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205-237
9 H. ARENDT, Crisis de la República, Taurus, Madrid, 1998, pp. 153-154. Mientras la vio-
lencia, dado su carácter instrumental, debe justificarse por sus fines; la autoridad, en la medida
en que los hombres no pueden vivir sin establecer relaciones verticales de mando y obediencia,
tan sólo necesita ser legítima. Sobre este tema, véase mi artículo Crisis de la autoridad. Sobre el
concepto político de «autoridad» en Hannah Arendt, en Daimon 26 (2002).
10 Q. SKINNER, «The republican ideal of political liberty», en Bock, Skinner, Viroli (eds.),
Machiavelli and republicanism, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, p. 296.
11 J.-F. SPITZ, o. c., p. 191.
12 Ibidem, p. 136. En este sentido se expresa Rousseau en este conocido fragmento de
su obra: «On a beau vouloir confondre l indépendance et la liberté. Ces deux choses sont si
différentes que même elles s excluent mutuellement. Quand chacun fait ce qui lui plaît, on fait
souvent ce qui déplaît à d autres, et cela ne s appelle pas un État libre.» (Lettres de la Montagne,
en Oeuvres Complètes, III, Gallimard, París, 1970, p. 841).
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 209
ley sea una limitación verdadera, como deja claro en este fragmento que suele
ser malinterpretado por los liberales: «la ley entendida rectamente, no tanto
constituye la limitación, como la dirección de las acciones de un ser libre e
inteligente hacia lo que es de su interés; y no prescribe más cosas de las que
son necesarias para el bien general de quienes están sujetos a dicha ley. Si los
hombres pudieran ser más felices sin ella, la ley se desvanecería como cosa
inútil. Malamente podríamos dar el nombre de limitación a aquello que nos
protege de andar por tierras movedizas y de caer en precipicios»13.
Los filósofos neorrepublicanos, los Skinner, Pettit, Pocock, Spitz o Viroli,
se dirigen contra el lenguaje cuantitativo y liberal de los derechos e insisten
en vincular la libertad negativa, o libertad de los individuos, al mandamiento
de la ley; de tal manera que la libertad sería el fruto de la síntesis legal de los
derechos y deberes. La ley garantiza a cada ciudadano concreto (Ego) el dis-
frute de la libertad y de sus derechos civiles porque impone a Alter el deber
de respetarlos, y, a su vez, impone a Ego el deber de respetar los derechos
de Alter. Frente al lenguaje liberal de los derechos, que ve en el Estado un
enemigo potencial cuyo poder ha de reducirse al mínimo necesario para que
los individuos gocen de sus libres facultades, el republicano considera que la
libertad se desdobla en derechos individuales (libertad negativa) y en deberes
que son asumidos voluntariamente porque tienen un origen republicano o
democrático. Pues la tesis republicana dice que el mayor grado de libertad se
consigue cuando los intereses de los individuos coinciden con el contenido
de la ley o de la voluntad general. Y la única manera de aproximarnos a este
ideal, que quizá sea una tarea infinita dada la naturaleza inconstante de los
hombres, es la autolegislación o participación de los interesados en el proceso
de deliberación legislativa. Por este motivo, el ciudadano, además de tener
derechos garantizados por ley, puede ser forzado a ser libre; es decir, puede
ser obligado a respetar el mandato de la ley republicana que él mismo se ha
dado14, y, por tanto, a ser consecuente consigo mismo. Y es que en la base del
pensamiento republicano no sólo se encuentra el kantiano sensus communis
o el modo de pensar extensivo, esa segunda máxima del entendimiento que
—como ha subrayado la última Hannah Arendt— hace posible la vida ciuda-
dana porque nos permite apartarnos de las condiciones privadas subjetivas del
juicio y representarnos el punto de vista de los demás; sino también se halla
13 J. LOCKE, Segundo Tratado sobre el Gobierno civil, Alianza, Madrid, §57, p. 79.
14 En este sentido debería entenderse este conocido fragmento del Contrato social de
Rousseau: «A fin, pues, de que el pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente
el compromiso, el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse obedecer a la
voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa sino que se le for-
zará a ser libre; porque ésa es la condición que, dando cada ciudadano a la patria, le garantiza de
toda dependencia personal.» (Del Contrato social, cit., I, 7, p. 26).
210 Antonio Rivera García
15 «Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no igualdad, honradez, justicia, cul-
tura, felicidad humana o conciencia tranquila. Si mi libertad, o la de mi clase o nación, depende
de la miseria de un gran número de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto
o inmoral. Pero si yo reduzco o pierdo mi libertad con el fin de aminorar la vergüenza de tal
desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad individual de otros, se produce de
manera absoluta una pérdida de libertad. Puede que ésta se compense con que se gane justicia,
felicidad o paz, pero esa pérdida queda, y es una confusión de valores decir que, aunque vaya
por la borda mi libertad individual o liberal, aumenta otra clase de libertad: la libertad social
o económica.» (I. BERLIN, «Dos conceptos de libertad», en Cuatro ensayos sobre la libertad,
Alianza, Madrid, 1988, p. 195). Véase también las referencias a este problema en J.-F. SPITZ, o.
c., p. 135.
16 Todo parece indicar que el diálogo con Norberto Bobbio, quien, por lo demás, se
muestra bastante escéptico con respecto a los puntos esenciales del neorrepublicanismo, sirve
principalmente a los propósitos de Viroli: demostrar, con la ayuda de un venerable intelectual
de izquierdas, que «los ideales del republicanismo son, en efecto, una alternativa a los modelos
culturales de la derecha» (N. BOBBIO Y M. VIROLI, Diálogo en torno a la república, Tusquets,
Barcelona, 2002, p. II). En realidad, el hecho de que Viroli haya escrito el prólogo a la edición
española y el prefacio, y que, además, dirija en todo momento la conversación, demuestra que
este libro debe muy poco a Bobbio.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 211
24 Este tema lo he tratado en mi nota crítica sobre el libro de Y. CH. ZARKA, Hobbes y el
pensamiento político moderno, Herder, Barcelona, 1997: Thomas Hobbes: modernidad e histo-
ria de los conceptos políticos, en Res Publica 1 (1998).
25 Las Leyes, cit. en M. VIROLI, Repubblicanesimo, cit., p. 109.
26 Ibidem, p. 51.
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implica una disposición de ánimo propia de héroes o santos, sino una virtud
posible y atrayente para los hombres de nuestro tiempo. Probablemente sea
culpa de Montesquieu la extendida opinión de que la virtud civil exige el
sacrificio de las pasiones individuales y, por ello, resulta incompatible con el
ciudadano moderno. Por el contrario, Viroli sostiene que los deberes cívicos,
como el desarrollo de la propia profesión sin extraer ventajas ilícitas o sin
aprovecharse de la debilidad de los demás, el respeto recíproco en el seno
de la familia, la movilización para impedir que sea aprobada una ley injusta,
la participación en distintas asociaciones civiles (profesionales, deportivas,
culturales, políticas, religiosas) o el conocimiento de la política y de la
historia nacional e internacional, tan sólo son deberes que permiten a los
hombres vivir con dignidad y evitar la amenaza de una comunidad política
corrompida27. Ahora bien, el verdadero problema, sobre el cual no se ponen
de acuerdo los neorrepublicanos, consiste en saber si estas obligaciones son
sólo éticas o también jurídicas.
Según Skinner, la esencia del republicanismo clásico, esto es, de la filo-
sofía moral y política del Renacimiento, radica precisamente en el hecho de
exigir a los ciudadanos mediante leyes estatales la virtud o deber cívico. Pues
este expeditivo medio era la única vía para que los ciudadanos se compro-
metieran «a servir y cultivar el bien de su comunidad». Recordemos que,
para la tradición del humanismo cívico, los ciudadanos «deben, ante todo,
estar dispuestos a defender», incluso con las armas, a la civitas «contra las
amenazas externas de conquista y esclavización»; y, además, deben «evitar
que el gobierno de la comunidad caiga en manos de individuos ambiciosos o
grupos facciosos», lo cual implica «que todo el cuerpo de ciudadanos super-
vise permanentemente y participe en el proceso político». Este último deber
es sintetizado por el político radical inglés John Curran con el siguiente epi-
grama: «la condición bajo la cual Dios concedió la libertad a los hombres es
la eterna vigilancia»28. Pettit sigue en cierto modo la tesis de Skinner sobre la
«eterna vigilancia» cuando señala que el autogobierno o la democracia repu-
blicana no significa que todas las decisiones públicas tengan como origen
el consentimiento real de la ciudadanía, sino que debe existir algún cauce o
procedimiento adecuado para que el pueblo pueda criticar, con garantías de
éxito, los actos legislativos que constituyan una interferencia arbitraria. Ello
supone que «el índice de la autonomía individual no es histórico, sino modal
o contrafáctico». Es decir, lo que hace al pueblo ser capaz de gobernarse a
sí mismo o de participar en la toma de decisiones generales, «lo que le hace
33 Skinner comenta que, para Maquiavelo, «el más efectivo modo de inducir al pueblo a
adquirir la virtù» consiste en «el uso de los poderes coercitivos de la ley para obligarle a colocar
el bien de su comunidad por encima de sus propios intereses». «Si nos preguntamos —añade
inmediatamente el profesor de Cambridge— cómo algunas ciudades se las arreglan para guardar
su virtù durante períodos excepcionalmente largos, la respuesta fundamental en cada caso es que
las leyes las hacen buenas». Esparta y Roma son los mejores ejemplos. Gracias a las leyes que
dictaron los fundadores de Roma, Rómulo y Numa, «la ciudad se vio obligada a la práctica de
la virtù con tal firmeza que incluso ‘la grandeza del imperio no pudo corromperla a lo largo de
varias centurias .» (Q. SKINNER, Maquiavelo, Alianza, Madrid, 1984, p. 83).
34 «El deber —escribe Viroli— de servir al bien común y de practicar la solidaridad con
los ciudadanos es un deber moral que no se puede imponer con las leyes, a no ser de forma indi-
recta». «Las buenas leyes —continúa un poco más adelante— necesitan de buenas costumbres.
En el sentido de que la ley no puede alcanzar por sí sola el fin de conservar una buena comunidad
democrática y liberal, sino que precisa de la ayuda de ese sentimiento interior que es el sentido
del deber [...] el sentido del deber, precisamente por su naturaleza interior, requiere algo distinto
de las leyes.» (Diálogo en torno a la república, cit., pp. 48-49).
35 J.-F. SPITZ, o. c., pp. 173 ss.
36 Una crítica a la democracia coercitiva, en la línea del Federalist, la encontramos en B.
ACKERMAN, o. c., pp. 187-188.
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gaciones éticas, entre las leyes y las costumbres (mores), o entre el ámbito de
la res publica y el de la societas civilis.
Por tanto, si el ciudadano no encuentra ninguna razón ética para desear la
libertad política, ninguna obligación legal podrá remediar los males de una
ciudadanía pasiva. Los republicanos más importantes del siglo XVIII, Rous-
seau y Kant, ya sabían que no es la constitución republicana —la ley— la
que convierte en virtuosa a la sociedad civil, sino que, por el contrario, es
esta última —las mores de los ciudadanos— la que hace posible la consti-
tución republicana. Pero si queremos eludir los peligros comunitaristas, la
dimensión ética del republicanismo, consistente en el reconocimiento de la
necesidad del bien público, debe ser compatible con la autonomía moral de
los individuos y con el reconocimiento de la pluralidad irreductible de los
valores o modos de vida. Las reflexiones que Cassirer, en su libro El mito del
Estado, nos ha dejado sobre el concepto kantiano de libertad moral nos pue-
den ayudar a iluminar esta idea. Como es sabido, el sujeto goza de autonomía
cuando obedece una norma que, lejos de ser una ley natural o de imponerse
desde fuera como sucede en los universos católico y maquiaveliano, se ha
dictado a sí mismo. La libertad no es así un hecho o una herencia natural, sino
la exigente tarea de pensar, juzgar y decidirse por sí mismo. «Cumplir esta
exigencia —añade Cassirer— es cosa dura en tiempos de crisis social grave
y peligrosa, cuando parece inminente la ruptura de toda la vida pública». En
circunstancias de una dificultad extrema, como era la situación de Alemania
bajo la República de Weimar, el hombre suele corromperse moralmente, ya
que ve en la libertad individual y política más una carga que un derecho37.
Es entonces «cuando aparecen el estado totalitario y los mitos políticos»,
los cuales «suprimen y destruyen el sentido mismo de la libertad»; pero, al
mismo tiempo, y he ahí —como sabía el Gran Inquisidor— la razón de su
fuerza, «eximen al hombre de toda responsabilidad personal»38.
48 «La única garantía para ‘la corrección de nuestro pensamiento está en que ‘pensamos,
por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos así como
ellos nos comunican los suyos . La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el
hombre puede hacer ‘uso público de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes, aun
en un estado de ‘tutelaje , son incapaces de usar sus mentes ‘sin la guía de alguien más , y para
el ‘estudioso , que necesita ‘de todo el público lector para examinar y controlar sus resultados.»
(Ibidem, p. 247).
49 M. VIROLI, Repubblicanesimo, cit., p. 47.
50 Ibidem, pp. 53-54.
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tiranía de una mayoría, aunque sea tan amplia, contundente y profunda como
la exigida por Ackerman62. En mi opinión, esta crítica pone de relieve que los
neorrepublicanos parecen ser más liberales que republicanos, pues ni siquiera
la democracia más rigurosa, la desplegada en un momento tan puntual como
es el periodo constituyente, les parece incompatible con la arbitrariedad. Sin
embargo, resulta absurdo que esta crítica sea formulada precisamente por
parte de quienes, además de atacar el lenguaje liberal de los derechos natura-
les e innatos, juzgan que sólo existen derechos individuales si son positiviza-
dos y protegidos por las leyes.
Maurizio Viroli no ha asumido esta compleja concepción de la democra-
cia, y por ello acentúa la diferencia y tensión que existe entre, por un lado,
la concepción republicana de la libertad como no dominación, y, por otro, la
visión democrática de la libertad como poder de autolegislar y de no seguir
otra norma que la creada por el pueblo mismo. El italiano reconoce, no obs-
tante, que el republicanismo y el pensamiento democrático coinciden en iden-
tificar la libertad con la autonomía de la voluntad, y en aseverar la necesidad
de que las leyes republicanas se ajusten a la voluntad de los miembros de la
civitas. Por otra parte, Viroli señala que el republicanismo contemporáneo se
diferencia del clásico porque todos los habitantes de la ciudad gozan de liber-
tad política63. Si bien en esta cuestión no indica que han sido precisamente las
denostadas, por su liberalismo, declaraciones de derechos del hombre y del
ciudadano las que más hicieron por universalizar los derechos políticos.
Ciertamente, los liberales, aunque admitan que las democracias suelen
favorecer el ejercicio de los derechos, creen que la libertad negativa de los
modernos no está lógicamente vinculada a la democracia o a la libertad
positiva. La falta de una relación necesaria entre libertad y democracia, hace
posible tanto la existencia de un déspota respetuoso con los derechos indi-
viduales, como la de un gobierno democrático contrario a las libertades. Lo
sorprendente es que los neorrepublicanos Skinner y Pettit apenas difieren en
esta materia de su enemigo liberal, ya que también reducen la democracia a
un simple medio, aunque sea el mejor de ellos, para obtener la libertad repu-
blicana. A mi juicio, no incluyen la democracia entre los fines políticos por-
que, en contraste con Bruce Ackerman, no han reflexionado seriamente sobre
esos dos momentos y poderes democráticos tan diversos que encontramos
en la vida de cualquier república; esto es, sobre el momento extraordinario
64 «De hecho —según Viroli—, independencia y autonomía van casi siempre parejas [...]
A pesar de ello, creo que es posible distinguir tres concepciones de libertad. La primera, la libe-
ral, sostiene que ser libre significa no estar sometido a interferencias; la segunda, la republicana,
afirma que ser libre quiere decir (en primer lugar) no depender de la voluntad arbitraria de otros
individuos, y la tercera, la democrática, defiende que ser libre significa, ante todo, poder decidir
las normas que regulan la vida social.» (Diálogo en torno a la república, pp. 33-34).
226 Antonio Rivera García
68 Ibidem, p. 235.
69 Ibidem, pp. 240 ss.
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70 Ibidem, p. 263. Véase también J.G.A. POCOCK, Virtue, Commerce, and History, Cam-
bridge University Press, Cambridge, 1985, pp. 98 ss.
71 Según Viroli, los jacobinos corrompieron el ethos republicano clásico, y lo transforma-
ron en una ideología que se oponía a la sociedad comercial moderna. Con este fin, extendieron
el temor de que se vivía en una permanente situación de crisis que amenazaba con disolver el
cuerpo político. Cf. M. VIROLI, Repubblicanesimo, p. 15. Los republicanos holandeses —añade
Viroli— se caracterizaron, en cambio, por la defensa del gobierno republicano como el más ade-
cuado para hacer prosperar la sociedad comercial. El texto más significativo de esta tendencia se
debe a PIETER y JOHANN DE LA COURT, Interest van Holland (1642), traducido al inglés en 1702,
con el título The True Interest and political maxims of the Republick of Holland and Aers-Fies-
land. Cf. Ibidem, p. 118.
72 Ibidem, p. 64.
230 Antonio Rivera García
81 Republicanismo calvinista, Res publica, Murcia, 1999; La política del cielo. Clerica-
lismo jesuita y Estado moderno, Georg Olms Verlag, Hildesheim, 1999.
82 G. SAVONAROLA, Tratado sobre la república de Florencia y otros escritos políticos, Los
Libros de la Catarata, Madrid, 2000. Sobre este tema, véase también A. DOMÈNECH, Cristianismo
y libertad republicana. Un poco de historia sacra y un poco de historia profana, en La balsa de
la Medusa 51-52 (1999), pp. 3-47.
83 J.G.A. POCOCK, El momento maquiavélico, Tecnos, Madrid, 2002, pp. 192 ss.
84 Fernández Buey, en la introducción al texto de Savonarola, ha destacado el carácter
forzado de esta síntesis política y milenarista; en concreto, se refiere a la diferencia de tono entre
las prédicas devocionales de Savonarola, «tan inflamadas por el moralismo catastrofista y por la
religiosidad, y sus escritos (y también sus cartas dirigidas a las autoridades políticas y religiosas)
en los que dominan la argumentación, el razonamiento silogístico y a veces hasta el lenguaje
diplomático» (en G. SAVONAROLA, o. c., pp. 26-27). «Su problema de verdad —añade el editor
de esta obra— es que no puede conciliar en aquel momento histórico el lenguaje del profeta
con el lenguaje del político» (p. 28). Mientras peca de falta de moderación en el plano moral
o religioso, es relativamente moderado en el político, donde, por ejemplo, defiende un sistema
representativo relativamente amplio, pero no directamente asambleario (p. 30).
85 G. SAVONAROLA, Compendio de revelaciones, en Tratado sobre la república de Floren-
cia y otros escritos políticos, cit., pp. 109-110.
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tiano. Está claro, por tanto, que para Savonarola el buen gobierno va unido
forzosamente a la buena religión: «Es necesario —leemos en el Tratado—
pues poner gran atención de que en la ciudad se viva bien y de que se llene
de hombres virtuosos, y en especial que lo sean los ministros de la religión:
porque si se expande el culto divino y el buen vivir, se sigue necesariamente
que el gobierno se perfecciona»86.
Pero no sólo el lenguaje apocalíptico se confunde con el lenguaje cívico;
también estos dos lenguajes se mezclan con los conceptos aristotélico-tomis-
tas. Según Pocock, Savonarola trató en todo momento de mantenerse fiel a la
ortodoxia tomista. De hecho, comparte con Tomás de Aquino tanto el dogma
del libre albedrío, según el cual la gracia se limita a completar la naturaleza,
como la doctrina católica del bien común. La parte milenarista y providen-
cialista de su discurso, el reconocimiento de que el Consejo y gobierno
republicano «han sido actuados por dios en Florencia», y de que «Dios cuida
en el momento presente de Florencia con una particular providencia», se
integra perfectamente con el discurso republicano y con la defensa del libre
albedrío87. Savonarola escribe de esta manera que los ciudadanos, si desean
perfeccionar la república ciudadana y conquistar la «felicidad terrena, espiri-
tual y eterna», deben temer o respetar a Dios, de quien procede todo poder y
gobierno, deben amar el bien común de la ciudad por encima de los intereses
particulares, respetarse mutuamente, y, por último, hacer imperar la justicia.
Por estos motivos, porque la república bien ordenada coincide con la íntegra
comunidad católica, el dominico nos está ofreciendo en realidad una versión
comunitarista del republicanismo88.
Otra cuestión más compleja es cómo consigue conciliar Savonarola la
tesis de Tomás de Aquino y Tolomeo de Lucca sobre la superioridad de la
forma monárquica de gobierno con la apología de la república ciudadana
de Florencia89. Savonarola supera esta aparente contradicción distinguiendo
entre el mejor gobierno ideal y el mejor gobierno real. Según el Tratado, aun-
que en teoría la monarquía supere «a todos los otros tipos de buen gobierno»,
«a menudo sucede que lo que es óptimo en términos absolutos no es bueno e
incluso resulta malo respecto de un determinado lugar o persona»90. En una
línea que más tarde desplegará Bodin91, Savonarola reconoce que la natu-
raleza de algunos pueblos, como el florentino, resulta incompatible con el
gobierno monárquico; razón por la cual, «los hombres sabios y prudentes,
cuando piensan en constituir algún tipo de gobierno, primero consideran la
naturaleza del pueblo92». Esta naturaleza, el hecho de que los habitantes de
Florencia sean ingeniosos, de fuerte carácter y osados, pero también sus cos-
tumbres o «segunda naturaleza», la circunstancia histórica de que la ciudad
italiana adoptara «desde antiguo el régimen de la República ciudadana» y
se haya acostumbrado a este gobierno93, demuestran que a esta ciudad no le
conviene de ninguna manera la monarquía. En este tema también se impone
el análisis de Pocock: la segunda naturaleza de los florentinos constituye
para Savonarola un índice de elección divina porque la vida sin magistrado
supremo únicamente resulta posible bajo la protección de la gracia94. Por este
motivo, la república, y no sólo la monarquía divina, constituye un estado de
gracia.
quien gobierna bien una comunidad merece gran recompensa en la vida futura [...] Además, si
lo semejante ama a lo semejante, tanto es más amada una cosa por otra cuanto más se le asemeja
[...], quien gobierna se asemeja mucho más a Dios que quien es gobernado, por lo que es evi-
dente que es más amado de Dios y mayormente recompensado quien gobierna justamente que
quien no gobierna». (Ibidem, pp. 95-96). El tomismo de este fragmento resulta evidente cuando
lo comparamos con estos otros fragmentos de Tomás de Aquino: «la grandeza del valor del rey
se asemeja mucho a la de Dios»; «luego la misma dificultad que acecha a los príncipes para obrar
bien los hace dignos de mayor recompensa» (T. de AQUINO, La Monarquía, Tecnos, Madrid,
1989, pp. 47-48).
90 G. SAVONAROLA, Tratado sobre la República de Florencia, cit., pp. 59-60.
91 Bodin, mucho antes que el barón de Montesquieu, introduce en la reflexión política toda
una serie de factores extrajurídicos que influyen en la ordenación de los diferentes regímenes
políticos. Entre tales factores, cabe destacar la naturaleza y clima de los territorios (la latitud,
longitud, altitud, vientos, frío o calor, fertilidad de los suelos, comunicaciones, etc.) y el natural
de los hombres (si son fuertes, flemáticos, melancólicos, coléricos, vengativos, misericordiosos,
etc.). Por este motivo, y aunque en principio la monarquía sea el mejor de los Estados posibles,
las necesidades históricas y geográficas pueden hacer que en algún país resulte más conveniente
otro régimen político. Cf. J. BODIN, Les six livres de la république, Librairie Arthème Fayard,
París, 1986, V, I, p. 11.
92 G. SAVONAROLA, o. c., p. 61.
93 Ibidem, p. 63.
94 J.G.A. POCOCK, El momento maquiavélico, cit., pp. 196-197.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 235
95 Entre las referencias que, acerca de la obra y vida del profeta italiano, encontramos en
Maquiavelo, adquieren especial relevancia el pasaje dedicado al profeta desarmado (El Príncipe,
Alianza, Madrid, 1981, VI, p. 50); y la crítica a Savonarola y a sus seguidores por no observar la
ley que ellos mismos habían creado (Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Alianza,
Madrid, 1987, I, pp. 138-139).
96 H. ARENDT, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 82-83.
236 Antonio Rivera García
por lo demás, será una de las claves para entender el pluralismo defendido
por los republicanos liberales97. Pero Winthrop, ahora en contraste con el
humanismo cívico de Maquiavelo, no acentúa la tensión entre las esferas;
sino que, por el contrario, resalta en su famoso sermón laico Un modelo de
caridad cristiana la necesidad de hacer compatibles los distintos fines del
hombre, o de armonizar virtud política, virtud cristiana y virtud del homo
œconomicus.
En el primer gobernador de Massachusetts ya podemos encontrar el
característico dualismo de los republicanos liberales. Winthrop distingue
a este respecto entre los tiempos extraordinarios y los ordinarios. Los
extraordinarios coinciden con los períodos de constitución o fundación de
la ciudad, y se caracterizan porque «la responsabilidad de lo público debe
anteponerse a todas las consideraciones privadas, a lo cual nos obliga no sólo
la conciencia (conscience), sino la mera política civil (civil policy); pues es
una norma cierta que los bienes particulares (particular estates) no pueden
subsistir en la ruina de los públicos»98. En estos momentos, Winthrop da tanta
importancia como los republicanos clásicos a la virtud cívica, a la cual Viroli
también denomina caridad laica99. El padre puritano, desde sus convicciones
reformadas, alude, en el fondo, a una caridad o a una fraternidad que apenas
se diferencia de la anterior virtud cívica, como demuestra el siguiente frag-
mento: «con este fin [el de crear la ciudad] debemos unirnos en esta empresa
como un solo hombre. Debemos tratarnos mutuamente con afecto fraterno,
debemos estar dispuestos a privarnos de lo que nos es superfluo para pro-
veer a las necesidades ajenas; debemos mantener un trato familiar con toda
mansedumbre, amabilidad, paciencia y liberalidad; debemos deleitarnos cada
uno en los demás, hacer de las condiciones del otro las nuestras propias,
regocijarnos juntos, hacer juntos duelo, laborar y sufrir juntos, teniendo siem-
pre ante nuestros ojos nuestra comisión y comunidad en el trabajo, nuestra
comunidad como miembros del mismo cuerpo»100.