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Opio chino y cholaje urbano: estética, política y exotismo en


Abraham Valdelomar
Roberto Pareja, Universidad de Georgetown

La importancia de la estética para el modernismo de fines del siglo XIX y las vanguardias de
principios del XX difícilmente se puede exagerar. No solamente por las reflexiones explícitas e
implícitas que encontramos en textos y obras acerca del arte o, más precisamente, acerca de la
experiencia del arte, sino también porque la práctica artística misma incorpora estas reflexiones a su
dinámica interna convirtiendo muchas veces la teoría en práctica y la práctica en teoría.
Aquí parto de la base de que el exotismo y el orientalismo característicos de mucho del
modernismo y de parte de las vanguardias están inmersos en el más amplio problema de la estética.
Más concretamente, esta presentación presupone que el exotismo modernista surge de la
intersección de la estética con las políticas de la identidad, con el tema de la representación literaria y
política y con la paradójica autonomía de la literatura. O, dicho de otra manera, aquí se trata al
exotismo como simultáneamente perteneciendo al dominio de la estética y al de la política. Estos
temas los voy a tratar a partir de dos crónicas periodísticas y un ensayo de Abraham Valdelomar,
escritor peruano cuya importancia como figura de transición entre modernismo y vanguardia ha sido
notada varias veces.
Pero antes, una aclaración terminológica.
La palabra estética tiene dos significados. El primero le viene de la teoría de la percepción
sensorial, y de sus aplicaciones a la sicología experimental. Este era el significado primario de la
palabra hasta que Kant publica su Crítica del juicio (1781). Después, la palabra se generalizó para
designar el conjunto de teorías que explican las condiciones de
posibilidad en que se realizan los juicios acerca de la obra de
arte. (Hammermaister 23). Estas dos acepciones de la palabra
no se oponen y, de hecho, el problema de la percepción
sensorial está siempre presente en la teoría estética. Aquí voy a
utilizar la palabra estética en ambos sentidos.
Es necesario puntualizar que a Kant no le interesaba la crítica
de arte. Su proyecto crítico tenía más bien el sentido sistemático
que aplicó a la crítica de la razón pura y de la razón práctica: es
decir, establecer las condiciones racionales a partir de las cuales
es posible emitir juicios cognitivos, morales o estéticos. La crítica
de arte, de teatro o literaria, presupone, sin embargo, algunas
ideas acerca de la facultad humana para apreciar y gustar de
objetos bellos. Y es precisamente esta función de la crítica
estética la que practicaban los escritores, poetas y artistas del
modernismo y la vanguardia a través del periodismo moderno. Si
bien se ha estudiado el cambio de paradigma que implicó la
modernización de la ciudad letrada y cómo este cambio surgió de la industria cultural del periodismo y
no de las universidades, se ha estudiado muy poco a la estética modernista y vanguardista en su
problemática relación con la política.
Antes de Kant se consideraba que el arte era un tipo inferior de cognición, al contrario de la belleza
que, desde el punto de vista ontológico, ha sido siempre, al menos desde Platón, el complemento de
“el bien” y por lo tanto ha gozado del prestigio de las ideas superiores. Kant se dio cuenta que
cualquier intento de desarrollar una ciencia de la belleza no se podía basar en la comparación entre
racionalidad y arte. De esta comparación el arte sale siempre mal parado. Kant propone separar arte
y conocimiento, limitar concienzudamente los ámbitos que estas actividades habitan. La meta de la
Crítica del juicio era precisamente definir nuestras opiniones, sentimientos y aserciones acerca de la
belleza no como una versión inferior de nuestros juicios sobre la verdad o la moralidad, sino como
simultáneamente independientes de y relacionados al conocimiento y la moral (Hammermeister 23).
Este intento de delimitación consciente es una de las bases de la separación de esferas de
actividad que impone la modernidad. La autonomía literaria, más deseada que realizada, se da en
América Latina en el espacio institucional de la emergente industria cultural representada por el
periodismo. Y es desde los periódicos que los artistas, escritores e intelectuales debaten esta
contradictoria modernidad y sus tensiones políticas, estéticas y morales.
Uno de los conceptos claves en este contexto de discusión es el de desinterés. Voy a seguir a
Martín Jay en un artículo sobre los peligros de la autonomización de la estética para exponer las
implicaciones de este concepto. Para Kant, a diferencia de la experiencia meramente sensual del
gusto y del placer utilitario que nos lleva a hacer el bien, la experiencia estética no depende de un
objeto real para realizarse. No desarrollamos un interés directo por el objeto, sino sólo por su
representación, su apariencia. No estamos inmersos en el ser (inter-esse) sino en el mundo de la
percepción estética que combina lo conceptual con lo singular. A diferencia de la experiencia
intelectual, en la experiencia estética lo singular no se subsume en lo abstracto. Y a pesar de que en
la experiencia estética los conceptos no están determinados totalmente por una forma esquemática,
las ideas estéticas son comunicables. Apelan a una comunidad inter-subjetiva que no está dada sino
que se tiene que construir.
Una de las posibles consecuencias del concepto de desinterés es que la forma del objeto es sólo
la ocasión, o en todo caso un catalizador, para una compleja respuesta subjetiva. La experiencia
estética se vuelve un modelo abstracto de nuestras relaciones con la naturaleza y la sociedad. La
naturaleza misma se puede observar siguiendo este modelo, ya que el libre juego de los conceptos
singulares del juicio estético son una analogía del telos inmanente de la naturaleza. También el
mundo de la moral se hace análogo a la experiencia estética en cuanto que la idea moral de tratar a
cada persona como un fin en sí mismo es una analogía del juicio estético que no subsume lo singular
en lo abstracto.
Estas relaciones o paralelos entre naturaleza, moral y estética no pueden establecerse de manera
discursiva (cognitiva), advierte Kant; y es aquí donde entra su crítica al uso y abuso de la analogía
como puente que cruza el abismo de estas separaciones. La analogía puede “sugerir”este puente,
pero no es el puente. La experiencia estética, en su afán de ir más allá de la simple analogía, se
encuentra con lo sublime. Más allá de lo discursivo y lo analógico uno encuentra el terror de un
abismo que produce (como efecto pragmático) un estado de suspensión que se desarrolla de
diversos modos: como desconexión de las facultades cognitivas que puede desembocar en la locura
o como sublime sentimiento de respeto ante la ley moral.
Aquí el correlato de la experiencia se ha desvanecido ya totalmente. La experiencia de lo sublime
implica necesariamente la destrucción del objeto. De esta destrucción emerge la pura forma del
objeto, el objeto purificado en tanto ley, irrepresentable, símbolo que conecta el mundo sin propósito
trascendente de la naturaleza no-humana con el mundo de la razón práctica que requiere de la
trascendencia moral.
Sin embargo, advierte Jay, hay una fuerte tensión entre el concepto de desinterés, con su
aristocrático distanciamiento, y el imperativo moral que
ordena tratar a cada persona como un fin en sí mismo. Es
decir que la analogía que iba a proveer el puente que
uniría la razón pura y la razón práctica se desintegra, ya
que la experiencia estética, llevada al extremo, puede
conducirnos a la destrucción de la visión moral. El poeta
Tailhade comentó el atentado anarquista de 1890 contra la
Cámara de Diputados francesa con estas palabras: “No
importan las víctimas si el gesto es bello.”
La tensión que registra la modernidad entre la visión
moral de una comunidad utópica y el aristocrático
distanciamiento requerido para alcanzar tal visión no
puede simplemente achacarse a la instrumentalización del
concepto de desinterés en la práctica burguesa de un arte
de-socializado, más bien habría que explorar, como
sugiere Kaufmann, las posibilidades que ofrece tal tensión
para un proyecto crítico de delimitación y esclarecimiento.
En la crónica “Las almas herméticas” de 1916, el
Conde de Lemos, pseudónimo periodístico de Abraham Valdelomar, empieza advirtiendo a sus
lectores: “Nos os riáis.” Lo que viene después de esta advertencia es una meditación poética sobre el
rostro de un anciano chino, imagen que despierta en el cronista “filosóficos pensamientos” y “hondos
comentarios.” Pero ¿por qué habría de reírse el lector ante esta imagen? O más bien: ¿por qué el
cronista se defiende de antemano de la burla o del desprecio? Y, por lo tanto, ¿qué se esconde detrás
de la imagen, de la máscara, del rostro de un chino viejo?
Quien observe este rostro, aunque sea en fotografía, nos dice el cronista, encontrará que

Hay en sus ojos una mirada llena de lejanía; el rictus de su boca acusa un supremo desdén por la
vida vulgar; las barbas pródigas y los cadentes bigotes dan a su rostro noble sello de majestad
legendaria y deífica (477).

En medio de la descripción de este rostro que, esperamos, va a ser singular y único, el cronista
imperceptiblemente cambia la perspectiva desde el rostro singular al personaje colectivo:

su parquedad en el hablar; el silencio perenne que los rodea; los ademanes rituales que los
caracterizan, todo produce la sensación que esos seres tangibles, reales, de carne y hueso, están
muy lejos de nuestra vida, que están en otro mundo desconocido, que tienen otras preocupaciones,
otras inquietudes, otros pensamientos (477).

Si al principio de la crónica se nos anuncia la descripción de un rostro singular, muy pronto nos
damos cuenta que se trata de un personaje colectivo compuesto por 40 chinos uniformemente viejos
que “iban a tomar el barco que los llevaría a su país” y que el
cronista observa desde su puesto de despreocupado flaneur
mientras pasan custodiados por la Beneficencia China. Este
personaje colectivo recobra, sin embargo, parte de la
singularidad del rostro cuando el cronista lo pone en su
contexto histórico: “Habían asistido a una gran parte de nuestra
evolución republicana. Vieron transformarse poco a poco, a
fuerza de revoluciones y golpes de Estado, esta paradojal
democracia de opereta” (477). Este personaje, a la vez singular
y colectivo, pide un esfuerzo de imaginación para ser
comprendido. Por un lado, ellos son testigos mudos de una
historia a la cual no pertenecen, ya que se trata de “nuestra
evolución”. En segundo lugar, no sólo pide al cronista y al lector
que hagan presentes en su memoria un conjunto de relatos
“orientales” que son parte del imaginario del momento histórico
y que demuestra la influencia metropolitana en la literatura de
la periferia, sino que también nos llama a interrogarnos sobre
cómo se interpreta ese momento histórico que el cronista
quiere representar: la modernización. Se trata de una época presente, contemporánea y moderna,
pero curiosamente cercana a lo exótico, una época que el cronista quiere poner ante los ojos de sus
lectores, aquellos que supuestamente sí formaban parte de la evolución republicana, aquellos que
han sido sus actores y no simples testigos venidos de tierras extrañas.
Valdelomar llama a su lector a imaginar “a esos millones de chinos que hace cuarenta años vinieron
al Perú, dejando en los rincones familiares todos su afectos, todos sus recuerdos, todos sus amores.”
Especula sobre sus condiciones de existencia y su visión de mundo. Desde su puesto de espectador,
que es testimonio tanto de la distancia social como de la sacralización de la imagen poética,
Valdelomar no puede participar del mundo en que viven estas personas. Una barrera intangible se
interpone entre el cronista y el objeto de su crónica. Sin embargo, esta distancia es la que permite a
Valdelomar elaborar una cierta teoría de la modernización; distancia que separa a la vez que une al
cronista y su objeto.
Como vimos, la crónica empieza con el rostro singular y continúa con el personaje colectivo y en el
transcurso de ese cambio gradualmente se vuelve de nuevo a la imagen singular:

Yo he visto pasar ayer unos cuarenta chinos viejos. Uniformemente viejos. Iban a tomar el barco que
los llevaría a su país... Volvían al imperio extinguido, a la naciente república de las diez y siete
provincias, fracasados y pobres, enfermos y senectos, hacia los arrozales extensos y glaucos que
florecen bajo el hondo cielo de China. Algunos llevaban pequeños líos de ropa, otros, por toda
propiedad, una frazada, el más viejo de todos, quizás, tuvo un gesto sólo comparable al de Cortés
quemando sus naves. Al llegar al barco arrojó con desdén olímpico su lío, un gran lío envuelto en
oscura tela. El enorme bulto cayó al mar, y el chino quedóse contemplando largo rato los globitos que
surgían en la superficie al lado de la nave. (477-478)

Valdelomar se pregunta y nos pregunta: “¿Cómo interpretar este gesto?” Parte de la respuesta
de Valdelomar consiste en que esta persona sabe que no volverá nunca más al Perú y que, al arrojar
sus líos al mar, realiza el equivalente de la siguiente meditación filosófica: “en la tierra nada merece
ser cambiado de lugar.” En este punto el cronista nos devuelve a la imagen inicial del rostro y al
personaje colectivo de los cuarenta chinos, de esos “millones” de chinos y sus historias a la vez
singulares y colectivas. Valdelomar, pensativo, los ve pasar y nos informa que

Quisiera conversar con ellos, preguntarles por la vida. Quisiera conocer el misterio y la filosofía de
estas almas herméticas. Ellos viven en el mundo sin vivir en él. (479)

Pero lo cierto es que el cronista no habla con ellos, ya que hacerlo sería romper el hermetismo
del rostro del chino viejo, abrirlo a su cotidianidad, romper la distancia entre espectador y espectáculo,
entre imagen poética y objeto, entre experiencia y objeto. Se contenta con especular sobre su
existencia:

Trabajar, para ellos, es pesada obligación. Trabajan sólo para conseguir la moneda que quieren
canjear por el opio. Viven en un mundo fantástico, irreal, pavoroso, ligero, frágil, donde la lógica no
existe y donde los sucesos cambian con tal rapidez como la vida misma (479).

La meditación de Valdelomar nos presenta la vida de estas personas como expuesta a la más
descarnada explotación, nos enfrenta a una pura vida orgánica a disposición de la maquinaria
productiva, a una vida arrojada a la inmediatez de lo no mediado, en fin, a la vida psíquica de los
deshechos corporales de la economía neocolonial. ¿Qué filosofía puede enfrentar tal situación? Sólo
la filosofía estoica del opio, nos dice Valdelomar, y remite al lector al mundo de los cuentos: “En
sueños, bajo la adormecedera sensación del opio, son libres, aman lindas princesas…” (479). Esta
filosofía es la que les permite enfrentar la aterradora sensación de no tener vida propia: “Cuarenta
vidas pasadas entre las espirales infinitas de un sueño constante de opio” (478). En esta crónica el
alma hermética del chino se separa de su cuerpo sobreexplotado y alcanza la anhelada autonomía
del genio, límite y horizonte del proyecto de autonomización literaria. Por un lado, el cuerpo-máquina,
que funciona dentro de la modernización global neocolonial como fuerza de trabajo y, por el otro, el
alma que, separada de sus ataduras corporales, goza de una libertad aterradora pues en su mundo la
lógica no existe y la velocidad reina suprema.
En la crónica titulada “28 de julio” el Conde de Lemos sigue explorando la ciudad y nos ofrecernos
un retrato de la fiesta nacional del Perú desde el punto de vista de una vendedora callejera de
comida:

“El 28 de julio” es, para ella, este conglomerado confuso de sensaciones brillantes: banderas
peruanas; luces; fuegos artificiales; banda de música;
somos libres; escándalo en el callejón; Paseo Colón; carpas
con quitasueños; indias que hacen la competencia en otras
carpas; insultos de carpa a carpa en tono de ‘indirectas’;
soldados que beben y dicen ‘lisuras’, compadres borrachos
de un romanticismo afecto a agarrar; un cholito de quince
meses que chilla desde la espalda de la quechua; fuentes
de escabeche; un gran panto de mondonguito; vasos con la
bandera peruana y un ‘Viva el Perú’ en la panza; rimas;
salud compadre; falta de sencillo para dar el vuelto; el
cachaco de la esquina que hace un amor interesado; la
candela que se apaga; coches; automóviles; señores bien
vestidos que se atragantan y ceban su patriotismo exaltado
con viandas criollas; viejos y zambos que hablan de la
guerra con Chile y llaman a los chilenos ‘el enemigo’; un par
de muchachos que se van sin pagar; y, por fin, a las cinco de la mañana y varios ciudadanos
durmiendo o por dormirse sobre las bancas, sobre la yerba, mientras a lo lejos se anuncia un
automóvil con un racimo de borrachos y, avanzando por la acera, zigzageante, metiendo los pies en
los baches, lleno de lodo y de alcohol, levantando la mano, pronuncia su interminable discurso
patriótico, incoherente y conmovedor, este mismo borracho de siempre, el que podríamos llamar ‘el
borracho de 28 de julio’, que estuvo en San Juan de Miraflores, que partió a la Breña, que fue
ayudante del general Cáceres, que mató a su mujer de una pateadura, que ha sido cachaco, que
tienes granos en la cara, que odia de todo corazón ‘al enemigo’, que vende su voto por cinco soles y
cuyo espíritu vibra, se emociona y plañe al grito glorioso y ambulante de ‘Viva el Perú, señores!’
(488-489).

Este “interminable discurso patriótico” del borracho nos lleva al mundo de la Lima chola. Vale la pena
detenerse para examinar un paralelo formal entre este mundo del mercado y el mundo de los chinos
opiómanos. Desde el punto de vista de la técnica y la forma, esta crónica sobre la fiesta nacional se
acerca al mundo del opio chino donde la lógica no existe y domina la velocidad. El pasaje quiere
hacer patente la forma en que las sensaciones se arremolinan en el cerebro a través de una técnica
literaria que es vanguardista en la fragmentación y el uso de la parataxis.
Recordemos que la estética, como mediadora entre el dominio de la moral y el de la sensibilidad,
promueve la presentación negativa de una idea a través de un símbolo. La sublime idea de la Patria,
en tanto absoluto, es en sí misma impresentable; la crónica adopta una forma fragmentaria para
significar precisamente que la Patria, para la percepción de las clases populares urbanas, consiste en
tales sensaciones e imágenes fragmentadas. O, puesto en lenguaje kantiano, se podría decir que el
modo de presentación de la Patria es la retirada (Absonderung) de la presencia.
El mundo popular del mercado aparece aquí, al igual que el mundo fantástico de los chinos
opiómanos, sometido a una desconexión y a una velocidad que es producto de una situación socio-
económica. Al igual que los trabajadores chinos, la mujer mestiza del mercado y el cholo borracho
veterano de guerra son cuerpos sobreexplotados cuyas almas se refugian en la zona límite de la
desconexión cognitiva. En la locura que acecha en el rostro del chino hermético encontramos el
fantasma de una desconexión que paradójicamente es el signo de la modernización literaria.
Uno de los problemas que preocupa a Valdelomar es el de la relación entre esta expresión literaria,
en tanto problema estético, y el proyecto político de nación moderna. En el pasaje sobre la fiesta
nacional peruana la idea de patria, nunca presente, siempre esquiva, es un “conglomerado confuso
de sensaciones brillantes” que se desarrolla en el espacio caótico de un mercado limeño. En tanto
microcosmos, el mercado aparentemente es la nación: allí estánlos que lucharon contra el enemigo
chileno durante la guerra del Pacífico que parecen identificarse con los zambos y negros costeños,
los indios serranos que, acusados de cobardía o de anti-patriotismo por la elite, sin embargo no
pueden pasar desapercibidos, los señores motorizados y bien vestidos que degustan platos “criollos”,
el policía y veterano de guerra con su ferocidad conyugal, los jóvenes y los niños, los pícaros. En fin,
parece que las clases sociales se dan cita para exorcizar en una bacanal los miedos y tensiones que
en la vida normal son el pan de cada día. Ausentes de esta escena de mercado están precisamente
los chinos.
Al igual que los indios de la sierra los chinos no sabían quién era el enemigo en la guerra de 1879.
Los chinos que trabajaban en las haciendas del sur peruano, llegado el momento de decidir, se
plegaron al ejército chileno que avanzaba victorioso hacia la capital peruana. Un coronel chileno,
Patricio Lynch, que había vivido en su juventud en China y que participó en la guerra del opio, les
hablaba en chino y los animaba a ayudar a sus tropas. Lo llamaban el Príncipe Rojo (Trazegnies
606). En Lima estas noticias intranquilizaban a los comerciantes chinos que no querían ser
confundidos con traidores. La guerra llegó a la capital en forma de revueltas internas y la población
limeña se organizó para saquear los negocios de comerciantes chinos. Los soldados peruanos
desmobilizados asolaron los negocios, quemaron las casas, mataron y se llevaron lo que podían
cargar. Se da así la paradoja de que el ejército peruano en descomposición saqueó su ciudad capital.
El texto de Valdelomar excluye la figura del chino que supone ajena a la fiesta nacional. En la
crónica con que iniciamos esta presentación, los chinos son sólo testigos mudos de una tragedia
nacional: golpes de estado, asesinatos, desastre de la guerra. En esta crónica se hallan totalmente
ausentes, no participan para nada del imaginario
colectivo.
Como vimos, los chinos de Valdelomar viven en un
mundo extraterritorial, sin patria, un mundo donde las
conexiones cognitivas son canalizadas por el efluvio del
opio, un mundo fijado en la rememoración de un pasado
atemporal y remoto localizado en los cuentos exóticos de
mandarines y princesas. Si en el caso de los chinos la
extraterritorialidad se convierte en una enfermedad social,
dadas las condiciones de su existencia, es muy distinto el
caso del torero andaluz Belmonte que Valdelomar analiza
en su ensayo Belmonte el trágico y que eleva a modelo de
moralidad social. Si la velocidad, en el caso de los chinos,
no puede ser controlada y canalizada socialmente, la
velocidad del pase del torero provee una continuidad con
la tradición colonial hispánica, a la vez que introduce el
elemento ético en la formación de la comunidad nacional.
En ambos casos, la velocidad es el horizonte y el límite de
una desconexión cognitiva y uno de los requisitos del
genio. Sin embargo, el genio hermético del chino no logra
elevarse hacia la visión ética de una comunidad nacional.
Este ensayo-manifiesto participa del género modernista por excelencia, el ensayo estético, y
desarrolla elementos propios de los manifiestos vanguardistas. A la vez que estetiza el conflicto social
y político, ofrece una teoría de la armonización social. Partiendo de lo que llamo el “pitagorismo
modernista” del ensayo en cuestión, en varias charlas ofrecidas en pueblos de provincia, Valdelomar
recurre a la imagen de la armonía musical, tan cara a los modernistas, en clave social:
Si acercáis al cordaje de un piano, un violín, y producís una nota en este instrumento, observaréis que
en el cordaje del piano empiezan a vibrar determinadas notas, las que corresponden a aquellas que
acabáis de producir. Mientras estas cuerdas responden a la llamada de la cuerda hermana, las otras
permanecen mudas e indiferentes. Este fenómeno simbólico nos esta dando la razón de vuestra
presencia en la sala. (46)

El arte debería ser el catalizador del vínculo social. Por ser una actividad desinteresada (que no
están inmersas en el ser, inter-esse, siguiéndola etimología de
Martin Jay) debería producir la nota más amplia posible para
convocar a la mayoría de la población. La patria es sólo posible
cuando el desinterés es posible. Por eso, en el mercado la patria
de Valdelomar se convierte en la caótica expresión del cholaje
urbano, en un discurso patriótico borracho, enternecedor pero
corrompido por la venalidad y la inconciencia. Es así que la
modernidad urbana entra a la crónica de Valdelomar a su pesar. El
sujeto migrante, el indio quechua urbanizado, habla en el foro del
mercado sin respetar la armonía clásica que el cronista exige de
sus escuchas en una sala de conferencias de provincias.
Y, sin embargo, el inmigrante chino y el cholo urbano son sujetos
de la modernidad porque su percepción de la existencia, su
estética (aestheisis = percepción), aparece cómo más a tono con
los nuevos tiempos de modernidad caótica y periférica. Valdelomar
reconoce esto a medias, ambiguamente, desde una mirada
higienista que intenta lograr una homogenización nacional a partir
de la pertenencia afectiva a los valores que unen patria y arte.
En esta breve presentación he ofrecido algunas perspectivas por
donde la crítica de este modelo homogenizador puede avanzar. Las crónicas de Valdelomar registran
el intento de construir la sociedad sobre esta base así como la resistencia a este intento y las
fracturas y líneas de fuga que emergen de los intersticios de este edificio estético-político y que
aparecen en la construcción estética del exotismo.

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