el
“Padrenuestro”. Lo hace muy despacio. Paladea las frases, gustando la novedad que
contienen. Para unos buenos israelitas como ellos, temerosos de Dios y fieles
observantes de su severa ley, llamar a Dios “padre” era, más que una novedad, una
auténtica revolución religiosa. La lentitud con que rezan, las largas pausas de silencio
que Pedro establece entre frase y frase, permite que pase al menos media hora. Cuando
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concluyen la oración, y a pesar de estar las puertas cerradas, la sala se ve invadida por el
mismo viento impetuoso que hizo moverse ramas y hojas en lo alto de la colina del
Tabor.
- ¡Es el Señor! –grita Magdalena, nerviosa y excitada, aunque en esta ocasión
ya nadie ignora que esos síntomas son preludio de la aparición del
Resucitado.
Efectivamente, apenas unos instantes después, Cristo, sonriente, mostrando sus
manos aún marcadas por las heridas de los clavos y con los pies desnudos llevando en
ellos las mismas huellas, se sitúa en el centro del círculo. Como en las ocasiones
anteriores, todos los apóstoles a una se levantan y se precipitan hacia el Maestro,
cubriéndole de abrazos y besos. Atrás queda, sonriente, María, que espera siempre a que
los demás disfruten de la presencia de su hijo antes de reclamar ella su parte de ese
gozo. También ha quedado atrás, en esta ocasión, Nicodemo. Aunque es el anfitrión, no
sabe muy bien si el Señor estará de acuerdo con su presencia en esa singular asamblea.
Por eso espera, prudentemente, a que él le dirija la palabra. Jesús, calmado el afecto
efusivo de sus discípulos, saluda en primer lugar a su madre con el beso de la paz y
luego se dirige a Nicodemo, fundiéndose con él en un largo abrazo.
- Gracias –le dice- por acoger a este pequeño rebaño bajo tu protección, rabí.
- No me llames rabí –contesta el venerable patricio judío-. Tú eres el único
que merece ese título. Sólo tú eres nuestro maestro. Tampoco merezco tu
gratitud. Soy más bien yo quien debo dártela. Es más que un honor tenerte
así, resucitado, en mi casa y alojar en ella a tu madre.
- ¿Y si hubiera peligro por prestarme este servicio? –quiere saber Jesús.
- Señor mío y Dios mío –afirma Nicodemo, en una profesión de fe que si bien
ya había sido hecha por el apóstol Tomás días antes y había corrido de boca
en boca entre los seguidores de Cristo, causaba conmoción oírla de labios de
aquel patriarca judío-, tú nos has enseñado que no debemos temer a quienes
matan el cuerpo, sino a aquellos que pueden matar el alma. Tu presencia
aquí, tras haber conocido la muerte, es la mejor prueba de que la vida
continúa más allá del sehol. ¿Quién teme ahora a la muerte, sabiendo que
ésta ha sido vencida y que es sólo un tránsito?. Ya no la temo. Ahora sé que
morir sólo es morir. Morir no es desaparecer para siempre. Es como cruzar
una puerta, temible ciertamente, pero amable a la vez, pues más allá de ella
está aquel al que siempre he buscado, Dios. Un Dios al que, además y
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gracias a ti, estoy aprendiendo a llamar “padre”. Ni Raquel ni yo queremos


morir, pero no nos da miedo la muerte. No tanto como para renunciar, por
temor a ella, a lo que de verdad nos importa: amar a Dios, amarte a ti, amar,
por amor a ti, a todos y cada uno de los hombres.
- Dices bien –le contesta Cristo, que ha puesto su mano derecha sobre el
hombro del venerable anciano-. Pronto tendrás ocasión de encontrate con mi
Padre y te aseguro que allí, en el cielo, estarás sentado muy cerca de su
trono. Y ahora, con tu permiso, vamos a seguir con lo que dejamos pendiente
en Galilea. No tenemos aquí la comodidad de aquellas verdes praderas, ni la
brisa fresca que subía del lago. Pongámonos, de todos modos, lo más
cómodos posible y vosotros, muchachos, abrid sin miedo las ventanas. Nadie
vendrá a molestarnos, os lo prometo.
El aire entra en el desván y refresca un poco el ambiente, demasiado sofocante.
Con todo, en la habitación hace calor. Tanto como para que Jesús exclame:
- ¡Qué difícil es hacer las cosas con calor, tanto rezar como trabajar!. Por eso
tienen mucho más mérito los que viven en países como el nuestro, donde
cada esfuerzo cuesta una enorme fatiga. Pero esta tarde hará más fresco.
Confío en que el desván esté protegido contra la lluvia, Nicodemo, porque
nos vendrá encima una buena tormenta.
Sin poderlo evitar, varios de los apóstoles dirigen su mirada hacia las ventanas,
desde las que se ve un cielo absolutamente azul, sin una sola nube que lo interrumpa.
Uno de ellos, Tomás, exclama:
- Maestro, no hay nubes y dices que va a haber tormenta dentro de poco. Lo
creo porque tú lo dices, pero si lo afirmara otro pensaría que nos está
contando un cuento para ayudarnos a soportar el calor.
- Gracias por tu confianza, Tomás –le responde Jesús, sonriendo-. Esta tarde te
mojarás bien, ya lo verás y todos tendremos ocasión de reírnos un rato con
ello. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que ocurrió en Galilea, junto al lago,
cuando con unos pocos panes y peces di de comer a aquella enorme
multitud?.
- Todos nos acordamos, Maestro –interviene Pedro-, pero lo que no sabemos
es qué sentiste tú en aquella ocasión. ¿Querrás contárnoslo?.
- Para eso he venido –contesta-. Como recordaréis, estábamos en Jerusalén
cuando llegó la noticia de la muerte de Juan el Bautista. Aquella muchacha,
155

Salomé, la hija de Herodías, había logrado arrancarle a su padre la promesa


de que satisfaría un deseo suyo, tras haber bailado desnuda para él y para sus
invitados en una fiesta que tenía más de orgía pagana que de cena judía.
Cuando la noticia se supo, un estremecimiento de terror y de odio recorrió
todo Israel. El profeta había sido asesinado en cumplimiento de un acto de
venganza. Había hablado claro, había cumplido su misión y denunciado el
mal y la injusticia. Eso le había costado la vida. La gente estaba asustada y
todos, pequeños y grandes, se hicieron más conscientes aún de su debilidad,
de su impotencia a manos de los poderosos y de sus caprichos. Ni siquiera la
ley romana, tan puntillosa, había sido capaz de detener la mano de aquel rey
débil, loco y sanguinario. Fueron muchos, entre ellos tú, Nicodemo, los que
me advertisteis que debía dejar Jerusalén, al menos durante una temporada.
Eran los últimos días de Tebet. La ciudad estaba helada por dentro y por
fuera. No había casi gente en las calles y, para colmo, aún conservaba el mal
sabor de boca de lo ocurrido días antes con el enfermo de la piscina. Así que
decidí regresar a Galilea, sabiendo, eso sí, que no tardaría en volver a
Jerusalén y que esta vez sería la definitiva.
- ¿A qué te refieres con lo de la curación del enfermo de la piscina? –pregunta
Felipe-. Curaste a varios en distintos momentos.
- Creo –interviene Juan-, que habla de aquel que después le traicionó y fue a
contárselo a los fariseos, con lo que aumentó el odio de éstos hacia él.
- Sí, a ése me refiero –contesta Jesús-. Pasaban tantas cosas cada día, era todo
tan rápido, que no me extraña que no os acordéis de todo. Pero aquel caso
me dolió especialmente. ¿Cómo es posible que alguien a quien acababa de
devolver la salud se portara así conmigo? Una vez más, la ingratitud de los
hombres me sorprendía y me descorazonaba. Yo no buscaba otra cosa más
que su bien y ellos no sólo no me lo agradecían, sino que me devolvían mal
por bien. Si ya es difícil amar al que no se lo merece, mucho más lo es tratar
bien al que aprovecha tu bondad para hacerte daño.
- Pero, Maestro –interviene Santiago, su primo-, es por eso por lo que yo
insisto en que no debemos olvidar que Dios es también Señor y Juez. Creo
conocer a los hombres y sé que el palo es, con frecuencia, mejor y más
productivo consejero que las caricias y los detalles.
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- Ya hemos hablado de eso, Santiago –le responde Jesús, un poco fatigado de


tener que volver siempre a la misma cuestión-. Te repito que no estoy
proclamando sólo un mensaje de eficacia o en busca de la mayor eficacia.
Estoy proclamando la verdad, estoy completando la revelación que mi Padre
inició hace siglos con Abraham. Si Dios no fuera amor y bondad, no lo diría,
por más que escucharlo resulte grato y esperanzador. Si no hubiera vida más
allá de la muerte, no lo proclamaría, aunque eso no pertenece sólo al campo
de la fe sino también a aquel otro en el que están las cosas que se pueden
demostrar, pues mi presencia aquí, en medio de vosotros, es una prueba bien
tangible de que la muerte no es el final de la vida. Lo que os estoy contando
es la verdad, guste o no, sea productiva o no. Mi Padre, al que nuestro pueblo
llama Yahvé, el Todopoderoso, el Creador, el Señor de los Ejércitos, es, ante
todo, el Amor. Lo lamentable es que esta revelación se vuelva contra él. Lo
lamentable es que, como en el caso del paralítico que curé en la piscina, haya
hombres que cuanto mejor eres con ellos más mal se portan contigo. Pero, a
pesar de eso, ni mi Padre quiere ni puede dejar de ser lo que es, ¿lo
comprendes?. No se trata de estrategias ni de tácticas, sino de realidades. Se
trata también, naturalmente, de presentar la verdad entera y no sólo esta parte
última de la verdad, la que os he revelado en estos años. Por lo tanto, además
de ser el Amor, mi Padre es Juez y es Señor. Y los que se ríen de su amor,
los que lo consideran un síntoma de debilidad, se condenan a sí mismos a
experimentar la otra parte de la realidad. Y, os lo aseguro, en el infierno
habrá mucho llanto que saldrá de los ojos de aquellos que, pudiendo haber
vivido como hijos del amor, prefirieron hacerlo como hijos de las tinieblas.
Pero, volviendo a lo que os contaba antes, lo de aquel paralítico me hizo
mucho daño. No olvidéis que el que ama es débil con respecto al ser amado.
En realidad, el daño mayor te lo hace aquel que está más cerca de tu corazón,
es decir aquel al que más amas. Si no le hubiera curado, su ingratitud, su
traición incluso, no me habría afectado tanto. Aquel comportamiento, en
cambio, me situó delante de una realidad lamentable pero inevitable: mi
amor, que es capaz de borrar las culpas de todos y de ofrecer redención a
todos, no salvará a todos. Hay gente que no quiere salvarse. Es su opción, es
el resultado de su libertad. Pero es terrible, para ellos y para mí. Casi diría
que es más terrible para mí que para ellos.
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- ¿Por qué? –pregunta Mateo-. Tú has hecho todo lo posible para salvarles. Si
no aceptan la salvación que les regalas, no debes preocuparte más ni seguir
sufriendo por ellos.
- ¿Te comportarías tú así con un hijo tuyo? –pregunta, a su vez, Jesús-. No,
Mateo. Cuando uno ama, no puede dejar de amar. Más aún, el amor no está
relacionado con los méritos del ser amado. Quizá alguno se pregunte por qué
Dios permite que alguno de sus hijos se condene eternamente en el infierno y
piense que eso es una muestra de indiferencia divina. Si el hijo sufre, más
sufre el que ama al hijo. No olvidéis que Dios os ama más que vosotros a
vosotros mismos. Dios os ama más que lo pueda hacer el padre o la madre, el
amante más fiel o el amigo más solicito. El amor de Dios es infinito y por
eso es enorme también su dolor cuando la criatura amada elige el camino de
la condenación, lo mismo que es enorme su alegría cuando elige el de la
gloria. En definitiva, que después de aquel disgusto, y con la noticia de la
muerte terrible de mi primo golpeándome el corazón, decidí volver a Galilea.
- Nosotros íbamos encantados –dice Santiago el del Zebedeo-. Para mí, como
para la mayoría, Jerusalén era una ciudad incómoda y extraña. Preferíamos
nuestros campos y nuestro lago, nuestras montañas suaves y nuestro clima
fresco. La gente, además, era menos complicada y menos traicionera. En
Galilea nunca te ocurrió nada semejante a lo que te pasó con el paralítico de
la piscina, por ejemplo. Además, allí, acuérdate, quisieron hacerte rey.
- Sí, porque comieron gratis –afirma Juan, sonriendo y echando un poco de
tierra a la exaltación del hombre rural que acababa de hacer su hermano.
- La cosa fue del siguiente modo –recoge el hilo de la conversación Jesús-.
Estábamos en Cafarnaum desde primeros de Sebat. El tiempo era espléndido.
Las últimas lluvias habían dejado tanta humedad en los campos que pronto
éstos se llenaron de hierba y de flores. Yo quería estar a solas con vosotros
para seguir explicándoos los secretos del Reino de los Cielos. Por eso, sin
escondernos de nadie porque no había necesidad, salimos del pueblo y nos
dirigimos hacia Tiberiades, para detenernos a mitad de camino y hablar con
calma disfrutando del tiempo, del paisaje y, sobre todo, de la compañía.
Pronto, sin embargo, empezó a acudir gente. La noticia de la muerte del
Bautista había producido en Galilea el efecto de un rayo que destruye un
grueso árbol durante una tormenta. Tras el primer momento de estupor,
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conmoción e incluso miedo, fueron muchos los galileos que reaccionaron


buscando otro líder al que seguir. No en vano, el Bautista tenía allí, en
nuestra tierra, a muchos de sus mejores seguidores, entre los cuales os
habíais contado, hasta hacía poco, algunos de vosotros. Buscando ese líder
espiritual y también político, muchos pensaron en mí. Sin que nadie se
encargara de organizarlo, de modo casi simultáneo, grupos numerosos
dejaron sus pueblos y aldeas y se dirigieron a Cafarnaum, donde sabían que
yo solía residir. Unos llegaron allí y, al no encontrarme, salieron en mi
busca. Otros me hallaron por el camino. El caso es que se junto una multitud
enorme. Una vez más, mis planes de descanso, de oración y de tranquila
convivencia con vosotros, se frustraban.
- Pues no diste pruebas de ponerte nervioso –dice Tomás.
- Porque les vi como ovejas sin pastor, como ovejas que van huyendo del lobo
y no tienen a nadie que les oriente y les salve. Por eso acepte, sin quejas, el
cambio de planes que mi Padre, a través de las circunstancias, me
organizaba. Y empecé a enseñarles con calma.
- Con tanta calma –recuerda Natanael- que se hizo tarde y aquella gente seguía
allí, pendiente de tu palabra, sin comida. Sólo teníamos unos pocos panes y
peces en salazón que Felipe había localizado entre las provisiones de un
muchacho. Entonces tú los bendijiste y se produjo el mayor de los milagros
que te hemos visto hacer. Dimos de comer a toda aquella muchedumbre y,
con los restos, llenamos varios canastos.
- Entonces fue cuando la gente empezó a vitorearte y a gritar que tú debías ser
el rey de Israel, el que les condujeras a la libertad, tanto contra los romanos
como contra el mismo Herodes, el asesino de Juan Bautista –dice Simón el
zelote-. Ahora sé por qué no lo aceptaste, Maestro, pero entonces me costó
mucho entenderlo. Pensé que tu rechazo era un acto de traición hacia el
pueblo, una prueba de cobardía casi. Me costó mucho seguir a tu lado. Y
creo que aquello fue también decisivo para Judas Iscariote. Me parece que
fue allí donde él dejó de creer en ti.
- Las cosas hay que verlas con la perspectiva del tiempo –responde Jesús-.
Comprendo que no fue fácil para ti, Simón, que procedías del grupo de los
zelotes, seguir detrás de un hombre que optaba por la paz, que rechazaba la
violencia, que desdeñaba incluso el poder que le otorgaba la multitud.
159

Porque aquel rechazo mío no fue meramente estratégico, como lo habría sido
si no hubiera aceptado sólo por pensar que con un ejército de campesinos
mal armados no tenía posibilidad de vencer a las formidables legiones
romanas. Mi rechazo era total. Y es que, os lo dije entonces y más tarde tuve
ocasión de repetírselo al mismísimo Pilato cuando me juzgaba, mi Reino no
es de este mundo. Yo soy Rey, pero lo soy de los corazones, no de los
tronos. Tengo un ejército, pero es de ángeles y santos, no de soldados
armados y de máquinas bélicas. En mis planes entra la conquista de todo el
mundo y no sólo la del territorio de Israel, pero no será mediante la
violencia, sino mediante la conversión de los corazones. Mi Reino es el
Reino del amor y de la paz, el Reino de la justicia y de la libertad. Y ese
Reino no coincidía con el que me pedían que instaurara aquella multitud de
galileos. Ellos habían comido hasta saciarse, totalmente gratis. Ellos, más
que escuchar mi mensaje espiritual, estaban cautivados por mi facilidad para
hacer milagros y pensaron que apostar a mi causa era un negocio seguro.
Con un gesto mío, creyeron, las lanzas de los soldados romanos se
convertirían en palos, sus espadas en manojos de flores y sus flechas en
ramas de olivo. Querían que utilizase mi poder para llenarles el estómago de
comida gratis y para expulsar de nuestra tierra a quienes les cobraban
impuestos. Pero no querían cambiar ellos. Ese cambio que yo predicaba no
les interesaba. Me oían, con interés y con educación, pero mientras tanto
pensaban: “Sí, son cosas bonitas lo que dice, pero es imposible practicar eso
de poner los bienes en común. En fin, que nos resuelva nuestro problema y
luego ya haremos nosotros lo que consideremos oportuno cuando hayamos
echado a los invasores de nuestra tierra y hayamos derribado al tirano
Herodes”.
- Sí –afirma Simón-, eso era, efectivamente, lo que pensaban. Lo sé porque a
mí, que era amigo de un lugarteniente de Juan de Giscala, el jefe de los
zelotes, me lo habían contado. Te tenían por un soñador, por un tonto útil.
Creyeron que te podrían utilizar para su causa y luego, cuando hubieras
dejado de servirles, arrojarte a un lado. Saber aquello fue lo que me separó
definitivamente de ellos, a pesar de que no entendía por qué no usabas tu
poder para liberar a nuestra patria y hacer ese Reino de paz y justicia que yo
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también quería. Ahora bien, yo sabía eso porque me lo habían contado, pero
¿cómo lo sabías tú?.
- Porque soy Dios –responde Jesús-. Porque leo los corazones de los hombres
y no hay nada oculto que me sea desconocido.
- ¿Sabías entonces también de mis dudas? –vuelve a preguntar Simón- ¿Y de
las de Judas Iscariote?.
- Sí –dice el Maestro- y te dejé con ellas, como le dejé a Judas y como os dejé
a todos los demás. Pero no estabais a solas con ellas. Yo estaba a vuestro
lado, dándoos mi cariño y mi ejemplo. La gracia de Dios luchaba en vuestro
interior a favor vuestro, es decir a favor de vuestra fidelidad a mí. Con la
mayoría gané y aquí está la prueba –dice, señalando con la mano al corro de
apóstoles que le rodeaba-. Con uno, Judas, perdí, y bien que lo siento.
- ¿Qué sentiste, Maestro, cuando la gente te vitoreaba y buscaba para
proclamarte Rey? ¿No te halagaba? –pregunta Pedro.
- Me acordaba –le responde- de aquella vez en que curé diez leprosos y sólo
uno volvió para darme las gracias. A esas alturas, conocía ya lo suficiente a
los hombres como para saber que la mayor parte de aquellos no me seguían
por otro motivo más que por su interés. Cuando los recibía uno a uno, en
aquellas largas hileras que se formaban, todos tenían la misma palabra en la
boca: dame, dame, dame. Casi nadie me decía: gracias. Casi nadie me decía:
aquí estoy, a tu servicio, mándame y te obedeceré, haz conmigo lo que
quieras. Pero si hasta al mismo muchacho que tenía los panes y los peces
hubo que comprárselos a precio de oro porque no quería dárnoslos para
repartirlos entre la multitud. Además, yo ya sabía en ese momento lo que me
esperaba, aunque mi Padre no había permitido que estuviera al tanto de todos
los detalles para no hacerme sufrir innecesariamente. Pero sabía que mi final
estaba próximo y que toda esa multitud enfervorizada se alejaría de mí en
cuanto la situación se volviese complicada.
- Nos costó mucho salir con bien de aquella situación –recuerda Santiago el de
Alfeo, su primo-. Afortunadamente había una barca en la orilla y pudimos
montar en ella y escapar.
- La gente nos siguió por tierra hasta que se hizo de noche –añade su primo,
primo también de Jesús, Judas el de Tadeo-. Gritaban pidiéndote que
aceptaras ser su Rey, que no les dejases en manos de los soldados de
161

Herodes. Se partía el corazón viéndoles y oyéndoles. Cualquiera hubiera


pensado que eran sinceros.
- Y lo eran –afirma Cristo-. Lo eran, a su modo. La mayoría de ellos me quería
de veras, con la capacidad de querer que ellos tenían. Es decir, me querían
para utilizarme para cosas materiales, pero es que eso era lo máximo que de
ellos se podía obtener. Era yo el que no debía dejarme tentar por aquella
aparente docilidad del pueblo, por aquel fervor. Yo sabía qué había en su
corazón, como sabía lo pobre que era su capacidad de perseverancia ante las
dificultades. No les juzgaba ni les despreciaba. No les condenaba con mi
huida. Simplemente me iba porque yo no me había hecho hombre para ser
Rey de Israel, con mi capital en Jerusalén y mi ejército derramando sangre
de romanos, de egipcios, de moabitas, de samaritanos o de fenicios. Y como
eso ellos no lo podían entender, tuve que irme.
- Hablando de fenicios –dice Mateo-, la huida en esta ocasión fue hacia el
norte, no hacia el sur. Llegamos hasta Tiro. ¿Recuerdas lo que nos pasó allí
con aquella mujer que tenía la hija enferma?.
- Es imposible olvidarlo –le contesta Jesús, mientras una amplia sonrisa se
dibuja en su cara-. Aquella mujer era una fenicia de Tiro. No sé cómo, se
había enterado de que yo hacía milagros. Sabedora de que estaba en su
ciudad, me buscó y, cuando me halló, no dejó de importunarme para que
curara a su hija. En un principio pensé que era un caso más de solicitud de
milagros. Además, estaba allí de incógnito. No quería llamar la atención. Mi
objetivo era dejar que pasara el tiempo y las cosas se calmaran en Galilea
para volver allí y seguir adelante con vuestra formación. Pero ella insistía e
insistía. Entonces quise probar su fe y daros una lección, especialmente a los
más aferrados de vosotros a la idea de que mi mensaje era sólo para el
pueblo elegido, para los judíos y los galileos.
- Por eso –dice Tomás- le contestaste de aquella manera tan brusca, que a mí
por lo menos me dejó sorprendido y hasta escandalizado. Recuerdo que
dijiste: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”.
- ¿Eso fuiste capaz de decirle, rabbuní, a una mujer que pedía ayuda para su
hija? –pregunta, extrañada, Magdalena.
- Sí –contesta Jesús, sin dejar de sonreír, para preguntar a continuación-
¿Quién recuerda lo que me contestó ella?
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- Ella te dijo: “También los perros comen las migajas que caen de la mesa de
los amos” –vuelve a intervenir Tomás. Y entonces curaste a su hija y luego
nos hablaste de la fe de aquella fenicia y nos dijiste que en Israel no habías
encontrado una fe y una humildad semejante.
- De eso se trataba –concluye Cristo-, de que aprendierais que no basta con
haber nacido en Israel para ser del pueblo elegido. La elección de Dios es
universal. Con mi venida se rompe el estrecho cerco que marcaba una
frontera entre los israelitas y el resto de los hombres. Todos pueden amar y,
por lo tanto, todos pueden salvarse. Y si todos pueden hacerlo es por un
motivo: porque mi Padre les ama a todos. Lo mismo que hace salir el sol
sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos e injustos, así mi mensaje
está dirigido a todos, hombres y mujeres, esclavos y libres, ricos y pobres,
blancos o negros, judíos y griegos, romanos y escitas. La fe de aquella mujer
era más grande que la de muchos buenos hijos de Israel con siglos de
acrisolado linaje a sus espaldas. No cumplía la ley de Moisés. Comía carne
de cerdo. Trabajaba de sol a sol incluso los sábados. Pero tenía un corazón
capaz de amar, capaz de suplicar y no de exigir como hacen muchos judíos
que se creen que por serlo ya tienen derecho a reclamar de Dios todo lo que
ellos quieran. Tuve que hacerle pasar aquel mal rato –dice, mirando a
Magdalena- para dar una lección a estos muchachos, pero le recompensé con
creces aquella humillación devolviéndole la salud a su hija.
- Me recuerda aquel milagro –dice Santiago el de Alfeo- a una parábola que
nos contaste una vez y que, entonces, me sorprendió mucho y me llenó de
dudas contra ti. La de aquellos dos hombres que entraron en la sinagoga a
orar. Uno era un publicano y otro un fariseo. Éste estaba muy seguro de sí
mismo y no pedía perdón por sus pecados, sino que se vanagloriaba ante
Dios por las muchas cosas buenas que hacía y por el escrupuloso
cumplimiento de la ley que observaba. El otro, en cambio, desde atrás y sin
levantar los ojos del suelo, pedía a Yahvé perdón y misericordia por sus
pecados. Lo que me extrañó fue que dijeras que el publicano salió de la
sinagoga justificado y el fariseo no. Entonces, creo yo, fue cuando empecé a
darme cuenta de que tu mensaje era bien distinto al que nos habían enseñado
en las escuelas los rabinos y los sacerdotes.
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- O aquella otra parábola –interviene ahora Andrés, muy animado- en la que


nos contaste lo de aquel hombre que fue asaltado por unos bandoleros y
dejado en el camino malherido. Pasaron por allí sacerdotes, levitas y fariseos
y todos le dejaron tendido en el suelo y desangrándose. En cambio, un
samaritano, un hijo de esa raza maldita, se apiadó de él y le llevó a una
posada para que le curasen e incluso pagó de su bolsillo el precio de las
atenciones del médico. Entonces fui yo quien aprendió que lo importante
está escrito en el corazón y del corazón deben dar cuenta las buenas obras.
- Sí –dice Jesús, dirigiéndose a Andrés-, pero no olvides que el sacerdote, el
fariseo y el levita de que os hablé en la parábola si pasaron de largo lo
hicieron porque tenían la conciencia tranquila. Es decir, a ellos nadie les
había dicho que el verdadero culto que Dios quería era el de la caridad. Para
ellos, dar gloria a Dios era dar limosna en el Templo, rezar todas las
oraciones prescritas, no comer alimentos prohibidos, no trabajar el sábado y
no contaminarse con el trato con gentiles o pecadores. Lo que yo he
pretendido enseñaros, y esa parábola es una buena prueba de ello, es que a
Dios no sólo no le bastan esas cosas tan valoradas por nuestro pueblo, sino
que prefiere otras. Más aún, os he enseñado que sin esas otras, sin las obras
del amor, las primeras no sirven de nada. El amor al prójimo es un deber, no
lo olvidéis. No es un consejo, sino un mandamiento, como os dije el último
día antes de separarnos definitivamente. Pero de eso hablaremos mañana.
Ahora va siendo hora de comer, siempre con permiso del señor de la casa,
nuestro venerable hermano Nicodemo.
Nicodemo, dándose por aludido, se levanta inmediatamente y se va en busca de
su mujer para ver si todo está dispuesto para ofrecerles una buena comida a sus
huéspedes. Va aturdido. Lo que ha escuchado es impresionante, incluso para él, que es
ya desde hace tiempo un discípulo convencido de Cristo. Pero no por eso dejaba de ser
un buen judío, educado en el cumplimiento estricto de la ley y en la creencia de que,
con eso, se ganaba el cielo en caso de que éste existiera.
La comida transcurre en un grato ambiente de compañerismo. María y
Magdalena comen en un salón más pequeño, aparte, junto a la anfitriona, Raquel, como
es costumbre entre los judíos. Nicodemo, en cambio, acompaña a Jesús y a sus
apóstoles; sin poderlo evitar, y a pesar de que no tienen dudas acerca de la realidad de la
resurrección del Maestro, disimuladamente todos le observan mientras come la carne
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sazonada como semillas de alcaravea y la ensalada que Raquel ha preparado. Ríen, con
una alegría incluso excesiva, mientras beben el rico vino griego que uno de los criados
escancia de un ánfora semienterrada en el suelo. Para todos ellos, conscientes de que,
como cualquier ser humano, están abocados a la muerte, y más conscientes aún de que
ésta les puede sobrevenir en cualquier momento debido a su fidelidad a Cristo, ver al
Señor Resucitado comer y beber junto a ellos es una garantía no sólo de que su mensaje
está avalado por Yahvé, sino también de que, efectivamente, la otra vida, la vida más
allá de la muerte, existe. Con esta convicción, extraída no de una promesa sino de una
realidad que tocan con sus manos, el miedo a la muerte o a la persecución se diluye. No
es igual saber que todo puede acabar con la lanza de un soldado romano que estar
seguros de que, si eso u algo peor ocurriera, no sería más que un tránsito, la entrada en
la vida eterna a la que, de todos modos, están destinados como mortales. De ahí su risa,
un poco nerviosa; es, y todos lo saben, la expresión de una alegría que no pueden
ocultar; de una alegría que, cada vez con más fuerza, sienten necesidad de comunicar a
todos. ¿Qué importa la muerte, cuando se está seguro de que ésta no es el final? Sólo la
resurrección de Cristo podía hacer a aquellos hombres, desde el rico Nicodemo a los
pobres pescadores galileos, capaces de desafiar tanto al sistema político-religioso judío
como al poderoso Imperio romano. Sólo eso y lo que faltaba por llegar, el don del
Espíritu Santo que Jesús les había prometido y que ya faltaba poco para que fuera
infundido sobre ellos.
Tras la comida, Nicodemo por una parte y Raquel por la otra, invitan a sus
huéspedes a ir a sus habitaciones a descansar. Hace calor, pues no en vano se
encuentran ya en pleno mes de Iyyar y una siesta es casi obligatoria. Sin embargo, Jesús
rechaza la oferta y le dice a Nicodemo:
- Querido amigo, sé que nuestros ojos se suelen cerrar tras la comida y que el
espíritu está poco atento a cualquier tipo de enseñanza cuando tenemos
sueño. Pero yo tengo poco tiempo para estar con vosotros. Por eso preferiría
que nos ofrecieras una infusión estimulante, de esas que toman griegos y
romanos, que seguramente tendrás en tu casa, y que fuéramos después al
desván para continuar con nuestra conversación.
En ese momento, golpeando suavemente la puerta, entra Raquel. Quiere saber si
las dos invitadas pueden irse a descansar o si Jesús continuará inmediatamente el relato
de sus experiencias. Informada, regresa donde sus amigas, a la vez que da orden al
servicio de que preparen las infusiones.
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Terminado el refrigerio, Nicodemo se dirige a Jesús:


- Maestro, en el desván no se puede estar ahora, por el calor. Por muchos
esfuerzos que hiciéramos, no podríamos escucharte con atención. Si te
parece, podemos irnos a la bodega. Allí, junto a las salas que custodian los
mejores vinos que se guardan en Jerusalén, hay una habitación, más pequeña
que el desván, pero mucho más fresca a estas horas del día. Oleremos un
poco a vino, pero es preferible que el calor que hace ahora en la azotea. Está
el asunto del riesgo, pues allí tenemos menos escapatoria que cerca del
tejado, pero no creo que nadie, ni siquiera los guardias del Templo, se
atrevan a iniciar una persecución a estas horas y con este calor.
- Seguramente es así, como dices –contesta Jesús-, pero me gustaría
cerciorarme. Tomás, sube al desván y mira si, efectivamente, hace tanto
calor como asegura Nicodemo. Si no es tan insoportable, allí estaremos
mejor que en la bodega.
Tomás cumple inmediatamente la orden de Cristo. Apenas ha salido, estalla una
tremenda tormenta, que descarga sobre Jerusalén no sólo cn agua sino con gruesos
granizos. Apenas pasados unos minutos, regresa el apóstol. Viene empapado. Al entrar
en el desván, por efecto del agua caída tumultuosamente, una parte del techo ha cedido
y todo el agua acumulada le ha caído encima. Al verle en aquella situación, todos
recuerdan la predicción del Maestro y ríen, alborozados. Tomás también lo hace y,
ayudado por Santiago y Juan, se seca como puede con una toalla mientras le asegura a
Cristo que nunca más volverá a poner en duda ni una sola de las palabras de Jesús.
Entonces éste acepta la invitación de Nicodemo y todos, incluida Raquel, invitada
expresamente por Jesús, descienden hacia el sótano. Una vez allí, en la antesala de las
grandes bodegas, se reúnen, cómodamente sentados, en torno a una mesa. Jesús empieza
casi inmediatamente a hablar.
- De aquella etapa en Cafarnaum, la última que pasé en la que con propiedad
puedo llamar “mi ciudad” por los buenos recuerdos que guardo de ella, me
queda por contaros lo relacionado con las dos visitas que me hicieron
algunos familiares míos, y vuestros –dice, sonriendo, mientras mira a
Santiago y a Judas- con el objetivo de impedir que siguiera por el camino
que había emprendido. De toda Galilea, como ya os he contado, sólo en
Nazaret estaban en contra mía. Nadie es profeta en su tierra, dicen, y eso se
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cumplía a rajatabla conmigo. Pero cuando rechacé ser rey, una oleada de
decepción se extendió por toda la región.
- Lo sé bien –dice Simón, el antiguo zelota-, porque varios vinieron a mí a
decirme que te abandonara. O lo hacía, me decían, a estaría destinado a
correr tu misma suerte, que no podía ser otra que la del fracaso y la muerte.
Juan de Giscala, el jefe de los zelotes, se sintió profundamente decepcionado
de ti. Él había creído que podía utilizarte a su antojo, usarte para que tú
atrajeras a las multitudes, mientras él, desde detrás, era quien dirigía la
revolución contra los romanos.
- Sí, yo también lo sé –añade Cristo-. Pero lo que no sabía era hasta qué punto
eso iba a influir en mi propia familia. Mientras mi nombre era elogiado por
doquier en Galilea, como os he dicho, en Nazaret yo no era en absoluto
popular. Pero cuando la cosa cambió fuera de mi pueblo, ellos se sintieron
apoyados en su rechazo y se enardecieron aún más. Los que pagaban las
consecuencias eran mis familiares, los que vivían allí, especialmente tú,
madre.
- No fue fácil aquella época –recuerda María-. Mis primas y yo éramos como
una piña, tan unidas; estábamos seguras de ti, de la validez de tu mensaje;
pero no podíamos menos que sentirnos preocupadas por vuestra suerte, yo
por la tuya y ellas por las de sus hijos, Santiago y Judas, que estaban contigo.
En cambio, la fidelidad del resto de la familia empezaba a resquebrajarse. No
era fácil para ellos verse marginados todos los días y ser acusados, desde la
sinagoga hasta el lavadero, desde la plaza hasta la fuente donde recogíamos
el agua, de ser familiares y colaboradores de un impostor que iba a llevar a la
nación a la ruina. Por eso decidieron hacer aquel viaje. Yo, por un lado, no
quería ir, porque sabía que su misión no te iba a agradar, y no quería que
pensaras que yo estaba de acuerdo con ellos. Pero, por otro lado, tenía
muchas ganas de verte y quería, además, intentar mediar entre ellos y tú para
que el choque no fuera tan fuerte.
- Estábamos reunidos en una casa –dice Jesús- ¿os acordáis?. La multitud
llegaba hasta la puerta. Yo estaba contando una parábola, quizá la del grano
de mostaza.
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- Según mis notas –le interrumpe Mateo-, esa parábola era en la que decías
que no teníamos que tener miedo de ser pocos al principio, porque la verdad
estaba de nuestra parte y, con el tiempo, seríamos muchos.
- Sí, Mateo –afirma Jesús, sonriendo a ese apóstol suyo tan minucioso, que
había ido apuntando en un voluminoso rollo que siempre llevaba consigo
algunos de los hechos y dichos del Maestro-, posiblemente era esa u otra la
parábola que os contaba. En todo caso, se trataba de iros preparando ya para
la persecución. En aquel momento, y aunque la casa de Cafarnaum, tú casa,
Pedro, estaba llena de gente, todos erais conscientes de que en muchos se
había producido una decepción por negarme a ser rey y que, cada vez más,
mi popularidad decaía y la gente empezaba a alejarse de mi lado. Por eso
tenía que enseñaros a no dar importancia al éxito, a no estar, como una veleta
hace con el viento, siempre atentos a lo que diga la gente. Nosotros debemos
estar atentos a lo que diga Dios, no a lo que opine la mayoría. Yo os estaba
enseñando eso cuando aparecieron mis primos.
- La gente les abrió paso hasta dentro de la habitación donde hablabas –
recuerda Pedro-. ‘Ahí están su madre y sus hermanos’, dijeron, mientras
ellos avanzaban, con dificultades, hasta donde estabas tú. A todos nos
sorprendió mucho tu respuesta.
- Yo sabía a lo que venían –dice Cristo-. Nada se me escapa de cuanto hay en
el corazón del hombre. Por eso quise aprovechar la ocasión para daros una
lección importantísima. Para ello, pregunté, con el estilo retórico que usan
los maestros griegos: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’.
- Enseguida –completa Juan la evocación- añadiste: “Mi madre y mis
hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. Mi
primera impresión, lo confieso, fue de sorpresa. Yo, ya entonces, quería
mucho a tu madre y me pareció que aquella respuesta podía sonar a los oídos
de algunos como a un cierto desprecio hacia ella. Podía entenderse como si
la rebajaras en su dignidad, precisamente porque le ofrecías a todos ser como
ella, ser tu madre. Por más que estuviera al tanto de las dificultades en tu
familia, no comprendía por qué introducías a tu madre en la cuestión.
- A mí, en cambio –interviene María-, no me causó el mismo efecto. Sufría
porque temía que mi hijo pensara que yo estaba de parte de sus primos; que
dudaba de él; que, como ellos, había ido a Cafarnaum a pedirle que
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abandonara su misión, que fuera más prudente, que no provocara a los


poderosos, que pactara con unos y con otros. Pero al oírle decir aquella frase,
sobre todo por el tono afectuoso con que la pronunció, no me dio la
impresión de que me rebajaba. Más bien pensé que os ensalzaba a todos, que
quería que todos vosotros fueseis para él “madre” y “hermanos”.
- ¡Qué buena elección hizo el Espíritu Santo cuando te eligió para ser la Madre
de Dios! –exclama Jesús, mirando afectuosamente a María-. Nunca perdimos
tú y yo la sintonía espiritual. Nunca una sombra se interpuso entre nosotros.
Sólo tú entendías no sólo mis actos sino hasta lo más profundo de mis
enseñanzas. Efectivamente, preocupado como estaba por aquel “principio del
fin” que se había iniciado al rechazar convertirme en el rey de los judíos,
quise enseñaros que la relación conmigo no podía ser como la que mantienen
los jefes con sus subordinados, los reyes con sus primeros ministros o con
sus súbditos. Ni siquiera me bastaba una relación de confianza y de amistad.
Si os he enseñado que Dios es Padre, que es mi Padre y que, por el bautismo,
puede ser vuestro Padre, además de ser vuestro Creador y vuestro Señor,
ahora quería enseñaros que yo deseo ser vuestro hermano. Por eso aproveché
la presencia de mi madre y de mis parientes más cercanos, para deciros que
todo aquel que lo desee puede aspirar a tener conmigo la relación más
profunda, más fuerte e íntima aún que la de la amistad.
- ¿Pero te das cuenta de lo que significa lo que dices? –interviene Nicodemo,
no sólo sorprendido sino casi escandalizado-. Yo no sabía este hecho, pero
ahora que lo escucho me parece de las cosas más trascendentales y casi
revolucionarias que te he oído decir.
- ¿Por qué? –pregunta Jesús, que sabe la respuesta pero quiere oírsela decir a
su viejo amigo.
- Porque –contesta éste-, si te hubieras conformado con invitar a tus
seguidores a ser tus hermanos, todavía habría tenido un pasar, una lógica.
Pero fuiste más allá. Nos has ofrecido ser tu madre. ¿Cómo podemos amarte
como tu madre te amó? Nadie puede amar a otro como una madre. Y si eso
pudiera llegar a ser posible, las relaciones entre nosotros cambiarían.
- Nicodemo –le dice Jesús-, no en vano eres sabio además de santo.
Inmediatamente has captado el fondo de la cuestión. Sí, efectivamente, yo
quiero introducir una revolución en las relaciones entre los hombres y Dios.
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Ya es una revolución llamar a dios Padre, al mismo Dios al que se le adora y


se le invoca diciendo de él que es el ‘Señor de los Ejércitos’. Pero es que,
hacia mí, quisiera que tuvierais no sólo una relación de hermanos, sino
también de madres y de padres. No quiero ser ante vosotros como alguien
que sólo da, sino que también quiero mostrarme como alguien que necesita.
Os lo he dicho y os lo repito: no olvidéis que, en el fondo, sólo se ama de
verdad aquello que es tuyo porque su existencia depende o ha dependido de
ti. Cuando tú construyes algo, cuando tú lo creas, como el carpintero una
silla o el albañil una pared, esa silla es la más hermosa del mundo para ese
carpintero y esa pared es especial para ese albañil. Si yo me muestro ante
vosotros sólo como alguien en quien podéis apoyaros, como alguien a quien
acudir para pedir, no me cabe duda de que me amaréis con un amor de
agradecimiento. Pero nunca me sentiréis como algo vuestro. Quisiera
mostrarme como un mendigo, como un necesitado, como alguien que, si
vosotros no le ayudáis, morirá de hambre o de frío, padecerá la soledad y
sufrirá el abandono. Por eso hablé así aquel día. Por eso os invité a todos a
ser “mi madre”, no para menospreciar a María, sino para pediros que
tuvierais conmigo una relación de dar y no sólo de pedir. Creo que sólo me
amaréis de verdad cuando me améis con un amor de madre, además de
hacerlo con un amor de amigo, de hermano, de creyente. Sólo cuando me
veáis obra vuestra, además de verme como Señor vuestro, el amor que me
tengáis habrá llegado a su plenitud.
- Maestro –quiere saber Felipe-, tú dijiste en cierta ocasión, hablando de la
existencia de un juicio sobre cada hombre después de la muerte, que ese
juicio se llevaría a cabo basándonos en nuestro comportamiento para con el
prójimo. Añadiste, si no recuerdo mal, que lo que hiciéramos al más pequeño
a ti te lo habíamos hecho. ¿Significa eso que tenemos que amar a los pobres
como si fueran nuestros hijos?
- Yo sí me acuerdo de lo que dijiste, Señor –interrumpe Mateo las palabras
que está a punto de pronunciar Jesús-. El día del juicio, aseguraste, tú dirás a
unos, mientras les ordenas ponerse a tu derecha: “Venid, benditos de mi
Padre, heredad el Reino preparado para vosotros. Porque tuve hambre y me
disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me
vestisteis, enfermo y en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces, añadiste, los
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elegidos te preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento,


desnudo, enfermo o en la cárcel y te ayudamos?”. Y tú les responderás:
“Cuando lo hicisteis con los más humildes y necesitados de mis hermanos,
conmigo lo hicisteis”. Y lo mismo, sólo que al revés, dirás a los del otro
grupo, a los que pondrás a tu izquierda. A esos les condenarás al fuego
eterno, no por no haberte dado a ti la ayuda que necesitabas, sino por no
habérsela dado a los pobres, con los cuales te identificas tú.
- Lo tremendo –vuelve a insistir Felipe-, a partir de esa identificación de
nuestro Maestro con los pobres es que, si tenemos que ser “madres” de Jesús,
también tenemos que ser “madres” de los pobres. Y eso es prácticamente
imposible.
- Sí, Felipe –le responde el Señor, con ternura-, tienes razón. Es imposible
para los hombres. Pero no para Dios. ¿Os acordáis de aquella comparación
que os puse acerca de la dificultad que tienen los ricos para entrar en el
Reino de los Cielos? ¿Se acuerda alguien que no sea Mateo, que lo tiene todo
anotado? –añade riendo.
- Yo, Señor –le contesta Juan-. Dijiste que es más difícil que un rico entre en
el Reino de los Cielos que un camello pase por la parte de arriba de una de
nuestras angostas puertas, por lo que llamamos ‘el ojo de la aguja’. Añadiste
que el que tiene su corazón puesto en las riquezas no podrá salvarse y que el
que no renuncia a lo que tiene por amor a ti, no es digno de ti. Dijiste,
incluso, que el que ama a su padre o a su madre, a su mujer o a sus hijos,
más que ti, no es digno de ti. Entonces varios de nosotros dijimos que todo
eso, especialmente lo de no estar apegado al dinero, era muy difícil de
practicar, por no decir imposible. Tú contestaste lo que has dicho antes, que
es imposible para los hombres pero no para Dios, porque para la fuerza de
Dios, para la gracia de Dios, todo es posible, incluso la conversión de los
ricos, lo cual es, probablemente, uno de los mayores milagros que Dios es
capaz de hacer.
- Gracias por recordarlo con tanta precisión –le contesta Jesús-. Así es, para
Dios nada es imposible. Pero no sólo lo de que los ricos se conviertan y
puedan llegar a salvarse, sino también que los pobres, todos por lo tanto,
sean capaces de desprenderse de su egoísmo para pensar en los demás. En
cuanto a lo que hablábamos antes, lo de amar a los pobres con el amor de
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una madre, como si fueran, por lo tanto, tus propios hijos, comprendo que es,
efectivamente, rayano en lo imposible. Pero, os lo repito, Dios lo puede todo.
Lo que hay que hacer es pedirle a Dios que os dé la fuerza para amar con esa
medida. Si en vez de pedir sólo cosas para vosotros pedís un corazón grande
para amar, entonces os será más sencillo hacer lo que ahora os parece
imposible. Además, si tenéis presente que en ellos estoy yo, que no son, por
lo tanto, extraños o incluso enemigos, entonces también os resultará más
fácil hacerles el bien que ellos os reclaman. Pensad, además, que amar a los
amigos, a los que nos pueden devolver el favor con otro mayor, a los que se
han portado bien con nosotros o a los de la propia familia, lo hacen todos. Yo
no he venido a la tierra sólo para ayudaros a ser “buenas personas” o para
que os limitéis a no hacer daño a nadie. Para actuar con motivos
simplemente humanos no me necesitáis a mí. Si me he hecho hombre ha
sido, además de para redimiros, para enseñaros otra forma de amar. Para
enseñaros a amar como Dios ama, es decir con motivaciones espirituales y
no sólo por motivos humanos. No es que estos motivos sean malos. Lo que
pasa es que resultan, por lo general, insuficientes. ¿De dónde sacar las
fuerzas para ayudar a quien no se lo merece, para perdonar, para dar limosna
a alguien que no conoces y que, puede ser incluso, que esté en esa situación
penosa por culpa suya? ¿Cómo es posible perseverar en el amor cuando
aquel que amas no te lo agradece, cuando te sientes cansado, cuando te
parece que, hagas lo que hagas, nunca conseguirás que los problemas se
resuelvan definitivamente?. Sólo puedes sacar esas fuerzas de una causa no
humana, sino sobrenatural. De Dios. Si vosotros os sentís obligados hacia
Dios, si vosotros sois conscientes de que tenéis una deuda de amor con mi
Padre y conmigo, entonces estaréis deseando saldarla. Y os preguntaréis
cómo hacer para devolver algo del amor recibido. Ahí está la respuesta: “Lo
que hagas al más pequeño, a mí me lo has hecho, a Dios se lo has hecho”. Y,
para colmo, intenta hacerlo no como algo que se hace con un extraño, sino
como lo que se da a un Dios, a un amigo, a un hermano, a un hijo.
- Hijo –interviene María-, yo quiero saber qué sentiste hacia mí y hacia tus
parientes cuando te invitaron a que abandonaras tu causa, a que pactaras con
sacerdotes, romanos, fariseos e incluso con los zelotes.
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- Los hombres, madre –le responde Jesús-, tienen una naturaleza muy
interesante. En realidad lo que la mayoría quiere es que no le compliquen la
vida. Tal parece que su mayor ambición sea dormir una siesta eterna. A
veces, incluso los que sufren son así. Y lo son, desde luego, también las
personas religiosas. No quieren líos. Cuando ven venir los problemas, las
complicaciones, huyen de ellas y llegan hasta a maldecir a quien las provoca,
sin pensar en si son o no queridas por Dios, en si van a repercutir en un bien
para la humanidad o para ellos mismos. Eso lo sabía ya, antes de que aquella
delegación de parientes míos llegara a Cafarnaum a intentar tentarme con la
idea de una vida mediocre, hecha de pactos y de política. Lo volví a ver
claro, de nuevo, cuando les escuchaba. Así que, a esas alturas, no me
sorprendió en absoluto, aunque no por eso dejó de dolerme. En cuanto a ti,
nunca tuve la menor duda de tu fidelidad. Sabía perfectamente lo que hacías
allí, entre ellos. Sabía también lo mucho que estabas sufriendo en Nazaret,
entre tantas intrigas y tanto hostigamiento. Por eso no quise que regresaras
con ellos y te pedí que te fueras a vivir a Caná. Allí, en casa de Lía, pues
Manasés había muerto ya, estarías a salvo y tranquila. Luego, acuérdate, nos
volvimos a ver para celebrar en Cafarnaum la Pascua y, meses después, en el
otoño, volvieron a bajar a Cafarnaum nuestros parientes. Aquella visita sí
que fue difícil y desagradable. Pero antes de hablaros de ella, me gustaría
contaros alguna cosa más de lo sucedido en aquellos meses, junto al lago.
- Por ejemplo, lo de la tormenta –dice Pedro.
- O lo ocurrido en el Monte Tabor –afirma Santiago el de Zebedeo.
- O cuando nos dijiste que no debíamos fijarnos en la viga que hay en el ojo
ajeno –añade Natanael.
- Sí, todo eso sucedió en aquellos meses maravillosos. Y muchas cosas más,
como la promesa que le hice a Pedro de que él sería quien debería guiar
nuestro grupo cuando yo no estuviese ya en la tierra. Pero me gustaría
hablaros de ello en otro sitio, porque aquí, con los efluvios del vino, estoy
empezando a marearme. ¿No podríamos ir de nuevo a la azotea, Nicodemo?.
La tormenta ha cesado ya y seguroque hace menos calor. Con un poco de
suerte, correrá algo de brisa y podremos respirar aire puro.
Nicodemo se levanta inmediatamente, como si le hubiera picado un bicho o
hubiera despertado de un profundo sueño. Tan absorto estaba en lo que el Maestro decía
173

que no se había percatado, como era obligación de un buen anfitrión, de lo cargado del
ambiente en la bodega. Raquel se alza también y pide disculpas por no haber servido
agua fresca durante todo aquel tiempo. La pareja es la primera en ponerse en marcha y
los demás les siguen, entre bromas y risas, dirigidas sobre todo a Tomás. Santiago le
dice a su hermano Juan que tiene ojos de borrachín, debido a que no está acostumbrado
a beber y que los olores de los caldos que se conservan en la bodega de Nicodemo se le
han subido a la cabeza. Judas y Simón se meten con Mateo, diciéndole que es un
sabihondo que se acuerda de todo. Raquel abandona al grupo en cuanto llegan al primer
piso y, mientras todos suben hacia el desván, ella se dirige a la cocina.
Instalados ya bajo el tejado, tal y como Jesús había previsto, una brisa,
sorprendentemente fresca, inunda la sala y les reconforta a todos. No tarda en llegar
Raquel, acompañada de dos criadas. Traen agua fresca abundante, recién sacada del
profundo pozo que se esconde en los cimientos del edificio. Repuestos de los agobios
del sótano, Jesús, que siempre tiene prisa, les anima a que se sienten para seguir
escuchándole. Raquel y las criadas se van, tienen que preparar la cena. María y
Magdalena, en cambio, ocupan su lugar en el corro que se forma en el espacioso desván.
- Os decía –empieza Jesús-, que me quedaban todavía bastantes cosas que
contaros de aquella época. No tengo tiempo para todo, pero sí desearía, antes
de que se haga de noche, hablaros de algunas de ellas. Empezaré, como ha
sugerido Pedro, por lo de la tormenta en el lago. Varios, entre ellos tú, Pedro,
habíais salido a pescar. Yo iba con vosotros, para acompañaros, porque mis
conocimientos de la pesca eran nulos. Se desató una de esas tormentas
repentinas, tan frecuentes en invierno y en primavera. Parecida a la que ha
empapado a nuestro hermano Tomás. Me había quedado dormido y no me
percaté de lo que pasaba hasta que tú, Pedro, me despertaste.
- “Señor, no te importa que nos hundamos”, te dije –recuerda el primero de los
discípulos.
- Sí, eso me dijiste –confirma Jesús-, y yo te contesté: “Hombre de poca fe,
por qué tienes miedo”. A continuación ordené al viento que cesara de soplar
y las aguas se calmaron.
- Me pareció –dice Pedro- que aquello contenía una lección, la de que no
teníamos que tener miedo a las tormentas de la vida ni a las persecuciones.
Aunque nos dé la impresión de que nuestro barco, en el que vamos tus
seguidores, está a punto de hundirse, tú no lo vas a permitir nunca. Creí
174

tenerlo todo claro –añade, con un gran pesar en su voz- y, sin embargo,
cuando llegó el momento de la verdad, el momento en que te apresaron y te
crucificaron, volví a dudar, volví a tener miedo, volví a pensar que la barca
se hundía y que había que saltar de ella antes de que nos arrastrara al fondo
cuando se llenara de agua.
- Lo mismo me sucedió a mí –afirma Santiago el del Zebedeo-, pero por otro
motivo. Yo estuve, junto a vosotros, Pedro y Juan, en el monte Tabor. Lo
mismo que vosotros fui testigo de que se aparecieron Moisés y Elías para
rendirte pleitesía, Señor. Yo también, como Pedro, hubiera querido hacer tres
tiendas y quedarme allí el resto de mis días. Después de aquello, pensé que
era imposible que dudara de ti y que era también imposible que hubiera nada
que me pudiera separar de tu lado. Aquel día, si me lo hubieras pedido, me
habría tirado por el acantilado que bordea el Tabor. Aquel día hubiera
desafiado, a pecho descubierto, a las legiones romanas o a los guardias del
Templo. Y, sin embargo, pocos meses después, yo también huí, yo también
te traicioné. Sé que me has perdonado, Señor. Lo que no sé es si yo podré
perdonármelo y, sobre todo, no sé si podré volver a fiarme de mí mismo, de
mis cualidades, de mis promesas. Hasta el día en que te crucificaron y yo te
abandoné, era una persona muy segura, convencido de que, pasara lo que
pasara, siempre era fiel a mi palabra y a mis principios. Tenía un elevado
concepto de mí mismo. Desde entonces, siento una enorme inseguridad. Ya
no creo en mí, ni me siento capaz de prometerte nada, Maestro.
- Eso que le pasa a Santiago me sucede también a mí –es Natanael quien
interviene ahora en la conversación-, pero con respecto a otra cosa. Antes,
cuando estábamos en la bodega, te pedí que nos hablaras de lo de la viga en
el propio ojo. Ese creo que soy yo. Tú mismo, cuando me conociste, Señor,
dijiste de mí que era un varón justo, un buen creyente, alguien que no
dudaría en ofrecer su vida antes que violar algún precepto de los establecidos
por nuestra ley. Tenías razón. Pero no sé si sabías que mi corazón estaba
lleno de soberbia. Cumplía, y sigo cumpliendo, todo lo que Moisés
prescribió para los buenos israelitas. Pero, a la vez, no dejaba de juzgar a los
que no lo hacían. Aunque mi boca no lo expresase, mi alma estaba llena de
críticas, de juicios, de amarguras. Por eso, cuando nos enseñaste, allá en
Cafarnaum, junto al lago, que no debíamos fijarnos en la paja que hay en el
175

ojo ajeno, sino en la viga que tenemos en el propio, no pude menos que
darme por aludido. Y entonces, Señor, fue cuando comprendí que tú eras de
verdad el Mesías, el enviado por el Altísimo. Tus enseñanzas no eran como
las de los rabinos, ni siquiera como las de los profetas. Tú penetrabas hasta el
fondo del corazón e invitabas a los hombres a avanzar por el camino de la
santidad imitando, desde dentro, al Dios al que llamas Padre. Cumplir la ley,
por estricta que sea, es siempre menos que convertir el corazón al amor. No
basta con hacer cosas, me dije a mí mismo; no basta con dar, sino que hay
que darse; hay que cambiar por dentro y no sólo por fuera. Pues bien, a pesar
de eso, Señor, yo también te traicioné; yo también tuve miedo y hui, como
todos, en aquella noche terrible, en aquella noche en que el Maligno triunfó y
la verdad y el bien fueron derrotados.
- Te equivocas, querido Natanael –le interrumpe Jesús-. Aquella noche no fue
la de la victoria del mal, sino la del triunfo del bien. El mal hubiera sido,
efectivamente, el vencedor si yo hubiera cedido a la tentación de la
desesperación, de la duda, del odio. Pero yo vencí porque amé. Me mataron,
es cierto; me abandonasteis, es verdad; todo eso fue un triunfo del Maligno.
Sin embargo, el vencedor fui yo. Lo fui sobre él y lo fui sobre el mal que se
adueñó de vuestro corazón. Pero es pronto para hablar de lo sucedido aquella
noche. No precipitéis los acontecimientos. Antes tengo que hablaros de otras
cosas. De lo que habéis estado diciendo, por ejemplo. En el fondo, los tres, y
supongo que también los demás, habéis hecho una experiencia parecida.
Habíais recibido una gracia, un don, y luego no fuisteis capaces de ser fieles
a esa gracia, de rendir según los talentos que Dios os había confiado. Eso
tiene dos lecciones. La primera es que debéis ser siempre fieles a los
momentos de luz. Esos momentos especiales, esos tiempos de gracia, como
lo ocurrido en el Tabor, por ejemplo, no se os conceden sólo para ese
instante; son dones que el Espíritu os da para que echéis mano de ellos
cuando vengan los inevitables momentos de crisis y de oscuridad. Es como
el camello, que bebe grandes cantidades de agua, pero que no lo hace sólo
para apagar su sed en ese momento, sino para acumularla en su joroba y
tener reservas que le permitan atravesar sin desfallecer los grandes desiertos.
Por lo tanto, la primera lección es que debéis ser fieles a los momentos
buenos, a las gracias especiales que Dios os ha regalado. De lo contrario,
176

seréis siempre como niños pequeños que hay que llevar permanentemente a
cuestas y que, en cuanto los dejas en el suelo, empiezan a llorar para que sus
madres les vuelvan a coger en brazos. Dios necesita contar con adultos que
anden solos, no con niños de pecho a los que continuamente hay que estar
mimando y dando pruebas extraordinarias de afecto. La segunda lección
consiste en que también del mal podéis sacar algo bueno. De la experiencia
de tu pecado, querido Santiago, puedes aprender a ser más humilde. Tú te
creías tan fuerte y estabas tan seguro de ti mismo que, sin darte cuenta,
pensabas que no necesitabas a Dios. No es que negaras explícitamente la
necesidad de Dios, pero sí lo hacías en la práctica. Ahora, en cambio, eres
mucho más humilde. Ya no te sientes tan seguro de ti mismo; ya no estás
convencido de que, vayas donde vayas, todo te irá bien. Por eso ahora es
cuando me puedo fiar de ti, porque sé que lo que hagas de bueno, los éxitos
que tengas, y te aseguro que serán muchos, no te los apropiarás, sino que los
pondrás enseguida en la cuenta del Altísimo. Ahora mucho más que antes,
querido Santiago, querido hijo del trueno, eres uno de mis discípulos
predilectos, porque ahora tienes la fuerza de antes y la humildad nueva.
- Pero, Maestro –pregunta Felipe-, ¿entonces es bueno pecar? ¿conviene
hacerlo para ser humilde?.
- No, Felipe –le responde Jesús-. No os dejéis seducir por esa tentación. Pecar
nunca es bueno. ¿Cómo va a ser bueno hacer daño a alguien, bien sea el
prójimo, bien sea uno mismo o bien sea Dios?. El pecado es siempre malo y
debe intentar ser evitado a toda costa. Lo que sucede es que, por desgracia,
no todos consiguen siempre vencer las tentaciones. Lo que hay que hacer
entonces es no hundirse, no desanimarse. Hay que recordar, como os enseñé
cuando os conté la parábola del hijo pródigo, que el Padre está siempre
esperando la vuelta del hijo pecador y que, en el cielo, hay más alegría por
un solo pecador que se convierte que por cien justos que no necesitan
conversión. Hay, además, que aprovechar la lección del pecado para tener
más humildad, para tener menos soberbia y menos seguridad en las propias
fuerzas.
- Sirve también –dice Natanael-, como me pasa a mí, para ser más
comprensivo con los defectos ajenos. Antes juzgaba a todos porque me
sentía superior a ellos. Ahora me doy cuenta de que no soy mejor que nadie.
177

Quizá no cometa algunas de sus faltas, pero caigo en otras. ¿Quién soy yo
para juzgar al prójimo?, me digo a mí mismo cada vez que tengo la tentación
de hacerlo, y me acuerdo de que, después de haberte prometido fidelidad,
Señor, te dejé solo en manos de los soldados y huí. Sí, una vez más se
cumple aquello de que “Dios castiga la oculta soberbia con pecados
manifiestos”.
- El refrán –interviene Mateo-, dice que lo castiga con “manifiesta lujuria”.
- Gracias por la precisión, Mateo –dice Jesús, sonriendo-. Estás siempre en
todo. Pero volvamos a Cafarnaum, porque hay algo más, una última cosa, de
la que quiero hablaros, antes de empezar a narrar lo que fue mi última subida
a Jerusalén. Me refiero a lo que ocurrió aquel día, junto al lago, cuando yo os
pregunté qué pensaba la gente sobre mí.
- Te dijimos –dice Andrés- que unos creían que eras Elías o uno de los
antiguos profetas que habían vuelto a la vida.
- Y tú nos preguntaste, entonces, que qué pensábamos nosotros sobre ti –
completa Simón.
- Fue Pedro quien contestó –interviene ahora Juan- y dijo que tú eras el
Mesías, el hijo del Dios vivo, el que tenías que venir a este mundo.
- Entonces yo afirmé –completa Jesús- que Pedro ya no debía llamarse Simón,
sino “piedra”, “roca”, y que sobre él, sobre la roca firma que representa él,
construiría mi Iglesia, mi familia, porque lo que acababa de decir no se lo
había revelado nadie de carne y hueso sino el Espíritu Santo y mi Padre.
- Desde entonces –afirma Mateo-, le hemos tratado con una deferencia
especial, pues somos conscientes de que tú le has elegido para que él sea el
primero entre nosotros cuando tú no estés.
- Sobre eso es, precisamente, sobre lo que quería hablaros –sigue diciendo el
Maestro-. No quiero referirme en este momento a lo que significa ser el
primero. Ya lo haré cuando hablemos de lo sucedido en casa de José de
Arimatea, en nuestra última cena juntos. Me interesa destacar ahora otros
aspectos. En primer lugar, la necesidad de que haya alguien que ocupe el
primer lugar, que tenga la última palabra. Vosotros sabéis que sin una
jerarquía nada funciona. Esta jerarquía existe en el Templo, en el gobierno
de las naciones y hasta en las empresas, incluidas las más pequeñas, las que
son llevadas adelante por una familia. En las grandes factorías de salazón de
178

pescado que hay en tu pueblo, Magdalena –dice mientras la mira-, hay


siempre un capataz; sin él, aquello no podría funcionar. Por lo tanto, lo que
tiene que quedar fuera de toda discusión es que es preciso que exista alguien
que, en caso de duda, tenga la última palabra; alguien que, como el piloto en
la barca, esté al mando del timón tanto en tiempo de bonanza como cuando
se desata la tormenta. O eso, o la barca se hundirá.
- Pero, Maestro –objeta Simón el zelote-, tú dices que es necesario que exista
jerarquía. Sin embargo, en nuestra religión también existe esa jerarquía y, sin
embargo, las cosas no van bien y, como tú mismo dijiste en cierta ocasión, la
casa de Dios se ha convertido en una cueva de ladrones. Por lo tanto, eso
podría sucedernos también a nosotros, si no ahora, quizá dentro de unos
años.
- No sólo podrá suceder –le responde Jesús-, sino que sucederá. Esa es,
precisamente, la segunda cosa de la que quería hablaros. Lo mejor sería que
mi sucesor al frente de este pequeño rebaño fuera siempre santo, fuera
perfecto como es perfecto mi Padre. Pero eso, en un sentido absoluto, es
imposible. Por lo tanto, no se puede unir el concepto de obediencia con el de
santidad de la persona que manda. Si sólo hubiera que obedecer a los santos,
entonces habría muchas ocasiones en que los que mandan no podrían ser
obedecidos.
- Perdona que insista, Señor –vuelve a la carga Simón, siempre inquieto en lo
que hace referencia a la obediencia-, pero es que, según eso, nos arriesgamos
a obedecer a quien no lo merece, a alguien que es peor que el súbdito.
Además, si en tu puesto, al frente de nuestra comunidad, llega a estar algún
día alguien así, él podría mandarnos algo que no fuera justo, algo que, en
conciencia, no podríamos obedecer.
- Ambas cosas pueden suceder, querido Simón –responde Jesús-. No será raro
que existan más santos fuera que dentro de la jerarquía de nuestra familia.
Sin embargo, a veces esa santidad, heroica y llamativa, no irá unida a las
virtudes que debe tener quien ejerce el mando. Si tuvieran que ser siempre
los más santos los que estuvieran al frente de las empresas, quizá éstas se
irían a pique. Vuelvo a ponerte el ejemplo de la barca. Cuando se desata la
tormenta, ¿a quién confiarías el timón, al más bueno de la tripulación o al
más experto, aunque éste fuera un pecador?.
179

- Al más experto –interviene espontáneamente Pedro, que, como buen


pescador, sabe bien de qué se está hablando.
- Efectivamente –añade Jesús-. Aunque lo ideal sería que todos los jefes
fueran siempre santos, e incluso los más santos, lo importante de un jefe es
que sepa mandar, que sepa conducir al pueblo a él confiado por el camino
correcto. Es como las piedras miliares que tienen los romanos esparcidas por
sus calzadas. Su función es indicar por dónde se va a la ciudad que señalan y
cuánto falta para llegar a ella. La piedra no camina, digámoslo así, hacia la
santidad; se limita a indicar al viajante cómo llegar a ella. En el caso
humano, la piedra miliar debería también ella recorrer el camino hacia la
perfección, pero lo verdaderamente importante es que indique bien por
donde se llega a ella a quien se acerca a preguntarle. Esa es su función
primordial.
- Pero, en el caso de que el que te represente, debido a su pecado o a un error
del que no es consciente, indique mal el camino y ponga en peligro a toda la
comunidad, ¿qué deberemos hacer? –inquiere ahora Tomás.
- No hay que olvidar que no os voy a dejar solos –responde Jesús-. Os he
prometido el Espíritu Santo. Él es no sólo el que os llenará de fuerza y de
consuelo, sino también de sabiduría. Si mi empresa, si la familia de mis
seguidores al frente de la cual estáis vosotros, no contara con este auxilio
sobrenatural, no me cabe duda de que se extraviaría. Pero el Espíritu Santo
existe y está dispuesto a velar permanentemente por esta familia, que es tan
suya como mía. Debéis, por lo tanto, tener fe en su protección, en su consejo.
De lo contrario, os entrarán dudas acerca de la santidad del que me
represente, de su cordura, de su inteligencia, cada vez que él mande algo que
no entendáis o que no os convenga. Y entonces será imposible tanto el
mando como la obediencia.
- En plena tormenta –interviene de nuevo Pedro-, lo único que no hay que
hacer es ponerse a consultar a unos y a otros hacia dónde debe ir la barca. Si
se hace, como es seguro que cada uno dará una respuesta, el hundimiento es
inevitable. Puede ser que la barca zozobre aun estando en manos del mejor
piloto, pero si tiene una posibilidad de salvarse es fiándose de quien empuña
el timón.
180

- Así es –confirma Jesús-. Sobre todo en lo que a nosotros concierne, así debe
ser siempre. La obediencia al que me represente es algo debido, es una
obligación. Pero no es algo que esté al margen del amor o de la libertad. Es
una forma de amar y es una forma de ejercer la propia libertad. Se obedece
por amor y se obedece porque, libremente, se ha elegido obedecer. Lo que no
se puede hacer es decir que se obedece sólo cuando lo mandado coincide con
la propia voluntad.
- Entonces, Maestro –pregunta ahora Andrés-, ¿no existen riesgos de que el
que te represente conduzca a tu pueblo por caminos equivocados?.
- Claro que existen riesgos –le dice Jesús-. De lo contrario no estaríais
gobernados por hombres sino por ángeles. Pero, como os digo, existe la
garantía de la intervención del Espíritu Santo. Éste actuará sobre el
gobernante con el don de la sabiduría y el del consejo. Pero actuará también
sobre el conjunto del pueblo. Imaginad que dentro de unos años, alguien
dijera, por ejemplo, que los milagros que he hecho no son tales y que todo
son exageraciones, inventos de vosotros para ilusionar y seducir a los que, no
habiéndome conocido personalmente, creerán en mí por vuestro testimonio.
Imaginad que eso lo dijera alguna persona ilustre, alguien que se las da de
sabio. Podéis estar seguros de que el conjunto del pueblo se revelará contra
esa herejía, contra ese error. Lo mismo sucederá si alguien afirma que mi
madre, aquí presente, no me concibió en la virginidad o tuvo más hijos
después de mi nacimiento.
- Pero, Maestro –interviene ahora Juan-, los ejemplos que pones son, perdona
que te lo diga, un poco ridículos. ¿Cómo va alguien a negar que has hecho
milagros?. Por mucha imaginación que tuviéramos, jamás podríamos llegar a
inventar tantas y tantas cosas extraordinarias como te hemos visto hacer. ¿Y
cómo va a alguien a decir que tu madre ha tenido otros hijos si eso es falso?
¿Es que tú me la hubieras confiado a mí de haber tenido otros hermanos?.
- Aunque te parezca ridículo –le responde Jesús-, no faltarán algunos que,
dándoselas de listos, lo afirmen. Pero no os preocupéis, no tengáis miedo.
Las fuerzas del infierno no prevalecerán sobre nuestra comunidad. El
Espíritu Santo, os lo repito, no cesará de proteger a los que estén al frente de
la misma, como no cesará de dirigir al conjunto del pueblo por el camino
justo.
181

- De todas las formas –dice, de nuevo, Juan- no me gustaría estar en la piel de


Pedro. Es una tarea bien difícil ser sucesor tuyo, Señor. Sólo de pensarlo me
estremezco. Sólo de pensar que podría equivocarme, creo que me quedaría
siempre parado.
- Por eso he elegido a Pedro –dice Cristo-, porque él tiene el don de tomar
decisiones, incluso arriesgadas. Además de por otra cosa que sabemos él y
yo. Pero, ciertamente, el riesgo es enorme y la responsabilidad, en caso de
equivocarse, es muy grande. Sobre todo es peligroso para su alma tener el
poder de atar y desatar, poder que yo le he confiado a él y a sus sucesores. Si
ese poder lo emplea para hacer daño, para tiranizar, para convertirse en un
déspota, entonces el juicio sobre él será tremendamente duro.
- ¿Y si lo empleara así –vuelve a la carga Tomás- deberíamos obedecerle?
- Repito que hay una asistencia del Espíritu Santo sobre el que me represente y
también sobre el conjunto del pueblo. Es como un doble seguro, para que en
caso de que uno falle el otro no lo haga. Pero si alguna vez algún sucesor
mío mandara algo en contra de lo que yo he enseñado o en contra de la ley
de Dios que está escrita en la conciencia de los hombres, entonces, y sólo
entonces, no habría que obedecerle. Pero eso, estad seguros, no ocurrirá.
- Maestro –pregunta Juan-, ¿cuál es el secreto al que te refieres y que Pedro
conoce?.
- Que lo cuente él si quiere –dice Jesús.
- Sólo con tu permiso, Señor –contesta el primero de los apóstoles.
- Lo tienes –responde Cristo.
- El otro día –empieza a narrar Pedro-, después de su resurrección, estando yo
en la orilla del lago, no lejos de Cafarnaum, se me apareció el Señor.
Estuvimos hablando un largo rato. Al final, él es testigo de lo que digo, me
preguntó tres veces: “Pedro, me amas más que estos”. Las dos primeras
veces le contesté afirmativamente y él me repuso: “Apacienta mis ovejas”.
Pero a la tercera, siendo yo consciente de que él quería recordarme que, en la
noche en que le apresaron, le había negado tres veces, ya no me atreví a
afirmar la veracidad de mi amor con la misma rotundidad. Así que, con más
humildad que antes, le dije: “Señor, tú sabes que te quiero”. Y él, entonces,
me volvió a confiar el cuidado de su rebaño. Y me aseguró que tendré
182

ocasión, cuando Dios lo permita, de conocer su misma suerte, de dar la vida


por él.
- ¿No te asustó eso? –pregunta Magdalena.
- ¿Asustarme? –pregunta Pedro, sorprendido-. Me eché en sus brazos llorando
de alegría. Que él me asocie a sí mismo compartiendo su pasión redentora,
que me permita demostrarle mi amor dando la vida por él, es la mayor señal
de que me ha perdonado. Sólo se piden favores a los amigos; sólo con ellos,
con los que se tiene la total seguridad de que no se van a experimentar
sorpresas, puede uno dejar las espaldas sin proteger. Poco antes de su
muerte, no lo olvidéis, yo, llevado por el amor apasionado que le tengo, le
había dicho: “Mi vida daré por ti. Aunque los demás te traicionen, yo no lo
laré”. Él, entonces, me miró con una profunda pena y me anunció que le iba
a negar tres veces, justo antes de que cantara el gallo. Yo deseaba dar la vida
por él ya antes de que él hubiera muerto por mí en la cruz. ¿Qué no desearé
ahora, cuando él ha llevado a cabo ese sacrificio de amor por todos y, por lo
tanto, también por mí?. Además, si antes ya estaba dispuesto a dar la vida
por él, sin estar seguro de que detrás de la muerte hay algo más que el mundo
de tinieblas del sehol, ¿cómo voy a dudar ahora, cuando estoy seguro de que
la resurrección existe?. Su presencia aquí, en medio de nosotros, lo cambia
todo. Todo tiene, desde la mañana del día de Pascua, una nueva perspectiva.
Es cierto que aún tengo miedo y, sobre todo, es verdad que me da pavor
pensar en las torturas que me esperan. Pero también sé, lo intuyo y lo creo,
que cuando venga el Espíritu Santo que Jesús nos ha prometido, hasta ese
miedo desaparecerá.
- ¡Gracias, Pedro! –exclama Juan-. Has puesto en tu boca lo que siente mi
corazón.
- 1Gracias, hijo! –dice María, rompiendo su silencio-. ¡Gracias por querer a
Jesús, como él desea, como Dios, como amigo, como hermano y también
como hijo!.
- Bien muchachos –interviene en la conversación Jesús para evitar que una
oleada de sentimiento llene los ojos de todos de lágrimas-. Hay que seguir
adelante, pues el tiempo apremia. Creo que me quedan pocas cosas
importantes más que contaros de lo ocurrido en Cafarnaum, aunque,
183

naturalmente, podríamos estar toda la tarde y toda la noche hilvanando


recuerdos.
- Hijo –interviene, de nuevo, María-, ¿no vas a contarnos nada de la segunda
visita que te hicieron tus primos? Yo ya no fui con ellos. Estaba en Caná,
como tú me habías pedido. Supe, por terceros, que fue una reunión muy
difícil, más que la anterior incluso. ¿Podrías decirnos algo?
- Como quieras, madre –le responde su hijo-. Fue, efectivamente, una reunión
muy difícil. No sólo estaban más agresivos, sino que, para mi sorpresa,
sabiendo el peligro que corría en Jerusalén, me incitaron a ir allí. Creo que
no estaban sobornados por los fariseos para servir de cebo y tenderme una
trampa, pero vi tan claro que era una celada, aunque ellos fueran inocentes,
que les engañé. Les dije que, de momento, no iba a ir. Sin embargo, días
después de que ellos se hubieran ido, emprendí la subida a la capital de
nuestra patria.
- ¿Por qué lo hiciste, Maestro, si sabías que corrías un gran peligro? –quiere
saber Tomás.
- Porque no cabe –contsta Jesús- que un profeta o un enviado de Dios muera
fuera de Jerusalén. Allí tenía que terminar mi recorrido por este mundo.
Además, yo ya sabía que había llegado mi hora. Lo que pasa es que no
quería que el tiempo propicio lo establecieran mis enemigos. Todo debía
suceder como estaba previsto; mi sacrificio, como el del cordero inocente
llevado al matadero, debía ocurrir en Pascua, y no antes. Por eso no subí a
Jerusalén acompañando a mis primos, pues si lo hubiera hecho, ese fin
habría llegado antes de tiempo.
- Es increíble –dice María, llorando-, que tu propia familia haya sido partícipe
de la traición.
- Te repito, Madre –le dice Jesús-, que quizá ellos no eran del todo conscientes
de lo que me podía suceder. Probablemente les habían engañado. Como
engañaron después a Judas Iscariote. Además, ¿es tan extraño que en la
familia haya traiciones?. Por desgracia, y lo vemos cada día, los hermanos se
pelean y dejan de hablarse, e incluso se atacan violentamente, por minucias,
por ridículas particiones de la herencia paterna. No, los lazos de la familia no
son, de por sí, lo suficientemente fuertes como para vencer toda tentación. Y
tampoco lo son los lazos del espíritu, como se demostró con la traición de
184

Judas o con la negación de Pedro. Sin embargo, afortunadamente para el


hombre, todo lo vence el amor. Pero ahora, dejemos de hablar de lo sucedido
en Cafarnaum y empecemos a contar lo que pasó en Jerusalén. Antes, sin
embargo, podríamos cenar y luego, aprovechando la luz que todavía habrá,
os contaré algunas cosas más. Mañana seguiremos.
Nadie pone objeciones. Nicodemo sale, enseguida, para avisar a su mujer y se
encuentra con que Raquel lo tenía ya todo dispuesto. Cenan en el mismo lugar que
tomaron la comida del mediodía. Verduras, pan, aceite y queso constituyen su dieta.
Jesús come con ellos con total normalidad. Los criados sirven la comida y retiran los
platos usados. Al acabar, Jesús toma la palabra y dice:
- Queridos amigos, me parece que estáis más cansados de lo que yo creía. Al
menos así lo veo en la cara de algunos de vosotros. No es cuestión de que
nadie se agote. Tenéis mucho trabajo por delante y cuidar de la salud es una
forma no de amarse a sí mismo sino de amar a los demás. Por eso, aunque
me hubiera apetecido estar un rato más con vosotros, quizá lo mejor será que
os vayáis marchando disimuladamente. Nos veremos aquí mañana, muy
temprano.
- Maestro –le responde Pedro-, haremos lo que tú desees. Efectivamente,
estamos cansados. La tensión es mucha y, a pesar de nuestra confianza en ti,
no podemos evitar que los nervios, y aún el miedo, nos afecten. Sin embargo,
no podemos marcharnos ahora. Aún hay mucha luz y también mucha gente
en las calles. Es peligroso salir en este momento. No nos queda más remedio
que aguardar al menos dos horas, hasta que la oscuridad nos ayude a pasar
desapercibidos. Por eso te pido que, si te parece bien, permanezcamos aún un
rato juntos. No te preocupes de nuestro cansancio, al menos hoy.
- Como quieras, Pedro –le responde Jesús-. Volvamos, de nuevo, arriba, al
desván. No habremos, sin embargo, de encender ninguna luz, por pequeña
que sea, para no llamar la atención de nadie. Así que, en cuanto empiece a
oscurecer, nos despediremos hasta mañana.
El grupo no tarda más que unos minutos en instalarse de nuevo bajo el tejado de
la casa. Más aún que antes, una fresca brisa lo recorre y hace agradable estar allí.
Raquel ha consultado a su marido y éste le ha aconsejado que se una al resto, pero que
si el Maestro dice algo o hace algún gesto de desagrado, ponga una excusa y se vuelva a
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la cocina. Jesús, por el contrario, cuando la ve subir las escaleras junto a los demás, se
dirige a ella:
- Raquel, qué magnífica anfitriona eres. La cena ha estado buenísima. Pero
mucho más que la cena, te agradezco tu fe, tu fidelidad, tu corazón. Por eso
estoy contento de que puedas, por un rato, abandonar tus labores en la cocina
y te unas a nosotros. Aunque no permaneceremos mucho tiempo juntos, por
hoy, confío en que lo vayas a oír te resulte interesante.
- Maestro –responde ella, azorada, pues no es costumbre en las mujeres judías
mezclarse con los hombres-, es un honor para mí tenerte en mi casa y poder
servirte. Si, además, puedo oír de tus labios cualquier cosa que salga de ellos,
me parecerá estar ya en el cielo.
- No creas que el cielo –contesta Jesús, ya en el desván, aunque todavía de
pie- será muy diferente a esto. Allí estaréis, como aquí, continuamente en la
presencia de Dios. Y eso, para el que ama al Señor, es el mayor bien. Los
otros, los que aman las pasiones de la carne, los lujos, las comodidades, o los
que no tienen a Dios en el primer lugar de su vida, deberán aguardar a que su
corazón se purifique e incluso algunos, aquellos que no hayan muerto en la
gracia de Dios y en la comunión con él, tendrán que permanecer alejados de
Dios para siempre.
- ¿Serán muchos los que se condenen? –quiere saber Tomás.
- Serán muchos los que se salven –le responde Cristo-. En cuanto al número
de los condenados, no es la hora ni el momento de hablar de eso. Querido
Tomás, tu curiosidad tendrá que esperar hasta que estés delante de Dios y
puedas verlo todo con claridad y no como ahora, en que parece que un velo
nubla siempre nuestra visión de las cosas. Pero ahora, sentémonos como
antes –añade-. Hacedle un hueco a Raquel en el corro y empecemos.
Todos se sientan. Las tres mujeres se ponen juntas, como suelen hacer las judías
en las raras excepciones en que participan en algún acto junto a los hombres. No hay,
sin embargo, timidez en ellas. Están en familia. Están a gusto. Jesús no tarda en
empezar a hablar.
- Era otoño cuando emprendimos la subida a Jerusalén, ¿os acordáis? –
pregunta Jesús a sus discípulos-. El mes de Tisrí estaba siendo muy húmedo.
Las lluvias nos azotaban con frecuencia y el lago de Genesaret estaba muy
alto, por lo que el Jordán bajaba muy crecido. Desde Cafarnaum fuimos en
186

barca hasta Tiberíades y desde allí emprendimos el camino andando, sin


entrar en la ciudad. En las afueras de la misma acababan de ajusticiar a un
ladrón y asesino. Estaba allí, colgado del madero, con las piernas y los
brazos rotos. La cabeza estaba monstruosamente torturada. En sus hombros
estaban tres cuervos que picoteaban sus despojos.
- Lo recuerdo perfectamente –dice Simón-. Era repugnante. Una prueba más
de la crueldad de los romanos.
- Todos lo recordamos –dice Juan- y hasta hablamos de ello durante un rato.
En lo que no estoy de acuerdo es en que aquello fuera una muestra de la
tiranía de Roma. Probablemente aquel hombre había sido juzgado en el
tribunal de Herodes, pues suya era la ciudad a cuyas puertas yacía. Es el
hombre, romano o judío, creyente o gentil, el que es cruel. Sólo Dios es
capaz de sembrar en nuestros corazones otro tipo de sentimientos. Recuerdo
que de eso precisamente es de lo que estuvimos hablando con Natanael y con
Felipe, mientras dejábamos la ciudad y recorríamos la orilla del lago, hacia
el sur.
- Sí –dice Felipe- y también comentábamos la gran diferencia entre la belleza
de las cosas hechas por Dios y algunas de las que hacen los hombres.
Aunque el cielo estaba gris y la lluvia amenazaba con caernos encima, el
espectáculo del lago era hermosísimo. Dios, como dice el libro del Génesis,
todo lo había hecho bueno. Es el hombre el que ha destruido y corrompido la
obra de Dios.
- Dios todo lo ha hecho bien, efectivamente –dice Jesús-, pero no todo lo que
el hombre hace está mal. Conviene matizar los juicios, Felipe.
- Maestro –es ahora Natanael quien interviene- Juan, Felipe y yo nos dimos
cuenta de que, en aquel tramo del viaje, y hasta bien avanzada la tarde, casi
hasta que paramos a pernoctar, tú ibas solo, callado, casi hundidos tus
hombros. ¿Qué te sucedía?.
- De eso quería hablaros, precisamente –le responde Cristo-. Yo ya sabía que
era mi último viaje a Jerusalén. Mi Padre y el Espíritu me habían advertido
que el final se acercaba. Sabía también la fecha: la próxima Pascua, la
próxima primavera. Era como un condenado a muerte al cual le han fijado el
día de la ejecución. ¿Comprendéis la angustia que, inevitablemente, llenaba
mi alma?. Por más que mi decisión fuera firme, no podía dejar de pensar en
187

que aquella era la última vez que, como hombre vivo, veía las colinas de mi
infancia, el lago, los verdes campos, los frondosos árboles que crecían a las
orillas del río. Pero, además, al salir de Tiberíades, mi Padre me tenía
preparada una sorpresa.
- ¿Cuál? –quiere saber Tomás.
- La de revelarme el tipo de muerte con que había de morir –dice Jesús, sin
poder evitar que, pese al tiempo transcurrido, una nota de angustia empape
su voz.
El silencio se hace, en ese momento, más intenso si cabe. Todos se quedan
rígidos en su sitio. No sólo no hablan, sino que ni se atreven a moverse. Comprenden
que Jesús, al evocar lo ocurrido, está, de alguna manera, sufriendo. Y comprenden,
quizá por primera vez, lo profundo de su sufrimiento. Entonces, cuando caminaban a su
lado bordeando el lago, ellos no sabían lo que iba a suceder. Por más que tuvieran malos
presentimientos, ni creían que la muerte sería el final del camino del Mesías ni
sospechaban que ésta fuera a venir tan pronto y de forma tan cruel. Ahora, de repente,
comprenden hasta qué punto ha tenido que sufrir Cristo. Él mismo lo ha dicho: como un
condenado a muerte al que le han puesto fecha y hora para que se ejecute la sentencia.
Terrible angustia. Más dura aún porque no podía desahogarse con nadie, salvo con su
Padre y el Espíritu. Pero ese dolor, por lo que acababa de decir el Maestro, podía ser aún
peor. En la mente de todos apareció lo que terminaban de comentar: el crucificado
comido por los cuervos a la salida de Tiberiades. Esa fue la revelación que el Padre le
hizo a su Hijo, con el fin de irle anunciando lo que le esperaba.
- ¿De forma –pregunta Pedro, después de unos minutos de silencio en los que
Jesús ha permanecido con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo- que
hasta entonces no sabías que habías de morir crucificado?
- Mi Padre –le contesta Jesús-, desde el principio de todo, desde mi
nacimiento en Belén, me había ido revelando poco a poco todo. Se trataba de
respetar mi humanidad y, por lo tanto, mi capacidad de comprender las
cosas. Pero también se trataba de no hacerme sufrir innecesariamente. A
cada día le basta su afán, como os enseñé en cierta ocasión. Yo ya sabía,
como os he dicho, que había de morir en Jerusalén y que había de hacerlo
coincidiendo con la Pascua. Juan el Bautista, profetizando, había dicho de mí
que era el cordero inocente llevado al matadero. Y los corderos son
sacrificados en el Templo precisamente por Pascua. Pero no sabía cómo iba a
188

ser esa muerte. Cuando vi a aquel pobre hombre, colgado como un guiñapo
de la cruz, con aquellos pajarracos picoteándole, supe que también era la
cruz mi final. La cruz, ahí estaba el secreto de todo. Por eso, cuando niño,
hacía la señal de la cruz en la cabeza de mis mayores cuando morían. Yo no
sabía por qué necesitaba hacer ese gesto. Afortunadamente, mi Padre me lo
tenía velado, como os digo, para que no sufriera más de la cuenta. Pero, ya
entonces, la sabiduría de Dios me instaba a hacer ese gesto de salvación. La
cruz había de ser, pues, no sólo mi patíbulo, sino, sobre todo, mi trono. Allí,
en aquel escenario, se iba a librar la batalla definitiva entre el bien y el mal,
entre la muerte y la vida. Me hubiera dado igual cualquier otro tipo de
muerte. Pero, al conocerlo, no pude evitar un estremecimiento. No olvidéis
que tenía treinta y tres años, unas ganas enormes de vivir y un instintivo y
humano rechazo del dolor y de la muerte. No, yo no amaba el sufrimiento
por el sufrimiento. No iba a morir porque Dios quisiera saciar su sed de
venganza y ofreciera a su Hijo en sacrificio cruento para ello. Iba a morir por
amor, porque sólo el amor podía vencer al pecado. Iba a morir por amor y
estaba decidido a ello. Para eso había venido y, en cierta forma, estaba
deseando que ocurriera ya lo que había de ocurrir. Sin embargo, no podía
evitar que el instinto humano se revelara. No pude evitar que un escalofrío
de miedo, de terror, me recorriera el cuerpo. Ni que un sudor, más frío que el
de la temperatura que nos envolvía, cayera de mis sienes. Sufría y amaba.
Sufría porque amaba y, porque amaba, estaba dispuesto a aceptar el
sufrimiento. Pero no quiero que penséis, y eso es quizá lo que más me
importa en ese momento que tengáis claro, que aquello para mí fue fácil. Yo
era y sigo siendo un hombre. Lo mismo que soy Dios. Y como hombre, mi
decisión fue difícil, angustiosa, terrible. Sólo comprendiendo esto podréis
entender hasta qué punto era grande mi amor.
- Maestro –dice Pedro-, ¿por qué no nos lo dijiste? ¿por qué sufriste tú solo
toda esa angustia?
- Querido Pedro –le contesta-, hay momentos en que todos necesitamos la
soledad. En mi caso, la soledad no existe en un sentido absoluto. Es decir,
incluso cuando estoy a solas, estoy acompañado, porque estoy con mi Padre
y con el Espíritu. En aquellas horas en que, como algunos notasteis, estaba
taciturno, en realidad estaba rezando. Mi Padre y el Espíritu acudieron
189

rápidamente a mí, a consolarme, a darme fuerza, a darme ánimos. Sólo ellos


podían hacerlo. Vosotros sois, perdonad que os lo diga, como árboles tiernos
y jóvenes, en los cuales yo no puedo apoyarme, al menos a partir de cierto
nivel de sufrimiento. Sólo Dios puede ayudarte cuando el nivel de angustia
superar esos límites. Y Dios lo hizo.
- Señor –es ahora Juan quien habla-, ¿si el Padre te ayudó, por qué seguiste
sufriendo?. No entiendo cómo el sufrimiento permanece si Dios te ayuda.
- Mira Juan –afirma Jesús-, quizá eso forme parte de los pocos misterios que
tenemos que aceptar, de las pocas cosas que la fe nos enseña sin que la razón
las pueda demostrar. Aunque no estoy muy seguro de que, incluso esto, no
sea capaz de comprenderlo la inteligencia humana. Sea como sea, la verdad
es que aunque Dios ayude, el sufrimiento permanece. ¿Os acordáis de
aquella vez en que, compadecido del sufrimiento de tantos como me pedían
ayuda, dije: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os
ayudaré”?.
- Sí –dice Mateo, enseguida-, y añadiste: “Cargad con mi yugo y aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi
carga ligera”.
- La verdad –dice Tomás- es que no entendí a qué te referías. Me pareció,
incluso, que hablabas en ese momento o como un embaucador, casi un
sofista griego, o como alguien que ha decidido hacer uso de su poder de
hacer milagros. ¿Cómo puedes ayudar a los que sufren, Señor, si no es
mediante los milagros?. ¿Cómo puedes decir que vas a aliviar al que sufre y,
a continuación, invitarle a que cargue con tu yugo? Por más suave que éste
sea, no deja de ser una carga, lo cual es poco útil, especialmente para
aquellos que si han venido a ti es porque están cansados y agobiados con sus
propios yugos.
- Sé que resulta difícil de entender y todavía no os puedo hablar de ello –
responde Jesús-, pero el misterio está relacionado con mi muerte en la cruz y
con la amistad que se tenga conmigo. Pero habíamos empezado a hablar de
esto para explicaros cómo el Padre me ayudó cuando recibí el golpe de saber
de qué tipo había de ser mi muerte. Tú, Juan, no comprendías cómo Dios
puede ayudar al que sufre sin quitarle el sufrimiento. Pues bien, yo os digo
que hay un auxilio por parte de Dios que es real, que produce alivio, sin que
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eso suponga la realización de un milagro que acabe con el problema.


Precisamente la palabra “alivio” significa “disminución”, no “desaparición”.
Eso es lo que hizo mi Padre conmigo y eso es lo que yo deseo hacer con
vosotros y con todos los que venga a mí, con tal de que cumplan las
condiciones necesarias.
- ¿Cuáles son esas condiciones, Maestro? –pregunta Juan.
- Mucha gente se sentirá decepcionada –asegura Natanael, sin darle tiempo a
Jesús a responder a su compañero-. Lo que la mayoría quiere no es ese
“alivio” que tú ofreces, sino la desaparición completa de sus problemas.
- ¡Claro, ahora comprendo! –exclama Santiago el del Zebedeo-, por eso
muchos se sintieron defraudados de ti y te abandonaron. No encontraron
milagros y la ayuda que tú les ofrecías era poco para lo que ellos querían y
esperaban.
- No es verdad –es Simón, ahora, quien habla-. Si la gente abandonó a Jesús
fue porque éste no quiso ponerse al frente de una revolución para echar a los
romanos de nuestra tierra.
- Vamos por partes –dice Jesús, interrumpiendo la cadena de exclamaciones
de sus apóstoles-. En cuanto a lo de las condiciones de que os he hablado, os
prometo que os lo explicaré todo con detalle, pero no ahora, sino cuando os
hable del significado de lo que celebramos en la última cena y del
significado profundo de mi muerte. Tenéis razón, por lo demás, los tres,
Santiago, Natanael y Simón. La gente se sintió defraudada de mí porque
esperaban otra cosa. Unos, como decís vosotros dos, querían soluciones
rápidas y completas a sus problemas personales: dinero abundante, salud
perpetua, afecto por parte de las personas que ellos amaban. Otros, como
dice Simón, lo que esperaba de mí era una guerra, una revuelta contra los
extranjeros y también contra los ricos y los saduceos que oprimen a nuestro
pueblo. Como no encontraron nada de todo eso, se sintieron defraudados y se
fueron. Por eso os dije, confío en que lo recordéis, aquello de “dichoso el que
no se sienta defraudado de mí”. Por eso os pregunté: “¿También vosotros
queréis marcharos?”.
- Y yo te contesté –dice Pedro-, “¿a dónde vamos a ir, Señor, si sólo tú tienes
palabras de vida eterna?”.
191

- Dijo –añade Santiago el del Zebedeo- lo que todos sentíamos. Nosotros


estábamos a tu lado, a pesar de nuestras imperfecciones y nuestros egoísmos,
no por dinero, ni por conseguir de ti éste o el otro favor. Ni siquiera Simón
estaba junto a ti por motivos políticos. Estabamos contigo por amor a ti.
Estábamos contigo porque sólo tú habías sido capaz de llenar nuestro
corazón de Dios. Teníamos, tenemos, hambre de Dios y sólo tú sacias ese
hambre. Buscamos a Dios, Señor, y por eso estamos contigo. Al principio no
sabíamos que tú mismo eras Dios. Después comprendimos que si tú saciabas
nuestra sed de espiritualidad no era porque tú fueras como un pozo que
conserva mucho agua que le llega de otro sitio, sino porque tú eres el
manantial, es decir porque tú eres Dios.
- Gracias, Santiago –dice Jesús, mirando a uno de sus más queridos
discípulos-, pero vamos a seguir un poco más, pues de lo contrario no podré
terminar mañana, como es mi deseo. Repuesto ya del golpe de saber cómo
iba a ser mi muerte, comprendí que ese golpe iba a ser demoledor para
vosotros.
- ¿Por qué? –pregunta Felipe.
- No hace falta que el Maestro conteste a esa pregunta, Felipe –dice Santiago,
su primo-. Puedo hacerlo yo. Para mí, tan celoso observante de la ley como
soy, el hecho de que alguien muera en una cruz es señal manifiesta de que
Dios le ha abandonado. No en vano hay una frase en nuestras Escrituras que
dice: “Maldito el que cuelga de un árbol”. Siempre la hemos interpretado
como referida a los que son crucificados. Si al Señor le hubieran cortado la
cabeza, como hacen con los que son ciudadanos romanos, su muerte no
habría tenido el mismo significado. Morir crucificado quería decir morir
maldito, pero no sólo por los hombres, sino por Yahvé. Dios no puede estar
con un crucificado. Dios no puede consentir que un justo muera crucificado.
Los profetas que fueron asesinados por los reyes o por el pueblo, lo fueron
con otro tipo de muertes. Esa, tan terrible, está reservada para los que han
sido condenados por Dios al fuego del infierno.
- No olvidéis, queridos amigos –es ahora Nicodemo el que interviene-, que
toda nuestra ley se basa en un principio muy claro: el que tiene éxito es
porque Dios está con él; el que fracasa es porque Dios le ha abandonado. De
hecho, la enseñanza del libro de Job no es aceptada por algunos. ¿Cómo va
192

Dios a permitir que un justo sufra? Si así lo hiciera, él no sería justo, con lo
cual tendríamos que concluir que o bien Dios no existe o bien Dios no es
bueno. Si Dios es bueno, los justos tienen que recibir bienes en la tierra y
triunfar siempre, mientras que los malos tienen que recibir males y sufrir
fracasos. Lo que sucede es que algunos, los que creemos en la vida después
de la muerte, pensamos que eso no es siempre tan claro y que, quizá, Dios
permita el sufrimiento del hombre justo y el triunfo del malvado aquí en la
tierra, aunque luego ajuste cuentas con ellos en el cielo. Pero, en todo caso,
tiene razón Santiago, para nosotros, los conocedores de la ley, el verdadero
problema no fue sólo que tú, Rabí, murieras a manos de tus enemigos, pues
también hubo profetas que conocieron ese mismo final. El verdadero
problema estaba en que la cruz había sido designada en nuestras Escrituras
como símbolo de maldición. No de maldición humana, sino divina. Por eso
quisieron que murieras así. Por eso el Sanedrín, a pesar de mis intentos, te
juzgó y te condenó por blasfemia. Era importante para ellos que quedara
claro a los ojos del pueblo que eras un impostor religioso, alguien al cual
Yahvé no apoyaba.
- Todo eso lo sabía yo –dice Jesús- antes que vosotros. Por eso tuve que
empezar a prepararos para lo que iba a suceder. ¿Os acordáis de que,
subiendo a Jerusalén desde Jericó, poco antes ya de llegar a la ciudad, os
hablé de mi muerte? ¿Recordáis qué os dije?.
- Yo sí me acuerdo, y creo que lo anoté esa misma noche en uno de mis
papiros –dice Juan-, pero entonces no lo entendí. Hablaste aludiendo a lo que
había ocurrido cuando el pueblo peregrinaba por el desierto, al ataque de las
serpientes. En aquella ocasión, Moisés recibió de Yahvé el encargo de hacer
una serpiente de bronce y ponerla en una vara alta, de forma que todo aquel
que hubiera sido picado por uno de esos animales, sólo con ver la serpiente
de bronce quedaba curado. Tú dijiste algo así, después de citar lo ocurrido en
el desierto: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos a mí”.
- Sí, eso fue lo que dije –confirma Jesús-. Y eso fue lo que ocurrió y lo que
ocurrirá. ¿Cuál fue la primera intervención del Maligno en la historia del
hombre? –pregunta.
- La tentación a Eva y a Adán en el paraíso –contesta Nicodemo-. Y lo hizo
tomando, precisamente, forma de serpiente.
193

- Ese fue, pues, el primer pecado, el principio de todo. De ese pecado original
todos, menos mi madre y yo, lleváis la huella tan sólo con nacer.
- ¿Por qué tu madre no la lleva? –pregunta Tomás.
- Porque hay dos formas de curar a las personas, una después de contraída la
enfermedad y otra evitando que la contraiga. Mi madre, en previsión de que
de su carne debía nacer yo, fue curada antes de que pudiera enfermar y por
eso es, como le dijo el ángel, llena de gracia, inmaculada, concebida sin
pecado original. Pero dejemos eso y sigamos con lo que estábamos hablando.
Todos, os decía, nacéis con la marca del pecado. Por si fuera poco, todos
añadís pecados personales a ese pecado original. Son nuevo y reiterados
triunfos del maligno, ofensas hechas a mi Padre y daño que vosotros os
infligís a vosotros mismos. Aquella mordedura de las serpientes en el
desierto eran un símbolo de la mordedura del pecado en el alma de los
hombres. Si Moisés recibió la orden de hacer la serpiente de bronce y
elevarla para que, los que la vieran, se curaran, fue como previsión a mi
propia elevación, también en un madero, en este caso en una cruz. Lo mismo
que entonces con la serpiente de bronce, desde mi muerte, todos los que me
miren crucificado se salvarán.
- ¿Sólo con mirarte se salvarán? –pregunta, sorprendido, Pedro.
- Los que, mirándome crucificado –le responde Jesús-, sientan compasión de
mí, sientan amor por mí, sientan agradecimiento hacia mí, esos se salvarán.
Porque esos, los que me amen, serán ya, al menos en su corazón, discípulos
míos y podrán recibir los efectos redentores de mi muerte en la cruz. Como
ha recordado muy bien Juan, yo no sólo hablé de que se iban a salvar los que
me miraran con amor mientras yo padecía en la cruz, sino que afirmé que,
cuando eso sucediera, “atraería a todos a mí”.
- Tienes razón, Señor –vuelve a decir Pedro-. Pero si atraes a todos hacia ti es
ahora, cuando te vemos resucitado. Si no hubieras resucitado, por más que,
al verte crucificado, hubiéramos sentido una profunda pena, no habríamos
tenido fuerza para estar a tu lado. De hecho, te vimos así y, a pesar del
profundo dolor que sentíamos, nos alejamos corriendo, llenos de miedo.
- Así es –confirma Cristo lo que ha dicho el primero de los discípulos-, pero
en el futuro, cuando los que se identifiquen conmigo y con mi mensaje
mediten estas cosas, ellos conocerán desde el principio la historia completa;
194

es decir, sabrán que he muerto y que he resucitado. Sólo que, si mi muerte


hubiera sido otra, por ejemplo aplastado por un carro o víctima de una
epidemia, entonces no se sentirían atraídos por mí del mismo modo y no
podrían amarme con la misma intensidad. Mirad, el corazón del hombre es
como una fortaleza poderosa hecha de piedras y rodeada de fosos profundos.
El corazón del hombre es de piedra y no hay forma de entrar en él. La cruz,
yo en la cruz, soy el ariete que utiliza el asaltante, mi Padre, para quebrar las
puertas de hierro, para romper las más sólidas murallas. Sólo al verme
crucificado, sólo al contemplarme así, como me describió el profeta: “varón
de dolores, acostumbrado a sufrimientos”, sólo entonces, quizá, la roca dura
del corazón del hombre se ablande. Y si eso sucede, entonces mi Padre, el
Espíritu y yo, que somos el ejército que quiere conquistar esa fortaleza para
salvarla, podremos entrar dentro de ella, hacer morada en ella, limpiarla de
sus podredumbres, darle la vida que necesita. Luchamos contra el hombre
para salvar al hombre. Luchamos contra el corazón de piedra del hombre
para conseguir que surja en su lugar un corazón de carne, un corazón
auténticamente humano, un corazón capaz de amar, capaz de agradecer.
- ¿Y si falla el ariete? –pregunta Nicodemo-. ¿Y si no tiene éxito el plan de
conquista y la fortaleza de piedra no es vencida? ¿Y si el hombre, viéndote
crucificado, se muestra indiferente a tu amor e incluso se ríe de ti porque te
considera un fracasado?
- ¿Qué más puedo hacer por el hombre? –pregunta, a su vez, Jesús-. Ha sido
creado por Dios a su imagen y semejanza. Él le ha respondido alejándose de
Dios y ofendiéndole. A pesar de eso, Dios ha seguido estando a su lado, le ha
buscado por las soledades y desiertos donde el hombre se introducía. Dios no
ha abandonado nunca al hombre y, en su plan de salvación, ideó la existencia
de un pueblo, el nuestro, que fuera un lugar privilegiado en el que él pudiera
ir revelándose al conjunto de los hombres. Envió mensajeros y profetas,
bendiciones y calamidades, siempre con el fin de dirigir a ese pueblo elegido
por el camino del bien. Cuando llegó el momento oportuno, y ante el fracaso
de los intentos anteriores, decidió enviar a su propio Hijo para completar la
revelación, para reconciliar a los hombres con él y para ganarse su corazón.
Dime tú, Nicodemo, ¿qué más puede hacer Dios para salvar al hombre, si, a
pesar de todo esto, el hombre se muestra indiferente al amor de Dios?.
195

- Maestro –interviene Mateo, impidiendo que Nicodemo responda-, esto


último que has dicho se parece mucho a aquella parábola que nos contaste
sobre un hombre que tenía una viña que había arrendado a unos labradores.
Les mandó sucesivos criados para que pagaran lo debido y, al final, llegó
incluso a mandar a su hijo único. Los viñadores no sólo habían pegado y
maltratado a los criados, sino que llegaron incluso a matar al hijo. Tú dijiste,
en aquella ocasión, que el dueño de la viña daría un castigo ejemplar a
aquellos malvados. ¿es eso lo que sucederá?
- Como en las escuelas de las sinagogas –responde Jesús-, así será lo que
ocurra el día del juicio. Mi Padre, como el buen rabino que intenta
desesperadamente enseñar la lección a los alumnos más torpes, no
suspenderá a nadie. Serán los alumnos los que se suspendan a sí mismos. Yo
no he venido a condenar a nadie, sino que he venido para que los hombres
tengan vida y la tengan en abundancia. Son los hombres los que se condenan
a sí mismos. Y lo hacen, entre otras cosas, cuando, viéndome crucificado,
viendo hasta qué punto ha sido grande mi amor por ellos, se encogen de
hombros y se alejan de mí para revolcarse en el pecado, para hacerse daño y
hacer daño a otros, para hacer daño a mi Padre.
- Hijo, es de noche –interviene, con delicadeza, María-. Algunos de los aquí
presentes están cansados.
- Gracias, madre –le responde Jesús-. No hemos podido terminar, así que
mañana seguiremos. Pero no nos veremos aquí. No es seguro. Lo haremos en
casa de José de Arimatea. Estaré por la mañana, al alba, con todos, incluidos
vosotros Nicodemo y Raquel, si queréis venir. Por la tarde, en cambio, estaré
a solas con mis apóstoles. Por cierto, os doy una contraseña para que podáis
ser identificados por el criado de José que os abrirá la puerta trasera de su
casa.
- ¿Cuál? ¿Esto me recuerda mis tiempos con los zelotes? –pregunta Simón.
- “El amor vive” –le responde Jesús-. Y ahora marchaos, unos a dormir a
vuestras habitaciones y los otros a las casas en las que estáis alojados.
Apenas pronunciadas estas palabras, el mismo viento que había soplado
precediendo a Jesús, vuelve a envolver a todos en el desván de la casa de Nicodemo.
Unos instantes después, Jesús ya no está. Una sensación de vacío invade, entonces, a
todos. María es la primera en reponerse. Dirigiéndose a Magdalena, dice:
196

- Vámonos a descansar, hija. Estoy rendida y mañana, estoy segura, va a ser


un día muy especial.
Ellas dos son las primeras en salir. Después lo hacen los demás. Con pocas
palabras, Nicodemo despide a los apóstoles que se difuminan, como fantasmas
sigilosos, entre las oscuras callejuelas de la ciudad. Llevan en el corazón la alegría por
haber estado con Cristo y la tristeza por no seguir a su lado. Dos de ellos, que pasan la
noche en casa de un curtidor de cuero, Felipe y Natanael, hablan así por el camino:
- Noto su presencia –dice Felipe- como si fuera la de una fuerza que todo lo
invade y que me da valor para cualquier cosa, hasta para afrontar la peor
tortura. En cambio, cuando no está, me siento mal. No me basta el recuerdo
de lo que me ha dicho para tener ánimo. ¿Te pasa a ti lo mismo, Natanael?.
- Sí –le contesta su amigo-. A su lado, todo lo que no sea él lo estimo basura.
En cambio, cuando desaparece, me lleno de temor y no puedo menos que
pensar que lo que hacemos es una locura. Ha dicho que pronto se irá para
siempre, coincidiendo con la fiesta del Sabu’ot. ¿Crees que nuestro grupo
perseverará unido cuando él no esté?
- Lo veo difícil –afirma Felipe-. Somos demasiado distintos. Tú y yo, y quizá
Santiago el de Alfeo, podríamos llegar a entendernos. Pero ¿por qué
obedecer a Pedro, que es más torpe que nosotros? ¿Y cómo convivir con
Mateo, que ha sido un publicano?. Cuando él está, todo eso se diluye; es
como si las diferencias entre nosotros fueran insignificantes. En cambio, en
su ausencia todo vuelve a cobrar su dimensión real.
- De todas formas –responde Natanael-, hay que confiar en su palabra. Ha
dicho que nos enviaría a un protector, al Espíritu Santo. Dios quiera que,
además de darnos fuerzas para predicar su mensaje, nos ayude a superar los
problemas internos. Sin eso, todo nuestro trabajo, aunque fuera fructífero,
sería en vano.
No tardan los dos amigos en llegar a su alojamiento. Cuando lo hacen ambos
tienen la impresión de que alguien les ha acompañado. Aunque la oscuridad es grande,
intentan, llenos de temor, escudriñar las sombras para saber si un espía de los sacerdotes
o de los romanos les ha seguido. No ven a nadie, ni oyen ruido de pasos alejándose.
Encogiéndose de hombros, entran en la casa amiga que les recibe. Están seguros de que
puede ser su última noche, pero han optado por seguir a Jesús y ya no van a volverse
atrás en esa decisión.
197

A la mañana siguiente, Felipe y Natanael, lo mismo que los otros apóstoles, se


dirigen, en pequeños grupos, a la casa de José de Arimatea. Ésta no está lejos de la de
Nicodemo. Sin embargo, reunirse en ella supone una gran provocación hacia los
sacerdotes que han ordenado la muerte de Jesús. Relativamente cerca se encuentra la
casa de Caifás, donde el Señor fue conducido, apenas ser atrapado en el Huerto de los
Olivos. Si los enemigos de Jesús llegan a enterarse de que los principales seguidores de
Cristo están juntos, tan cerca, les será imposible a éstos escapar. De un solo golpe, se
pondría punto final a la incipiente comunidad.
Por eso, aunque nadie ha expresado su objeción, esa noche, todos excepto María,
no habían podido evitar pensar que aquella cita podía ser la última y se habían
preparado interiormente para morir. La madre de Jesús estaba tan segura de que su hijo
sabía lo que hacía, que no había perdido el tiempo en plantearse posibilidades.
Al alba, como estaba acordado, de forma furtiva y por la puerta de atrás, los
apóstoles se van reuniendo en casa de José. Nicodemo, también él camuflado, ha sido
de los primeros en llamar a la puerta de su viejo amigo dando la contraseña convenida,
testimonio por sí misma de la resurrección del Maestro. Le acompañan María,
Magdalena y Juan, pero no su esposa, Raquel, que ha preferido quedarse, no por miedo,
sino para no llamar más la atención.
José, avisado con tiempo suficiente por Jesús, ha tomado las mismas medidas
que Nicodemo: despedir a la mayor parte de su servidumbre y enviarla a preparar una
de sus fincas en el campo, con la excusa de que pronto marcharía para pasar allí el
verano. Sólo quedan en la casa, con él, dos criados. Uno de ellos, anciano y
completamente fiel a su señor, y el otro, más joven, pero ferviente seguidor de las
enseñanzas de Cristo. Como es viudo y sin hijos, no ha tenido que preocuparse por lo
que pudiera pensar su esposa. El buen hombre, acoge gustoso a los amigos de Jesús,
según van llegando. Cuando reconoce a María, apenas cruzar el umbral de su casa, se
pone de rodillas ante ella y, como antes habían hecho Nicodemo y Raquel, le dice:
“Gracias por venir a mi casa. Tu presencia me hace dichoso y me recompensa con
creces de cualquier contratiempo que pudiera ocurrir. Si estoy dispuesto a dar la vida
por tu hijo, también lo estoy por ti. Cuando Jesús se me apareció me hizo saber que esta
vez sí ibas a acompañarle”.
María, muy sorprendida, como le ocurrió dos días antes en casa de Nicodemo,
no se contiene en esta ocasión y pregunta:
198

- ¿Por qué este trato, José?. Nos conocemos desde hace tiempo y siempre he
tenido contigo una gran confianza, pero nunca te habías puesto de rodillas
ante mí. Me siento un poco nerviosa cuando te veo así.
- Tu Hijo –dice mientras se levanta-, cuando se me apareció para avisarme de
que vendríais hoy a mi casa, me anunció también tu presencia. ¿Sabes cómo
te llamó?.
- No –contesta María.
- La “llena de gracia” –responde el anfitrión-. Y como yo le preguntara que a
quien se refería, él me dijo: “José, recuerda que ese fue el título con que el
ángel Gabriel saludó a mi madre cuando mi concepción. Claro que también
puedes llamarla ‘Madre de Dios’, pues eso es lo que ella es”.
- Algo parecido me dijo a mí, cuando se me apareció, resucitado, para decirme
que ibais a venir a mi casa –interviene ahora Nicodemo-. No me caí al suelo
del susto por poco. ¡Es tan difícil para nosotros aceptar que Dios pueda
hacerse hombre!.
- ¿Y que una mujer pueda ser ‘Madre de Dios? –añade José-. Es como si todos
nuestros planteamientos, nuestras certezas, acerca de la divinidad, se
hubieran resquebrajado. Si no fuera por la resurrección de Cristo, como buen
judío, no tendría más remedio que proclamar que todo esto no son más que
terribles blasfemias. Pero la resurrección lo cambia todo. Si Cristo ha
resucitado es que Dios está con él, respaldando su mensaje. Partiendo de ahí,
todo encaja, todo tiene sentido, hasta que yo, un venerable y rico anciano
judío, maestro de la ley y poderoso, me ponga de rodillas ante una mujer
galilea que no sabe leer. Vivimos en un mundo nuevo, Nicodemo –dice,
dirigiéndose a su colega.
- Un mundo –dice Juan- en el que se cumple que lo esencial está oculto a los
ojos porque sólo se ve con el corazón. Un mundo como el que anunció Jesús,
cuando dio gracias a su Padre por haber ocultado la sabiduría de Dios a los
que se las dan de sabios y entendidos, mientras que se la había revelado a la
gente sencilla.
El grupo no puede seguir hablando. Un golpe tras otro, seguidos siempre de la
contraseña, de “el amor vive”, suena en la puerta y el criado de José hace pasar, poco
después, de dos en dos o de tres en tres, al resto de los apóstoles. Por expreso deseo de
Jesús, el grupo es conducido hacia la espaciosa sala en la que Cristo, la noche en que iba
199

a ser entregado, compartió su última cena con sus discípulos. Apenas ha entrado el
último de los apóstoles, José despide a su criado y le ordena que, junto al viejo sirviente
que ha quedado en la casa, monten guardia, cada uno en un lado del edificio, para
prevenir cualquier contratiempo. No se ha disipado aún el ruido de la puerta al cerrarse,
cuando el Señor se hace presente en medio de sus discípulos. Como ninguno se había
sentado, con rapidez se acercan al Maestro, expresándole su alegría por aquel nuevo
encuentro.
- No temas, José –empieza diciendo Jesús-. Te aseguro que hoy no vendrá
nadie a molestarnos. Vuestra hora no ha llegado. Antes tenéis que dar
testimonio de mí y de mi mensaje en los confines del mundo. Veo –añade,
sonriendo-, que casi todos tenéis ojeras. Se ve que el sueño no ha sido
vuestro aliado esta noche. Confío en que no os durmáis ahora, mientras os
hablo.
- Gracias, Señor –dice José de Arimatea, el primero en hablar-, por bendecir
de nuevo mi casa con tu presencia. Está todo preparado, como me pediste,
para que podamos pasar aquí la jornada. No tengo criados que nos sirvan,
pues los dos que he retenido junto a mí tienen órdenes de no despegarse de
las ventanas, así que yo mismo os iré sirviendo a todos cuando necesitéis
agua fresca o cuando llegue la hora de la comida. Las sillas están dispuestas
ahí, junto a la pared. Podemos sentarnos cómodamente y empezar a
escucharte cuando quieras.
Dicho y hecho. Los apóstoles forman un corro con las cómodas butacas de estilo
romano que José había hecho subir al comedor de su casa, del cual había despejado la
mesa que había servido para la última cena de Jesús, aunque ésta se encontraba en un
rincón de la gran sala, de forma que en el centro quedaba un gran espacio libre que
permitía que todos tuvieran acomodo en torno al Maestro. Éste, una vez terminada la
colocación de sus discípulos, no tarda en empezar a hablar.
- Llegamos a Jerusalén en el mes de Tisrí. Habíamos tenido un viaje
incómodo, de agua y frío. La fiesta del Sukkot estaba a punto de comenzar
en la ciudad. A pesar del mal tiempo, la ciudad estaba alegre y confiada. La
cosecha de uva había sido muy buena, lo mismo que la de trigo. Muchos
hacían ya los preparativos para celebrar, al final de la fiesta del Sukkot, el
día del Seminí Aséret. Ese día era muy desagradable para mí. Las veces en
que había coincidido en Jerusalén con esa celebración, me había ausentado
200

de la ciudad, para evitar verme implicado en el espectáculo de borracheras y


excesos en que caen incluso aquellos que, durante e resto del año, son
escrupulosos observantes de los más nimios preceptos. Para mí, la “alegría
de la ley”, el “alivio de la ley” no consiste en echar una cana al aire un día al
año y tomarme, ese día, toda clase de licencia. La ley se alivia a sí misma
mediante la misericordia. Una ley que necesita un día de alivio es, en el
fondo, una ley que está proclamando su dureza. Es el amor lo que alivia a la
ley, no el vino. Pero, en fin, como os iba diciendo, llegamos a Jerusalén en
vísperas de empezar el Sukkot. Nos alojamos en el campamento destinado
para los galileos. Podía haber ido a Betania, a casa de Lázaro, pero no tenia
intención de esconderme, al menos de momento. Por eso no me importó que
me vieran todos y que, incluso mis parientes, a los cuales había dicho que no
iba a subir a Jerusalén para celebrar la fiesta, se sintieran sorprendidos de
mis cambios de planes.
- Pero estuvimos poco en el campamento de los galileos, Maestro –recuerda
Juan.
- Lo suficiente –añade Jesús- para que todo Jerusalén supiera que estaba en la
ciudad y que no andaba ocultándome.
- No les diste tiempo para que tuvieran dudas, Señor –recuerda Pedro-, en
plena fiesta, creo que era el quinto día de la misma, fue cuando ocurrió lo de
la adúltera.
- Lo recuerdo perfectamente –vuelve a intervenir Juan-, incluso debo tener
anotadas las frases que Jesús pronunció, porque se me quedó todo muy
grabado y esa misma noche garabateé unas líneas en mis papiros.
- Cuéntalo tú, entonces –le anima Jesús-. Después yo diré cuáles fueron mis
impresiones.
- Estábamos cerca del Templo –rememora Juan lo ocurrido-, no lejos del
ángulo dominado por la torre Antonia. Un grupo, sabedor de que ibas a pasar
por allí, tenía una celada preparada. Como en otras ocasiones, buscaban una
excusa, bien para desprestigiarte ante la gente, bien para poder acusarte de
desacato ante los romanos o ante los sacerdotes. En esta ocasión, la excusa
era una mujer. Una pobre mujer, joven y guapa, casada con un viejo por su
familia para saldar una deuda, a la que habían tendido una trampa. Dos días
antes, habían pagado a un hombre joven muy guapo, famoso en Jerusalén
201

por prestarse a hacer favores a muchas nobles damas, para que cortejara a la
infeliz. Ella había cedido con facilidad. Le había bastado un día para
conseguirla. Si no hubiera sido porque todo estaba dispuesto para ello, la
aventura le habría durado sólo otro día y al tercero ya la habría olvidado,
sustituyéndola por otra nueva víctima de sus encantos o por alguna mujer
mayor dispuesta a pagar por ellos. La joven esposa creyó que él estaba
enamorado de ella y le abrió la puerta de su casa y de su alcoba. Él, en
connivencia con los sacerdotes y los fariseos, lo dispuso todo para que tus
enemigos, Maestro, los pillaran en flagrante adulterio. A la pobre tonta la
arrastraron casi desnuda hasta la calle. A él, como estaba previsto, no le
hicieron nada. Al contrario, le dieron una bolsa con dinero y le dejaron
marchar. Cuando pasábamos, como digo, camino del Templo, aparecieron
ellos. Todo estaba bien calculado. La arrojaron a tus pies, mientras una
multitud bien aleccionada sostenía una nube de piedras sobre la cabeza de la
aturdida mujer. Entonces fue cuando te preguntaron qué había que hacer con
ella. Si tú, llevado de tu natural compasión, como ellos preveían, decías que
había que perdonarla, te acusarían de ser alguien de moral relajada, incitador
al adulterio. Si, por el contrario, accedías a que se cumpliera lo previsto por
la ley, te presentarían ante el pueblo como un hombre sin entrañas, pues
contarían a todos que, en el fondo, la muchacha había sido engañada por un
sinvergüenza y que, en aquel caso, el castigo había resultado excesivo. Era
un dilema. Uno más de tantos como tus enemigos te habían planteado. Lo
que ellos no esperaban es que lo resolvieras tal y como lo hiciste.
- ¿Tú sabías todo eso? –pregunta Magdalena.
- Sí –responde Jesús-, pero aunque aquella mujer no hubiera sido engañada
con el fin de tenderme a mí una trampa, hubiera reaccionado igual. Estoy
totalmente en contra de la ley que permite apedrear hasta la muerte a las
mujeres sorprendidas en adulterio. En realidad, estoy en contra del uso de la
muerte como castigo. No sirve como escarmiento, si es que es eso lo que se
pretende, a la vez que impide la rehabilitación del criminal y se corre el
riesgo de ajusticiar a inocentes.
- Lo que hiciste aquella mañana nos sorprendió a todos, Señor –dice Judas
Tadeo-. No nos esperábamos tu silencio.
202

- Ni que empezaras a escribir –añade Juan-, en la arena del suelo, los pecados
ocultos de aquellos que habían tendido la trampa a la mujer. Por eso se
pusieron tan nerviosos. Cuando llevabas ya un rato escribiendo y ellos sabían
bien lo que allí contabas, te levantaste y dijiste: “El que esté limpio de culpa
que tire la primera piedra”. Luego seguiste escribiendo en el suelo. No
tardaron en desaparecer. Uno tras otro, dejaron caer las piedras que llevaban
en las manos y se marcharon. La mujer quedó allí, en el suelo, todavía
aturdida, con heridas en las rodillas, en los brazos y en las manos. Los
cabellos caían sobre su cara y le daban un aspecto de fiereza. La pobre, sin
embargo, lo que estaba era asustada. Como podía, intentaba taparse su
cuerpo con los jirones que le habían quedado de la poca ropa que llevaba
cuando fue echada a golpes de su casa. Tú te acercaste a ella y le dijiste:
“Mujer, ninguno te ha condenado. Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no
peques más”.
- Estoy de acuerdo con lo que hiciste, Maestro –interviene ahora Santiago el
de Alfeo -. Estoy en contra, como todos nosotros, de la ley que permite matar
a las adúlteras y que, en cambio, no castiga a los hombres que cometen el
mismo pecado. Pero, ¿no crees que la indulgencia es peligrosa? ¿no puede
llegar a convertirse en una incitación al pecado? ¿Si las conductas malas no
son castigadas, no se sentirán tentados los buenos a dejar de serlo y a
comportarse como los malos?.
- Pobre es la motivación –le responde Jesús- que tiene como principal
alimento el miedo. El hombre que sólo deja de hacer el mal pensando en el
castigo, no parará de dar vueltas hasta que crea haber encontrado la fórmula
de eludir la vigilancia de la ley para hacer aquello que le place. Es verdad
que se dice que “el miedo guarda la viña”, pero también es cierto que, a
pesar de todas las amenazas de castigos, no deja de haber ladrones y
criminales. Además, lo que yo hice con aquella mujer no fue una aceptación,
ni siquiera tácita, de su comportamiento. Tenéis que aprender a distinguir
entre la condena del pecado y la condena al pecador. Lo primero tiene que
quedar siempre bien claro. Lo segundo, no os toca a vosotros llevarlo a cabo.
Sólo Dios puede juzgar al hombre, pues sólo Dios conoce todas las
circunstancias que intervienen y condicionan el comportamiento del hombre.
Dejadle a Dios que ejerza de Dios. Es decir, dejad al Señor que haga de juez.
203

Por lo demás, recordad que yo despedí a aquella muchacha diciéndole que se


fuera y que no volviera a pecar más. No le dije que lo que había hecho no
tenía importancia y que podía repetirlo. Me consta, además, de que ella está
agradecida a mi comportamiento y que su vida discurre ahora por el sendero
de la honestidad.
- Sí –afirma Magdalena, ella misma protagonista de un gesto de bondad como
el llevado a cabo por el Maestro con aquella pobre muchacha-, tienes razón,
Rabbuní. Es el amor, es tu amor, lo que convierte y lo que transforma. Jamás
hubiera yo cambiado por miedo a la ley. Lo tuve, ciertamente, hasta que caí
la primera vez. Luego, cuando te acostumbras al pecado, ya todo te da igual.
Te vas degradando poco a poco y la mirada de desprecio que te dirigen los
que se creen justos contribuye a esa degradación. En cambio, contigo,
Maestro, me sentí tratada con dignidad. Tú me miraste como me miraba mi
madre cuando era una niña inocente. En tus ojos vi mi inocencia y me di
cuenta de que todavía era posible volver a recuperarla. Tu amor me ayudó a
cambiar, porque, por primera vez en muchos años, no me sentí juzgada ni
despreciada, sino amada. Alguien me quería tal y como yo era, sin que eso
significara que aprobaba lo que yo hacía. Me quería a pesar de mis pecados.
Me quería y estaba dispuesto a quererme aunque siguiera pecando. Por eso
cambié. He oído, me lo dijo una vez un cliente griego que tuve y con el que
llegué a mantener una cierta amistad, que un sabio griego ha dicho: “Dadme
un punto de apoyo y moveré el mundo”. Tu amor, Maestro, fue mi punto de
apoyo. Tu amor movió mi mundo y lo sacó de la ciénaga del pecado donde
estaba metido para colocarlo en el cielo de tu amistad que es donde se
encuentra ahora. No temas, por lo tanto, Santiago, que la misericordia
produzca relajación. Puede ser que ocurra en algún caso, pero más inútil es
intentar que la gente actúe sólo por miedo. Eso sí que no sirve de nada.
- Por otro lado –completa Jesús su enseñanza-, la misericordia no debe ser
contemplada de forma aislada y separada de la justicia. Os repito lo que ya
os he dicho tantas veces. Cuando uno os diga que Dios es misericordia, decid
que también es justicia. Y cuando os diga que es justicia, recordadle que
también es misericordia.
- Maestro, no nos has contado qué sentiste tú ante todo aquello –dice Judas
Tadeo.
204

- Me dio una profunda pena –responde el Señor a su primo-. No sólo por


aquella mujer, una pecadora al fin. Sino por los fariseos y los saduceos, que
habían elaborado una trampa tan meticulosa con tal de crearme dificultades.
¡Qué grande es su odio!, pensé. No les importa, con tal de herirme, hacer
daño a otros. No les importa destruir la vida de los demás, con tal de
hacerme daño a mí. No necesitaba ninguna confirmación externa acerca del
final que me esperaba, pues me bastaba lo que el Padre me había revelado.
Pero, si hubiera tenido alguna duda, aquello habría bastado para despejarla.
Iban a por mí y nada se interpondría en su camino hasta que consiguieran
darme alcance.
- Maestro, en esa época –habla ahora Juan-, sucedió también otra cosa, que
nos causó a varios de nosotros una profunda impresión, pero no sé situarla en
el tiempo. ¿Cuándo ocurrió lo de los diez leprosos que vinieron a pedir que
les curaras?.
- Fue antes de llegar a Jerusalén, cerca de Jericó. Les mandé que acudieran
ante el sacerdote para, como establece la ley, que éste certificara que estaban
sanados y pudieran reintegrarse a la vida normal, entrando en las ciudades
sin miedo. En el camino, les dije, se curarían. Así ocurrió y sólo uno de ellos,
samaritano, por cierto, volvió para darme las gracias. Los otros, se
apresuraron a obtener la cédula de limpieza y a reintegrarse a su vida de
siempre. Varios, por cierto, han terminado mal, a pesar de que no ha pasado
mucho tiempo desde que fueron curados; su objetivo ha sido, desde
entonces, divertirse y tratar de recuperar el tiempo perdido y eso tiene
siempre malas consecuencias.
- ¡Qué triste debió de ser, hijo, que sólo uno volviera a darte las gracias! –
exclama María.
- Sí, fue muy duro. Fue un golpe más, un anticipo de lo que iba a ser mi
muerte en la cruz –responde Jesús a su madre-. Yo no les importo, pensé. No
soy nadie para ellos. No significo nada en sus vidas. Sólo me quieren por lo
que pueden sacar de mí. Sólo se acordarán de mí mientras les sea útil. Y eso
no los fariseos o los saduceos, sino la gente normal. Haga lo que haga por
ellos, es casi imposible que en su corazón se abra paso el agradecimiento.
“El amor no es amado”, pensé. El amor de Dios, que desciende sobre el
hombre como si fuera un torrente de gracia y bendiciones, no produce en la
205

mayoría de los hombres más que indiferencia. ¡Qué difícil es cambiar el


corazón del hombre!. ¡Qué difícil es que deje de ser un corazón de piedra
para convertirse en un corazón de carne, en un corazón capaz de decir la
palabra: gracias!.
- No me atrevo a hacer muchas promesas –dice Juan-, porque, como le pasa a
Pedro, ya no me fío de mí mismo. Pero te he dicho antes y te lo repito ahora
que mi corazón, Señor, es todo tuyo. Yo no quiero pedirte nada o, por lo
menos, no quiero que eso sea lo que me mueve a relacionarte contigo. Sólo
quiero vivir con un sentimiento en el corazón, el del agradecimiento. Y
hacerlo de tal forma y con tanta intensidad que te sirva de desagravio por las
muchas ofensas que te causan los hombres y que yo mismo te he causado.
- Gracias Juan –le responde Jesús-. Sé que eres sincero y sé también que,
como tú, todos tenéis esos mismos sentimientos hacia mi Padre y hacia mí.
Aquel leproso que vino a darme las gracias era uno entre diez, pero, os lo
aseguro, su presencia compensó la ausencia de los otros nueve. Es como
cuando hay sequía, ese año el vino es más rico, más fuerte. Así sucede con
los frutos de los hombres, quizá sean pocos, pero llenan de alegría el cielo
cuando se producen.
- Maestro –dice Pedro-, en esa época sucedió también lo del tributo al César.
Fue otro intento de los sacerdotes para cogerte en un renuncio y, en este
caso, poder denunciarte ante el gobernador romano o denigrarte ante el
pueblo.
- Sí, era el mes de Kislew, el corazón del invierno. Ya había pasado la época
en que se pagan los impuestos. Sin embargo, ellos pensaron que cualquier
momento era bueno para tenderme una celada. Como les había fracasado lo
de la adúltera, pensaron en enfrentarme con los romanos.
- Para ello –continúa Mateo la narración, interrumpiendo a Jesús-, según tengo
anotado en mis papiros, te preguntaron si era lícito o no pagarle el tributo al
César. Si contestabas que sí, quedabas mal ante el pueblo, que odiaba ese
tributo. Si contestabas que no, ibas a ser denunciado inmediatamente por
alterar el orden público y conspirar contra Roma. Cualquiera de las dos
respuestas era buena para ellos. Era, ciertamente, una trampa perfecta. Lo
que sucedió es que no contaron, como había pasado con la adúltera, con tu
capacidad para salir ileso de las situaciones más comprometidas. Se
206

quedaron de piedra cuando tú les dijiste que te mostraran un denario. Al


hacerlo, les pediste que identificaran la imagen que en él había. Cuando te
contestaron que era del César, les dijiste: “Pues dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios”. Eso les desarmó.
- Pero, ¿significa esa respuesta, Maestro, que es lícito pagar tributo a los
opresores de nuestro pueblo? –quiere saber Simón.
- Simón, Simón –le responde Jesús-, te aseguro que en aquel momento yo no
estaba para dictar enseñanzas acerca de lo que tiene que hacer un pueblo
conquistado con respecto a sus conquistadores. Era, simplemente, una
trampa. A ellos lo que menos les importaba era lo del impuesto. Todos ellos
lo pagaban, sin hacerse ningún problema de conciencia. Algunos, incluso,
hacían negocio con esos impuestos. Pero, ya que lo dices, te diré que mi
misión en la tierra no es la de convertirme en juez de las múltiples, pequeñas
o grandes, rencillas y litigios entre los hombres. He venido para elevar el
listón de vuestras aspiraciones. Tú estás preocupado por la liberación política
de Israel. ¿Y qué ocurriría si eso se consiguiera? ¿Serían justos todos sus
habitantes? ¿Dejaría, con ello, de haber robos, crímenes, adulterios,
blasfemias, escándalos?. Yo no he venido para ser el Mesías que conduzca a
Israel a liberarse del yugo romano. He venido para que Israel se libere del
yugo del pecado. Y no sólo eso, sino para que obtengan esa libertad todos los
demás pueblos de la tierra.
- Perdona que insista –vuelve a la carga el tozudo Simón-. Estoy de acuerdo
contigo, pero sigue en el aire mi pregunta. ¿Qué hay que hacer con las
injusticias? ¿es que la lucha por conseguir que los hombres se conviertan a
Dios nos debe inhibir de la lucha por conseguir que desaparezcan las
injusticias en la tierra? Si así fuera, ¿no podríamos ser acusados, algún día,
de ser utilizados como esa droga que es fruto de la adormidera, para hacer
que la gente piense en cosas celestiales y se despreocupe de los asuntos de la
tierra, dejando así las manos libres a aquellos a los que les interesa que las
cosas sigan como están?
- Una vez os dije –recuerda Jesús- que debíais buscar primero el Reino de
Dios y su justicia y que lo demás se os daría por añadidura. La búsqueda del
Reino de Dios es también búsqueda de la justicia. No se puede buscar el
Reino sin buscar la justicia. Lo que sucede, Simón, es que hay cosas que
207

debéis hacer vosotros y hay cosas que debía hacer yo. Mi tiempo era
limitado, apenas tres años ha durado mi vida pública. En ese corto espacio de
tiempo, he tenido que concentrarme en lo esencial. Lo demás, os toca a
vosotros procurarlo, y a los que os sucedan. Pero también debe quedaros
claro que el Reino de Dios en su plenitud nunca se producirá en la tierra, por
más que eso no tiene que desanimaros en el intento de que se parezca lo más
posible a lo que se disfrutará en el cielo. Por lo tanto, no os dejéis de
preocupar por los asuntos de la tierra, especialmente por la resolución de
aquellos que hacen sufrir a los hombres. Pero no pongáis en la solución de
esos problemas vuestras esperanzas de felicidad. Resuelto un problema,
aparecerá otro. La felicidad sólo se obtendrá, de forma plena, en el cielo.
Aquí, en la tierra, tendréis tanta más felicidad no cuantos menos problemas
tengáis sino cuanto más cerca de Dios estéis. Por otro lado, se cumple
también lo contrario: cuanto más cerca de Dios está una persona, menos
puede aceptar, sin hacer nada, que en el mundo existan injusticias, odios,
guerras, hambres o calamidades. Un creyente sincero, al menos un creyente
en mí, no puede permanecer impasible ante el dolor del prójimo. ¿O no es
eso lo que yo os he enseñado?.
- Sí, Maestro, tienes razón –responde Simón, que, por fin, parece haberse
quedado completamente convencido-. Además –añade-, ya nos has dicho que
los fines, por buenos que sean, no justifican los medios, por lo cual no nos
cabe, a tus discípulos, hacer uso de la violencia. Pero, personalmente, opino
que no hay que pagar el tributo al César.
- Yo, por el contrario –dice Pedro-, creo que sí hay que hacerlo. Me gustaría
que nuestro pueblo fuera libre y que fuera grande, como lo fue en tiempos de
David y de Salomón. Pero, sinceramente Simón, eso cada vez me preocupa
menos. Lo que de verdad me importa es llevar el mensaje de Jesús a todos.
Si luchar por la independencia de nuestro pueblo me distrae de la
predicación de ese mensaje, prefiero que Israel siga siendo colonia romana.
Además, bajo los romanos resulta que tenemos menos guerras y menos
injusticias que bajo nuestros propios reyes, que se han comportado casi
siempre como unos tiranos. Quizá otros, seguidores de Jesús incluso, deban
dedicarse a procurar la liberación de Israel, por medios pacíficos. Pero
nosotros, sus apóstoles, no tenemos tiempo que perder. Lo nuestro es
208

transmitir la buena noticia de que Dios existe, que es amor y que ha mandado
a su único Hijo para redimirnos de nuestros pecados. Esa buena noticia hará
feliz al que la oiga y crea en ella, aunque esté encadenado en una cárcel
injusta. En cambio, si dedico todo mi tiempo a romper sus cadenas, quizá no
pueda anunciarle a él o a otros que hay otras cadenas, las del alma, que Dios
ha roto. Que unos, los que no son apóstoles, se dediquen a las cosas de este
mundo, me parece bien. Nosotros, en cambio, los que hemos sido testigos de
la muerte y la resurrección del Señor, nos debemos dedicar a llevar a todos la
mejor de las noticias, la mejor de las esperanzas.
- Tienes razón –vuelve a reconocer Simón, esta vez dirigiéndose a Pedro-. Por
mi parte, elijo dedicar mi vida a romper las cadenas del pecado. Pero confío
en que algunos de los que crean en Jesús por mi testimonio se dediquen
también a romper las cadenas de la esclavitud y la injusticia.
- No te quepa duda –interviene Jesús- de que eso sucederá. Y mucho más de lo
que imaginas. Pero, queridos amigos, debéis darle tiempo al tiempo. No todo
se puede hacer a la vez. Haced siempre lo que es prioritario, lo
imprescindible. Dejad que sea Dios el que haga de Dios. Vosotros, no lo
olvidéis, sois solamente hombres y, como tales, estáis sujetos a los límites
del tiempo y del espacio. No podéis estar en dos sitios a la vez, ni podéis
hacer que el día dure el doble. Haced, pues, lo imprescindible, aquello que, si
vosotros no lo hacéis, nadie hará. Y recordad que yo, como hombre, aprendí
a respetar el ritmo de Dios, el ritmo del misterio, el ritmo de la lentitud.
Pensad en los treinta años de Nazaret y luego sacad las consecuencias para
vuestra propia conducta.
- Has recordado, Maestro –dice Mateo-, que fue en Tebet cuando sucedió lo
del tributo al César. Pero, si no recuerdo mal, fue poco después cuando
debimos salir huyendo de Jerusalén porque te querían apedrear.
- Tienes razón –le contesta Jesús-. Fue en el mes de Sebat y tuvimos que irnos
al otro lado del Jordán. Intentaron apedrearme porque me había hecho igual a
Dios. Según pasaba el tiempo, las posturas se iban clarificando. Ni ellos se
andaban con tapujos ni yo tampoco. Pero, como todavía no había llegado mi
hora, pude escapar sin problemas.
- Todo empezó por lo de la curación de aquel ciego de nacimiento. Si no lo
hubieras hecho –dice Tomás-, quizá no habría ocurrido nada.
209

- ¡Qué tontería! –exclama Simón-. De sobra sabes, Tomás, que iban a por él.
Si no hubiera curado a aquel ciego, habrían encontrado otro motivo para
intentar apedrearle. Les había fallado lo de la adúltera. Les había fallado lo
del tributo al César. Encontraron lo del ciego de nacimiento, pero, de no
haber hallado eso, habrían echado mano de otra cosa.
- ¿Qué fue lo que pasó con ese ciego? –quiere saber María-. Yo estaba en
Caná y, aunque llegué a Betania poco después, nadie me ha contado ese
milagro.
- Tu hijo –le responde Juan-, se encontró una mañana con un ciego que le
pidió que le devolviera la vista. No hacía mucho que habíamos celebrado la
fiesta de Hanukká, que como sabes, dura desde el 25 de Kislew hasta el
segundo día de Tebet. En esos días, los sacerdotes habían estado tranquilos y
no se habían metido con nosotros. No querían que, en plenas celebraciones
conmemorativas de la dedicación del Templo, hubiera tumultos. Pero cuando
la Hanukká acabó y todos los peregrinos hubieron regresado a sus casas,
reanudaron sus intentos de acabar con Jesús. A principios de Sebat, antes de
que empezaran los preparativos para celebrar la fiesta del Tu-bi-sebat y se
comenzaran a engalanar con luces las ventanas y las sinagogas, sucedió lo
del encuentro con el ciego. Lo era de nacimiento y se trataba de un mendigo
muy conocido en Jerusalén. Nadie podía dudar, por lo tanto, de la veracidad
de su ceguera, así que, como había sucedido en otras ocasiones, su curación
no podía achacarse a nada más que a un milagro. El Señor no lo dudó ni un
instante. La curación fue instantánea, como fue instantáneo el
agradecimiento de aquel hombre y el júbilo con que empezó a proclamar por
toda la ciudad el milagro. Aquello no podía resultar más fastidioso para los
sacerdotes y para los fariseos. En plena campaña para desprestigiar a Jesús y
acabar con él, aquel milagro daba nueva fama al Maestro y les ponía más
difíciles las cosas. Por eso llamaron a aquel hombre a un juicio y le
intentaron convencer de que cambiara su testimonio. Llamaron incluso a sus
padres, que aún vivían, para que negasen que su hijo era ciego de
nacimiento. Ellos lograron escabullirse de las tretas de los sacerdotes, lo
mismo que hizo su hijo. A pesar de las amenazas, no cambiaron su
testimonio, aunque los padres dejaron que fuera el hijo el que resolviera sus
propios asuntos. Fue éste, por lo tanto, el que no se arredró y el que,
210

desafiante, empezó a proclamar, ahora ya abiertamente, que Jesús era el


Mesías. Llegó, incluso, a invitar a los fariseos a que se hicieran discípulos
del Maestro. Así las cosas, un día de los que Jesús fue al Templo, antes de la
fiesta del año nuevo, le acusaron de que, con sus curaciones, estaba
haciéndose pasar ante el pueblo por alguien igual a Dios. Todo estaba
preparado para que, hecha la acusación, un grupo de colaboradores de los
sacerdotes empezaran a apedrear a tu hijo, María. Afortunadamente, y de
forma no menos milagrosa que lo de la curación del ciego, Jesús logró
escapar. Sin embargo, no nos quedó más remedio que abandonar la ciudad y
esperar a que los fariseos y sacerdotes se calmaran un poco.
- No fue una novedad para mí –dice Cristo-. Yo ya sabía el día y la forma en
que había de morir. Por eso no tenía miedo a que ocurriera antes. Al
contrario, esa certeza, como le sucede al condenado a muerte al que ya no le
pueden hacer nada peor que matarle, me volvía más decidido. Debía
aprovechar el tiempo para concluir mi misión, para preparar a mis discípulos
lo mejor posible a fin de que pudieran aguantar el golpe que se avecinaba.
Por eso, más que por miedo a que me hicieran algo, nos fuimos de Jerusalén.
Allí, en la otra orilla del Jordán, no sólo estábamos a salvo de las iras de
nuestros enemigos, sino que tenía tiempo para hablar con ellos.
- Estando allí –sigue diciendo Juan-, fue cuando nos avisaron de que Lázaro se
encontraba muy enfermo. La verdad, Maestro, ninguno de nosotros entendió
por qué, si no fuimos enseguida a Betania para curarle, lo hicimos más tarde,
cuando ya había muerto.
- No entendéis –le responde Jesús- porque vuestro horizonte es muy limitado.
Lo malo –añade- es que tendéis a pensar que lo que no entendéis no tiene
explicación. No cabe, en la mayoría de los hombres, un voto de confianza en
la providencia de Dios. Cuando algo no entra en vuestra cabeza, pensáis que
no puede entrar en la cabeza de nadie, ni siquiera en la de Dios.
- Maestro –dice Felipe-, ya sabes que somos torpes y lentos para entender. Ten
paciencia con nosotros. Dinos, ¿por qué aquel retraso cuando te anunciaron
la enfermedad de Lázaro?.
- Era necesario -sigue hablando Jesús- daros una última señal, o mejor, la
antepenúltima. Hacía falta no sólo un gran milagro, sino también dejar
211

constancia de que lo que iba a ocurrir con mi vida lo decidíamos mi Padre y


yo, no las circunstancias ni los designios de los hombres.
- ¿Entonces –pregunta Magdalena-, tú consentiste en que Lázaro muriera para
poder luego resucitarle?.
- Fue un favor que le pedí a un amigo –le responde Cristo-. O mejor, fue un
favor que le hice a un amigo, con dos días de retraso. Yo no provoqué la
enfermedad mortal de Lázaro. Es cierto que podía haberme precipitado a
Betania, pues estábamos a dos jornadas escasas de viaje, y podía haberle
curado. Por cierto, vosotros me aconsejasteis que no me acercara a Jerusalén.
Estábamos a mediados de Adar y no hacía más que unas pocas semanas que
habíamos abandonado la ciudad. Sin embargo, si yo retrasé el viaje a Betania
no fue por miedo, sino porque comprendí enseguida que la enfermedad de mi
amigo Lázaro no era casual. Era la última oportunidad de daros,
especialmente a vosotros, una lección imprescindible.
- ¿Cuál, Señor? –vuelve a preguntar Magdalena.
- La de que soy Señor de la vida y de la muerte –le responde Cristo-. Yo debía
pasar, necesariamente, por el trance de la crucifixión. Y de ninguna manera
convenía que vosotros pensarais que eso era el final de todo, tanto mi final
como persona como el final de la validez de mi mensaje. Así que decidí
pedirle a mi amigo Lázaro, sin decírselo a él, por supuesto, que me hiciera el
favor de pasar por la amargura de la muerte para poder luego resucitarle.
Vosotros lo necesitabais y yo estaba seguro de que, de habérselo consultado,
él hubiera accedido a ello con mucho gusto. Por lo demás, como os decía, yo
no tenía responsabilidad alguna sobre su enfermedad y tampoco tenía
obligación alguna de curarle o resucitarle. De ese modo, se trataba de hacerle
un favor a él aunque con cierto retraso, para, a la vez, hacéroslo a vosotros.
- Comprendo, Señor –contesta Magdalena-, pero el favor no se lo pediste sólo
a Lázaro, sino también a sus hermanas, a Marta y a María. Ellas lo pasaron
muy mal y, de hecho, Marta te reprochó que no hubieras acudido antes para
evitar que su hermano muriera.
- Marta se equivocó –es ahora Santiago el del Zebedeo quien interviene-. Ni el
Maestro tenía obligación de acudir a Betania, ni siquiera era aconsejable que
lo hiciera. Comprendo que, ante la angustia de la enfermedad de Lázaro, ella
se pusiera nerviosa y mandara llamarle, pero debería haber tenido en cuenta
212

el riesgo que Jesús corría si se acercaba a Jerusalén. Fue un poco egoísta por
su parte poner al Señor en esa peligrosa situación. Y fue más egoísta todavía
reprocharle que no hubiera acudido antes. A mí, por lo menos, me dio la
impresión, cuando la oí quejarse, de que se comportaba como si fuera la
dueña de la casa regañando a un criado que no ha sido todo lo diligente que
se esperaba de él.
- Marta estaba muy nerviosa, efectivamente –vuelve a hablar Jesús-. Y por eso
yo no le tuve en cuenta sus palabras. Cuando la gente sufre mucho, cuando
han perdido a un ser querido o cuando están atravesando una larga
temporada dura, suelen perder el control de las palabras y aún de las
acciones. Hay que ser muy comprensivo en esos casos. Como digo, no le
tuve en cuenta a Marta su enfado conmigo. Aproveché sus quejas para
suscitar, en ella, una confesión de fe. ¿Alguno recuerda lo que le contesté
cuando me vino a decir que su hermano había muerto por mi culpa, pues si
yo hubiera acudido antes no le habría pasado nada?.
- Le invitaste a que tuviera fe en ti –responde Juan-. Le dijiste que su hermano
no estaba muerto, sino vivo. Ella te contestó que ya sabía que su hermano
vivía, pero en el cielo. Entonces tú le volviste a preguntar si tenía fe en ti, en
tu capacidad para resucitar a un muerto, pues tú eras, según dijiste, “la
resurrección y la vida”. Ella contestó:: “Creo, Señor”. Y entonces tú, en
contra de sus consejos, pues te decía que el muerto ya olía por los días que
llevaba enterrado, fuiste hasta la boca de la tumba. Después de ordenar que
quitaran la losa, gritaste: “Lázaro, sal fuera”. Y el muerto, después de unos
momentos de confusión y espera, apareció, envuelto en los mismos sudarios
con que le habían enterrado. Creo que jamás, ninguno de los que
presenciamos aquel milagro, podremos olvidarlo. A todos se nos pusieron
los pelos de punta, tanto por ver a un muerto resucitado salir de su tumba
como porque comprendíamos que era un milagro impresionante el que
acababas de realizar. De hecho, muchos de los amigos de Lázaro, creyeron
en ti aquel día.
- Poco les duró la fe –dice Pedro-, lo mismo que a nosotros. A las pocas
semanas ya se nos había olvidado todo y, en lugar de creer en esa misma
capacidad de Jesús para vencer a la muerte, corríamos asustados como
conejos cuando vimos que era apresado y conducido al suplicio.
213

- Pero es que era muy diferente –objeta Andrés- ver a alguien vencer la muerte
de otro que pensar que él mismo, una vez muerto, podía vencer a su propia
muerte.
- No era tan diferente, hermano –responde Pedro-. En el fondo, se trataba de
creer en que Jesús era Dios y que, como Dios, no podía morir. Esa fe fue,
justamente, la que nos faltó. Y eso que Jesús nos había advertido de lo que
iba a suceder y nos había mostrado, con ese milagro, por ejemplo, de la
grandeza de su poder y de la unidad que mantenía con Yahvé.
- A mí, más que todo eso –interviene Magdalena-, me impresionó verte llorar.
No sé si los apóstoles habían presenciado alguna vez ese espectáculo, pero
para mi fue la primera vez. Eso sí que no lo olvidaré nunca.
- De hecho –añade Juan-, muchos dijeron, al ver llorar a Jesús, “cuánto le
quería”.
- Sí –dice Pedro- y otros aprovecharon para darle la vuelta a sus lágrimas y
criticarle, añadiendo: “si tanto le quería, por qué no vino antes de que
muriera para curarle”.
- La gente siempre es así –vuelve a tomar la palabra Jesús-. Si haces algo, te
critican porque lo has hecho. Si no lo haces, te critican porque no lo has
hecho. En la vida no faltan nunca espectadores que jamás moverán un dedo
para solucionar ningún problema, pero que criticarán despiadadamente a los
demás, incluso si aciertan. Por eso no hay que darle mucho valor a las
opiniones de esos ociosos. La opinión que hay que tener en cuenta es la de
Dios, una opinión que, a poco que se sepa escuchar, resuena con fuerza en la
propia conciencia. Por lo demás, así como mi retraso había sido calculado,
mis lágrimas no lo fueron. Eran, incluso, mayores, porque era consciente de
que, efectivamente, yo podía haberle ahorrado el mal trago de la muerte.
Aunque no tenía ninguna obligación de curarle y tenía muchos motivos para
resucitarle, sentí dolor por haberle tenido que pedir ese favor a mi amigo, y
también a sus hermanas. Fue, por lo tanto, como un anticipo, un anuncio, de
mi propia muerte. Lo mismo que yo debía morir, aun sabiendo que tres días
después iba a resucitar, él, Lázaro, también debía pasar por ese trance a fin
de colaborar conmigo en la obra de la redención.
- Tus lágrimas, Maestro –vuelve a intervenir Magdalena-, eran, en ese caso,
distintas a las nuestras cuando perdemos a un ser querido.
214

- Cuando alguien muere –contesta Cristo-, hay siempre dos partes implicadas.
Una es el difunto, otra es la familia o los amigos. El primero parte, los otros
se quedan. Es a éstos, naturalmente, a los que vemos llorar. Al difunto le
vemos poseído de ese rigor que da la muerte y que a veces deja en el rostro
una profunda huella de paz, mientras que en otras ocasiones desfigura
completamente la cara del ser amado. Pero en ningún caso podemos saber
nada de cómo está él. Si hubiera la forma de conseguirlo, nos
sorprenderíamos, porque no se trata, salvo en caso de condenación ante el
tribunal de Dios, de un paso a una vida de dolor, sino del encuentro con el
sumo bien, la suma belleza, la eterna sabiduría. Esa contemplación del rostro
de Dios, a la que tienen acceso los justos, los que han amado, es la auténtica
y plena felicidad. En cambio, lo que nosotros vemos cuando muere alguien,
es el llanto y el dolor de los que quedan. Es, por un lado, comprensible y, por
otro, una muestra de falta de fe. Es comprensible, porque hay una
separación; por mucha fe que se tenga, se sufre al saber que, al menos
durante una temporada, ya no se va a estar con el ser querido; esa separación
es un desgarro tan fuerte que la fe puede mitigar, pero no hacer que
desaparezca plenamente. Lo que sucede es que, aquellos que no tienen fe, o
que tienen una fe en la existencia de la otra vida muy débil, creen que la
separación es para siempre. Es terrible afrontar la muerte, la propia o la de
los seres más queridos, desde la sensación de que somos como animales, que
morimos y desaparecemos, nos convertimos en estiércol que da nuevo
alimento a las plantas. Ante la muerte, lo mismo que ante las dificultades de
la vida, es cuando se comprende la suerte enorme que significa tener fe. Ya
os hablé, al principio de estas confesiones mías, cuando estábamos en el
Tabor, de lo que significó para mí descubrir la virtud de la esperanza. Pues
bien, ese es un gran tesoro que está disponible para todos, pero que sólo
algunos hombres quieren poseer. Otros, quizá porque necesitan o creen
necesitar que todo esté claro y explicado, se cierran a la fe y, con ello, se
privan de la esperanza. Ante la muerte y ante la vida están solos. Están solos,
sin nadie que les ayude en sus peores momentos. Están solos, y eso es aún
peor, sin nadie a quien poder dar las gracias cuando las cosas les están yendo
bien. En realidad no son, como dicen los griegos, ateos. Los ateos no existen.
Son creyentes, pero creen en otra cosa distinta a la que creen los que tienen
215

fe en la existencia de Dios. Creen en la “no existencia de Dios”. Y esa fe no


sólo es más ardua y difícil de aceptar que la de los creyentes en Dios, sino
que, sobre todo, es mortífera; en lugar de dar vida, lleva consigo la muerte;
en lugar de ser portadora de esperanza, de fuerza, de ánimo, lleva consigo
desencanto, apatía y una poderosa exigencia: la de vivir en esta vida, la única
que se conoce y en la que se cree, sin otra norma ni otra moral más que la
que a uno mismo le convenga. Por eso muchos paganos, griegos y romanos,
pero no sólo ellos, llevan ese tipo de vida tan alocada; son ansiosos
buscadores de momentos de felicidad, que ellos creen poder conseguir a
través del placer. Esos que llaman “epicúreos”, creen que no hay nada más
que lo que podamos conseguir de goces terrenales y a ellos se entregan sin
medida ni límite alguno. Los otros, sin duda mejores, los llamados
“estoicos”, muestran un rostro triste del hombre, pues predican una vida
sujeta a normas de respeto al prójimo, pero como no creen en la existencia de
la otra vida ni en el encuentro con un Dios que es amor y es Padre, se
encuentran desprovistos de la alegre virtud de la esperanza.
- Pero tú, rabbuní –insiste Magdalena-, ¿por qué lloraste ante la tumba de
Lázaro? ¿si sabías que iba a resucitar, si sabías que la espera para volverle a
ver era corta, por qué lloraste?.
- Como os he dicho –contesta Jesús- es imposible, por mucha fe que se tenga,
dejar de sentir el golpe de la muerte. Cuando uno pierde un amigo, un padre,
una madre o, peor aún, un hijo, el desgarro interior es inevitable. Yo quería
mucho a Lázaro. Tengo corazón, no soy de piedra. No soy indiferente ni a
las alegrías ni a las penas. No lo olvidéis, soy un hombre, un auténtico
hombre, por más que sean también Dios. Ya había sufrido mucho cuando
supe que estaba enfermo; sufrí más todavía cuando tuve que tomar la
decisión de dejar que muriera. Todo ese dolor estaba acumulado en mi
corazón, que se encontraba verdaderamente acongojado. Explotó ante la
tumba de mi amigo, ante las lágrimas de sus hermanas, ante la certeza de que
tanto él como ellas lo habían pasado mal. No os avergoncéis, por lo tanto, de
vuestras lágrimas cuando alguien muera. No reprochéis a los que lloran por
la muerte de un ser amado que lo hagan. El mismo Hijo de Dios lo hizo y,
con ello, ha justificado y aún bendecido ese desahogo. Lo que hay que hacer,
eso sí, es impedir que el dolor se convierta en una ola arrasadora, en algo que
216

se lleve consigo toda fe y toda esperanza. La vida existe después de la


muerte. Tened esa certeza y que ella os sirva de asidero para hacer frente, sin
desesperar, a la gran angustia que experimenta el que queda cuando el ser
más amado se va.
- Es un gran regalo para los hombres el que nos haces con estas palabras –dice
José de Arimatea, que habla por primera vez, venciendo su extraordinaria
timidez-. Yo mismo, como Nicodemo, ya estoy cerca del momento final. Y
es muy distinto afrontarlo desde la perspectiva que tú ofreces, Maestro, a
hacerlo pensando, como dicen los saduceos, que no existe nada más allá de
la muerte.
- Sí, es uno de los mayores regalos que Dos ha querido transmitir, a través
mío, a los hombres –le responde Jesús-. He visto, querido José, morir a
mucha gente a lo largo de mi vida. Han muerto familiares míos, amigos,
conocidos. He visto morir a jóvenes y a ancianos. Unos fallecieron de
accidente, otros ajusticiados por crímenes reales o falsos, otros fueron
víctimas de enfermedades terribles. He visto a mucha gente morir y les he
visto sufrir, a ellos y a los suyos. A algunos, como el hijo de aquella viuda de
Naim o como a Lázaro, les resucité. Rompí la ley natural establecida por mi
Padre, hice una excepción con ellos. Pero ese regalo, el de la resurrección
para una prolongación de la vida aquí en la tierra, no es el mayor de los
regalos. Todos aquellos a los que resucité deberán volver a morir y algunos
lo han hecho ya. En cambio, este regalo, el de la certeza de que hay otra vida
después de la muerte y que vamos a ser juzgados con una ley de misericordia
por un Dios que es Padre, ese regalo es para todos y no se agota nunca. ¡Qué
torpes y poco inteligentes son aquellos que deciden creer en que Dios no
existe!. No sólo no les bastan las evidencias de esa existencia que gritan cada
noche las estrellas en el cielo o cada día la belleza de las flores y la variedad
de los animales, sino que, por su obstinación, se privan del gran tesoro de la
esperanza. Tened esto presente siempre, queridos amigos: la fe es el
principio de todo y es un don que Dios da y que el hombre acepta o rechaza
libremente; el amor es la forma de vida de aquellos que quieren imitar a
Dios, una forma de vida que no sólo es útil para los demás sino que nos
ayuda a librarnos de los disgustos que, en este mundo y en el otro, da el
pecado; pero la esperanza es el gran regalo que mi Padre ha reservado para
217

sus hijos, para aquellos que tienen fe en él y para aquellos que quieren amar
como él ama. Tened fe, tened amor y Dios os regalará la esperanza. Cuando
ella os posea, cuando ella os llene por completo, experimentaréis una gran
paz, sean cuales sean las circunstancias de vuestra vida; una paz que hará
que nada os turbe u os espante, porque sabréis que todo se pasa, todo menos
aquello que es el cimiento del edificio de vuestra vida: el amor de Dios. Ese
amor de Dios es el único que no se muda, que no cambia como cambian
caprichosamente los amores de los hombres. Ese amor de Dios, esa infinita
esperanza, será la que, incluso aquí en esta vida, os haga sentir que sólo Dios
basta.
- Maestro –vuelve a hablar José de Arimatea-, se acerca la hora de la comida.
¿Quieres decirnos algo más, o me voy en busca de mis criados para que me
ayuden a servir, aquí mismo, la mesa?.
- Estamos terminando, querido José –le contesta Jesús-. Aguarda un poco y,
enseguida, podrás servirnos la comida. He hablado de la resurrección de
Lázaro, y de lo que significó para mí. Pero he omitido algo que sucedió en el
camino, cuando subíamos a Jerusalén. Vosotros, recordadlo, no queríais que
yo fuera a Betania, por el riesgo a que allí nos apresaran y condujeran a la
cárcel. Yo aproveché la ocasión para deciros que, efectivamente, mis
enemigos iban a caer sobre mí, aunque no en esos días precisamente.
Entonces fue cuando, por primera vez, no sólo os hablé de mi muerte sino de
que ésta iba a ser en una cruz. Aunque, añadí, al tercer día voy a resucitar.
¿Te acuerdas, Pedro, de lo que me dijiste y de lo que te contesté?
- ¿Cómo olvidarlo? –responde éste, avergonzado-. Yo te dije que eso no podía
ser de ningún modo, que debías quitarte esas malas ideas de la cabeza. Tú
me contestaste, de viva voz, para que todos lo oyeran: “!Apártate de mí,
Satanás, que me haces tropezar!”. Me dio muchísima vergüenza, sobre todo
porque no mucho antes me habías instituido, también ante todos, como el
primero de tus apóstoles, aquel al que los demás debían obediencia en tu
ausencia.
- Nunca te pedí disculpas por haberte gritado –le dice Jesús, con ternura-. Si lo
hice no fue sólo para que tú supieras que tus insinuaciones me estaban
haciendo daño. Sin quererlo tú, te estabas convirtiendo en un aliado de
Satanás, en alguien que me animaba a que no cumpliera lo que Dios quería
218

de mí. Todo eso te lo podía haber dicho en voz baja, al oído. Si te grité fue
porque era preciso que todos se enteraran de que, llegado el momento de la
verdad, había que saber cumplir con la voluntad de Dios. Ante las
persecuciones, ante las grandes dificultades de la vida, no son necesarios los
discursos floridos, sino valentía y presencia de ánimo. Cuando os encontréis
con alguien que duda en cumplir con su deber, no le invitéis a que retroceda,
a que huya, a que vuelva la espalda a sus obligaciones. Animadle a que sea
valiente y a que haga aquello que Dios espera de él. Naturalmente, se tratará
siempre de discernir cuál es la voluntad de Dios, pues a veces lo que Dios
quiere no es que suframos inútilmente. Pero si ha llegado la hora de la
prueba, la hora de la cruz, de lo que se trata es de ir hacia ella con la cabeza
alta. Hay que saber vivir con dignidad, con la dignidad de los hijos de Dios;
eso lleva consigo mantener esa dignidad ante los problemas, ante el
sufrimiento, ante la persecución y también ante la muerte.
- Después de esto, que yo también recuerdo muy bien –dice Juan-, subimos
hacia Jerusalén y llegamos a Betania. Lo que me sorprendió fue, sin
embargo, que casi inmediatamente después de resucitar a Lázaro, me
enviases a mí de regreso a Galilea, a Caná, para traer a tu madre.
- Yo sé por qué lo hizo –afirma María-. Él me necesitaba cerca y yo necesitaba
estar cerca de él. ¿No es verdad, hijo?.
- Así es, madre –contesta-. Ese regalo, el de tu compañía, me lo había
concedido el Padre. Además, hubiera sido una injusticia hacia ti no haberte
permitido estar a mi lado en la hora de mi muerte. Aunque tu ausencia al pie
de la cruz te habría quitado algún sufrimiento, mayor hubiera sido éste
cuando te hubieras enterado de que tu hijo había muerto solo, sin amigos, sin
el consuelo del cielo e, incluso, sin el consuelo de su madre. Por eso mandé a
Juan a buscarte. El final era ya inminente y yo necesitaba tu ayuda y tú
necesitabas ayudarme.
- Estuvisteis muy poco tiempo en Betania –dice Nicodemo-. Caifás, al saber lo
de la resurrección de Lázaro y la nueva popularidad que te rodeaba, estando
tan cerca ya las fiestas de Pascua, decidió acelerar la hora de tu muerte.
Afortunadamente, logré enterarme y te puse sobre aviso. Tú y los
muchachos, incluido Lázaro, pudisteis escapar por poco y os fuisteis a
Efraím.
219

- No tardamos en volver –añade Jesús- Como bien dices, Nicodemo, el tiempo


se nos echaba encima. Pasados unos días, cuando nadie nos esperaba y los
fariseos y sacerdotes creían que podrían celebrar la Pascua sin mi presencia,
para ajustarme las cuentas después de las fiestas, yo regresé. Esta vez, en
cambio, lo hice descaradamente. Por eso dimos aquella fiesta en casa de
Lázaro, a los ojos de todos, provocando a todos.
- Sí –dice Juan-, fue cuando Judas Iscariote se sintió escandalizado porque
María, la hermana de Lázaro, derramó la libra de perfume de nardo en tus
pies. Con lo que costaba aquel perfume, dijo, podían haberse hecho muchas
limosnas a los pobres. Tú le contestaste que ella estaba anticipándose a tu
sepultura.
- Debimos haber comprendido –añade Pedro-, que el final era inminente.
Vistas las cosas desde la perspectiva que tenemos ahora, resulta increíble que
no nos diéramos cuenta de lo que pasaba. No sospechamos de Judas, por más
que resultara inaudito que él se atreviera a criticarte. Estábamos todos tan
nerviosos y excitados, con una sensación de mareo encima por la forma
descarada de comportarte que tenías, Maestro, que detalles tan significativos
como ése nos pasaron desapercibidos.
- Faltaba sólo una semana para la Pascua cuando lo de la cena en casa de
Lázaro. Y tan sólo cinco días antes de la gran fiesta tú decidiste subir a
Jerusalén y entonces fue cuando tuvo lugar aquella entrada triunfal, tan
sorprendente, tan inesperada –recuerda Natanael.
- Esto será lo último que hablemos antes de la comida –dice entonces Jesús-.
Lo demás lo contaré esta tarde, pero sólo a los apóstoles. Hablad ahora y
decidme qué sentisteis vosotros aquel día.
- Para mí –Simón es el primero en hablar-, fue completamente insólito. El
encargo que nos diste de recoger el pollino, que estaba donde tú habías
previsto, nos hizo pensar que se trataba de algo bien organizado. Esa
organización sólo podía partir de un sitio: los zelotes de Juan de Giscala.
¿Significa esto –pensé- que mi Maestro y mi antiguo jefe han llegado a un
acuerdo?. Sinceramente, Señor, me sentí apenado. Yo había abandonado, por
obedecerte a ti, la vía de la violencia y al pensar que tú habías pactado con
mis antiguos compañeros de guerrilla, me sentí defraudado y decepcionado.
Esto, sin embargo, duró poco. Pronto comprobé que, si bien aceptabas
220

gustoso aquella explosión de júbilo y de apoyo popular, no estabas dispuesto


a pagar, a cambio, lo que pedía Juan de Giscala. Comprendí que era el
principio del fin. Me dio miedo, pero también me llenó de orgullo y de
alegría, por ti y por mí.
- A mí me pasó algo parecido que a Simón –interviene ahora Pedro-. En un
primer momento, al oír aquellos gritos de alegría, aquellos aplausos a la
entrada de la ciudad, las ramas de romero y de palmera junto a los mantos
tendidos a tus pies en señal de homenaje, pensé que se había producido un
milagro y que Yahvé, tu Padre, había logrado lo imposible: convertir el
corazón de los sacerdotes y fariseos. Luego pensé que, quizá, habías llegado
a un pacto con Juan de Giscala y eso, como ha dicho Simón, me apenó. Me
duró poco la incertidumbre, pues se me acercó uno de los lugartenientes de
Juan y me dijo que su jefe quería verte esa misma tarde. Cuando te transmití
el mensaje despejaste todas mis dudas. “No tengo nada que ver con los
violentos, no quiero negocios con ellos”, me respondiste. Al transmitírselo al
sicario de Juan, éste, indignado, hizo el mismo gesto que emplean los
romanos en el circo cuando tienen que sentenciar a un gladiador herido; puso
el dedo gordo de la mano derecha extendido hacia abajo, con el resto de la
mano apretada. Yo comprendí que era tu sentencia de muerte. Y, lo mismo
que Simón, sentí una profunda pena y, a la vez, una gran alegría. Valía más
que el final tuviera lugar en una situación de coherencia con tus ideas que
conseguir el éxito a costa de traicionar tus principios y tus mismas
enseñanzas.
- Cuando me enteré de lo que habías contestado al lugarteniente de Juan de
Giscala –dice Tomás-, tuve muchísimo miedo. Poco antes, si recuerdas,
Maestro, cuando estábamos al otro lado del Jordán y llegó la noticia de la
enfermedad de Lázaro, todos te aconsejaron que no subieras a Jerusalén. Yo
mismo también lo hice, pero, al ver tu insistencia, les dije a los demás:
“vamos también nosotros, a morir con él”. En ese momento, ya en Jerusalén,
después de la euforia de aquella entrada triunfal en la ciudad, al saber que los
zelotes te habían condenado a muerte, comprendí que había llegado la hora
de dar la cara y de cumplir lo prometido. Es decir, que había llegado la hora
no sólo de tu muerte sino también de la mía, de la nuestra. Y tuve miedo,
muchísimo miedo.
221

- Sin que tú lo supieras, Maestro –interviene ahora Santiago el del Zebedeo-,


varios de nosotros nos reunimos. Estaba también Judas Iscariote. Ninguno,
como antes ha dicho Pedro, sospechaba que él estaba ya en trámites con los
sacerdotes y los fariseos para entregarte. En realidad, esos trámites
comenzaron cuando se enteró de que tú habías rechazado la oferta de Juan de
Giscala y cuando, como los demás, comprendió que el final era inevitable.
Decidió adelantarse a los acontecimientos y pactar con tus enemigos una
entrega que fuera buena para ti y rentable para él. La ambición y el miedo le
perdieron. Pero, a pesar de su ruindad, él te quería. Por eso les hizo prometer
que no te harían nada malo, que sólo te apresarían y, tras hacerte entrar en
razones y tenerte una temporada en la cárcel, te enviarían al exilio. No sé si
él mismo creyó en que tus enemigos cumplirían la promesa que le hicieron.
La verdad es que, cuando supo que te habían apresado y que iban a matarte,
fue a donde ellos y les devolvió el dinero que había recibido a cambio de
delatarte, pidiéndoles que te dejaran en libertad. Ellos se burlaron de él, pero
se quedaron con el dinero. Entonces él, desesperado, comprendiendo el
alcance de su traición, se ahorcó, como sabes.
- Pobre muchacho –dice María-, si yo hubiera podido hablar con él, no se
habría suicidado. Lástima que cuando supe todo eso ya era demasiado tarde.
- Sí, pobre muchacho –confirma Jesús-. Era uno de los mejores. Tanto que a él
y no a ninguno de vosotros le había confiado la administración del dinero, lo
cual es una señal de la confianza que tenía depositada en él. Pero, ¿dices
Santiago que algunos de vosotros tuvisteis una reunión a mis espaldas? ¿con
qué objetivo?.
- Teníamos que decidir qué debíamos hacer –responde, en lugar de Santiago el
del Zebedeo Judas Tadeo-. Todos éramos conscientes de que te habías
metido en la boca del lobo. Teníamos la certeza de que el final era
inminente. Tu comportamiento no podía ser más provocador: la vuelta desde
Efraín, la fiesta en casa de Lázaro, la entrada triunfal en Jerusalén llamando
la atención de todo el mundo, el rechazo de la oferta de los zelotes. Parecía
no sólo que había llegado el final, sino que tú mismo lo estabas provocando,
lo estabas buscando. Por eso nos reunimos, para hablar entre nosotros y
decidir qué debíamos hacer.
222

- Nadie dudó, Maestro –añade Juan-. Nadie se echó atrás. Ni siquiera Judas
Iscariote, que estaba también allí. Todos teníamos mucho miedo, pero todos
estábamos decididos a dar la vida por ti y por tu causa.
- ¿Entonces –pregunta Magdalena-, por qué la traición, por que la huida?
- Porque –responde Pedro- no pensábamos que, en realidad, el desastre
pudiera ocurrir de verdad. Estábamos dispuestos a morir si hacía falta, como
lo habían hecho los buenos judíos de la época de los Macabeos al rechazar la
pretensión de los griegos de paganizar a nuestro pueblo. Estábamos
dispuestos a morir, pero no creíamos que aquello pudiera ocurrir de verdad.
- No lo entiendo –contesta Magdalena-. Estabais seguros de que era el final y,
sin embargo, no creíais que en realidad fuese a llegar el final. Y luego decís
que las mujeres somos complicadas. Los complicados sois vosotros, que no
hay quien os entienda.
- Mira, Magdalena –interviene ahora Santiago el de Alfeo-, lo que sucedió fue
que pensábamos que Jesús quería ponernos a prueba para ver hasta dónde
llegaba nuestra fidelidad. Él quería ver si estábamos dispuestos a dar la vida
por él, pero no pensábamos que, de verdad, ese momento fuese a llegar.
- ¿Pero, por qué? –vuelve a preguntar la antigua pecadora pública.
- No sólo por nosotros, sino por él mismo –contesta Felipe-. ¿Cómo iba Dios a
consentir que mataran a su Hijo? Era absurdo incluso planteárselo. Dios
podía llegar hasta el límite, casi hasta la muerte, pero estábamos convencidos
de que en el último instante aquello terminaría bien. Si hacía falta, una legión
de ángeles descendería del cielo para evitar la catástrofe. ¿No le habíamos
visto, pocos días antes, resucitar a un muerto que llevaba ya varios días
enterrado? ¿Es que no pareció que aquello no tenía solución?. Él y Dios
sabían cómo hacer las cosas. Nosotros pensamos en aquel momento que se
trataba de algo así, de una especie de prueba que Dios le ponía para ver hasta
dónde estaba dispuesto a llegar él en su obediencia al Padre y hasta dónde
estábamos dispuestos a llegar nosotros en nuestro amor por él. Pero nunca
pensamos que, de verdad, pudiera morir y menos en una cruz, en ese símbolo
infame de maldición divina.
- Entonces, cuando le apresaron, os disteis cuenta de que la cosa iba en serio y
por eso huisteis –concluye Magdalena.
223

- Efectivamente –responde Tomás-. Fue como si una venda se nos cayera de


los ojos. Fue como si participáramos de un desengaño colectivo. El que
creíamos intocable, el que pensábamos que era el Mesías, resulta que era
accesible a las manos de los criados de los sacerdotes. Hombres vulgares
podían no sólo tocarle, sino golpearle y hasta matarle. Nosotros, que le
habíamos visto salir indemne del intento de linchamiento en Nazaret y de
otros dos más en el mismo Templo, nosotros veíamos, atónitos, cómo los
guardias del templo le apresaban y se lo llevaban.
- Si a eso le añades –completa Santiago el del Zebedeo- que teníamos miedo,
porque si con él eran capaces de hacer eso qué no harían con nosotros,
entonces entenderás por qué huimos, por qué nos comportamos como unos
cobardes traidores. Nosotros no éramos así; es decir, fuimos así pero no sólo
por miedo a morir. Lo que sucedió es que se mezcló ese miedo con la
decepción. Si él no era el Mesías, si Yahvé no estaba con él, ¿por qué había
que morir por él?.
- Según eso –continúa su interrogatorio Magdalena-, era la fuerza de sus
milagros la única prueba que teníais de la autenticidad de su persona. En
definitiva, erais como los demás, como aquellos que acudían a él sólo a pedir
favores. Sin milagros, sin poder, sin éxito, él no era el Mesías. Además, él,
por lo que veo, no os importaba como persona. Os importaba sólo como líder
de algo, de un mundo mejor en el que, por cierto, vosotros pensabais ser los
jefes subalternos. ¡Vaya unos apóstoles que te buscaste, Jesús! –exclama-.
Menos mal que las mujeres no damos tantas vueltas a las cosas y sabemos
estar donde nos necesitan, de lo contrario, allí, al pie de la cruz, hubieras
muerto solo, como un perro.
- Me duele mucho tener que reconocer que tienes razón, Magdalena –dice
Pedro, lleno de humildad-. Fuimos no sólo cobardes y traidores a nuestras
promesas de fidelidad, sino también excesivamente complicados. Las cosas
eran más sencillas y con más sencillez debíamos habernos comportado. No
sé si tendremos otra oportunidad de demostrarle nuestro amor, pero si así
fuera, confío en que, con su ayuda, podamos estar a la altura de lo que se
espera de nosotros.
- Magdalena –habla ahora María, con su dulzura habitual-, quiero decir algo a
favor de estos muchachos, que son ya mis hijos. No pretendo justificar lo que
224

hicieron y estoy de acuerdo contigo en que, si en lugar de apóstoles varones


hubieran sido mujeres, habríamos sido más fieles que ellos. Pero hay que
reconocer que a nosotras no nos amenazaba nadie. Difícilmente es
ajusticiada una mujer, difícilmente es perseguida, salvo por caso de
adulterio. Somos tan ignoradas y despreciadas, que no creen que valga la
pena preocuparse de nosotras o por nosotras.
- Ese es su error, Madre –responde Magdalena.
- Lo sé –contesta ésta-, pero así lo creen todos. Piensan que el mundo es cosa
de hombres y que las mujeres no tenemos nada que hacer ni qué decir. Se
equivocan, por supuesto, pero la consecuencia es que ni tú, ni yo, ni ninguna
de las mujeres que estábamos junto a la cruz, podíamos compararnos con
ellos. A nosotras nos dejaron pasar hasta la primera fila y nadie nos molestó.
A ellos, si los hubieran visto, los habrían apresado y matado en el acto. Eso,
hay que reconocerlo, marca una diferencia. Además, no lo olvides,
Magdalena, también había allí uno de ellos. Estaba Juan, a mi lado. Es
verdad que su juventud le protegía, pero no por eso su presencia al pie de la
cruz es menos meritoria y, de alguna manera, justifica a todos los demás.
- Es la hora de comer –interviene Jesús en la conversación-. Dos o tres de
vosotros id a ayudar a José a prepararlo todo. Al acabar, Nicodemo, te
llevarás a tu casa a mi madre y a Magdalena. También te pido a ti, José, que
nos dejes solos en esta sala. Quiero estar con mis apóstoles, necesito decirles
algo que después ellos os contarán a todos. Esta noche, madre, iré a reunirme
contigo para despedirme. Ya no me volveré a aparecer a vosotros hasta que
no nos veamos en la cumbre del Monte de los Olivos, cerca del campamento
de los galileos. Será dentro de unos días, cuando se cumplan los cuarenta de
mi resurrección. Allí será la despedida definitiva.
No hay discusiones ni protestas. Ni siquiera Magdalena, habitualmente tan
rebelde al verse tratada de forma diferente a los hombres, se queja. Ha aceptado, aunque
con dificultad, que hay misterios que Dios tiene derecho a mantener ocultos. Recuerda
la parábola de los jornaleros contratados a distintas horas y comprende que ella no tiene
derecho a reclamar nada, pues nada le debe Dios. Si el Señor decide, misteriosamente,
llamar a unos a una intimidad más estrecha y no a otros, ese es un asunto que tendrá que
aceptar, como tendrá que aceptar que el Señor se vaya definitivamente de su lado y ya
no le pueda ver hasta el día de su muerte.
225

La comida, como había anunciado José, es frugal y rápida. Los dos criados,
ayudados por el propio dueño de la casa y por Juan y Tomás, sirven a todos. Después,
sin más dilaciones, Nicodemo se levanta y, seguido por María y Magdalena, se dirige a
la puerta trasera del edificio. José les acompaña, seguido por el propio Cristo. Ya en la
salida, el Señor se dirige a Nicodemo y le dice:
- No te veré esta noche, viejo amigo, aunque iré a tu casa y estaré un rato a
solas con mi madre, con permiso de su criada –dice, riendo, mientras mira a
Magdalena-. Quiero darte las gracias por todo. Por la fidelidad de todos estos
años. Por lo que has arriesgado por mí, por lo que amas a mi Padre. Eres lo
mejor de nuestra estirpe, un varón del que pueden estar orgullosos los
descendientes de Abraham. No hace falta que te diga más, pues sabes lo que
te espera. A Raquel no le sucederá nada, pues, como ha dicho mi madre, a
las mujeres las desprecian tanto que no se toman la molestia ni de matarlas.
A ti, en cambio, lo mismo que a ti, José, os llegará pronto la hora de dar la
vida por mí. No tengáis miedo. Será rápido y no sufriréis mucho. Os prometo
que mi Padre os sabrá recompensar con una eternidad de felicidad a nuestro
lado.
- Sé todo eso que me anuncias, rabí –le contesta Nicodemo-. Y, te lo aseguro,
lo considero un honor. Necesitaré tu ayuda, la ayuda de tu Padre, para pasar
la prueba sin desfallecer. Pero, con esa ayuda, confío en no defraudarte. Creo
en la recompensa que me prometes, pero aunque no existiera, daría del
mismo modo la vida por ti. Si no es verdad lo que dices y predicas, no me
importa morir porque no merece la pena seguir viviendo en un mundo sin
amor y sin esperanza. Sólo te pido un favor y te lo pido ahora, ya que esta
noche no volveré a verte.
- Está concedido –le responde Jesús-. ¿Qué quieres que haga por ti?
Nicodemo, entonces, bajo el ardiente sol del mediodía en aquel caluroso Iyyar,
se pone de rodillas ante Cristo y, elevando los ojos hacia él, le pide:
- Bendíceme, primogénito de David. Bendíceme, oh Rey de Israel, Mesías
esperado por las naciones. Bendíceme y haz sobre mí esa señal misteriosa
con la que confortaste a tu abuelo y a tu padre, esa señal que era de
ignominia y de maldición y que tú has convertido en promesa de salvación.
Con ella en mi frente, con su calor alentándome siempre, no temeré los días
226

terribles que me esperan. Bendíceme, Salvador mío, y hazme el honor de


acoger mi vida, puesta a tus pies en tu servicio.
Jesús, sorprendido, hace sobre la frente del viejo patricio judío la señal de la
cruz. Inmediatamente ve que tanto José de Arimatea como Magdalena se han puesto de
rodillas, a su lado, y que inclinan la cabeza esperando ser también ellos bendecidos.
Tras marcarles con el signo de la salvación, con el signo que, en adelante, indentificará
a sus seguidores, les dice:
- Recordad que soy también un hombre y no sólo Dios. Por eso, si no queréis
que me ponga a llorar, por favor, abreviad esta despedida. Marchaos
vosotros y tú, José, acompáñame al interior de la casa. Os aseguro que no os
faltará nunca ni la ayuda ni el consuelo de Dios y que la felicidad, una
felicidad que el mundo ni siquiera sospecha que exista, llenará siempre
vuestros corazones.
La puerta se abre y se cierra tras los que dejan la casa de José. No hay más
palabras, ni gestos, ni abrazos, ni despedidas. Una luz cegadora envuelve a los tres, que
recorren las calles desiertas y abrasadas de Jerusalén en busca del refugio de la casa de
Nicodemo. Pero el calor no les quema, ni el cansancio les fatiga. Están ya llenos de esa
paz y de esa felicidad que tienen aquellos que han gustado de la amistad con Cristo y
que están dispuestos, por él y con él, incluso a dar la vida.

ELÍ, ELÍ, LAMÁ SABAKTANÍ

Acompañado por José, Jesús no tarda en estar de regreso a la amplia sala donde
le esperan sus once apóstoles. En la puerta, se despide el anfitrión, que recibe del
Maestro la orden de preparar de nuevo una cena, como semanas anteriores había hecho,
pero con la peculiaridad de que, en esta ocasión, sólo tomarán pan, agua y vino.
- El pan –añade Cristo a su petición anterior-, que sea como el de Pascua, sin
fermentar. Cuando esté cayendo el sol, nos avisas. Quiero que en esta
ocasión entres tú y también ese criado que te sirve y que recibió el bautismo
en el Jordán hace unos meses.
227

José da media vuelta, sin pedir explicaciones a Jesús. Está extrañado de que se le
ordene ofrecer una cena tan simple, cuando el Maestro sabe de sobra que, aunque no
tenga apenas criados en casa, dispone de viandas preparadas en cantidad suficiente
como para agasajar a sus huéspedes como merecen. Sin embargo, como buen israelita,
está acostumbrado a obedecer los designios de Dios sin rechistar. Comprende, además,
que el Señor tiene derecho a querer estar a solas con los más íntimos de sus amigos y no
se siente marginado ni despreciado por el hecho de que, en su propia casa, sea excluido
de la reunión que va a tener lugar.
Una vez dentro, Jesús encuentra a sus apóstoles sentados en el mismo círculo de
sillas que había cuando él salió al patio trasero de la casa para despedir a su madre, a
Magdalena y a Nicodemo. Están conversando animadamente. Conversación que se corta
en seco apenas oyen el ruido de la puerta al abrirse y ver aparecer, en su hueco, al
Maestro.
- ¿De qué hablabais? –les pregunta, pues no ha podido captar nada de la
conversación y le sorprende que hayan callado de repente.
- Dilo tú, Juan –ordena Pedro.
- Maestro –empieza a hablar el más joven y el más querido de los discípulos
de Cristo-, hemos estado hablando sobre lo que vas a decirnos en esta
conversación que has querido tener a solas con nosotros. Todos hemos
coincidido en que, probablemente, tu intención era regañarnos por haberte
traicionado y, quizá, advertirnos de los graves castigos que nos esperan en la
otra vida si volvemos a comportarnos de ese modo. Por eso, por unanimidad,
me han pedido que sea yo quien te pida perdón e intente aplacar tu justa ira.
Estamos llenos de vergüenza y, te aseguro, que muchos de nosotros, por no
decir todos, hemos tenido ganas de comportarnos como Judas Iscariote y
terminar nuestra vida de mala manera. Comprendemos que merecemos cien
veces el infierno, pero queremos suplicarte misericordia y, si es posible, una
nueva oportunidad.
Jesús, que mientras oye a Juan se ha sentado en su silla, mete la cabeza entre las
manos a medida que escucha hablar al apóstol. Un largo silencio sigue a las palabras de
éste. Silencio que ninguno de los discípulos se atreve a romper y que todos interpretan
como un preludio a un estallido de cólera por parte de Cristo o, como mínimo, a una
seria y razonada reprimenda. El silencio es roto, contra todo pronóstico, no por palabra
alguna, sino por un sollozo. Un sollozo que no sale de la boca de ninguno de los
228

apóstoles, sino de Cristo. El Señor, con las manos cubriéndole el rostro y los codos
apoyados en las rodillas, comienza a llorar. Sus gemidos conmueven a todos los
apóstoles, que se miran desconcertados sin saber qué hacer. Durante unos momentos,
todos permanecen en sus sitios, sin atreverse a decir una palabra y ni siquiera a
moverse. Así hasta que Pedro hace una seña a Juan y éste, con delicadeza, se acerca a
Jesús y se pone de rodillas ante él.
- ¿Qué tienes, Rabí? –le dice, con un acento que está cargado de tanta congoja
como la que expresan las lágrimas de Cristo-. ¿Han sido mis palabras las que
te han herido? ¿Me he excedido al pedirte clemencia? Castíganos, si quieres,
con las más duras condenas, pero, por favor, deja de llorar. Verte sufrir es
más terrible para nosotros que el peor de los enfados o la más dura de las
sentencias.
Después de un momento de nuevo silencio, Jesús se recupera y cesa en su llanto.
Tras sonarse con un pañuelo de los hechos por su madre que le ofrece Juan, le mira y
luego pasea la vista por todos sus apóstoles que, avergonzados, bajan la mirada hacia el
suelo, incapaces de sostener los ojos del Maestro y de verle así, desfigurado por el
llanto, sin ponerse ellos mismos a llorar.
- ¿Por qué me ofendéis de este modo? –dice al fin Jesús.
Como no obtiene respuesta, pues ninguno de los apóstoles sabe si se refiere al
pasado o a algo que acaban de hacer mal, al cabo de un instante en que ha guardado
silencio preguntando con los ojos, uno a uno, a sus discípulos y esperando de ellos una
respuesta que no llega, Jesús añade:
- ¿Qué os he hecho yo para que me tratéis así? ¿Tan mal lo he hecho como
para que, a estas alturas, todavía no me conozcáis?.
Juan, que permanece todavía de rodillas junto a él, se atreve a preguntarle:
- ¿A qué te refieres, Señor?
- Pero Juan, querido Juan –le contesta Jesús, cogiéndole la mano y
llevándosela a su propia cara- ¿tú me crees a mí capaz de estar tan enojado
contigo o con los demás como para guardaros rencor por lo sucedido? ¿Es
que no habéis aprendido de mí, no sólo de mis palabras sino de mi
comportamiento, que prefiero la misericordia al sacrificio?. ¿Pensáis que soy
como esos dioses tonantes de que hablan griegos y romanos, que guardan
rencor eterno a los que les disgustan?.
229

- Maestro –es ahora Santiago el de Alfeo el que habla-, no es que pensemos de


ti que no tienes corazón ni entrañas de misericordia. Lo que sucede es que
somos conscientes, precisamente porque creemos en tu divinidad, de la
gravedad del pecado que hemos cometido. Es como para volverse loco. Es,
como decía antes Juan, como para suicidarse. Que Dios, el todopoderoso, el
creador del universo, el rey de reyes y señor de señores, el innombrable, el
altísimo, el que no se puede ni siquiera intentar plasmar en una pintura o en
una escultura porque eso sería ofender a su dignidad; que ese Dios decida
nacer entre los hombres, enviar a su único Hijo, Dios de Dios, luz de luz, y
que ese ser extraordinario no sea acogido por los hombres como merece sino
escarnecido y crucificado, es un pecado de tal calibre que la muerte o la
condenación eterna es poco castigo para expiarlo. Por si fuera poco, Maestro,
nosotros, que hemos vivido contigo, que te hemos visto hacer milagros, que
hemos recibido tantas muestras de ternura y de afecto, que hemos escuchado
tu mensaje directamente de tus labios; nosotros, tus discípulos, hemos
participado en ese crimen abominable. Maestro, no te extrañe que estemos
hundidos y desmoralizados. No sólo por el miedo que tenemos a que nos
apresen, torturen y maten, sino sobre todo porque tenemos la impresión de
que nuestro pecado es tan grave que no puede ser perdonado y que, además,
aunque tú lo perdonaras, volveríamos a caer en él o en otro, pues somos tan
miserables que nadie debería confiar en nosotros.
- Yo ya te lo dije una vez –habla ahora Pedro-, cuando te acababa de conocer.
Te lo advertí. Te pedí que te alejaras de mí, que era un vulgar pecador. Yo,
Señor, y estos también, estamos convencidos de que tú mereces discípulos
mejores que nosotros. No estamos a tu altura. No nos sentimos capaces de
amarte como mereces. Por eso, te queremos pedir perdón, como ha dicho
Juan, y también suplicarte que nos dejes ir, pues no nos sentimos dignos de
estar a tu servicio.
- ¡Basta ya! –exclama Cristo, que ha pasado del sufrimiento expresado con las
lágrimas a la impaciencia-. ¡Basta ya!. ¿Creéis que si hubiera encontrado a
alguien mejor que vosotros no lo habría invitado a venir conmigo? ¿Creéis
que si mi Padre hubiera hallado a otro pueblo mejor que el de Israel no lo
hubiera elegido para preparar en él, pacientemente y a lo largo de siglos, el
nacimiento del redentor de todos los hombres?. Sólo ha existido una persona
230

que no ha defraudado las expectativas de Dios y esa no está aquí para decir
las tonterías que vosotros estáis diciendo.
- Es María, tu madre –dice Juan, que hace tiempo soltó ya su mano de la del
Maestro y volvió a sentarse en su sitio.
- Sí, naturalmente –responde Jesús, que está encendido-. Es María, mi madre.
Todos los demás tenéis el pecado original. Y no sólo ese. Todos, sin
excepción, tenéis vuestra lista de pecados personales, de infidelidades, de
miserias. ¿Es que creéis que no lo sé? ¿Es que pensáis que cuando os llamé
no lo sabía?. No sabía, ciertamente, que Judas Iscariote me iba a traicionar,
ni que Pedro me iba a aconsejar que renunciara a mi misión, ni que Juan
saldría corriendo y huiría al ver que me apresaban. Pero sabía que erais
pecadores y, por lo tanto, sabía que, en un momento u otro, ibais a
comportaros como pecadores. Si hubiera querido ser servido por personas
perfectas, me habría hecho seguir por ángeles y no por hombres. Por lo tanto,
cesad ya en vuestros gemidos lastimeros, que no son de auténtica humildad
sino de una sutil y oculta soberbia. Sois pecadores, ¿verdad?, pues poned
vuestros dos pies sobre la montaña de vuestros pecados y así habréis subido
un escalón hacia el cielo. Decidle a Dios: “Padre, te ofrezco mi miseria; no
tengo mucho más para darte, pero eso es lo auténticamente mío; tómalo y
perdóname; vamos a ir adelante, si a ti te parece, para que, con mi miseria y
tu gracia, podamos hacer algo útil para ti y para los hombres”. El verdadero
pecado, entendedlo de una vez, es dudar de la misericordia de Dios. El
verdadero pecado es la desesperación, es creer que tus faltas son tan grandes
que Dios no tiene poder ni corazón para perdonarlas. Cuando esto sucede es
cuando se deja de luchar y, al hacerlo, se cae en un fatalismo como el que
domina a esos torpes griegos, que ni creen en Dios ni creen en sí mismos. Es
como cuando uno se baña en el Jordán e intenta nadar contra corriente; si
luchas, avanzas poco; si te desanimas porque a duras penas logras vencer la
fuerza del agua, entonces dejas de nadar y eres arrastrado río abajo. El
camino de la santidad es semejante a este ejemplo que os pongo. Si te
esfuerzas, avanzas muy poco; si te cansas de luchar, si piensas que eres tan
malo que nada bueno puede salir de ti o que lo poco bueno que hay queda
ensombrecido por lo malo, entonces te rindes y no sólo no mejoras sino que
empeoras rápidamente. Además, decís que vuestro pecado es enorme y
231

dudáis de que el Padre o yo estemos dispuestos a perdonarlo. Tenéis razón


en lo concerniente a la gravedad de vuestra traición, pero es una ofensa
pensar que tenemos tan poca misericordia. Aprendedlo de una vez: donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Dios jamás se deja vencer en
generosidad. Basta una palabra sincera de arrepentimiento que salga de la
boca del mayor criminal en el último minuto, para que mi Padre se apiade de
él y le abra las puertas del cielo, después de haber pasado por la purificación
que necesita antes de entrar a contemplar el rostro de Dios. Así que, ya lo
sabéis, se acabaron las quejas y los lamentos, las autoflagelaciones y las
dudas. Cuento con todos vosotros y lo hago sabiendo que sois pecadores. Sé
que unos daréis ochenta, otros treinta y otros apenas diez, pero yo os amo no
por lo que pueda sacar de vosotros sino porque soy vuestro Dios, vuestro
hermano, vuestro amigo.
Este largo y encendido discurso de Jesús ha sido escuchado por el grupo en el
más completo silencio. No se han movido de la silla y hasta han reducido al mínimo el
murmullo de su respiración. Están sobrecogidos, no de miedo, sino de admiración.
Jamás pensaron que Dios les podía querer tanto y si ahora lo comprenden mejor que
nunca es porque, más que nunca, se han visto a sí mismos como lo que son: vulgares
pecadores, hasta un poco peores, si cabe, que esos otros, los fariseos y sacerdotes, que
tantas veces han criticado. El silencio dura hasta que Pedro se atreve a hablar,
haciéndose eco del sentir general.
- Gracias, Maestro. No tenemos más que una vida y es una lástima, porque no
es suficiente para expresarte toda la gratitud que sentimos hacia ti. Gracias.
Perdona nuestra torpeza, nuestra lentitud en entender. Tienes razón al decir
que debíamos conocerte mejor y saber que tu misericordia es infinita y que
nuestros pecados, por grandes que sean, son siempre humanos y, por lo
tanto, más pequeños que la misericordia que cabe en el corazón de Dios.
Perdónanos, pues, y, tal y como tú nos has pedido, cuenta con nosotros. No
te lo decimos porque confiemos en nuestras fuerzas, sino porque estamos
llenos de agradecimiento hacia ti y porque contamos con tu ayuda para no
pecar y con tu misericordia para levantarnos inmediatamente si es que
caemos.
- Eso está mejor –le responde Cristo- Vamos, pues, a continuar, que el tiempo
pasa y aún me quedan varias cosas que contaros. Os decía, antes de irme a
232

despedir a nuestros amigos, que yo ya sabía que el final era inminente y que
había decidido hacer aquellos gestos de desafío público a mis enemigos para
que todos supieran que no les tenía miedo y que, si me ocurría algo, no era
en contra de mi voluntad sino con mi permiso.
- ¿Por qué era esto tan importante? –pregunta Natanael.
- Porque tiene que quedaros claro, a los demás y sobre todo a vosotros, que la
iniciativa procede de Dios. Mi Padre tomó esa iniciativa el día en que quiso
crear el mundo y, dentro de él, crear al hombre. Cuando el hombre pecó,
rompiendo el plan de Dios con su desobediencia, mi Padre no se quedó
pasivo, esperando y sufriendo; de nuevo tomó la iniciativa y puso en marcha
un plan de salvación que pasaba por la elección de un pueblo y por el
nacimiento, en su seno, de su propio Hijo. Había que esperar el tiempo
oportuno para que todo eso se cumpliera, por supuesto. Pero desde el
momento en que el ángel arrojó a Adán y a Eva del Paraíso, Dios empezó a
tener un nuevo plan de salvación para el hombre.
- ¿En ese plan estaba prevista tu muerte? –pregunta Andrés.
- En ese plan estaba previsto mi nacimiento –contesta Jesús-, que ya debería
haber sido suficiente para conmover el corazón de los hombres y moverles
hacia la conversión, pues de ese se trataba, de volver a llevar los hombres a
Dios. Estaba también el otro asunto, gravísimo, el de la expiación por los
pecados cometidos. Mi Padre, el Espíritu y yo estuvimos de acuerdo en que
la falta de amor –pues no otra cosa es el pecado-, sólo podía redimirse con
un exceso de amor. Os lo he dicho antes: donde abundó el pecado fue
necesario que sobreabundara la gracia, que sobreabundara el amor. Sabíamos
que, dado como estaba el hombre de empecatado, era inevitable que si yo me
hacía hombre, me mataran de forma violenta. El Maligno no podía consentir
que yo le arrebatara su presa sin intentar acabar conmigo. En cuanto Dios, él
no tenía poder sobre mí; pero lo tenía en cuanto hombre y por eso intentó
seducirme con las tentaciones del desierto e intentó conducirme a la
desesperación en el momento terrible de la cruz. Fue en vano, porque lo que
él no sabía era que, precisamente, cuando mayor era su victoria, cuando el
Hijo de Dios moría asesinado por las criaturas de Dios, entonces era cuando
el pecado resultaba vencido, la culpa redimida, la esperanza instaurada de
233

nuevo en su trono de gloria. Su victoria fue su derrota y esta vez para


siempre.
- Perdona que vuelva a preguntar, Maestro –insiste Andrés-, pero es que sigo
sin entender la necesidad de tu sufrimiento.
- El sufrimiento podía no haber sido necesario –responde, de nuevo, Jesús a la
pregunta del hermano de Pedro-, porque mi Padre no es un Dios vengativo,
celoso defensor de sus heridas. Lo que era necesario era el amor. El amor era
imprescindible. El pecado, como carencia de amor, había creado una sima
infranqueable entre Dios y los hombres, un abismo que nadie podía cruzar;
ese abismo había que llenarlo y sólo se podía hacer con una cosa: con amor.
Yo me he hecho hombre por amor y, por amor, he estado dispuesto a sufrir.
Como era inevitable que el sufrimiento se produjera, tal y como estaban las
cosas, he aceptado con alegría ese sufrimiento y, de ese modo, no he
satisfecho ninguna sed de venganza de mi Padre sino que he llenado hasta el
borde el vacío de amor que impedía que el hombre pudiera tener acceso a
Dios. Ten pongo un ejemplo, Andrés, y quizá así lo entiendas mejor. Supón
que te avisan de que hay un enfermo grave, con una enfermedad contagiosa,
y que todos han huido de él por miedo a contraer el mismo mal; tú sabes que
te necesita, porque se ha quedado solo y está muriendo como un perro; sin
embargo, ese enfermo no es una buena persona, ha hecho mal a mucha gente
y entre ellos a ti. ¿Qué harías?.
- No acercarme a él, por supuesto –contesta Andrés, con espontaneidad-.
Quizá lo habría hecho si hubiera sido amigo mío y hubiera tenido una deuda
de gratitud con él.
- Pues bien –vuelve a hablar Cristo-, eso es justamente lo contrario a lo que
hemos decidido hacer mi Padre, el Espíritu y yo. Te lo repito, donde abundó
el pecado sobreabundó el amor. Es cierto que, quizá, por un justo se
encontraría alguien dispuesto a morir, pero que nadie querrá sacrificar su
vida por un miserable. Sin embargo, Dios ama tanto al hombre que ha
enviado a su único Hijo para salvar no a los justos sino a los miserables. Esa
es la medida del amor de Dios, una medida que, por supuesto, el hombre no
merece pero que recibe gratis porque Dios le ama no por sus méritos sino
porque es su Padre. Ahora bien, y contesto con esto a tu pregunta anterior,
Andrés, suponiendo que hubieras encontrado a alguien que acudiera a ayudar
234

a ese monstruo de pecado que está enfermo de sus pecados y que ha sido
abandonado por sus víctimas, ¿qué crees que hubiera ocurrido y por qué?.
- Probablemente, Señor –responde el apóstol-, el que ha decidido acudir al
lado del enfermo, debido a que tiene un mal contagioso, contraerá él también
la enfermedad. Si lo hace, no será por amor a la enfermedad, sino por amor
al enfermo.
- Has contestado bien, muchacho –dice Jesús, complacido-. Ahí está el secreto
de todo: yo vine a amar, a salvar, a redimir, a tender puentes entre Dios y los
hombres, a devolverle a los hombres la libertad y la esperanza. Si todo eso se
hubiera podido hacer sólo con mi predicación, mis milagros y mi buen
ejemplo, mi Padre se hubiera dado por satisfecho. Vine a estar al lado del
enfermo para ayudar al enfermo, ni para contraer la enfermedad; pero sabía
que esa enfermedad era probable que la contrajera, que era, incluso,
inevitable, y a pesar de eso me puse a su lado. Como era de suponer,
enfermé. Es decir, me apresaron, me torturaron, me crucificaron, me
asesinaron. Y cuando pensaban que con ello habían acabado conmigo y con
el designio salvador de mi Padre, resultó que entonces era cuando todo
empezaba, cuando todo se resolvía. Esa era la sorpresa que nosotros le
teníamos preparada al enemigo: la de hacerle creer que su victoria residía en
mi muerte, mientras que precisamente, con mi muerte, comenzaba su
derrota.
- ¿Y Judas, fue libre para entregarte, o participó en ese plan de salvación al
margen de su voluntad? –pregunta Simón.
- Judas fue, por desgracia, libre –le responde Jesús-. Nosotros, Simón, no
creemos en ese fatalismo en el que creen los griegos o los persas. No
creemos en la fuerza del destino o en el influjo de los astros. Creemos en
Dios y en su amor, y en nada más. Creemos que el hombre es libre y sólo por
eso merece ser considerado responsable. Naturalmente que sabemos que hay
situaciones que condicionan la libertad del hombre y que, por ello, le restan
grados de responsabilidad. Esas condiciones existieron en el caso de Judas y
Dios las tendrá en cuenta en el día del juicio. Pero si él me traicionó no fue
porque así estuviera predestinado, sino porque él decidió hacerlo.
- ¿Y si no hubiera sido él, lo habría hecho otro? ¿tenía alguien,
necesariamente, que traicionarte? –pregunta Mateo.
235

- Os he dicho –contesta Jesús-, que mi Padre sabía lo que iba a suceder aunque
no era inevitable que sucediera. Yo vine a redimir con el amor, no a ser,
inevitablemente, crucificado. Las cosas podían haber sucedido de otro modo,
pero lo más probable era que pasaran tal y como pasaron. El enemigo no
podía aceptar su derrota sin presentar batalla; lo que él no sabía, como ya os
he explicado, es que en su victoria final estaba su derrota definitiva. Si Judas
no hubiera aceptado colaborar con Satanás, lo habría hecho otro
probablemente. Si no lo hubiera hecho nadie y los sacerdotes se hubieran
convertido y todos los pueblos hubieran aceptado mansamente mi mensaje,
entonces no habría sido necesaria mi muerte. Mi amor, manifestado en mi
nacimiento y en los mil sufrimientos ordinarios de toda vida humana, habría
sido redentor y habría servido de expación de los pecados de los hombres.
Os lo repito: es el amor el que salva. Lo que sucede es que no se puede amar
sin sufrir; de hecho, amar significa salir de ti mismo para pensar en el otro y
eso lleva consigo, inevitablemente, una cierta “muerte”, la muerte del
egoísmo, la muerte de los propios intereses para dar prioridad a los intereses
del prójimo. El que no esté dispuesto a sufrir, es que no está dispuesto a
amar. Y el que piense que se puede amar sin sufrir es que no sabe en qué
consiste el amor. Es el amor el que salva, pero decir eso es lo mismo que
decir que es el dolor el que redime; no el dolor por el dolor, como si mi
Padre fuera un monstruo sediento de venganza, sino el dolor que va ligado al
amor. Amor y dolor, dolor y amor, se dan la mano en la obra de la redención.
El dolor, el sacrificio, la renuncia al egoísmo personal, es el precio que hay
que pagar para amar, es el medio que hay que utilizar para llegar a un fin,
que es el amor, que, en mi caso, es la redención.
- Maestro –interviene ahora Judas Tadeo-, cuéntanos cómo viviste los días
previos a tu prendimiento en el Huerto de los Olivos. Supongo que debieron
ser muy angustiosos, sabiendo que el final era tan próximo. No nos dijiste
nada acerca de la inminencia del desastre.
- No digas “desastre” –le responde Cristo-, di más bien “victoria”. Si no os
dije nada –añade-, fue porque no quería haceros sufrir innecesariamente. Ya
os había advertido lo suficiente y con reiteración acerca de lo que iba a
ocurrir. El saber con exactitud el día y la hora no os habría hecho bien. Ese
dolor lo pasé yo solo porque os hubiera hecho daño compartirlo con
236

vosotros. Además, ese y los dolores anteriores, las decepciones que los
hombres me habían producido en los treinta y tres años de mi vida, la
separación de mis abuelos y de mi padre, todo lo que había sufrido en
definitiva, era ya una ofrenda de amor a mi Padre, era una contribución a la
obra de la redención que se iba a ver cumplida definitivamente con el
sacrificio de la cruz.
- ¿Tampoco a tu Madre le contaste nada? –pregunta Juan.
- Sí, a ella se lo conté todo –responde Jesús-. Si te mandé a Caná a buscarla
fue porque necesitaba estar a su lado antes de la cruz y durante mi
crucifixión. Me despedí de ella en Betania y le pedí que, pasara lo que
pasara, ni dudara del Padre ni dudara de mí. Le dije que necesitaba estar en
comunión con ella y que necesitaba su entereza, su apoyo. Pero de eso es
mejor que os hable ella misma. Tiempo tendrás, Juan, para preguntárselo,
pues deberás pasar muchos años a su lado, hasta que llegue la hora en que mi
Padre la lleve con nosotros al cielo. Volviendo a lo que me preguntaba Judas
–añade-, los cuatro días transcurridos entre mi entrada triunfal en Jerusalén y
mi prendimiento en el Huerto de los Olivos, fueron días de una enorme
angustia. Tenéis que poneros en mi piel, meteros en mi corazón de hombre,
para comprender lo que sufrí. Es necesario, además, que lo hagáis, pues sólo
así entenderéis lo mucho que os amo, lo mucho que amo al hombre, incluido
al más pecador y miserable.
- Esos días anduviste bastante tiempo solo –dice Tomás-. Estabas bien, pero, a
la vez, estabas como solemne, como distraído. Sólo recuerdo que uno de esos
días, el segundo o el tercero de la semana, fuimos al campamento de los
galileos, en la cima del Monte de los Olivos, y luego, cuando descendíamos
hasta nuestro refugio en el Huerto, en la ladera, te pusiste a llorar mirando al
Templo, que estaba bellísimo, iluminado por el sol del atardecer. “Jerusalén,
Jerusalén –dijiste-, he querido reunir a tus hijos como una gallina a sus
pollitos y no he podido. Tus días están contados porque no has aceptado al
que venía a ti trayéndote la paz y la salvación”. Me impresionaron tus
lágrimas y me sorprendieron. Después del éxito de tu entrada en la ciudad,
pensé que los peligros habían pasado. Aquello me hizo dudar de que, en
realidad, todo estuviera resuelto.
237

- Recuerdo ese momento –dice Jesús-. Estaba, efectivamente, nostálgico. No


podía pasear por los alrededores de Betania sin que las lágrimas me subieran
a los ojos. Los olivos me decían su adiós como si fueran ángeles que me
rozaban el rostro con sus alas de algodón. Las palmeras se desvivían por
cubrirme con su sombra, ansiosas por aliviar en algo mi dolor y colaborar,
también ellas, en la redención del mundo. Los pájaros tenían que hacer
esfuerzos para no seguirme y aturdirme con unos cantos que no eran
expresión de alegría ni de cortejo, sino de pena. La creación entera, ¿lo
comprendéis?, aguardaba expectante el momento de la liberación, el
momento del máximo amor, el momento de la cruz. Con esa intuición que
tienen los animales, que les permite saber que va a tener lugar un terremoto
antes de que ocurra, ellos habían percibido que un momento trascendental se
acercaba. Mi angustia me delataba y ellos lo captaban mejor que vosotros.
Sí, fueron, efectivamente, días muy difíciles. Cuando vi, desde la ladera del
Monte, el Templo, refulgiendo al sol de la tarde que le arrancaba destellos de
oro de sus cúpulas, no pude más. Me eché a llorar, no por lo que a mí me
esperaba, sino porque aquella casa de Dios iba a ser destruida y sólo uno de
sus poderosos muros iba a quedar como testigo silencioso de lo que un día
fue.
- Maestro –quiere saber Mateo-, si el día de la cruz era el de la salvación, ¿por
qué llorar ante la ruina del Templo o ante la destrucción de Jerusalén?.
- Mateo, parece mentira que hagas esa pregunta –le contesta Santiago el de
Alfeo anticipándose a Jesús-. Por mucho que nosotros creamos en Jesús
como el Mesías, como el Dios con nosotros, no podemos olvidar nuestras
raíces. Y esas están en el Templo. Somos el pueblo elegido y el Templo es el
lugar donde se ha adorado a Dios durante generaciones. Su destrucción, fruto
como dice el Señor de la obstinación y el pecado de los hombres, no deja de
ser dolorosa. Comprendo que Jesús llorara. Yo mismo, que escuché entonces
su profecía y que no la entendí, me siento acongojado pensando que esa
destrucción está al llegar y que es inevitable.
- Supongo –dice Andrés-, que está relacionada con aquello que dijeron los
jefes de nuestro pueblo cuando te estaban juzgando en la plaza que hay ante
la Torre Antonia. Al preguntar Pilato si se hacían responsables de la sangre
de un justo, no dudaron en pedir que ésta cayera sobre ellos y sobre sus hijos.
238

- Te equivocas, Andrés –contesta Jesús-. Os vuelvo a decir que mi Padre no es


un Dios cruel que ame la venganza ni se regocije con el sufrimiento de sus
enemigos. Mi muerte, causada directamente por los sacerdotes de mi propio
Padre, no pesará sobre el pueblo de Israel más que sobre el pueblo romano,
sobre el griego, sobre el fenicio, el egipcio o el persa. Si el Templo, y toda
Jerusalén, será destruido no lo será como venganza a mi muerte. ¿Es que es
más pecador el pueblo de Israel que el romano?. Yo no he muerto por los
pecados de los judíos, sino por los de todos los hombres, de todos los
tiempos y de todas los pueblos. La destrucción de Jerusalén será
consecuencia de los errores de sus habitantes, uno de los cuales, el mayor, ha
sido el de matar a su salvador, a su Mesías. Pero esa será la causa de la
destrucción de Roma, cuando le llegue su hora, lo mismo que fue la causa de
la destrucción de Babilonia o de Nínive.
- Pero, si hubieran creído en ti, Jerusalén no sería destruida –objeta Judas
Tadeo.
- ¡Claro que no! –exclama Cristo-, pero es que, en ese caso, se habría
producido la conversión de sus habitantes. Habrían dejado de creer en la
violencia, que será la causa última de su ruina; habrían empezado a poner los
bienes en común, con lo cual irían desapareciendo las injustas diferencias
entre ricos y pobres; habrían suprimido inmediatamente la esclavitud;
habrían dejado de robar en los negocios; habrían terminado con los
adulterios, con las hipocresías, con los crímenes. Si se hubieran convertido,
el Reino de Dios se habría instalado en la tierra, precisamente aquí, en esta
ciudad tan querida por mi Padre, y se habría inaugurado el comienzo de un
tiempo nuevo, de salvación, de justicia, de paz.
- Entonces, Maestro –pregunta Juan-, es el pecado el que hace daño al hombre,
el que causa su ruina.
- Ya os lo he dicho –le responde Jesús-. Yo no he venido al mundo para
condenar al mundo, sino para salvarlo. Cuando mi Padre, a través de Moisés,
dio un decálogo moral a nuestro pueblo, no lo hizo para perjudicar a los
hombres, sino para salvarlos. Cuando os digo que mis discípulos no podrán
robar, ni mentir, ni fornicar, ni matar, esa cascada de “noes” es, en realidad,
una cascada de “síes”. Cada “no” es un “sí”. Es un “no” al pecado y un “sí”
al amor. Es un “no” a la desgracia que va unida al pecado y un “sí” a la
239

alegría que acompaña al amor. Si mi Padre no quiere que el hombre haga


determinadas cosas –como robar, mentir, matar o cometer adulterio-, no es
por capricho, sino porque esas cosas hacen daño al hombre, tanto al que las
ejecuta como al que es la víctima directa de ellas. Todos los mandamientos
morales de mi Padre están previstos para salvar al hombre, no para
fastidiarle. No somos aguafiestas, que disfrutamos amargando la vida a la
gente e impidiendo que disfrute. Lo que queremos es que sean felices de
verdad y esa felicidad sólo viene de la mano del amor, no de la del pecado.
Volviendo a lo de la ruina que le espera a Jerusalén, ésta no será como
consecuencia directa de mi muerte, como si fuera una venganza de mi Padre;
será a causa de sus pecados, de su amor al lujo, de su opción por la violencia,
de su rechazo a poner el corazón en los bienes celestiales. El hombre se
destruye a sí mismo cuando peca; no tiene necesidad mi Padre de castigarle,
pues él se castiga a sí mismo cuando se aleja de Dios. Por el contrario, lo que
mi Padre intenta hacer, una y otra vez, es volver a conquistar su corazón
extraviado para que regrese al buen camino, pues sólo en él hallará la
felicidad.
- Maestro, ¿qué significó la última cena?, ¿por qué nos dijiste que habías
deseado tanto estar con nosotros esa noche? –quiere saber Juan.
- De aquella cena y de su significado –le contesta el Señor-, quiero hablaros
después. Antes quiero terminar de explicaros lo que sucedió en mi alma
durante aquellas horas terribles que precedieron a mi muerte. Cuando
salimos de esta misma sala, al acabar de cenar, nos dirigimos al Huerto.
Judas no estaba con nosotros ya. Ninguno os percatasteis de ello, pues era de
noche. Además, todos estabais convencidos de que el final iba a ser pronto.
- Sí –dice Pedro-. Yo mismo te pregunté que por qué habías hecho todo
aquello durante la cena, lo del lavatorio de los pies y lo de la entrega
solemne y extraña del pan y del vino. Tú, entonces, afirmaste: “Esta noche
vais a caer todos por mi causa, porque está escrito: Heriré al pastor y se
dispersarán las ovejas del rebaño”. Yo, lo recuerdo con amargura, te aseguré
que aunque los demás te traicionasen yo no lo haría y fue entonces, ante mi
soberbia insistencia, cuando tú profetizaste que, esa misma noche, te negaría
tres veces antes de que el gallo cantara anunciando la madrugada.
240

- Así fue –confirma Jesús-. Mi corazón estaba tan angustiado que no hay
palabras para expresar lo que sufría.
- Pero –quiere saber Santiago el del Zebedeo-, ¿era por miedo a la muerte, a la
tortura, o por alguna otra causa?.
- No lo sabía entonces, Santiago –le responde Jesús-. Sabía que iba a morir
crucificado al día siguiente, y eso ya era suficiente como para aterrorizar a
cualquiera. Normalmente, los romanos no torturan a sus víctimas; si los van
a matar en la cruz, no les infligen otros castigos; no lo hacen por
comprensión hacia los condenados, sino para que sobrevivan varios días en
la cruz, en una tortura angustiosa, y sirvan así de ejemplo a los que los vean.
Yo sabía, en cambio, que iba a morir antes de que el sol se pusiera al día
siguiente, por lo tanto imaginaba que alguna tortura me esperaba,
probablemente la de los latigazos, que ya es, de por sí, capaz de acabar con
la vida de un hombre. Pero, aunque el miedo a sufrir y el miedo a morir eran
aplastantes, mi angustia no se debía sólo a ellos. Tampoco sabía, en ese
instante, por qué me encontraba tan mal. Después sí lo supe.
- ¿Cuál era la causa, Señor? –vuelve a preguntar Santiago.
- Cada cosa a su tiempo –contesta el Maestro-. El caso es que me encontraba
muy mal, tanto que temí no ser capaz de llegar hasta el final. Es como si la
vida se me hubiera empezado a marchar a chorros, por el sufrimiento y la
agonía. A duras penas logré llegar al Huerto. Allí, recordadlo, llamé a tres de
vosotros para que me acompañaran mientras yo me recogía en oración, en un
extremo del Huerto.
- Fuimos nosotros, Santiago, Juan y yo –recuerda Pedro-, los que tuvimos un
honor que no merecíamos y al que tan mal respondimos.
- Tienes razón, Pedro, porque nos dormimos mientras Jesús rezaba, justo en el
momento en que más nos necesitaba a su lado –confirma Juan.
- Los hombres siempre duermen mientras Dios agoniza –sentencia Jesús-. Lo
malo es que duermen, incluso, mientras ellos mismos agonizan. Apenas son
capaces de otra cosa que de despertarse ligeramente para cambiar de postura.
Si despertaran del todo, se darían cuenta de que, tanto ellos como otros, están
sufriendo y sabrían encontrar la causa y ponerle remedio. Es la pereza, es la
comodidad, uno de los peores pecados, sólo superado en maldad por la
soberbia. Los hombres piensan que lo peor es hacer el mal, cuando, en
241

realidad, el pecado más frecuente y por eso el más dañino consiste en no


hacer el bien. Así os ocurrió a vosotros tres aquella noche. Vosotros erais los
que estaban más cerca de mi corazón. Erais los que el Padre había dispuesto
para que me sirvieran de ayuda y de consuelo. A vosotros os había llevado
conmigo al Tabor para mostraros mi plenitud de gloria y allí habíais querido
hacer tres tiendas. Todo aquello, todo el amor que había sembrado en
vosotros, tenía que servir para encontrar un poco de apoyo en aquel
momento solemne y terrible. En cambio, cuando llegó la hora, os quedasteis
dormidos. Aquello fue un nuevo trago de amargura que tuve que beber en
aquella noche de agonía.
Los discípulos aludidos no dicen nada. Guardan silencio y miran al suelo. Los
demás también callan. Son conscientes de que ellos no son mejores que los dos
hermanos Zebedeos y Pedro, pues también a ellos el Maestro les había pedido que le
acompañaran velando, mientras él rezaba. Y también ellos, aunque a mayor distancia, se
habían quedado dormidos. Durante unos instantes, el silencio se adueña de la amplia
sala, hasta que, Jesús, dando un profundo suspiro, sigue evocando los recuerdos de
aquella trágica noche.
- Yo me encontraba allí, sólo, oyendo vuestra respiración fuerte mientras
dormíais a pocos pasos de mí. La angustia era plena, total, definitiva. Como
os he dicho, no se debía sólo al lógico miedo a la muerte o a la tortura que
sabía que iban a venir. Era algo más que no comprendía. Entonces empecé a
ver el más terrible espectáculo del mundo. Por mis ojos cerrados empezaron
a desfilar desgracias, grandes y pequeñas, antiguas y recientes. La mayoría
no habían sucedido todavía. Vi a niños ser asesinados en el vientre de sus
madres por soldados armados de forma extraña que disfrutaban con aquella
carnicería. Otros, peor aún, lo eran por encargo de sus propias madres y por
motivos casi triviales. Vi a gentes de nuestro pueblo quemados en hornos
como si fueran brazadas de leña. Vi a ciudades enteras arrasadas por armas
poderosísimas que se elevaban hacia el cielo como un inmenso hongo. Pero
no vi sólo crímenes de guerra, también asistí a desastres de la naturaleza, a
inundaciones y sequías, a pestes que diezmaban la población y vaciaban
pueblos y ciudades. Y más aún, fui viendo los pecados pequeños, las
miserias, las traiciones, los adulterios, los robos, las mentiras, todas las
crueldades de que son capaces los hombres, todos los hombres. Cada una de
242

esas cosas, que desfilaban ante mis ojos cerrados con la velocidad del
vértigo, esperaba de mí una palabra. Cada una de ellas me suplicaba:
“perdóname”, “sálvame”. Y yo decía, ante cada una: “sí, quiero”. Y cada vez
que lo decía era como si cayera sobre mi espalda, como si se hiciera mío,
aquel pecado; como si yo lo hubiera cometido. Un peso inmenso se fue
acumulando en mi corazón, en mi alma. Me aplastaba, me asfixiaba, me
destruía. Llegó un momento en que no pude más y entonces mi Padre, visto
que vosotros dormíais, envió a unos ángeles a consolarme. Empecé a sudar
sangre, pues mi cuerpo ya no podía soportar la angustia. La desesperación
me hacía tambalear y caí, exhausto, sobre las blancas rocas que hay en el
extremo del Huerto. Al poco, me incorporé y le pedí a mi Padre: “Señor, si
es posible que pase de mí este cáliz”. Supliqué, como cualquier hombre, un
poco de alivio en la tortura. Me hice uno con vosotros; fui, más que nunca,
uno de vosotros. Pero no se lo exigí, no le ordené parar. Sólo supliqué y
luego, añadí: “Que se haga tu voluntad y no la mía”. Me levanté un instante
para ir donde vosotros tres. Al ver que seguíais dormidos, os reproché
vuestra inconsciencia y os exhorté a velar para no caer en la tentación.
Después volví a mi puesto, para continuar, si el Padre así lo decidía, con
aquella extraña procesión de pecados que, como mendigos, se ponían ante mí
suplicando mi perdón. “Te perdono”, “te hago mío”, volví a decir a cada
uno. Y volví a experimentar la carga insoportable de angustia y de agonía.
La sangre corría por mis sienes, de forma que, cuando llegaron los soldados
a prenderme, precedidos por Judas, lo experimenté como un alivio, pues peor
que aquello, pensé ingenuamente, nada me podía ocurrir ya.
- Fue terrible despertarnos y encontrarnos rodeados de soldados del Templo,
guiados precisamente por uno de los nuestros. Creo, Señor, que nos hubieran
matado allí mismo a todos nosotros si tú no lo hubieras evitado –recuerda
Natanael.
- Sí, así hubiera sido –confirma Jesús-. Esas eran sus órdenes. Acabar con
vosotros y cogerme preso sólo a mí. Pero yo le había pedido al Padre que eso
no sucediera. Por eso mi súplica para que os dejaran partir, fue, contra toda
lógica, escuchada.
- Hasta en ese instante, y a pesar de nuestra miseria, pensaste en nosotros y
nos salvaste –exclama Santiago el de Alfeo.
243

- No te puedes imaginar, querido primo -le contesta Jesús-, hasta qué punto os
quiero. No sólo pensé en vosotros en ese instante, como si, de repente, se me
hubiera cruzado esa idea por la cabeza, sino que no pensaba en otra cosa más
que en vosotros. Si quiero a los pecadores, si quiero a los que no se lo
merecen, cuánto más no voy a quereros a vosotros, que, aunque sois
pecadores, sois también mis queridos amigos.
- ¿Qué sentiste, Señor, cuando Judas te identificó con un beso? –pregunta
Tomás.
- ¡Con un beso entregas al Hijo del Hombre!, le dije –contesta Jesús-. No
podía ser de otro modo. El beso es un gesto de amor, un gesto de amistad.
Pero el hombre, por sí mismo, no sabe amar. Transforma el amor en pecado,
el paraíso en infierno. Aquel beso era un símbolo de todos los besos con que
los hombres han ofendido a Dios, dándolos a quién no debían o cuando no
debían. Hasta el amor puede ser transformado en pecado por el hombre. Lo
mismo que hizo Judas, que transformó mi amistad en traición, el beso en
instrumento para identificarme y que me prendieran.
- ¿Y qué sucedió después, Maestro –pregunta ahora Simón-, porque nosotros
ya no supimos nada de ti hasta que te vimos en la plaza situada ante el
pretorio, cuando Pilato intentaba que el pueblo condenara a Barrabás y
pidiera tu absolución?.
- Por lo pronto, me dejé llevar –le contesta Jesús-. La agonía previa había sido
tan horrible que estaba exhausto. Me recogí en oración y me abandoné en
manos de los criados de Caifás y de los guardias del Templo. Por el camino,
mientras cruzábamos el seco torrente Cedrón y subíamos por las calles de la
colina de Sión hasta la casa del Sumo Sacerdote, me mantuve en comunión
con mi Padre. Iba haciendo una oración que os recomiendo cuando tengáis
problemas. “Por ti”, repetía. “Te quiero, Padre mío; por ti hago esto, por ti y
por todos esos hombres cuyo sufrimiento me has mostrado hace unos
instantes. Haz de mí lo que quieras. Soy el cordero manso llevado al
matadero. Llevo en mis espaldas el pecado del mundo para que, al ser
sacrificado, ese pecado desaparezca y sea perdonado”. “Por ti, Padre”, decía
una y otra vez. Luego, cuando llegamos, me introdujeron sigilosamente en la
casa de Caifás y me llevaron al sótano. Allí, aquel viejo zorro tiene instalada
una auténtica sala de torturas. En las paredes cuelgan ganchos y argollas de
244

hierro, en las que atan a las víctimas para flagelarlas hasta morir. En el suelo
hay un profundo agujero, que en ese momento tenía dos codos de lodo y
barro apestoso. Me arrojaron allí por la angosta boca que es su única apertura
y allí me quedé horas y horas, toda la noche. Allí, sin poder respirar casi,
podía haber muerto. Llevaba mucho tiempo cuando la boca de aquella
inmunda cárcel se abrió y una antorcha iluminó la cara avariciosa y llena de
odio de Caifás. No me dijo nada. Sólo me miró y soltó una espantosa
carcajada. Se estuvo riendo un largo rato y luego seguí oyendo su risa llena
de odio y de triunfo, incluso cuando se retiró y volvieron a cerrar con una
piedra la boca del pozo.
- ¡No sabíamos nada de esto, Señor. Es espantoso! –exclama Juan.
- Por eso no quería que estuviera aquí mi Madre, ¿comprendéis? –contesta
Cristo-. Sería demasiado doloroso para ella enterarse de todos los detalles de
aquella noche, de todas las torturas que sufrí, por más que, de alguna manera,
ella estaba a mi lado en todas aquellas horas sosteniéndome, desde Betania
donde se encontraba, con su oración y con una comunión única y misteriosa.
- Conozco ese pozo –dice Pedro-. Yo había estado varias veces en casa de
Caifás y me habían introducido en esa horrible sala de torturas. Los que son
encerrados en esa cárcel, no suelen salir vivos de ella. Mueren asfixiados. En
primavera o invierno, con frecuencia el lodo llega a la altura de la cabeza de
un hombre y entonces los que son introducidos allí mueren inmediatamente.
Tuviste suerte en que eso no te ocurriera a ti.
- No fue suerte –le responde Jesús-. Como comprenderás, Pedro, mi Padre no
iba a permitir que ésa fuera mi muerte. Yo debía, como ya os dije, cumplir la
profecía y ser llevado a la cruz, al lugar de la maldición, ante los ojos de
todos. No podía morir en una cárcel oscura, sin testigos. Tampoco le
interesaba eso al Sumo Sacerdote, aparte de que, si así hubiera ocurrido,
Pilato le habría exigido cuentas. Yo no era un enemigo cualquiera, un
desconocido de tantos como él había asesinado impunemente en aquel
calabozo. Aunque lo hubiera deseado, no le quedaba más remedio que
presentarme ante Pilato, lo más indemne posible, y conseguir de él mi
sentencia de muerte. Por lo demás, estaba seguro de lograrlo, por eso no se
molestó ni siquiera en hacerme beber un veneno que hubiera acabado
conmigo aunque Pilato me hubiera indultado.
245

- ¿Cómo pasaste la noche, Señor? –pregunta Mateo.


- Rezando –le responde Jesús- Hice lo que os había pedido a vosotros que
hicierais en el Huerto de los Olivos. “Orad para no caer en tentación”, os
advertí. No me hicisteis caso, dormisteis mientras se acercaba el enemigo, y
por eso no tuvisteis fuerza para vencerle. Por eso yo me dediqué a rezar.
Como no podía arrodillarme, apoyé mi espalda en el muro y mantuve todo el
tiempo la comunión con mi Padre. También recibí auxilio de esa comunión
misteriosa que, como os he dicho, sostenía con mi Madre. A esas alturas de
la noche, algunos de vosotros habíais llegado ya allí y lo habíais contado
todo. Mientras organizabais algún tipo de plan para salvarme, ella –yo lo
sabía perfectamente- hizo lo más importante: ponerse a rezar para
sostenerme en mi prueba con su oración, con su comunión.
- ¿Qué le decías al Padre en esa oración? –pregunta ahora Juan.
- Cuando estaba en el Huerto de los Olivos –contesta Jesús, que se ha
levantado de la silla y se ha acercado a la ventana de la gran sala para dejar
que su mirada se pierda en el cálido y azul cielo de aquel día de Iyyar-, le
dije al Padre todo lo que le tenía que decir. Mi oración de entonces, como os
he dicho, fue la de pedir que pasara aquella prueba espantosa, aquella
enumeración de todos los pecados de los hombres, que caían sobre mi alma y
la anegaban de lodo, de podredumbre, de espanto. Pero, como también os he
contado, le aseguré que, si esa era su voluntad, estaba dispuesto a ir hasta el
final. Para eso había venido y ahora que estaba a punto de cumplir mi
misión, no me iba a echar atrás. Esa fue mi oración en el Huerto. En aquel
agujero inmundo, con aquel olor apestoso que me hacía sensibles las
miserias de los hombres que había visto y asumido horas antes, ya no se
trataba de dudar, ni de plantearse nada. Yo era consciente de que estaba ante
el asalto final. Aquellas horas en aquel antro eran una pausa, la última pausa,
antes de que se consumara mi derrota y mi victoria. No era, por tanto,
cuestión de hacer nuevos planteamientos, sino de recoger las pocas fuerzas
que me quedaban y prepararlas para resistir el último ataque del enemigo.
Por eso mi oración consistió en decirle al Padre sólo una frase, una y otra
vez: “Te quiero y creo en ti. Te quiero y creo en ti”. También me repetía a mí
mismo algo en lo que había meditado desde niño, sobre todo cuando se
habían reído de mí en Nazaret y me habían llamado “soñador” e “iluso”.
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“Todo lo vence el amor”, me decía a mí mismo, mientras el olor de aquel


estercolero me asfixiaba y mientras los aullidos y gritos de júbilo de mis
enemigos llegaban a mí a través de la piedra que tapaba la entrada de aquella
ratonera. “Todo lo vence el amor, Padre mío”, le decía a Dios. “Todo lo
vence el amor, así que vamos a vencer, por fin, al enemigo. Dame fuerzas,
Padre. Ven Espíritu divino en mi auxilio. Sostenedme en este momento de
prueba. La victoria es nuestra y está al alcance de la mano. Dentro de pocas
horas todo habrá terminado. Hay mucho sufrimiento de inocentes en juego
para que yo ahora renuncie a salvarles. Todo lo vence el amor. Te quiero,
Padre. Te quiero”. Así estuve horas y horas. La espalda apoyada en aquella
roca, que quedó impregnada del sudor pegajoso que corría por todo mi
cuerpo. Así estuve, hasta que decidieron que el momento final había llegado.
- Era todavía de noche cuando te sacaron de allí –recuerda Pedro, que ha
metido la cabeza entre las manos y no puede evitar las lágrimas.
- Sí, era de noche –confirma Jesús-. Me echaron una cuerda y yo me así a ella.
Me izaron como un fardo y, apenas fuera, me molieron a golpes, allí, en el
suelo, como si fuera un animal. Caifás lo veía todo y sus risas sobresalían
por encima del jaleo que montaban sus criados mientras se excitaban al
pegarme. Pero todo aquel estruendo cesó, de repente, para dejar paso a una
conversación que venía del patio. ¿La recuerdas, verdad, Pedro? –pregunta
Jesús, que se ha girado y mira ahora al círculo que forman sus apóstoles-.
Tres veces te preguntaron si me conocías, pues tú estabas allí. Tres veces
negaste, tal y como yo te había predicho. Después cantó el gallo.
Inmediatamente, Caifás dijo que había llegado la hora. Allí mismo, en el
patio, me desnudaron. Tumbado en el suelo, sangrando por la cabeza y la
espalda por los golpes que me habían dado, recibí varios cubos de agua fría
que sirvieron para quitarme el lodo que cubría parte de mi cuerpo y la sangre
que bañaba el resto. Luego me devolvieron la túnica sin costura que me
Madre había tejido años atrás para mí. Me levantaron y, a empujones, me
sacaron a la calle.
- ¿Entonces fue cuando te llevaron al pretorio? –pregunta Andrés.
- No, todavía no –responde Jesús-. Legalistas como eran, necesitaban una
excusa para justificar su conciencia. Eran guías ciegos, que filtraban la
mosca y se tragaban el camello. Debían hallar un pretexto, algo que les
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permitiera celebrar la Pascua, que era inminente, con la conciencia tranquila.


Una conciencia que, en ningún caso les acusaría de haber matado al Hijo de
Dios, pero sí a un inocente que sólo había hecho el bien a cuantos había
encontrado en su camino y que se había limitado a predicar un mensaje de
amor y de esperanza. Por eso reunieron a toda prisa al Sanedrín. Lo hicieron
en la vecina casa de Anás, suegro de Caifás, que había sido Sumo Sacerdote
antes que él. Se les olvidó invitar, naturalmente, a los que podían ponerse de
mi parte: José de Arimatea, Nicodemo y unos pocos más, que no hubieran
transigido con aquel asesinato. Aquello no duró mucho. Llevaron testigos
falsos que me acusaban de cosas tan absurdas que ellos mismos comprendían
que no tenían fundamento. Nervioso, con miedo a que alguno de los
miembros del Sanedrín allí presentes se pusiera de parte mía, Caifás me
pidió que me defendiera, pues yo estaba todo el tiempo callado. Como insistí
en mi silencio, me conjuró, por Dios, a que dijera si era o no el Mesías, si yo
pretendía ser el “Hijo de Dios”. “Tú lo has dicho –le contesté, pues
comprendí que había llegado el momento decisivo-. Más aún –añadí, para
que no quedara ninguna duda acerca de mis pretensiones, sabiendo que lo
que iba a decir representaba mi condena a muerte-, yo os digo: desde ahora
veréis que el hijo del Hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y
que viene sobre las nubes del cielo”. Caifás se rasgó las vestiduras. Estaba
exultante de alegría. Le parecía increíble que yo mismo hubiera caído tan
fácilmente en la trampa. Me acusó de blasfemo y obtuvo el asentimiento de
todos los demás. Entonces todos ellos se echaron sobre mí, como manda la
ley que se haga con los blasfemos. Me hubieran matado allí mismo, pero
temían a Pilato. Por eso se limitaron a escupirme, a golpearme, a
desgarrarme el cabello arrancándomelo de cuajo. Se habían vuelto locos.
Daban vueltas a mi alrededor, ciegos por la ira y por una extraña alegría. Me
herían por la espalda y me decían: “Mesías, haz de profeta y dinos quién te
ha golpeado”. Cuando se cansaron, decidieron llevarme a Pilato. Caifás ya le
había mandado aviso para que estuviera preparado.
- Te vimos salir y recorrer las calles de la ciudad camino de la Torre Antonia –
dice Mateo-. Te aseguro, Señor, que aunque estábamos llenos de miedo y
enormemente confusos, nuestro amor no había disminuido. Nos sentíamos
no sólo impotentes, sino también inseguros. Era todo tan extraño. Si tu poder
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te había abandonado, ¿no significaría eso que Dios ya no estaba contigo y


que tenían razón los sacerdotes al acusarte de blasfemo y condenarte a
muerte según manda la ley?.
- Ya hemos hablado de eso, Mateo –responde Jesús-. Dejémoslo, por favor.
Yo no os vi en aquel tramo del camino. Mis ojos estaban nublados por la
sangre, aunque ellos, para que Pilato no les acusara de crueldad, me habían
secado el rostro con una toalla limpia. El gobernador romano les recibió a
regañadientes. Sabía de mí desde antiguo. Uno de sus centuriones es
discípulo mío, como lo son algunos soldados, aunque aún no hayan recibido
el bautismo. Su misma mujer simpatiza con mi mensaje y me ha hecho llegar
alguna limosna en varias ocasiones. Pero, sobre todo, al viejo político que él
es, le interesaba más mantenerme con vida que matarme. Ya de por sí le
resultaba sospechoso que fueran los sacerdotes y los fariseos los que
desearan mi muerte. Que, según ellos, yo pretendiera ser el “Rey de los
judíos” y que fueran los judíos los que me entregaran a los romanos para que
éstos me ajusticiaran, sólo podía significar una de estas dos cosas: o era una
mentira la acusación, o los judíos se habían vuelto, repentinamente, tan
partidarios de los romanos que mataban hasta a sus propios líderes
independentistas. Como esto último, y Pilato lo sabía bien, era del todo
imposible, la única opción válida era la primera. Le repugnaba entregar a la
muerte a un inocente y, así se lo decía su olfato de viejo político, le convenía
que yo siguiera vivo para que continuaran las disensiones entre los judíos.
“Divide y vencerás”, pensaba.
- ¡Pilato se comportó como un canalla al consentir tu muerte sabiendo que eras
inocente! –exclama Simón, el más antiromano de los apóstoles.
- Se comportó –le responde Jesús-, como un político. Él aplicó un criterio, el
de la justificación de sus actos malos para conseguir bienes supuestamente
buenos. Para él, el bien de Roma o su propio bien, eran razones suficientes
para condenar a muerte a un inocente. Pero no sólo él hizo eso. Fue Caifás,
no lo olvidéis, quien dijo que convenía que muriera un hombre para que el
pueblo se salvara. Sin saberlo, estaba profetizando, aunque él le daba a la
frase otro contenido distinto. Es muy difícil que un político, un hombre de
gobierno, sea fiel a su conciencia, a sus principios. La mayor parte de los que
están arriba, si lo están es precisamente porque no tienen principios. Han
249

subido porque han renunciado a ellos cuando ha sido conveniente. Han


cambiado de bando todas las veces que ha hecho falta y, sin el menor pudor,
lo mismo han gritado “¡viva el César!” ante un emperador que ante el que le
clavó un puñal para sucederle. No todos son así, ciertamente, pero sí tantos
que lo excepcional es encontrar a uno que acepte poner en juego su carrera
antes que traicionar sus principios o condenar a un inocente. Por desgracia,
mi muerte no fue ni la primera ni la última. Abundarán personajes ilustres,
en el futuro, que en nombre de las causas más nobles no duden en asesinar a
personas indefensas. Y lo justificarán diciendo que es porque conviene al
interés del pueblo, al bien de todos.
- Sin embargo, Pilato intentó salvarte. Aunque su intento tuvo terribles
consecuencias para ti –asegura Pedro.
- Sí, porque para convencer a los sacerdotes, no se le ocurrió otra cosa más
que ordenar que te golpearan los soldados. La flagelación que sufriste en el
litóstrotos se la hubiera ahorrado si hubiera estado decidido desde el primer
momento a condenarte a muerte –afirma Santiago el de Alfeo.
- Es verdad, pero, a cambio, hubiera estado más tiempo en agonía en la cruz.
Para evitarlo, habrían tenido que romperle las piernas como hicieron con los
otros dos que murieron junto a él. Entonces no se habrían cumplido su
semejanza con el cordero pascual, que debe ser consumido sin fracturarle un
solo hueso –recuerda Natanael.
- Todo estaba previsto por mi Padre –continua hablando Jesús-, por más que,
en aquellos momentos, yo ya hubiera empezado a entrar en una situación en
la cual la razón se me nublaba y las fuerzas me fallaban. La tortura de los
latigazos, la crueldad de la corona de espinas, fueron excesivas y acabaron
casi completamente con mis fuerzas. Mientras el soldado me golpeaba, atado
yo a aquella columna que estaba en el centro del patio, no podía pensar en
nada. Sólo podía sentir. Sentir el dolor de aquellos golpes. Sentir que la vida
se me iba marchando rápidamente. Y entonces empezó a ocurrir lo peor, lo
que no me esperaba.
- ¿Peor aún que lo que ya llevabas sufrido? –pregunta, extrañado, Juan.
- Mucho peor –responde Jesús- No sé exactamente en qué momento fue.
Quizá ocurrió al final de los latigazos, pero probablemente fue más tarde,
después de que hubo terminado aquella farsa del juicio ante el pueblo y de la
250

oferta que les hicieron para que eligieran entre Barrabás y yo. El caso es que,
entre golpe e interrogatorio, entre viaje a las mazmorras del pretorio y subida
hasta la sala donde recibía Pilato, de repente noté una ausencia, una terrible
ausencia. Aquel vacío era sorprendente, inesperado. Era, sin duda, lo peor
que me podía pasar.
- ¿De qué se trataba? –quieren saber todos, aunque es Judas el primero que lo
expresa.
- Mi Padre no estaba –afirma Cristo-. Simplemente, no estaba. Yo no había
cesado un instante de mantenerme en unidad con él, como, por lo demás,
había hecho desde que tuve conciencia de mí mismo. Y ahora, por primera
vez, él no estaba. Me había advertido que una sorpresa final me aguardaba,
pero que no podía decírmelo. Me había dicho, eso sí, que, pasara lo que
pasara, no dudara de su amor. Y resultó que la sorpresa era precisamente ésa:
su ausencia. Empecé a ponerme nervioso. Como un pez sacado fuera del
agua, boqueaba ansioso buscándole. Lo demás, lo que hacían con mi cuerpo,
las burlas de mis enemigos, los insultos, todo, se convirtió en algo externo,
en un mero decorado que servía de fondo a una tragedia infinitamente
mayor. Con esa angustia escuché la sentencia. Bajo esa angustia fui cargado
con el madero en el que debían después clavar mis manos. Cuando, en el
camino hacia el Calvario, caí al suelo, no sólo estaba agotado físicamente,
sino también estaba hundido moralmente. ¿Dónde estaba mi Padre? ¿Dónde
estaba mi apoyo, mi sostén, mi fuerza, el aire de mis pulmones, la luz de mis
ojos?.
- ¿Por eso gritaste, cuando estabas clavado ya en la cruz, “Elí, Elí, lamá
sabaktaní”?. ¡Y pensar que algunos dijeron que estabas llamando a Elías para
que viniera a salvarte! –exclama Juan.
- “Elí, Elí, lamá sabaktaní”, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” dije, utilizando el arameo, la lengua de mi madre, para llamar
a mi Padre –confirma Jesús-. Y es que Dios no estaba, me había dejado solo.
Sólo en el momento más difícil de todos, en el momento decisivo. Una
soledad que yo debía afrontar ya sin fuerzas. Una soledad que significaba, de
alguna manera, que tenían razón los que me mataban. Una soledad que,
además, debía asumir sin dejar de creer que él me seguía queriendo.
- ¡Imposible! –exclama Tomás.
251

- ¡Injusto! –dice Simón.


- ¡No puede ser! –sentencia Santiago el Zebedeo.
- ¿Cómo puede Dios abandonar a Dios? –pregunta Felipe extrañado-. Eso sí
que no lo podemos entender, Maestro. Dios podía permitir incluso tu muerte,
para, como tú nos has explicado, redimir al mundo, salvar a todos los
hombres. Aquella muerte tuya tenía un sentido ejemplar, de atracción hacia
ti, tal y como tú nos has dicho. Era el culmen del amor de Dios por el
hombre, a la par que la satisfacción legítima que exigía la justicia divina.
Pero todo eso requería que tú estuvieras todo el tiempo sostenido por el Dios
que te enviaba al sacrificio. ¿Cómo podemos creer que Dios es amor, tal y
como tú predicas, si contigo se comporto así?.
- Precisamente por eso podéis creer que Dios os ama, porque se comportó así
conmigo –contesta el Maestro-. Tanto amó Dios al hombre que no quiso
ahorrarle a su único Hijo ni uno sólo de los sufrimientos que padecen los
hombres. ¿Es que no experimentan éstos, con frecuencia, el abandono de
Dios? ¿No le preguntan a Dios “dónde estás” las mujeres que son violadas o
las que son golpeadas por sus maridos? ¿No se lo preguntan los niños que
nacen y viven toda su vida como esclavos? ¿No lo hacen aquellos que
padecen terribles enfermedades o aquellos otros que no tienen habitualmente
ni lo imprescindible para vivir? ¿Cómo podíamos, mi Padre, el Espíritu y yo,
presentarnos ante el hombre, ante cualquier hombre, diciéndole: “mira cómo
te amamos, fíjate cuánto hemos sufrido por ti”, si no hubiera apurado yo
hasta el final el cáliz de la amargura que beben tantos hombres en el mundo?
¿Cómo podía yo servirles a ellos de modelo para que hicieran lo que yo
debía hacer, si no era igual a ellos en el dolor, si no experimentaba la
amargura infinita, la desesperación infinita, que supone sentirte solo y
abandonado no sólo de los hombres, sino del mismo Dios? Si mi amor tenía
que colmar el abismo de separación entre Dios y el hombre creado por el
pecado, si mi amor debía ser una luz que ilumina el camino de los hombres
que sufren, yo debía pasar por aquel trance y hacer mío el grito de
desesperación de cualquier hijo de vecino, de cualquier hombre en cualquier
época de la historia. Es decir, yo debía experimentar la ausencia de Dios, el
abandono de Dios.
252

- Pero tú no eras sólo un hombre –objeta Simón-, eras Dios. ¿Cómo podía
Dios abandonar a Dios?.
- Yo no era sólo un hombre –conviene Jesús con su apóstol-, pero también era
un hombre. Sólo podía, como os digo, servir de luz y de guía al que sufre,
atraer al que está en su cruz hacia mí y, con ello, hacia la salvación, si me
hacía en todo igual a él. Pero, a la vez, como bien dices, Simón, yo era Dios.
Y Dios no podía abandonar a Dios. Lo que ocurrió fue, por lo tanto, que yo
experimenté el abandono de Dios, la ausencia de Dios. La experimenté en
cuanto hombre, aunque ese abandono fuera sólo sensible y no real. Es, para
que lo entendáis, como si todo el tiempo de la prueba, incluso el momento
terrible de la agonía en el Huerto de los Olivos, yo hubiera estado sostenido
por los brazos de mi Padre, que se encontraba delante de mí. De repente, mi
Padre se escondió y ya no le veía, ya no experimentaba su auxilio. Pero no es
que él no estuviera, sino que se había puesto detrás de mí. Me seguía
sosteniendo, pero por la espalda. Había pasado sus brazos debajo de mis
hombros y, mientras mi cuerpo iba cayendo, inerte y moribundo, sobre el
madero de la cruz, él lloraba sobre mí, sufría conmigo, me sostenía con su
poder, aunque yo no lo veía. No hubiera podido resistir sin su fuerza, pero él
estaba allí, detrás de mí, oculto a mi mirada que le buscaba ansiosamente,
oculto a los ojos del alma que añoraban el cielo de unidad con él que era el
aire que necesitaban mis pulmones para respirar. Mi Padre, tal y como
habíamos convenido previamente, participaba conmigo en el sacrificio de la
cruz, aceptando que yo sufriera, consintiendo que yo sufriera, ocultándose a
mi sensibilidad incluso para que mi sufrimiento fuera en todo igual al de los
hombres.
- ¿Por qué dices que ese sufrimiento tuyo debe servir de luz para el que sufre?
–pregunta Andrés.
- Porque nadie –responde Jesús- debe poder decir que experimenta un dolor
que yo no he experimentado. Mi pasión es un compendio de todas las
pasiones de los hombres. El que sufre, sea cual sea su dolor, debe poder
decir: “Aquí estás tú, Jesús, que fuiste abandonado por tus amigos”, o, “aquí
estás tú, que conociste el más terrible dolor físico”. El que pierde a un hijo,
debe poder mirarse en mí y encontrar una respuesta, porque ha de saber que
yo, en la cruz, perdí a mis hijos, a mis amigos, a mi propio Padre. El que se
253

siente inseguro debe hallar en mí un igual, pues en la cruz yo era la


inseguridad, lo mismo que era la angustia, la soledad, la humillación, la
duda. Desde ahí, desde esa igualdad con el más desgraciado de los seres
humanos, es desde donde yo puedo decirle: “Mírame, soy como tú. Estoy
herido como tú, moribundo como tú, agotado como tú, decepcionado y harto
como lo estás tú. Y si yo he podido dar el siguiente paso, con la ayuda de
Dios aunque no veía dónde estaba Dios, tú también puedes darlo”.
- ¿Cuál es ese siguiente paso, Maestro? –le interroga ahora Pedro.
- Creo que yo puedo responder por él –interviene Juan-, porque yo estaba allí,
junto a la cruz, al lado de María, cuando, después de oírle expresar su
angustia y su abandono, levantó los ojos al cielo y gritó: “En tus manos,
Padre, encomiendo mi espíritu”. El siguiente paso, pues, es la fe.
- Exacto, Juan –confirma Jesús-, y me alegra mucho que lo recuerdes. El
siguiente paso es la fe. Pero no una fe cualquiera, una fe en la existencia de
Dios, por ejemplo. La fe verdadera, la fe que cuesta, es la de creer que, a
pesar de todas las dificultades de la vida, Dios existe y es amor. Ese es el
verdadero homenaje de fe que el hombre puede tributar a Dios. Para creer
que Dios existe no hace falta más que salir al campo en una noche de verano
y mirar el cielo cuajado de estrellas. En cambio, cuando tu familia se ha roto,
cuando no encuentras motivos para seguir viviendo, cuando te has arruinado,
cuando una enfermedad te mina las fuerzas y no hay ningún calmante que te
consuele, entonces sí que es difícil tener fe. Yo vencí al pecado precisamente
ahí, en ese momento, cuando, desde el abandono más absoluto, le dije al
Padre: “Creo en ti. Aunque no sé dónde estás, sigo creyendo que existes, que
me quieres, que cuidas de mí. Aunque no te veo, confío en ti. En tus manos
me abandono, Padre, y si me tiro al vacío y no están tus manos para
recogerme, prefiero morir aplastado contra el suelo que dudar de tu amor”.
Ese acto de fe, ese acto de amor, queridos amigos, fue el que redimió al
mundo y el que abrió la puerta de la esperanza para todos los que sufren.
- Maestro –es Juan el que vuelve a hablar-, ¿y no tuviste ningún alivio, ningún
consuelo?.
- Sé por qué lo preguntas –le dice, sonriéndole, Jesús-. Sí, lo tuve. Y fue mi
madre. Dios, que había decidido situarse detrás de mí y dejarme pasar, sin
apoyo sensible, el trance de la muerte, no quiso que me faltara el consuelo de
254

mi madre. Mi relación con ella, una relación tan misteriosa como intensa, no
había cesado en ningún momento en aquella difícil noche. Ella, desde
Betania, me sostenía con su oración. Después, cuando la vi un instante en el
camino que conducía al Gólgota, supe que ella estaba en pie, entera. Estaba
sufriendo como yo, más que yo en cierto sentido. Y, como yo, mantenía alta
la bandera de la fe. Como yo, se negaba a dudar del amor de Dios. Creía en
ese amor en contra de lo que gritaban las circunstancias, la realidad que nos
rodeaba y aplastaba. Y en esa fe suya bebía yo y recuperaba fuerzas. Ella fue
quien estaba ante mí sosteniéndome con su entereza, mientras mi Padre me
cogía con sus brazos por la espalda e impedía que me derrumbara.
- Y entonces fue cuando me mandaste que cuidara de ella –recuerda Juan.
- Y a ella le mandé que cuidara de ti –completa la evocación Jesús-. Pero no
sólo de ti, sino de todos. Tenéis la suerte, queridos muchachos, de que os he
hecho completamente hermanos míos. No sólo os he hecho hijos de Dios,
hermanos míos en el Padre común, sino que os he entregado también a mi
madre, para que nuestra fraternidad sea completa. Cuidad de María como del
mayor tesoro. Huid de aquellos que digan algo en su contra. Ella estará
siempre presente ante el trono de Dios para interceder por vosotros. Ella será
el mejor modelo que tendrán todos los que quieran amarme, porque aunque
vosotros me queréis con toda vuestra alma, en eso nadie es capaz de
superarla. Cuidad de ella y ella cuidará de vosotros. Será como un plano
inclinado que hace accesible la muralla más alta, la muralla a veces
infranqueable de la salvación. Recordad el primero de los milagros, el que
tuvo lugar en Caná; nada le será negado de lo que pida, porque su corazón
está lleno de amor y porque el Padre tiene una deuda eterna de gratitud para
con ella.
En ese momento, unos golpes suaves se oyen en la puerta. Los apóstoles se
levantan, a una, nerviosos. Jesús les tranquiliza. “Adelante”, dice. “Pasa, José –añade-.
Llegas justo a tiempo. Es la hora de la cena”.
La sorpresa se dibuja en la cara de todos cuando ven a José de Arimatea entrar,
acompañado de su criado, llevando dos grandes bandejas en las que sólo hay pan, agua
y vino. Unos cuencos y unos platos de arcilla son toda la cubertería. José, ante la mirada
extrañada de sus invitados, objeta, dirigiéndose a los apóstoles:
255

- Así me lo ha pedido él. Pero si os quedáis con hambre, luego podemos bajar
a la bodega.
- No José, no te preocupes por lo escaso de la cena –le tranquiliza Jesús-. Va a
ser un convite muy especial, ya verás. Pasa y sitúalo todo encima de la mesa.
Vosotros –dice, dirigiéndose a Tomás y Simón- ayudadle. Coloquemos la
mesa en el centro y sentémonos a su alrededor, como hicimos aquella noche
en que, aquí mismo, me despedí de vosotros para salir juntos hacia el Huerto
de los Olivos.
Rápidamente se dispone todo. La mesa, baja, como se acostumbra entre los
judíos, acoge la escasa comida. Los apóstoles se sientan alrededor, extrañados. El criado
de José, de nombre Rubén, seguidor de Cristo y que ha recibido el bautismo, permanece
discretamente de pie, al fondo de la sala. Cuando Jesús se da cuenta, le pide que se
acerque y se siente. Una vez que todos han ocupado su puesto alrededor de la mesa, el
Maestro empieza a hablar.
- Queridos amigos –les dice-, once de vosotros estuvisteis aquí conmigo hace
unas semanas. José y tú, Rubén, no os encontrabais presentes, así que
ignoráis lo que aquí ocurrió. Prestad, pues, atención, pues vosotros dos vais a
participar en un acontecimiento tan singular que será decisivo para el
porvenir de nuestra comunidad. ¿Quién de vosotros once, mis apóstoles, se
acuerda de lo que pasó aquella noche?
- Lo primero que hiciste –empieza a hablar Juan-, fue sorprendernos a todos
ciñéndote una toalla y lavándonos los pies, uno a uno.
- Yo –interviene Pedro-, te dije que eso era impropio de ti, pues tú eras el
Señor y éramos nosotros los que debíamos lavarte a ti los pies. Entonces tú
me contestaste que si no me dejaba servir por ti, no querrías saber nada de
mí. Yo te dije que, en ese caso, me lavaras no sólo los pies sino hasta la
cabeza.
- Cuando terminaste –sigue hablando Juan-, nos preguntaste si entendíamos
por qué te habías comportado así. Todos nos habíamos dado cuenta de que
estabas tratando de darnos una lección, de darnos ejemplo. Tú lo quisiste
dejar bien claro y afirmaste: “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los
pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado
ejemplo para que lo yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
Después nos recordaste algo que de lo que ya habíamos hablado otras veces.
256

Nos dijiste que los jefes y reyes de los pueblos normalmente abusan de su
cargo y tiranizan a sus súbditos. Nos dijiste que no querías que eso ocurriera
entre nosotros, para lo cual nos advertías que el que manda debe comportarse
siempre como el servidor de todos y que el que quiera ser el primero entre
nosotros debe esforzarse en ser el último. Luego nos dijiste una cosa que, a
mí por lo menos, me impresionó mucho, tanto por el tono con que la
pronunciaste como por su contenido. Dijiste: “Os doy un nuevo
mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”.
- No tuvimos tiempo esa noche para hablar entre nosotros del significado de
esas palabras tuyas, Maestro –interviene Santiago el de Alfeo-, pero, a mí
por lo menos, me hicieron el efecto de que estabas comparándote con Moisés
y que querías indicarnos que los diez mandamientos de la ley se resumían en
uno solo. ¿Es así?.
- Así es, en efecto –confirma Jesús-. ¿No recordáis que, en cierta ocasión,
alguien me preguntó cuáles eran los mandamientos principales de la ley?
- Ea un joven fariseo –evoca Mateo- y tú le respondiste que eran sólo dos y
que en ellos se contenía la ley entera: amar a Dios con todo el corazón, con
toda el alma, con todas las fuerzas; y amar al prójimo como a uno mismo.
- Pues bien, esos dos mandamientos son sólo uno –continúa hablando Jesús-.
Hay sólo un mandamiento que resume el decálogo entero de Moisés. Ese
mandamiento es el amor. Porque el que ama no pone ninguna cosa por
encima de Dios, ni jura en falso, ni deja de orar o de asistir al Templo. El que
ama no ofende a su padre o a su madre, ni a sus superiores. El que ama no
elimina a un hijo con el aborto cuando el hijo viene en un momento no
deseado. El que ama no acaba con la vida del prójimo, ni busca la venganza
contra sus enemigos. El que ama no roba, ni miente, ni calumnia, ni tiene
envidia, ni utiliza su cuerpo para obtener un placer ilícito y, mucho menos,
hace eso con el cuerpo de los demás.
- Es verdad, Maestro –interviene en la conversación, sorprendiendo a todos, el
criado de José de Arimatea, Rubén-. Pero si yo me convertí en seguidor tuyo
fue por algo más. Perdonad que sea yo quien hable, pero es que a mí me
pareció, cuando te escuché la primera vez, en una de las plazas de nuestra
ciudad, que tú tenías una enseñanza nueva no sólo porque hablabas del amor
sino porque presentabas el amor de una manera distinta. Oyéndote, parecía
257

que el amor era algo más que no hacer el mal. Amar era, sobre todo, hacer el
bien. Y eso, al menos para un criado como soy yo, era una doctrina muy
original y sugestiva. Mi amo es bueno y se porta bien conmigo, pero tengo
amigos que no tienen tanta suerte. Sus señores son todos ellos muy religiosos
y no dejarán nunca de celebrar el sábado, ni comerán alimentos
contaminados, ni robarán nada a nadie. Pero, a la vez, son duros de corazón,
incapaces de compadecerse de la gente que está a su alrededor. Y todo eso lo
hacen con la conciencia tranquila, porque la ley de Moisés les manda que no
hagan el mal, pero no les manda que hagan el bien.
- ¡Te doy gracias, Padre –exclama Jesús-, porque has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos y se las has enseñado a la gente sencilla!. Tienes
razón, Rubén. El amor que yo predico contiene, efectivamente, la ley entera,
pero es mucho más, infinitamente más, que la ley. La ley, como bien dices,
está puesta para indicarnos lo que no debemos hacer. El amor nos pide que
vayamos más allá, que no sólo no hagamos el mal, sino que, sobre todo,
hagamos el bien.
- Pero, hacer el bien, Maestro, es muy comprometido, muy exigente, y por eso
difícilmente se puede establecer como una obligación, como un precepto.
Como mucho debería ser un consejo –dice José.
- Te equivocas, viejo amigo –le responde Jesús, con dulzura-. Los mínimos
que establece la ley son, efectivamente, obligatorios para todos y en todos
los casos. Pero no por eso se debe pensar que intentar los máximos sea sólo
un consejo que pueden o no practicar los hombres sin ningún tipo de
responsabilidad delante de Dios. Al menos para los que quieran ser mis
seguidores, yo quiero dejar claro que amar no es un consejo, sino una
obligación. En aquella última cena no os dije: “Os dejo un consejo, que os
améis unos a otros”, sino que dije con toda claridad que establecía para mis
discípulos un mandamiento, un deber, una obligación. Ser o no seguidor mío,
es una opción que cada uno deberá hacer con toda libertad. Lo que no se
podrá hacer, lo que no se debería hacer, es llamarse seguidor mío y luego no
intentar comportarse como tal. Os prevengo sobre esto: intentarán manipular
mi mensaje, intentarán privarle de todo aquello que resulte difícil. Se
comportarán como aquellos que echan agua al vino, pensando que así habrá
más gente que lo beba. Vosotros, mis apóstoles, y aquellos que sean vuestros
258

sucesores al frente de la comunidad, deberéis velar para que ese mensaje sea
transmitido íntegro de generación en generación. Y mi mensaje no hace
referencia sólo a la bondad y misericordia de mi Padre o a la existencia de
una vida después de la muerte. Una parte esencial de mi mensaje es ésta de
la que estamos hablando ahora. El que quiera ser mi discípulo deberá intentar
ser perfecto como mi Padre es perfecto. Eso significa que no podrá limitarse
a cumplir los mínimos, sino que tendrá que intentar dar de sí el máximo
posible. Tendrá que intentar amar haciendo el bien y no sólo evitando el mal.
- Hablas de amor, Maestro –dice Judas Tadeo-, pero ¿qué es amar?. También
los que roban para sacar adelante a su familia dicen que aman, y lo mismo
dicen los paganos cuando cuidan a sus hijos, o los adúlteros cuando se ven a
escondidas por la noche. ¿Qué es amar?.
- Es una buena pregunta, Judas –responde Jesús-. En realidad, ya está
contestada con la segunda parte de mi mandamiento. Recordad que no sólo
os pedí que amarais, sino que añadí que lo hicierais unos con otros y que lo
hicierais imitándome a mí. Pensad, por ejemplo, en los seguidores de Baal, el
dios de los fenicios, o en los seguidores de Astarté. Pensad en los griegos
que creen en Zeus y en Afrodita. O en los romanos que adoran a Júpiter y a
Juno. Pensad en los persas que creen en Zoroastro, o en los egipcios que
tienen sus templos llenos de dioses con cabezas de carnero, de gato o de
cocodrilo. Creer en un determinado dios supone, de alguna manera, tomar a
ese dios como modelo de comportamiento. Hay algunos que juran por el
César, porque creen, o fingen creer, en su divinidad; si el César es adúltero,
homosexual, avaricioso, vengativo, cruel, ellos, como seguidores de él,
podrán imitarle con la conciencia tranquila. Incluso cuando el César hable de
amor, ellos pensarán que es el amor que se da a los efebos o el amor que se
da a las ninfas. En cambio, ¿cómo me he comportado yo?. He mantenido la
castidad toda mi vida; he puesto la otra mejilla y no sólo una sino varias
veces; he amado a todos, incluido a mis enemigos; he amado el primero, sin
esperar que el otro empezara a amarme a mí; he elegido siempre la peor
parte para aliviar al prójimo cuando estaba agotado; me he metido en líos
para ayudar a los que sufrían, como cuando he hecho curaciones en sábado a
pesar de que sabía que eso me traería muchos problemas. Por lo tanto,
259

cuando yo digo que debéis amar y que debéis hacer como yo lo he hecho, no
os debería resultar difícil darle un contenido concreto a ese mandamiento.
- Todo eso lo entiendo –dice Mateo-, pero ¿qué significado tiene lo de
amarnos unos a otros?
- Mateo, tú que tienes tantas cosas anotadas en tus papiros –le responde Jesús-,
¿no recuerdas haber apuntado algo que dije en cierta ocasión acerca de que
yo estaría presente entre vosotros con ciertas condiciones, aunque esa
presencia no fuera visible?.
- Sí, Maestro –dice Mateo, sonriendo-, y ahora entiendo lo que querías decir
con lo de amarnos recíprocamente.
- Me alegro que lo entiendas –contesta Cristo-, pero haz memoria y di lo que
recuerdes acerca de aquella afirmación mía.
- Dijiste –dice el apóstol- algo así como: “Donde dos o tres estén unidos en mi
nombre, yo estaré allí, en medio de ellos”. Habíamos estado hablando del
poder de la oración y tú nos habías dicho que cualquier cosa que le
pidiéramos al Padre en tu nombre nos lo concedería, con tal de que
estuviéramos unidos, con tal de que tú estuvieras presente entre nosotros por
el amor recíproco. La verdad, Señor –añade Mateo-, que entonces ninguno
de nosotros entendió gran cosa. Ahora, en cambio, parece todo un poco más
claro.
- Ahora crees que entiendes –dice Jesús-, pero en realidad tampoco es así. Y
no es culpa tuya, Mateo. Hasta que el Espíritu Santo no descienda sobre
vosotros, y ya falta poco para eso, no comprenderéis todo con la suficiente
claridad. Pero dejadme que os explique algo a propósito de las palabras que
os dije entonces y de las que pronuncié en la última cena sobre el pan y el
vino. Os hablé entonces de que yo estaré presente en medio de vosotros
cuando cumpláis una condición.
- La de que estemos reunidos en tu nombre –dice, espontáneamente, Simón.
- No “reunidos” –le corrige Jesús-, sino “unidos”. Es decir, con el amor
recíproco como lazo de unidad entre vosotros. No basta con estar físicamente
juntos, pues podríais estarlo y mantener sentimientos de odio en vuestro
corazón. Dios es amor y, por lo tanto, sólo puede hacerse presente donde hay
amor. Porque mi madre era todo amor, pude nacer en ella y tomar carne de
ella. Cuando haya amor entre vosotros, amor auténtico, amor que os haga
260

estar dispuestos a dar la vida el uno por el otro si hiciera falta, entonces yo
me haré presente allí. Y mi presencia os dará la paz , la fuerza y la alegría del
Espíritu Santo.
- Ahora comprendo –exclama Andrés-, por qué en tus primeras apariciones
tras la resurrección, te hacías presente siempre que estábamos reunidos y lo
primero que decías era: ¡paz a vosotros!.
- Y yo entiendo –completa Felipe- lo que nos contaron aquellos discípulos que
iban camino de Emaús y a los que te apareciste mientras iban andando. No te
conocieron al principio, pero sí te identificaron cuando, llegados a la casa de
uno de ellos, les repartiste el pan. Nos contaron que desapareciste
inmediatamente después de aquello, pero que les dejaste el corazón lleno de
valor y de entusiasmo.
- Que quede claro, entonces –insiste Jesús-, que bastan dos o tres, mujeres u
hombres, jóvenes o viejos, apóstoles o recién bautizados, para que yo me
haga presente a su lado. Con tal de que se cumpla esa única condición: la de
que se amen como yo he amado, dispuestos a dar la vida el uno por el otro.
No será suficiente con que uno esté dispuesto a amar, si el otro mantiene
rencor o simple indiferencia en el corazón. Es necesario el amor perfecto, el
amor completo, el amor de todos para con todos. Ese amor es la materia
sobre la que yo me haré presente. Lo mismo que, en la última cena, utilicé
otra materia para expresar esa misma presencia mía. ¿Quién lo recuerda?.
- El pan y el vino –dice Pedro-. Ahora veo por qué has querido que esta noche
cenáramos sólo eso. Pero, Maestro, me gustaría que nos lo explicaras un
poco mejor. Hazte cargo de que todo esto es demasiado nuevo para nosotros.
¡Nos suena tan extraño oír hablar de presencias tuyas en el pan y en el vino o
en el amor que seamos capaces de tenernos unos a otros!.
- En cambio -contesta Jesús-, no te resultó extraño creer en mi presencia en ti
y en vosotros cuando os dije: “Quien a vosotros os escucha a mí me
escucha”. ¿Por qué?.
- Porque –sigue hablando el primero de los apóstoles-, todos entendemos la
necesidad de que exista una jerarquía. Sin un superior es imposible que nada
funcione. Y ese superior, sea yo o sea otro cualquiera, tiene un poder que le
viene directamente de Dios, que emana de ti pues te representa a ti.
261

- Pues bien –dice Cristo-, más importante y necesario aún es tener un alimento
y tener una compañía. ¿Es que Yahvé, cuando ordenó al pueblo que
peregrinara por el desierto, se limitó a ayudarles dándoles a Moisés como
caudillo? ¿No les alimentó con el maná, con las bandadas de codornices, con
el agua que manaba de la roca?. Lo que yo hice en la última cena fue
exactamente eso: el nuevo alimento de la nueva alianza. Vosotros y los que
crean en mí a través de vuestra palabra y vuestro testimonio, serán como
aquel pueblo elegido. Tendrán que peregrinar por muchos desiertos antes de
llegar a la tierra prometida. Desiertos en los que estarán a punto de
desfallecer porque les parecerá que la meta tarda en llegar o porque se
sentirán mirados por los demás como gente extraña que tiene la ridícula
pretensión de tener ideales y de creer en una causa elevada y noble. Esa
peregrinación, esa búsqueda de la perfección, será, simplemente, imposible
si no cuentan con el auxilio divino. Pues bien, lo mismo que mi Padre envió
el maná y el agua para saciar el hambre y la sed del pueblo errante, así
hemos decidido crear un nuevo alimento para consolar, para sostener, para
levantar. Y ese alimento, aunque tenga la forma del pan y del vino, es mi
cuerpo y es mi sangre.
- Ahora entiendo –dice Juan-, por qué, en cierta ocasión, dijiste que tu cuerpo
era verdadera comida y tu sangre era verdadera bebida. Entonces muchos se
separaron de nosotros, pues pensaron que tu doctrina era la propia de un
caníbal, que quería dar de comer su carne y de beber su sangre a sus
seguidores. Te referías al pan y al vino. Pero, Señor, ¿podemos, de verdad,
creer que eres tú quien está presente en el pan y en el vino o es, simplemente,
un símbolo, una forma de hablar?.
- ¿Qué dije yo en la última cena? –pregunta a su vez Jesús.
- Tú dijiste –responde el atento Mateo-, refiriéndote al pan: “Tomad y comed,
esto es mi cuerpo”. Y refiriéndote al vino: “Tomad y bebed todos de él;
porque esta es mi sangre, sangre de la nueva alianza, derramada por vosotros
y por todos para el perdón de los pecados”. Y añadiste: “Haced esto en
memoria mía”. Por supuesto, Señor, que yo no entendí nada de lo que
hablabas, pero creo recordar con precisión que esas fueron tus palabras.
- Así es –confirma Jesús-. Yo no dije: “esto es como si fuera mi cuerpo o
como si fuera mi sangre”. Dije, con toda claridad: “esto es mi cuerpo”, “esta
262

es mi sangre”. Se trata, pues, de una presencia real, no de un símbolo o de


una comparación.
- Comprendo lo que dices, Señor –interviene Juan-. Y comprendo que tienes
poder para hacerlo, porque eres Dios. No creo que sea más difícil para ti
hacerte presente en el pan y en el vino que tomar carne de una mujer. Sin
embargo, Señor, si ya me admiraba el hecho de que Dios se hubiera hecho
hombre, más me admira que, por amor al hombre, se haga alimento y se
preste a ser manipulado y herido en la fragilidad de ese alimento. Creo,
Señor, que se puede afirmar que nos has amado hasta el extremo. Y por eso
te pregunto: ¿podemos imitarte también en ese tipo de amor? ¿podemos amar
como tú, haciéndonos comida para los demás?.
- Sin duda –responde Cristo-, sólo que de otra manera. Cuando tú no ahorras
esfuerzos para ayudar a alguien, es como si fueras pan para él, que alivia su
cansancio. Cuando tú te desgastas para que otro pueda encontrar esperanza,
es como si fueras agua fresca para el sediento. Yo soy el pan que os da la
vida, la fuerza, el consuelo. Vosotros, por amor a mí, en agradecimiento a
mí, a imitación mía, debéis hacer lo mismo hacia todos aquellos que os
necesiten. Y cuando estéis cansados, cuando no podáis más, venid a mí a
recobrar fuerzas. Comedme a mí, comed el pan y bebed el vino que vosotros
mismos habréis convertido en mi cuerpo y en mi sangre, y en ellos
encontraréis la ayuda que necesitáis para seguir ayudando. Recordadlo, no
sois dioses. A la fuerza os agotará el ejercicio del amor. Recuperad la fuerza
en mí, apoyaos en mí.
- Perdona que te haga esta pregunta, Maestro –sigue hablando Juan-, pero en
estas dos presencias tuyas, sobre todo en esta que te liga al pan y al vino,
¿sólo buscas nuestro bien?.
- Sólo alguien como tú, Juan, que me amas con un cariño tan puro, podía darse
cuenta de que, efectivamente, hay algo más –responde Cristo.
- ¿De qué se trata, Señor? –pregunta Pedro.
- De que yo también os necesito –contesta Jesús-. Nunca he pretendido
presentarme ante vosotros como el que viene sólo a dar. Si vosotros no
pudierais hacer nada por mí, en realidad no habría amor recíproco. Me he
hecho débil, necesitado, para que vosotros podáis decir: “Hemos recibido
todo de él, pero también hemos podido darle algo”. Yo os quiero,
263

¿entendéis?. Os quiero de una forma tal que es imposible que lo comprendáis


del todo. Mi amor cumple y supera aquello que está en nuestras Escrituras:
“Aunque tu padre y tu madre te abandonen, dice el Señor, yo no te
abandonaré”. Y, porque os quiero, os necesito. ¿Quién necesita más del otro,
el que ama o el que no ama? ¿El que ama, verdad?. Pues bien, como yo os
amo a vosotros más que vosotros a mí, podéis estar seguros de que yo
necesito vuestra compañía mucho más que vosotros la mía. Podéis estar
seguros de que, en el pan y en el vino, además de ser alimento que reponga
vuestras fuerzas, soy un mendigo que solicita humildemente la limosna de
vuestro amor. No puedo irme de la tierra definitivamente. No puedo
renunciar a daros un abrazo cada día. Me necesitáis y os necesito. Ese es el
significado de mi presencia en el pan y el vino. Y, por si fuera poco, cada
vez que renovéis ese pacto, renovaréis mi sacrificio de la cruz. Aunque de
forma incruenta, yo me entregaré, cada vez que repitáis las palabras que yo
pronuncié, como expiación por los pecados de los hombres, como cordero
inocente que da su vida en rescate por todos sus hermanos.
- Maestro, en aquella última cena estábamos, contigo, sólo tus apóstoles. Hoy
hay aquí dos más que no lo son, José y Rubén, pero que son hombres como
nosotros. ¿Es que las mujeres están excluidas de participar en el banquete de
tu cuerpo y de te su sangre? –quiere saber Andrés.
- En absoluto –le responde Jesús-. Os lo he dicho ya muchas veces: en la
nueva alianza no hay diferencias entre hombre y mujer, lo mismo que no las
hay entre señor y criado –dice, mirando a José de Arimatea y a Rubén-, o
entre judío y gentil. Todos, por el bautismo, os hacéis criaturas nuevas y
vuestro Padre del cielo no distingue con más o menos afecto ni por razón de
edad, ni por razón de sexo, de color de la piel o de situación económica. Si
esta tarde no están aquí, para participar en este banquete, ni mi madre ni
Magdalena se debe a lo que os he dicho antes: yo no quería que mi madre
escuchara todo lo que tuve que sufrir en la cruz. He preferido ahorrarle ese
disgusto. Pero, en adelante, cuando celebréis el memorial de mi sacrificio,
cuando lo renovéis al pronunciar las palabras de la consagración sobre el pan
y sobre el vino, ellas, las mujeres, podrán comer de mi cuerpo y beber de mi
sangre, igual que los hombres. Más aún, os digo que ellas serán siempre
mucho más fieles que los hombres. Ellas me amarán más, acudirán más que
264

vosotros a participar de la mesa del pan y del vino. El corazón de la mujer es


más fiel que el del hombre y si nuestra comunidad vencerá a todos sus
enemigos y sobrevivirá en el tiempo, será más gracias a ellas que gracias a
los hombres.
- ¿Podrán ellas repetir esas palabras, consagrar el pan y el vino para que se
conviertan en ti? -inquiere Santiago el de Alfeo.
- En la Última Cena –contesta Cristo- yo hice una selección consciente.
Recordad que en Betania estábamos todos, mi madre incluida. Y, os lo
aseguro, nadie me ama más que me ama ella y a nadie quiero más que a ella.
Por lo tanto, al menos ella tenía más derechos que ninguno a estar presente
en esa cena en la que yo iba a instituir un nuevo tipo de sacerdocio. El acceso
a ese sacerdocio, pues, no es una cuestión de amor. Hay personas que me
aman mucho y que no están llamadas a él. Si os he elegido sólo a vosotros, si
he pensado sólo en un sacerdocio masculino, es porque el sacerdote debe ser
“otro yo”; los que le ven deben poder verme a mí, pues él, más que ningún
otro, me representa a mí. Claro que yo podía haber nacido mujer en vez de
hombre, lo mismo que podía haber nacido escita en lugar de judío, negro en
lugar de blanco. Pero toda encarnación, todo nacimiento, es una limitación y
yo, para poder llevar a cabo la obra de la redención, acepté limitarme y nacer
en un momento concreto de la historia, judío y no romano, hombre y no
mujer.
- Perdona que te haga esta pregunta, Maestro –quiere saber Pedro-, pero es
que estoy seguro de que, al menos Magdalena, nos la hará cuando le digamos
que ella no podrá ser sacerdotisa tuya. ¿No te estarás comportando así por
miedo a lo que diga la gente si admites a las mujeres, tan poco valoradas en
nuestro pueblo, al sacerdocio?.
- Si tu pregunta no me ofende, Pedro –le responde Jesús, muy serio-, es
porque sé que no tienes ánimo de herirme al hacerla, pero motivos habría
para indignarme ante ella. ¿Cuándo me he dejado llevar yo de la opinión de
la gente? ¿Lo hice, acaso, cuando violé el precepto del sábado para curar a
los enfermos, o cuando entré a comer en casa de los pecadores, o cuando
devolví la salud a los criados de los centuriones romanos? Y, con respecto a
la mujer, ¿no he aceptado, sin inmutarme, las críticas de los fariseos por
aceptarlas en mi compañía? ¿no he sido duramente juzgado por permitir que
265

Magdalena, una ex prostituta, me siguiera y me ayudara con unos bienes que


había ganado ejerciendo su oficio? ¿no corrí el riesgo de que me mataran
cuando querían apedrear a aquella joven adúltera y yo me puse a escribir en
el suelo los pecados de los que la acusaban?. No, Pedro, podréis decir de mí
que he sido un temerario, que he sido poco sensato, que he sido, incluso, un
provocador. Podréis decir de mí que no tengo ni idea de la política y que,
quizá, podía haber llegado a un pacto con los poderosos y ahorrarme el
suplicio de la cruz. Acusadme de eso, si queréis. Decid de mí que jamás
debía haber llamado sepulcros blanqueados a los fariseos, ni raza de víboras
a los saduceos. Pero, por amor a la verdad, no consintáis que nadie diga que
hago las cosas por miedo a lo que diga la gente. Mi vida entera, desde mi
nacimiento a la muerte, es un desafío a la opinión pública. Por lo tanto, si he
decidido que sólo hombres sean mis sacerdotes, os aseguro que no lo hago
presionado por lo que puedan decir los que creen que las mujeres no sirven
para nada. Aquellos que, aun así, no lo entiendan deberán aceptar este
misterio. Por lo demás, os lo repito, ellas no sólo podrán participar
exactamente igual que los hombres en la comida de mi cuerpo y en la bebida
de mi sangre, sino que, ya lo veréis, serán mucho más fieles que vosotros en
eso.
- ¿Señor –es de nuevo Juan quien pregunta-, si las mujeres no pueden ser
sacerdotisas, significa que deberán tener siempre una posición secundaria en
nuestra comunidad?
- ¿A ti te parece, querido muchacho –le pregunta a su vez Jesús-, que mi
Madre tendrá esa posición?. Os remito a lo que hice justo antes de empezar
la última cena, cuando me ceñí la toalla y os lavé los pies. Os lo dije y os lo
repito: el más grande entre vosotros será el que más ame, el que más sirva.
La verdadera grandeza está en la santidad y es esa grandeza la que debe
preocuparos. Hay una responsabilidad, un ejercicio de la autoridad entre
vosotros, que estará ligada al sacerdocio. Sobre todo en lo concerniente al
discernimiento acerca de cuáles son los dones del Espíritu Santo, a la
custodia sobre la enseñanza de mi doctrina y a la celebración de todos los
signos visibles a través de los cuales se transmite la gracia de Dios. Pero eso
no significa que la mujer no pueda tener responsabilidades en nuestra
comunidad.
266

- Creo, Maestro –interviene Natanael-, que estamos todavía muy lejos de los
tiempos en que eso pueda ocurrir.
- Tienes razón –le responde-. No todo se puede conseguir de un día para otro,
pero todo llegará. La paciencia, no lo olvidéis, todo lo alcanza. Y ahora,
vamos a partir el pan y a beber el vino. Vosotros, los apóstoles, repetid
conmigo las palabras de la consagración.
Sentados en torno a la baja mesa, mientras José y Rubén permanecen de pie,
detrás, observando con estupor, lo que ocurre, el grupo de los doce –Jesús y sus once
apóstoles- consagran el pan y el vino. El Señor extiende las manos sobre la comida y la
bebida y los discípulos le imitan haciendo lo mismo. Van repitiendo, tras él, las mismas,
misteriosas y sencillas palabras que dijo en aquella cena que fue la última que celebró
antes de ser conducido a la cruz.
Al terminar la consagración, Jesús parte el pan y lo reparte. Luego les pasa la
copa con el vino. Al acabar los apóstoles, el Señor se levanta y hace un gesto a José y a
Rubén que se acercan, sin saber bien qué hacer. Cuando Jesús les pasa el plato que
contiene dos trozos de paz, ellos, instintivamente, toman uno cada uno y lo comen.
Después hacen lo mismo con la copa del vino. Consumido todo, Jesús les invita a
recogerse un momento en oración para darle gracias al Padre por el don que acaban de
recibir.
- Este es un momento privilegiado –les dice-. Ahora estáis reunidos en mi
nombre y también unidos por la caridad. Acabáis de dejar que yo entre en
vuestro interior, así que, más que nunca, somos una sola cosa. En este
momento, os lo aseguro, el Padre os escucha de una forma especial. Pero,
tened cuidado, no vayáis a caer en la tentación de acercaros a él sólo a pedir.
Ante todo, ya lo sabéis, debéis aprovechar para darle las gracias, también
para pedir perdón por las veces en que no habéis amado lo suficiente. Y no
olvidéis, cuando presentéis vuestras súplicas, incluir en ellas no sólo a los
vuestros, sino también a los que no son de vuestra familia, incluidos vuestros
enemigos.
La oración en silencio se prolonga hasta que Jesús la interrumpe e invita a todos
a ponerse de pie.
- En cierta ocasión –afirma-, me pedisteis que os enseñara a rezar y lo hice. Os
enseñé a llamar a Dios Padre, a alabarle, a pedirle que se hiciera su voluntad
267

siempre y que no os faltara ni el pan de cada día ni la protección frente a los


enemigos. Es hora de hacer juntos esa oración.
Terminado el Padrenuestro, Jesús guarda de nuevo silencio y, a continuación, en
voz alta, se dirige al Padre:
- Padre eterno, Señor del Universo, Dios de la justicia, del amor y la
misericordia, te pedimos que nos mantengamos siempre unidos y dispuestos
a hacer siempre tu voluntad. Que el alimento que estos hermanos míos
acaban de recibir sean para ellos la fuerza que necesitan para perseverar en
las pruebas que les aguardan, hasta el fin.
Jesús les pide, a continuación, que se pongan todos de rodillas y, en silencio,
hace sobre ellos aquella señal misteriosa que bendijo la frente de su abuelo, de su abuela
y de su padre, la señal de la Cruz. Cuando concluye, les invita a levantarse. Apenas lo
han hecho, Rubén, el criado, no puede evitar hacer una pregunta:
- Señor, sin duda que soy el menos indicado para hablar y estoy seguro de que
mis palabras te sonarán a ofensas terribles. Pero si no lo digo, reviento.
Perdóname de antemano por mi osadía, pero es que yo no he notado nada
especial cuando he comido el pan y he bebido el vino. Tú habías dicho que
eran tu cuerpo y tu sangre y a mí me ha sabido a pan y a vino, nada más.
Quizá es que no debía haber participado en este banquete y por eso no he
notado nada especial.
- Querido Rubén –le contesta Jesús con afabilidad-, lo que te ha sucedido a ti
es lo que les ha pasado a todos. Además, todos estaban deseando hacerme la
misma pregunta y no se atrevían por miedo a ofenderme, así que tú has sido
el único que has tenido el valor de expresar lo que pensabas. Te aseguro que
el pan que has comido es verdaderamente mi cuerpo y el vino mi sangre. En
ambos, juntos o por separado, estaba yo, y lo estaba tal y como ahora me ves,
vivo, resucitado, Señor de la vida y de la historia. Sin embargo, tu paladar
sólo ha notado sabor a pan y sabor a vino, a un buen vino por cierto, José.
Pero eso no te debe extrañar. Tú, como todos estos mis apóstoles, crees en
mi divinidad y, sin embargo, no ves ningún signo externo de ella. Yo no
estoy rodeado de un halo luminoso cegador, ni salen rayos de mi cabeza o
truenos de mis narices, como creen los paganos que ocurre con sus dioses.
Durante treinta años he estado en medio de vosotros pasando desapercibido y
luego, estos últimos tres años, sólo me he distinguido por algunos milagros,
268

pero no por dejar de comer, de beber, de dormir o de bromear. Desde el


punto de vista de aquellos que creen que la divinidad no puede tener contacto
con la humanidad porque sería rebajarse en exceso, la pretensión de ser Dios
es escandalosa o, peor aún, blasfema. Pues bien, si Dios puede hacerse
hombre sin modificar la naturaleza del hombre, sin desvirtuarla, sin que deje
ese hombre de tener las mismas necesidades que cualquier otro ser humano,
lo mismo puede hacer con el pan y con el vino. Por otro lado, querido
Rubén, me parece que no tienes del todo razón en lo que dices. ¿No has
notado, de verdad, nada especial cuando has comido el pan y bebido el
vino?.
- He notado que el pan sabía a pan y que el vino era sólo vino –responde el
muchacho, con sinceridad-, pero luego, cuando has estado un rato en
silencio, me parecía que el pecho ardía con un calor extraño. Era una
sensación muy especial, aunque he pensado que se debía a que mi amo ha
escogido para la ocasión el mejor vino que tenía en la bodega.
- Yo también he notado lo mismo –dice Juan.
- ¡Y yo! –exclama Andrés.
- Lo habéis notado todos –dice Jesús, sentándose e invitando a sus amigos a
que hagan lo mismo-. No es que eso vaya a ocurriros siempre. Ni debéis
pensar que yo estaré presente en el pan y el vino consagrados sólo cuando, al
comerlos, tengáis sensaciones extrañas u os sintáis llenos de una fuerza y un
consuelo extraordinarios. La mayor parte de las veces, no notaréis nada. Sólo
la fe en mi palabra os hará creer que, de verdad, soy yo quien ha entrado en
vosotros. Pero, como os digo, también eso os sucede ahora conmigo y os ha
sucedido más aún en estos años en que hemos recorrido juntos los caminos
de Israel. Sintáis o no sintáis nada, debéis creer que yo estoy allí, en el pan y
en el vino. Siempre, al margen de las sensaciones, mi carne y mi sangre se
convertirán en vosotros en fuerza y en consuelo. Cuando os alimentáis, no
notáis que vuestros miembros estén llenos de fuerza, pero sí notáis que no la
tenéis cuando habéis dejado de comer o de beber durante una temporada.
Creedme, mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.
Además, llegará un momento en que no podréis pasar sin esta comida y sin
esta bebida. Y no sólo porque necesitéis la fuerza que ellas contienen, sino
porque necesitaréis estar conmigo. Cuando eso suceda habrá llegado el
269

momento del auténtico amor, de ese amor en el que ambas partes ya no


buscan nada del otro, sino que el hecho mismo de estar con el otro es el
verdadero premio, el verdadero don. No lo olvidéis, yo os amo más que
vosotros a mí y, por lo tanto, yo os necesito más. Venid a mí, participad de
este banquete, para encontrar la fuerza que necesitáis para seguir amando.
Pero hacedlo también para darme a mí el consuelo y la alegría de poder estar
con vosotros.
- Maestro –interviene Juan-, hay una cosa que me gustaría preguntarte. Es
sobre la oración que hiciste en este mismo lugar, una vez acabada la cena,
antes de que dejáramos esta casa camino del Huerto de los Olivos.
- Adelante, Juan –contesta Jesús-, pero que sea la última de las preguntas. Es
tarde y mi madre me está esperando en casa de Nicodemo.
- Tú, cuando rezabas en voz alta –dice entonces Juan-, le pediste al Padre que
nos mantuviera unidos como lo estáis él y tú. Y añadiste que si nos
manteníamos en esa unidad, el mundo creería en tu mensaje. ¿Qué significa
eso, Señor?.
- Significa, Juan –le responde-, que no os faltarán tentaciones que os inviten a
dividiros. Las pruebas que os esperan son muchas, lo mismo que son
variadísimas las situaciones que deberéis afrontar. Es imposible que todos
estéis de acuerdo en todo. Unos pensaréis que las cosas deben hacerse de un
modo y otros creeréis que deben hacerse de otro. Luego surgirán disensiones
debido a las interpretaciones diversas de lo que yo he dicho u hecho. No
faltarán rencillas y celos. En definitiva, si en estos años en que hemos estado
juntos, cuando yo estaba presente, no dejabais de litigar por quién debía ser
considerado como el mayor, es imposible que no os peleéis ahora que yo ya
no estaré y que tendréis que separaros, yendo cada uno a una parte del
mundo para llevar la buena nueva del amor de Dios a todos los hombres. Eso
sucederá, inevitablemente. Por eso, es preciso que tengáis siempre presente
la necesidad de mantener la unidad, el deseo de manteneros unidos por
encima de todo. Si lo hacéis así, nuestra familia sobrevivirá a todas las
persecuciones. Si, en cambio, os dividís, pereceréis. Pero como la unidad de
que yo hablo no es posible mantenerla contando sólo con el esfuerzo
humano, por eso se lo pedí al Padre en aquel momento solemne. Era mi
testamento, mi último deseo. No le pedí, entonces, por mí, sino por vosotros.
270

Y no le pedí que no tuvierais dificultades, sino que estuvierais unidos para


hacerlas frente.
- ¿Qué consejo nos darías para mantener siempre esa unidad? –quiere saber
Andrés.
- Os daría tres consejos, no uno –le responde Cristo-. En primer lugar, que
recéis continuamente al Padre pidiendo esa unidad, tanto más cuanto más en
peligro esté. En segundo lugar, que, aunque os parezca que se equivoca, os
mantengáis unidos en torno a Pedro y a sus sucesores. Por último, que
practiquéis esta regla: “Vale más lo menos perfecto en unidad que lo más
perfecto en desunidad”.
- Maestro, esto último es muy extraño y da la impresión de que la unidad esté
por encima de la verdad –objeta Santiago el de Alfeo.
- La unidad no está por encima de la verdad –dice Cristo-, pero tampoco está
por debajo de ella. En la práctica, a cada uno le parecerá siempre que la
verdad la tiene él y que es el otro el que está equivocado. Por eso, si cada
uno decide que “su verdad” es “la verdad”, será imposible el diálogo y la
unidad. Por encima de todo está siempre una cosa, el amor. El amor es el
ceñidor de la unidad consumada. El que ama está en mí, está en la verdad, y
es esa verdad, la que procede del amor, la que os hará libres. Pero no os he
dicho que apliquéis esa regla en primer lugar, sino en tercero. Lo primero, os
lo repito, es rezar. Lo segundo, ser fieles a Pedro y creer en la asistencia que
el Espíritu Santo le concederá tanto a él como a sus sucesores. Y, por último,
que tengáis en cuenta que muchas veces la unidad se pierde no por grandes
cosas, sino por no saber ceder, por no saber aceptar que el otro tiene derecho
a ver los problemas desde su perspectiva, especialmente cuando no se trata
de cosas trascendentales sino de las pequeñas, cotidianas, repetidas minucias
de la vida. Y ahora, es hora de despedirnos. He terminado mi misión.
Recordad lo que os he mandado: id por todo el mundo y predicad el mensaje
que os he transmitido. Bautizad a todos, en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. De ese modo les haréis miembros de la familia de los
hijos de Dios, hermanos míos en el Padre y en la madre. Lo que habéis
recibido gratis, dadlo gratis. Y no tengáis miedo. Yo he vencido al mundo.
271

- Maestro, déjame decirte una última palabra antes de marcharte –pide Juan,
que se ha puesto de rodillas ante Jesús apenas éste se ha puesto de pie para
irse.
- Adelante –le responde éste.
- No sé cuál será mi final –dice Juan-. No sé si viviré muchos años o si pronto
seré llamado a dar testimonio de ti y terminaré en una cruz, como tú has
terminado. No sé si mi trabajo dará frutos y haré muchos discípulos en ti y
en tu doctrina. Sólo sé una cosa, y de esa estoy bien seguro. Conocerte a ti,
Señor, ha sido lo mejor que me ha podido ocurrir en la vida. Haberte podido
ver, oír, servir, querer, ha sido la más grande las fortunas. Si todo volviera a
empezar y me ofrecieran, a cambio de lo que he vivido, ser César en Roma o
ser el hombre más rico del Imperio, no dudaría un instante: elegiría estar
contigo. Sé que hay un cielo, Señor, que nos espera más allá de la muerte.
Pero, te lo aseguro, yo ya he conocido el cielo. Vivir contigo es el paraíso.
Por eso, cuando me llegue la hora de la muerte y el ángel me pregunte mi
nombre, no le contestaré: “Soy Juan, el hijo del Zebedeo”. Le diré: “Soy
gracias”. Y si él me dice que ese no es ningún nombre, le responderé que no
tengo otro y que mi alma, mi cuerpo, mi vida entera no responden más que a
ese nombre, a esa llamada. Y me pasaré la eternidad, Señor, postrado a tus
pies y diciéndote sólo esa palabra: “Gracias”. Aunque, pensándolo bien,
quizá añada, de vez en cuando, estas otras: “Te quiero”.
Jesús levanta del suelo al más joven de sus apóstoles y se funde con él en un
largo abrazo. Los dos lloran. Pero no son los únicos. Esta vez ninguno se atreve a decir
lo que todos piensan, ni siquiera el espontáneo Rubén. Aunque ninguno de ellos quiere
separarse del Maestro, ni que tengan fin aquellas apariciones del resucitado en las que él
les ha abierto de par en par las puertas de su corazón, todos comprenden que ha llegado
la hora de la despedida. Felipe, sin embargo, rompe el silencio y dice:
- Maestro, nos quedan tantas cosas por saber. Aún no nos has contado cómo
fue exactamente el final de tu agonía. Ni cómo fue tu paso por el reino de los
muertos.
- Sí –dice Jesús-, os queda mucho por saber, pero el resto os lo explicará el
Espíritu Santo. Me despediré de vosotros dentro de unos días, en la cima del
Monte de los Olivos, cerca del campamento de los galileos. Será cuando se
cumplan los cuarenta días de mi resurrección y tendrá lugar a la hora décima.
272

Hasta entonces esperad en Jerusalén, sin mostraros mucho en público,


aunque nada os sucederá por ahora. Después de que yo me vaya, seguid en la
ciudad hasta la fiesta de Sabu’ot. Ese día pasadlo juntos, en oración, porque
es el día elegido para que descienda sobre vosotros el Espíritu Santo. Juan –
dice mirando al muchacho, que no consigue dejar de llorar-, cuida de mi
Madre. Quédate aquí esta noche, pero mañana te trasladarás de nuevo a casa
de Nicodemo y no te separarás de María hasta que mi Padre decida que ha
llegado la hora de que venga con nosotros al cielo. Os repito mi
mandamiento: amaos unos a otros como yo os he amado, amaos de forma
que tengáis entre vosotros la unidad que tenemos el Padre, el Espíritu y yo.
Y llevadle al mundo el mensaje de la fe, del amor y de la esperanza.
No hubo más. El mismo aire fresco que movió las hojas de las encinas en el
Tabor, envolvió a los apóstoles y a José y a su criado. En un instante el Señor ya no
estuvo allí. Con su marcha, un profundo sentimiento de orfandad les invadió a todos. Se
derrumbaron, unos sentados en las sillas y otros arrodillados en el suelo. De repente,
todos observaron que Juan se levantaba y dejaba, por fin, de llorar. El más joven y
querido de los discípulos se dirigió, precipitadamente, a la mesa en la que había tenido
lugar la frugal cena. En uno de los platos había, solitario, un pedazo de pan. Refulgía, a
pesar de ser de noche y de estar la sala iluminada modestamente, como si el sol del
mediodía le diera de lleno o como si fuera una hermosa pepita de oro fino, en aquel
tosco plato de barro. Juan lo cogió con cuidado y, asiendo un pedazo de lienzo blanco
que había servido de servilleta, lo envolvió con esmero.
- ¿Qué haces, Juan? –le preguntó Pedro, extrañado.
- ¡Es Jesús! ¡Es el Maestro! –contesto, lleno de alegría, el apóstol-. Está aquí,
se ha quedado entre nosotros como nos lo prometió. No se ha ido para
siempre. Me llevaré este pedazo de su cuerpo y de su sangre, este pan en el
que está él vivo, para que puedan comerlo María y también Magdalena. Se lo
daré cuando las vea mañana. Ya no tengo miedo, ya no me siento solo. Él
está aquí y, con él, no hay lugar para la tristeza.
- Tienes razón –contesta Pedro-. Él nos ha amado hasta tal extremo que ni ha
podido separarse de nosotros ni ha querido dejarnos sin su fuerza. Haces bien
en llevar ese pan para que su madre y Magdalena puedan disfrutar, como
nosotros, de su compañía. Pero, ¿no podríamos reunirnos, mañana mismo, de
nuevo para repetir esta cena y consagrar pan y vino que nos lo hagan
273

presente para siempre?. Si él nos ha dado ese poder, ¿por qué no utilizarlo?.
Es el mayor de los milagros y nos resultará extraño hacerlo sin su presencia,
pero él así nos lo ha mandado.
- No estaremos sin su presencia –interviene Tomás-. Porque él, si nos
amamos, estará siempre en medio nuestro. Así, estemos juntos y celebrando
la cena, o separados, él no nos abandonará nunca. En verdad, Juan, tenías
razón. Somos los más afortunados de los hombres. El cielo existe y nosotros
somos testigos de ello. Existe el cielo, existe la esperanza, existe la felicidad.
Al mismo tiempo, mientras los apóstoles mantienen esa conversación y, a
continuación, se dispersan por las calles de Jerusalén en busca de un lugar seguro, Jesús
se hace presente en la habitación que ocupan, en casa de Nicodemo, María y
Magdalena. Ambas le están esperando y han aguardado buena parte del tiempo que han
estado a solas, rezando de rodillas. Cuando aparece el Resucitado, las dos se levantan y
corren hacia él. Magdalena, como siempre, se arrodilla y le besa los pies. Su madre, en
cambio, permanece, más serena, a corta distancia de su Hijo, mirándole a los ojos y
sonriendo.
- Magdalena, querida hermana –dice Jesús-, suéltame, por favor. Quiero estar
a solas un rato con mi madre.
- Sé, Señor –responde ella-, que ya tuve mi tiempo, allá en aquella colina
sobre el lago de Galilea. Pero no quisiera despedirme de ti sin darte las
gracias. Tu fe en mí me ha dado fuerza para creer yo en mí misma y, desde
ahí, para poder cambiar. Yo, como mujer, no tengo estudios y hay muchas
cosas de las que tú hablas que no las entiendo, aunque comprendo que se
debe a mis pocas luces. Pero la vida me ha enseñado a descubrir lo que es
auténtico de lo que es falso, lo mismo que se sabe cuándo una moneda es de
plata de ley o cuándo no. Tú, Señor, eres oro puro. Por eso yo no entré en
crisis, como tus apóstoles, cuando te apresaron y crucificaron. Ellos tuvieron
dudas sobre si eras o no el Mesías, al verte tan débil, fracasado, sin poder.
Ellos son hombres y necesitan razones para creer; son tan débiles que
necesitan, sobre todo, que el éxito acompañe siempre sus empresas. Yo soy
sólo una mujer y me basta, para creer en algo, consultar a mi propio corazón.
He visto tanto en la vida, he sido testigo de tantas hipocresías, de tanta doble
vida, que ya no creo ni en las apariencias ni en el boato de las hermosas
ideas; sólo creo en los hechos. Y tú, Señor, tú eres una realidad; tú no sólo
274

eres alguien que ame, que haga el bien; tú eres el amor hecho hombre, la
bondad encarnada. En ti no he visto la doblez que descubría en aquellos
clientes míos que fustigaban la prostitución durante el día pero que luego
venían a buscarme por la noche. Tú eres la coherencia absoluta. Por eso,
Señor, he creído en ti. Lo que me extrañó no fue que te crucificaran, sino que
no te hubieran crucificado antes. Y ahora que te he dicho todo esto, ya me
puedo ir tranquila. Pasaré el resto de mi vida en acción de gracias por haberte
conocido. Y estoy segura de que la historia, esa historia en la que siempre
quieren entrar los hombres como protagonistas, se acordará de mí. Me
bastará que me recuerden como alguien que te fue siempre fiel y que sólo
aspiró, como recompensa, al privilegio de poderte amar, de poderte servir.
- Gracias Magdalena –responde Jesús, que ha levantado a la mujer del suelo-
por tu amor, por tu fe, por tu fidelidad. Pasarás, efectivamente, a la historia
como un modelo de esas tres virtudes. También serás contemplada y
admirada por muchos como un ejemplo de que merece la pena darle a la
gente nuevas oportunidades. Tú eras esa oveja perdida de que yo hablé un
día, cuando me presenté como el buen pastor que sale en busca del que está
extraviado. Tú me confirmas en mi misión, pues yo he venido para eso, para
salvar a los hijos dispersos de la casa de Israel y del resto de las naciones.
Quiero decirte también que Juan tiene un regalo para ti, algo que te
sorprenderá y que te alegrará indeciblemente.
- ¿De qué se trata, Rabbuní? –pregunta, curiosa, Magdalena.
- De mi propio cuerpo y de mi propia sangre –le contesta Cristo-. En aquella
última cena en la que no estuviste ni tú ni mi madre, yo instituí un nuevo tipo
de sacerdocio. Un sacerdocio que, por la gracia y la fuerza de Dios, hace
capaz al hombre de renovar mi sacrificio redentor de la Cruz, aunque de
forma incruenta. Un sacerdocio que permite que el pan y el vino se
transformen en mí mismo, en presencia real mía. Juan conservó, de la cena
de esta noche, un pedazo de ese pan y os lo traerá mañana, a mi madre y a ti.
Porque de esa cena podéis participar las mujeres tanto como los hombres.
- Sé –dice Magdalena-, que el sacerdocio es algo reservado para los hombres
en nuestro pueblo. Pero, en la nueva alianza que tú has establecido entre
Dios y los hombres, ¿no podríamos nosotras tener acceso a ese sacerdocio?
275

¿no será, perdona que te lo diga, Maestro, como si se nos privara de un


derecho, el derecho a hacerte a ti presente en el pan y el vino?
- Magdalena –empieza a decir Jesús, con paciencia-, no es el momento de
hacer ahora un largo discurso sobre este asunto. Además, se lo he explicado
ya a los apóstoles y le puedes pedir a Juan, mañana, que te dé las razones que
tengo para excluir a las mujeres de este sacerdocio. Sólo te quiero decir dos
cosas. Una es que esa exclusión no es sinónimo de marginación, pues lo
importante no es poder “consagrar” el pan y el vino, sino poder comerlo,
poder adorarlo, poder cuidarlo. Además, hablas de “derechos” y yo tengo
que preguntarte, ¿qué derecho tienes tú o tiene cualquiera a ser sacerdote?.
¿Qué derecho se puede invocar para ser, por ejemplo, amigo mío?. Cuando
se habla de derechos se debe hablar de algo que a uno le pertenece y que el
otro tiene la obligación de dar. En este caso no es así. Se trata de un don, de
un regalo, de una llamada que yo hago a quien quiero. Podría hablarse, en
cierto modo, de un derecho a participar en ese banquete, y aún así ese
derecho estaría sujeto al cumplimiento de ciertas condiciones, como estar en
gracia de Dios, por ejemplo. Pero no hay derecho al sacerdocio. Ni lo tienen
las mujeres ni lo tienen, tampoco, los hombres. Es una llamada que yo hago
libremente y que hago a quien quiero. Acuérdate de aquella parábola de la
que te hablé cuando estuvimos a solas, en la colina sobre el lago, la del
dueño de una tierra que llamó a distintos labradores a trabajar en ella, a horas
diferentes. Cuando a todos les pagó igual, los que habían trabajado desde la
mañana, se quejaron. El patrono entonces les respondió que a ellos les había
pagado lo acordado y que, si a los demás les había pagado lo mismo aunque
habían trabajo menos, es porque con su dinero hacía lo que quería, como si
se lo quería regalar al primero que pasara por la calle. Por eso, Magdalena,
no te amargues pensando que tú eres menos importante o menos querida por
mí por el hecho de no ser sacerdotisa. Ocupas uno de los primeros lugares en
mi corazón, porque lo verdaderamente importante es la santidad. Después,
cada uno debe servir a los demás en el sitio y en la misión en la que mi Padre
y yo queramos llamarle.
- Gracias, Maestro –contesta ella, que se ha vuelto a poner de rodillas-, una
vez más. Tus palabras son siempre luz para mí, porque sé que las dices con
el corazón. Todo se hará como tú deseas y, te lo aseguro, no encontrarás a
276

ningún apóstol tan dispuesto a defender las cosas tal y como tú las has
establecido como lo estaré yo. No te entretengo más. Bendíceme y saldré de
este cuarto inmediatamente.
Jesús pone sus manos sobre la cabeza de la antigua pecadora. Una profunda paz
desciende sobre ella. De repente, Magdalena coge las manos del Maestro y las llena de
besos. De besos y de lágrimas. Luego, sin decir palabra, sale de la habitación. En ella
quedan, a solas, Jesús y su madre.
- Te quiere mucho –dice María.
- Lo sé –responde Jesús-. Y, precisamente porque su amor es verdadero, es por
lo que nunca ha intentado seducirme. Ella sabe que yo tengo una misión que
cumplir y ha sido la primera en ponerse no sólo a mi servicio, sino al
servicio de esa misión. Su amor es puro porque no es un amor interesado.
Ella no me quiere para ella, sino que busca ante todo mi felicidad, mi bien.
Como ha comprendido que eso sólo pasa por el cumplimiento de la tarea que
me ha encargado mi Padre, ha aceptado desde el primer momento unir ambas
cosas, el amor a mí y el amor a la causa de la redención. Pero no hablemos
más de los otros, madre, sino de ti y de mí.
- Sé que te tienes que ir y sé que esta noche es la despedida –afirma María,
que, al contrario que Magdalena, consigue, con grandes esfuerzos, no
ponerse a llorar-. Y sé que sabes que es muy difícil para mí esta despedida.
- Los dos sabemos todo el uno del otro –contesta Jesús a su madre-. No hay un
sentimiento que esté en el corazón del uno que no aparezca inmediatamente
en el del otro. Sí, me tengo que ir. Y tú te tienes que quedar. Al menos
durante una temporada. Debes cuidar de mis hermanos, de tus hijos. Debes
procurar que estén unidos. La unidad, madre, es la clave de la supervivencia
de mi familia. Son jóvenes, entusiastas, generosos; me quieren todos
muchísimo y están dispuestos a hacer cualquier cosa por mí; pero, a la vez,
están siempre litigando y sino hay una fuerza que los una, no tardará en
surgir la división. Tú debes ser esa fuerza, madre. Tú debes poner paz entre
ellos, hablar a cada uno de lo bueno que tiene el otro, de las razones que
tiene para obrar como obra. Sólo tú puedes hacerlo. Por eso no te llevo
inmediatamente conmigo. Por eso me atrevo a pedirte este nuevo sacrificio.
- He oído –contesta la Virgen- lo que le has dicho a Magdalena sobre el pan y
el vino que se convierten en tu cuerpo y tu sangre. Eso aliviará tu ausencia.
277

Haré lo que me pides, lo mejor posible. Lo malo será cuando alguno de ellos,
o de los que crean en ti por su palabra, empiece a no reconocerme a mí como
madre. ¿Qué deberé hacer entonces?.
- Por desgracia, sucederá, aunque no ahora, inmediatamente –dice Cristo-.
Cuando llegue ese momento, ya estarás conmigo en el cielo. Y lo que
habremos de hacer es tener paciencia y tener misericordia. Los hombres se
empeñan en no querer usar el corazón y en emplear sólo la cabeza. Y la
cabeza es tan fácilmente manipulable que, con esa sola luz, se van a extraviar
con demasiada frecuencia. Por eso algunos no te entenderán a ti, porque tú,
como todas las madres, eres más fácilmente comprensible con el corazón que
con la cabeza. Pero, de momento, estos apóstoles te quieren todos y con
todos ellos puedes ejercer tu misión mediadora y pacificadora.
- Nunca te he pedido nada, ni tampoco a tu Padre. Quisiera hacerlo ahora –
solicita María.
- Adelante, Madre –responde Jesús, sorprendido.
- En estos años, sobre todo en los de tu vida pública, aunque he seguido
muchas cosas desde lejos, he ido comprendiendo cuál era tu misión. No es
nada fácil, y no me refiero a lo que ya has hecho, sino a lo que te queda por
hacer. Los hombres, hijo, sufren mucho en la vida. Hay muchas lágrimas que
enjugar, mucho dolor que consolar. Ellos, pobrecillos, tienden a pensar que
Dios no les quiere cada vez que algo les va mal. No tienen motivos para
dudar del amor de Dios, pero no dan más de sí y les resulta muy difícil creer
en ese amor cuando tienen problemas, a veces incluso cuando tienen sólo
algún pequeño problema. O se les quiere así, o no se les quiere. Por eso
deseo pedirte que me concedáis el don de poder interceder por ellos. No digo
que todo lo que yo os pida me lo concedáis, pero sí mucho de lo que pida. Sé
que ellos pueden y deben pediros a vosotros –el Padre, el Espíritu y tú
mismo- lo que necesiten. Muchos lo harán y yo no reclamo ningún tipo de
exclusiva en la mediación. Pero otros, como sucedió en Caná ¿te acuerdas?,
preferirán que sea yo, la madre, la que consiga los favores que necesitan. Si
tengo que hacer de madre de ellos, tendréis que darme la oportunidad de que
lo haga con eficacia. Como es lógico, nada me quedaré para mí. Cuando
ellos acudan a mí, tanto a pedir como a agradecer los dones recibidos por mi
mediación, les dejaré claro que es a vosotros a los que tienen que
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agradecérselo. Los milagros sólo los hace Dios, no una pobre mujer como
yo. Pero también una humilde mujer de un pueblo de Galilea puede hacer de
abogada y de mediadora. Quizá, incluso, más que alguien con más letras que
yo, pues, precisamente por mi origen y por mi experiencia en la vida, sé
mejor que otros lo que es sufrir y lo mal que se pasa. ¿me concederás este
deseo, Hijo?.
- Te prometo, madre –responde Jesús- que no sólo te llamarán bienaventurada
todas las generaciones, sino que acudirán a ti, de Oriente y de Occidente,
para poner a tus pies súplicas y flores de agradecimiento. Tú serás la Reina
de los apóstoles. Tú serás el plano inclinado que haga más fácil a los
hombres acceder a la Majestad de Dios. Tú, orgullo de Israel, serás siempre
el corazón abierto, corazón inmaculado, capaz de comprender al que sufre y
al que llora y capaz de interceder por él. Nada te será negado, porque tú no te
has negado a nada de lo que Dios te ha pedido.
- Bendíceme a mí también, ahora, Hijo –dice María, poniéndose de rodillas
ante Jesús.
Como antes con Magdalena, el Señor coloca sus manos en la cabeza de la
Virgen. Ella, ahora sí, llora. Son unas lágrimas mansas, que se deslizan dulcemente por
sus ojos eternamente jóvenes. Pero, para sorpresa de ella, tras unos momentos de
oración en silencio, Jesús la coge de la mano y la hace levantar. Entonces es él quien se
pone de rodillas ante ella y le dice:
- Madre, yo soy Dios. Pero tú, inferior a mí en cuanto criatura humana, eres
mi madre. Por eso, ahora, como cualquier hijo que está pronto a salir de casa
para emprender un largo viaje, te suplico: bendíceme tú.
Sorprendida, la Virgen pone, a su vez, las manos en la cabeza de su divino Hijo.
Manos temblorosas por la emoción, encallecidas por el uso de la rueca y del estropajo.
Manos que sólo saben contener misericordia. Manos que dan, manos que piden para
poder dar.
No dura mucho la escena, pues María se siente incapaz de hacer otra cosa más
que musitar una breve oración dirigida al Padre en la que le da las gracias por haber
podido participar en la obra de la redención y, sobre todo, por haber sido la madre de
aquella extraordinaria criatura, del Dios hecho hombre, del salvador del hombre. Luego,
lo mismo que antes había hecho su Hijo con ella, le levanta. Los dos se funden en un
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fuerte, eterno, abrazo. Los dos lloran. La madre besa al Hijo en la mejilla y éste lo hace
en la frente.
- Hasta pronto, Madre –dice Jesús cuando se separan, a punto ya de partir-.
Nos veremos dentro de unos días en la cima del Monte de los Olivos. Cuida
de mis hermanos y recíbeme, cada día, en el milagro del pan y del vino.
Hasta pronto.
- Adiós, Hijo –contesta María, alargando su mano para rozar, con la punta de
los dedos, la mano extendida de Jesús en el momento en que éste desaparece
de la habitación-. Hasta pronto. Será una eternidad la vida sin ti, por poco
que dure la separación. Pero será una eternidad que dedicaré a amarte a ti en
ellos, especialmente en los que llevan la marca de tu cruz, en todos los que
sufren. Tú me necesitas en ellos y yo, como hice cuando te llevaron al
Calvario, no te fallaré.
Después de unos momentos, repuesta ya de la emoción y enjugadas las lágrimas,
María abre la puerta y busca a Magdalena, que estaba de rodillas, rezando, a una cierta
distancia.
- Pasa, hija –le dice-. Jesús se ha ido. Le volveremos a ver dentro de unos días.
Le consolaremos y abrazaremos mañana, cuando Juan nos lo traiga en el pan
consagrado. Ahora vamos a descansar. Mañana tenemos mucho que hacer.
Tenemos que seguir cuidando de Jesús, de un Jesús distinto pero a la vez
igual, del Jesús que está en el pobre, en el niño sin padres, en el anciano
abandonado, en la víctima de las guerras, en los que pasan hambre. Sí,
tenemos mucho que hacer, tenemos mucho que amar. Todo es gracia de
Dios, todo es don de Dios. Don la fuerza para amar, don la posibilidad de
aliviar el sufrimiento ajeno, don también la posibilidad de colaborar con
Jesús en la redención uniendo nuestro sufrimiento al suyo. Todo es gracia,
todo es amor de Dios. Y nosotras tenemos que hacérselo saber a los
hombres.

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