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Título:

MI SANGRE YAGÁN
Autor: Victor Vargas Filgueira
Editor: Editora Cultural Tierra del Fuego
editoraculturaltdf@hotmail.com
Diagramación y diseño de portada: Sabrina Brunet
mambanegra.ediciones@gmail.com
ISBN 978-987-3642-28-9
Primera Edición Digital.
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
No se permite la reproducción parcial o total sin el permiso previo de los autores.
Comité Ejecutivo de la Editora Cultural Tierra del Fuego
Gobernadora de la Provincia de Tierra del Fuego,
Antártida e Islas del Atlántico Sur
Dra. Rosana Bertone
Presidente
Sr. Gonzalo Benito Zamora
Secretario de Cultura de la Provincia de Tierra del Fuego
Representante de la Editora Cultural Tierra del Fuego
Sr. Federico Marcel
Representante de los Artistas Visuales
Fot. Pablo Barone
Representante de los Artesanos
Sra. Patricia Lamas
Representante de los Músicos
Prof. Favio Alejandro Barbieri
AGRADECIMIENTOS
En primer lugar, a mi madre Catalina Filgueira Yagan, por darme la vida y
haber luchado tremendamente para hacer de nosotros lo que somos hoy
en día. Y, entre tantas otras cosas, por no haber negado jamás su origen
aun cuando en aquellos tiempos en que ser yagán era visto desde una
perspectiva “muy diferente a la actual”.
A la abuela Cristina Calderón, por haber respetado nuestra decisión de
formar la comunidad aquí en Ushuaia, y transmitirnos muchas cosas
hermosas de nuestro pueblo. Así mismo hago extensivo este
agradecimiento a la totalidad del pueblo Yagan, a los de ayer y de hoy que
habitan nuestro querido Archipiélago.
A Rosana Srehnisky, Licenciada en antropología, Modalidad Ed.
Intercultural Bilingüe, por haber creído en este proyecto desde un principio
apoyándolo y confiando plenamente en su autor.
A la madrina de la Comunidad Yagan Paiakoala, nuestra querida amiga
Alba Joa Chaile por enseñarnos a crecer como pueblo originario, y a la
gente del museo Yámana por su gran apoyo.
A mi gente, de la Comunidad Yagan Paiakoala de Ushuaia, por confiar
en mí, sabiendo que estos más de veinte años de estudios no fueron en
vano.
A nuestro hermano de sufrimiento y lucha que me ha permitido agregar
una frase suya, desprendida de aquel día que los Ancestros
Norteamericanos se juntaron con los Sudamericanos, gracias Moisés
Trae Plenty de la Nación Lakota- Siux.
A nuestro amigo el licenciado Roberto Santana quien bajo su amplio
conocimiento y trayectoria me ha ayudado desinteresadamente en las
primeras correcciones solo porque nos une el mismo sentimiento por
nuestra tierra Fueguina.
A Gustavo Elsztein, diseñador gráfico del Museo del Fin del Mundo, y a
Fede Rodríguez, escritor.
A Hugo Santos, Secretario de Cultura Provincial, por creer en mí desde
el primer momento en que le presenté esta inquietud, y a la Secretaría de
Cultura de Tierra del Fuego, en general, por hacer de este hermoso sueño
una gran realidad.
DUEÑOS DE LOS CANALES
Yagán, Yámana, dos formas distintas de nombrar al mismo pueblo
legendario, que desde hace miles de años habita el archipiélago de islas
del sur de Tierra del Fuego, en un amplio territorio que se extiende desde
Onashaga (canal Beagle) hasta el mismísimo Cabo de Hornos “donde la
tierra se acaba”. Un pueblo tremendamente desconocido, sobre el que se
tejieron leyendas y rumores que acrecentaron el misterio que los rodeó
durante siglos, y que en este libro, su autor, Víctor Vargas Filgueira,
descendiente yagán, nos desvela con naturalidad y prosa ágil.
De espíritu nómada y libre, los yámana tradicionalmente se dedicaron a
la pesca, la caza de otáridos y aves marinas y a la recogida de moluscos,
especialmente mejillones, desplazándose en sus canoas fabricadas en
corteza de árbol, en cuyo interior mantenían permanentemente encendido
un fuego que transportaban de un lugar a otro. Adaptados de una manera
admirable a las rigurosas condiciones climáticas de su entorno natural, se
vestían con pieles de lobo marino o nutria echadas sobre la espalda y
construían sus chozas en las caletas y bahías mejor protegidas de los
embates del mar.
Los primeros navegantes europeos se asombraron de la extraordinaria
agudeza visual de los yaganes, quienes eran capaces de atisbar en la
lejanía un barco, la línea de la costa o cualquier otro objeto que los
marineros solamente podían apreciar mediante catalejos. Grandes
conversadores, el idioma yámana está compuesto por más de 30.000
palabras. Sin embargo, la mayoría de los exploradores que visitaron el
territorio habitado por el pueblo yagán jamás entendieron ni una palabra
de su complejo idioma, lo que les impidió comprender sus costumbres y
su existencia, pero no juzgarlos con severidad. Charles Darwin, que
apenas los entrevió en 1834 desde la cubierta del bergantín Beagle, los
calificó como “desdichados salvajes de talla escasa, con el rostro cubierto
de pintura blanca, la piel sucia y grasienta, los cabellos enmarañados, la
voz discordante y los gestos violentos”. Desafortunadas palabras del
eminente naturalista que dejan en evidencia sus propios prejuicios y su
ignorancia sobre este pueblo. En cambio, el autor de ¨Mi sangre yagán¨
utiliza en su narración una gran cantidad de palabras del idioma yagán,
lengua que conoció desde sus primeros días de vida, y recupera la
toponimia originaria, que es la que debe prevalecer sobre los nombres
impuestos por los colonizadores.
Los yámana vivían en una sociedad muy igualitaria en la que todos los
miembros contribuían a las tareas de la comunidad, trabajando en común
y tomando las decisiones conjuntamente. Las mujeres se encargaban del
cuidado de los niños, la recolección de bayas y frutas silvestres y la
confección de ornamentos como collares, pulseras y brazaletes. Los
hombres cortaban la madera necesaria para sus canoas, construían la
choza y se ocupaban de la caza y pesca, manejando arpones, hondas y
lanzas. Con una gran disposición a compartir lo que tenían con todos los
que les rodeaban, la varadura de una ballena se convertía en un festín en
el que se encontraban amigos y familiares. Durante varios días se
alimentaban de la carne del gran cetáceo, conservando la grasa como
reserva para enfrentar el invierno.
En el libro, el autor pone de relieve otra de las características de este
pueblo, su espiritualidad múltiple, en las que destacan los complejos
rituales como el Chiejaus y la Kina. Ceremonias que los yaganes
mantuvieron en secreto y que solo fueron revelados a los ojos de los
conquistadores a partir del viaje del antropólogo alemán Martin Gusinde
hacia 1919.
El choque con los colonizadores fue terrible y el pueblo yagán sufrió una
elevada mortandad, pasando su población de varios miles de personas a
solamente unos cientos de sobrevivientes. Pero aquí Vargas nos recuerda
que los yaganes no están extintos, que siguen viviendo en sus
comunidades de Ushuaia, Villa Ukika o Puerto Williams, y que orgullosos
de su pasado reivindican con fuerza sus costumbres y tradiciones. Y deja
en evidencia a los autores que los declararon extintos, empeñados en
negar las evidentes raíces indígenas de las naciones de Sudamérica.
El historiador Armando Braun Menéndez se adelantó a escribir su epitafio:
“Era tan miserable su contextura física, que no pudieron soportar ni su
propio clima”, mientras que el escritor Arnoldo Canclini sentenciaba “los
yaganes desaparecieron en especial por epidemias desde mucho antes
del establecimiento definitivo de gente de origen europeo. Existen otras
explicaciones como la variación de su alimentación o una infertilidad
consecuente”.
Hoy, a través de las páginas del libro que tienen entre sus manos, el
escritor Víctor Vargas Filgueira nos cuenta la Historia de su pueblo y nos
acerca las voces de sus antepasados, que a pesar del tiempo
transcurrido y de la violencia sufrida, nos llegan nítidas y claras. El autor,
que ejerce también de guía en el Museo del Fin del Mundo de Ushuaia y
que es un reputado artesano, se pone en la piel de sus ancestros para
narrarnos la llegada de los europeos desde la mirada de los yaganes.
Invasores recién llegados que, casi inmediatamente, comenzaron a
comportarse como si la tierra yámana fuese de su exclusiva propiedad,
imponiendo a los habitantes originarios sus costumbres y creencias.
Un pueblo que se atreve a escribir su propia historia y que no está
dispuesto a permitir, nunca más, que otros relaten su pasado. Les invito a
sumergirse en “Mi sangre Yagán”, sin temor a subirse a la canoa del viejo
Asenewensis para acompañarle, junto a su familia, en un viaje prodigioso
por los canales, sintiendo el viento helado, mecidos por el suave oleaje de
un mar extrañamente calmo. Merece la pena.
José Luis Alonso Marchante, autor de “Menéndez, rey de la Patagonia”.
PROTAGONISTAS
Asenewensis: Tomas Yagan – bisabuelo del autor.
Catalina: Catalina Yagan – abuela del autor.
Masemikens: El viejo Pedro.
Hueillanamaka Kipa: Gertie (abuela Chacón).
Ushcushiaco: Santiago.
Hamunu: Luisa.
Alapainch: Walter. Abuelo de Cristina Calderón.
Karrupakó le Kipa: Julia.
Yayosh: Mari.
Ashikensh: Hombre de Wulaia.
Yalapatensis: Se desconoce otro apelativo.
Nelly Calderón de Lawerence: Tía de Cristina Calderón.
Juan Calderón: Padre de Cristina Calderón.
Richard: Se desconoce su nombre Yagán.
Sara: Se desconoce su nombre Yagán.
Adeleid: Adelaida.
Waihts: Se desconoce su nombre Yagán.
Peine: Se desconoce su nombre Yagán.
Clara: Se desconoce su nombre Yagán.
Charlín: Se desconoce su nombre Yagán.
Lanamutekens: José Milicic.
Cristina: Se desconoce su nombre Yagán.
Chris: Se desconoce su nombre Yagán.
Shumonaia le kipa: Se desconoce otro apelativo.
Martin Gusinde: Antropólogo de origen alemán quien es considerado por
nosotros, los descendientes, como el autor de uno de los testimonios más
veraces sobre nuestro pueblo. Cabe destacar, que la totalidad de las
personas citadas, fueron integrantes de las últimas Ceremonias de
Chiejaus y Kina realizadas a la manera ancestral. Así mismo muchos de
los descendientes de ellos hoy viven en la vecina ciudad de Puerto
Williams, Chile.
LA CRUDA REALIDAD
A mediados del siglo XIX, el Onashaga1 aún conservaba su estado
natural. Los días trascurrían en una monótona pasividad que sólo era
alterada por el paso de alguna bandada de bandurrias, buscando refugio
de las lluvias veraniegas.
En ese entorno vivía nuestra gente, preocupados únicamente por
proveerse el sustento diario. Desde muy pequeños, los mayores les
transmitían todos los conocimientos ancestrales, que servían para la vida
diaria y los preparaban para el futuro. El respeto por su hábitat y por ellos
mismos como yámanas, eran las normas principales de su vida.
En aquellos tiempos, contaban los usúanes, los abuelos, sentados
alrededor del fuego, varias anécdotas en las que fueron testigos de
incursiones de seres extraños en su querido Onashaga. Se contaban
como algo curioso, pero en general nadie tomaba como un mal presagio
estas historias.
Las preocupaciones comenzaron cuando los avistamientos de canoas
gigantes fueron más frecuentes. De ellas bajaban a tierra firme gente rara
y misteriosa, cargada de cosas que nunca antes habían contemplado las
retinas de un yagán. Nunca sospecharon que los asentamientos podían
ser permanentes, porque se retiraban unos días después, navegando por
donde habían llegado.
Por aquel entonces nació Asenewensis, nuestro bisabuelo. Los
colonizadores lo nombraron Tomas Yagán. Como tantos otros mamakús,
otros hermanos, se vio obligado a convivir con ellos la mitad de su vida.
¿Hasta dónde llegará esto? Pensaba nuestra gente con tristeza y
preocupación.
Mientras tanto, Asenewensis y los demás yaganes, pasaban sus días lo
más alejados que les fuera posible de los hombres blancos, anhelando la
partida de todas esas canoas gigantes, que no sólo los invadían, sino que
restaban esa belleza limpia y pura a la hermosa tierra que los vio nacer.
Por las tarde, los yaganes de la playa, cuando el sol caía en el horizonte
rojizo, se adentraban desde Shumakush 2 y divisaban a lo lejos el
campamento donde los blancos tenían cautivos a una gran cantidad de
hermanos. ¿Cómo vivía esa gente si durante varias primaveras no
mudaban sus viviendas ni salían en sus enormes canoas? ¿Serían todos
hechiceros de algún pueblo lejano?
Los pocos ancianos que quedaban, en sus presagios decían que los
yámanas ya no vivirían felices, que no tendrían más siestas tranquilas en
las orillas de las bahías después una comida abundante, que esos
hermosos atardeceres juntando erizos no se repetirían en el futuro ni las
mujeres volverían a enseñar a las niñas a tejer cestos de juncos.
TUSHKÁPALAN Y LAS ENFERMEDADES DESCONOCIDAS
(1880)
Pasaron veranos e inviernos, y Asenewensis, convertido en hombre, se
daba cuenta de que los presagios, uno a uno, se iban cumpliendo. Cada
vez más canoas gigantes llegaban a su tierra y no quedaba ningún rincón
en su Onashaga donde no se topara con esa gente. Sus milenarias
costumbres se iban perdiendo. El pusáki, el antiguo fuego, compañero
necesario de sus vidas, se encendía con sumo cuidado para no advertir a
los blancos dónde se encontraban. Tampoco se utilizaban más las
señales de humo que antaño convocaron multitudes de yaganes, tanto
para las ceremonias, como cuando Watauineiwa, el ser supremo, les
regalaba una ballena varada.
Los ancianos aconsejaban que bajo ningún motivo debían acercarse a
Tushkápalan3, porque en ese lugar la gente moría. Casi todos los que se
refugiaban allí experimentaban enfermedades desconocidas. La gente de
la playa lo llamaba ¨el cementerio yagán¨, ya que cada vez que
preguntaban por alguno de sus hermanos acogido en ese
establecimiento, la respuesta era: ¨ Ya no está entre nosotros.¨
El tiempo pasaba, más yaganes morían y desaparecían las esperanzas
de volver a ser felices. Los ancianos, encargados de almacenar los
conocimientos de nuestro pueblo, ya no querían realizar las ceremonias
ancestrales porque no se contaba con la privacidad necesaria. Los
encuentros con la gente rara y misteriosa eran mucho más frecuentes y
trágicos. Los blancos les arrebataban a sus mujeres y nunca más las
volvían a ver. Hombres y abuelas tenían que hacerse cargo de los
pequeños que quedaban huérfanos por estos hechos aberrantes.
La supervivencia se vio comprometida y tenían que recorrer largas
distancias, porque escaseaban los animales en su antiguo territorio. Niños
y abuelos debían esperar largos días la llegada del alimento, y dependían
de lo poco que pudieran juntar los hombres sanos y fuertes. En ocasiones
era tan miserable que debían repartir entre veinte lo que normalmente
alcanzaba para cinco de ellos.
Alrededor del fuego dejaron de escucharse las historias alegres y las
lágrimas en los ojos de los abuelos lo decían todo. Cada yagán se
lamentaba y le preguntaba a Watauineiwa por qué les enviaba todas estas
penurias.
Los muchos intentos de los viejos y cansados yecamush, los poderosos
hechiceros de antaño, eran en vano. Nada podían hacer ante aquella
invasión que los confinaba a los rincones más alejados de su intrincado
territorio de islas y canales. La desconfianza y el temor aumentaban día
tras días. Los inviernos se tornaban mucho más crudos y largos que de
costumbre. Un rotundo cambio estaba ocurriendo en el que había sido el
tranquilo país de nuestros abuelos.
En ese tiempo, varios misioneros blancos se asentaron en las costas
del Onashaga: Tomás Bridges se instaló en Waia Ukatush4 y Juan
Lawrence en Shumakush. Los comentarios sobre estas familias
comenzaron a cambiar cuando entablaron buenas relaciones con algunos
yaganes.
Asenewensis contrajo matrimonio con Catalina. A pesar de la alegría,
sus días continuaban de la misma manera. Por un lado, escuchaban
buenos comentarios sobre algunos blancos y, por otro, los sorprendían
tragedias ocasionadas por el contacto con ellos. No debían confiarse
demasiado: al menor indicio de la presencia de esa gente en su tierra,
corrían a esconder a sus mujeres y a sus niños. Los yaganes eran
obligados a volverse cada vez más sigilosos.
Los blancos buenos hacían muchas preguntas y no dejaban de llegar
con cajas de madera que ponían frente a ellos por largos períodos de
tiempo para atrapar luces y sombras. Ningún yagán toleraba los atuendos
con que los vestían para posar delante de las cajas, pero como lo exigían
para entregar los alimentos, lo tomaban como una manera diferente de
satisfacer el hambre.
Al relacionarse con los blancos, nuestro pueblo empezaba a conocer la
codicia y el acaparamiento.
Las enfermedades traídas por los europeos se fueron esparciendo
hasta los últimos escondrijos. Los fallecidos eran tantos que no tenían
tiempo de practicar la yamalasemoina, la ceremonia de duelo del pueblo
yagán5. La tierra se poblaba de cosas extrañas, utensilios y animales
nunca antes vistos por nuestros hermanos.
ASENEWENSIS Y SU FAMILIA (1900)
Los blancos eran cada vez más y los yaganes, que antaño eran miles,
apenas sobrepasaban el centenar. Debían ser inteligentes y, con la
impotencia a flor de piel, aceptando las burlas y el desprecio, sumirse a la
forma de vida de los blancos.
Asenewensis ahora llevaba a cuestas su familia. Hacía un tiempo que
había nacido Catalina Yagán y él pasaba los días jugando con ella y
educándola. Había una pequeña luz de esperanza para su descendencia.
Esa dulce criatura ablandaba un poco el sufrido sheskín, el apenado
corazón de Asenewensis. Presintiendo, como los ancianos, el terrible
desenlace que les esperaba, dedicaba sus horas de ocio para enseñarle
a Catalina las hermosas leyendas de nuestro pueblo y las costumbres de
antaño, cuando la tierra era poblada sólo por yaganes y una mirada hacia
cualquier dirección permitía percibía las innumerables fogatas que
anunciaban la presencia de los suyos. En estos momentos, Asenewensis
escondía sus lágrimas de la niña.
Catalina se iba a ir formando como muchacha y era fundamental que
fuera sabiendo todo lo concerniente a los blancos.
LA BALLENA VARADA
Una tarde a principios del otoño, en la pequeña caleta de Wulaia, cuando
el alimento más escaseaba, apareció desde el este una ánan aiyusu que
en su interior viajaban dos tripulantes adultos y un anciano. Esta canoa de
corteza llamó mucho la atención porque en aquel tiempo ya no eran
frecuentes esas construcciones ancestrales. La noticia que traían
conmocionó al campamento: al sureste del Onashaga, en una zona
cercana a Yecushín6, había varado una ballena. Trasmitían esta
información de boca en boca para evitar que la gente de las canoas
gigantes se enterara del suceso y decidieran invadir el lugar.
Comenzaron a desarmar las chozas y a juntar sus pertenencias. Tenían
que asistir lo más pronto posible a buscar tan delicioso sustento, rico en
grasas, fundamental para afrontar un largo invierno que se acercaba.
Partieron adentrándose hacia el sur por el Yagashaga7 y tomaron rumbo
hacia el este por su desembocadura. Al otro día, por la mañana, llegarían
al lugar.
Al acercarse, la tristeza empañó nuevamente uno de los momentos más
felices de la vida yagán. En ese instante, Asenewensis le preguntó al más
anciano de los mensajeros si faltaba dar aviso a los demás yaganes,
porque apenas había trece canoas. En su juventud, el hombre había
vivido encuentros como este, donde se reunían más de ochenta
embarcaciones, llevando cerca de quinientas personas. En esta ocasión,
no llegaban a cien yaganes. El anciano le contestó que habían recorrido el
Onashaga de punta a punta, informando a todos los que encontraban.
La alegría por el gran botín se mezcló con las lágrimas. Antaño, una
ballena varada era la ocasión ideal para fortalecer las relaciones
familiares y de amistad. Era un buen momento para enterarse noticias
sobre amigos que llevaban un tiempo sin verse, charlar con los padres de
alguna muchacha con la que se tuvieran ciertas intenciones y sobre todo
alimentarse, compartir y disfrutar.
Por suerte, la ballena varó en un lugar alejado, y los días fueron
tranquilos y sin sorpresas. Todo el ambiente se prestó para dar rienda
suelta a la algarabía que caracterizaba estos encuentros.
El usteka, el fresco amanecer del quinto día, encontró a Asenewensis
asando sobre unas piedras un gran trozo de wapisa, la sabrosa ballena,
que chirriaba desprendiendo sus aceites sobre el fuego.
Un muchacho, Juan Calderón, se le acercó.
—¿Qué te ha traído por aquí tan temprano mientras todo duermen?
—Hace tiempo que quería hablar con usted, señor.
—¡Pues dime lo que tienes que decirme!
—Sé que debí decírselo antes… Siento un especial afecto por su hija
Catalina y el motivo de mi visita es que quiero pedírsela formalmente
como esposa.
—¿Y qué piensa mi hija de tus intenciones?
—¡Siente lo mismo que yo!
—Siendo así, no puedo oponerme, pero escucha bien lo que voy a
decirte, muchacho. Con Catalina te llevas lo más preciado que tengo.
¡Deberás velar por ella el resto de tus días! También deberás tener
especial cuidado con los blancos, si les damos oportunidad pueden
hacernos mucho daño… No te acerques a Tushkápalan porque allí hay
mucho de ellos y te ofrecerán el agua mala que nubla la cabeza, para
aprovecharse de ti. Si tienes claro todo esto, lo único que me resta decirte
es que cuides mucho a mi makipa, mi hija querida. Sé que los dos están
bien preparados para afrontar la dura vida que nos toca a nosotros, los
yaganes. Pronto hablaré con ella y juntos pondremos fecha para celebrar
la unión cuando sea oportuno – dijo Asenewensis.
Juan asintió con la cabeza y, conteniendo la alegría que lo desbordaba,
se retiró rumbo a la playa.
Los siguientes días transcurrieron sin sobresaltos.
Cuando ya no queda nada para comer o utilizar de la ballena, se fueron
dispersando de a grupos, para continuar con la vida nómade que
acostumbraban.
En esa época, el Onashaga se teñía de blanco y en sus orillas una fina
y transparente capa de hielo aletargaba la llegada de las pequeñas olas a
la costa. Iniciaba la temporada en que nuestros yaganes dedicaban más
tiempo a las grandes reuniones y a la espiritualidad. Hechiceros y
ancianos tomaban mayor protagonismo, y eran escuchados con gran
respeto, ya que transmitían para los más jóvenes el importante legado de
nuestro pueblo.
En esos años de decadencia, sólo quedaban un par de hechiceros
avezados y las hermosas leyendas y creencias religiosas del pueblo
yagán tenían un nuevo protagonista: el temor. Se hablaba de cómo se
había formado la tierra en que vivían, pero más importante en ese
momento era enseñarles a los suyos la mejor manera de sobrevivir ante la
progresiva invasión de los palalayamalin, esta gente rara y misteriosa.
LAS SUPERSTICIONES (1915)
En el Onashaga corrió una noticia: Nelly Calderón se unirá en matrimonio
con un hombre blanco llamado Fred, hijo del misionero Juan Lawrence.
Aunque la novedad asombró a muchos yaganes, en general se tomó con
agrado, porque estos blancos son gente de buen corazón, que a menudo
alojan a los viajeros y en el verano permiten que los ayuden con el
ganado.
—¿Qué piensas de este enlace?— preguntó Asenewensis a Juan
Calderón.
—No me parece mal. Ellos son muy buenos y Fred quiere mucho a
Nelly, mi makuskipa. Sólo me entristece separarme de mi hermana, pero
me dijo que les diga a los yámanas que todos seremos bienvenidos en
Shumakush, su nuevo hogar.
Asenewensis se puso contento. Algunas mujeres bajo la protección de
hombres blancos en los que se podía confiar, podía ser una forma de
subsistir. Quizás al conocer más la cultura yagán, los blancos llegarían a
respetarla.
El final del invierno dejó casi sin energías a los yaganes, pero la tan
ansiada primavera no tardaría en hacerse presente. Los niños volverían a
sus correteos incesantes y los atardeceres rojizos, a pintar el cielo.
La mala información de los primeros navegantes, llevó a la falsa idea de
que nuestra gente no creía en ninguna deidad. En esta época del año se
juntaban grandes grupos para agradecerle a Watauineiwa todos los
beneficios que les brindaba. Los ruegos y los cánticos se escuchaban en
los cientos de rincones del Onashaga.
Una tarde, Asenewensis, nuestro abuelo, se preparaba para salir en su
canoa, pero de repente comenzó a llover de una manera estrepitosa.
—Si sigue lloviendo no saldremos. Pidamos a Kalaiexen –así llamaban
cariñosamente al viejo padrecito Watauineiwa– que nos envíe buen
tiempo y fortuna en la cacería, ya que necesitamos calmar con urgencia el
hambre.
Luego de un par de horas, el pedido fue escuchado y en el final de la
lluvia se asomó, como un buen presagio, Akainik, el arco iris más colorido
y hermoso que habían visto en mucho tiempo.
El ser supremo les comunicaba así que todo saldría bien. De todas
maneras, los yaganes no abandonaban la cautela para manejarse en las
grandes cacerías. No todos los blancos eran buenos ni actuaban de la
misma manera. Debían estar atentos y prevenidos.
Las creencias religiosas y supersticiones los acompañaban en todo
momento. Y cuando la abundancia y el buen tiempo lo permitían
practicaban el makainkina8.
LOS MENSAJEROS (1916)
Un buen día, mientras los paikoalas, el grupo de la playa al que pertenece
Asenewensis, se encontraban distendidos, entonando cánticos de
agradecimiento, se acercaron seis yaganes en una canoa del clan de los
ilalumáala, los habitantes del sudoeste. Después de ser bien recibidos por
sus hermanos, contaron que vivían más allá de Tushkápalan y que les
resultó sumamente difícil llegar hasta el campamento. Antes de hacer más
preguntas, los ancianos propusieron comer un lobo marino. Asenewensis
preparó el animal y se lo pasó a las mujeres para que lo asaran. Los
adultos siguieron con su conversación.
Los muchachos contaron que huyeron de la Misión Anglicana porque
allí los blancos les querían imponer creencias religiosas que ellos no
compartían.
—¡En nuestras venas corre saápa yagán! ¡Tenemos sangre yagán y
nuestra propia religión! ¿Por qué aferrarnos a algo que desconocemos por
completo? No solo se ríen de nosotros y nos hacen daño, sino que
también quieren que abandonemos los valores morales que nos fueron
enseñados desde pequeños.
Hacía tiempo que no recibían noticias de Tushkápalan y se encontraban
distendidos en sus correrías. Esta visita volvió a preocuparlos. Los recién
llegados relataron que allí había cada vez más cosas raras y que habían
oído hablar de alguien que estaba haciendo demasiadas preguntas sobre
ellos a los misioneros y que pronto vendría a visitarlos. Era un blanco que
decía llamarse Martín Gusinde.
—¡No necesitamos ningún hombre blanco entre nosotros! –protestaron
con efusividad los ancianos y la indignación se apoderó de todos los
presentes.
—Nuestros hermanos de la Misión Anglicana dicen que Gusinde es un
hombre bueno y que sus intenciones son las mejores. Vendrá a visitarnos
solo –explicaron los visitantes y la gente continuó con el repudio.
—No podemos sacar conclusiones prematuras. Debemos conservar la
calma. ¿Por qué vamos a tenerle miedo a un hombre que vendrá solo? –
dijo uno de los ancianos.
Esta conversación sobre la nueva noticia se prolongó por mucho
tiempo.
En cada siguiente amanecer, los yaganes contemplaban el Onashaga
en todo su extensión, como esperando la llegada de aquel extranjero que
hacía muchas preguntas sobre ellos. Con el paso del tiempo, la curiosidad
y los comentarios que llegaban de distintos campamentos, fueron
dándole un tinte de importancia y ansiedad al asunto. Los ancianos
guardaban para sí mismos cierto grado de esperanza, sabiendo que para
lograr sobrellevar los problemas que los aquejaban, era necesario el
interés y el apoyo de algún hombre blanco.
LA DESCONFIANZA
Una mañana, cuando se disponían a trasladarse hacia otro lugar,
apareció Juan Calderón, marido de Catalina Yagán, quien venía de
Shumakush, donde fue a visitar a su hermana Nelly.
Todos juntos siguieron rumbo a Wulaia, donde se quedarían varios días.
En esa época el Yagashaga desbordaba de peces. Asenewensis no veía a
sus nietos desde hacía tiempo y quería disfrutarlos, y charlar con su hija
Catalina.
Llegó una noche tranquila, sin la mínima brisa, y en uno de los fuegos
del campamento se oyeron exclamaciones. Los ancianos estaban
escuchando a Juan Calderón hablándoles de Martín Gusinde. El europeo
había sido muy bien recibo por la familia Lawrence, incluida su hermana
Nelly, y se había instalado en Shumakush. Compartieron unos hermosos
días juntos, en los cuales el señor Gusinde habló con todos los presentes
sobre su idea de escribir un libro para que la gente de otras partes del
mundo sepa cómo es la vida de los yaganes. Les aseguró que para ello
no alteraría en lo más mínimo las cosas de las que fuera testigo ni las
historias que le contaran; no llevaría a nadie a ningún país lejano como
hicieron otros europeos en épocas anteriores ni separaría familias. Solo
quería conocerlos y documentar la forma de vida.9
—¡Todos los blancos dicen lo mismo! Después resulta que sólo quieren
nuestros cueros de yapous y ámas, nuestras pieles de nutria y lobos
marinos… O en el peor de los casos, robarnos nuestras mujeres –dijo
Asenewensis, interrumpiendo a Calderón.
Esa noche fueron a descansar con más dudas que certezas.
Al día siguiente, mientras los ancianos asaban varios cormoranes
negros, un grupo de yaganes se encontraba pescando y otro buscaba
coihues para reparar las canoas y construir nuevas. Era la época del
akuerum, el momento del año en que las cortezas se aflojan y los días son
más largos.
Después de pasar una temporada en Walaia, donde la pesca había sido
buena, su camino siguió rumbo a Tekenika. Esa era su forma de vivir:
siguiendo a la naturaleza y dejándose llevar por ella.
Durante un largo tiempo sus movimientos serían hacia el suroeste, ya
que les llegó información de otro grupo que divisó varios asentamientos
de blancos en las islas Shukaku, Imien y Shunushu10. Aparentemente, la
gente rara buscaba algo en los arenales de los ríos.
En la tierra yagán el tiempo siguió su curso y cuando el akuerum estaba
en su mejor momento, el grupo de Asenewensis había podido reparar sus
canoas. La tranquilidad de esos días permitió a los ancianos charlar con
los más jóvenes para incentivarlos a continuar con sus costumbres
ancestrales.
—Todo lo extraño nos está invadiendo y, por ello, abandonamos
nuestras costumbres. Si seguimos ese camino, harán desaparecer el
modo de vida de nuestro pueblo, la forma en que luchamos todos los días
por el sustento… En poco tiempo sólo quedará de nosotros nuestro
kespix, nuestro espíritu – dijo uno de los ancianos, haciendo reflexionar a
todo el grupo.
Una tarde, aprovechando la ausencia de los hombres, las mujeres se
reunieron para charlar con Nelly Calderón, que los estaba visitando, y
preguntarle qué pensaba de las palabras del anciano, y cómo veían todo
desde Shumakush.
—El abuelo tiene mucha razón… Noten ustedes que cada vez somos
menos y hemos dejado de practicar todo lo que tiene que ver con la
saápa yagán… ¡Por eso estamos tan tristes! En Shumakush, los blancos
de allí, incluido mi esposo, tienen buenas intenciones para con nosotros.
Piensan ayudarnos… pero recuperar lo perdido, eso ya depende de
nosotros – dijo Nelly.
—¿Y ese que quiere conocernos? –preguntó una de las mujeres.
— Gusinde ya se fue, pero prometió volver en el invierno. Es un blanco
de buen corazón, y yo misma me ofrecí a ayudarlo en su tarea. Necesito
que cooperen. Cuando vuelva debemos estar todos reunidos en
Shumakush para darle la bienvenida. Así podrán ustedes mismos
escuchar sus palabras. Uno a uno tenemos que convencer a nuestros
mamakús, nuestros hermanos, para que podamos, al menos, escuchar a
Don Martín.
La charla terminó y las mujeres se dispersaron cuando llegaron los
hombres, contentos porque Watauineiwa los acompañó en la cacería.
Ese anochecer fue inolvidable. La buena caza llenó las panzas y calmó
el hambre, y la visita de sus hermanos les llenó el corazón. Nadie se
hubiera atrevido a pedir algo más.
Ese verano, el tiempo fue benévolo con nuestros ancestros.
Al finalizar esta época, llegaron noticias de muchos yaganes afectados
por el agua mala que conseguían cerca de Tushkápalan. La terrible
bebida los convertía en extraños y vivían sólo para conseguirla a como dé
lugar. Esto entristecía a sus hermanos.
Asenewensis y su gente, iban tomando conciencia que el final estaba
próximo si no hacían algo por cambiarlo. En los últimos meses, se habían
reunidos con yaganes de distintos grupos.
¡Era necesario juntarse para que no desaparezca nuestra sangre!
Entre todos, sólo quedaban dos hechiceros. Los ancianos más
influyentes habían decidido no realizar más ceremonias ancestrales hasta
que su tierra recuperara normalidad. Hacía mucho tiempo que no se hacía
la Loima yecamush, la escuela de hechiceros, y muchos jóvenes llegaban
a la edad adulta sin conocer el Chiejáus ni el Kina, las dos ceremonias de
iniciación fundamentales para convertirse en adultos.
LA OPORTUNIDAD (1918)
Para ese entonces, nació el cuarto hijo de Catalina y Juan Calderón. El
matrimonio se encontraba en Shumakush a pedido de Nelly, ya que allí
podían tener todas las comodidades que necesitaba un recién nacido.
Debido a los cambios en su forma de vida, los nacimientos habían
disminuido drásticamente. Cuando iba a llegar un bebé, fruto de la unión
de dos yaganes, la gente festejaba y las atenciones se multiplicaban. El
grupo de Asenewensis concurría asiduamente a Shumakush. Todos
querían ser parte de las atenciones brindadas al nuevo niño y a su madre.
Pronto iba a llegar Gusinde. Se encontraba en Punta Arenas
aprovisionándose para el largo tiempo que iba a pasar entre ellos. Nelly y
los suyos consideraron que era el momento propicio para preparar a sus
hermanos y escuchar sus opiniones.
Algunos estaban de acuerdo, en mayor o menor medida, en brindar
información al europeo; otros se negaban rotundamente, debido a las
burlas y los desplantes que habían sufrido anteriormente por parte de los
blancos.
—¡Ellos no reconocen que podamos tener nuestras propias creencias!
Por eso nuestros abuelos nos dijeron que nunca les hablemos de eso…
¡Creen que somos inferiores!
Asenewensis le dedicaba a sus nietos el mayor tiempo posible ¡Qué
rápido crecían! Catalina se extrañaba al ver cómo su tapóin, su querido
padre, se comportaba con sus hijos, ya que él siempre había sido un
hombre de pocas palabras y que ocultaba sus sentimientos.
Una tarde, a principios del otoño, Catalina juntaba para sus hijos, los
últimos frutos de umas, el rico calafate que la madre tierra les brindaba en
esa la temporada. Llevó dos cestas de juncos y con entusiasmo se
entregó a la tarea, sin tener noción del tiempo. De pronto, divisó en la
maraña de matas negras a un hombre sentado, contemplando el
horizonte sin inmutarse por nada.
Lo reconoció y se preguntó en qué estaría pensando su padre.
—¿Cómo estás, padre?
—¡Estoy bien! Contemplaba nuestra tierra... es tan hermosa que no
puedo dejar de admirarla. Siéntate, hija mía. Te contaré lo que soñé
anoche y no puedo despejar de mi mente. En mi sueño, los hannus y los
lakumas, los gigantes del bosque y los espíritus del agua se juntaban,
muy enojados, para vengarse de los blancos por haber talado muchos
worús, los árboles de los bosques de la Lapatahia. En el cielo, el
anochecer dejaba ver a Hanúxa, la luna, como si estuviese ardiendo en
llamas…11
—Querido, padre –interrumpió Catalina, pensando que el anciano
estaba llevando demasiado lejos su preocupación —¡Sólo fue un sueño!
Nada más. Me preocupa verte triste desde hace tiempo. Piensa en tus
nietos. Ellos son el legado que dejamos y no deben crecer llenos de odio
y resentimiento.
—¡Hija mía! Nosotros amamos tanto esta tierra que no podemos no
sentirnos mal por lo que sucede. Los sueños son presagios de
Watauineiwa, que está enojado por lo que pasa. Todo esto es culpa de los
hombres blancos.
—¿Por qué no dejar que sean ellos mismos los que lo arreglen?
—¿Cómo van a arreglar los blancos sus propios desórdenes si no
tienen conciencia de la naturaleza como nosotros? Ellos matan grandes
cantidades de lobos y nutrias sólo por sus pieles, y su carne tan preciada
la arrojan desde sus grandes canoas con desprecio.
—Estoy de acuerdo, padre. Pero debes entender que no todos son así y
que entre ellos también hay personas generosas que quieren ayudarnos.
Los ojos de Asenewensis estaban llenos de tristeza y pese a los
esfuerzos de su hija, no podía pensar de otra manera.
A lo lejos se escuchó una voz. Era Juan Calderón, quien preocupado
por la demora de su mujer, decidió buscarla. Al acercarse al lugar,
descubrió que Catalina estaba con su suegro.
—Vengo de parte de mi cuñado Fred. Él y mi hermana nos invitan a una
reunión en la casa grande de Shumakush.
Para esta ocasión, la familia Lawrence, de la mano de Nelly, había
logrado convocar a la mayoría de los yaganes que aún vivían en estado
natural.
Terminado el gran almuerzo, procedieron a explicar el motivo por el cual
los convocaba. Nelly debió ser la intérprete en dicha charla.
—Queridos hermanos, nos hemos juntado aquí para ponernos de
acuerdo con respecto a las intenciones del Sr. Gusinde. Su llegada se
aproxima y debemos tomar una decisión.
Aferrados a sus costumbres, primero tuvieron la palabra los ancianos.
Después de un instante de profundo silencio, que caracteriza a los
intercambios de opiniones entre nuestros yaganes, comenzó uno de los
ancianos a dar su parecer:
—Como representante de uno de los grupos aquí presentes, pienso
que hay que escuchar a ese hombre blanco. Poco nos queda por perder.
Confío mucho en Nelly, sé que jamás nos traicionaría y ella dice que es un
hombre de buen corazón. Si Gusinde, en su visita, no cumple con lo que
dice… ¡nos iremos sin más!
Catalina sabía de la terquedad de Asenewensis con respecto a este
tema. Para él, los blancos los habían invadido, les habían hecho daño y no
había razón para pensar que podían cambiar. Su hija y todo el grupo de
mujeres, en más de una ocasión, intentaron convencerlo para que le diera
una oportunidad a Gusinde. Para sorpresa de todos, en ese momento,
aquel hombre hosco, decidió dar su opinión.
—Veo que todos mis hermanos están de acuerdo en permitir a este
blanco acercarse a nosotros. No me queda otra opción que aceptarlo yo
también. Quiero pedirles que tengamos mucho cuidado en lo que vamos
a decir y hacer. Hay cosas que jamás debemos revelarles a los blancos,
por lo menos hasta no ver de qué se trata su ayuda. Si lo hacemos de esta
manera, pueden contar con mi gente y conmigo – dijo el anciano
Asenewensis y un silencio sepulcral se adueñó de lugar.
Después le tocó el turno de las mujeres. Ya todos estaban más
distendidos y se veían sonrisas en algunos rostros.
—Nosotras, cada vez que nos juntamos, venimos hablando de este
tema desde hace un tiempo. Sabemos por Nelly de la bondad de este
hombre, y aún sin conocerlo, creemos que no se trata de otro engaño
para aprovecharse de nosotros.
En Shumakush, la gente quedó reconfortada por haberse puesto de
acuerdo. Dejarían que Gusinde los conozca, aunque más no sea
superficialmente, y documente su forma de vida.
Faltaba poco para que el otoño llegue a su fin. Los grupos se
dispersaron y se despidieron de Asenewensis y los suyos. Catalina, como
otros años, se disponía a pasar con los Lawrece el invierno, refugiados en
Shumakush, para que sus cuatro hijos (Nicolás, Elvira, Rocha y Dora) no
sufran tantas penurias.
Las nuevas generaciones de niños ya no llevaban nombres yaganes. La
costumbre ancestral consistía en ponerles el nombre del lugar donde
habían nacido. En esos años –a veces para alejarse de los blancos, otras
porque estos mismos los obligaban– el pueblo yagán se volvió más
sedentario y los campamentos no se cambiaban con la frecuencia que se
hacía en el pasado. Los nacimientos de muchos niños en los mismo
lugares, hizo que se abandone esta costumbre ancestral.
LA CANOA DE ASENEWENSIS Y EL ENCUENTRO CON LOS
HAUSH
En esos días, el grupo de Asenewensis, aprovechando que los blancos se
habían retiraDo de las islas, se dirigieron hacia la zona oriental de
Uceniaka12. Ese territorio, poco transitado por la presencia de los
extranjeros, les brindaba un panorama más prometedor que cualquier otro
en cuestión de sustento.
Por la tarde, llegaron a una abrigada bahía y armaron campamento.
Aprovechando la marea baja, las mujeres se pusieron a recolectar
mariscos. Un suave viento se dejaba sentir y esparcía la delgada capa de
hojas secas que cubría el suelo. Un grupo de hombres trajo de un canal
cercano, tres grandes róbalos que pronto comenzaron a chirriar en las
brasas.
Por la noche, durmieron con los estómagos llenos.
Para ese entonces, ya no les llamaba la atención los grandes barcos
que transitaban el Onashaga. Mayor peligro representaban las
embarcaciones de poco calado, con las que los blancos podían hacer
tierra con facilidad.
En los últimos días el frío comenzó a hacerse sentir. El paisaje yagán iba
cambiando de a poco: las aves migratorias se habían retirado a sus
lugares de origen; los zorros colorados bajaban de las zonas altas en
busca de alimento y refugio. La época más benigna para nuestros
yaganes estaba llegando a su fin.
Su recorrido por el sudeste los llevó a una bahía más allá de
Ushpasún13. Los hombres y mujeres fuertes habían partido temprano en
busca de alimento. En el campamento quedaron refugiados los abuelos y
los niños. De pronto, una bandada de tordos interrumpió la monotonía del
paisaje y se desplazó como una nube negra.
—¿Qué aves son esas, abuelo? ¿Por qué son tan chillonas?—
preguntaron los niños a un anciano.
— Se llaman tatapux y son enviadas por nuestro Watauineiwa, para
anunciar que pronto caerá nieve – dijo el anciano y continuó curtiendo una
piel de nutria.
Regresaron los cazadores y avivaron los fuegos. La gente se acercó
para llenar de atenciones y mimar a los recién llegados.
—¿Todavía no cayó granizo por aquí? De dónde venimos, la tormenta
arreciaba como pocas veces.
—Mañana levantaremos nuestras chozas. Cruzaremos el Onashaga y
continuaremos a hacia el noreste, cerca del territorio de Onísin14. No
debemos contradecir los presagios de Watauineiwa.
Todos concordaron y trazaron mentalmente un mapa para llegar al
nuevo destino.
Se dispusieron a calmar el hambre. A los mariscos que habían juntado
el día anterior, se le sumaron dos cormoranes. Esas aves fue el único
alimento que Kalaiexen les permitió obtener.
Partieron al día siguiente.
Al llegar a la altura de la isla Shukaku, divisaron un grupo de delfines
que venía en su dirección. Dejaron a los ancianos y a los niños en tierra, y
salieron al encuentro de los animales. Arponearon dos, cargaron el gran
botín, y embarcaron a su gente para llegar a destino antes de que los
sorprenda la noche.
Ni bien hicieron tierra en la zona norte, los avezados hombres armaron
las chozas. Luego, en el fuego familiar, asaron algunos trozos de delfín. El
momento en que esperaban que la carne esté lista, siempre era propicio
para escuchar las grandes leyendas de pueblo yagán.
Asenewensis estaba preocupado. Tuvo que retirar a tierra firme su
canoa. En la última cacería, una roca la dañó. El hecho era trágico porque
en esa época era imposible sacar la corteza de los árboles. El abuelo tuvo
que hacer memoria. ¿Cuál era el lugar más próximo donde tenía
enterrados trozos de cortezas para estos contratiempos?
Todo el grupo se mostraba preocupado ante esta situación.
Asenewensis y dos acompañantes se dirigieron al lugar. La corteza
estaba conservada en el agua de un turbal. Sacó sólo el material
necesario para su arreglo, y el resto volvió a sumergirlo, esperando que
en algún momento pueda ser útil para otro hermano que esté pasando
dificultades.
Al regresar, el gran fuego del campamento sirvió para orientar a los
intrépidos navegantes. En el campamento todos festejaron el feliz
desenlace de este mal momento.
Al día siguiente, Asenewensis se dìespertó temprano, trabajó la corteza
sobre el fuego, y se dispuso a reparar y calafatear su canoa. Sus
hermanos, a medida que se despertaban, se iban incorporando al grupo
que lo ayudaba. En unas horas la canoa estaría lista y todos podrían
continuar con su rutina.
De pronto, los perros empezaron a ladrar, anunciando que alguien se
acercaba. Ellos no podían divisar nada, pero veían el movimiento de la
vegetación. No estaban preocupados; si la amenaza lo ameritaba, tenían
tiempo suficiente para escapar en sus canoas. Lo primero que vieron
fueron las puntas de los arcos. Se trataba de un grupo de haush que iban
rumbo a Ukatush15 a ver a su amigo Bridges, un blanco afincado en esa
región, al que todos conocían y solían visitar. Este grupo de caminantes,
liderado por Kaushel, acostumbraban intercambiar utensilios con nuestros
yaganes. Los ancianos ordenaron a los muchachos que pongan a asar
unos buenos trozos de delfín para atender a los visitantes. Los dos grupos
se entendían por señas, ya que ninguno hablaba la lengua del otro.
La visita de Kaushel se debía a que el invierno estaba próximo y por
unos cuantos meses no podrían aventurarse a recorrer la costa. Los
visitantes charlaron entre ellos y uno se alejó rápidamente sobre sus
propios pasos. Al cabo de unos instantes, volvió con dos piernas de
guanaco para obsequiar a nuestros yaganes como agradecimiento por las
atenciones recibidas. Aquella gente esbelta, saludó con los ademanes
típicos y se alejó rápidamente rumbo al suroeste, sabiendo que por
mucho tiempo no volverían a cruzarse con aquellos yaganes.
Los nuestros avivaron los fuegos. Con ese sustancioso regalo, por
varios días no moverían el campamento. Los yaganes sólo podían comer
esa carne tan preciada en invierno, cuando los guanacos bajaban a la
costa.
Mientras asaban las carnes, jugaban a imitar animales. Estas
diversiones afloraban espontáneamente en los momentos de felicidad.
Ante los blancos jamás harían estas cosas ni hablarían de cuestiones
morales o de religión.
La noche se presentó con mucho frío y debieron mejorar los refugios.
Al despertar, ya con un clima más benévolo, estudiaron con profundidad
el entorno, para prevenirse en caso de recibir visitas no deseadas.
Desarmaron las chozas y luego continuaron el viaje.
Con su canoa reparada, Asenewensis estaba impaciente por meterla al
mar. Acomodó el fuego y sus pertenencias. Los acompañó un aire helado
que poco a poco se fue transformando en un fuerte viento del sur. El
anciano se puso muy contento al notar que no entraba agua en su
embarcación. Las mujeres, mientras remaban, dejaban notar su orgullo
entonando cánticos de alegría.
Desde la alimentación, a los estados de ánimo y los avatares del día a
día, por su estilo de vida comunitario, los yaganes compartían todo.
El viaje continuó y el entorno fue cambiando de tonalidad.
Cesó el viento del sur y las nubes oscurecieron el horizonte. Aceleraron
el ritmo de navegación ya que disminuía la luz, y todavía quedaban varios
peñascos por atravesar antes de hacer tierra en un lugar adecuado,
encender una gran fogata y preparar el campamento.
Hasta el siguiente día no saldrían a cazar. Las carnes de delfín y
guanaco eran alimento suficiente para pasar la noche.
Aquella noche, hicieron tierra en la desembocadura de un río.
Por ser un pueblo canoero, sus desplazamientos dependían de las
inclemencias del tiempo.
Los abuelos inculcaban la paciencia y transmitían una actitud positiva,
para intentar calmar los nervios de los más jóvenes.
Los días siguientes llegaron sin sorpresas. La suerte los acompañó,
encontraron buenos sitios para cazar y nadie pasó hambre.
EL DÍA TAN ESPERADO (1919)
Un atardecer en que los hombres descansaban en el campamento, el
grupo de mujeres aprovechó que el mar estaba sereno para sacar a
pasear a los niños y divertirse.
—¡Miren! Encontramos ustakálus. ¡Y hay muchas más centollas donde
estaban estas! – dijo una de las mujeres y el grupo entero rebosó de
ruidosa alegría.
—Debemos ir antes de que las corrientes marinas desplacen a las
centollas mar adentro – dijo uno de los ancianos.
Se prepararon y partieron dejando a las abuelas y los niños en el
campamento.
Juntaron una veintena de animales y regresaron dispuestos a deleitarse
con ese delicioso manjar. Entre bromas y risas las asaron al rescoldo de
las brasas, cuidando de que no se quemaran.
De pronto, uno de los abuelos divisó una canoa que se acercaba. Se
trataba de Juan Calderón y su familia. La bienvenida fue por demás
ruidosa y alegre.
Asenewensis, emocionado, se acercó a la costa para recibir a su hija
Catalina y a sus nietos. El momento no podía ser más oportuno. Se
dispusieron a comer las centollas, antes de comentar los motivos de la
visita.
Con los estómagos llenos, comenzó la charla.
—La mayoría de los yaganes, cumpliendo su promesa, se reunieron en
Shumakush. El señor Gusinde se encuentra allí desde hace unos días.
Ayer por la mañana, un grupo encabezado por Nelly cruzó el Onashaga
para avisarles, pero sólo encontró una familia. Por eso decidimos salir hoy
a rastrear la costa, para dar con ustedes – dijo Catalina y en ese momento
se produjo el típico silencio, común en sus diálogos, esperando alguna
pregunta o afirmación al respecto.
—¿Hay muchos yámanas reunidos?— preguntó uno de los ancianos.
—¡Sí, úsuan!— asintió Catalina.— Ha llegado la gente del sur, abuelo.
Asombrados por la convocatoria, los ancianos ordenaron al grupo que
preparen sus pertenencias para partir a la brevedad. El mayor de ellos
propuso orillar la costa y recoger algunas centollas más, si la marea lo
permite, para compartirlas con los yaganes reunidos en Shumakush.
Partieron sin objeciones. Al fin conocerían a esa persona de la que
hacía mucho tiempo venían escuchando hablar.
Avistaron las instalaciones de la familia Lawrence y en el horizonte se
podía divisar, como en los viejos tiempos, el humo de muchos fuegos.
Esta imagen despertó la nostalgia de los ancianos, que comentaban el
acontecimiento con ganas de revivir esas preciosas épocas.
Al hacer tierra, Nelly los esperaba como anfitriona junto con otros
hermanos, para darles la bienvenida y contarles cómo tenían planeado
comenzar las primeras actividades. Los recibió con mucha ternura y
agradeció el regalo de las centollas.
—Primero vamos a juntar a todos los yaganes en el galpón de esquila.
Cuando estemos listos, mi suegro y sus hijos llevarán al Sr. Gusinde para
que se presente. En silencio y en orden, todos podremos hablar con él.
Se encaminaron hacia el galpón saludando a todo el mundo. Un
asombro casi permanente los perseguía. Había yámanas que no se veían
desde hacía mucho tiempo. Incluso encontraron amigos que pensaron
que habían sido asesinados por las incursiones de los hombres blancos
en sus territorios.
—Si ya estamos listos, mando a uno de mis hermanos a avisar en la
casa grande –dijo Nelly y un profundo silencio se apoderó del ambiente,
como si todo el mundo allí se hubiese congelado.
La llegada de los hombres blancos rompió el aletargado silencio.
—¡Bienvenidos! Les agradezco su presencia. Sin más de mi parte,
querido pueblo yagán, los dejo con un amigo que hace mucho tiempo
quiere conocerlos y aprender de ustedes –dijo Juan Lawrence.
En ese instante, desde detrás del grupo de blancos, irrumpió una silueta
que, con una vos totalmente desconocida para ellos, les habló en una
muy entrecortada lengua yagán.
—¡Hola, mis amigos! Mi nombre es Martín Gusinde. He oído mucho de
ustedes y, por eso, he querido aventurarme en su territorio, si me lo
permiten, para conocerlos. Mis intenciones son las mejores y quiero
conocer su forma de vida, porque de donde vengo, no se sabe casi nada
de ustedes –dijo el sacerdote alemán.
Mientras el blanco explicaba sus planes, un grupo de ancianos hablaba
entre ellos, en voz muy baja.
—Si ustedes tienen algo para decirme, me gustaría escucharlos –dijo
Gusinde con vos suave.
Nuevamente un gran silencio se apoderó de aquel lugar.
—¡Abuelos! Este es el momento de hablar, no cuando otros lo hacen –
dijo Nelly, que los conocía bien.
Impulsado por sus miedos y rencores, Asenewensis habló.
—Nosotros hemos recibido mucho daño de sus hermanos… ¿Por qué
tendríamos que creer en sus palabras?
—Sé que no es simplemente pararme enfrente de ustedes y decirles
palabras bonitas. Deberé ganarme su confianza, para probar que mis
dichos son ciertos… Y no ignoro que algunos europeos han sido muy
malos con ustedes…
—¡Muy malos es poco! Como si no alcanzara con el daño que nos
causaron, también nos han calumniado… ¿No se ha preguntado usted
porque se sabe tan poco de nosotros?
—Imagino que es porque se los ha investigado poco.
—Ustedes podrían investigarnos toda una vida, pero hay cosas que son
sagradas para nuestro pueblo y sólo nosotros podemos saberlas.
—Mi intención es aprender y dar a conocer con sinceridad y con el
mayor respeto, cómo se vive y se sufre en este rincón del planeta
—¿Usted sabe que hay gente que dice que nosotros nos alimentamos
de nuestras kuluanas? ¿Quién puede pensar que matamos a nuestras
abuelas para comerlas?
—Tengo entendido que un yagán, alguna vez, relató algo parecido.
—Señor, aquel yagán dijo eso para reírse y sacar provecho del asombro
de los blancos.
Todos se quedaron en silencio y Gusinde volvió a tomar la palabra.
—Estoy aquí porque confío en su inteligencia y quisiera pedirles que
confíen en mí.
—Nosotros quisiéramos confiar… pero debe entender que somos un
pueblo muy golpeado –dijo uno de los ancianos.— Tememos por nuestra
raza. Hemos ido perdiendo nuestras costumbres y nuestro territorio.
Sabemos que de seguir así nuestro pueblo desaparecerá. ¿Qué nos
puede decir de todo lo que estamos sufriendo?
—Hace un tiempo que los estudio a la distancia y algo conozco de su
realidad. Además he hablado mucho con su hermana Nelly. En principio,
les propongo que no dejen de hacer la vida que llevaban sus ancestros.
Esa es la única manera de no disolverse como pueblo.
—¡Esa es nuestra lucha! ¿Cómo seguir el camino trazado por nuestros
ancestros si la gente blanca ha venido a entorpecernos la huella? Han
traído cosas que hacen ver a las nuestras como poco útiles, o que el
sacrificio que lleva hacerlas parezca tiempo perdido.
—Ustedes no deben mirar lo que hace esa gente, deben enfocarse en
lo suyo. Continúen con sus trabajos artesanales. Tengo entendido que han
hecho miniaturas de canoas por pedido de algunos europeos. Incorporen
esas cosas también.
—Para usted es fácil decirlo… ¡Nadie va a navegar en esas
pequeñeces! Vaya a la costa y verá que sólo unas pocas de nuestras
canoas son de corteza, de la forma tradicional que la hacían nuestros
ancestros.
—¿Cuál es la razón por la que han dejado de hacerlas así?— preguntó
Gusinde.
—Ya no tenemos para nosotros todo el Onashaga para poder elegir las
mejores cortezas y, además, hay hombres blancos de Ushuaia que les
están enseñando a nuestros hermanos a construir canoas con tablas.
Reconocemos que esas embarcaciones son más confiables y duran más
que las ancestrales.
—Es indudable que el paso del tiempo y el contacto con los blancos va
a modificar la forma de vida del pueblo yagán. Si me lo permiten, yo
quisiera ayudarlos a buscar la manera de mantener vivas sus raíces
ancestrales.
—Toda mi familia ha hecho un gran esfuerzo para convencer a nuestra
gente de que usted es un buen hombre en el que se puede confiar. Por
favor, no nos defraude –dijo Nelly.
—Agradezco infinitamente a toda la familia Lawrence, y en especial a ti,
Nelly, pues sin tu colaboración no estaría aquí frente a los tuyos.
Aquel cruce de opiniones fue disolviéndose y finalizó cuando llamaron
desde la casa grande para avisar que estaba lista la comida.
La charla con el blanco de voz suave, que tenía un gran respeto por su
pueblo, generó una gran esperanza entre nuestros yaganes.
Nelly y su familia habían organizado todo para poder tener un buen
tiempo a los suyos en Shumakush. Especialmente a los abuelos, que eran
la mejor fuente de información para Gusinde.
Pasaron los días de ese invierno, y Gusinde charló y compartió muchas
horas con los ancianos.
Al llegar la primavera, las familias se fueron dispersando. La época de
bonanza llegaba al Onashaga. Gusinde había finalizado la primera etapa
de su investigación y regresaría a su tierra, con el compromiso de volver al
año siguiente para continuarla. Se llevó cestos, armas de caza y muchos
otros regalos que hombres y mujeres confeccionaron con gusto para él.

Sueños y anhelos
Al cabo de un tiempo, volvió la normalidad a la tierra de nuestros yaganes.
La llegada de la primavera trajo algunas malas noticias. Cada vez había
más hombres blancos que se adentraban en el Onashaga, y por
consiguiente aumentaba la competencia por el alimento y el riesgo de
sufrir desagracias. El grupo de Asenewensis, que sabía qué lugares
frecuentaban los blancos, se dirigió a la zona de Uceniaka. Siguiendo la
experiencia de los abuelos, decidieron asentarse en Kumbutu16. Allí
estarían tranquilos y el lugar les proporcionaba una vista estratégica del
Onashaga.
Armaron las chozas y se reunieron a charlar junto al fuego.
—¡Este es el mejor lugar para que Watauineiwa se lleve mi espíritu! –
comentó uno de los ancianos.
—Es el único lugar tranquilo que nos queda –dijo otro.
—Antaño lo único que podían ver nuestros ojos eran lugares así de
tranquilos.
—¡Ojalá aquel hombre blanco pueda hacer algo por nosotros! Si tanto
quiere ayudarnos… –dijo Asenewensis y fue interrumpido.
—¡Se me ha ocurrido una idea! –dijo una de las mujeres. – Podríamos
pedirle cuando regrese que nos ayude a quedarnos en Kumbutu. En este
lugar tenemos todo lo que necesitamos: agua, buen sol casi todo el año,
muchos mariscos y peces. Podemos salir por las islas a cazar lobos
marinos y cormoranes.
Al escuchar estas palabras el entusiasmo se generalizó. La felicidad era
tal que cantaron y jugaron hasta que terminó el día.
Al amanecer siguiente, después de acalorar bien sus cuerpos, las
mujeres salieron de pesca, mientras que los hombres, aprovechando que
el akuerum se encontraba en su apogeo, y siguiendo el consejo de
Gusinde, fueron a buscar corteza para confeccionar algunas miniaturas y
enseñarles a los niños el oficio.
Aunque en los últimos años, por comodidad o por desaliento, habían
dejado de lado muchas de sus costumbres, después de la charla con
aquel blanco todos tomaron conciencia de lo importante que era
mantener su cultura. Sus palabras habían calado muy hondo en los
corazones del pueblo yagán.
Los hombres volvieron al campamento cargando cortezas frescas y una
gran cantidad de niños salió a su encuentro. Reñían entre ellos por ser los
primeros en trabajar con aquel material, fruto de la naturaleza.
—¡A conservar la calma y el orden, pequeños! Primero les mostraremos
cómo ablandar la corteza para darle forma, y después cada uno tratará de
hacer lo mismo con el trozo que le vamos a dar –dijo uno de los ancianos.
La imagen de los abuelos dirigiéndose al fuego, rodeados por los niños,
era una postal de ternura. Al grupo de aprendices se sumaron varios
muchachos, interesados en conocer aquel oficio que hacía mucho tiempo
nadie realizaba. Para los ancianos, contemplar aquella escena fue como
mirarse en un espejo del pasado. Sentimientos encontrados invadieron a
aquellos hombres duros y de corazones tan grandes, que a más de uno
casi se le escaparon las lágrimas. Disimularon porque su tristeza no debía
ser vista por los más jóvenes.
A lo lejos se veían las canoas de las mujeres, navegando hacia ellos. El
día de pesca había terminado. ¿Qué habrían pescado? Se preguntaban
en el campamento.
Los hombres se habían dejado llevar por el entusiasmo y se olvidaron
por completo del hambre. Si las mujeres no habían pescado, hasta el día
siguiente no habría nada para comer. Las vieron llegar con las manos
vacías y el enojo se dejó ver en los rostros. Nuestros yaganes estaban
acostumbrados a que no siempre Watauineiwa les proporcionaba
buenaventura. En seguida, dieron paso a la resignación.
Pero Kalaiexen tenía reservada una sorpresa. Las mujeres, con su
carácter alegre de siempre, estaban jugándoles una broma a los
hombres, y como querían disfrutar del momento, se quedaron en total
silencio mientras ellos comentaban el suceso.
Al rato, sabiendo que no soportarían mucho tiempo sin reírse, una de
ellas fue a buscar algo.
—¿Nosotros no comemos mariscos? –dijo la mujer con voz irónica
cuando regresó
Entre ellas se levantó un coro de carcajadas. Los hombres,
avergonzados y por naturaleza orgullosos, no mostraban interés por las
risas. Los niños no entendían lo que pasaba.
—¿Comen akis los hombres? ¡Qué grandes erizos!– exclamaron las
mujeres y se pusieron a cocinar.
El manjar estaba listo. Los hombres, de a poco, se fueron acercando a
los fuegos para disfrutar del festín. Un aroma delicioso inundaba la noche.
Algunos ancianos estaban nostálgicos. Todos se reunieron en la gran
fogata para agradecer a Watauineiwa por haberles saciado el apetito.
Luego cantaron bajo el resplandor de la luna para despedir el día.
El amanecer encontró a las mujeres reflexionando junto al fuego.
—Debemos renunciar, como están haciendo nuestros hombres, a todo
lo que los blancos han introducido en nuestra tierra. Tenemos que usar
sólo utensilios hechos por nuestras manos, aunque nos lleven más
tiempo hacerlos. Nos hemos vuelto cómodas. Algunas de nuestras hijas
no saben hacer un cesto… ¿Qué va a pasar con el legado de nuestra
sangre?
Ese fue el comienzo de una lucha por subsistir y no disolverse como
pueblo. El camino ya había sigo marcado por los abuelos. Ahora le tocaba
el turno a esa hermosa generación.

La canoa perdida y el pequeño niño


Por el Onashaga ingresó un fuerte viento del este que puso en actividad el
campamento. Les llamó la atención ver señales de humo. Esta forma de
comunicarse había quedado en desuso por la presencia de los blancos.
—Debemos prepararnos. Hay que ir a ayudar a esos yaganes –dijo uno
de los abuelos.
Con rapidez prepararon sus canoas con todo lo necesario y se
dispusieron a navegar rumbo a la isla donde estaban los hermanos que
tenían problemas.
Al acercarse vieron varias personas que les hacían señas. Hacer tierra,
debido a las rocas y al mal tiempo, fue muy complicado.
Se trataba de Yalapatensis, un viejo amigo, y su familia.
—¡Las ráfagas del itar, el viento del este, se llevaron una de nuestras
canoas! Sabíamos que Watauineiwa nos mandaría ayuda. Pues de no ser
así, no salíamos de esta… —dijo el hombre y bajó la voz para hablar sólo
con Asenewensis.— Tenemos un yarumatía, un pequeño bebé que
debemos cuidar.
El anciano había notado que una de las mujeres llevaba un cordón
umbilical colgado del cuello. No cabía dudas de que en esa choza
descansaba un recién nacido. Tenían que solucionar el problema de esa
gente lo más pronto posible.
La canoa perdida iría hacia el oeste, empujada por el viento. Era
necesario localizarla antes de que entre a la bahía de Ushuaia.
Llevando a Alapainch con ellos, partieron en abanico para tener más
posibilidades de verla. Con un esfuerzo descomunal, lucharon contra las
olas de espuma blanca que los envolvían y les daban latigazos. Cuando el
agua los elevaba, podían ver a lo lejos a sus compañeros.
—¡Allá va la canoa! –gritó un hombre y todo el grupo sonrió con
optimismo.
Al no tener peso, la canoa se había trabado entre las algas.
Como el viento no calmaba, decidieron hacer tierra para reponer
fuerzas, llevando la canoa recuperada.
En la orilla armaron un akar, un refugio provisorio para secarse.
Tiritaban de frío con los cuerpos empapados de agua salada. El buen
fuego reconfortó a los intrépidos navegantes.
Sabían que el clima cruel se mantendría. Para regresar a la isla,
deberían luchar otra vez contras las grandes olas. Las mujeres, los niños y
el bebé los necesitaban. Todos juntos pasarían una noche menos helada.
Sin frío, ya con los cuerpos secos, se dispusieron a emprender la
peligrosa travesía. Dispusieron las canoas en fila, para no perder el rumbo
ni separarse.
Al principio el mar no parecía tan imponente, pero luego de un tiempo
comenzó a mostrar su furia y las estruendosas olas tomaban dimensiones
descomunales. En ese momento, nuestros yaganes, pensaron en cambiar
el punto de referencia que se habían trazado, pero al mirar la costa y
comprobar que regresar implicaba recorrer una mayor distancia, se
encomendaron a Watauineiwa y continuaron el difícil viaje.
Lucharon incansablemente y, por momentos, la tarea parecía no tener
fin. De repente, divisaron a lo lejos el fuego de aquellos hermanos, que los
esperaban ansiosos y con los dientes apretados, muy conscientes del
riesgo que corrían los valientes navegantes.
Se internaron lentamente en la bahía que los refugiaba, sabiendo que
no podían equivocarse porque estaban demasiado cerca de las filosas
piedras. Una vez más, la fortuna estuvo de su lado. Al llegar a tierra firme,
la alegría, los abrazos y los mimos, hicieron que se olviden, por un rato, de
ese mal tiempo que tanto los había hecho sufrir.
Yalapatensis, el dueño de la canoa recuperada, sin esconder su alegría
por la gran ayuda brindada, los invitó a quedarse en la isla, a compartir
sus alimentos y les ofreció todo lo necesario para pasar la noche.
Llegó el momento de relajarse y de disfrutar del fuego. Las mujeres
pusieron sobre las brasas pescados y carne de lobo marino, para
agasajar a los hombres. Cuando el anochecer se acercaba, una
muchacha se dirigió hacia ellos con una bolsa de cuero que contenía
grasa de lobo. Sobre valvas de cholga la calentaron y los hombres
bebieron el delicioso aceite para combatir el frío.
Con los estómagos llenos, el sueño comenzó a invadirlos. Con el
campamento en calma, se fueron a dormir, sin saber qué nuevas
aventuras les deparaba el día siguiente.
El nuevo amanecer llegó con un hermoso sol; Lam estaba
resplandeciente. Temprano se comenzaron a preparar para cruzar el
Onashaga.
Después de comer, y habiéndose asegurado de que sus hermanos se
quedaran con todo lo necesario, partieron para encontrarse con sus
familias en Uceniaka. El grupo de Yalapatensis, en unos días tomaría el
mismo rumbo. Asenewensis y sus compañeros iban a tener la
oportunidad de mostrarse hospitalarios. Se despidieron con la promesa
de verse pronto, en el suroeste.
Navegaban con alegría y ansiedad por ver a los suyos. Charlaban sobre
el rescate y sobre aquel pequeño bebé que tanta ternura les despertaba.
En esa época, los nacimientos eran tan pocos entre nuestros yaganes,
que cuando ocurría uno se convertía en todo un auténtico acontecimiento.
Disfrutando del paisaje, llegaron tranquilos a Kumbutu.
Fueron recibidos como verdaderos héroes. Por las condiciones del
tiempo, haber vuelto con vida era toda una hazaña. Les ofrecieron comida
y las acostumbradas atenciones.
—¿Qué les sucedió a esos yaganes? –preguntó una de las mujeres y
todos se quedaron expectantes porque sentían una gran curiosidad.
En medio de la emoción de aquella charla, vieron acercarse, desde el
bosque de coihues, al anciano Waihts, acompañado por un par de
muchachos, trayendo en sus brazos varios trozos de corteza. La grata
sorpresa emocionó los corazones de aquella gente ruda y sufrida. Nadie
decía una palabra pero todos observaban pensando en cómo, ese
hombre entrado en años, ciego desde hacía un tiempo, podía tener tanta
esperanza en las jóvenes vidas, tantas ganas de luchar por sus raíces.
Aunque hacía un tiempo que la fatalidad le había impedido disfrutar de los
hermosos colores de la naturaleza, estaba dispuesto a enseñar a los
muchachos, usando el tacto, las palabras y la imaginación.
—La tristeza más grande que tengo en el corazón es no poder disfrutar
del paisaje hermoso de nuestra tierra, de los cambios de tonalidades de
nuestros bosques y de Lam, el sol que nos calienta el cuerpo cuando
vamos navegando y vemos el reflejo de nuestra sombra en ese mar tan
azul que parece no tener fondo.

Con rumbo al suroeste


El tiempo siguió su marcha, y llegó el momento de abandonar Kumbutu.
Los ancianos deliberaron y decidieron tomar rumbo hacia el oeste,
haciendo tramos cortos. Su próximo campamento sería en Asashuaia17.
Apagaron los fuegos y emprendieron el viaje. Sin contratiempos llegarían
con luz suficiente como para acondicionar bien la nueva chistakaku18.
Como los acompañaba el buen tiempo, le dieron el gusto a los niños y
les permitieron usar las pequeñas canoas para un solo ocupante que ellos
habían confeccionado.
—Dejemos que los niños junten experiencia acompañando al grupo en
sus canoas. Deberemos navegar al ritmo de los jóvenes y tendremos
tiempo de juntar mariscos y atrapar algunos peces –dijo uno de los
ancianos.
Al adentrarse en la pequeña bahía, pudieron observar varias bandadas
de kimoas, y para nuestros ancestros, eso era un buen augurio. Luego,
esos caiquenes, detuvieron su vuelo para alimentarse de algas.
Nuestros yaganes llegaron a tierra y los niños presumieron de sus
canoas. Después de tanto tiempo en el mar, al poner los pies en el suelo
de lo que sería el nuevo campamento, los pequeños no paraban de
corretear entre ellos.
Al comenzar el verano, los días se alargaban y todo se cubría de verde.
Hasta el ánimo de nuestro yaganes cambiaba.
Una vez listo el campamento, las mujeres, aprovechando la marea baja,
fueron a recolectar mariscos y llenaron sus cestas de juncos con cholgas,
choritos y lapas. Así aseguraron la comida de esa noche.
Mientras esperaban a los que habían salido a pescar, las mujeres
cocinaron sobre las brasas los mariscos recolectados, para que los niños
vayan saciando su hambre. Siempre era costumbre atender primero a los
niños, debido a que ellos eran su razón de vivir. Los padres pasaban gran
parte del día jugando y compartiendo con sus pequeños. Las familias que
no podían tener hijos, se consideraban castigadas por Watauineiwa;
sentían que su existencia iba a ser amarga y triste. Las parejas yaganes
de antaño buscaban tener la mayor cantidad de hijos posible, y no sólo
por la prosperidad de su sangre; los niños eran la alegría de hombres y
mujeres. A nadie le importaba las complicaciones que pudiera ocasionar
el tener más bocas para alimentar.
Todo marchaba con calma en la chistakatú.
Sus preocupaciones eran tener buen fuego y abundante comida.
Algunas mujeres aprovecharon el momento para aconsejar a las
muchachas sobre la confección de cestas de juntos. Los abuelos
procuraron seguir inculcando en los jóvenes, la destreza para manipular
las cortezas.
Al volver los pescadores, la buena fortuna se dejaba ver en sus rostros.
Se entusiasmaron tanto pescando que habían perdido la noción del
tiempo. Traían muchos pescados y se dispusieron a cocinarlos.
Los niños, después de haber comido los mariscos, siguieron con sus
saltos y sus juegos. De pronto, se escuchó a lo lejos el llanto de un
pequeño. Al parecer había ocurrido una pelea y los padres intercedieron
para calmarlos.
Los pescadores llamaron a todos a comer aquellos jugosos róbalos. Se
reunieron alrededor del fuego y entablaron la charla. Los niños pidieron a
los abuelos que contaran la historia del padre del sol.
—Taruwalen, el padre de Lam, era un hombre muy malo. Se divertía
quemando nuestro bosque y nadie lo quería. Era arrogante y de muy mal
carácter. Un día, las mujeres se revelaron ante sus muchos atropellos y
juntas intentaron estrangularlo, pero no pudieron lograrlo debido a su
enorme poder. Taruwalen se fue lejos, al más allá, cerca de la cúpula
celestial. Luego de su partida todos volvieron a ser felices. En su lugar
quedaron sus makús, sus hijos Lam y Akainix, el sol y el arco iris. A
diferencia de su padre, los dos eran muy bondadosos. Lam los recibía con
el alba y los despedía en los atardeceres. Y cada mañana, cuando el
aparecía, todo el mundo estaba contento. Su hermano, Akainix, además
de ser muy bueno, era muy hermoso y sabía pintarse mejor que cualquier
yagán. Usaba unos colores tan bellos y variados que era un verdadero
placer admirarlo. Hánuxa, la luna, era la esposa de Akainix. De la unión de
ambos nació su hijo, Yai, quien en
ocasiones suele aparecer al lado de su padre, como un pequeño arco
iris que no vemos con mucha nitidez –contaba uno de los abuelos.
A pesar del entusiasmo con que escuchaban la historia, ayudados por
el calor del fuego y la calma, los más pequeños se fueron sumiendo en un
profundo sueño.
El día siguiente los sorprendió un háani, un viento del norte que silbaba
entre los árboles. El grupo de Asenewensis comenzó a moverse: había
que reavivar los fuegos, que estaban reducidos a cenizas, y buscar agua
fresca del río. Todos se encargaban de alguna tarea sin que sea necesario
que alguien diera órdenes. Nadie haraganeaba en el campamento;
hombres y mujeres siempre trabajaban a la par y juntos tomaban las
decisiones importantes para la comunidad.
BUSCANDO UN YEFACÉL
Cuando nuestra gente se preparaba a partir, fueron sorprendidos por el
ladrido de los perros. Como no se veía nada en las cercanías, imaginaron
que los extraños se acercaban por el mar. Dos de los hombres, para
ampliar el radio visual, se dirigieron, uno a la península, y el otro subió a
un risco. Al llegar a la cima, empezó a reír e hizo señas a los demás
indicando que no había nada de qué preocuparse. Se trataba de su viejo
amigo Yalapatensis y su familia.
Se saludaron y la alegría fue mutua. Como si fuera necesario seguir
agradeciendo a sus amigos por el rescate de la canoa, traían unos
cuantos peces. Con el permiso de la gente del campamento, los
colocaron sobre las brasas.
Habían venido orillando la costa desde Ushpasún para encontrarse con
ellos, porque necesitaban que un yecamush le asigne un yefacél, un
espíritu protector para el pequeño bebé, y el abuelo Masemikens era
conocedor de estas artes.
Llevaban tanto tiempo sin un bebé entre ellos, que las mujeres del
campamento no paraban de mimarlo. La criatura era disputada por
decenas los brazos y todas querían darle cariño. Las mujeres entradas en
años parecían rejuvenecerse al cargar al pequeño con ternura, soñando
con un futuro con esperanza, un futuro no tan oscuro como por momentos
se lo imaginaban.
En ese entonces, el viejo Masemikens era uno de los dos hechiceros
que quedaban en la tierra yagán. Para los yaganes era sumamente
necesario que a cada bebé se le asigne un espíritu protector antes de que
los invada un espíritu maligno. El abuelo les dijo que primero calmarían el
hambre y luego harían la ceremonia.
Estos acontecimientos eran tan aislados que cuando ocurrían
inspiraban a los mayores a contarles a los jóvenes sobre el pasado yagán.
Y la alegría que provocaba estos eventos daba paso a sus hermosos
juegos de contexto natural y muy variado. La mayoría de ellos copiaba los
movimientos de una gran cantidad de las especies de la fauna que
habitaba en el Onashaga.
Después de la comida, el yecamush tomó a la criatura y la llevó a una
choza. Ejecutó el ritual para asignarle un espíritu protector y salió con el
pequeño en brazos.
—Pueden estar tranquilos. ¡Este bebé está protegido!— dijo
Masemikens con una fuerte voz.
Todo el campamento festejó y el niño fue entregado a sus padres. Ellos,
en agradecimientos, le dieron distintos obsequios. El hechicero aprovechó
la oportunidad y reunió a todos alrededor del fuego para contarles lo que
acababa de hacer.
—Los yafecél son nuestros espíritus protectores y siempre, desde el
comienzo de los tiempos, a cada uno de nosotros, un hechicero nos
asigna uno. Estos espíritus nos protegerán toda la vida y evitarán que
caigamos en desgracia.
Masemikens cedió la palabra a Asenewensis, para que contara alguna
otra leyenda de nuestra gente.
—Los hermanos Yoalox, quienes nos enseñaron a sobrevivir en nuestra
tierra, dijeron que jamás debemos tirar los desperdicios de comida al mar.
Por eso, procuramos no comer cuando viajamos en nuestras canoas. Y
cuando el hambre es muy fuerte, y los viajeros deben alimentarse,
siempre hay que quemar los desperdicios. De no ser así, los Yoalox nos
enviarán un castigo –dijo el abuelo.
Yalapatensis, como recién llegado al grupo, pidió la palabra y se la
concedieron con gusto.
—Para mí es una alegría haberlos encontrado y ver a todos escuchando
en silencio a los sabios abuelos. Aprovechando este momento y con el
permiso de mis hermanos, voy a contar la historia de Hanúxa, la luna, una
mujer tan hermosa como su esposo, Akainix, el arco iris. Hanúxa posee
un poder incomparable. Nuestros ancestros cuentan que cuando está
muy delgada19, concibe una hija. Esta bebé va creciendo en su vientre
hasta dejarla totalmente redonda20. En ese momento,
su hija nace, y ella vuelve a enflaquecer21. Por último, Hanúxa muere,
haciéndose invisible.22 Su hija ocupará el lugar de su madre en el cielo y
se volverá la nueva Hanúxa y tendrá una hija y morirá. Y su hija se volverá
la nueva Hanúxa y volverá a parir y a morir. Y así, por siempre brillando y
muriendo en la oscura noche.
Masemikens, el yecamush, contó a los más jóvenes sobre los
haucellas, los espíritus malignos, cómo deben protegerse de su maldad y
qué pasaría si se enfrentaran a uno. También habló de los hánnus y de los
lakumas, los espíritus del bosque y los espíritus del agua.
Hablaron un par de abuelos más y nuestros yaganes estaban casi
vencidos por el sueño. Se fueron a dormir con las mentes despejadas de
preocupaciones y colmadas de leyendas. Cerraron los ojos pidiendo a
Watauineiwa que el día siguiente los reciba con buen tiempo.
DÍAS MUY ENTRETENIDOS
El siguiente amanecer los encontró realizando sus quehaceres: algunos
buscaban agua, otros preparaban los fuegos y algunos hombres decidían
sobre la nueva partida, dejando en manos de los ancianos la decisión
final. Varios abuelos pensaban en un viaje corto –como fueron las últimas
excursiones– rumbo al oeste, donde abundaban las bahías para pescar.
Todos apoyaron la decisión de los expertos abuelos y decidieron levantar
un nuevo campamento en Usín23. Si el tiempo los acompañaba, llegarían
a Woruta, una bahía protegida donde hacía mucho que no iban.
Con el rumbo resuelto, emprendieron el viaje todos juntos. La familia de
Yalapatensis decidió unírseles en la travesía.
Avanzaban en una llamativa tranquilidad. No había vestigios del grupo
de yaganes del sudoeste que desde siempre rondaba esas aguas.
Empezaron a imaginar que sus hermanos habían sido atacados por los
hombres blancos.
Con total cautela, se dirigieron hacia la boca del Yagashaga. Faltaba
poco para llegar a Worutawaia24, cuando vieron a lo lejos, en la costa
norte del Onashaga, señales de humo. Eso los tranquilizó porque sabían
que se trataba de un campamento yagán. No observaron nada en la zona
costera y alinearon las canoas para aumentar el ángulo visual.
Al hacer tierra, una bandada de kimoas, les dio la bienvenida. En la
bahía observaron la vegetación, un conchal, el bosque cercano y no había
ninguna señal de algún asentamiento reciente.
Comenzaron a armar sus viviendas y a hacerse de lo imprescindible
para pasar unos días allí. Luego de establecerse, un grupo salió en busca
de alimentos y dejaron a los abuelos entretenidos con las correrías de los
niños. Los más grandes les pidieron a los ancianos que los deleiten
contando historias y leyendas.
El anciano Waihts, quizás por el estilo de vida más apacible al que lo
obligaba la ceguera, era siempre el primero en dar el gusto a los
jovencitos.
—¿Ustedes saben la historia de túwuk, la garza bruja?
—¡No!— contestaron al unísono los niños.
—Cuando alguien escucha el grito de túwuk, quiere decir que pronto
será visitado por un amigo muy querido. En los días siguientes, el amigo
se acercará por la dirección donde se dejó escuchar el ave. Por eso el
túwuk es un animal tan apreciado por nosotros.
Luego del cuento, un abuelo les propuso a los niños jugar al talaiamasa.
Mientras tanto, Asenewensis se dirigió a su choza y regresó con un trozo
de cuero de nutria, bien curtido, que serviría de venda. Comenzó el juego.
El que tenía los ojos tapados debía reconocer por el tacto quién era la
persona que estaba tocando. Uno a uno se fueron pasando la venda y las
carcajadas se escuchaban a gran distancia. Así, disfrutando de la
diversión, fueron sorprendidos por las mujeres que regresaban con las
cestas llenas de amaim, esos frutos silvestres que de inmediato
repartieron entre todos, y se unieron a la gran felicidad del campamento.
De pronto, una gran bandada de cachañas apareció. Los niños
corrieron de árbol a árbol para tratar de verlas mejor.
Estaban todos tan a gusto, que no se habían percatado de que el grupo
de cazadores ya había hecho tierra y se dirigía hacia ellos. Desde lejos se
veía que la cacería había sido buena: traían dos nutrias y muchos róbalos.
Algunos fueron a ayudarlos y otros avivaron el fuego. Tenían por
costumbre contar sus aventuras luego de cada incursión, cosa que para
los que se quedaban en el campamento, era sumamente interesante.
El grupo entero estaba contento con Watauineiwa. Para un pueblo que
en muchos períodos de su vida se enfrenta a grandes hambrunas, saber
que esa noche no iban a pasar hambre, era casi todo.
Mientras los recién llegados descansaban, algunos se pusieron a
cuerear las nutrias, que debían orearse para el día siguiente, y se
encargaron de los desperdicios, para que no vayan a dar mal olor en el
campamento; otros, más ansiosos y hambrientos, se pusieron a preparar
algunos róbalos para cocinarlos más tarde.
Alapainch, por propia elección, se encargó de cocinar los peces sobre
las brasas. El buen tiempo los acompañaba y todos, al terminar sus
tareas, se iban agrupando alrededor del fuego. Una de las mujeres dijo
que tenía sed, y recién ahí se percataron de que nadie había buscado
agua. Un hombre se ofreció, cuando ya la noche se hacía presente.
Comieron los róbalos y dieron el día por concluido, no sin antes
agradecer a Watauineiwa por otro día más en esta hermosa tierra, y
escuchar algunas historias llenas de magia, contadas por los abuelos, al
resplandor de las llamas.
La vida de nuestros yaganes transcurría sin sobresaltos, pero las
noticias tristes seguían llegando. Cada vez estaban más acorralados y
lugares que en el pasado pertenecían a sus ancestros, ya no formaban
parte de su amado territorio. En Wulaia se había establecido una nueva
misión, que los blancos llamaban Douglas.
LA EXPEDICIÓN
El hanislús, el otoño, comenzaba a hacerse presente y las hojas de los
árboles teñían de rojo el bosque. Nuestra gente se preparaba para
afrontar la época más dura. Las reservas de aceite y grasa de lobo y
ballena eran una necesidad que ya tenían prevista. Luego de algún
varamiento, enterraban en los turbales la grasa de las ballenas, para la
época invernal. El hostil entorno los obligaba a ser previsores.
Una mañana, cuando ya habían caído las primeras nevadas otoñales,
partió un grupo de yaganes de Awaiakirrh –una bahía al oeste de Usín–,
en un largo viaje hacia el sur de la isla Pomegashaga25, con el propósito
de traer unas reservas de grasa que tenían enterradas después del último
varamiento. En el grupo iban Masemikens, Alapainch, Asenewendis y
Karrupakó le kipa (una mujer de origen Kaweskar). Los voluntarios debían
salir muy bien preparados porque al llegar tendrían que hacer noche.
En medio de esa aventura, el frío y las grandes olas que apagaron el
fuego que llevaban en su canoa, los vencieron. Cansados y mojados,
fueron obligados a hacer tierra en Ukika –un paraje más allá de Uspashun
— para secarse y calentarse.
Con los cuerpos aletargados por el intenso frío, encendieron un fuego,
comieron algo del aprovisionamiento que llevaban y se dispusieron a
planificar el resto del difícil viaje. Sabían que sólo les quedaba el último
esfuerzo: cruzar el estrecho canal que los separaba de Pomegashaga. La
distancia no era mucha pero era peligroso adentrarse al mar sin acalorar
bien sus cuerpos.
Antes de volver a navegar, hicieron una gran fogata, sin preocuparse por
si alguien no deseado pudiera detectar su presencia; lo importante en ese
momento era recuperarse para volver a la canoa.
No podían regresar sin las reservas de grasa. El mal tiempo recién
comenzaba y la supervivencia de todo el grupo dependía de la suerte de
los aventureros.
Mientras tanto, en el campamento de Usín, los yaganes se encontraban
reunidos junto a una gran hoguera. Pedían a Watauineiwa que trajera a
salvo a los intrépidos viajeros. Algunas mujeres atendían a los niños y
repartían las preciadas reservas de aceite de lobo marino que quedaban.
Aquel otoño abrupto les permitió presagiar un invierno duro, y las
precauciones no estaban de más.
Los viajeros, con el cuerpo caliente y el ánimo reconfortado, cruzaron el
canal. A medida que avanzaban, la brisa marina iba transformando en
hielo la superficie del agua que golpeaba ambos lados de la canoa.
Tiritando de frío llegaron a la costa para encender de nuevo una gran
fogata y armar un refugio para pasar la noche.
Luego, se adentraron en el bosque de hanís, una arboleda de lengas,
hasta llegar a una laguna en cuya orilla habían enterrado, ya hacía un
tiempo, los trozos de grasa de ballena. Grande fue su sorpresa cuando se
dieron cuenta que había mucha más grasa de la que recordaban.
Era tal la abundancia que apenas pudieron cargar los trozos hasta el
refugio. Llegaron tan cansados que no tenían apetito. Acomodaron unas
brasas en la choza y se dispusieron a dormir. Sus cuerpos y sus mentes
tenían que recuperarse para el duro regreso.
Al día siguiente, con los estómagos llenos, emprendieron el viaje de
vuelta a Usín. De tanto pensarla, la travesía parecía cada vez más
complicada. Intentarían no detenerse en ningún lugar porque su gente
necesitaba con urgencia el alimento.
Los muchos pedidos a Kalaiexen fueron escuchados. El clima mejoró y
Lam, el sol, aunque no se dejaba ver por completo, les regalaba el
resplandor de sus rayos.
Cuando llegaron a destino, la gente los esperaba en la playa contenta, y
los niños jugaban con la nieve.
Con las reservas suficientes, sumado a lo que se podía recolectar y
cazar, ese invierno nuestros hermanos no perdieron mucho peso. Como la
época de las nieves fue larga, la primavera casi no se notó. Fue una
temporada difícil, pues, debido al clima poco común, algunas de las aves
migratorias no aparecieron, y debieron rebuscársela con lo que tenían a
mano, como hongos de árboles y raíces.
Siempre en los peores momentos que les tocaba vivir, aparecía ese
espíritu comunitario que distinguía a nuestra gente.
UN CALUROSO VERANO
En el verano, comenzó a correr la voz de que Gusinde, el hombre blanco
que los quería ayudar, se encontraba en Ushuaia.
El clima del archipiélago iba mejorando, lo que alegró a todo el grupo de
Asenewensis.
En esos días, llegaron al campamento ubicado en Wulaia, un grupo de
yaganes provenientes del sudoeste, quienes traían noticias sobre
Tushkapálan y sus alrededores. Habían estado en Lapatahia y navegaron
cerca de Wiyinwaia26. Este grupo era liderado por Ashikensh, un
yecamush que de joven había presenciado la matanza de Wulaia según la
transmisión oral de nuestro pueblo. Nuestra gente no tenía confianza en
sus intenciones, ya que, Ashikensh, poseía mala fama entre los yaganes.
Invitaron al grupo recién llegado a acercarse al fuego y calmar el
hambre. Luego siguió una larga charla, en la que aquel anciano demostró
que ya no era el mismo de antes. Los recién llegados contaron lo que
vieron en Ushuaia: docenas de viviendas de gran tamaño, varias canoas
gigantes en la bahía y muchos más blanco viviendo en esa zona.
—Por eso silenciosamente volvimos por este rumbo. ¡No podíamos
arriesgarnos a que nos descubran!
—¿Vieron a algún otro yámana en el camino hasta aquí?— preguntó un
anciano.
—No. Sólo divisamos a lo lejos un grupo ubicado en Yendegaia, y otro
más distante aún, que pensamos podían ser kaweskar. Los blancos son
cada vez más y nosotros somos cada día menos. ¿Dónde iremos a parar?
— dijo con tristeza Ashikensh.
Continuaron charlando por horas, hablando sobre el pasado, el
presente y el preocupante futuro.
—¿No van a armar su akar, su choza para pasar la noche?— preguntó
una de las mujeres.— Estos niños deben descansar. ¡Miren sus caritas!
—Pensábamos seguir viaje hasta el Yecushín–dijo una de las mujeres
del otro grupo.
— Descansen un día. ¡Ese viaje es tormentoso y largo!
Aceptaron quedarse una noche. Todos ayudaron a armar los refugios.
Siempre era grato ver rostros distintos, lo que permitía escuchar otras
opiniones sobre los problemas que aquejaban a todos los yaganes.
Con el nuevo amanecer, los visitantes partieron hacia el Yecushín,
después de haber compartido lindos momentos con el grupo de
Asenewensis. Su objetivo era alejarse lo más posible de los hombres
blancos. Movidos por la curiosidad, habían tenido ocasión de verlos, y no
les había gustado en lo más mínimo la forma en que vivían. Los espíritus
errantes de estos yaganes no les permitían resignarse a su próximo final.
Durante unos días más de total tranquilidad, nuestra gente continuó en
el Yagashaga. Reinaba el buen tiempo y todavía encontraban allí los
recursos necesarios para subsistir. Mudaron el campamento a la bahía de
Akaraia, que les brindaba mayor protección contra el inalumhúsa, el bravo
viento del oeste.
A esta altura del año, el archipiélago recupera su verde tonalidad. Como
el invierno se extendió, una vez retirada la nieve, aparecieron cantidades
descomunales de ratones. Estos animales eran vistos por los
antepasados como un mal presagio.
Con el correr del tiempo todo fue volviendo a la normalidad.
Los largos días permitían a nuestros yaganes distenderse más de lo
habitual. Lam, el sol, en ocasiones calentaba tanto que se divertían
bañándose en las aguas frescas del canal.
Así de felices debieron vivir nuestros ancestros: sin preocupaciones ni
miedos, disfrutando de la belleza del entorno en que respiraban.
El anochecer los encontró reunidos alrededor del fuego. Un anciano
comenzó a narrar una de las leyendas del pueblo yagán. El resto de los
presentes escuchaba guardando un respetuoso silencio.
—Los hermanos Yoalox, que enseñaron al pueblo yagán a subsistir en
estas tierras, fueron los creadores de nuestras armas y herramientas, y
nos enseñaron a usarlas para que seamos diestros cazadores. Los Yoalox
eran muy inteligentes y viajaron por innumerables lugares. Vivieron hace
muchos años y todos nuestros conocimientos se los debemos a ellos.
Después otros abuelos contaron más historias, hasta que la noche trajo
al sueño y se fueron dispersando en busca de sus refugios para
descansar.
Desde muy temprano, el nuevo día llegó acompañado de calor.
Nuestros hermanos decidieron entretenerse con el skínaski, esa fiesta
que se realizaba en los momentos de plena alegría como una manera
especial de agradecer al ser supremo tantas satisfacciones. Ese día
jugarían al kálea. Para este juego se inflaba el estómago de un león
marino, se lo golpeaba y salía rebotando de manera irregular, lo que le
daba mayor diversión y disfrute.
Cuando se podía, pasaban largas horas entreteniéndose, hasta que
llegaba, nuevamente, el momento de ganarse el sustento.
El espíritu del yagán era errante y libre. No les gustaban las diferentes
misiones europeas donde los querían llevar a vivir, porque el orden de la
jornada que allí manejaban les era totalmente desconocido y tedioso.
Los días en aquel campamento habían terminado. Comenzaron a
preparar todo para partir a un nuevo lugar. Los niños, que compartían el
espíritu aventurero de los mayores, después de unos días en un mismo
lugar, comenzaban a aburrirse. Al ver los preparativos, los jovencitos se
llenaron de alegría.
Ubicada en la salida norte del Yagashaga, Leiwaia sería el nuevo
destino. Al llegar allí, un grupo saldría de inmediato a pescar. Los
hermosos días de diversión habían tenido sus consecuencias y
necesitaban alimento. En esa zona había grandes rocas y cuando la
marea bajase, podrían recolectar moluscos.
El cambio del paisaje les producía un refresco espiritual y los ánimos
del grupo se tornaban más positivos. En la vida de los yaganes, la madre
naturaleza tenía un gran poder.
Algunas mujeres, alegres por el cambio, salieron a juntar mariscos, y las
restantes se quedaron en el campamento cantando, contagiadas por la
alegría general.
El período del akuerum todavía no acababa. Aprovechando el buen
tiempo, Masemikens y Asenewensis, decidieron ir al bosque. Traerían
corteza para continuar con las lecciones de construcción de ánan, las
canoas, que les venían dando a niños y muchachos. Debido al hermoso
verano y al calor intenso que hubo en algunas ocasiones, la tarea se
había postergado. Mientras elegían unos buenos coihues, los ancianos
charlaban entre ellos.
—¿Por qué estará tan caluroso? –dijo Asenewensis.
—Watauineiwa debe tener frío –contestó Masemikens.
La humedad debajo de los coihues era el hábitat predilecto para los
molestos mosquitos. Los ancianos se apresuraron a cortar la corteza para
salir lo antes posible de esa maraña de insectos que los torturaba.
De regreso en el campamento, la llegada de los abuelos dio comienzo a
las riñas de los niños. Todos querían ser los primeros en elegir una buena
ubicación para presenciar aquellas clases ancestrales de confección de
canoas. Las mujeres, que llegaron de recoger mariscos, ayudaron de
inmediato a los abuelos, para calmar el desenfreno de los pequeños.
El calor continuó y originó una gran lluvia en el atardecer. Los yaganes
tuvieron que refugiarse en sus chozas. Nadie quería pensar en las
desgracias que podían ocurrir si el mal tiempo sorprendía a los
navegantes mar adentro. Algunos reprochaban a Watauineiwa por enviar
la tormenta; otros, con más ternura, le imploraban para que proteja al
grupo de pescadores y los traiga a salvo.
En completa soledad, el yecamush Masemikens, ponía en práctica sus
conocimientos y su poder, pidiendo por sus hermanos. De pronto, las
nubes dejaron ver algunos rayos del sol. Al rato, el cielo comenzó a
despejarse, y el ánimo de nuestros yaganes volvió a ser positivo. La
intensidad de la lluvia menguaba y los reproches a Watauineiwa se
volvían agradecimientos cariñosos.
Cuando la lluvia estaba terminando, salieron todos de sus refugios y
pudieron disfrutar de Akainik, el hermoso arco iris, que vino acompañado
de su hijo Yai.
Nuestros yaganes se alegraron por aquel esplendor, pero seguían
preocupados. Si los pescadores no regresaban pronto, habría que enviar
otro grupo a rastrear la costa.
En un rojo atardecer, llegó el grupo en su totalidad, cargando
abundantes peces y con buen ánimo. El campamento entero festejó, ya
que estaban acostumbrados a las pérdidas, cuando el mal tiempo los
sorprendía.
Prepararon una gran fogata para ahuyentar el frío de los recién llegados
y poder cocinar algunos róbalos.
Con los estómagos llenos comenzó la anécdota de la temeraria
aventura que tuvieron que vivir.
—Nos fuimos alejando para buscar buenos lugares de pesca, ya que en
las bahías cercanas no había muchos peces. Sin darnos cuenta, al llegar
a una zona más provechosa, el entusiasmo nos fue llevando más y más
lejos, y fuimos sorprendidos por la lluvia. Al principio no le dimos
importancia, hasta que sentimos que nuestros pies comenzaron a
sumergirse en el agua. Ese fue un aviso de Watauineiwa para que
hagamos tierra y busquemos refugio. Bajamos de la canoa e hicimos
fuego bajo un frondoso árbol. Al rato intentamos regresar. Todo iba bien
hasta que nos encontramos con dos lobos marinos jóvenes. Desviamos el
rumbo para cazarlos, pero eran muy ágiles y no pudimos arponear
ninguno. Seguimos intentando sin darnos cuenta que se nos hacía la
noche. Al percatarnos decidimos suspender la persecución y emprender
de inmediato el regreso.
Poco a poco a nuestros hermanos les empezó a ganar el aka, el
reparador sueño, y un cielo muy negro los invitó a dormir.
A LA CAZA DE CORMORANES
Al levantarse temprano, al día siguiente, comenzaron a prepararse.
Querían partir a una isla lejana para cazar pájaros. Como seguía el buen
tiempo, podían navegar largos trechos sin demasiadas precauciones.
Desde hacía unos días, la mayoría de los ancianos había notado que
Asenewensis estaba triste. Como imaginaban el motivo, le propusieron
pasar por Shumakush. El viejo agradeció a sus hermanos la gentileza.
Llevaba mucho tiempo sin saber de su hija Catalina y de sus nietos.
Como no tenían apuro, comenzaron a navegar muy despacio y se
pusieron a cantar.
Al ir bordeando una pequeña isla, divisaron muchos pájaros. Después
de luchar contra una maraña de algas, hicieron tierra. Tenían la esperanza
de poder juntar algunos huevos. Una vez en los grandes nidales, debían
romper alguno para comprobar que no estaban maduros; de ser así, no
sacaban ninguno, para no interrumpir el ciclo natural.
En la isla no había huellas ni vestigios de la presencia de otros
yámanas; mucho menos de hombres blancos. Por lo visto, nadie se les
había adelantado. Comprobaron que los huevos no habían madurado.
Juntaron algunos de gaviota, de cormorán y de distintas especies, hasta
tener una cantidad interesante para repartir con sus hermanos. Sacaban
pocos huevos de cada nido porque nunca se llevaban muchos de una
misma especie.
Sabiendo que tenían tiempo, decidieron hacer un alto en Tkmana
Wolakirrh27, a orillas de un denso bosque de lengas. Armaron unos
refugios improvisados para comer y disfrutar de la mañana. Allí el verano
ofrece un paisaje de incomparable belleza, y cuando los días eran
calmos, innumerables lásix, numerosas bandadas de golondrinas
pasaban volaban bajo, atravesando los campamentos yaganes.
Los niños hacían de estos momentos una verdadera fiesta. Salían a
inspeccionar los lugares donde se detenían y buscaban con qué jugar. La
naturaleza siempre proveía de algo llamativo para cada ocasión.
Algunos muchachos fueron a buscar agua y las mujeres pusieron los
huevos a cocinar, teniendo especial cuidado en que no queden duros.
Los hombres charlaban sobre quiénes, en esa época del año, podían
encontrar en Shumakush. Después de comer partirían y llegarían muy
pronto a ese establecimiento.
Ordenaron sus canoas y acomodaron sus provisiones de huevos y
alimentos.
Navegando hacia Shumakush, en un lindo día, el paisaje dejaba ver su
atrapante belleza y en el mar las olas formaban un imperceptible
movimiento ondulante acompañado del burbujeo que producían los
remos. Varias parejas de álakus, de patos vapor, descansaban bajo el sol
como formando parte de una postal.
Dejando atrás cada bahía, nuestra gente avanzaba en silencio. El
orgullo que les producía saberse dueños del lugar les hacía palpitar los
corazones.
En esos días de calor, muchos chorrillos producidos por el deshielo
estaban secos y era más complicado conseguir agua fresca. Debían subir
las colinas para buscar los grandes afluentes y eso a nuestros hermanos
no les agradaba. El miedo a los hánnus, esos espíritus que acechan en
los bosques, les era inculcado desde niños.
Al salir de una pequeña bahía, divisaron las instalaciones de
Shumakush. La emoción de Asenewensis al saber que pronto iba a ver a
su familia querida, contagió a todo el grupo y se pusieron a cantar.
La marea estaba alta y pudieron atravesar sin problemas la zona de
algas. Desembarcaron y los ocupantes del establecimiento no se habían
percatado de su llegada. El abuelo se adelantó y fue rápidamente hasta la
casa grande.
—¡Bienvenido, Asenewensis! ¿Has venido solo? –dijo Nelly con alegría.
—Los demás están en camino. Me adelanté porque ansío ver a mi hija y
a mis nietos.
—Ella no está. Fueron a dar un paseo con los niños. Y Juan salió
temprano con los demás hombres a buscar leña.
En ese instante llegó el resto del grupo, también preocupados por la
soledad del lugar. Se dieron los acostumbrados saludos y los afectuosos
mimos. Nelly volvió a contar lo mismo a los otros yaganes.
—No sé cuánto tardarán en regresar. Antes del anochecer seguro
estarán aquí. ¿Hasta cuándo se quedaran ustedes con nosotros?
—Nos dirigimos a las islas a cazar pájaros. Necesitamos huesos de
cormorán porque nuestras mujeres se están quedando sin amís, sin las
leznas que usan para los tejidos. Planeábamos partir esta noche, pero
podemos esperar hasta mañana.
—¡Han llegado en buen momento! Tenemos carne de vaca y mis
hermanos anteayer carnearon un cordero grande.
Excepto por algunos zorzales que revoloteaban entre los arbustos, no
había movimientos en la estancia.
Al cabo de un momento, apareció en una pradera de hierba alta,
Catalina acompañada por sus hijos. Asenewensis se emocionó ¡Por fin
podía ver a su amada hija!
La mujer corrió a sus brazos como si fuera una niña pequeña. Se
abrazaron y se dijeron, entre lágrimas de alegría, lo mucho que se
querían.
Nacieron las primeras estrellas en el cielo y la noche comenzó a
mostrarse.
Algunos hombres empezaron a cocinar la carne que generosamente
Nelly les acercó a sus akar. Los abuelos preparaban antorchas para cazar
pájaros cuando la noche sea total.
Los perros del campamento comenzaron a ladrar y le respondieron dos
perros del establecimiento que se acercaban. No había nada de qué
preocuparse. El grupo de trabajadores estaba cerca y llegarían en
cualquier momento. Las mujeres se apresuraron a ultimar algunos
detalles para poder comer ni bien aparecieran. Los niños estaban
entretenidos chupando las uskex, el jugo dulzón de la flor de notro. Todo
iba saliendo como lo dispusieron.
Al llegar los leñadores se produjo un gran bullicio. Los cordiales saludos
inundaron el lugar.
Al terminar de comer, comenzó el skinaskí y con el fuego como
escenario central, las viejas leyendas yaganes cobraron vida, una vez
más. Todos hacían bromas, compartían y se divertían. Entre los presentes
se encontraban algunos blancos, familiares de Nelly, que disfrutaban de la
compañía de nuestros hermanos. El abuelo Waihts comenzó a contar la
historia de una antigua superstición.
—Cuando las lexuwas, las pícaras bandurrias, sobrevuelan nuestros
campamentos, las mujeres deben sostenerse las tapess, las tetas. Pues,
si no lo hacen, estas aves harán que se les pongan flácidas y se les
estiren hasta el suelo –en ese momento las carcajadas fueron generales.
Al terminar la leyenda, los hombres jóvenes, sabiendo que no podían
demorar más su partida, se aprestaron para partir, llevando consigo
algunas brasas para encender, luego, las antorchas. No debían navegar
muy cerca de las islas donde anidan las grandes colonias de pánas, los
negros cormoranes. Iban a realizar la difícil tarea de subir hasta la cima de
los acantilados. Al llegar al lugar decidirán quiénes suben y quiénes se
quedan esperando en las canoas. Los hombres del grupo que suba al
acantilado deben tener muy buena condición física. Una vez en la zona de
los nidales, a uno de ellos le atarán una correa a la cintura y lo irán
bajando lentamente, en absoluto silencio. Encandilará a las aves con su
antorcha y les morderá el cuello hasta dejarlas inertes. Luego, tomará el
ave y la tirará hacia abajo, donde estarán esperando sus hermanos,
anunciando su localización con otra antorcha. Si por alguna razón el ave
no hubiera muerto, se encargarán de ella los que están en las canoas.
Cuando las aves son suficientes, el grupo de arriba, los hombres que
sostienen en el aire al que cuelga, para evitar una tragedia, lo subirán con
cuidado, tratando de que las piedras filosas no corten la correa.
Así hicieron nuestros yaganes. Terminaron aquella ardua tarea con éxito
y volvieron a Shumakush.
En el campamento, los abuelos se pusieron a despellejar a los
cormoranes. De estas aves aprovecharían la carne, los huesos y las
plumas. Hirviéndolos es como mejor se deshuesan.
Todos cansados, después de tanto trabajo, se fueron a dormir.
Asenewensis recibió la mejor noticia que podría esperar: su hija
Catalina los acompañaría en su viaje hacia el este.
Al día siguiente, se despidieron de Nelly y los suyos, agradeciendo su
hospitalidad. Ella prometió avisarles de la llegada de Gusinde, en cuanto
regrese de Punta Arenas.
UN MAL MOMENTO
Esa mañana, el grupo de Asenewensis partió rumbo al este. Todos
estaban muy contentos y agradecían a Watauineiwa por la buena suerte
que habían tenido en la marna, la cacería de pájaros. El abuelo agradecía
especialmente el regalo de poder disfrutar de la compañía de su hija.
Planeaban hacer un viaje corto hasta Akakaia28 y acampar en ese lugar.
Al llegar, notaron que el pasto estaba alto. Esto significaba que no había
sido ocupado desde hacía un largo tiempo. Buscaron un sitio con reparo
para armar sus chozas.
Por regla general de estricta moral y creencias, nuestros yaganes, al
llegar a un nuevo lugar, lo primero que hacían era revisar bien toda el
área, porque no podían acampar cerca de ninguna gualapatugala, de una
tumba. Un caso similar ocurría cuando alguien moría, los abuelos
prohibían que se pronuncie el nombre de difunto y no estaba permitido
hablar de él, para no llenarse de tristezas.
Nuevamente asentados, los hombres aprovecharon para descansar
mientras las mujeres preparaban algunos cormoranes. Primero eran
hervidos en agua salada y, luego, para darles mejor sabor, los pusieron
unos instantes a las brasas. Los ancianos suelen encargarse de esta
tarea, ayudándose con unas tenazas. Si las aves son cocidas solo al
fuego, se secan y se ponen duras.
Reunieron a los niños para calmarles el hambre.
De pronto, unos muchachos que habían ido a buscar agua, volvieron
con una noticia terrible: una canoa grande, de color blanco, se dirigía
hacia el oeste y en breve pasaría delante del campamento.
Como sucedía en estas ocasiones, las mujeres tomaron a los niños y
rápidamente se internaron en la espesura del bosque. En el campamento
quedaron los hombres y los abuelos, quienes apagaron con cuidado el
fuego, y se dispersaron a lo ancho de la pampa que les ofrecía la bahía
para proteger a los suyos. Suelen esperar hasta el último momento, antes
de dejarse ver, porque los palalayamalin pueden pasar de largo. La gran
canoa blanca no mermaba el ritmo de navegación ni entraba en la bahía.
El grupo entero sentía una gran tensión, esperando que termine ese
trance que parecía una eternidad. Pedían a Watauineiwa que aleje esa
embarcación, sean buenos o malos, no importaba, ellos querían que los
blancos se alejaran.
Sus ruegos fueron escuchados y la gran canoa blanca pasó de largo,
sin percatarse de la presencia de los yaganes.
La alegría lentamente ingresó a los corazones y disminuyeron las
pulsaciones. Los pechos agitados fueron recuperando su ritmo normal. El
grupo de Asenewensis, a diferencia de otros hermanos, no estaban
acostumbrados a relacionarse con extraños y solo aceptaban a algunos
blancos con los que se trataban desde hacía largo tiempo.
El mal momento pasó y volvieron a juntarse en los restos del apagado
fuego. Un voluntario sacó su pedernal, con destreza empezó a quemar
una pelotita compacta de plumas, que siempre mantenían bien seca en
un yesquero de cuero. Sobre las cenizas comenzaron a encender el
nuevo fuego.
Las mujeres todavía no habían regresado. Guiadas por las abuelas,
tuvieron que caminar mucho por el bosque, para estar fuera de peligro.
Los hombres charlaban preocupados sobre la cantidad de canoas
misteriosas, de todos los tamaños, que se veían en el territorio yagán. Con
tantos hombres blancos hurgando sus costas, debían ser cada vez más
sigilosos.
Recuperados del susto, en común acuerdo decidieron continuar
navegando hacia el este. Querían cambiar de paisaje para olvidar lo
desagradable de este hecho.
Apagaron los fuegos y cuando se disponían a partir, repentinamente,
aparecieron en el cielo abundantes nubes negras. Se venía sobre ellos
una tormenta.
Por suerte, su destino estaba cerca. Planeaban acampar en Imiwaia,
una bahía más allá de Ukatush.
En medio del viaje cayeron las primeras gotas.
Llegaron al nuevo destino y los niños se largaron a explorar, siempre
vigilados por los ojos agudos de sus padres. Algunas muchachas se
acercaron a unos arbustos michay y se pusieron a comer sus dulces
frutos. Los ancianos, tratando de ocultar su preocupación, se sentaron
alrededor del fuego e intercambiaron opiniones sobre la confección de
yákus, las artesanales y filosas puntas de flechas. Unas mujeres,
aprovechando el momento de ocio, se pusieron a cambiar los caracoles
rotos de un collar.
Cuando la tarde llegó a su fin, nadie tenía ganas de navegar por ese
día, los hombres ayudaron a las mujeres en la recolección de mariscos.
—Quizás todo esto mañana cambie –dijo uno de los ancianos.
Después de que cada uno terminó con sus tareas, con el ánimo más
positivo, se reunieron en torno al pusáki, el fuego que iluminaba su
habitual manera de entretenerse. Esta vez, a pedido de las mujeres, el
esparcimiento tendría un condimento especial. Iban a hacer el kamatu, un
baile que tradicionalmente lo empezaban las mujeres y, luego, el resto del
grupo se sumaba a esa gran diversión.
Así, alejando las preocupaciones, finalizó el día.
Mañana seguirán rumbo a la tierra de los haush.
La vida de los yaganes continuó con ese deambular errante, teniendo
que ocultarse de las incursiones del hombre blanco en su territorio. En las
ocasiones en que eran encontrados, siempre todo terminaba mal:
muertes violentas y mujeres secuestradas. Las mujeres desgraciadas
perdían el interés por la vida, y sus maridos, amargados por los ultrajes y
todas las humillaciones recibidas, se refugiaban en el alcohol, que les
permitía, aunque sólo sea por momentos, olvidar el sufrimiento.
Finalizaban sus días en la más terrible de las desdichas y nada podían
hacer sus hermanos
para ayudarlos.
EL PRESAGIO DEL YECAMUSH (1920)
Un hermoso día a fines del verano, cuando el campamento se encontraba
en Imien, apareció desde Uceniaka un ánan con varios tripulantes. Se
trataba del viejo yecamush Ashikensh y su gente. Venían del archipiélago
de Yeckusin. Hicieron tierra en el campamento de nuestros yaganes y se
pusieron a conversar.
—Hace dos noches, Watauineiwa se comunicó conmigo en un sueño.
Me dijo que todos los yámanas se están juntando en Shumakush.
Mientras nos dirigimos hacia allá, vimos los fuegos del campamento de
ustedes, y decidimos descansar del largo viaje y contarles el presagio.
—¡No puede ser! Nelly nos dijo que nos avisarían de inmediato cuando
se juntaran allí –dijo uno de los ancianos.
—¿Ustedes sabían que se iban a juntar? –preguntó sorprendido el
yecamush recién llegado.
—Usted no estuvo en la reunión anterior, cuando conocimos a Gusinde
–dijo Masemikens.
—¿Quién es Gusinde? –preguntó contrariado Ashikensh.
Algunos ancianos le contaron en detalle todo lo ocurrido en la primera
reunión.
—Nosotros en esa época estábamos en Atduaya29. Tal vez por eso
nadie nos avisó nada –dijo Ashikensh.
Los dos grupos continuaron dialogando y coincidieron en que reunirse
con Gusinde podía ser una manera de salvar algo de lo suyo.
Decidieron que después de comer, se dirigirían todos juntos al sitio de
reunión, siguiendo los presagios de aquel yecamush.
Partieron desde el sur de aquella isla.
Algunos creían ciegamente en el presagio; otros, hasta no llegar a
Shumakush y ver a sus hermanos reunidos, no lo creerían. La ansiedad
se apoderaba de todos, mientras navegando sobre un canal espejado,
bajo un cielo desprovisto de nubes.
Pasó el tiempo y por fin, desde lejos, divisaron el establecimiento. La
emoción y el asombro fueron generalizados. Nuestros yaganes en sus
corazones albergaban la esperanza de pedirle al
Sr. Gusinde que los ayude a proteger lo poco que quedaba de su
hermosa tierra.
El panorama era el mismo que pudieron contemplar en la primera
reunión.
Con alegría, incluso los más incrédulos, tuvieron que reconocer los
poderes de aquel viejo yecamush.
—¡Parece que sólo faltábamos nosotros!— exclamó Asenewensis.
La gente de la estancia los recibió. Nelly ya estaba hablando con los
suyos en el galpón de esquila. Los encargados de recibirlos se
disculparon diciendo que llevaban un tiempo buscándolos en distintos
lugares y no podían dar con ellos. Todos los presentes habían lamentado
la ausencia de los dos grupos.
—El Sr. Gusinde se encuentra con nosotros desde anteayer.
Al oír esto, nuestros yaganes, se miraron con asombro. ¡Había sido
exacto el presagio del viejo hechicero! Con sonrisas en sus rostros se
dispusieron a caminar hacia el galpón.
Allí se terminaron las preocupaciones y se pusieron a escuchar a Nelly,
quien comentó su gran sorpresa por la presencia de Ashikensh, el viejo y
escurridizo yecamush.
En el lugar se encontraban presentes yaganes de los cinco territorios.30
Aunque no eran muchos, la convocatoria había sido mayor que el año
anterior.
La mujer les contó, a los últimos en llegar, que no debían olvidarse que
el europeo quería conocer a fondo el mundo espiritual de los yaganes y
que era muy conveniente para todos, porque era un tema que se tenía
bastante olvidado. Al concluir la charla, Nelly envió a buscar a Gusinde a
la casa grande. El investigador sabía de la necesidad de ella de ordenar y
predisponer bien a sus hermanos, y le concedió ese tiempo extra antes
de apersonarse ante ellos.
—Antes de comenzar, quisiera pedirles disculpas, pues mi llegada aquí
debería haberse dado hace unas semanas. Estando en Ushuaia me
percaté que me faltaban algunas cosas fundamentales que no podía
conseguir allí, y tuve que viajar repentinamente a Punta Arenas. Por esa
razón retrasé unos días esta reunión –dijo Gusinde.
Aquel hombre, con la ayuda de Nelly y algunos apuntes, en muy poco
tiempo había aprendido a comunicarse en hausikuta, la antigua lengua
yagán. Los errores que cometía y la dificultad que le ocasionaban algunas
pronunciaciones, provocó grandes carcajadas. El hombre lo entendió de
buena manera, eran risas sin malicia, y sonriendo continuó charlando.
—¿Cómo han estado? ¿Han pensado sobre nuestra charla anterior?
Con ansiedad, sintiendo cierto grado de confianza para con ese blanco
de voz suave (como lo habían apodado), todos querían ser los primeros
en contestar. Pero por respeto y costumbre,
los hombres de edad avanzada tenían prioridad. Fueron ellos los que
decidieron quién respondería. Eligieron a Asenewensis, quién en la
anterior reunión tuvo el valor de contestar primero, impulsado por su enojo
y sus temores.
—Hemos estado bien. Tenemos más problemas para trasladarnos en
nuestra tierra y muchas más preocupaciones. En algunas oportunidades
hemos hablado entre nosotros de la charla que tuvimos con usted, pues
sus palabras calaron muy hondo en nuestros sheskínes, en nuestros
corazones.
—Me alegra mucho que se hayan acordado de mí. ¿Han hecho algo de
lo que hablamos en aquella oportunidad?
—Usted nos ha ayudado mucho a hacerles ver a nuestros jóvenes la
realidad que nos toca vivir. Desde nuestra primera charla, hemos
empezado a recuperar algunas cosas de nuestros antepasados.
—¡Qué alegría que haya sucedido eso! Quisiera que me permitan
acercarme más a ustedes. Sé que son grandes personas y que poseen
mucha riqueza espiritual. Permítanme, por favor, conocerlos más a fondo.
En medio de esta amena conversación, algunos de los presentes
querían con ansiedad participar.
—Señor, ya que usted dice que quiere ser bueno con nosotros… ¿Por
qué no nos ayuda a conseguir que en algunos de los pocos lugares que
nos están quedando, los palalayamalin,
no puedan molestarnos más? – irrumpió en la charla, con tono efusivo,
Karrupakó le kipa.
—Sé perfectamente que cada día que pasa se sienten más acorralados
por la civilización.
Veo con mucho desagrado que, desde mi visita anterior, hoy hay más
asentamientos de blancos. Siento que debo ayudarlos en todo lo que esté
a mi alcance. ¿Han pensado ustedes en algún lugar que todavía se pueda
rescatar? ¿Un lugar donde puedan vivir?
—Los invasores están dispersos por todos lados, pero nosotros
tenemos un gran sueño. Hay un lugar hermoso y tranquilo en Uceniaka
que se llama Kumbutu. Allí pasamos la mayoría de nuestros días. Usted,
con su poder, ¿podrá lograr que nos dejen vivir en paz, por lo menos allí?
—No puedo asegurarles nada ahora, pero prometo interceder ante
quién corresponda para elevar su pedido.
Gusinde miraba a los yaganes, sorprendido por su inteligencia y
percepción. La petición de Karrupakó le kipa había concluido.
—Quiero quedarme un buen tiempo entre ustedes. Extraño mucho
aquellas hermosas charlas junto al fuego.
Los abuelos concedieron el honor de expresar su pensamiento al viejo
yecamush.
—Señor, usted no me conoce. Yo soy Ashikens, del grupo de yaganes
del oeste. Y quisiera hacerle una pregunta: ¿Sabe por qué cada vez
vienen más hombres blancos?
—Es para mí un gran gusto conocerlo. Lo mismo digo para todas las
caras nuevas que hoy vi por primera vez. Los blancos vienen a sus tierras
a ganarse la vida de diferentes formas. Algunos vienen a cazar animales
para vender sus cueros, otros buscan riquezas en sus playas o vienen a
criar animales... Se sienten impulsados a venir aquí por ambición.
—¿De dónde vienen? ¿Por qué vienen aquí, a nuestra tierra, a hacer lo
que usted dice? Nosotros no vamos a molestar a nadie a otros lugares.
Aquí, por designio de nuestro Watauineiwa, nos tocó nacer y morir, y lo
respetamos sin presentar objeciones.
—Ellos vienen de tierras lejanas donde son tantos, que no les alcanzan
los recursos. Y no sólo han llegado a la tierra yagán, se han dispersado
por muchos otros lugares.
—Nosotros confiaremos en usted, pero debe ayudarnos. Si usted es
sincero, también lo seremos nosotros. Queremos estar seguros que lo
que nos dice es la verdad –dijo Masemikens tomando la iniciativa.—
Tenemos entendido que ha estado preguntando por nuestras ceremonias,
por el chiejáus31 y por el kina32. Si está interesado, se las mostraremos.
Pero tenga en cuenta que jamás ningún blanco ha sabido de ellas más
que el nombre.
—Les agradezco que confíen en mí de esa manera. Jamás abandoné la
idea de conocer su espiritualidad. Y es verdad, que de muchas cosas,
sólo conozco el nombre.
—Para nosotros, lo espiritual es muy sagrado. Creemos que sólo un
yagán puede conocer a fondo este aspecto de nuestra vida. Usted ha
demostrado mucho interés por nuestras penas y se ha ido ganado
nuestra confianza. Algunos lo sentimos un yagán más.
—Entonces estoy más que obligado a sumarme a su lucha, sabiendo
que me sienten uno más. ¡Jamás los traicionaré!
—¿Usted se animaría a ser un uswáala, un novicio que será examinado
en la ceremonia?— preguntó uno de los hombres que había estado
escuchando pacientemente.
—¡Eso lo veremos cuando llegue el momento! Creo que no debe ser
diferente a otras exigencias que ya me han tocado vivir –contestó
Gusinde.
—El chiejáus es la ceremonia más hermosa que tenemos los yaganes.
Tiene que tener en cuenta que es muy estricta y exigente para los que
participan como uswáala. Allí, el ulastékuwa, el jefe de la ceremonia, es lo
más riguroso que conocemos y todo lo que él dice debe respetarse. Hay
que pasar dos veces con éxito el chiejáus, para estar en condiciones de
participar de nuestro kina. Y esta también es muy estricta y se debe
respetar sin excepción todos los mandatos del tagaguwa, el jefe del kina.
—Nelly en algunas oportunidades me ha hecho saber lo que ustedes
me están contando. Estoy decidido a formar parte y aprender de sus
muchas costumbres. También le he pedido encarecidamente, que
interceda ante ustedes para que confeccionen una canoa ancestral para
que pueda llevarme a mi tierra. ¿Será posible? Pienso retribuirles ese
gran favor.
—¡Yo puedo hacerlo! –intervino Masemikens –¡Será un gusto hacerle un
buen ánan para que lo pueda presumir en su tierra.33
Los hermosos días continuaron, con mucha actividad en aquel
establecimiento. La armonía y la cordialidad iban de la mano en todo
momento. Mientras más conocían a Don Martín Gusinde, más lo
apreciaban como un buen hombre.
Un atardecer, en el que todos se encontraban reunidos en la gran
fogata hablando de las preocupaciones que los aquejaban, Asenewensis
con su característico tono efusivo y tosco, dijo:
—Nosotros sentimos que los hombres blancos nos quieren quitar todo
lo que es nuestro.
—No debería ser así, pero mi experiencia me dice que es inevitable. Lo
que debemos hacer es asegurar lo que se pueda en cuanto a territorio –
dijo Gusinde y se produjo un mamihlapinatapaí, ese instante de
meditación donde se espera que sea otro el que continúe.
—Debe hacerse algo pronto. Día a día somos menos y nuestras
costumbres cada vez pierden más fuerza –dijo Alapainch.
Cuando todos estaban compenetrados pensando en lo que se estaba
conversando, se escuchó la ronca voz del abuelo Waihts.
—A nosotros, que hemos estado en tantas y tantas charlas
intercambiando opiniones, jamás se nos ocurrió preguntarle a nuestros
yarumáalas, nuestros jóvenes, qué es lo que piensa. Tengamos en cuenta
que son el futuro de nuestra saápa.
—Nunca es tarde para reflexionar sobre algunas cosas que no hemos
tenido en cuenta. Ustedes, como jóvenes, que han escuchado a sus
abuelos tantas veces ¿qué piensan de lo que les estás pasando?
—Estamos de acuerdo con los abuelos. Sabemos que entre ellos y
nosotros ha habido muchos cambios en nuestra forma de vida –dijo un
muchacho después de tomar valor.— Hoy en día no conocemos muchas
cosas de nuestros antepasados. Hasta nuestra lengua se ha modificado
al llegar todas estas cosas extrañas… Seguramente es tiempo de hacer
algo para que no desaparezca definitivamente nuestro pueblo.
Las palabras de este joven impactaron de lleno en la dura coraza de los
hombres. Con todo lo sufrido, en ese momento eran frágiles como una
hoja llevada por el viento. ¡Hasta los jóvenes eran conscientes de la dura
realidad que les tocaba vivir!
Los abuelos se sentían como un pequeño grano de arena en el mar y se
aferraban cada vez más al bondadoso hombre blanco que los
aconsejaba.
Al terminar ese verano, Gusinde tuvo el honor de ser el primer uswáala
blanco en la ceremonia del chiejáus. Cumpliendo con su pedido, se
realizó en Shumakush. Este hombre, fascinado por la multiplicidad de
bellas vivencias que experimentó en la gran choza, no podía creer,
además de todas las enseñanzas que le dejaban a los que eran iniciados,
la destreza teatral y la organización con que llevaban a cabo las puestas
en escena. Los jóvenes debían pasar dos veces esta ceremonia para ser
considerados adultos y poder casarse e iniciar una vida independiente. El
rigor que aplicaban a los examinados sorprendió al antropólogo, que aun
creyendo en la inteligencia del pueblo yagán, nunca imaginó todo el
despliegue que había detrás de cada paso de la ceremonia.
En los días en que duró el chiejáus, todos disfrutaron y la felicidad se
respiraba en ese ambiente cordial. Gusinde fue considerado un amigo por
los yaganes, y ya comenzaba a palpitar otras de las grandes ceremonias
en las que nunca había participado un hombre blanco, el kina.
Con el buen tiempo acompañándolos, nuestros hermanos yaganes le
fueron contando de a poco a Gusinde, todo lo que quería saber.
—Los kespix, los espíritus del kina, ponen a prueba al uswáala en todo
momento. Primero aparece Tanuwa, que los maltrata tanto que los pobres
no saben qué hacer. Después se manifiestan Kinamíama y Kalampása,
que son un poco más tolerantes. Todo es parte de la enseñanza, y esos
maltratos, sumados a la poca comida que se les provee, nos ayudan a
bajarles los ánimos a los uswáalas, para que estén más permeables a
nuestras lecciones –explicó Alapainch, intercambiando opiniones y
enseñando la espiritualidad de los yaganes a aquel hombre de voz suave.
El jefe, que lleva como característica un adorno de plumas en la cabeza,
debe cuidar de que los muchachos que se están iniciando acaten todas
las reglas. Antes de cada ceremonia, los yaganes pintan con rayas
horizontales las chozas, para que se vean lo mejor posible en esta época
de festejo. A cada uswáala se le asigna un padrino que deberá atender
todas las necesidades de su protegido. Para ordenar el ceremonial
siempre se eligen a los ancianos más influyentes.
Durante su estadía con nuestros yaganes, Gusinde dio pruebas de ser
digno de los secretos de nuestro pueblo. No sólo se comportó
correctamente en las ceremonias, sino que ayudó en todas las tareas.
Aunque él se había asegurado una provisión de víveres y enceres, cada
tanto debía salir a cazar, pescar o recolectar, acompañando a sus nuevos
hermanos, porque los suministros se agotaban rápidamente.
Una mañana, en que se encontraban calmando el hambre, surgió en la
conversación el tema de la costumbre ancestral para nombrar los recién
nacidos. Gusinde quería saber por qué ya no era tan común ponerles a
los niños el nombre del lugar donde habían nacido.
—Es porque ya no podemos andar libres de un lado a otro. Estamos tan
acorralados en los pocos lugares que nos quedan, que de seguir esa
costumbre, varios de nosotros tendríamos el mismo nombre. Además
cada nombre tenía un significado aparte. Yo, por ejemplo, soy un usipin,
una persona sin lugar de nacimiento. No nací en tierra firme sino en una
ánan –comentó un hombre llamado Ushchshiaco.
—Antes las kipas, las mujeres, usábamos sólo la masakána, un
taparrabo, y los hombres, la kuwéakí, una capa de cuero. Hoy nos
adaptamos por obligación de la vestimenta europea. Algunas costumbres
cambian y otras desaparecen. Por ejemplo, de niña mis padres me
enseñaron de todo, hasta a hacer las puntas de flechas. Hoy ya ni los
hombres las hacen –contó Shumonaia le kipa.
Todas las dudas que podía tener Gusinde, se las iban aclarando las
sabias palabras de nuestros abuelos y las palabras, mucho más tajantes y
duras como siempre, de nuestras abuelas. Al principio, el antropólogo,
acostumbrado a estudiar la antigüedad, no podía comprender cómo era
posible tener ante sus ojos el pasado viviente del pueblo yagán, esos
viejos luchadores que habían vivido gran parte de su vida del modo
ancestral. Reflexionando se daba cuenta de que todo el cambio había
pasado en tan poco tiempo que no pudieron acomodarse de ninguna
forma a esta triste transformación.
En ese instante Adeleid, le dio un claro ejemplo que reflejaba lo que
estaba pasando.
—¿Se acuerda, usted, de que el año anterior tardamos mucho menos
en juntarnos? De a poco esta realidad nos va separando más y más. En
otros tiempos, los avisos corrían veloces como el eco en una cueva de
roca. Todo ha ido cambiando tan rápido que, inconscientemente, nos
olvidamos de algunas cosas. Aquellos hermosos lugares que recorríamos
de niños, hoy no podemos verlos ni siquiera de lejos. Mis abuelos eran de
Ushuwaia y con mi madre íbamos siempre a un precioso lugar llamado
Yaiyoashaga34, una península donde solíamos juntar muchos ákis.
Cuando tocaban estos temas, los recuerdo invadían sus corazones con
tan amarga tristeza que siempre alguien debía cambiar el rumbo de la
conversación, para evitar el mal momento. En esta oportunidad, el
encargado de poner el paño frío fue Chris, quien con su pareja sufrían uno
de los peores castigos que podía proporcionar Watauineiwa: no podían
tener hijos.
—Muchos de nosotros creemos que nuestro caso es el peor, pero al
mirar a nuestro alrededor encontramos diferentes tipos de castigo. ¿Qué
me dicen de los niños que han quedado huérfanos en alguna desgracia?
El mar abierto se llevó a sus padres y ellos estarán el resto de sus vidas
de tálauwaia, de duelo, y los recuerdos los torturarán. Así como nosotros
clavamos nuestro chaya, nuestro filoso arpón en la carne de los animales,
en otras oportunidades Watauineiwa nos devuelve el arponazo.
Al entrar el atardecer, se suspendió la charla y nuestra gente se movilizó
para realizar otras actividades.
Masemikens, aprovechando los últimos días akuerum, el período del
año en que se afloja la corteza de los coihues, se internó en el bosque
con dos ayudantes. El material sería utilizado para la construcción de la
canoa que había prometido a Gusinde. Los demás hombres, un poco
celosos, confeccionaban pequeñas canoas para que también se lleve a
su tierra el investigador. Las mujeres parecían competir en demostrar cuál
era la más diestra tejedora.
Esos días fueron para nuestra kuluana, la abuela Catalina, un regalo de
Watauineiwa, ya que su padre, el viejo y cansado Asenewensis, había
cambiado su permanente rostro angustiado por uno alegre. Haber revivido
el chiejáus, la ceremonia de mayor importancia para su pueblo, había
reconfortado a todos los abuelos.

La despedida (1921)
Lentamente el kisi, el verano, daba paso al hanislús, el otoño. Era una
época de gran nostalgia para nuestro yaganes. El cambio que se producía
en la naturaleza era como un aviso de que se acercaba el tiempo de las
nieves: el paisaje se empobrecía de animales y el silencio se adueñaba
del adorado Onashaga.
Gusinde finalizó su investigación y nuestros hermanos volvieron a
dispersarse, guardando esperanzas de verse de nuevo, ya que muchos
estaban en el ocaso de sus vidas.
El buen hombre blanco, planeaba regresar al archipiélago al año
siguiente para participar del kina. Primero deberían celebrar una segunda
vez el chiejáus, porque hacerla dos veces era una condición necesaria
para todos los examinados, y después podrían realizar la ceremonia de
adultos, el kina. El antropólogo, aunque sabía que era poseedor de la
plena confianza del pueblo yagán, nunca pensó en abusar de esa
condición. Conociendo todos los sacrificios que debería volver a vivir en el
chiejáus, jamás se le ocurrió mencionar la idea de pasar por alto su
segunda participación en esta ceremonia. De ninguna manera se
arriesgaría a perder todo lo que había logrado con los tiamuna, el grupo
de ancianos influyentes.
La extensa despedida estuvo llena de cariñosos y tiernos saludos, y de
mucha tristeza, así fue concluyendo esa provechosa etapa.
El grupo de Asenewensis comenzaba los preparativos para partir al día
siguiente, temprano en la mañana. Otros ya se dirigían a sus territorios de
origen. En esos momentos, salió el grupo del oeste y entre ellos partía
aquel viejo yecamush, que sorprendió a todos con sus sueños y
presagios. Aunque habían compartido poco tiempo juntos, Ashikensh
saludos a nuestros yaganes como a verdaderos amigos.
Los más jóvenes no entendían qué era aquella sensación que se
notaba en el aire. La mayoría de ellos habían nacido después de las
últimas ceremonias de nuestro pueblo.
En aquel largo atardecer, después de haber revivido casi todas sus
costumbres, después de haber vuelto a sentir esa energía tan especial
que solo se percibía en las grandes ceremonias, después de haber
renovado los kespix, los espíritus, aun sintiéndose vencido, el pueblo
yagán se negaba a renunciar a esa lucha desigual que le había sido
impuesta por la presencia de los blancos.
La noche los encontró compartiendo el mismo fuego, sumidos en una
emoción tan grande y sintiendo los recuerdos tan vivos, que algunos
creyeron escuchar las voces y las risas de hermanos que ya habían
partido.
Con dificultad, el sueño se hizo presente. Sabían que al buscar otros
rumbos les sería más fácil ir olvidando esos gratos momentos, pero esa
noche una joven nostalgia iba a torturarlos.
FAMILIAS DEL PUEBLO YAGÁN
He aquí a los protagonistas de esta historia,
pertenecientes al pueblo yagán.
Ellos transmitieron su sabiduría sobre el mundo
espiritual
a Martín Gusinde, antropólogo alemán,
quien realizó un estudio de campo
sobre los pueblos fueguinos
entre 1918 y 1924.

EPÍLOGO
En ciertas ocasiones, la gente siente la imperiosa necesidad de cambiar o
tratar al menos de subsanar un poco de aquello en lo que nos
equivocamos. O tal vez, simplemente no hicimos…
Siguiendo el impulso de este pensamiento, se nos vienen a la memoria
las innumerables penurias que han tenido que sufrir nuestros Ancestros.
Para nosotros como descendientes, también es inevitable pensar que
ellos vieron y vivieron sus últimos años con una tristeza tan desgarradora,
que es casi imposible de imaginar. Por otro lado, nos produce un impacto
tan grande el hecho de que “algunos investigadores” que convivieron con
ellos tan cortos periodos de tiempo, dejaran en sus registros la clara
visión de un inminente final, para un pueblo que perduro durante varios
milenios, tan solo con los recursos que les brindaba la madre naturaleza y
en uno de los lugares más hostiles que fueran habitados por el hombre.
Este testimonio realizado en los últimos tiempos es, como dije
anteriormente, un profundo agradecimiento a sus protagonistas, que
lograron en su lucha que nuestra identidad permanezca intacta, teniendo
en cuenta la evolución de un pueblo, pero con valores que jamás se
modificarán.
Al final el tiempo les ha dado la razón y jamás estarán solos. El pueblo
Yagán sigue vivo y manteniendo sus costumbres. La realidad habla por sí
sola. Hoy, en pleno siglo XXI, es un yagán el que cuenta su historia, como
prueba fehaciente de que no se equivocaron al tratar de preservar su
sangre.
Este primer volumen, denominado ¨Vida Ancestral”, para nada pretende
hacer alardes académicos. Sencillamente trata de acercar al lector al
verdadero origen de nuestra querida Ushuaia y sus alrededores,
brindándole un pantallazo, por así decirlo, de lo que vivieron nuestros
antepasados en esa época en la que su entorno y sus costumbres fueron
cambiando de una manera tan radical en tan poco tiempo. Parece mentira
que la vida me haya dado la oportunidad de hacerlo después de más de
veinte años recopilando información; tratando de no cometer los mismos
errores que muchos que solo han logrado confundir más a los lectores y
debido a que esta primera parte es netamente de carácter Ancestral, se
ha dejado para un segundo volumen la vida de sus descendientes desde
1920 en adelante.
Esas historias, desde muy niño sentado junto a mi Madre, y el paso del
tiempo que me dio la posibilidad de ver con la ternura y el cariño que ella
nos hablaba de su gente y sus costumbres, fue generando en mí una gran
angustia por saber más de nuestro pasado.
Quien hoy ha concluido la hermosa tarea de escribir estas sencillas
líneas, es la cuarta generación partiendo desde nuestro bisabuelo
Asenewensis (Tomás Yagan), nieto de Catalina Yagan e hijo de Catalina
Filgueira Yagan. Actualmente, en la ciudad de Ushuaia, capital de la Tierra
del fuego, partiendo desde nuestro protagonista, viven siete generaciones
de descendientes de esta milenaria etnia. En el año 2014 conformamos la
“Comunidad Yagán Paiakoala ”de la ciudad de Ushuaia, con el fin de
seguir manteniendo viva las costumbres ancestrales y concientizar al
pueblo argentino lo que decíamos anteriormente “El pueblo Yagán jamás
se fue; está presente aquí y ahora”.
El sufrimiento y la tristeza de nuestros abuelos en el pasado, nos da la
fuerza y la entereza, para luchar en el presente, por un futuro de dignidad
y reconocimiento.
Anchi ousiku Yagan kaskata ata malí cauta kamalakéata ousiku
ushuwaia,
Watawineiwa kaisinana,heen tamaní manakatá Sheskín.
Ala yélla.
El pueblo Yagán viene a traer la raíz que le falta al pueblo de Ushuaia,
el ser supremo nos ayuda, nosotros tenemos mucho corazón.
Hasta pronto.
Víctor Gabriel Vargas Filgueira, primer consejero Comunidad Indigena
Yagán Paiakoala.

1 Canal de Beagle.
2 Punta Remolino.
3 En 1869 el reverendo Stirling, miembro de la Iglesia Anglicana inglesa, fundó en la
península de Ushuaia, el primer asentamiento europeo en Tierra del Fuego. El sector
donde estaba asentada la misión fue declarado Monumento Nacional en 1999 y lleva el
nombre de Misión Anglicana de Ushuaia Tushkápalan.
4 Bahía Harberton.
5 La ceremonia de duelo era realizada cuando dejaba de existir una persona muy
influyente. Generalmente, se trataba de un anciano prominente o un hechicero
poderoso. Se convocaba a todos los yaganes del Onashaga para juntos despedirlo y
lamentar su deceso.
6 Islas Wollaston.
7 Canal Murray.
8 Reunión de todo el grupo con el fin de realizar distintos entretenimientos.
9 Gusinde había hecho referencia al destino de Jemmy Button. Este yagán fue uno de
los hermanos trasladados a Inglaterra a mediados del siglo XIX, y fue responsable de la
mentira sobre el canibalismo yagán. En 1859, a su regreso de Europa, protagonizó lo que
el hombre blanco denominó ¨La tragedia de Wulaia¨. En aquella versión, hubo siete
víctimas fatales y sólo el cocinero de la goleta Allen Gardiner logró salir con vida. En el
testimonio oral de nuestro pueblo se dice que Ashikensh, uno de los protagonistas de
este libro, siendo un niño, presenció tal tragedia.
10 Picton, Lenox y Nueva, respectivamente.
11 Los hannus eran los espíritus del bosque. Se creía que había una gran cantidad de
ellos escondidos tras los árboles de mayor tamaño y que vivían completamente aislados
defendiendo su territorio. Su tamaño doblaba al de cualquier yagán, y su pelaje solía ser
más denso que el de un guanaco. Los lakumas eran los espíritus del agua. Estos
monstruos marinos eran una gran amenaza porque podían arrancar el cuerpo de un
yagán de su canoa y arrastrarlo hasta el fondo del mar.
12 Isla Navarino.
13 Puerto Williams.
14 Nombre que nuestro pueblo le daba a la tierra de la gente del norte, los Selk´nam y
los Haush.
15 Harberton.
16 Punta Mejillones.
17 Caleta Santa Rosa.
18 Era el nombre que se le daba a un campamento conformado por varios akar, las
viviendas temporarias de nuestro pueblo. Esto ocurría cuando se juntaba un grupo muy
numeroso de personas.
19 Comienzo de la luna creciente.
20 Luna llena.
21 Luna menguante.
22 Luna negra o luna nueva.
23 Isla Hoste.
24 Bahía Woruta.
25 Isla Gable.
26 Bahía Golondrina.
27 Punta Segunda.
28 Bahía Almirante Brown.
29 Al suroeste del canal de Murray.
30 El pueblo yagán se distribuía en cinco territorios, teniendo como eje el gran
Onashaga. Cada uno de estos territorios estaba habitado por un grupo distinto: los
ilalumaala (grupo del sudoeste), los inalumaala (grupo occidental), los itulumaala (grupo
oriental), los yecucinaala (grupo del archipiélago de Wollaston) y los wakimaala (grupo
de la parte central). Cada grupo tenía un dialecto diferente.
31 Ceremonia de iniciación a la pubertad, donde nuestro pueblo enseñaba a los
jóvenes todos los
conocimientos necesarios para la subsistencia en este entorno hostil.
32 Ceremonia de adultos de carácter espiritual.
33 Así fue como Masemikens, apodado ¨el viejo Pedro¨ por Gusinde, confeccionó una
canoa que en la actualidad se encuentra en el Museo Nacional de Santiago de Chile.
34 Entrada de agua que separaba el aeropuerto actual, de la ciudad de Ushuaia.
Cuando la marea estaba alta era navegable.

Contenido
AGRADECIMIENTOS 3
DUEÑOS DE LOS CANALES 7
PROTAGONISTAS 9
LA CRUDA REALIDAD 10
TUSHKÁPALAN Y LAS ENFERMEDADES DESCONOCIDAS
(1880) 11
ASENEWENSIS Y SU FAMILIA (1900) 12
LA BALLENA VARADA 13
LAS SUPERSTICIONES (1915) 14
LOS MENSAJEROS (1916) 15
LA DESCONFIANZA 16
LA OPORTUNIDAD (1918) 18
LA CANOA DE ASENEWENSIS Y EL ENCUENTRO CON LOS
HAUSH 20
EL DÍA TAN ESPERADO (1919) 22
Sueños y anhelos 23
La canoa perdida y el pequeño niño 25
Con rumbo al suroeste 26
BUSCANDO UN YEFACÉL 28
DÍAS MUY ENTRETENIDOS 29
LA EXPEDICIÓN 30
UN CALUROSO VERANO 31
A LA CAZA DE CORMORANES 33
UN MAL MOMENTO 35
EL PRESAGIO DEL YECAMUSH (1920) 37
La despedida (1921) 40
FAMILIAS DEL PUEBLO YAGÁN 42
EPÍLOGO 48

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