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Georg Simmel

Filosofía del paisaj e

casi miro
casimiro [casimoroa edulis]

Versión: Mathias Andlau

Diseño cubierta: Rossella Gentile


En cubierta: Camille Corot, Olevano, La serpentera, 1827
Fundación Rudolf Staechelin, Basilea

© Casimiro libros, Madrid, 2013


Segunda edición, 2014
Todos los derechos reservados

www.casimirolibros.es

ISBN: 978-84-15715-12-2
Depósito legal: M-708-2013

Impreso en España
Indice

Filosofía del paisaje 7

Los paisajes de Bocklin 25

Las ruinas 39

Los Alpes 51
FILOS OFÍA DE L PAIS AJE

No pocas veces puede ocurrir que, paseando por la


naturaleza, nos fijemos, con mayor o menor atención, en
cuanto nos rodea: los árboles y los cursos de agua, las
colinas y las construcciones, la luz y las nubes en sus infi­
nitas transformaciones. Detenerse en un detalle o adver­
tir varios a la vez no basta, sin embargo, para tener con­
ciencia de estar ante un "paisaje". Para alcanzar esa con­
ciencia, nuestros sentidos deben, justamente, dejar de
centrarse en un elemento particular y abarcar un campo
visual más amplio, es decir, percibir una nueva unidad
que no sea mera suma de elementos puntuales; sólo
entonces estaremos ante un paisaje. Si no me equivoco,
rara vez se ha señalado que el percibir de manera inme­
diata una serie de cosas presentes en un trozo de tierra no
significa estar ante un paisaje. Procuraré aquí explicar,
analizando algunas de sus premisas y de sus formas, el
proceso espiritual por el que las cosas vistas se convierten
en paisaje.
Ante todo: el que los elementos visibles en cualquier
rincón de la tierra pertenezcan a la "naturaleza" -inclui-

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das las obras del hombre que se integran en ella- y no
sean calles, tiendas o automóviles, no convierte ese rincón
cualquiera en un paisaje. Por "naturaleza" entendemos la
conexión sin fin de las cosas, el ininterrumpido surgir y
desvanecerse de formas, la unidad fluida del devenir que
se expresa en la continuidad de la existencia espacial y
temporal. Cuando designamos como "naturaleza" una
realidad, nos estamos refiriendo a wia cualidad interna,
que la diferencia del arte y de lo artificial, así como de lo
ideal e histórico; y también damos a entender que esa rea­
lidad puede representar o simbolizar la totalidad de la
"naturaleza", cuyo fluir oímos susurrar en ella. "Un trozo
de naturaleza" es en verdad una expresión contradictoria:
la "naturaleza" no tiene partes, es la unidad de un todo;
tan pronto le desgajamos un fragmento, éste deja de ser
"naturaleza", puesto que sólo puede ser "naturaleza" den­
tro de esa unidad sin límites, sólo como ola de esa
corriente global que llamamos "naturaleza".
En el "paisaje", sin embargo, la delimitación, el estar
comprendido en un horizonte visual -momentáneo o
duradero- es esencial; la base material o los distintos ele­
mentos serán "naturaleza", pero, representados como
"paisaje", esa base y esos elementos se proponen en-sí­
mismos, como singularidad -óptica, estética o sentimen­
tal- que se desgaja de esa unidad indivisible de la natura­
leza, en la que cada trozo sólo puede ser lugar de tránsito
de las fuerzas universales de la existencia. Ver como pai­
saje un trozo de tierra significa considerar como unidad

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lo que sólo es fragmento de "naturaleza", lo cual nos aleja
completamente del concepto de "naturaleza".
Así procedería el acto espiritual mediante el cual el ser
humano agrupa una serie de fenómenos y los eleva a la
categoría de "paisaje": sería una visión cerrada en sí
misma y sentida como unidad autosuficiente, aunque
entrelazada con un espacio y un movimiento infinita­
mente más extensos, cuyos confines el sentimiento no
puede aprehender y que pertenecen a un estrato más pro­
fundo, el del Uno divino, el de la naturaleza como Todo.
Constantemente, los límites impuestos a cada paisaje se
ven rozados y disueltos por ese sentimiento de lo infinito,
de modo que el paisaje, aunque separado y autónomo,
está espiritualizado por esa oscura conciencia de su cone­
xión infinita. Lo mismo ocurre con la obra humana: se
presenta como algo objetivo, autónomo, y, sin embargo,
está entrelazada, de una manera difícil de expresar, con el
alma, con toda la vitalidad de su autor, que fluye a través
de ella. La naturaleza, que en su esencia y sentido profun­
do nada sabe de individualidad, es reconstruida por la
mirada del hombre, que la divide y aísla en unidades dis­
tintas, en individualidades llamadas "paisaje".
Se viene sosteniendo que el llamado "sentimiento de la
naturaleza" nace con la época moderna, y tendría que ver
con el lirismo propio de esta época, con su romanticismo,
etc.; se trata, a mi entender, de una idea un tanto superfi­
cial. Las religiones de épocas más primitivas denotarían,
precisamente, un sentimiento muy profundo hacia la

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"naturaleza". Lo que es reciente es el gusto por el "paisaje",
justamente porque su creación exigía alejarse previamen­
te de ese sentimiento unitario ante la naturaleza como un
Todo. La individualización de las formas de vida interio­
res y exteriores, la disolución de los vínculos y de las rela­
ciones originarias en beneficio de realidades autónomas y
diferenciadas, este gran principio del universo post­
medieval, es lo que ha permitido recortar "paisajes" en la
"naturaleza". No ha de sorprender que la Antigüe-dad o la
Edad Media desconocieran el sentimiento del paisaje; no
existía ese carácter espiritual ni esa estructura autónoma
que configuraran un objeto cuya efectiva presencia con­
firmó, y en cierto modo capitalizó, el nacimiento de la
pintura de paisaje.
El que la parte se convierta en un todo independiente y
se contraponga al todo originario esgrimiendo derechos
propios constituye quizá la tragedia más radical del espí­
ritu -tragedia que alcanza todos sus efectos en la época
moderna al arrogarse la dirección del proceso cultural.
De la multitud de relaciones en las que están inmersos los
hombres, los grupos y las estructuras, sobresale ese dua­
lismo en virtud del cual el detalle aspira a ser un todo en
sí mismo, cuando su pertenencia a un todo más grande
sólo le concede una función de parte. Sabemos que nues­
tro centro está al mismo tiempo fuera de nosotros y en
nosotros; por un lado, nuestro ser y nuestras obras sólo
son elementos de totalidades que nos imponen adaptar­
nos unilateralmente a la división del trabajo, pero, por

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otro, aspiramos a ser y hacer conjuntos autocontenidos y
autónomos.
Este dualismo, mientras suscita, en lo social y técnico,
en lo espiritual y moral, infinidad de conflictos y desga­
rros, produce, ante la naturaleza, la serena riqueza del
paisaje, entidad que, aún siendo individual, homogénea,
apacible, sigue estando ligada, sin contradicción, al todo
unitario de la naturaleza. No cabe duda de que el paisaje
surge cuando la pulsión vital que anima la mirada y el
sentimiento se desgaja de la homogeneidad de la natura­
leza, pero igualmente cierto es que el producto resultante,
aún dentro de sus particulares e inquebrantables límites,
se abre, desde sí mismo, para acojer lo ilimitado de la vida
universal, de la naturaleza.
¿Qué ley, cabe ahora preguntarse, determina la selec­
ción de la parte y, no obstante, su sintonía con el todo?
Pues lo que nuestra mirada puede abarcar no es aún "pai­
saje" sino, como mucho, su materia -de la misma manera
que un montón de libros no son aún "una biblioteca" y se
convierten en tal, sin añadir o quitar ejemplar alguno,
sólo cuando un determinado concepto unificador los
engloba dándoles forma. Ocurre, sin embargo, que la fór­
mula, inconsciente pero efectiva, que produce el paisaje
no puede ilustrarse tan fácilmente; incluso, quizás, no
pueda ni demostrarse. La materia del paisaje la propor­
ciona la naturaleza con tal infinita riqueza y variedad que
también serán muy variados los puntos de vista y las for­
mas que en cada caso engloben esos elementos en una

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unidad de sensación. Entiendo que el camino para alcan­
zar alguna compresión, aunque sea aproximada, de esta
cuestión pasa por analizar el paisaje en el ámbito de la
producción pictórica.
Podemos, en efecto, establecer que el paisaje en su
forma artística surge como una prolongación siempre
más estilizada del proceso mediante el cual aprehende­
mos el paisaje, en su sentido genérico, es decir, como
impresión inmediata ante cosas puntuales pertenecientes
a la "naturaleza". Lo que hace el artista --entresacar de la
corriente caótica e infinita de lo inmediatamente dado
una parte, concibiéndola y configurándola como un todo
autocontenido y autónomo y cercenando los hilos que la
vinculan con el universo para volver a tejerlos autorrefe­
rencialmente-, también lo hacemos nosotros -aunque en
menor medida, sin tanta coherencia, de manera fragmen­
taria y con una delimitación incierta- cada vez que cree­
mos estar viendo un "paisaje" y no tan sólo una pradera,
una casa, un arroyo o el paso de las nubes.
Así se manifiesta, en efecto, una de las determinaciones
más profundas de toda la vida espiritual y productiva.
Cuanto llamamos cultura es un conjunto de formaciones
que se rigen por sus propias leyes y que, en virtud de su
efectiva autosuficiencia, se sitúan más allá de la entrelaza­
da vida cotidiana, de la abigarrada trama de la vida prác­
tica y subjetiva; me estoy refiriendo a la ciencia, la religión
y el arte. Estas formaciones pueden, sin duda, pretender
ser cultivadas y comprendidas en función de sus propias

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normas y sus propias ideas, alejadas de la opacidad de la
vida contingente. Cabe, no obstante, otra vía para llegar a
comprenderlas o, para ser más exactos, comprenderlas de
otra manera. En efecto, la vida empírica, una vida por así
decir sin principios, contiene en todo momento indicios
y elementos de esas formaciones, de unas formaciones
que parten de la vida empírica para extraer de ella un
conocimiento autónomo, construido con ideas y princi­
pios que le son propios. No es que de un lado estén las
complejas creaciones del espíritu y de otro la vida misma
que, siguiendo instintos y objetivos varios, aprehende e
incorpora para sí alguna de esas creaciones. No se trata
aquí de analizar este proceso, que obviamente se da en
todo momento, sino justamente del proceso inverso.
La vida, en su continuo discurrir, genera sentimientos y
tipos de comportamiento que claramente cabe calificar
como religiosos, aunque en modo alguno se vivan en fun­
ción del concepto de religión ni pertenezcan a ésta: el
amor o el sobrecogimiento ante la naturaleza, el empeño
en nombre de unos ideales o la entrega en favor de comu­
nidades humanas de distintas dimensiones, tienen a
menudo una coloración religiosa, que no es el resultado
de una "religión" previamente establecida en su auto­
nomía. La "religión", por el contrario, sí nace cuando este
elemento original, que acompaña las mencionadas expe­
riencias, se erige como hecho distinto, abandona sus con­
tenidos contingentes y se condensa autorreferencialmen­
te en sus propias formaciones que constituyen su expre-

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sión pura: las divinidades -unas divinidades cuya verdad
y sentido ya no dependen de ese elemento original, del
que se han separado. La religiosidad, esa tonalidad en la
que experimentamos innumerables sentimientos y vicisi­
tudes, no procede en modo alguno de la "religión" enten­
dida como ámbito trascendente diferenciado, sino que,
por el contrario, la "religión" deriva de esa religiosidad, en
la medida en que ésta crea por sí misma sus contenidos,
no limitándose a dar formar o caracterizar aquellos que le
vienen dados por la misma vida.
Lo mismo ocurre con la ciencia. Sus métodos y sus nor­
mas, no obstante su intocable altura e imperturbable
soberanía, ¿no son acaso formas del conocimiento coti­
diano que se han hecho autónomas y absolutas? Estas for­
mas no son en origen más que sencillos recursos de la
praxis, elementos útiles y en cierto modo contingentes
entrelazados con tantos otros en la totalidad empírica de
la vida. En la ciencia, sin embargo, esas formas se con­
vierten en un fin en sí mismas, en un conocimiento que
se rige por sus propias leyes -si bien no deja de tratarse,
más allá del inmenso desplazamiento del meollo y senti­
do de esas formas, de una purificación y sistematización
de ese conocimiento disperso en la vida y en el mundo
cotidianos.
Lejos de esa trivialidad propia de la Ilustración que pre­
tende basar las provincias ideales de nuestros valores en
las zonas e instintos más bajos de la vida -la religión en el
miedo, la esperanza y la ignorancia, el conocimiento en el

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azar de los sentidos y en el servicio a lo sensible-, convie­
ne comprender que esos ideales pertenecen de antemano
a las energías que determinan la vida, y que sólo en la
medida en que, en lugar de adecuarse a una materia
ajena, dictan sus propias normas y crean sus propios con­
tenidos, pueden nuestras esferas de valores desarrollarse,
es decir, crecer en torno a la pureza de sus respectivas
ideas.
Y en esto mismo consiste la esencia del arte. Resulta
absurdo derivarlo del instinto de imitación, del gusto por
el juego o de cualquier otra causa psicológica que le es
ajena, aunque esto no quite que estas causas puedan mez­
clarse -modificando su expresión- con su causa auténti­
ca. El arte en cuanto arte sólo nace de la dinámica artísti­
ca. No quiere esto decir que el arte empiece a partir de la
obra acabada. El arte proviene de la vida, en la medida en
que la experiencia cotidiana contenga esa energía confi­
guradora susceptible de conocer un desarrollo puro,
autónomo, capaz de determinar su objeto, y que vendrá
en llamarse arte. Ningún concepto de "arte" opera en los
discursos y gestos cotidianos del hombre, ni en el sentido
y unidad que pueda dar a sus palabras y acciones; si bien
ya operan en estos fenómenos unos modeles de configu­
ración que, a posteriori, cabe calificar como artísticos;
pero sólo cuando estos modelos pasan a regirse por sus
propias normas, dejan de estar al servicio de la vida coti­
diana y configuran un objeto en sí que responde a su pro­
pia lógica estaremos ante una "obra de arte".

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En estas configuraciones de nuestra visión del mundo
es como hay que comprender el "paisaje". Ahí donde efec­
tivamente vemos un paisaje, y no ya una suma de objetos
naturales, tendremos una obra de arte in statu nascendi.
Cuando se oye decir de cualquiera, sobrecogido por la
visión de un paisaje, que quisiera ser pintor para poder
fijar la imagen, no sólo está expresando un deseo de fijar
en el recuerdo un momento -deseo que puede manifes­
tarse igualmente ante impresiones de otro tipo-, también
está señalando que su visión ha adoptado una forma y
propensión artísticas, aunque la persona no sea capaz de
plasmarla en una "obra de arte".
Que la configuración artística opere con más facilidad
ante la visión de un paisaje que ante la de otros seres
humanos, se explica por varios motivos. Ante todo, el pai­
saje se nos aparece a cierta distancia lo cual, siendo fuen­
te de objetividad, propicia la mirada artística; no ocurre
lo mismo ante nuestros semejantes: aquí se interponen las
inclinaciones subjetivas determinadas por la simpatía o
la antipatía, las consideraciones prácticas y, más aún, los
confusos presentimientos sobre la incidencia que cada
persona pueda llegar a tener en nuestra vida -complejas y
opacas sensaciones que parecen condicionar notable­
mente nuestra manera de ver a los demás, incluso a las
personas más ajenas a nosotros.
A esta dificultad de tomar una despreocupada distancia
ante la visión de nuestros semejantes se añade la resisten­
cia que la imagen del hombre pone ante el proceso de

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configuración artística.* Ante un paisaje, nuestra mirada
puede reunir los elementos de distintas maneras, modifi­
car los acentos, desplazar el centro y los límites. La figura
del hombre, por el contrario, determina por sí misma
todo esto, ella misma realiza la síntesis en torno a su pro­
pio centro delimitando en la suerte sus límites de manera
inequívoca. Por su propia configuración natural, la figura
humana se asemeja ya, de algún modo, a una obra de arte.
La reconfiguración de la figura humana en una "obra de
arte" se hace partiendo de lo dado, de la apariencia inme­
diata de la persona mientras que al paisaje pintado se
llega a través de una etapa intermedia: la conformación
de los elementos naturales en "paisaje", una conformación
que ya presupone una propensión estética que anticipa la
obra de arte.
El estado actual de nuestra estética no nos permite ir
mucho más allá de estas nuestras consideraciones. Pues
las reglas que la pintura paisajística ha ido elaborando res­
pecto a la elección del objeto y del punto de mira, la luz y
la ilusión espacial, la composición y la armonía cromáti­
ca, sin duda podrían glosarse, pero se refieren a un esta­
dio posterior, ya propiamente artístico, de la percepción
general de un paisaje, pues esas reglas, aunque presupo­
nen esta visión genérica, se refieren exclusivamente al
hecho artístico strictu sensu.
Uno de estos elementos configuradores destaca por la
profundidad de la problemática que suscita. Como hemos
• Véase, Georg Simmel, El rostro y el retrato, Casimiro, Madrid 2011.

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dicho, el paisaje surge cuando una serie de fenómenos
naturales que se encuentran sobre un trozo de corteza
terrestre son reagrupados conforme a un tipo específico
de unidad -una unidad distinta de la que puedan consi­
derar la mirada del sabio con su pensamiento causal, la
del adorador de la naturaleza con su sentimiento religio­
so, la del campesino o el estratega con sus consideracio­
nes finalistas. El soporte principal de esta unidad es lo
que, en alemán, llamamos Stimmung. * La Stimmung de
una persona es la unidad que colorea, siempre o momen­
táneamente, la totalidad de sus distintos contenidos psí­
quicos, confiriéndoles una tonalidad común. Lo mismo
ocurre con la Stimmung del paisaje: penetra todos sus dis­
tintos elementos. La cuestión de cierto calado que se
plantea es la de saber si la Stimmung o tonalidad espiritual
del paisaje se basa objetivamente en el estado psíquico, en
el sentimiento reflexivo, del observador o en las propias
cosas de la naturaleza, unas cosas que carecen de con­
ciencia. O, dicho de otro modo, ¿cómo puede la
Stimmung ser un factor esencial, incluso el factor esencial,
que agrupa los elementos de un paisaje en una unidad
sentida, cuando el paisaje posee una tonalidad espiritual
sólo al ser visto como unidad y no antes, en la mera pre­
sencia o suma de elementos dispares?
No se trata de una cuestión baladí, sino de un problema
que se presenta, inevitablemente, cada vez que la simple
*La palabra Stimmung, de difícil traducción, significa al mismo tiem­
po atmósfera, estado de ánimo, tonalidad espiritual.

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vivencia, como tal indivisa, viene descompuesta por el
pensamiento en distintos elementos y ha de ser compren­
dida en función de las relaciones y entrecruzamientos de
esos elementos. Pero quizá esta misma consideración nos
permita seguir avanzando. ¿No son acaso la tonalidad del
paisaje y su unidad una misma cosa considerada desde
dos ángulos distintos? Se trataría de un mismo medio,
expresable de dos maneras, en virtud del cual el alma del
espectador instaura el paisaje a partir de la yuxtaposición
de los elementos presentes en la naturaleza.
Este comportamiento cuenta con analogías. Así, cuan­
do amamos a una persona, creemos tener una imagen
prácticamente completa de ella, sobre la que proyectamos
nuestro sentimiento amoroso. Pero en realidad la perso­
na vista objetivamente es distinta a la vista con amor y la
cuestión es saber si fue la transformación de la imagen la
que provocó el amor o fue éste el que transformó la ima­
gen. Lo mismo ocurre cuando recreamos en nosotros el
sentimiento expresado en un poema lírico. Si ese senti­
miento no estuviera inmediatamente presente en las pala­
bras que recibimos, éstas no representarían para nosotros
una poesía sino un acto cualquiera de comunicación y,
por otro lado, si no las recibimos interiormente como un
poema, difícilmente despertará en nosotros ese senti­
miento.
Visto lo cual, la pregunta sobre si viene antes la visión
unitaria o el sentimiento que la acompaña no parece ser
pertinente, por cuanto no hay entre ellos relación de

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causa y efecto, y ambos pueden ser tanto causa como
efecto. Así, la unidad que instaura el paisaje como tal, y la
Stimmung que el paisaje nos trasmite o con el que lo colo­
reamos, son sólo elementos analizados ex post de un
mismo acto acto espiritual.
Pero se vislumbra aquí una salida al problema antes for­
mulado, a saber: ¿con qué derecho la Stimmung, proceso
anímico exclusivamente humano, sería una cualidad del
paisaje, es decir, de un conjunto de objetos naturales ina­
nimados? Este derecho sería ilusorio si el paisaje fuera tan
sólo una yuxtaposición de árboles y colinas, riachuelos y
piedras. Pero ocurre que el paisaje ya es una configura­
ción espiritual: no se puede ni tocar, ni atravesar desde
una objetiva exterioridad, sólo es en virtud de la fuerza
unificadora del alma, en cuanto entrecruzamiento del
hecho empírico con nuestra creatividad, en cuanto trama
que no podríamos cotejar con ninguna analogía de orden
mecánico. En la medida en que el paisaje posee toda su
objetividad en cuanto "paisaje" en virtud de nuestra acti­
vidad creativa, la Stimmung, que es una expresión o diná­
mica específica de esta actividad, basa su objetividad en el
paisaje.
En el poema lírico, ¿el sentimiento no es una realidad
incontestable, tan independiente de cualquier arbitrarie­
dad o ánimo subjetivo como lo son el ritmo y la rima,
aunque ningún indicio de ese sentimiento se desprenda
de cada una de las palabras que el proceso natural de for­
mación del lenguaje ha producido y cuyo encadenamien-

20
to constituye exteriormente el poema? Y justamente por­
que el poema, siendo una formación objetiva, es ya un
producto del espíritu, el sentimiento también se convier­
te a su vez en una realidad objetiva, tan indisociable de
aquélla como las vibraciones del aire que llegan a nuestros
oídos no pueden disociarse del sonido con el que se con­
vierten en realidad para nosotros.
Por Stimmung, no debemos entender aquí uno de esos
conceptos abstractos en los que subsumimos, por mor de
la definición, disposiciones anímicas o atmósferas muy
distintas: podemos decir que un paisaje es sereno o triste,
heroico o monótono, tempestuoso o melancólico, dejan­
do así que la tonalidad espiritual, que le es inmediata­
mente propia, fluya hacia un estrato, en verdad espiritual­
mente secundario, que de la vida originaria conserva tan
sólo ecos no específicos. Antes por el contrario, la Stim­
mung de un paisaje será la Stimmung de ese paisaje y de
ningún otro; no se confundirá nunca con la de otro pai­
saje, aunque ambos puedan subsumirse bajo un mismo
concepto general, por ejemplo, lo melancólico. Esa Stim­
mung que le es inmediatamente propia, y que cambiaría
con cada cambio de línea, es consustancial al paisaje y
está indisociablemente ligada al surgir de su unidad for­
mal.
Es un error frecuente, que impide una adecuada com­
prensión de las artes figurativas, incluso de la visión en
general, pretender buscar la tonalidad espiritual de un
paisaje exclusivamente en esos conceptos generales de la

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sensibilidad lírico-literaria. La Stimmung real e indivi­
dualmente propia de un paisaje no puede definirse con
esas abstracciones, como tampoco puede describirse con
conceptos su visibilidad. Aún suponiendo que la Stim­
mung no fuera otra cosa que el sentimiento suscitado por
el paisaje en el espectador, también semejante sentimien­
to, en su efectiva determinación, seguiría ligado exclusi­
vamente al paisaje en cuestión, y sólo borrando la inme­
diatez y efectividad de su carácter podremos subsumirlo
en el concepto general de lo melancólico o alegre, lo tris­
te o tempestuoso.
Así pues, en la medida en que la Stimmung o tonalidad
espiritual apunta al carácter general de un paisaje deter­
minado, por cuanto no está ligado a un elemento parti­
cular de dicho paisaje, y tampoco apunta al carácter gene­
ral de una variedad de paisajes, la tonalidad espiritual y el
surgir de este paisaje, es decir, la conformación unitaria
de todos sus elementos, vienen a ser un único e idéntico
acto, como si las distintas capacidades de nuestra alma,
las que ven y las que sienten, expresaran al unísono, cada
una en su tono, una misma palabra.
Cuando, como ante un paisaje, la unidad de la existen­
cia natural pretende envolvernos en su trama, el desgarro
entre un yo que ve y un yo que siente resulta doblemente
equivocado. Pues es con todo nuestro ser como estamos
ante un paisaje, ya sea este natural o artístico, y el acto que
nos lo crea es simultáneamente un acto que mira y un
acto que siente, un acto que sólo cabe desgajar en virtud

22
de un ejercicio del pensamiento. El artista es justamente
quien realiza ese acto de conformación a través del ver y
del sentir con tal fuerza y pureza que logra absorber com­
pletamente la materia dada por la naturaleza y recrearla
de raíz desde sí mismo; mientras que nosotros, los espec­
tadores, estamos más ligados a esa materia, de modo que
aún solemos ver los distintos elementos aislados ahí
donde el artista sólo ve y configura "paisaje".

"Die Philosophie der Landschaft", 1913

23
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CXl
CXl

Esta es probablemente la obra (de la que hizo varias versiones) más


conocida de este pintor suizo, nacido en Basilea en 1827 y muerto en
Fiesole (Florencia) en 1901. Bocklin es uno de los grandes paisajistas
del siglo XIX y sus obras, de corte simbolista, destacan por aunar
romanticismo, neoclasicismo y modernismo. Su influencia se puede
apreciar en Giorgio de Chirico o en los surrealistas Dalí y Ma.x Ernst.

24
Los PAISAJES DE BOCKLIN

Um sie kein Ort, noch wen 'ger eine Zeit.


Sin lugar a su alrededor, y aún menos tiempo.

El encanto del verano al mediodía reside en que la som­


nolencia y quietud que se extienden sobre la tierra tam­
bién llegan a mecernos y adormecernos; en que la natu­
raleza que está en nosotros comparte la suerte y tranqui­
lidad de todo el orden natural. Pero, al mismo tiempo, la
sensación de estar vivos, de sentir nuestro propio corazón
latiendo, eleva nuestra conciencia por encima de toda esa
naturaleza en reposo. El gran Pan duerme y nosotros con
él y en él, pero somos seres que sienten, somos sujetos
frente a toda esa objetividad. Este es el sentimiento, la
Stimmung, que inspiran los paisajes de Bocklin; unos pai­
sajes que, aún estableciendo un vínculo íntimo entre el
alma y la naturaleza -las plantas y los animales, la tierra y
la luz-, liberan nuestra alma del imperio de la naturaleza,
confiriéndole conciencia de su propia personalidad, del
pleno dominio de sí misma y de su libertad; conciencia
que el mundo, puro objeto de contemplación, desconoce;
un yo vivo, que palpita, que integra en su unidad cuanto
la naturaleza simplemente muestra, ahí, en lo contiguo;
una naturaleza que se topa así con un misterioso contra-

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rio que, apenas un instante antes, parecía confundirse
plenamente en ella. En verdad, no se trata de una
secuencia, sino de una simultaneidad: ambas sensaciones
se dan al mismo tiempo y el tono anímico de esos paisa­
jes surge precisamente de la tensión, de la imbricación,
entre pertenencia a y emancipación ante la naturaleza. Es
como si en esos paisajes de Bocklin se preservara algo de
la unidad primigenia de las cosas, antes de que el espíritu
consciente y la naturaleza inconsciente se separen toman­
do caminos opuestos, y como si el alma, en permanente
oscilación entre esos dos polos, intentara reanudarlos en
la unidad perdida.
Spinoza pretende del filósofo que considere las cosas
sub specie aeternitatis, es decir, atendiendo exclusivamen­
te a la necesidad y significado interiores de las mismas y
obviando la contingencia del aquí y ahora. Suponiendo
que esta pretensión pueda aplicarse, no ya a las obras del
intelecto, sino a las de la sensibilidad, entonces los cua­
dros de Bocklin transmiten la impresión de que sus con­
tenidos se sitúan en la esfera de la atemporalidad, en una
pureza ideal, sin inmediatez histórica, sin un antes ni un
después, a semejanza de esas horas estivas en las que la
naturaleza contiene la respiración y el tiempo parece
detenerse. Esta atemporalidad no es eternidad, en el sen­
tido de un tiempo sin fin, es decir, una eternidad tal y
como la concibe la religión, sino simplemente suspensión
de las relaciones temporales: no es duración inconmensu­
rable, sino irrelevancia del antes y del después. La atem-

26
poralidad que sugiere Bocklin es la de unos paisajes a los
que en nada afectan el pasado o el futuro -una atempora­
lidad parecida a la que nos suscitan los paisajes del sur de
Italia, donde los cambios de temperatura o en la vegeta­
ción no parecen relevantes, a diferencia de los paisajes
alemanes, que se perciben como momentos de un proce­
so continuo de transformación, que sugieren recuerdos y
proyecciones: del verano al invierno, del otoño a la pri­
mavera. Los árboles de Bocklin parecen inmunes a las
estaciones: ni florecerán, ni perderán sus hojas, se yer­
guen eternos, ya se muestren verdes, crecidos o declinan­
do. Y sus ruinas nunca evocan lo que fueron antes de su
derrumbe y degradación. Sint ut sunt aut non sint, que
sean como sean o que no sean. Y es en la irrealidad de sus
criaturas de fábula cuando la atemporalidad de sus visio­
nes, esa oposición a cuanto quepa calificar como históri­
co, resulta más inmediata.
De tener, no obstante, que ligar sus cuadros a una tem­
poralidad, ésta sería la de la juventud. De todas las edades
de la vida, la juventud es la que, por su modo de sentir,
más se aproxima a la eternidad, porque aún desconoce la
importancia del tiempo, porque aún no lo siente como
fuerza y límite. De ahí que la juventud pueda resultar tan
ahistórica y tienda a sopesar las cosas a la luz de lo infini­
to, sin tener presentes los límites que impone la realidad
temporal; de ahí que pueda experimentar esos días que se
agrandan más allá de sus límites y traen la esperanza de
todo el pasado y el recuerdo de toda la felicidad por venir.

27
Esta es la atmósfera, la Stimmung, que transmiten los pai­
sajes de Bocklin.

***

Además de esa atemporalidad, sus paisajes también


sugieren a-espacialidad, una no-pertenencia al espacio.
En los paisajes al uso, el espacio suele mostrarse como la
forma que da unidad al todo, como el continente que
contiene y determina el contenido, como un espacio deli­
mitado con una fijeza definitiva, como una forma espa­
cial que perdurará aún si todo su contenido, todos sus
objetos y colores desaparecieran. Los grandes paisajistas
han reiterado esta constricción apriorística del espacio,
esta autonomía de la composición, y han construido sus
paisajes ciñéndose a esta preocupación básica, a esta cen­
tralidad del continente. En Bocklin, sin embargo, esta
violencia de la forma espacial sobre el contenido no está
en absoluto presente. En las distintas sensaciones que sus
paisajes provocan, el esquema espacial no desempeña
ninguna función dinámica. Kant llegó a decir que el espa­
cio no es sino posibilidad de juntar cosas. Y así es como,
a diferencia de los paisajes al uso, aparece el espacio en
Bocklin, como contigüidad puramente exterior de las
cosas, como medium carente en sí mismo de valor, como
mera "factibilidad". Al igual que nuestros sentimientos, el
amor o el odio, la alegría o el sufrimiento, ocurren en el
espacio pero prescindiendo de éste, los paisajes de
Bocklin, con su capacidad para crear y suscitar esa atmós-

28
fera particular, están más allá, no ya sólo de la dimensión
única del tiempo, sino del espacio tridimensional.
Esta capacidad de sustraerse a lo que es mera relación,
de mantenerse ajeno a toda limitación, vínculo o condi­
cionamiento impuestos desde fuera, es lo que, en sus cua­
dros, nos despierta ese sentido de libertad, ese erguirse y
respirar dejando atrás la presión de las restricciones, de
las precauciones, de todo cuanto de cerca y de lejos no
afecta y forma parte de la vida. Sin duda, este efecto libe­
rador, redentor, no es exclusivo de Bocklin sino que per­
tenece a toda expresión artística superior, aunque tam­
bién es cierto que pocos paisajistas logran suscitarlo con
la fuerza con que lo hace Bocklin.
Al crear una obra de arte inspirada en los seres huma­
nos, todo artista se aleja, más o menos conscientemente,
de la inmediatez, de la contingencia del momento plas­
mado. Esto mismo ocurre también con los artistas llama­
dos realistas: nos alejan de la realidad ordinaria del hom­
bre -de lo contrario, no tendría sentido duplicar sobre el
lienzo una realidad que ya nos basta y sobra. En el caso
del retrato, el proceso de sublimación, de catarsis, de abs­
tracción se expresa con tanta mayor seguridad y claridad
que conocemos bien aquello que sublima y de lo que nos
libera. Demasiado bien conocemos, en efecto, lo superfi­
cial, efímero e incompleto de la existencia humana como
para no sentir su idealización (si se me permite usar pala­
bra tan problemática) como una liberación, como una
apertura llena de promesas. Esta necesidad que incita a

29
representar artísticamente al hombre, no suele ser tan
imperiosa cuando se trata de la naturaleza. Esperamos
menos de ésta que de aquél; ni hablamos su idioma, ni la
interpretamos con la sutileza con que analizamos lo
humano, de modo que su idealización, su redención a
través del arte, nos resulta menos probable y necesaria. El
paisaje contiene, de hecho, en su realidad inmediata, un
elemento afín al arte, una autosuficiencia y una intangibi­
lidad que nos liberan de nuestras tensiones, que nos
emancipan. El paisaje nos suscita menos necesidad de ser
plasmado artísticamente y no tiene, en su representación,
ese mismo efecto liberador que la representación del
hombre -su sublimación en prototipo de la especie
humana-, debido a la insalvable distancia entre su reali­
dad y la de nuestras vidas. Bocklin, sin embargo, al lograr
esta liberación, al hacernos respirar un aire puro y eman­
cipador, al adentrarnos en una esfera etérea y conducir­
nos serenamente más allá de la realidad opresiva de las
cosas, consigue que sus paisajes tengan un efecto psicoló­
gico que hasta entonces sólo provocaba el retrato del ser
humano. Sin duda, Poussin y Claude Lorrain ya apunta­
ron en sus paisajes ese proceso de abstracción e idealiza­
ción que plasma directamente su contenido ideal y se
aleja conscientemente de la dimensión específica y tangi­
ble de lo real. Pero, en ambos casos, esa conquista signi­
ficó renunciar a cualquier atisbo de intimidad: nos llevan
más allá de la realidad, pero a unas regiones que carecen
de aire, mientras que Bocklin nos eleva a lo más hondo de

30
nuestro corazón; en sus paisajes, el emanciparse, el libe­
rarse de la estrecha y oprimente realidad, se acompaña de
una verdadera carga emocional.

***

Aunque el prisma pudiera ver, no podría ver la luz blan­


ca salvo a través de cada uno de sus distintos componen­
tes; sólo podría intuir la unidad interna de esos compo­
nente y sólo podría conocerla mediante un ejercicio
retrospectivo de combinación de unos elementos que, por
su propia constitución, dividen la unidad. Idéntica suerte
corre nuestro ojo espiritual: le resulta imposible com­
prender la acción humana, su propia configuración, sus
impresiones y sensaciones, salvo como precipitados de
distintos elementos sensibles, los cuales sin embargo nos
penetran con su unidad. Describimos con cualidades
contradictorias o excluyentes entre sí lo que sin embargo
sentimos como unidad inmediata, como conjunto de ele­
mentos compenetrados y, al igual que el profundo filóso­
fo medieval, Nicolás de Cusa, definía la más alta unidad
divina como coincidentia oppositorum, como convergen­
cia y unión de todos los contrarios, a menudo podremos
expresar la unidad de una obra humana y de su efecto
sólo diciendo que aúnan elementos contradictorios. Y
quizá no sabría definir mejor la atmósfera de unidad rea­
lizada que emana de la mayoría de los paisajes de Bocklin
sino como melancolía llena de alegría de vivir -del mismo
modo que, inversamente, la atmósfera creada por Chopin

31
puede describirse como una alegría de vivir llena de
melancolía.
Para nosotros, los hombres modernos, la vida, los sen­
timientos, los valores, se han dividido en una infinidad de
opuestos; dudamos constantemente entre el sí y el no;
aprehendemos tanto nuestra vida interior como el
mundo exterior a través de categorías claramente diferen­
ciadas; creemos que es parte esencial de todo arte supe­
rior unificar los opuestos, superando el imperativo del aut
aut, del "o lo uno o lo otro". En la praxis inmediata valo­
ramos a nuestros semejantes según sean inteligentes o
estúpidos. El intelecto es una categoría con la que procu­
ramos sopesar a los seres humanos; y la impresión que
transmite la representación artística de un hombre
moderno depende mucho de cómo se manifiesten sus
capacidades intelectuales. Por el contrario, las estatuas de
la escultura griega están más allá de esta oposición: no
entendemos si son listas o tontas, las sentimos como
igualmente repartidas entre, o indiferentes a, el sí y el no.
De ahí que muchos desnudos femeninos de la antigüedad
no encajen en la categoría de "muchacha" o "mujer": per­
manecen ajenos a esas distinciones con las que la sensibi­
lidad moderna identifica inmediatamente cualquier
forma femenina. También las figuras femeninas de
Miguel Ángel están en cierto modo por encima de lo
masculino y femenino: encarnan una humanidad pura
que aún no ha caído en, o está más allá de, la distinción
entre los sexos.

32
Villa junto al mar (segunda versión), 1 865

33
Las lagunas pontinas, 1851

34
El arte de Bocklin también muestra otro más allá: el
más allá de lo verdadero y lo falso. La pregunta con la que
nos acercamos a cualquiera representación de la objetivi­
dad, a saber, ¿se corresponde o no con la realidad?, no se
plantea en su caso. No hay en Bocklin un deseo de alejar­
se conscientemente de la verdad, de huir de la realidad de
las cosas. Y no pretendo negar la innegable gracia de este
comportamiento, del oponerse a lo real. Schiller, exaltan­
do lo nunca ocurrido, erigió un monumento a ese idea­
lismo tímido, que tan sólo trata de apartar la mirada de la
realidad y que, sabiendo, no quiere saber nada. Esta nega­
ción de la realidad es, sin embargo, una forma positiva de
relación con la misma -similar, aunque de signo opuesto,
a la que caracteriza al realismo. En el caso de Bocklin, la
disyuntiva "realista o no realista" carece de sentido. Pre­
guntarse si sus obras pertenecen sólo al espíritu o son
reflejo de la realidad, es como preguntarle a un tono si es
blanco o negro. Muchos de los colores, formas y seres que
nos muestra Bocklin nunca han existido, por lo que su
significado no depende de que nos sugieran experiencias
sensibles.

***

A esta su perfección interna, a esta su renuncia a remi­


tir a algo fuera de sí, se debe el que sus paisajes, más que
cualquier otro de los que he podido ver, se puedan califi­
car como soledades. Una vez más, tampoco se trata aquí
de un rechazo consciente de cuanto esté fuera, y que no

35
deja de ser un referirse a lo exterior aunque sea de forma
negativa. Que sus praderas y barrancos, sus bosques y ori­
llas hayan podido ser habitados por otros seres humanos
que los que él mismo ha representado, ni se plantea. Cada
paisaje está cerrado en su propia dimensión, a la que no
se puede acceder desde otras dimensiones. Su soledad no
es, como en otros paisajes, una condición accidental, el
fruto de un azar que podría haber traído cualquier otro
estado, sino una cualidad interna, esencial, indisociable.
Son como esos hombres cuyo destino intangible, anclado
en su naturaleza, es el de estar "solos". La soledad pierde
en estos paisajes su carácter estrictamente negativo, de
exclusión, y se convierte en una tonalidad reconocible en
sí misma y a la que, a falta de otra expresión inmediata­
mente comprensible, sólo podemos referirnos con la
palabra negativa "soledad".
Quizá sea por esta autosuficiencia de su arte por lo que
no juzgamos las rarezas e imperfecciones de sus cuadros
con la misma severidad que las de otros artistas. Porque
sus cuadros "dictan su propia ley." Su universo se mantie­
ne tan alejado de cuanto no le pertenece que resulta
imposible cotejarlo con nada ajeno a él. Al prescindir
completamente de cualquier referencia al mundo exterior
-al menos así lo resentimos de entrada- el arte de Bocklin
se asemeja a la música. Aunque ambas artes hunden sus
raíces en unas realidades tangibles y unas sensaciones
inmediatas, ambas acaban remitiendo sólo a ellas mis­
mas, situándose en una altura de sensaciones que ya nin-

36
guna mediación inteligible puede conectar con los hechos
de la percepción y la sensación, de las que son, en defini­
tiva, la sublimación más sutil. Nadie puede ya trazar los
caminos por los que nuestra facultad sensible dejó atrás
su primitiva sensualidad y la bajeza de sus motivos y
alcanzó el disfrute de la música más avanzada, un disfru­
te que, a todas luces, ha cercenado todo vínculo con la
realidad tangible de la vida. Este aislamiento, este ser­
para-sí de la música, constituye un misterio tan grande,
que podemos entender por qué Schopenhauer excluyó la
música de las cosas pasibles de explicación, incluso la
excluyó de las artes, y la consideró el reflejo inmediato del
mundo, la expresión de su esencia metafísica. Quizá,
antes de Bocklin, ningún otro arte se acercó tanto a esa
misteriosa esencia de la música, que, como dice Scho­
penhauer, fluye ante nosotros como un paraíso al mismo
tiempo tan cercano y tan distante. Quizá nunca como en
la música la atmósfera ha consumido hasta ese extremo la
materia. La música es el único ámbito en el que la mate­
ria ha perdido toda su independencia y ya no expresa algo
susceptible de ser desgajado y subsistir como tal, aunque
sólo sea como resto. La música ha superado esta dualidad,
ya no es al mismo tiempo medio de expresión y conteni­
do expresado, es ya solamente expresión, sólo sentido,
Stimmung. Y por lo mismo que ya no cabe preguntarse
por su verdad, como sí hacemos con otras artes, tampoco
tiene sentido sopesar la verdad o falsedad de los paisajes
de Bocklin. Porque sus fuentes y sus acantilados, sus bos-

37
ques y sus prados, hasta sus animales, centauros y huma­
nos no tienen otra vida, otra realidad que la de manifes­
tar una atmósfera, una Stimmung, con la que se confun­
den totalmente, como el combustible se confunde en la
llama; y, salvo por esa atmósfera, nada tienen que pueda
medirse con una realidad independiente. Así viven, como
la imagen de un ser querido que nos abandonó hace
mucho tiempo: una imagen que ha perdido todo rastro de
realidad y se confunde totalmente con el sentimiento que
nos colma.

"Bocklins Landschaften",
artículo publicado en 1907.

38
LAS RUINAS

Sólo en un arte, la gran lucha entre la voluntad del espí­


ritu y las exigencias de la naturaleza ha alcanzado una paz
efectiva, en virtud de la cual la tensión entre el alma, que
tiende a lo alto, y la gravedad, que tira hacia abajo, se
resuelve en un equilibrio perfecto: la arquitectura. En la
poesía, la pintura o la música, los materiales, que se rigen
por sus propias leyes, han de ser silenciados y sometidos
a la idea artística, la cual, al menos en la obra lograda, los
absorbe por completo hasta hacerlos invisibles. Incluso
en la escultura, el fragmento tangible de mármol no es la
obra de arte; lo que de propio aportan la piedra o el bron­
ce no va más allá de ser un medio para la expresión de la
intuición creadora del espíritu. La arquitectura, en cam­
bio, aunque utiliza y distribuye el peso y la resistencia de
la materia siguiendo un proyecto que sólo puede haber
pergeñado el alma, permite que la materia opere, siempre
dentro de ese proyecto, según su propia naturaleza, ejecu­
tando ese proyecto, por así decir, con sus propias fuerzas.
Se trata de la más sublime de las victorias del espíritu
sobre la naturaleza, como cuando se consigue guiar a una

39
persona de modo que cumpla nuestra voluntad sin forzar
la suya, logrando que sus actos autónomos realicen nues­
tro plan.
Este singular equilibrio entre la materia, mecánica,
inerte, que resiste pasivamente la presión, y el espíritu,
que moldea, que tiende a lo alto, desaparece tan pronto
como el edificio cae. Entonces, las fuerzas puramente
naturales se sobreponen a la obra del hombre: el equili­
brio entre naturaleza y espíritu, representado en el edifi­
cio, se escora a favor de la primera. Este desplazamiento
produce una tragedia cósmica que, así lo sentimos, arro­
ja a las ruinas a las sombras de la melancolía; el desmoro­
namiento aparece como una venganza de la naturaleza
por la violencia a que la sometió el espíritu al pretender
conformarla a su proyecto. La historia de la humanidad es
la del paulatino dominio del espíritu sobre una naturale­
za que se encuentra ahí fuera, pero también, en cierto
modo, dentro del propio espíritu. Si en las otras artes el
espíritu somete las formas y los hechos de la naturaleza a
sus dictados, en la arquitectura, conforma las masas y las
fuerzas de la naturaleza como si ellas mismas realizaran
libre y visiblemente una idea que les pertenece. Pero las
necesidades de la materia se adaptan a la voluntad del
espíritu sólo mientras perdure la obra en su perfección:
sólo así, toda la vitalidad del espíritu se expresará a través
de esas fuerzas y masas. Tan pronto se desmorona el edi­
ficio, desaparece la plenitud de la forma, y ambos compo­
nentes vuelven a disociarse, dejando al descubierto su

40
originario y universal antagonismo, como si la conforma­
ción artística no hubiera sido más que una violencia del
espíritu a la que la piedra se hubiese sometido contra su
voluntad, y como si ahora se sacudiera poco a poco ese
yugo y recobrara la independencia de sus fuerzas.
Ahora bien, esto confiere al fenómeno de las ruinas una
especial relevancia, una significación mayor que los frag­
mentos de otras obras de arte destruidas. Un cuadro del
que se hayan desprendido algunas partículas de color,
una estatua con sus extremidades mutiladas o un antiguo
texto poético del que se hayan perdido palabras o versos
enteros ejercerán un efecto sólo en virtud de lo que quede
de su conformación artística o de lo que la imaginación
pueda reconstruir a partir de esos restos: no se ofrecen
como una unidad estética, y sí como una obra de arte pri­
vada de alguno de sus elementos determinantes. Las rui­
nas de un edificio indican, por el contrario, que en las
partes desaparecidas o destruidas de la obra de arte han
hecho acto de presencia unas fuerzas y formas, las de la
naturaleza, que crean una nueva unidad, una totalidad
específica, con ese remanente de arte que aún conservan
y esa parte de naturaleza que han recobrado. Sin duda,
desde el punto de vista del fin que el espíritu quiso dar al
palacio o iglesia, al castillo o pórtico, al acueducto o
columna conmemorativa, la ruina no deja de ser un acci­
dente absurdo, un sinsentido; pero un nuevo sentido
envuelve ese accidente y lo engloba junto con la obra del
espíritu en una nueva unidad que ya no se basa en la fina-

41
lidad que quiso darle el hombre, sino en las profundida­
des donde ésta y la labor subterránea de las fuerzas
inconscientes de la naturaleza brotan de una raíz común.
De ahí que algunas ruinas romanas, por fascinantes que
resulten, carezcan del encanto específico de las ruinas,
por cuanto se percibe que su destrucción vino por el
hombre y no por obra de la naturaleza, deshaciendo el
antagonismo entre obra del espíritu y acción de la natura­
leza sobre la que reposa la significación de la ruina como
tal.
Esta misma suspensión del antagonismo nace, no ya de
la acción positiva del hombre, sino de su pasividad, cuan­
do su inacción se asemeja a una fuerza de la naturaleza.
Es lo que suele ocurrir con algunas ruinas urbanas, aún
habitadas, que pueden verse en calles apartadas de Italia.
Aquí lo que impresiona no es la destrucción por el hom­
bre de su obra, sino el que, aun causándola la naturaleza,
el hombre permita la ruina. Este consentimiento, este
dejar hacer, encierra, sin embargo, una pasividad positi­
va, por así decir, pues el hombre se hace cómplice de la
naturaleza y acepta una manera de actuar diametralmen­
te opuesta a su propia esencia. Esta contradicción priva a
la ruina habitada de ese equilibrio entre lo material y lo
espiritual que, aunque quebrado, caracteriza a la ruina
propiamente dicha. De ahí que la visión de esos edificios
descuidados, de esos lugares abandonados por la vida
pero que siguen siendo marcos de vida, resulte incómoda
y nos genere un desasosiego a veces insoportable.

42
En otras palabras: el encanto de la ruina radica en que
la obra del hombre se nos aparece como un producto de
la naturaleza. Las mismas fuerzas que, por erosión,
intemperie, hundimientos o acción de la vegetación, han
dado forma a las montañas, se manifiestan en las ruinas.
La fascinación de las formas alpinas -en su mayoría pesa­
das, fortuitas, artísticamente insípidas- se debe al percep­
tible juego entre dos tendencias cósmicas opuestas: las
elevaciones volcánicas o la lenta estratificación han alza­
do la montaña, mientras que la lluvia y la nieve, la erosión
y los desprendimientos, la descomposición química y la
vegetación invasora han seccionado sus crestas y horada­
do sus masas, dando así a la montaña su perfil caracterís­
tico. Ante el paisaje alpino, advertimos la vitalidad de esas
dos fuerzas que se contraponen y, al sentir instintivamen­
te esa misma oposición en nosotros mimos, logramos
apreciar, más allá de toda consideración estética o formal,
la significación del perfil en cuya apacible unidad ambas
se han fundido. En las ruinas la oposición es entre dos
elementos vitales mucho más distantes entre sí: la volun­
tad humana que erigió la construcción y la fuerza mecá­
nica de la naturaleza que la hizo caer. Sin embargo, mien­
tras de ruinas se trate y no de un simple montón de pie­
dras, el derrumbe operado por la naturaleza no habrá
disuelto completamente la obra del hombre en la materia
informe, sino que habrá hecho surgir una nueva forma
que, desde el punto de vista de la naturaleza, tiene senti­
do, es comprensible y distinta. La naturaleza habrá hecho

43
su propia creación usando la obra de arte como materia,
del mismo modo que el arte usó la naturaleza como mate­
ria para su obra.
A tenor del ordenamiento cósmico, habría una jerar­
quía entre la naturaleza y el espíritu por la que la natura­
leza sería subestructura, materia o producto incompleto,
y el espíritu, el elemento que conforma y define la forma.
En las ruinas este orden se invierte, ya que cuanto el espí­
ritu había alzado queda sometido a esas mismas fuerzas
que moldean perfiles de montaña y riberas de ríos.
Cuando por esta vía surge algo estéticamente significati­
vo, adquiere también una dimensión metafísica, parecida
a la que tiene la pátina de un metal o de una madera, de
un marfil o un mármol: un proceso puramente natural se
adueña de la superficie de la obra humana, recubriéndo­
la en su totalidad con una nueva piel. Que la obra resulte
más bella en virtud de un proceso químico y físico, que lo
realizado se convierta, autónoma e inevitablemente, en
algo distinto, nuevo, a menudo más consistente y bello es
en lo que consiste el misterio y fascinación de la pátina.
Las ruinas, sin embargo, suman a esta fascinación otra
del mismo orden: la destrucción de la forma espiritual
por las fuerzas naturales, la inversión de la secuencia típi­
ca, se percibe como un regreso a la "buena madre", como
llama Goethe a la naturaleza. La frase según la cual todo
lo humano "procede de la tierra y a la tierra ha de volver"
se proyecta aquí más allá de su triste nihilismo. Entre este
aún-no y el ya-no surge un momento positivo del espíri-

44
tu cuya trayectoria ya no apunta a la cima sino que, alcan­
zada ésta, desciende a sus orígenes: es, por así decir, el
reverso del "momento fecundo", de esa cima que fue y
que la ruina permite vislumbrar.
Ahora bien, el que la violencia ejercida por la naturale­
za sobre una obra de la voluntad humana pueda ser obje­
to de disfrute estético se debe a que en dicha obra, por
mucho que la conformara el espíritu, la naturaleza nunca
perdió sus derechos. Por su materia, por su masa efectiva,
la obra nunca dejó de ser naturaleza, y cuando ésta se
apropia de aquélla tan sólo rescata el ejercicio de un dere­
cho que quedó en suspenso pero no eliminado. De ahí
que las ruinas suelan suscitar un sentimiento trágico -que
no de tristeza-, pues la destrucción que reflejan no es algo
absurdo llegado de fuera sino la manifestación de una
tendencia inscrita en lo más profundo del ser de lo des­
truido. De ahí que cuando decimos de alguien que es una
"ruina de persona" no suscitemos una impresión estética
que lo relacione con lo trágico o con la secreta justicia de
la destrucción, pues aunque demos a entender que los
rasgos anímicos que llamamos naturales en sentido
estricto -los impulsos o inhibiciones ligados al cuerpo, las
inercias, los accidentes, los signos anunciadores de la
muerte- se apoderan de los específicamente humanos y
valiosos desde el punto de vista de la razón, y los domi­
nan, nuestros sentimientos no perciben precisamente en
ello que se haya cumplido un derecho implícito en aque­
llas tendencias. No existe, de hecho, tal derecho.

45
Consideramos -con razón o no- que tales desarrollos
contrarios al espíritu humano no son inherentes a la natu­
raleza humana. Por eso la idea del hombre como ruina es
a menudo más triste que trágica y no transmite ese sosie­
go metafísico que sí desprende la decadencia de una obra
material en virtud de un a priori que le es inherente.
El mencionado "regreso al hogar" es una manera de
referirse a la sensación de paz que sugiere el tono espiri­
tual (Stimmung) que rodea a las ruinas y que se debe tam­
bién al hecho de que las dos potencias universales -la
ascendente y la descendente- se conjugan en ellas para
configurar una imagen tranquilizante semejante a las que
proporciona la naturaleza. En expresión de esta paz, la
ruina forma con el paisaje circundante un todo unitario,
como el árbol y la piedra, mientras que el palacio, la villa
e incluso la casa de campo, aún cuando mejor se armoni­
cen con la Stimmung del paisaje, proceden siempre de un
orden de cosas distinto y se compaginan con el de la natu­
raleza sólo como un a posteriori. Así, en los edificios muy
antiguos situados en pleno campo, y más aún en las rui­
nas, se observa con frecuencia una singular homogenei­
dad cromática con los tonos del terreno circundante. La
causa debe ser probablemente análoga a lo que constituye
también el encanto de las viejas telas, cuyos colores, por
heterogéneos que hubiesen podido ser en un principio,
tras pasar por largos usos, sequedad y humedad, calor y
frío, roces y desgastes, han acabado compartiendo una
tonalidad uniforme, una reducción al mismo común

46
denominador cromático que ninguna tela nueva puede
imitar. De manera similar, los efectos de la lluvia y el sol,
de la vegetación, del calor y el frío, acaban dando a los
edificios abandonados un tono de color semejante al del
paisaje circundante, con el que comparte el mismo desti­
no. Estos efectos van limando los contrastes originales
hasta fundirlos en una serena unidad.
Las ruinas desprenden esa sensación de paz también
por otro motivo. El señalado conflicto entre fuerzas con­
trapuestas tiene sus formas o símbolos externos, como en
el perfil de la montaña moldeada por las fuerzas cons­
tructivas y destructoras, pero también se manifiesta den­
tro del alma humana, entre su dimensión natural y su
dimensión espiritual. En nuestra alma operan unas fuer­
zas -que sólo podemos designar con la metáfora espacial
del impulso hacia arriba- que permanentemente son con­
trarrestadas -interrumpidas, suspendidas, desviadas,
derrotadas- por otras tendencias que cabe caracterizar
como oscuras, apáticas, como "meramente naturales", en
el peor sentido de la palabra. La forma de nuestra alma es
en cada momento el resultado del modo y proporción en
que estas dos clases de fuerzas se van mezclando. Pero
nunca, ya sea por la victoria absoluta de una de las partes
o por el compromiso permanente entre ambas, alcanzan
un estado definitivo. Pues no sólo la inquieta dinámica
del alma no lo consiente, sino que, sobre todo, sucede que
tras cada hecho singular, tras cada impulso individual en
una u otra dirección, siempre hay algo que sigue con vida,

47
unas exigencias que la decisión momentánea no consigue
aquietar. De ahí que el antagonismo entre ambos princi­
pios tenga un carácter insoluble, informe, ajeno a todo
marco estable. En esta interminabilidad del proceso ético,
en esta profunda carencia de una configuración completa
y definitiva transida de sosiego plástico, estriba tal vez el
motivo formal último de la animosidad de los caracteres
estéticos hacia los éticos. Cuando miramos con una mira­
da estética, exigimos que las fuerzas contrapuestas de la
existencia hayan alcanzado un equilibrio, el que sea, que
la lucha entre lo alto y lo bajo haya cesado. Pero el proce­
so espiritual ético, con su incesante fluctuación, con sus
fronteras siempre movedizas, con la inagotabilidad de las
fuerzas que se enfrentan en su seno, se opone a esta forma
que sólo permite contemplar. La profunda paz que como
un círculo mágico rodea a las ruinas responde a la
siguiente constelación: el oscuro antagonismo que condi­
ciona la forma de toda existencia -ya sea entre fuerzas
puramente naturales, dentro de la vida del alma o, como
en las ruinas, entre la naturaleza y la materia-, aunque
tampoco aquí se resuelve en un equilibrio, sí ofrece una
imagen de perfiles estables y serenos en su persistencia. El
valor estético de las ruinas conjuga el desequilibrio, el
eterno fluir del alma en pugna consigo misma, con el
sosiego formal, con la sólida delimitación de la obra de
arte. Por eso el encanto metafísico-estético de las ruinas
se esfuma cuando ya no queda de ellas lo suficiente como
para poder percibir la tendencia que empuja hacia lo alto.

48
Así, los fragmentos de columnas esparcidos por el foro
romano son simplemente feos, mientras que una colum­
na truncada pero en pie puede tener todo el encanto.
Sin duda, cabe atribuir esa sensación de paz a otro
motivo: el que sean pasado. Las ruinas son un escenario
de la vida de donde la vida se ha ido -y esto no entraña
nada de simplemente negativo ni se reduce a un cons­
tructo de la mente, como en el caso de las innumerables
cosas que antes fluían en la corriente de la vida y que un
azar ha depositado al margen de ésta pero que por su pro­
pia naturaleza bien podrían reintegrarse de nuevo a dicha
corriente. En las ruinas se siente con la inmediatez de lo
presente que la vida, con toda su riqueza y variabilidad,
habitó ahí alguna vez. Las ruinas crean la forma presente
de una vida pretérita, no restituyendo sus contenidos o
sus restos, sino mostrando el pasado como tal. En esto
estriba también el encanto de las antigüedades, de las que
sólo una mente obtusa puede pretender que una imita­
ción perfecta puede igualarlas en valor estético. Teniendo
entre manos un objeto antiguo dominamos espiritual­
mente todo su curso temporal desde su misma creación:
el pasado con todos sus destinos y mutaciones se concen­
tra en un punto del presente intuible estéticamente. En el
objeto antiguo, como en la ruina, donde se intensifica al
máximo y se realiza la forma presente del pasado, entran
en juego energías tan profundas y globales de nuestra
alma que la separación tajante entre percepción y pensa­
miento deja de tener sentido. Entonces, opera en efecto

49
una totalidad espiritual que, de la misma manera que su
objeto funde en una única forma el contraste entre pasa­
do y presente, aprehende toda la extensión de la visión
física y de la visión espiritual en una unidad de goce esté­
tico, que siempre hunde sus raíces en una unidad más
profunda que la unidad estética.
Así, intención y azar, naturaleza y espíritu, pasado y
presente, resuelven en este punto la tensión de sus anta­
gonismos o, mejor, aún manteniendo esa tensión, generan
una unidad en la imagen exterior y en el efecto interior. Es
como si un fragmento de la existencia debiera convertirse
en ruina para poder exponerse, sin resistencia, a todas las
corrientes y fuerzas que provienen de todos los rincones
de la realidad. Tal vez en esto consista el encanto de las
ruinas, y de la decadencia en general; un en-canto que
está más allá de lo meramente negativo y degradante. La
cultura rica y diversa, la ilimitada capacidad de impresio­
narse y una mente abierta a todo -rasgos típicos de las
épocas de decadencia-, significan precisamente esa con­
fluencia de todas las tendencias contrapuestas. Una justi­
cia compensadora parece vincular esa totalidad de fuerzas
heterogéneas y antagónicas con la decadencia de aquellos
hombres y aquellas obras humanas que ya sólo pueden
ceder, que ya no pueden crear y conservar con sus propias
fuerzas sus propias formas.

"Die Ruine. Ein asthetischer Versuch", artículo


publicado en la revista Der Tag, febrero 1 907.

50
Los ALP E S

La extendida idea de que la impresión estética depende


de la forma del objeto contemplado oculta demasiado a
menudo la importancia de otro factor: la escala en que
dicho objeto se ofrece. No somos en absoluto capaces de
apreciar una forma pura, es decir, una mera relación de
líneas, superficies y colores, pues nuestra condición inte­
lectual y sensible nos permite apreciar tan sólo una canti­
dad limitada de formas. Esa cantidad puede variar, pero
oscila entre un máximo -susceptible a menudo de medi­
ción- en el que la forma, permaneciendo como tal inalte­
rada, pierde su valor estético y un mínimo en el que
sobreviene idéntica pérdida. Mucho más profunda y
extensamente de lo que pensamos, forma y escala consti­
tuyen una unidad inseparable de la impresión estética; y
una forma revela su esencia estética por la manera en que,
cambiando su escala, cambia su significación. Esto resul­
ta evidente, sobre todo, en la transposición de las formas
naturales en las obras de arte, pues se crea entonces una
jerarquía de formas que abarca desde aquéllas que con­
servan su valor estético sea cual sea su tamaño hasta

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aquéllas cuyo valor depende exclusivamente de un deter­
minado tamaño. En un extremo estaría la figura humana.
Cuando, por participar de su misma existencia, el artista
comprende desde dentro el significado de una figura,
puede, con relativa facilidad, introducirle modificaciones,
acentuaciones o difuminaciones sin que el cambio de
tamaño altere la significación y unidad de su forma; de
ahí que el hombre -y sólo él, pues no conocemos tan pro­
fundamente a ningún otro ser-, pueda fácilmente repre­
sentarse artísticamente tanto en escala colosal como en
miniatura. En el polo opuesto de esta jerarquía estarían
los Alpes. Aunque no se exige de la obra de arte que
reproduzca de manera naturalista la impresión causada
por el objeto real, sí es necesario que lo esencial de éste,
sean cuales sean las modificaciones introducidas, subsis­
ta en la forma artística de modo que ésta se refiera a ese
objeto y no a cualquier otro. Parece, sin embargo, que los
Alpes no permiten establecer esa referencia: ninguna de
las imágenes pictóricas que los representan consigue, en
efecto, causar la impresión de aplastante masa que provo­
can los propios Alpes; y los mejores pintores alpinos,
Segantini y Hodler, con sus delicadas estilizaciones, sus
desplazamientos de matices y sus efectos cromáticos,
parecen tratar de esquivar este problema en lugar de
resolverlo. Es evidente, por tanto, que en este caso las for­
mas no poseen un valor estético propio que resista la
modificación de su escala, sino que dicho valor está liga­
do al tamaño real. Aunque en ningún objeto el efecto que

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produce la forma es indiferente a la medida, el caso de los
Alpes, en el que el efecto simplemente desaparece en
ausencia de un determinado orden de magnitud, eviden­
cia que ambos factores constituyen una unidad inmedia­
ta de impresión; sólo el análisis posterior divide esta uni­
dad en una dualidad.
La especial significación de lo masivo se debe a la sin­
gular configuración de los Alpes; una configuración que,
por lo general, tiene algo de inquieto, de accidental, que le
impide tener una verdadera unidad formal; de ahí que a
muchos pintores, acostumbrados a mirar la naturaleza
únicamente por su calidad formal, los Alpes les resulten
difícilmente soportables. Pero esta irritación provocada
por la forma se halla, sin embargo, en cierto modo, domi­
nada y mitigada, hasta hacerla disfrutable, por lo masivo,
por la enorme dimensión de la cantidad material. Cuando
se conjugan en un mismo significado, las formas se apo­
yan mutuamente, encuentran unas en otras respuestas,
preludios, ecos, y constituyen de ese modo una unidad
que se asienta en sí misma y no necesita de ningún sopor­
te ajeno a sus propios elementos constitutivos. Pero cuan­
do las formas se yuxtaponen de manera tan accidental y
sin que una línea de conjunto las unifique y confiera sen­
tido, como sucede en los Alpes, entresacar una forma,
aislándola de su lugar en el conjunto, resultará muy difí­
cil salvo que se represente el carácter masivo de la mate­
ria cuya homogeneidad se extiende bajo los picos, confi­
riendo así a cada forma, en sí misma carente de sentido,

53
un cuerpo unificado. Para que el caos de cumbres indife­
rentes entre sí encuentre, por así decir, un punto de apoyo
y de unión, la materia informe debe imponerse en la
impresión de manera aplastante. De este modo, el desaso­
siego que producen las formas y la aplastante materiali­
dad de sus masas propician, con su tensión y equilibrio,
una impresión en la que irritación y placidez parecen fun­
dirse de modo singular.
La cuestión de la forma remite la impresión que causan
los Alpes a las categorías espirituales más elevadas. Se
trata de una impresión cuyos elementos se sitúan tanto
más acá como más allá de la forma estética. Por un lado,
los Alpes sugieren el caos, una masa informe que sólo
accidentalmente ha adquirido un perfil que, no obstante,
carece de sentido. Las montañas, en general, y los Alpes,
en particular, parecen esconder su propio misterio mejor
que ningún otro paisaje: lo telúrico se nos muestra en
estado puro, en su tremenda violencia, muy alejado aún
de la vida y significación específica de la forma. Pero, por
otro lado, están las rocas enormes, las pendientes de hielo
reluciente y transparente, la nieve de las cumbres, tan dis­
tantes de las llanuras de la tierra: todo esto son símbolos
de lo trascendente que invitan al alma a mirar hacia arri­
ba, hacia regiones a las que no se accede sólo con fuerza
de voluntad. De ahí que cuando las nubes tapan las cum­
bres desaparezca no sólo la impresión estética, también la
espiritual; porque entonces las cumbres rebajadas, aplas­
tadas hacia la tierra, quedan atrapadas junto al resto de lo

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terrenal. Pero cuando el cielo está despejado, esas cum­
bres parecen apuntar indefinidamente a lo supraterrenal
y situarse en un orden distinto al de la tierra. Si hay un
paisaje que quepa calificar como trascendente, es el de las
cumbres nevadas, sin rastro de vegetación o de vida. Y si
lo trascendente y lo absoluto, sugeridos por el tono espi­
ritual (Stimmung) de semejante paisaje se encuentran más
allá de toda palabra, también cabe decir, salvo que quera­
mos humanizarlo infantilmente, que se encuentran más
allá de cualquier forma. Pues todo lo que tiene forma
tiene, por definición, límites, ya se trate del objeto fabri­
cado o del ser orgánico que determina su forma con sus
propias fuerzas internas, y que por la limitación de dichas
fuerzas sólo puede desarrollarse en una figura limitada.
Lo trascendente, por el contrario, no tiente forma y lo
absoluto, no teniendo límites, no puede ser conformado.
Lo informe, la no-forma, se encuentra por tanto más acá
y más allá de toda forma. La alta montaña, con la sorda
violencia de su masa puramente material y el simultáneo
empuje supraterrenal de sus regiones nevadas situadas
más allá de la vida, nos sugiere al mismo tiempo ambas
informidades. Esa ausencia de significación propia y
genuina de su forma hace que en ella encuentren asiento
común el sentimiento y el símbolo de las grandes poten­
cias de la existencia: de aquello que es menos que cual­
quier forma y de aquello que es más que todas las formas.
En este alejamiento de la vida estriba, quizá, el secreto
último de la impresión que producen las cumbres alpinas.

55
El contraste con el mar ayuda a explicarlo. El mar se
suele tener como un símbolo de la vida: su movimiento
en permanente variación de formas, lo insondable de sus
profundidades, el alternarse calma y tempestad, su mane­
ra de perderse en el horizonte o el juego sin objeto de su
ritmo -todo esto permite al alma transponer al mar su
propio sentimiento de la vida. A esta impresión se accede
sólo a través de una comparación formal de carácter
simbólico. Al reflejar el mar la forma de la vida en un
esquematismo estilizado, supraindividual, su contempla­
ción proporciona esa liberación que produce en todo
momento la realidad vista a través de la imagen formal de
su sentido más puro y profundo, más real, por así decir. El
mar nos libera de la realidad inmediata y de la mera can­
tidad relativa de la vida gracias a la dinámica arrolladora
con que, con sus propias formas, trasciende la vida. En la
alta montaña, esa liberación de la vida como accidente y
opresión, como aislamiento y mezquindad, se logra en un
sentido opuesto: ya no desde la plenitud estilizada de la
pasión vital, sino desde el alejamiento de ésta. Aquí la
vida se halla como entretejida y atrapada en algo que es
más sereno y estable, más puro y más elevado de lo que
jamás podrá ser la vida. Siguiendo las expresiones acuña­
das por Worringer para caracterizar los distintos efectos
del arte, diríamos que, respecto a la vida, el mar actúa por
empatía y los Alpes por abstracción de ella. Y este efecto
aumenta progresivamente a medida que se pasa del pai­
saje rocoso al nevado. En las rocas advertimos aún la pre-

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senda de fuerzas contrapuestas: las constructivas, que
han levantado la tierra, y las corrosivas, destructoras,
demoledoras; en nuestra visión esas rocas han alcanzado
un equilibrio momentáneo en la contraposición y con­
junción de fuerzas, pero para nuestra alma esa contrapo­
sición sigue operando, la revivimos. El paisaje nevado,
por su parte, ya no deja vislumbrar el juego de los facto­
res dinámicos: todo lo telúrico está totalmente cubierto
por la nieve y el hielo. El largo proceso de formación de la
forma mediante nevadas, deshielos, glaciares, ya no se
puede ver ni sentir. Como ya no se sienten interiormente
los efectos de las fuerzas, ni el alma las revive, estas for­
mas quedan suspendidas en la intemporalidad, ajenas al
fluir de las cosas. Así, los Alpes, además de simbolizar esa
doble informidad antes mencionada, también carecen,
por así decir, de forma en el tiempo; no son imagen de la
negación de la vida -pues ésta presupone la vida-, sino
imagen de lo "otro", de lo que, a diferencia de la vida, no
se ve afectado por el paso del tiempo. Las zonas nevadas
son, por así decir, el paisaje absolutamente "ahistórico"; ni
el verano ni el invierno las alteran, quedando así exclui­
das de toda asociación con las subidas y bajadas de los
destinos humanos, que en mayor o menor medida sí per­
miten establecer todos los demás paisajes. La imagen
espiritual de nuestro entorno se tiñe siempre de la forma
de nuestra existencia espiritual; sólo en la atemporalidad
del paisaje nevado, no resulta posible esta proyección de
la vida. Y así, el contraste absoluto con el mar, símbolo de

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la eterna agitación, adquiere también una dimensión
histórica en el sentido de que el mar está unido en lo más
íntimo a los avatares y progresos de nuestra especie; ofre­
ciéndose como lazo de unión entre los países, antes que
erigiéndose en muro. En cambio, las montañas han teni­
do en la historia humana un efecto esencialmente negati­
vo, proporcional a su tamaño, aislando unas existencias
de otras, impidiendo su recíproco contacto, mientras el
mar lo propiciaba.
Una vez más, la impresión que producen los Alpes
niega el principio de la vida, que se basa en la diversidad
de sus elementos. Somos hijos de la medida; todo fenó­
meno que pasa por nuestra consciencia posee una cuali­
dad, que se define por un más o un menos de esa cuali­
dad. Las cantidades sólo se definen en función unas de
otras; existe lo grande porque existe lo pequeño y vice­
versa; lo elevado porque existe lo profundo, lo frecuente
porque existe lo raro, y así sucesivamente. Cada cosa se
mide en función de otra, que es su contraria; cada una es
polo de su contrapolo; de ahí que la realidad sólo pueda
provocar en nosotros una impresión si es relativa, esto es,
si contrasta con algo que se le opone en el mismo orden
del ser. Resulta evidente lo mucho que el paisaje de mon­
taña está caracterizado en este sentido y hasta qué punto
debe su unidad a esa impresión de relatividad: la cumbre
sólo es posible en virtud del valle y éste, en virtud de
aquélla, de modo que se condicionan mucho más que los
elementos propios de los paisajes llanos. En virtud de esta

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relatividad, las partes del paisaje de montaña realizan la
unidad de una imagen estética que recuerda a las formas
orgánicas, en la interacción vital de sus componentes.
Ahora bien, la cosa más maravillosa es que la majestuosi­
dad y el carácter sublime de los Alpes sólo es perceptible,
precisamente, en sus paisajes nevados, cuando todos los
valles, la vegetación y las construcciones del hombre han
desaparecido de la vista, cuando deja de ser visible lo bajo,
ese bajo que condicionó inicialmente la impresión de alti­
tud. Todos esos elementos que la nieve hace desaparecer
tienden en sí mismos hacia lo bajo, sobre todo la vegeta­
ción, que siempre nos hace pensar en las raíces que pene­
tran en las profundidades de la tierra. Aquí, en cambio, el
paisaje se presenta como completamente "cerrado", ajeno
a todo lo demás, a toda posibilidad de ser matizado y con­
trastado por elementos antagonistas, a todo perfecciona­
miento: se impone con toda la insoslayable fuerza de su
mera existencia. Esto, junto con las otras razones antes
mencionadas, puede explicar el motivo último por el que
el paisaje alpino resulta menos propicio a su representa­
ción pictórica que otros paisajes. Pero, sólo en el paisaje
nevado parece que lo bajo pierde sus derechos sobre las
cosas. Al desaparecer el valle, se impone la pura presencia
de lo alto: lo alto ya no es relativo sino absoluto, no es un
alto con respecto a un bajo determinado. La mística
majestuosidad de la impresión que producen estas alturas
tiene por ello poco que ver con los denominados "bellos
paisajes alpinos", donde las cumbres nevadas sólo son

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coronación de un paisaje más bajo y accesible, amable, de
bosques y prados, valles y cabañas. Al desaparecer todo
esto, se accede a una novedad radical, metafísica: a una
altura absoluta sin profundidad correspondiente; uno
solo de los polos de una correlación, que normalmente no
puede existir sin el otro, se afirma visualmente como
autónomo. En esto radica la paradoja de la alta montaña:
aquí la impresión de altura no sólo se presenta incondi­
cionada, no sólo no necesita de lo bajo, sino que, por el
contrario, alcanza toda su grandeza al desaparecer toda
visión de lo bajo. De ahí el sentimiento de liberación que,
en momentos solemnes, trasmite el paisaje nevado: la
sensación de estar más allá de la vida. Pues la vida es ince­
sante relatividad de oposiciones, permanente condiciona­
miento recíproco de los contrarios, fluida movilidad en la
que todo ser sólo existe como ser condicionado. La alta
montaña produce una impresión de la que se derivan
tanto la intuición como el símbolo de que la vida puede
elevarse hasta liberarse de la forma, hasta trascender y
contraponerse a la forma.

"Zur Asthetik der Alpen", 19 1 1.

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