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Res publica, 9-10, 2002, pp.

205-237

Libertad, democracia y religión


en el debate neorrepublicano

Antonio Rivera García

A propósito M. VIROLI, Repubblicanesimo, Laterza, Bari, 1999, 127 pp.;


N. BOBBIO Y M. VIROLI, Diálogo en torno a la república. Trad. de R. Rius.
Tusquets, Barcelona, 2002 (Laterza, Bari, 2001), 119 pp.; G. SAVONAROLA,
Tratado sobre la república de Florencia y otros escritos políticos. Edición de
F. Fernández Buey. Trad. y notas de J. M. Forte. Los Libros de la Catarata,
Madrid, 2000, 150 pp.

El libro de Viroli, Repubblicanesimo, pretende ofrecernos un republica-


nismo capaz de responder a los principales problemas de nuestro tiempo.
Plantearse las bases del pensamiento republicano implica interrogarse asi-
mismo por la tradición republicana, que, para el italiano, alcanza su punto
de inflexión en los Discorsi de Maquiavelo; lo cual no obsta para que Viroli
también reivindique el pensamiento de los grandes republicanos italianos del
siglo XIX, Mazzini y Cattaneo. En cambio, son los pensadores anglosajones
de los siglos XVII y XVIII los autores preferidos por otro de los filósofos,
Philip Pettit, que más ha contribuido al actual revival republicano. El breve,
pero intenso, libro de Viroli repasa algunas de las cuestiones más importan-
tes que centran el actual debate sobre el republicanismo: los conceptos de
libertad y virtud cívica, las diferencias y afinidades del republicanismo con
el liberalismo y el comunitarismo, el problema de la relación entre verdad
y política y el de la religión cívica. En esta nota crítica abordaremos estos
temas dentro del marco del debate neorrepublicano, entre cuyos principales
protagonistas, aparte de Maurizio Viroli, debemos mencionar, entre otros,
a Quentin Skinner, Philip Pettit, John Pocock, Jean-Fabien Spitz o Bruce
Ackerman.
Viroli deja claro desde el principio del libro dedicado al republicanismo
que esta filosofía política no se centra en el clásico tópos de las formas de
régimen político, o en la comparación entre el gobierno republicano y el
monárquico. Para muchos filósofos republicanos, como para el mismo
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Rousseau, podemos seguir hablando de republicanismo aun cuando el


ejecutivo o el gobierno sea monárquico, si bien en este caso el rey debe
convertirse en un simple ministro del pueblo soberano. El ginebrino
identificaba a este respecto la república con el gobierno de la ley y con el bien
público, pero no con una modalidad concreta de gobierno. Recordemos que,
en el Contrato Social, el ginebrino llamaba «república a todo Estado regido
por leyes, bajo la forma de administración que sea; porque sólo entonces
gobierna el interés público, y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo
es republicano»1. En un nota añadía que el legítimo gobierno republicano
no exige que sea desempeñado por el soberano, por el propio pueblo,
sino tan sólo que sea guiado por la ley o voluntad general. El gobierno o
suprema administración constituye así un cuerpo intermedio establecido
entre los súbditos y el soberano, encargado de la ejecución de las leyes y
del mantenimiento de la libertad civil y política, que, con independencia
de que sea ejercido por un rey, un consejo de aristócratas o una asamblea
democrática, siempre debe ser un agente del soberano2. Por esta razón, no se
infringe ningún principio republicano cuando el pueblo decide concentrar el
poder ejecutivo en manos de un solo magistrado e instaurar una monarquía o
gobierno real3.
Kant prosigue esta línea de pensamiento en aquellos fragmentos de Zum
ewigen Frieden donde escribe que el pueblo se interesa más por la constitu-
ción, si es despótica o republicana, que por la forma de Estado monárquica,
aristocrática o democrática. Igualmente, muchos de los publicistas de la revo-
lución gaditana, en lugar de centrarse en cambiar la forma de Estado monár-
quica, subrayaron la anterioridad y superioridad del pueblo soberano sobre el
príncipe. Desde el punto de vista republicano, Fernando VII no continuaba
siendo gobernante y rey en virtud de un histórico derecho de sucesión, sino,
como señalaban unos Preliminares a la constitución para el reino de España
de 1810, por elección especial y nombramiento nuevo de la nación. El mismo
proyecto de Constitución manifestaba que a la nación soberana le corres-
ponde «adoptar las formas de gobierno que más le convenga». Todavía más
contundentes se mostraban algunos publicistas de la época como Romero
Alpuente, para quien «si el rey es sinceramente constitucional, actuará como
tal; si no lo es, se le nombra una regencia». También el periódico de Badajoz
El Almacén Patriótico argumentaba que, como los reyes eran hechos por los
pueblos, éstos poseían el derecho de sustituir a sus príncipes si abusaban de
los poderes recibidos. «Un rey —concluía el periódico en unos términos

1 Del Contrato Social, Alianza, Madrid, 1980, II, VI, p. 44.


2 Ibidem, III, I, p. 62.
3 Ibidem, III, III, p. 70.
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parecidos a los de Rousseau— no es más que un general, un administrador


nombrado por la Nación»4.

1. La Constitución republicana. Resulta suficientemente conocido que,


para Rousseau, uno de los padres del republicanismo moderno a quien Viroli
dedicó su tesis doctoral5, la libertad y la igualdad son los dos principios fun-
damentales del sistema legislativo: «la libertad porque toda dependencia par-
ticular es otro tanto de fuerza que se quita al cuerpo del Estado; la igualdad,
porque la libertad no puede subsistir sin ella»6. Frente a la libertad natural,
«que no tiene por límites más que las fuerzas del individuo», la libertad civil
«está limitada por la voluntad general». Rousseau añade que, con el paso
del estado natural al civil, no sólo se alcanza la libertad civil, sino también
la libertad moral, «la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí;
porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley
que uno se ha prescrito es libertad»7. Moral y política aparecen así reunidas
en la Constitución republicana que, ante todo, trata de hacer realidad el prin-
cipio básico de la libertad; principio que, por lo demás, se ha convertido en el
centro de los actuales debates neorrepublicanos.

1.1. El concepto de libertad. El liberalismo, según los autores neorrepu-


blicanos, se presenta en nuestros días como el más peligroso de los enemigos.
Pues el filósofo liberal, lejos de pensar seriamente en la necesidad de la ley
y de la institución política, las reduce a un simple medio para garantizar
los derechos o libertades individuales. A este respecto, Pettit y Spitz, aun
adoptando posiciones muy distantes en el tema de la democracia, señalan
que mientras el liberalismo, tan sólo interesado por el número de derechos
individuales disfrutados, parte de una concepción cuantitativa de la libertad;
el republicanismo, por el contrario, se centra en la calidad de esta libertad,
y se pregunta si las leyes continuarán garantizándola en el futuro. La con-
cepción cuantitativa de los liberales ve en la ley o en el Estado de derecho
un instrumento que, a pesar de sacrificar una parte de la libertad máxima o
natural, hace posible el uso del resto de los derechos individuales8. La ley es
así un tipo de interferencia o limitación de la libertad individual que se justi-
fica porque cumple la función de impedir restricciones más graves; esto es,

4 A. GIL NOVALES, «Del liberalismo al republicanismo», en J. A. PIQUERAS Y M. CHUST,


Republicanos y repúblicas en España, Madrid, Siglo XXI, 1996, p. 92.
5 M. VIROLI, Jean-Jacques Rousseau and the «Well-Ordered Society», Cambridge Uni-
versity Press, Cambridge, 1988.
6 J.-J. ROUSSEAU, o. c., II, XI, p. 57.
7 Ibidem, I, VIII, pp. 27-28.
8 J.-F. SPITZ, La liberté politique, P.U.F., París, 1995, p. 189.
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se justifica porque la cantidad de libertad asegurada por la ley es mayor que


la perdida tras el establecimiento de la obligación legal. La relación entre ley
y libertad resulta ser de este modo extrínseca, pues ni la libertad se convierte
—como dice Rousseau— en fundamento de la norma legal, ni ésta en condi-
ción necesaria de la libertad. En el fondo, el liberal vive la profunda paradoja
de hacer uso de leyes que, aun siendo enemigas de la libertad, sirven para
evitar la servidumbre y la inseguridad. Esta paradoja se explica porque la
libertad más perfecta, la natural, impide renunciar al objetivo final, a la uto-
pía, de vivir sin leyes o de suprimir las interferencias a través de otro medio.
En todo caso, la idea liberal de ley se encuentra en la raíz de una profunda
desconfianza hacia las instituciones políticas y de la aspiración a un Estado
mínimo.
Ciertamente, para el buen republicano, la ley debe ser legítima y, en con-
secuencia, fruto de la voluntad general del pueblo; mas en ningún caso ha de
justificarse, ya que los hombres no pueden vivir sin leyes o sin los deberes
establecidos por ellas. La norma jurídica, en cuanto es republicana y, por eso,
legítima, pertenece al orden de los fines políticos: no es como la violencia
un simple instrumento o un medio9, sino un elemento derivado de la natu-
raleza social del hombre y, por tanto, necesario para la convivencia. Como
ha puesto de relieve Skinner, los liberales nunca han pensado seriamente
en la naturaleza social del hombre10. Desde el punto de vista cualitativo de
los republicanos, la ley, en lugar de sacrificar una parte de la libertad para
conservar la restante, es el cauce que da vida a la libertad o a los derechos
individuales11. En realidad, el liberal estaría confundiendo libertad e inde-
pendencia, pues mientras esta última equivale a «hacer lo que se quiere» y
resulta incompatible con nuestra aspiración a la seguridad, la libertad consiste
en la posibilidad de hacer lo que se quiere dentro del marco de convivencia
establecido por la ley republicana12. Pero ni siquiera John Locke, a quien con
excesiva ligereza se le encierra dentro del panteón liberal, considera que la

9 H. ARENDT, Crisis de la República, Taurus, Madrid, 1998, pp. 153-154. Mientras la vio-
lencia, dado su carácter instrumental, debe justificarse por sus fines; la autoridad, en la medida
en que los hombres no pueden vivir sin establecer relaciones verticales de mando y obediencia,
tan sólo necesita ser legítima. Sobre este tema, véase mi artículo Crisis de la autoridad. Sobre el
concepto político de «autoridad» en Hannah Arendt, en Daimon 26 (2002).
10 Q. SKINNER, «The republican ideal of political liberty», en Bock, Skinner, Viroli (eds.),
Machiavelli and republicanism, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, p. 296.
11 J.-F. SPITZ, o. c., p. 191.
12 Ibidem, p. 136. En este sentido se expresa Rousseau en este conocido fragmento de
su obra: «On a beau vouloir confondre l indépendance et la liberté. Ces deux choses sont si
différentes que même elles s excluent mutuellement. Quand chacun fait ce qui lui plaît, on fait
souvent ce qui déplaît à d autres, et cela ne s appelle pas un État libre.» (Lettres de la Montagne,
en Oeuvres Complètes, III, Gallimard, París, 1970, p. 841).
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ley sea una limitación verdadera, como deja claro en este fragmento que suele
ser malinterpretado por los liberales: «la ley entendida rectamente, no tanto
constituye la limitación, como la dirección de las acciones de un ser libre e
inteligente hacia lo que es de su interés; y no prescribe más cosas de las que
son necesarias para el bien general de quienes están sujetos a dicha ley. Si los
hombres pudieran ser más felices sin ella, la ley se desvanecería como cosa
inútil. Malamente podríamos dar el nombre de limitación a aquello que nos
protege de andar por tierras movedizas y de caer en precipicios»13.
Los filósofos neorrepublicanos, los Skinner, Pettit, Pocock, Spitz o Viroli,
se dirigen contra el lenguaje cuantitativo y liberal de los derechos e insisten
en vincular la libertad negativa, o libertad de los individuos, al mandamiento
de la ley; de tal manera que la libertad sería el fruto de la síntesis legal de los
derechos y deberes. La ley garantiza a cada ciudadano concreto (Ego) el dis-
frute de la libertad y de sus derechos civiles porque impone a Alter el deber
de respetarlos, y, a su vez, impone a Ego el deber de respetar los derechos
de Alter. Frente al lenguaje liberal de los derechos, que ve en el Estado un
enemigo potencial cuyo poder ha de reducirse al mínimo necesario para que
los individuos gocen de sus libres facultades, el republicano considera que la
libertad se desdobla en derechos individuales (libertad negativa) y en deberes
que son asumidos voluntariamente porque tienen un origen republicano o
democrático. Pues la tesis republicana dice que el mayor grado de libertad se
consigue cuando los intereses de los individuos coinciden con el contenido
de la ley o de la voluntad general. Y la única manera de aproximarnos a este
ideal, que quizá sea una tarea infinita dada la naturaleza inconstante de los
hombres, es la autolegislación o participación de los interesados en el proceso
de deliberación legislativa. Por este motivo, el ciudadano, además de tener
derechos garantizados por ley, puede ser forzado a ser libre; es decir, puede
ser obligado a respetar el mandato de la ley republicana que él mismo se ha
dado14, y, por tanto, a ser consecuente consigo mismo. Y es que en la base del
pensamiento republicano no sólo se encuentra el kantiano sensus communis
o el modo de pensar extensivo, esa segunda máxima del entendimiento que
—como ha subrayado la última Hannah Arendt— hace posible la vida ciuda-
dana porque nos permite apartarnos de las condiciones privadas subjetivas del
juicio y representarnos el punto de vista de los demás; sino también se halla

13 J. LOCKE, Segundo Tratado sobre el Gobierno civil, Alianza, Madrid, §57, p. 79.
14 En este sentido debería entenderse este conocido fragmento del Contrato social de
Rousseau: «A fin, pues, de que el pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente
el compromiso, el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse obedecer a la
voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa sino que se le for-
zará a ser libre; porque ésa es la condición que, dando cada ciudadano a la patria, le garantiza de
toda dependencia personal.» (Del Contrato social, cit., I, 7, p. 26).
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el modo de pensar consecuente, que, como señala Kant en el conocido §40 de


la Crítica del Juicio, únicamente puede ser alcanzado por la unión del modo
de pensar libre de prejuicios y del republicano modo de pensar extensivo.
Para el filósofo republicano de todas las épocas, el deber no tiene por
qué ser contrario a la libertad. El buen ciudadano, el hombre virtuoso, se
somete libremente a la obligación o deber legal porque sabe que sólo la uni-
versal forma jurídica garantiza la protección de sus derechos. La clave para
entender el republicanismo se encuentra en el reconocimiento de que no hay
ninguna contradicción entre el derecho y el deber, que éstos coinciden con
las dos caras de la libertad. Obedecer las leyes republicanas, en tanto yo he
participado en su deliberación y he consentido su promulgación, no limita en
ninguna circunstancia mi autonomía. En cambio, para los liberales, como la
libertad implica ausencia de obligaciones, resulta absurda la tesis republicana
de que los deberes nos hacen libres. Berlin, en concreto, reconoce que será
necesario en algunas ocasiones restringir la libertad para hacer sitio a otros
valores, como la igualdad, la seguridad o la justicia, pero de ninguna manera
se debe confundir la libertad con las obligaciones que impone la ley para
favorecer la igualdad social15.
Viroli, en Repubblicanesimo y en el reciente diálogo mantenido con Bob-
bio16, emplea la terminología de Pettit cuando distingue entre el concepto
liberal de libertad como no interferencia, y el republicano de libertad como
no dominación. Una interferencia es una acción u obstáculo objetivo que
impide actuar libremente; y por eso, la misma ley, en tanto impone obligacio-
nes o deberes a todos los ciudadanos, sería para un liberal una interferencia,

15 «Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no igualdad, honradez, justicia, cul-
tura, felicidad humana o conciencia tranquila. Si mi libertad, o la de mi clase o nación, depende
de la miseria de un gran número de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto
o inmoral. Pero si yo reduzco o pierdo mi libertad con el fin de aminorar la vergüenza de tal
desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad individual de otros, se produce de
manera absoluta una pérdida de libertad. Puede que ésta se compense con que se gane justicia,
felicidad o paz, pero esa pérdida queda, y es una confusión de valores decir que, aunque vaya
por la borda mi libertad individual o liberal, aumenta otra clase de libertad: la libertad social
o económica.» (I. BERLIN, «Dos conceptos de libertad», en Cuatro ensayos sobre la libertad,
Alianza, Madrid, 1988, p. 195). Véase también las referencias a este problema en J.-F. SPITZ, o.
c., p. 135.
16 Todo parece indicar que el diálogo con Norberto Bobbio, quien, por lo demás, se
muestra bastante escéptico con respecto a los puntos esenciales del neorrepublicanismo, sirve
principalmente a los propósitos de Viroli: demostrar, con la ayuda de un venerable intelectual
de izquierdas, que «los ideales del republicanismo son, en efecto, una alternativa a los modelos
culturales de la derecha» (N. BOBBIO Y M. VIROLI, Diálogo en torno a la república, Tusquets,
Barcelona, 2002, p. II). En realidad, el hecho de que Viroli haya escrito el prólogo a la edición
española y el prefacio, y que, además, dirija en todo momento la conversación, demuestra que
este libro debe muy poco a Bobbio.
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si bien menor cuando la comparamos con las que se producen en un territorio


sin leyes.
Casi todos los autores neorrepublicanos sitúan en el capítulo XXI del
Leviatán la primera gran expresión del concepto liberal de libertad como
ausencia de interferencia. Es verdad que Hobbes afirmaba en este capítulo la
contradicción entre ley y libertad, e indicaba que la mayor libertad proviene
del silencio legal. Asimismo, el filósofo inglés consideraba que no había
ningún vínculo necesario entre la constitución o ley republicana (libertad
de los soberanos) y la libertad de los individuos. El hecho de que Lucca y
Constantinopla tuvieran una Constitución muy distinta, no era, a su juicio,
razón suficiente para concluir que los habitantes de la republicana ciudad
italiana fueran más libres que los de la despótica capital otomana17. «Tanto si
el Estado —indicaba a continuación— es monárquico, como si es popular, la
libertad será siempre la misma»18, esto es, no dependerá de la ley, sino de su
ausencia. Pero, si bien el concepto de libertad suministrado por Hobbes coin-
cide formalmente con el liberal, su antropología pesimista y su defensa de un
Estado fuerte, capaz de intervenir en todas las esferas sociales que generen
conflictos, le sitúan muy lejos de las aspiraciones liberales. Desde el punto de
vista de la historia de los conceptos políticos, la noción de libertad como no
interferencia apenas sirve para comprender la peculiaridad del pensamiento
hobbesiano. En cierta manera, el mismo Pettit, quien se limita a seguir los
análisis historiográficos de Skinner y Pocock, admite esta limitación cuando
señala que Hobbes y Filmer, a pesar de compartir la misma idea de libertad,
ofrecen teorías políticas muy diversas19.
En contraste con la tradición liberal, la libertad de los republicanos —nos
explican Pettit y Viroli— requiere autonomía interna o falta de condiciona-
miento, ya sea actual o potencial, de la voluntad ciudadana. Por esta causa
debe hablarse de dominación o ausencia de libertad cuando la acción del
individuo está determinada por motivos extrínsecos, tales como el temor a la

17 «Hobbes —señala Viroli— es también el teórico de la idea de libertad concebida como


ausencia de interferencia, la denominada libertad negativa, que se convertirá luego en uno de
los principios del pensamiento político liberal [...] Hobbes olvida que lo que hace que los ciu-
dadanos de Lucca sean más libres que los súbditos de Constantinopla es que en Lucca tanto los
gobernantes como los ciudadanos están sometidos a las leyes civiles y constitucionales, mientras
que en Constantinopla el sultán está por encima de las leyes, y puede disponer de modo arbitrario
de las propiedades e incluso de la vida de sus súbditos, obligándolos así a vivir en condiciones de
total dependencia.» (Ibidem, p. 29).
18 T. HOBBES, El Leviatán, Madrid, Alianza, 1989, p. 177.
19 P. PETTIT, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barce-
lona, 1999, p. 60.
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coerción jurídica o a la posible respuesta arbitraria de otro hombre20. Montes-


quieu, aun no siendo republicano, nos proporciona en el capítulo relativo a La
Constitución de Inglaterra una definición republicana de libertad, por cuanto
ésta se asimila a la ausencia de temor: «la libertad política de un ciudadano
depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada
uno de su seguridad. Y para que exista esta libertad es necesario que el
Gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro»21.
En el lenguaje de Pettit, asumido por Viroli y Spitz, todo ello significa
que puede haber dominación sin interferencia, y, al revés, interferencia sin
dominación. El primer caso se produce en aquel Estado despótico en donde
se respeta los derechos individuales, pero no existe la seguridad legal o cons-
titucional de que el ciudadano seguirá disfrutando en el futuro de sus dere-
chos. Llama la atención que en este contexto los neorrepublicanos no citen la
crítica de Kant a toda constitución despótica. Probablemente porque para casi
todos ellos Kant pertenece a la filosofía política liberal22. Sin embargo, en el
primer artículo definitivo para la paz perpetua, el relativo a la constitución
republicana, el filósofo alemán se muestra mucho más contundente que la tra-
dición anglosajona en denunciar al déspota virtuoso23. En este famoso pasaje
de su obra ataca la máxima de Pope, «deja que los tontos discutan sobre el
mejor gobierno; el mejor gobierno es el que gobierna mejor», porque los
ejemplos de buen gobierno no prueban nada sobre la forma de Constitución;
es decir, un buen gobierno siempre puede tener una Constitución despótica. A
este respecto, el filósofo ilustrado cita el caso de dos emperadores romanos,
Tito y Marco Aurelio, que, a pesar de mostrarse como déspotas virtuosos
que deseaban el bien público, dejaron como sucesores a incompetentes.
Esto nunca hubiera sucedido con una constitución republicana, cuyo primer
objetivo consiste en proporcionar a los ciudadanos la seguridad de que, con
independencia de las virtudes del gobernante, no van a ser objeto de una
dominación tiránica.
La obra de Hobbes quizá sea la más perfecta plasmación de la frase de
Pope. Algunos intérpretes del autor de El Leviatán, aparte de considerarlo
el padre de la doctrina liberal, han visto en su obra una especie de ética de

20 M. VIROLI, Repubblicanesimo, Laterza, Bari, 1999, p. 21. El problema —indica Viroli—


es que la dominación «genera miedo frente a las personas que ejercen poderes arbitrarios», y «el
miedo, a su vez, produce una falta de ánimo y de valor que alimenta conductas serviles», del todo
«incompatibles con la mentalidad del ciudadano» (Diálogo en torno a la república, cit., p. 31).
21 Del Espíritu de las leyes, Tecnos, Madrid, 1995, XI, VI, p. 107. Casi todos los republi-
canos suelen citar este fragmento: M. VIROLI, Repubblicanesimo, cit., p. 105; J.-F. SPITZ, o. c.,
pp. 133 y 182; P. PETTIT, o. c., p. 101, etc.
22 Una interpretación republicana de Kant, de la que soy deudor, nos la ofrece J. L. VILLA-
CAÑAS, Res publica, los fundamentos normativos de la política, Akal, Madrid, 1999.
23 I. KANT, La paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 18-19.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 213

la responsabilidad del soberano; ya que, según el filósofo inglés, cuando el


gobierno es arbitrario y contrario a las leyes, el mismo gobernante soberano
estaría sembrando una de las semillas que acabarán por destruir la socie-
dad política y su régimen. Sin embargo, Hobbes no ha pensado en ningún
mecanismo constitucional capaz de evitar esta arbitrariedad y de estimular la
responsabilidad del gobernante. Por esta razón, el buen gobierno hobbesiano
depende, como el de aquellos emperadores romanos, de una cuestión tan aza-
rosa y privada como que el representante soberano se comporte finalmente de
un modo virtuoso y sabio24.
El segundo caso mencionado por Pettit y Viroli, la interferencia sin domi-
nación, tiene lugar cuando estamos sometidos a los vínculos y restricciones
de las leyes republicanas. No hay dominación porque la limitación de la
voluntad, del querer, no es fruto de la voluntad arbitraria de una o más per-
sonas que pretenden imponer sus propios intereses sobre los demás, sino de
la voluntad general que siempre quiere el bien de todos, aunque, como decía
Rousseau, no siempre lo vea, ya que la expresión de tal facultad volitiva, la
ley republicana, no tiene la necesidad de una ley natural. En cualquier caso,
la noción republicana de libertad implica afirmar la prioridad lógica, pero de
ninguna manera la incompatibilidad, del bien público sobre el bien particular,
de la voluntad general o pública sobre la voluntad de todos. Por eso, en esta
materia el ginebrino concluía que «se es siempre libre cuando se está some-
tido a las leyes, pero no cuando se debe obedecer a un hombre; porque en
este segundo caso yo debo obedecer la voluntad de otro, mientras que cuando
obedezco las leyes sólo acato la voluntad pública, la cual es tanto mía como
de los demás»25.

1.2. Libertad y virtud cívica. Desde un enfoque liberal, la libertad


como ausencia de interferencia implica también —como expresaba Hob-
bes— «inmunity from service»26. La realización de determinadas acciones o
servicios para el bien de la comunidad siempre es censurada por los liberales
como una limitación de la libertad o como un mal menor. Sin embargo, los
neorrepublicanos insisten en que sólo la virtud civil de los ciudadanos per-
mite combatir con eficacia a la auténtica enemiga de la libertad, la corrup-
ción política; puesto que, cuando los ciudadanos se convierten en sujetos
incapaces de juzgar con rectitud las cosas públicas, resulta inevitable la des-
composición del Estado. Si seguimos el parecer de Viroli, la virtud civil no

24 Este tema lo he tratado en mi nota crítica sobre el libro de Y. CH. ZARKA, Hobbes y el
pensamiento político moderno, Herder, Barcelona, 1997: Thomas Hobbes: modernidad e histo-
ria de los conceptos políticos, en Res Publica 1 (1998).
25 Las Leyes, cit. en M. VIROLI, Repubblicanesimo, cit., p. 109.
26 Ibidem, p. 51.
214 Antonio Rivera García

implica una disposición de ánimo propia de héroes o santos, sino una virtud
posible y atrayente para los hombres de nuestro tiempo. Probablemente sea
culpa de Montesquieu la extendida opinión de que la virtud civil exige el
sacrificio de las pasiones individuales y, por ello, resulta incompatible con el
ciudadano moderno. Por el contrario, Viroli sostiene que los deberes cívicos,
como el desarrollo de la propia profesión sin extraer ventajas ilícitas o sin
aprovecharse de la debilidad de los demás, el respeto recíproco en el seno
de la familia, la movilización para impedir que sea aprobada una ley injusta,
la participación en distintas asociaciones civiles (profesionales, deportivas,
culturales, políticas, religiosas) o el conocimiento de la política y de la
historia nacional e internacional, tan sólo son deberes que permiten a los
hombres vivir con dignidad y evitar la amenaza de una comunidad política
corrompida27. Ahora bien, el verdadero problema, sobre el cual no se ponen
de acuerdo los neorrepublicanos, consiste en saber si estas obligaciones son
sólo éticas o también jurídicas.
Según Skinner, la esencia del republicanismo clásico, esto es, de la filo-
sofía moral y política del Renacimiento, radica precisamente en el hecho de
exigir a los ciudadanos mediante leyes estatales la virtud o deber cívico. Pues
este expeditivo medio era la única vía para que los ciudadanos se compro-
metieran «a servir y cultivar el bien de su comunidad». Recordemos que,
para la tradición del humanismo cívico, los ciudadanos «deben, ante todo,
estar dispuestos a defender», incluso con las armas, a la civitas «contra las
amenazas externas de conquista y esclavización»; y, además, deben «evitar
que el gobierno de la comunidad caiga en manos de individuos ambiciosos o
grupos facciosos», lo cual implica «que todo el cuerpo de ciudadanos super-
vise permanentemente y participe en el proceso político». Este último deber
es sintetizado por el político radical inglés John Curran con el siguiente epi-
grama: «la condición bajo la cual Dios concedió la libertad a los hombres es
la eterna vigilancia»28. Pettit sigue en cierto modo la tesis de Skinner sobre la
«eterna vigilancia» cuando señala que el autogobierno o la democracia repu-
blicana no significa que todas las decisiones públicas tengan como origen
el consentimiento real de la ciudadanía, sino que debe existir algún cauce o
procedimiento adecuado para que el pueblo pueda criticar, con garantías de
éxito, los actos legislativos que constituyan una interferencia arbitraria. Ello
supone que «el índice de la autonomía individual no es histórico, sino modal
o contrafáctico». Es decir, lo que hace al pueblo ser capaz de gobernarse a
sí mismo o de participar en la toma de decisiones generales, «lo que le hace

27 Ibidem, pp. 65-66.


28 Q. SKINNER, Acerca de la justicia, el bien común y la prioridad de la libertad, en La
Política 1 (1996), Paidós, Madrid, pp. 145-146.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 215

democrático, es [...] el hecho de que sea capaz de disputar a voluntad esas


decisiones y de que, según sea el resultado de esa disputa [...], sea capaz tam-
bién de obligar a alterarlas»29.
La tesis que identifica la virtud cívica con la obligación jurídica de par-
ticipar en la gestión y control de los asuntos públicos parece ser contraria al
liberal pluralismo de los valores que, no obstante, defienden todos los neorre-
publicanos30. Por otra parte, los herederos más coherentes del republicanismo
clásico suelen ser, como veremos más adelante, hostiles al principio de la
representación por considerarlo incompatible con el deber legal de participa-
ción política. Sin embargo, para ese republicanismo de corte más liberal que
sí admite la representación, y cuyo mejor ejemplo hoy sería Bruce Ackerman,
todos los ciudadanos han de tener derecho a participar en la gestión de los
asuntos públicos, pero nadie está sometido a la obligación jurídica de partici-
par activamente para ser libre; en cualquier caso, todos tienen el deber de no
impedir los derechos políticos activos de sus conciudadanos. También John
Rawls en el parágrafo 36 de su Teoría de la Justicia considera que la partici-
pación política debería ser un derecho garantizado por las instituciones y no
un deber exigido por las leyes. En opinión del norteamericano, el principio de
participación en las instituciones políticas «no define un ideal de ciudadanía,
ni tampoco impone un deber que exija a todos tomar parte en los sucesos
políticos». «Lo esencial —añade Rawls— es que la constitución establezca
los mismos derechos para participar en las cuestiones públicas y se tomen
medidas para mantener estas libertades»31.
En cambio, Skinner opina que la virtud cívica no puede extenderse si no
está unida a los deberes exigidos por la legislación. El autor de Liberty before
Liberalism se equivoca cuando otorga más importancia a los deberes que a
los derechos32, y, apoyándose en la lectura de los Discorsi de Maquiavelo,

29 P. PETTIT, o. c., p. 243.


30 Un republicanismo liberal que reconozca diversos modos de vida debe aceptar —como
hace Ackerman dentro del contexto estadounidense— «que la esfera de lo político, como tal,
no domina ahora nuestra conciencia moral. Para el norteamericano contemporáneo, la vida del
compromiso político es sólo uno entre muchos caminos hacia los valores. La virtud y el vicio
—el sentido y la insensatez— pueden encontrarse en una desconcertante diversidad de vidas.
En lo que a nosotros respecta, alguien que logra preservar su integridad y tener éxito en dejar su
impronta en la política es, indudablemente, una persona digna de gran crédito, pero ¿lo es más
que la persona que contribuye al arte, a la ciencia o al menos elevado asunto de la decencia, el
amor y la consideración?» (B. ACKERMAN, La política del diálogo liberal, Gedisa, Barcelona,
1999, p. 184).
31 J. RAWLS, Teoría de la Justicia, FCE, México, 1979, p. 262. Cf. J.-F. SPITZ, o. c., p. 145.
32 Contra la tesis de Skinner podemos citar el siguiente fragmento: «Por sí solo —escribe
De Sanctis— el sentimiento del deber se convierte en sentimiento de esclavitud. Es virtud
cuando se le asocia a otro sentimiento, el del propio derecho. Entonces, al sentir que tiene dere-
cho, el hombre cumple con su deber.» (cit. en Diálogo en torno a la república, cit., p. 47).
216 Antonio Rivera García

manifiesta que el poder coercitivo de la ley debe obligar a los ciudadanos


a ser virtuosos33. Skinner malinterpreta de este modo la afirmación de
Rousseau sobre la necesidad de forzar a los ciudadanos a ser libres. Pues el
ginebrino nunca ha sostenido, a diferencia del secretario florentino, que la
obligación legal cree ciudadanos virtuosos y constituya un remedio eficaz
contra la corrupción. El Rousseau de la Lettre à D Alembert sabía, y entre
los neorrepublicanos Viroli tampoco tiene dudas al respecto34, que la virtud
no puede ser creada y conservada por la obligación jurídica; y que, si el buen
ciudadano cumple voluntariamente con sus deberes legales, no se debe a la
coerción externa de la ley, sino a la convicción interior de que el derecho,
cuyo contenido coincide con la voluntad general, se corresponde también con
su interés particular. Es más, el cumplimiento de los deberes por el temor a
la coerción jurídica constituye uno de los mejores índices para detectar la
ausencia de libertad35. A este respecto, los republicanos, empezando por el
francés Rousseau y el norteamericano Madison, siempre han criticado la
democracia coercitiva36, y pensado que las leyes republicanas nada pueden
hacer cuando las costumbres del pueblo o de la sociedad civil están corrom-
pidas. O en otros términos, la solución republicana se desvanece cuando los
ciudadanos no comprenden que los bienes en los que cada uno cifra su felici-
dad no pueden perseguirse a costa de los del semejante; lo cual no sólo ocurre
en la más egoísta de las sociedades liberales, sino especialmente en aquellas
poblaciones devastadas por una grave crisis económica o por necesidades
materiales. Mas, desde luego, a esta conclusión no se puede llegar si antes no
se distingue claramente entre el ámbito de los deberes legales y el de las obli-

33 Skinner comenta que, para Maquiavelo, «el más efectivo modo de inducir al pueblo a
adquirir la virtù» consiste en «el uso de los poderes coercitivos de la ley para obligarle a colocar
el bien de su comunidad por encima de sus propios intereses». «Si nos preguntamos —añade
inmediatamente el profesor de Cambridge— cómo algunas ciudades se las arreglan para guardar
su virtù durante períodos excepcionalmente largos, la respuesta fundamental en cada caso es que
las leyes las hacen buenas». Esparta y Roma son los mejores ejemplos. Gracias a las leyes que
dictaron los fundadores de Roma, Rómulo y Numa, «la ciudad se vio obligada a la práctica de
la virtù con tal firmeza que incluso ‘la grandeza del imperio no pudo corromperla a lo largo de
varias centurias .» (Q. SKINNER, Maquiavelo, Alianza, Madrid, 1984, p. 83).
34 «El deber —escribe Viroli— de servir al bien común y de practicar la solidaridad con
los ciudadanos es un deber moral que no se puede imponer con las leyes, a no ser de forma indi-
recta». «Las buenas leyes —continúa un poco más adelante— necesitan de buenas costumbres.
En el sentido de que la ley no puede alcanzar por sí sola el fin de conservar una buena comunidad
democrática y liberal, sino que precisa de la ayuda de ese sentimiento interior que es el sentido
del deber [...] el sentido del deber, precisamente por su naturaleza interior, requiere algo distinto
de las leyes.» (Diálogo en torno a la república, cit., pp. 48-49).
35 J.-F. SPITZ, o. c., pp. 173 ss.
36 Una crítica a la democracia coercitiva, en la línea del Federalist, la encontramos en B.
ACKERMAN, o. c., pp. 187-188.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 217

gaciones éticas, entre las leyes y las costumbres (mores), o entre el ámbito de
la res publica y el de la societas civilis.
Por tanto, si el ciudadano no encuentra ninguna razón ética para desear la
libertad política, ninguna obligación legal podrá remediar los males de una
ciudadanía pasiva. Los republicanos más importantes del siglo XVIII, Rous-
seau y Kant, ya sabían que no es la constitución republicana —la ley— la
que convierte en virtuosa a la sociedad civil, sino que, por el contrario, es
esta última —las mores de los ciudadanos— la que hace posible la consti-
tución republicana. Pero si queremos eludir los peligros comunitaristas, la
dimensión ética del republicanismo, consistente en el reconocimiento de la
necesidad del bien público, debe ser compatible con la autonomía moral de
los individuos y con el reconocimiento de la pluralidad irreductible de los
valores o modos de vida. Las reflexiones que Cassirer, en su libro El mito del
Estado, nos ha dejado sobre el concepto kantiano de libertad moral nos pue-
den ayudar a iluminar esta idea. Como es sabido, el sujeto goza de autonomía
cuando obedece una norma que, lejos de ser una ley natural o de imponerse
desde fuera como sucede en los universos católico y maquiaveliano, se ha
dictado a sí mismo. La libertad no es así un hecho o una herencia natural, sino
la exigente tarea de pensar, juzgar y decidirse por sí mismo. «Cumplir esta
exigencia —añade Cassirer— es cosa dura en tiempos de crisis social grave
y peligrosa, cuando parece inminente la ruptura de toda la vida pública». En
circunstancias de una dificultad extrema, como era la situación de Alemania
bajo la República de Weimar, el hombre suele corromperse moralmente, ya
que ve en la libertad individual y política más una carga que un derecho37.
Es entonces «cuando aparecen el estado totalitario y los mitos políticos»,
los cuales «suprimen y destruyen el sentido mismo de la libertad»; pero, al
mismo tiempo, y he ahí —como sabía el Gran Inquisidor— la razón de su
fuerza, «eximen al hombre de toda responsabilidad personal»38.

1.3. Igualdad republicana. En cuanto al segundo principio que ha de ins-


pirar la legislación republicana, la igualdad, Rousseau escribía en un conocido
pasaje de su principal libro que «no hay que entender por esta palabra que los

37 Según el Proudhon del muy republicano El principio federativo (Editora Nacional,


Madrid, 1977, pp. 107 ss.), la plebe, cuando está sometida a la violencia de sus necesidades,
de sus pasiones o instintos primarios, siempre acaba renunciando a su libertad y entregando el
poder político a un autócrata o a un nuevo césar. El pueblo que está coaccionado por sus nece-
sidades sociales, por mucho que también lo esté por la ley republicana, carece del saber político
necesario y del valor suficiente para la acción cívica. En estas condiciones, el pueblo se burla de
las formalidades, de las garantías legales o de los principios políticos, y busca a un jefe que se
consagre, a cambio de recibir un poder irresistible, a la tarea de satisfacer sus necesidades.
38 E. CASSIRER, El mito del Estado, FCE, México, 1968, pp. 340-341.
218 Antonio Rivera García

grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en


cuanto al poder, que esté por debajo de toda violencia y no se ejerza nunca
sino en virtud del rango y de las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún
ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo
bastante pobre para ser constreñido a venderse»39. Rousseau no albergaba
ninguna duda de que una constitución republicana sólo podía perdurar si se
conseguía una homogénea sociedad civil, esto es, si se tendía a universalizar
la clase media y se aproximaban los extremos, como también sostenía en este
otro fragmento: «¿Queréis dar al Estado consistencia? Acercad los grados
extremos cuanto sea posible; no permitáis ni gentes opulentas ni pordioseros.
Estos dos estados, inseparables por naturaleza, son igualmente funestos al
bien común; del uno salen los fautores de la tiranía, y del otro los tiranos;
siempre es entre ellos entre quienes se hace el tráfico de la libertad pública, el
uno la compra y el otro la vende»40.
La libertad y la ley republicana no pueden existir, por lo tanto, fuera de
un contexto social de igualdad. Como ha insistido Jean-Fabien Spitz, la filo-
sofía republicana exige que todo ciudadano disponga de la misma libertad
y de las mismas garantías jurídicas, que sea consciente de esta igualdad, y,
además, que sea reconocido como un igual por todos sus conciudadanos. En
cambio, una sociedad carece de libertad, es elitista, si algunos de sus miem-
bros piensan que pueden satisfacer ciertos deseos con menos obstáculos que
el resto de la comunidad, y si la opinión común comparte esta impresión.
Es decir, allí donde los gobernantes o los componentes de una determinada
clase social piensan estar en mejor posición a la hora de obtener sus bienes,
y allí donde el resto de los gobernados reconoce implícita o explícitamente
que aquellos sujetos tienen razones objetivas para pensar de este modo, no
puede arraigar un constitución republicana. Pues las leyes, al no estar ya ins-
piradas por los principios de libertad e igualdad, dejan de ser la expresión de
la voluntad general del pueblo. De todo ello debemos inferir —de acuerdo
con el neorrepublicano Spitz— que la libertad no sólo depende de una gené-
rica o abstracta libertad para actuar, ni de que exista una garantía jurídica
igual para todos, sino sobre todo de la siempre variable opinión popular
acerca de la libertad y de las garantías jurídicas realmente disfrutadas, ya
que la buena legislación republicana debería reajustarse constantemente a
estos cambios de opinión41.

39 Del Contrato social, cit., II, XI, p. 57.


40 Ibidem, pp. 291-292.
41 J.-F. SPITZ, pp. 203-204.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 219

2. El problema de la democracia. Aunque los neorrepublicanos suelen


acentuar sus diferencias con la filosofía política liberal, tampoco olvidan cri-
ticar las tesis comunitaristas y populistas. En esta línea, Viroli replica a todos
aquellos que, como Habermas, confunden el pensamiento republicano con un
tipo especial de comunitarismo; en concreto, con el que hunde sus raíces en
la filosofía griega, fundamentalmente en Aristóteles, y entiende el principio
de ciudadanía como pertenencia a una homogénea comunidad etno-cultural42.
Desde ese punto de vista, los ciudadanos sólo podían actuar libremente den-
tro de una polis y de una tradición que se sustentaba sobre una noción deter-
minada de bien común. Para Maurizio Viroli, en cambio, la interpretación del
republicanismo como una forma de aristotelismo político constituye un error
histórico. El buen republicano no se caracteriza por formar parte de un colec-
tivo cuya homogeneidad cultural o étnica facilita el autogobierno; sino más
bien por ejercer los derechos civiles y políticos derivados de su pertenencia a
una plural comunidad política43.
El republicanismo, por tanto, no debe confundirse con la libertad de los
comunitaristas, «con la afirmación de un particular tipo de vida o de yo»44.
De modo semejante al publicista liberal, el partidario de la filosofía política
republicana acepta la pluralidad de valores o modos de vida;45 y, por esta
causa, ni cree en una ciudad utópica, ni teme, si se mantienen dentro de los
límites de la vía constitucional, los inevitables conflictos sociales y políticos
que se derivan del citado pluralismo46. En realidad, Viroli asume la tesis de
que el republicanismo más genuino nos ofrece una visión retórica, y no filo-
sófica, de la política, pues, en lugar de buscar la verdad, persigue lo útil y el
bien común. En esta cuestión coincide con Hannah Arendt, con la autora para
quien resulta necesario «que tengamos conciencia de la naturaleza no-política
de la verdad y, de manera potencial, aun de su naturaleza antipolítica»47. Todo
lo cual no impide que el hombre posea una facultad, el sensus communis teo-
rizado por Kant en la Crítica del juicio, para entenderse con sus semejantes y

42 J. HABERMAS, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998, p. 652.


43 M. VIROLI, Repubblicanesimo, cit., p. 53.
44 Ibidem, p. 24.
45 Sobre dos formas distintas de entender el liberal pluralismo de los valores, véase el
reciente libro de J. GRAY, Las dos caras del liberalismo. Una nueva interpretación de la toleran-
cia liberal, Paidós, Barcelona, 2001.
46 Ibidem, p. 40. «Me inspiro aquí en Maquiavelo, quien, precisamente al no creer que el
bien común fuera el bien de cada uno y de todos, no temía los conflictos sociales y políticos, a
condición de que éstos permanecieran dentro de los límites de la vida civil, y daba mucho valor a
la confrontación retórica producida en los consejos públicos.» (Diálogo en torno a la república,
cit., p. 44).
47 H. ARENDT, Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona, 1996, p. 273.
220 Antonio Rivera García

fundar la respublica48. Viroli señala asimismo que los conflictos políticos de


intereses no son debates filosóficos cuyo objetivo sea alcanzar o demostrar
la verdad objetiva. Decidir sobre la arbitrariedad de una acción constituye un
asunto que puede generar un debate, siempre parcial, apasionado o partidario,
y un conflicto de intereses, para cuya resolución no existe un procedimiento
que satisfaga a todas las partes encausadas.
Viroli añade que el republicanismo no tiene necesidad de fundamentos
abstractos, sino de la fuerza persuasiva del ejemplo y de la narración histó-
rica. Precisamente, el carácter normativo, y no histórico, del contrato social
explica —en su opinión— por qué esta teoría, aun existiendo republicanos
contractualistas como Rousseau, no es republicana49. Ahora bien, aunque lo
pretenda, el neorrepublicano no puede prescindir de principios abstractos o
normativos, que, como los de libertad e igualdad, se encuentran en la base de
todo sistema legislativo. Si renunciamos a ellos nos quedaremos sin criterios
para poner coto a la arbitrariedad; y si no aceptamos que todos los hombres
son libres e iguales por naturaleza, resultará imposible universalizar los dere-
chos civiles y políticos, así como desautorizar las concepciones comunitaris-
tas y nacionalistas.
En suma, el republicanismo contemporáneo, lejos de aspirar a compartir,
como pretende el pensamiento comunitarista, una misma noción de bien
común, se contenta con el imperio de la ley, cuyo primer objetivo consiste en
hacer efectiva la igualdad y la libertad de los ciudadanos. O en otras palabras,
más allá de las inevitables particularidades de cada comunidad o nación, toda
república debe asentarse sobre la justicia distributiva y sobre el gobierno del
derecho. Aún más, si construimos el Estado moderno, en cuya sociedad civil
concurre una pluralidad de valores irreductibles, sobre una particular cultura,
modo de vida o concepción del bien, la república tan sólo será una ciudad
justa para algunos50.
En opinión del filósofo italiano, también supone un error concluir que la
participación de todos en el gobierno constituye el valor prioritario del repu-
blicanismo. La tradición del humanismo cívico, a la cual denomina Viroli en
otras ocasiones republicanismo clásico, tan sólo pensaba que la participación

48 «La única garantía para ‘la corrección de nuestro pensamiento está en que ‘pensamos,
por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos así como
ellos nos comunican los suyos . La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el
hombre puede hacer ‘uso público de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes, aun
en un estado de ‘tutelaje , son incapaces de usar sus mentes ‘sin la guía de alguien más , y para
el ‘estudioso , que necesita ‘de todo el público lector para examinar y controlar sus resultados.»
(Ibidem, p. 247).
49 M. VIROLI, Repubblicanesimo, cit., p. 47.
50 Ibidem, pp. 53-54.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 221

en la vida pública —la libertad positiva— era un medio para proteger la


libertad y seleccionar a los mejores gobernantes. En una línea opuesta a los
neorrepublicanos más críticos con la representación, como Pocock o Spitz,
Viroli sostiene que, para el humanismo cívico, resultaba más importante tener
buenos gobernantes, conseguir una buena élite política, que la participación
de los ciudadanos en todas las decisiones. Igualmente, en el Estado moderno
lo importante es que quien gobierne lo haga para la res publica, y, en con-
secuencia, adopte las medidas legales pertinentes para acabar con cualquier
desigualdad contraria a la libertad. O, dicho de otra manera, la primera fun-
ción del gobierno republicano consiste en poner fin a toda dominación arbi-
traria; dominación que puede proceder incluso de los gobernantes cuando,
por utilizarse los derechos sociales como si fueran privilegios, se convierte a
los ciudadanos en clientes vitalicios del Estado51.
Viroli nos recuerda que tanto Skinner como Pettit rechazan la idea de que
ser libres signifique obedecer leyes aprobadas por nosotros mismos; esto es,
niegan que la concepción republicana de la libertad sea una concepción posi-
tiva o basada en el ejercicio directo de los derechos políticos52. El filósofo
italiano coincide con Pettit en denunciar lo que este último denomina popu-
lismo, esto es, aquel republicanismo que, «probablemente por la influencia de
Hannah Arendt», considera la «democracia directa, o asamblearia, o plebisci-
taria» como «la opción sistemáticamente preferida»53. La libertad republicana
defendida por Viroli y Pettit se halla vinculada necesariamente a la ley, pero
no a la democracia; la cual, comprendida como eterna vigilancia o control
de los ciudadanos, desempeña el papel devaluado de un simple medio para
promover la libertad54. Pettit, en particular, rechaza la teoría contractualista
porque ésta considera suficiente la democracia mayoritaria para acabar con
el ejercicio arbitrario del poder55.
El principal defecto de esta crítica neorrepublicana radica en que parte
de una concepción poco sutil de la democracia. Así, estos autores no suelen

51 Ibidem, p. 55. Diálogo en torno a la república, p. 66.


52 Repubblicanesimo, p. 31.
53 P. PETTIT, o. c., p. 26.
54 Según Pettit, es preciso «definir la libertad como una situación que evita los males
ligados a la interferencia, no como acceso a los instrumentos de control democráticos, partici-
pativos o representativos. El control democrático es ciertamente importante en esta tradición
[republicana], pero su importancia le viene, no de su conexión definicional con la libertad, sino
del hecho de que sea un medio para promover la libertad [...] El creciente énfasis puesto en la
democracia llevó a algunos a separarse de la posición tradicional y a acercarse a una posición
populista, de acuerdo con la cual la libertad consiste, ni más ni menos, que en el autodominio
democrático [...] Rousseau es probablemente responsable de haber dado pábulo a este enfoque
populista.» (Ibidem, p. 50).
55 Ibidem, p. 51.
222 Antonio Rivera García

distinguir entre el problema, por un lado, de la legitimidad democrática de


la Constitución republicana, y a este respecto la democracia, o el pueblo en
cuanto dotado de poder constituyente, supone el criterio último para decidir
qué conductas son arbitrarias o contrarias a la libertad56; y la cuestión, por
otro lado, de la constitucionalidad del gobierno de la mayoría, el cual sí
puede en ocasiones atentar contra lo dispuesto por el poder constituyente
del pueblo. Ahora bien, en este último caso, la mayoría no actúa como un
colectivo cuya voz exprese la voluntad general, sino como una facción
enfrentada a la minoría. Para solucionar tal problema, y evitar que la mayoría
o los representantes elegidos por ésta se aparten de la voluntad del pueblo,
el constitucionalismo republicano suele propugnar el establecimiento de una
jurisdicción constitucional.
El republicanismo liberal de Bruce Ackerman se presenta como la más
depurada expresión del dualismo democrático que acabo de apuntar. Frente al
modelo monista de democracia, que «permite a la masa de ciudadanos apare-
cer en escena en un solo momento: aquel en que ellos votan para seleccionar
a sus gobernantes para el próximo período»; el norteamericano propone un
modelo dualista «que busca problematizar la representación política normal
sin deslegitimarla». Si bien rechaza la conveniencia de una revolución per-
manente o de la amnesia revolucionaria, reconoce, no obstante, la necesidad
de admitir en situaciones históricas excepcionales la forma revolucionaria de
lo político mediante la cual el pueblo habla directamente. Por este motivo,
Ackerman sostiene, inspirándose en la historia de la Constitución norteame-
ricana y en las tesis del Federalist, que en la vida política de un Estado repu-
blicano puede apreciarse momentos singulares o constitucionales, durante los
cuales el pueblo ejercita su soberanía popular, pouvoir constituant o verfas-
sunggebende Gewalt, y periodos normales u ordinarios, en los que la política
suele estar en manos del poder delegado o pouvoir constituée, normalmente
ejercido por los políticos electos57. Esta dualidad origina dos carriles legisla-
tivos: un sistema de legislación superior que permite a todos los ciudadanos
establecer los programas y principios fundamentales de la respublica, y un
sistema de legislación normal mediante el cual los representantes democráti-
cos elaboran las leyes que desarrollan la normativa constitucional.
El profesor de Yale propone varios criterios para identificar cuándo se
produce un acto apropiado de voluntad constitucional. Así, en primer lugar,
«debería fijarse un período de tiempo considerable —medido en años, no en
meses— en el cual una iniciativa constitucional pueda ser debatida en múlti-

56 Este es el punto central del artículo de J. L. VILLACAÑAS, Republicanismo y Domina-


ción. Una crítica a Philip Pettit, en Daimon 27 (2002), pp. 73-87.
57 B. ACKERMAN, o. c., pp. 149-150.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 223

ples foros decisorios antes de determinar su destino». En segundo lugar, para


que tal iniciativa sea aprobada se debe contar con un apoyo muchísimo más
amplio que el exigido por la legislación normal. En tercer lugar, se requiere
una aprobación contundente, en el sentido de que no debe obtenerse «a través
de una astuta manipulación de la agenda», y, por tanto, no debe suprimirse
del debate otras alternativas que pueden resultar igualmente atrayentes. El
último criterio se refiere a la profundidad del consentimiento popular. Según
Ackerman, este requisito supone que los ciudadanos han invertido el tiempo
y la energía suficientes para deliberar sobre el cambio o la iniciativa constitu-
cional. Por todo ello, el pueblo habrá hablado cuando se obtenga un consenso
amplio, contundente y profundo de la ciudadanía58.
El dualismo también afecta al concepto de ciudadano. El republica-
nismo liberal no satisfará, confiesa Ackerman, ni al perfecto privatista, que
«demanda un derecho absoluto de ignorar la política toda vez que encuen-
tra algo mejor que hacer», ni al demócrata riguroso o perfecto ciudadano
público, que desea que el pueblo resuelva todas las cuestiones importantes,
y se entregue a la búsqueda del bien público sin importar los sacrificios que
esto suponga. Por el contrario, la democracia dualista exige distinguir entre
aquellos momentos constitucionales en que los individuos se presentan como
ciudadanos privados, esto es, como ciudadanos convencidos de la necesidad
de intervenir en la deliberación constitucional, y «entre aquellas ocasiones
ordinarias en que se contentan con comprenderse a sí mismos en tanto ciu-
dadanos meramente privados, o para quienes la vida política no es sino una
entre muchas diversiones en su búsqueda sostenida de la felicidad»59.
Los neorrepublicanos suelen criticar a Ackerman porque los períodos de
política constitucional son momentos de populismo60; y porque la teoría dua-
lista, en la medida que afirma la prioridad conceptual o lógica de la voluntad
del pueblo sobre los derechos individuales61, no acaba con el peligro de la

58 Ibidem, pp. 151-152.


59 Ibidem, pp. 194-197.
60 Ackerman ha reconocido su deuda con los escritos de la populista Hannah Arendt,
aunque también es consciente de que la visión neoclásica de la Fundación estadounidense, la de
Arendt, choca con su visión excesivamente elogiosa de los valores del «privatismo cívico». Cf.
Ibidem, p. 207.
61 «La condición —escribe Ackerman— que se reconoce a derechos fundamentales como
el libre ejercicio de la religión, la privacidad personal, la propiedad privada y la libertad de
contratación depende de la voluntad del pueblo, tal como ésta se expresa a través de ejercicios
exitosos de política constitucional. Si el pueblo ha afirmado estas libertades fundamentales, los
tribunales dualistas intervendrán para protegerlas [...] Si no, no. En suma, no podemos determi-
nar la relación entre el dualismo y el liberalismo en abstracto; todo depende del contenido de la
voluntad del pueblo, tal como ésta se expresa en el desarrollo histórico de un particular sistema
constitucional.» (Ibidem, pp. 158-159).
224 Antonio Rivera García

tiranía de una mayoría, aunque sea tan amplia, contundente y profunda como
la exigida por Ackerman62. En mi opinión, esta crítica pone de relieve que los
neorrepublicanos parecen ser más liberales que republicanos, pues ni siquiera
la democracia más rigurosa, la desplegada en un momento tan puntual como
es el periodo constituyente, les parece incompatible con la arbitrariedad. Sin
embargo, resulta absurdo que esta crítica sea formulada precisamente por
parte de quienes, además de atacar el lenguaje liberal de los derechos natura-
les e innatos, juzgan que sólo existen derechos individuales si son positiviza-
dos y protegidos por las leyes.
Maurizio Viroli no ha asumido esta compleja concepción de la democra-
cia, y por ello acentúa la diferencia y tensión que existe entre, por un lado,
la concepción republicana de la libertad como no dominación, y, por otro, la
visión democrática de la libertad como poder de autolegislar y de no seguir
otra norma que la creada por el pueblo mismo. El italiano reconoce, no obs-
tante, que el republicanismo y el pensamiento democrático coinciden en iden-
tificar la libertad con la autonomía de la voluntad, y en aseverar la necesidad
de que las leyes republicanas se ajusten a la voluntad de los miembros de la
civitas. Por otra parte, Viroli señala que el republicanismo contemporáneo se
diferencia del clásico porque todos los habitantes de la ciudad gozan de liber-
tad política63. Si bien en esta cuestión no indica que han sido precisamente las
denostadas, por su liberalismo, declaraciones de derechos del hombre y del
ciudadano las que más hicieron por universalizar los derechos políticos.
Ciertamente, los liberales, aunque admitan que las democracias suelen
favorecer el ejercicio de los derechos, creen que la libertad negativa de los
modernos no está lógicamente vinculada a la democracia o a la libertad
positiva. La falta de una relación necesaria entre libertad y democracia, hace
posible tanto la existencia de un déspota respetuoso con los derechos indi-
viduales, como la de un gobierno democrático contrario a las libertades. Lo
sorprendente es que los neorrepublicanos Skinner y Pettit apenas difieren en
esta materia de su enemigo liberal, ya que también reducen la democracia a
un simple medio, aunque sea el mejor de ellos, para obtener la libertad repu-
blicana. A mi juicio, no incluyen la democracia entre los fines políticos por-
que, en contraste con Bruce Ackerman, no han reflexionado seriamente sobre
esos dos momentos y poderes democráticos tan diversos que encontramos
en la vida de cualquier república; esto es, sobre el momento extraordinario

62 Una aproximación crítica al pensamiento de Bruce Ackerman puede leerse en M. GOL-


DONI, Repubblicanesimo liberale e costituzionalismo negli Stati Uniti: Ackerman, Michelman e
Sunstein, en Il Pensiero Mazziniano LV, 3 (2000), pp. 154-162 (número coord. por T. CASADEI y
S. MATTARELLI, con el título de Repubblicanesimo, Neorepubblicanesimo).
63 M. VIROLI, Repubblicanesimo, p. 16.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 225

de fundación de la ciudad o de revisión constitucional, durante el cual entra


en funcionamiento el poder democrático constituyente, y sobre el periodo de
normalidad o estabilidad política en el que se impone la democracia mayo-
ritaria y la representación democrática. El reconocimiento de esta dualidad
temporal y política les hubiera obligado a reconocer que la democracia del
poder constituyente pertenece al orden de los fines, por cuanto los objetivos
de la sociedad política y de sus miembros se identifican con las decisiones de
este poder, mientras que la representación democrática es tan sólo un medio
encargado de hacer realidad los fines establecidos por el poder constitu-
yente.
Aunque Viroli hace mayor hincapié en la conexión entre libertad y demo-
cracia que Skinner y Pettit, sigue pensando, no obstante, que el pensamiento
republicano es más exigente que el democrático. Pues el republicanismo,
aparte de luchar por la autonomía de la voluntad, advierte contra el peligro
de ser dominado por otro individuo o por el mismísimo pueblo64. Desde este
enfoque, los diversos procesos electorales democráticos se convierten en un
medio muy eficaz para alcanzar la libertad, pero no bastan, ya que la libertad
republicana no siempre impera allí donde la ley tiene un origen democrático;
en algunas ocasiones la voluntad popular, por imponer los intereses de una
facción, acaba por destruir el régimen de libertades. Un buen ejemplo de este
hecho nos lo proporciona, según Viroli, el republicano Maquiavelo en su crí-
tica a la Ley Agraria romana; o —podríamos añadir nosotros— el anarquista
Proudhon en sus análisis del fin de la I República francesa, cuando el pueblo,
impulsado por la violencia de sus necesidades, entregó el poder a un dictador
soberano.
Pero el problema —insisto en ello— es que Viroli y otros neorrepublica-
nos como Skinner o Pettit parecen olvidar que es precisamente la legitimidad
democrática, la decisión adoptada por el pueblo en el momento constituyente
y expresada en la Constitución republicana, el único criterio válido, esto es,
público u objetivo, para decidir cuándo las normas son arbitrarias. Si los
neorrepublicanos no hubieran renunciado tan pronto al republicanismo con-
tractual, no les sería difícil entender que no se puede hablar de una ley repu-
blicana o de voluntad general cuando la mayoría se sirve de la legislación
para satisfacer los intereses de una parte de la comunidad o de una facción.

64 «De hecho —según Viroli—, independencia y autonomía van casi siempre parejas [...]
A pesar de ello, creo que es posible distinguir tres concepciones de libertad. La primera, la libe-
ral, sostiene que ser libre significa no estar sometido a interferencias; la segunda, la republicana,
afirma que ser libre quiere decir (en primer lugar) no depender de la voluntad arbitraria de otros
individuos, y la tercera, la democrática, defiende que ser libre significa, ante todo, poder decidir
las normas que regulan la vida social.» (Diálogo en torno a la república, pp. 33-34).
226 Antonio Rivera García

Viroli ni ha reflexionado sobre el tópico republicano del poder constituyente


popular, ni sobre ese periodo inicial, la fundación del Estado, durante el cual
se expresa la voluntad general —prácticamente unánime— del pueblo. Este
momento inicial, así como los sucesivos períodos constituyentes en los que
la ciudadanía enmienda la Constitución65, influyen sobre toda la existencia
posterior de la república, puesto que las normas jurídicas, aun representando
una opción o un modo de vida concreto, nunca pueden romper el pacto
constituyente, la unidad o el consenso obtenido durante aquellos momentos
excepcionales. Quizá la insistencia de Viroli en que el republicanismo no
teme los conflictos, le haga incurrir en el error de pensar que no existe ningún
criterio racional indiscutible para decidir si una acción resulta arbitraria. Pero
el hecho de separar el republicanismo del comunitarismo, no debería desem-
bocar en un escepticismo práctico incapaz de luchar contra la dependencia.
Difícilmente podrá conservarse la república si no vemos en los principios y
programas consensuados durante los momentos constituyentes los únicos cri-
terios públicos, por muy vagos e interpretables que sean, para saber cuándo
una ley cobija acciones arbitrarias.

3. La tradición del humanismo cívico y la sociedad moderna. Los neorre-


publicanos Viroli, Pocock o Skinner mantienen que el origen del discurso
republicano debe remontarse hasta las ciudades italianas del Renacimiento,
hasta la tradición del humanismo cívico. Pero Viroli comprende esta tradi-
ción de forma muy distinta a Pocock. El primero acentúa la convergencia
del republicanismo con el liberalismo, mientras que el segundo ha resaltado
principalmente sus diferencias.
En el libro donde ha reconstruido el pensamiento del humanismo cívico,
The Machiavellian Moment, Pocock se muestra disconforme con la visión
excesivamente liberal que ofrecen la mayoría de los historiadores de la
filosofía política moderna. Por un lado, estos autores escriben la historia del
pensamiento político con el lenguaje de los derechos; y, por otro, tienden a
convertir esta historia en el relato de la progresiva aparición del liberalismo,
cuya idea fundamental consiste en que los individuos poseen toda una serie
de derechos naturales o innatos que deben ser protegidos legalmente por las
instituciones.

65 La democracia dualista y el reconocimiento de que son posibles enmiendas constitucio-


nales fuera de los márgenes del artículo 5, explican por qué Bruce Ackerman rechaza el mito del
bicentenario, esto es, la tesis de que la Constitución norteamericana ha permanecido inalterable
desde su promulgación hasta nuestros días. Por el contrario, Ackerman aprecia tres grandes
periodos extraordinarios de política constitucional: la Revolución, la Guerra Civil que produjo
las enmiendas decimotercera a decimoquinta, y el New Deal que introdujo, aunque no encontrara
una expresión formal en la Constitución, el Welfare State. Cf. M. GOLDONI, o. c., p. 157.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 227

El modelo alternativo de lectura de la historia de la filosofía política pro-


puesto por John Pocock se basa en dos hipótesis66. En primer lugar, privilegia
el vocabulario republicano y humanista de las ciudades italianas, que, en
los siglos XIV y XV, luchan por conservar su independencia. Durante esta
época, los publicistas republicanos consideraban que tales ciudades eran
independientes y libres cuando sus habitantes con plenos derechos civiles, en
lugar de estar subordinados y representados, participaban efectivamente en el
ejercicio del poder. El vivere civile, esto es, la participación activa y la alter-
nancia regular del ciudadano en el papel de gobernante y gobernado, no sólo
favorecía la independencia de la civitas, sino también las mismas libertades
individuales. Pocock añade, en segundo lugar, que este vocabulario cívico,
republicano y humanista, lejos de desaparecer con el declive de la autonomía
de las ciudades italianas, lo reencontramos en Inglaterra, con Harrington y
sus sucesores, y más tarde en la revolución americana. A partir de la segunda
mitad del siglo XVII, esta tradición republicana deberá enfrentarse con el
nuevo lenguaje liberal de los derechos; al cual Pocock acusa de corromper
la misma libertad que pretendía defender, ya que, cuando se emplea la retó-
rica de las compensaciones o las relaciones sociales pasan a estar dominadas
exclusivamente por los intereses individuales, desaparece la igualdad y se
favorece la instauración de nuevas formas de dominación y esclavitud. Por
el contrario, el vocabulario republicano hace referencia a cuestiones que no
suelen ser tratadas por la filosofía liberal de los derechos, tales como la inde-
pendencia real de los diferentes órganos gubernamentales, la necesidad de
extender la virtud cívica, la crítica de la corrupción política y la lucha contra
el desinterés, la privatización o pasividad que adolecen los ciudadanos del
Estado moderno.
Así que el programa historiográfico del filósofo de Cambridge se rebela
fundamentalmente contra el mito liberal; es decir, rechaza tanto la idea de
que la política moderna está formulada únicamente en el lenguaje de los dere-
chos, como la representación o profesionalización de la política. El redescu-
brimiento de la tradición republicana también sirve para refutar la tesis que
ve en el pensamiento socialista o marxista, y, concretamente, en la abolición
de los derechos individuales, empezando por la propiedad privada, la única
alternativa seria al modelo liberal o burgués de sociedad67.
Veamos seguidamente los rasgos principales con los que el autor de El
momento maquiaveliano describe el humanismo cívico. Ante todo, esta
tradición se caracterizaba, como es suficientemente conocido, porque, en
relación con la Edad Media, atribuye un papel fundamental a la vita activa.

66 J.-F. SPITZ, o. c., pp. 230 ss.


67 Ibidem, p. 265.
228 Antonio Rivera García

La política, gracias a la cual el hombre puede instaurar una civitas estable y


vencer a la fortuna, aparecía de esta manera como el tipo de vida más noble68.
Asimismo, la equilibrada distribución del poder y de los valores de libertad,
sabiduría y autoridad, o en otras palabras, la constitución mixta cuyas bases
teóricas se encontraban en las páginas de Polibio y Cicerón, se convertía en
el principal medio utilizado por esta tradición para conseguir los objetivos de
estabilidad política y bien común.
La estructura institucional de la republicana ciudad renacentista se
asentaba, según Pocock, sobre los principios de separación de poderes,
de participación de todos en las decisiones políticas (autogobierno) y de
rechazo de la representación o de la estricta separación entre gobernantes
y gobernados. Desde esta perspectiva, la libertad individual no existía sin
libertad política para elegir las leyes fundamentales de la respublica. Ahora
bien, Spitz sostiene, al comentar las tesis de Pocock, que el autogobierno del
republicanismo clásico no significaba democracia directa, esto es, no suponía
que los ciudadanos deliberaran sobre todas la leyes, sino tan sólo sobre las
disposiciones esenciales. Pero si esto es así, no se entiende por qué la tradi-
ción humanista es tan crítica con la representación. Tal hostilidad —y en este
punto veremos que Viroli se aleja de Pocock y Spitz, y se acerca, en cambio,
a Bruce Ackerman— se debía básicamente a que el representado, en tanto no
intervenía en la formación de la decisión política, dejaba de ser ciudadano y
se transformaba en un simple súbdito, en objeto pasivo de las decisiones que
otros tomaban en su lugar69.
Aparte de las condiciones anteriores, el humanismo cívico exigía, por un
lado, la independencia económica de los ciudadanos, ya que sólo se podía
hablar de autonomía política cuando el habitante de la res publica poseía la
propiedad del suelo o los medios materiales suficientes. Y, por otro, los auto-
res de esta tradición demandaban que la defensa de la ciudad fuera confiada
a los propios ciudadanos y no a mercenarios; pues, como demostró Maquia-
velo, solamente el ciudadano, en la medida que combate por la supervivencia
de las instituciones encargadas de garantizar su libertad, puede ser un buen
soldado. Además, en la vida militar el ciudadano aprendía a anteponer el inte-
rés general, la salvación de la civitas, a su interés particular.
Jean-Fabien Spitz, después de una atenta lectura de la historia trazada por
Pocock, mantiene que los herederos del humanismo cívico se caracterizan
fundamentalmente por denunciar las bases de la sociedad moderna. Esto es,
por su animadversión hacia el lenguaje liberal de los derechos, el cual no
suele tomar en cuenta las imprescindibles condiciones materiales e históricas

68 Ibidem, p. 235.
69 Ibidem, pp. 240 ss.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 229

para hacer realidad la libertad; y por criticar tanto la representación o profe-


sionalización de la política, como esa nueva economía que está sometida a los
movimientos ciegos e irracionales del mercado y de los precios. En relación
con la economía moderna, Pocock ve en la creación del Banco de Inglaterra
el inicio de nuevas e inestables formas de propiedad, principalmente mobi-
liarias y financieras, y el declive de la posesión de la tierra como requisito
necesario para conseguir la autonomía cívica. Con tales novedades, se diría
que la fortuna de los antiguos se instala en el universo azaroso y caprichoso
de la economía de mercado; y que, además, existe una cierta incompatibi-
lidad entre la forma moderna de sociedad y los fundamentos clásicos de la
libertad. Spitz concluye diciendo a este respecto que «les humanistes civiques
voient dans le progrès du commerce, des arts, de la division du travail et de
la spécialisation un mouvement pervers qui éloigne des valeurs primitives
de liberté, d indépendance, de participation, et de maîtrise collective et ver-
tueuse du destin et de la fortune»70.
En cambio, Viroli afirma que, lejos de ser filosofías irreconciliables, el
republicanismo constituye, en el fondo, un liberalismo mucho más exigente.
En su opinión, estas dos teorías políticas han contribuido al afianzamiento
del constitucionalismo del siglo XIX. Es más, el republicanismo ni resulta
incompatible con el principio de la representación ni con la sociedad comer-
cial moderna. Por un lado, el italiano señala que los principios del humanismo
cívico no propugnan la instauración de una democracia directa, sino la for-
mación de una nueva élite democrática. Y, por otro, manifiesta que, en con-
traste con el republicanismo jacobino, «en ninguna obra del republicanismo
clásico se puede encontrar una crítica de la sociedad comercial, mientras que
abundan los elogios al comercio, a las artes y al espíritu emprendedor»71. Esta
opinión tan exagerada es parcialmente corregida en el capítulo dedicado a
la virtud cívica, donde al menos reconoce que la crítica de Maquiavelo a la
riqueza de los ciudadanos constituye una excepción dentro del humanismo
cívico72.

70 Ibidem, p. 263. Véase también J.G.A. POCOCK, Virtue, Commerce, and History, Cam-
bridge University Press, Cambridge, 1985, pp. 98 ss.
71 Según Viroli, los jacobinos corrompieron el ethos republicano clásico, y lo transforma-
ron en una ideología que se oponía a la sociedad comercial moderna. Con este fin, extendieron
el temor de que se vivía en una permanente situación de crisis que amenazaba con disolver el
cuerpo político. Cf. M. VIROLI, Repubblicanesimo, p. 15. Los republicanos holandeses —añade
Viroli— se caracterizaron, en cambio, por la defensa del gobierno republicano como el más ade-
cuado para hacer prosperar la sociedad comercial. El texto más significativo de esta tendencia se
debe a PIETER y JOHANN DE LA COURT, Interest van Holland (1642), traducido al inglés en 1702,
con el título The True Interest and political maxims of the Republick of Holland and Aers-Fies-
land. Cf. Ibidem, p. 118.
72 Ibidem, p. 64.
230 Antonio Rivera García

Viroli demuestra su sensatez cuando defiende que el republicanismo con-


temporáneo procura sobre todo la formación de una élite política democrá-
tica73, tal como pensaban los republicanos españoles de principios de siglo74,
y es compatible con la sociedad y la economía modernas. Ahora bien, nos
parece algo forzado acudir a los publicistas italianos del Renacimiento para
defender esta tesis. En este aspecto, los análisis históricos de Pocock y Spitz
parecen más acertados y coherentes con su visión extremadamente crítica de
la sociedad moderna.
Viroli también considera que, desde un punto de vista histórico, el libe-
ralismo extrae del republicanismo sus principios más valiosos75. Entre ellos,
cabe citar la defensa del Estado limitado contra el Estado absoluto o des-
pótico, la protección de la vida, la libertad y la propiedad de los individuos
como fines de la comunidad política, el reconocimiento del pluralismo de los
valores y la división de poderes. A estos principios republicanos heredados
por el liberalismo, Viroli agrega el federalismo, que tiene, en la tradición
republicana italiana, a Carlo Cattaneo como mejor representante. Para este
autor, «la república es pluralidad, esto es, federación», porque sólo la plu-
ralidad de centros políticos, o mejor, sólo la unidad plural y diferenciada,
la unidad en la variedad —como también dirá el republicano español Pi y
Margall—, garantiza la libertad76. Por el contrario, las partes más débiles
del pensamiento liberal, la doctrina de los derechos naturales e innatos y el
contrato social, no son, al entender de Viroli, fruto de la herencia republicana.
Ello no obsta para que reconozca, por un lado, que el contrato social es el
fundamento de la obra de Rousseau, uno de los más grandes republicanos; y,
por otro, que la idea moderna de derechos naturales resulta compatible con
el ideal cívico o republicano77. Probablemente Viroli no ignora que es preci-

73 Con respecto al problema político de la Italia contemporánea, Viroli escribe lo siguiente:


«En mi opinión, en nuestra Constitución no hay nada que sea un obstáculo para encontrar solu-
ciones a nuestros males. El problema radica más bien la calidad de la clase política, o, mejor
dicho, en la calidad de la elite política. Sé que los demócratas miran con sospecha la palabra
elite, porque la teoría de las elites nace como respuesta conservadora al avance de la democra-
cia. Ha habido, sin embargo, escritores políticos demócratas que han teorizado la necesidad de
formar nuevas elites capaces de solucionar los males históricos de Italia.» (Diálogo en torno a la
república, p. 112).
74 Araquistáin, Albornoz o Azaña pensaban, al filo de los años treinta, que el problema de
nuestro país se reducía, en el fondo, a las flaquezas morales de la clase dirigente, esto es, a la
inexistencia de un verdadero espíritu público en estas elites. Los tres autores citados veían en la
democracia republicana la única solución para crear esa elite y regenerar la política española.
75 M. VIROLI, Repubblicanesimo, pp. 44 ss.
76 Ibidem, pp. 16-17.
77 Ibidem, p. 50. Para sustentar esta tesis cita un conocido fragmento de A. DE TOCQUEVI-
LLE, La democracia en América I, Alianza, Madrid, 1980, p. 224.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 231

samente el pensamiento republicano del XVIII, primero el norteamericano y


luego el francés, y no la tradición del humanismo cívico, el que, a través de
las declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano, universaliza la
libertad, y extiende de esta manera los derechos cívicos y políticos a todos
los hombres sujetos a las leyes republicanas. Además, frente al pensamiento
iusnaturalista anterior cuyo mejor ejemplo quizá sea la apelación a los cielos
de John Locke, la novedad republicana de estas declaraciones consiste en la
positivización de los derechos, esto es, en su conversión en leyes, y, por tanto,
en la posibilidad de reclamarlos ante los tribunales.
En suma, Viroli ve en el liberalismo un republicanismo empobrecido,
pero no una auténtica alternativa. En realidad, las diferencias entre la tradi-
ción republicana y liberal no son tantas como las que existen entre el republi-
canismo y las diversas filosofías comunitaristas. El pensamiento republicano
es tan sólo un liberalismo más radical y coherente78.

4. Republicanismo y religión. La reivindicación de una religión cívica,


capaz de «reforzar en los ciudadanos el sentimiento de lealtad hacia las
instituciones democráticas»79, figura normalmente en el programa neorre-
publicano, y, por supuesto, ocupa un lugar de honor en los libros de Viroli.
La religión cívica constituye una de las más claras herencias del humanismo
cívico. Entre sus representantes, quizá sea Maquiavelo quien más haya resal-
tado su importancia política; puesto que, en su opinión, siempre puede utili-
zarse «para inspirar, y si es necesario para aterrorizar, al populacho de modo
que se le induzca a preferir el bien de su comunidad a todos los otros bie-
nes»80. Maquiavelo también pensaba que la antigua religión de los romanos
era preferible, por cuanto defendía con mayor énfasis los bienes de la patria,
a la cristiana. Sin embargo, la sociedad moderna criticada por los herederos
del republicanismo clásico está unida al cristianismo, y no al culto pagano
de los antiguos. Por eso, en este último apartado trataré de aproximarme a la
cuestión de si es compatible el republicanismo moderno, cuya expresión más
coherente se encuentra a mi juicio en el republicanismo liberal democrático
de Ackerman, con el cristianismo. En mis libros dedicados al pensamiento

78 M. VIROLI, Repubblicanesimo, p. 52.


79 Diálogo en torno a la república, p. V.
80 Q. SKINNER, Maquiavelo, cit., p. 81. Viroli comenta que la religión, aunque se mani-
fieste en una pluralidad de confesiones, también resulta esencial, como demuestra Tocqueville,
en el republicanismo norteamericano: «Maquiavelo y Tocqueville, dos autores tan alejados entre
sí, llegan por distintas vías a la conclusión de que las repúblicas necesitan de modo especial la
religión, para ofrecer a los ciudadanos una orientación de la vida moral y para generar en ellos
el sentido del deber que hace respetar las leyes y cumplir las obligaciones cívicas.» (M. VIROLI,
Diálogo en torno a la república, pp. 54-55).
232 Antonio Rivera García

calvinista y jesuita he intentado demostrar que la Reforma calvinista resulta


más afín que el catolicismo, incluso en su versión más avanzada, a los princi-
pios del republicanismo moderno81. En esta ocasión, aprovechando la reciente
edición —hasta ahora nunca vertida a nuestra lengua— de la principal obra
política de Savonarola, Tratado sobre la república de Florencia82, aspiro a
probar aquella tesis contrastando la obra de este autor católico, unido por lo
general a la tradición del humanismo cívico, con la del norteamericano John
Winthrop, perteneciente a la tradición del republicanismo calvinista.
Pocock, en su The Machiavellian Moment, afirma que lo más peculiar de
la obra política del profeta de Ferrara se halla en su original síntesis de los
lenguajes aristotélico-tomista, cívico y apocalíptico83. Más allá del contraste
entre las sensatas reflexiones del republicano y las prédicas milenaristas del
profeta84, Savonarola vincula estrechamente en sus escritos la renovación
política, esto es, el fin de los Médicis y la restauración de la república, a
la milenarista renovación moral y religiosa de la ciudad de Florencia. El
dominico profetiza que dicha ciudad será elegida por Dios «para iniciar la
reforma de Italia y de la Iglesia», y que, con este objeto, enviará a un rey del
norte que ponga fin al estado de corrupción de la civitas. Este flagelum Dei,
o «ministro de la justicia divina por Dios»85, que hace posible la concesión de
la gracia a Florencia, es evidentemente el monarca francés Carlos VIII. Tam-
bién en el Tratado sobre la República de Florencia, Savonarola subraya que
Dios ha elegido a esta ciudad y le ha concedido la gracia del buen gobierno
republicano. Desde el punto de vista del fraile católico, si la tiranía debe ser
rechazada es porque, ante todo, resulta incompatible con el buen vivir cris-

81 Republicanismo calvinista, Res publica, Murcia, 1999; La política del cielo. Clerica-
lismo jesuita y Estado moderno, Georg Olms Verlag, Hildesheim, 1999.
82 G. SAVONAROLA, Tratado sobre la república de Florencia y otros escritos políticos, Los
Libros de la Catarata, Madrid, 2000. Sobre este tema, véase también A. DOMÈNECH, Cristianismo
y libertad republicana. Un poco de historia sacra y un poco de historia profana, en La balsa de
la Medusa 51-52 (1999), pp. 3-47.
83 J.G.A. POCOCK, El momento maquiavélico, Tecnos, Madrid, 2002, pp. 192 ss.
84 Fernández Buey, en la introducción al texto de Savonarola, ha destacado el carácter
forzado de esta síntesis política y milenarista; en concreto, se refiere a la diferencia de tono entre
las prédicas devocionales de Savonarola, «tan inflamadas por el moralismo catastrofista y por la
religiosidad, y sus escritos (y también sus cartas dirigidas a las autoridades políticas y religiosas)
en los que dominan la argumentación, el razonamiento silogístico y a veces hasta el lenguaje
diplomático» (en G. SAVONAROLA, o. c., pp. 26-27). «Su problema de verdad —añade el editor
de esta obra— es que no puede conciliar en aquel momento histórico el lenguaje del profeta
con el lenguaje del político» (p. 28). Mientras peca de falta de moderación en el plano moral
o religioso, es relativamente moderado en el político, donde, por ejemplo, defiende un sistema
representativo relativamente amplio, pero no directamente asambleario (p. 30).
85 G. SAVONAROLA, Compendio de revelaciones, en Tratado sobre la república de Floren-
cia y otros escritos políticos, cit., pp. 109-110.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 233

tiano. Está claro, por tanto, que para Savonarola el buen gobierno va unido
forzosamente a la buena religión: «Es necesario —leemos en el Tratado—
pues poner gran atención de que en la ciudad se viva bien y de que se llene
de hombres virtuosos, y en especial que lo sean los ministros de la religión:
porque si se expande el culto divino y el buen vivir, se sigue necesariamente
que el gobierno se perfecciona»86.
Pero no sólo el lenguaje apocalíptico se confunde con el lenguaje cívico;
también estos dos lenguajes se mezclan con los conceptos aristotélico-tomis-
tas. Según Pocock, Savonarola trató en todo momento de mantenerse fiel a la
ortodoxia tomista. De hecho, comparte con Tomás de Aquino tanto el dogma
del libre albedrío, según el cual la gracia se limita a completar la naturaleza,
como la doctrina católica del bien común. La parte milenarista y providen-
cialista de su discurso, el reconocimiento de que el Consejo y gobierno
republicano «han sido actuados por dios en Florencia», y de que «Dios cuida
en el momento presente de Florencia con una particular providencia», se
integra perfectamente con el discurso republicano y con la defensa del libre
albedrío87. Savonarola escribe de esta manera que los ciudadanos, si desean
perfeccionar la república ciudadana y conquistar la «felicidad terrena, espiri-
tual y eterna», deben temer o respetar a Dios, de quien procede todo poder y
gobierno, deben amar el bien común de la ciudad por encima de los intereses
particulares, respetarse mutuamente, y, por último, hacer imperar la justicia.
Por estos motivos, porque la república bien ordenada coincide con la íntegra
comunidad católica, el dominico nos está ofreciendo en realidad una versión
comunitarista del republicanismo88.
Otra cuestión más compleja es cómo consigue conciliar Savonarola la
tesis de Tomás de Aquino y Tolomeo de Lucca sobre la superioridad de la
forma monárquica de gobierno con la apología de la república ciudadana
de Florencia89. Savonarola supera esta aparente contradicción distinguiendo

86 Tratado sobre la República de Florencia, p. 80.


87 «Pero puesto que Dios quiere que hagamos uso del intelecto y del libre arbitrio que
nos ha sido dado, otorga las cosas referentes al gobierno humano de un modo no enteramente
perfecto, para que nosotros, con su ayuda, las llevemos a su perfección.» (Ibidem, p. 90).
88 También en nuestros días resulta frecuente que el catolicismo más cercano a las fuentes
aristotélico-tomistas, como el de A. CRUZ PRADOS en su trabajo La articulación republicana de
la sociedad civil como intento de superar el liberalismo, acabe defendiendo un republicanismo
comunitarista. Cf. J. L. VILLACAÑAS en el artículo Societas civilis sive res publica, editado en este
mismo número.
89 Savonarola también comparte con Tomás de Aquino la tesis de que el oficio de gober-
nante es el más digno, y, por ello, merece mayor recompensa que el de los demás ciudadanos:
«[...] Dios otorga —escribe Savonarola— el máximo don a quien gobierna una ciudad. En
efecto, siendo la felicidad premio de la virtud, cuanto mayor es la virtud del hombre y mejores
obras realiza, tanto mayor premio merece; y puesto que es mayor virtud gobernarse a uno mismo
y gobernar a los demás (y en particular una ciudad o un reino) que sólo lo primero, se sigue que
234 Antonio Rivera García

entre el mejor gobierno ideal y el mejor gobierno real. Según el Tratado, aun-
que en teoría la monarquía supere «a todos los otros tipos de buen gobierno»,
«a menudo sucede que lo que es óptimo en términos absolutos no es bueno e
incluso resulta malo respecto de un determinado lugar o persona»90. En una
línea que más tarde desplegará Bodin91, Savonarola reconoce que la natu-
raleza de algunos pueblos, como el florentino, resulta incompatible con el
gobierno monárquico; razón por la cual, «los hombres sabios y prudentes,
cuando piensan en constituir algún tipo de gobierno, primero consideran la
naturaleza del pueblo92». Esta naturaleza, el hecho de que los habitantes de
Florencia sean ingeniosos, de fuerte carácter y osados, pero también sus cos-
tumbres o «segunda naturaleza», la circunstancia histórica de que la ciudad
italiana adoptara «desde antiguo el régimen de la República ciudadana» y
se haya acostumbrado a este gobierno93, demuestran que a esta ciudad no le
conviene de ninguna manera la monarquía. En este tema también se impone
el análisis de Pocock: la segunda naturaleza de los florentinos constituye
para Savonarola un índice de elección divina porque la vida sin magistrado
supremo únicamente resulta posible bajo la protección de la gracia94. Por este
motivo, la república, y no sólo la monarquía divina, constituye un estado de
gracia.

quien gobierna bien una comunidad merece gran recompensa en la vida futura [...] Además, si
lo semejante ama a lo semejante, tanto es más amada una cosa por otra cuanto más se le asemeja
[...], quien gobierna se asemeja mucho más a Dios que quien es gobernado, por lo que es evi-
dente que es más amado de Dios y mayormente recompensado quien gobierna justamente que
quien no gobierna». (Ibidem, pp. 95-96). El tomismo de este fragmento resulta evidente cuando
lo comparamos con estos otros fragmentos de Tomás de Aquino: «la grandeza del valor del rey
se asemeja mucho a la de Dios»; «luego la misma dificultad que acecha a los príncipes para obrar
bien los hace dignos de mayor recompensa» (T. de AQUINO, La Monarquía, Tecnos, Madrid,
1989, pp. 47-48).
90 G. SAVONAROLA, Tratado sobre la República de Florencia, cit., pp. 59-60.
91 Bodin, mucho antes que el barón de Montesquieu, introduce en la reflexión política toda
una serie de factores extrajurídicos que influyen en la ordenación de los diferentes regímenes
políticos. Entre tales factores, cabe destacar la naturaleza y clima de los territorios (la latitud,
longitud, altitud, vientos, frío o calor, fertilidad de los suelos, comunicaciones, etc.) y el natural
de los hombres (si son fuertes, flemáticos, melancólicos, coléricos, vengativos, misericordiosos,
etc.). Por este motivo, y aunque en principio la monarquía sea el mejor de los Estados posibles,
las necesidades históricas y geográficas pueden hacer que en algún país resulte más conveniente
otro régimen político. Cf. J. BODIN, Les six livres de la république, Librairie Arthème Fayard,
París, 1986, V, I, p. 11.
92 G. SAVONAROLA, o. c., p. 61.
93 Ibidem, p. 63.
94 J.G.A. POCOCK, El momento maquiavélico, cit., pp. 196-197.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 235

Desde luego, el republicanismo de Savonarola resulta muy distinto del


maquiaveliano95. Como es sabido, el gran descubrimiento de Maquiavelo
reside en la constatación de que la política constituye una esfera autónoma
con principios, virtudes y fines específicos, los cuales obligan en ocasiones a
aplicar recetas políticas opuestas a la moral católica. Precisamente, la nefasta
influencia de la Iglesia sobre la política italiana se debía, en opinión del
secretario florentino, al intento de regir la vida pública según los principios
cristianos; ya que, o bien la esfera pública corrompía al cuerpo religioso, y,
por lo tanto, también se corrompía ella misma; o bien el cuerpo religioso no
se corrompía y destruía por completo a la esfera pública, porque la religión
enseña al pueblo a ser bueno y a no resistir el mal, con el resultado de que
«los perversos gobernantes hacen todo el mal que les place»96. Por estas dos
razones, en la obra de Maquiavelo la religión no aparece por lo que es en sí
misma, sino como un instrumentum regni, como una esfera al servicio de los
fines políticos. En cambio, como hemos comprobado más arriba, el dominico
ignora esta contradicción maquiaveliana. Para Savonarola, el fin temporal
depende en última instancia de la sincera, y no sólo aparente, renovación
espiritual.
Vuelvo a reiterar que puede ser muy útil, tanto para comprender la rela-
ción entre republicanismo y religión cristiana, como para distinguir diversas
tradiciones republicanas, comparar la versión apocalíptica y pseudo-tomista
de Savonarola con otra igualmente cristiana, la calvinista o puritana de John
Winthrop. Sin duda, para ambos autores el republicanismo arraiga en una
comunidad elegida: la Florencia del cambio de siglo o esa ciudad sobre la
colina en que debía convertirse la nueva colonia de Massachusetts. Ahora
bien, el calvinista John Winthrop, porque se halla muy lejos de la tradición
tomista y de la jerarquizada Iglesia católica, no tiene ninguna dificultad en
explicar por qué la república de los colonos, y no la monarquía, constituye
el régimen político más perfecto. Y es que los hombres de la Reforma,
conscientes del profundo abismo que separa a la perfecta Iglesia invisible
de la imperfecta o humana ecclesia visible, siempre establecieron una clara
diferencia entre el gobierno republicano de las instituciones temporales y el
gobierno monárquico del cielo.
John Winthrop también reconoce, a diferencia del católico Savonarola,
una cierta autonomía o separación entre las distintas esferas de acción, que,

95 Entre las referencias que, acerca de la obra y vida del profeta italiano, encontramos en
Maquiavelo, adquieren especial relevancia el pasaje dedicado al profeta desarmado (El Príncipe,
Alianza, Madrid, 1981, VI, p. 50); y la crítica a Savonarola y a sus seguidores por no observar la
ley que ellos mismos habían creado (Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Alianza,
Madrid, 1987, I, pp. 138-139).
96 H. ARENDT, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 82-83.
236 Antonio Rivera García

por lo demás, será una de las claves para entender el pluralismo defendido
por los republicanos liberales97. Pero Winthrop, ahora en contraste con el
humanismo cívico de Maquiavelo, no acentúa la tensión entre las esferas;
sino que, por el contrario, resalta en su famoso sermón laico Un modelo de
caridad cristiana la necesidad de hacer compatibles los distintos fines del
hombre, o de armonizar virtud política, virtud cristiana y virtud del homo
œconomicus.
En el primer gobernador de Massachusetts ya podemos encontrar el
característico dualismo de los republicanos liberales. Winthrop distingue
a este respecto entre los tiempos extraordinarios y los ordinarios. Los
extraordinarios coinciden con los períodos de constitución o fundación de
la ciudad, y se caracterizan porque «la responsabilidad de lo público debe
anteponerse a todas las consideraciones privadas, a lo cual nos obliga no sólo
la conciencia (conscience), sino la mera política civil (civil policy); pues es
una norma cierta que los bienes particulares (particular estates) no pueden
subsistir en la ruina de los públicos»98. En estos momentos, Winthrop da tanta
importancia como los republicanos clásicos a la virtud cívica, a la cual Viroli
también denomina caridad laica99. El padre puritano, desde sus convicciones
reformadas, alude, en el fondo, a una caridad o a una fraternidad que apenas
se diferencia de la anterior virtud cívica, como demuestra el siguiente frag-
mento: «con este fin [el de crear la ciudad] debemos unirnos en esta empresa
como un solo hombre. Debemos tratarnos mutuamente con afecto fraterno,
debemos estar dispuestos a privarnos de lo que nos es superfluo para pro-
veer a las necesidades ajenas; debemos mantener un trato familiar con toda
mansedumbre, amabilidad, paciencia y liberalidad; debemos deleitarnos cada
uno en los demás, hacer de las condiciones del otro las nuestras propias,
regocijarnos juntos, hacer juntos duelo, laborar y sufrir juntos, teniendo siem-
pre ante nuestros ojos nuestra comisión y comunidad en el trabajo, nuestra
comunidad como miembros del mismo cuerpo»100.

97 B. ACKERMAN alude en el siguiente fragmento a la necesidad de reconocer diferentes


áreas de la vida: «En mi libro Social Justice in the Liberal State, distingo un gran número de
esferas diferentes, cada una de las cuales debe ser regulada por sus propios principios distintivos.
Así, por ejemplo, el sistema de educación liberal se rige por principios muy diferentes de aque-
llos que gobiernan la distribución de la propiedad o la regulación de la economía de mercado,
por no hablar de la distribución y estructura del poder político liberal.» (o. c., p. 164).
98 J. WINTHROP, Un modelo de caridad cristiana, Universidad de León, León, 1997, p. 63.
Conciencia, política civil y bienes particulares, es decir, religión, política y economía, aparecen
reconciliados en este fragmento. Por eso aquí podemos ver un magnífico ejemplo de ese republi-
canismo calvinista que se caracteriza por unir la buena conciencia del hombre religioso con los
fines republicanos y con los económicos de los particulares.
99 M. VIROLI, Repubblicanesimo, p. IX; Diálogo en torno a la república, pp. 63-64.
100 J. WINTHROP, o. c., p. 66.
Libertad, democracia y religión en el debate neorrepublicano 237

Asimismo, porque este período extraordinario de fundación está plagado


de peligros para la subsistencia de la comunidad, Winthrop incluso considera
justo que se tienda a la comunidad de bienes y a perdonar todas las deudas.
Sin embargo, en los momentos de normalidad se admite la acumulación de
bienes, esto es, el enriquecimiento personal, y el préstamo con interés que
tanta oposición encontrará en la tradición católica101. Este cambio testimonia
que el grado de virtud o caridad cívica no es tan elevado en los momentos
de normalidad y estabilidad como durante los momentos constituyentes. Por
otra parte, el análisis del sermón de Winthrop pone de relieve la continuidad
que existe entre la Reforma calvinista y los Padres Puritanos, y entre éstos
y los Padres Fundadores de los Estados Unidos, los Madison, Jefferson o
Adams, que son también los protagonistas de We the People, el gran proyecto
republicano, concebido en tres volúmenes, de Bruce Ackerman. Para con-
cluir este artículo, que nos ha llevado desde el actual debate neorrepublicano
hasta las fuentes históricas del republicanismo, quisiera citar un fragmento
del profesor de Yale que, en cierta forma, ha inspirado las páginas anteriores:
«Yo soy un liberal. Yo soy un republicano. Yo soy un demócrata. Existen
tensiones entre estos tres compromisos. Pero hay también aspectos comple-
mentarios: republicanismo liberal democrático no es un oxímoron, sino que
indica el modo más sensato de abordar las perplejidades de la vida política en
el mundo moderno»102.

101 Ibidem, pp. 40 ss.


102 B. ACKERMAN, o. c., p. 156.

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