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Queridos hermanos,

Entre los santos que celebramos en el año litúrgico, después de Jesús y María, nadie más
grande que San José. Por eso los chinos llaman lo llaman “el Gran San José” (大聖若瑟),
patrono universal de toda la Iglesia. Pero podemos preguntarnos: Celebrar la Solemnidad
de San José en Cuaresma, ¿no parece un poco fuera de lugar? Estos días deberían ser un
tiempo penitencial de dolor, y hoy la Iglesia exulta como en una Pascua anticipada. Estos
días nos hablan de la Pasión de Cristo, pero San José no estuvo presente durante la Pasión
de Cristo, porque falleció antes. ¿No sería mejor elegir otra fecha distinta para celebrar
esta solemnidad? La Iglesia, sin embargo, mantiene esta fecha durante la Cuaresma, y hay
muy buenas razones para hacerlo.
Entre tantas razones, yo quisiera señalar dos: primero, en una familia, es el padre quien
tiene la grave obligación de preparar e incluso de animar a sus hijos a enfrentar el
sufrimiento, y en la familia de Nazaret, esta función recayó sobre San José. Un niño que no
acepta el sufrimiento es un niño incapaz de madurar. Por eso papá en casa es quien debe
enseñar a los hijos la ley del sufrimiento: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no
produce fruto; pero si muere, lleva mucho fruto.” Esta frase es el secreto inmenso de la
sabiduría de la cruz que el Hijo de Dios recibió ante todo de su Padre Celestial, allá en el
seno de la Trinidad, y una vez Encarnado, volvió a escuchar en labios de su padre adoptivo.
Si hay alguien que animó a Cristo a cargar la Cruz, ese fue el humilde carpintero de Nazaret.
Y todo aquel que sea en la tierra como otro José, debe hacer lo mismo con sus hijos.
Pero hay otra razón para celebrar a San José en Cuaresma, y esta es que, para el niño Jesús,
San José representa a Dios Padre. José debía por tanto cuidar del Cordero hasta el
momento del sacrificio y, llegado el momento del sacrificio, debía desaparecer. Dos son las
Personas por tanto que se ocultaron a la mirada humana de Jesús en aquel doloroso
Viernes Santo: en el Cielo, oculto por densas oscuridades, la persona divina del Padre; en
la tierra, oculto por la roca del sepulcro, el padre adoptivo, José. Aunque en realidad, aún
ese doloroso momento de la agonía, tanto Dios Padre como San José permanecieron
unidos al acto sublime y heroico del Hijo en gozosa aprobación: “Éste es mi Hijo amado, en
quien tengo mis complacencias.”
Lamentablemente, el hombre moderno difícilmente entienda esta verdad. Antiguamente
todos tenían cierta conciencia que al premio lo antecede el sacrificio. Pero hoy no es así.
La mayoría de las personas busca obtener una satisfacción inmediata sin sufrir ningún
padecimiento. No saben el valor del esfuerzo, ni están dispuestos a perder nada a cambio
de recibir algo. Sólo una cosa está presente en la cabeza: disfrutar. Hay padres que se
desviven porque los hijos no sufran absolutamente nada, ¿y cuál es el resultado? Los hijos
ya no tienen capacidad de sufrir ni encuentran sentido al sufrimiento, y tarde o temprano,
cuando deben sufrir, se encuentran débiles y desconcertados, y sucumben a la prueba. Y
no debemos extrañarnos de esto. Ellos no aprendieron el sentido del sufrimiento y por
tanto el sufrimiento pasa a ser una piedra de escándalo en sus vidas. Por eso un venerable
obispo taiwanés, el Cardenal Shan (que tuve la dicha de conocer), antes de morir de cáncer
legó a todo el pueblo taiwanés un memorable consejo: “aprendan a sacrificar el gozo, y
gozarán con el sacrificio.”
La cruz es el símbolo del Cristianismo. Las otras religiones o creencias aborrecen la cruz, y
escapan a la cruz con todas sus fuerzas. Sólo el Hijo de José nos enseña a abrazar la Cruz
con amor. Y aunque esta doctrina excelente la sabía ya el Hijo desde toda la eternidad por
comunicación de Dios Padre, la aprendió experimentalmente por el ejemplo de su padre
adoptivo. En la pobre gruta de Belén, en la precipitada huida a Egipto, en el humilde taller
de Nazaret, José como San Pablo puede decir: “yo, por la causa de Cristo, me regocijo en
mis debilidades.” (2 Cor 12:10) y “muy a gusto me gastaré y desgastaré por ustedes” (2 Cor
12:15) hasta que vea en ustedes formados a Cristo (Cf. Gal 4:19). La Cruz fue la gloria del
Carpintero de Nazaret. Los ángeles pueden ofrecer pero no pueden sufrir. Los animales
pueden sufrir pero no pueden ofrecer. Sólo el hombre puede sufrir y ofrecer al mismo
tiempo, y por tanto sólo el hombre puede ser víctima y sacerdote del Altísimo. En este
mundo, las cosas más hermosas son fruto del sufrimiento. Esa es una lección que se
aprende en el taller de San José, ese es el secreto más sublime del Arte del Padre.
A San José le pedimos la gracia de tener una mirada sobrenatural de nuestra vida e historia.
Todos nosotros debemos aprender más y más a tener una visión providencial de la historia
con los ojos de José.
Que María Santísima, devotísima esposa del Padre adoptivo de Jesús, nos ayude a imitarlo
más y mejor, no sólo en el deseo y el pensamiento, sino sobretodo en las buenas obras.

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