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INTRODUCCIÓN HISTÓRICA Y DOCTRINAL AL SIGLO XIII

Y A LA FILOSOFÍA DE TOMÁS DE AQUINO1

Cuando en cierta ocasión a Tomás de Aquino le fue requerida una suerte de ofrenda a un
monarca —según la tradición, se habría tratado del rey de Chipre—, él mismo escribió que, al
pensar en qué podría ofrecer que fuera “congruente con su profesión y su oficio”, se le ocurrió
que lo que correspondía era escribir un libro.2 Como se desprende de la referencia, y en
concordancia con la biografía de Tomás de Aquino, la profesión o el oficio aludido es el de
doctor, esto es, el de maestro, más precisamente, maestro de la Universidad. La expresión
utilizada por Aquino es significativa. El verbo latino relacionado, profiteor (profesar),
significa “declarar públicamente, hacer manifiesto”, en especial, aquello que uno es, el arte o
la ciencia que se profesa, en tanto que el officium se refiere al conjunto de deberes u
obligaciones correspondientes al cargo o la función social que se desempeña. En cualquier
caso, lo que evidencia el pasaje es que Tomás de Aquino tiene plena conciencia de que su
oficio personal es el de maestro, y no precisamente un maestro cualquiera, alguien que por
una circunstancia azarosa le ha tocado enseñar, sino de aquel que se ha preparado para actuar
como tal.
La mejor introducción que cabe esperar para enmarcar históricamente la obra de Tomás de
Aquino, en general, y aquella que en particular nos toca introducir —un tratamiento sobre el
sentido y el alcance de la función del maestro— parece ser, pues, la de reconstruir la génesis y
la índole de aquella institución en la que se forjó y en la que se desenvolvió la mayor parte de
su vida, a saber, la Universidad medieval.
El surgimiento de las Universidades se halla íntimamente relacionado con otro fenómeno
histórico igualmente representativo de la denominada Edad Media, el del surgimiento o
apogeo de las ciudades. Por tal no hay que entender un asunto meramente demográfico o
urbanístico —el crecimiento urbano o la migración de la población rural hacia las ciudades—,
aunque lo implique, sino una modificación de las estructuras socio-económicas prevalecientes
hasta entonces. El panorama del período anterior al aludido surgimiento urbano está
caracterizado por la estructura feudal. El contrato feudal, que se establecía entre un monarca y
un determinado noble o señor implicaba una cierta delegación —hoy diríamos una
“tercerización”— de los deberes de defensa y administración política del territorio a cambio
de una ventaja económica: el Señor feudal se comprometía a defender el territorio jurando
“fidelidad” al monarca, y a cambio recibía el usufructo de la explotación de la tierra, que era
trabajada por los campesinos. El contrato comprendía, pues, un doble vínculo, el de
“vasallaje”, que implicaba una jerarquía o subordinación política, y el de “beneficio”, que se
relacionaba con el rédito de la explotación de la tierra.3
Diversas circunstancias históricas, entre ellas, el contacto con puertos de oriente con motivo
de las expediciones militares promovidas por el papado conocidas con el nombre de

1
Tomás de Aquino, Del maestro, trad. de Jazmín Ferreiro, Buenos Aires, UNIPE (a aparecer).
2
Cita De regno.
3
Cita Romero.
1
“Cruzadas”, contribuyeron a un aumento del comercio, y con él, al crecimiento de una
economía ya no basada en la propiedad inmueble y la explotación rural, como la feudal, sino
basada en la propiedad mueble y en el dinero. Este nuevo tipo de actividad económica
ciertamente competía con la estructura precedente. Al mismo tiempo, implicaba el
surgimiento de un nuevo sector social, que irrumpía dentro de la estructura rígida de la
sociedad prevaleciente hasta entonces: el de la clase de mercaderes que se asentaban en las
ciudades o burgos, esto es, el burgués.
En un ambiente dominado por el comercio, es lógico que adquiera una relevancia especial la
producción de manufacturas, lo que implica un aumento y un peso especial de aquellos que
tienen a su cargo dicha producción, artesanos y trabajadores correspondientes a diversos
oficios. La necesidad de protegerse y organizarse para obtener ventajas llevó a estos
trabajadores a nuclearse en corporaciones o gremios. Pues bien, lo que denominamos
Universidades son, en realidad, un tipo especial de corporaciones, a saber, las que agrupan,
por así decir, a los trabajadores de las letras y del conocimiento, los encargados de adquirir el
saber y de su transmisión o enseñanza, en definitiva, a maestros y estudiantes.
Lo que denominamos “fundación” de las universidades medievales —que en el caso de las
primeras, o las más importantes, se verifica en un período bastante coincidente con los fines
del S. XII y principios del S. XIII— no consiste tanto en el establecimiento de un centro de
estudios hasta entonces inexistente, cuanto en el hecho de que una base de maestros y
estudiantes que hace un tiempo ejercen sus actividades adquieren un status y una organización
corporativa. Lo cual termina consistiendo, en la práctica, en la autonomía relativa que
adquiere la corporación en cuanto a la facultad que se arroga o le es concedida para nombrar
sus autoridades y dictar su propios estatutos y reglas.
La Universidad, como toda corporación medieval, tiene el monopolio del ejercicio de la
actividad. En buena medida, esto se realiza a través de lo que hoy denominaríamos la
expedición del “título habilitante”, y que en este período de la Edad Media era el “permiso de
enseñar”, la licentia docendi. En una época anterior a la emergencia o a la consolidación de
los Estados nacionales, la Universidad medieval es una de las pocas instituciones
“transnacionales”, no sólo por su composición, sino por su mismo carácter. En cuanto a su
composición, los alumnos, por ejemplo, de la Universidad de París eran agrupados en cuanto
a su proveniencia en diferentes grupos según su nacimiento (nationes): franca, normanda,
picarda, inglesa. Pero además, la licencia que emitía la Universidad era una licentia ubique
docendi, un permiso de enseñar “en cualquier parte”, se entiende, dentro del ámbito de la
Cristiandad, lo que significaba que, por ejemplo, quien se recibía en Oxford podía enseñar en
París.
La Universidad adquiere su autonomía, o más precisamente, la conquista, a través de una serie
de contiendas con los diversos factores de poder o actores históricos del momento: la
monarquía, las comunas, etc.. Como toda libertad que se adquiere en el terreno práctico o
político, esa autonomía es relativa. En última instancia, la Universidad, en tanto constituía un
ámbito en el que tenía lugar la enseñanza, quedaba bajo la jurisdicción de la institución que
por diversas razones históricas monopolizó la administración de la enseñanza durante toda la
2
Edad Media en el ámbito de la Cristiandad, a saber, la Iglesia. Desde este punto de vista, si
bien la Universidad consiguió cierta independencia para como para regular sus actividades y
hasta designar sus propias autoridades al interior de su esfera, quedaba bajo la supervisión
última de la Iglesia, lo que equivale a decir, bajo la jurisdicción de su cabeza, el papado
romano. Esta situación expresa, sin duda, una cierta tensión característica de la Universidad
medieval. Esta tensión queda simbolizada de alguna manera en la expresión misma de
“clérigo” (clericus), que durante la Edad Media hacía referencia tanto al sacerdote ordenado,
como en general al hombre letrado, y hasta en el atuendo o, por así decir, el “uniforme” que
vestía el universitario medieval, que era el del clérigo, sin que ello significara que
perteneciera o que hubiera de pertenecer al sacerdocio.
La Universidad se encuentra dividida en Facultades, que comprendían ciertas divisiones
disciplinares: Artes, Teología, Derecho y Medicina. En primer lugar, hay que señalar a la
Facultad de Artes, por tratarse efectivamente de una facultad de “iniciación de los estudios”.
Se comenzaba estudiando en Artes para pasar luego, por ejemplo, a la Facultad de Teología.
La denominación de “Artes” no se refiere a lo que entendemos hoy por manifestaciones del
arte, sino a un conjunto de disciplinas denominadas “artes liberales”, esto es, las artes del
“hombre libre”, por oposición a las artes “serviles” o mecánicas, las artes de aquel que tiene
que trabajar. Se trata de una clasificación del saber profano que la Edad Media heredó de la
cultura romana tardía. Estas artes estaban divididas en un grupo de tres —el Trivium— y un
grupo de cuatro —el Quadrivium—. El primer grupo comprendía a la gramática, la retórica y
la dialéctica —donde por tal se entendía a lo que hoy denominamos “lógica”—; el segundo
grupo comprendía a la aritmética, la geometría, la astronomía y la música —donde por tal hay
que entender no el arte de la ejecución musical, sino el estudio de los aspectos matemáticos de
los intervalos, algo próximo a lo que hoy entenderíamos por “ciencia acústica”—. La Facultad
de Teología ocupaba un puesto eminente. De alguna manera representaba la custodia de la
fidelidad doctrinal dentro del ambiente cristiano. Sus miembros eran de edad más avanzada
que los maestros de artes, lo que predisponía a una actitud más moderada o conservadora en
comparación con el entusiasmo o la radicalidad de los más jóvenes maestros de artes.
Las dos restantes Facultades, Derecho y Medicina, corresponden, como hoy en día, a dos
actividades que podrían considerarse “profesionales” en el sentido actual del término. Sus
miembros podían hallar una inserción laboral más definida fuera del ámbito de la
Universidad. Los maestros de derecho podían ocupar posiciones estratégicas como asesores
políticos de distintas instancias de gobierno: monarcas, emperadores, etc.. Mientras artistas e
incluso teólogos podían llegar a comentar la Política aristótelica con un interés teórico,
diríamos, “académico”, los “legistas” eran especialistas que se basaban en el derecho romano
para proporcionar fundamentos teóricos o herramientas legales a diversos conflictos o
acciones políticas concretas.
Otro factor que hay que tener en cuenta para comprender el desenvolvimiento del S. XIII es el
ingreso en las Universidades de miembros pertenecientes a las órdenes mendicantes. En
primer lugar, hay que aclarar que el clero de la Iglesia católica se divide en clero secular y
clero regular, éste último así llamado por estar sometido a unas reglas especiales. Dentro de
3
las órdenes religiosas, las órdenes mendicantes son denominadas de esa manera por mantener
un voto especial de pobreza. La orden dominicana, fundada por Santo Domingo de Guzmán,
se orientó decididamente a la predicación, lo que la llevó tempranamente a identificarse como
una orden consagrada al estudio. No podía sorprender, por tanto, que sus miembros recalaran
en los principales centros de estudio del momento, a fin de afianzar la base doctrinal de su
enseñanza. La orden franciscana, fundada por Francisco de Asís, no tuvo por aspiración
inicial más que un estricto apego al ideal de pobreza evangélica. Sin embargo, el crecimiento
y la necesidad de institucionalización de la orden llevaron a sus miembros a ingresar al medio
universitario. El caso es que en poco tiempo, apenas hacia las primeras décadas del S. XIII
uno puede encontrar ya cátedras a cargo de dominicos y franciscanos en la Universidad de
París. La irrupción de este elemento mendicante en la Universidad originó un nuevo tipo de
conflicto. En efecto, los mendicantes eran sostenidos por sus respectivas órdenes, lo que
significaba que no necesitaban —y por lo demás, no podían— percibir honorarios por su
trabajo. Ello fue visto como una suerte de “competencia desleal” por parte de quienes
obtenían un salario por su trabajo —por lo general, rentado por los propios alumnos— en
tanto practicaban el “oficio” de enseñar.
Mas allá de estos conflictos institucionales, las dos órdenes, franciscanos y dominicos, fueron
creando a su interior un cierto perfil propio. Aunque sería exagerado hablar de “escuelas” de
pensamiento —si por tal se entiende una homogeneidad o una uniformidad de pensamiento,
que nunca llegó a ser tal—, sí puede hablarse de la conformación de ciertas “tradiciones de
pensamiento”, que se observan en el predominio o mayor peso de ciertas fuentes, la
recurrencia de ciertas opiniones o la predilección por cierto tipo de solución para algunos
problemas. Por ello, son un elemento más a tener en cuenta a la hora de estudiar el contexto
del pensamiento medieval de estos siglos, en general, y el del pensamiento filosófico, en
particular.
Pues bien, el nuevo medio universitario representó una renovación que podemos distinguir en
un plano formal y en uno de contenido. En lo formal, en la Universidad se gestaron una serie
de prácticas o ejercicios escolares que dieron lugar a todo un tipo de abordaje metodológico
de características bien definidas, el cual llegó a convertirse en toda una forma o estilo de
pensamiento y finalmente prosperó en un determinado género de escritos. Entre estas
prácticas escolares hay que destacar dos fundamentales: la lectio y la disputa. La clase de la
Universidad medieval era centralmente una “lectura”, esto es, la enseñanza a través del
comentario y la interpretación de un texto considerado magistral. Cuando los estatutos
universitarios prescribían lo que se debe “leer”, o cuando las prohibiciones eclesiásticas
indicaban los textos de Aristóteles que “no debían sean leídos”, no se estaban refiriendo a la
lectura personal, ni a la posesión de los libros, sino a la enseñanza oficial dentro del ámbito
universitario. El maestro, entonces, “lee” un texto, lo comenta, lo explica, lo interpreta. Con el
desarrollo de la técnica del comentario, el mismo asume tres niveles: ante todo, es preciso
desentrañar la “letra” (littera), es decir, alcanzar el nivel primario de la comprensión literal del
texto, en su aspecto sintáctico y semántico. En segundo lugar, es preciso elevarse hasta el
nivel del “sentido” (sensus), esto es, la interpretación de qué sea aquello que en cada caso —

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en una frase, en un párrafo, o en una sección del texto— está haciendo el autor: si está
introduciendo la cuestión, planteando problemas o despejando dificultades, argumentando su
propia posición o una adversaria, ilustrando mediante un ejemplo, recapitulando conclusiones,
etc.. Finalmente, todo el aparato hermenéutico está puesto en función de acceder al nivel
superior, el de detectar y reconstruir la “doctrina” (sententia), esto es, la opinión, tesis o
posición determinada frente al asunto de que se trata.
A lo largo de los siglos los manuscritos medievales dan cuenta del crecimiento y, por así decir,
la expansión del espacio de comentario por entre y por encima de la copia, el único método de
reproducción y de publicación de los textos antes de la invención de la imprenta. El
comentario explicativo fue inicialmente una mención breve, aclaratoria, incidental, insertada
en el texto mismo, una “glosa” introducida en la textura misma de la redacción, por la mano
del mismo copista que reproducía el texto, o bien por otra, la de un revisor o incluso de un
lector. La glosa podía ser interlineal, cuando se la ubicaba entre las líneas que compone el
texto, o marginal, cuando aprovechaba los espacios en blanco a los lados de las columnas del
texto. El conjunto de estas glosas, verdaderos comentarios interpretativos intercalados en un
texto, pudo llegar a crecer como para constituir por sí una verdadera obra de referencia. Tal es
el caso, por ejemplo, de la denominada Glosa ordinaria, una serie de comentarios a la Biblia
compuesta hacia el S. XII por una serie de autores pertenecientes a la escuela de Laón. En el
mismo S. XII, el célebre maestro de artes Pedro Abelardo compondrá diversas “glosas” a los
textos básicos de la lógica, verdaderos comentarios explicativos e interpretativos que podían
incluir ciertos desarrollos originales.
El tipo de comentario que se elaboró en la Universidad medieval se fue desarrollando como
un género de textos específico, una obra que comenta o explica a otra obra, por tanto, una
obra de suficiente envergadura como para considerarse autónoma, pero solo relativamente,
puesto que en realidad es un texto que ayuda a comprender otro texto, que debe ser leído
conjuntamente con el texto comentado, en función del cual ha sido escrito. A su vez, este tipo
de comentario evolucionó en distintas etapas. Al principio, los comentarios fueron más
literales, apegados al seguimiento del texto. Luego se volvieron más articulados y
comprometidos con una reconstrucción cada vez más fina de la estructura del texto. Gracias al
filósofo árabe Ibn Ruschd, conocido por los medievales con el nombre latinizado de Averroes,
los latinos del mundo occidental universitario aprendieron una técnica del comentario, como
para haya quedado reconocido e identificado con el rótulo de “El Comentador”, por
antonomasia. Averroes aplicó a la tarea del comentario la “división del texto”, la distinción en
el texto a explicar de las principales partes que lo componen, al interior de éstas, la distinción
de secciones, y al interior de éstas, otras subsecciones, en una articulación compleja que daba
cuenta al mismo tiempo tanto del sentido unitario que anima la obra en su integridad como de
cada una de las partes y los detalles que lo componen.
Por lo general, la función del comentario es explicar la “intención del autor” (intentio
auctoris). En tanto la finalidad principal del comentario es la de explicar el texto, el autor que
escribe el comentario da prioridad a la opinión del autor del texto comentado, y no interviene
con su propia opinión. Sólo con la evolución tardía del comentario comenzaron a aparecer

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algunas manifestaciones personales acerca de la “corrección” de una opinión, siempre en
forma incidental. De alguna manera ello derivó, en el caso de los teólogos, de la necesidad de
aclarar algún punto en el que lo sostenido en el texto pudiera resultar comprometedor en
materia doctrinal. En algunos casos, siempre excepcionales, pudieron llegar a aparecer
verdaderos “excursos” en los que se insertaba el tratamiento personal —de parte del autor del
comentario— de aquello se consideraba exigía un desarrollo especial. Pero en líneas
generales, el comentario fue siempre un texto en función de la explicación de otro texto. Por
tal motivo, se debe adoptar como norma general el que su contenido no siempre refleja la
opinión del autor.
Por ello es todavía un controvertido objeto de debate en qué medida los comentarios que
escribió Tomás de Aquino a las obras de Aristóteles pueden considerarse como obras de las
cuales sea válido extraer conclusiones acerca de su propio pensamiento filosófico.
El puesto primordial que adquieren los textos magistrales que son objeto de comentario en la
enseñanza curricular debe entenderse en relación con un fenómeno característico de la Edad
Media y que, en verdad, hunde ya sus raíces en la cultura romana de la antigüedad tardía. Nos
referimos a la tendencia a identificar a las disciplinas mismas que conforman el cuadro
general del conocimiento humano con las respectivas obras principales que las resumen y de
algún modo las representan, es decir, una cierta tendencia a identificar a las ciencias con los
libros mismos en los que están contenidas y mediante los cuales son transmitidas. Por eso no
sorprende encontrar —incluso en la obra de Aquino— expresiones como “esta ciencia que
tenemos entre manos ...”.4
La otra práctica curricular que devino característica e identificatoria del medio universitario
fue la de la disputa o, más precisamente, la quaestio. Se trataba de un ejercicio escolar en el
que se discutía o debatía un determinado asunto perteneciente a cualquier disciplina bajo la
siguiente metodología. En primer lugar, es preciso atender especialmente a la forma en que se
enunciaba la cuestión, a saber, bajo la forma de una oración interrogativa indirecta, que en
castellano equivaldría a uno de los usos de la conjunción “si”, como cuando nos preguntamos
si tal cosa es cierta, si esto es de tal o cual manera, etc.. Pero la particularidad es que la
correspondiente conjunción latina utrum connota inequívocamente el hecho de que aquello
por lo que se interroga da lugar a una alternativa, esto es, a la necesidad de optar entre dos
términos opuestos entre sí: buscamos, indagamos, nos interrogamos sobre si esto es tal modo
o no, por caso, en una clase de teología, sobre si el alma racional humana es inmortal, o si no
lo es y se corrompe con el cuerpo; en una clase de “física” o filosofía natural, sobre si es
correcta la distinción tradicional y vigente de las facultades de la sensibilidad interna —
sentido común, imaginación, memoria, etc.—, o si no lo es, y hay que establecerla de otro
modo; en una clase de derecho, si la denominada ley natural está contenida en la ley divina o
si no lo está, etc.. Esto significa que la consideración de cualquier asunto no es un ir a buscar
sin más, sino que implica estructurar el planteo de la cuestión de tal modo que dé lugar a tal
tipo de dilema. Pues bien, planteada así la cuestión, la disputa consistía básicamente en la
confrontación y el análisis de toda una serie de argumentaciones que podrían sostener una y

4
[Referencia]
6
otra opción. Si la enunciación de la cuestión bajo la forma de la interrogativa indirecta “si ... o
no” presenta una oposición entre una afirmación y una negación —si se prefiere, entre una
tesis y una antítesis—, se tratará de reconstruir, o mejor, de construir, “armar” una batería de
argumentos “a favor” y “en contra”, esto es, argumentos que sustenten la afirmación o tesis y
argumentos que sustenten la negación o antítesis. Cuando hablamos aquí de argumentos hay
que entenderlo en el sentido estricto en que implican un examen lógico: no se trata meramente
de recursos retóricos que induzcan a persuadir de la verosimilitud o la conveniencia de ambas
posiciones, sino de silogismos, encadenamientos de proposiciones que rematan en
conclusiones, de tal suerte que si los principios de los que se parte, las premisas de los
argumentos, son verdaderos, la verdad de la conclusión se impone necesariamente.
Aquí es preciso señalar que este aparato argumentativo está invariablemente acompañado de
referencias a “autoridades”. El término latino auctor deriva del verbo augeo que significa
“aumentar”. Con independencia de la significación política que el término también tiene, la
autoridad es alguien que “ha aumentado”, ha hecho crecer un determinado campo del
conocimiento. Por una característica que debe entenderse en el marco de un determinado
contexto histórico y en función de una cierta comprensión de la naturaleza del saber y de su
transmisión, el pensamiento medieval se halla permanentemente referido a un cuerpo de
autoridades, a un patrimonio cultural heredado. Ahora bien, existe un verdadero mito en torno
del uso medieval del denominado “argumento de autoridad”. Si por tal cosa se entiende una
presunta argumentación que se basa exclusivamente en la apelación a una autoridad —lo que
constituiría, estrictamente hablando, una falacia argumentativa— la inmensa mayoría de los
autores medievales jamás cometieron tal equivocación. Ningún autor medieval pudo llegar a
pretender que una referencia a una autoridad podía sustituir una argumentación. La única
autoridad que estaba fuera de discusión, es decir, cuyo contenido no podía ser puesto en tela
de juicio era la Sagrada Escritura, lo cual exigía, en última instancia, como es lógico, una
interpretación. Más allá de ese límite, las autoridades constituían un elemento de juicio o un
punto de apoyo más para el sostenimiento de una opinión. La concepción del saber
predominante en el período medieval era, en cierto sentido, opuesta a la nuestra: se valoraba
la inscripción en una cierta tradición consolidada y se veía más bien como una debilidad o un
elemento sospechoso el no poder contar con antecedentes de la propia posición. Eso no
significó que no se hayan hecho aportes “originales”, sino que la práctica habitual era la de
intentar presentar esos aportes no como una contribución personal excepcional, sino más bien
como una interpretación correcta de los logros ya alcanzados. En cualquier caso, nadie podía
pretender que la sola referencia a la autoridad constituyera una forma de argumentación.
Algunos autores como Juan Escoto Eriúgena, del S. IX, llegaron a afirmar que, mientras que
no hay ninguna razón que proceda de la autoridad, toda autoridad procede de la razón y tiene
allí su fuente.5 Y Tomás de Aquino recurre a Boecio para decir que el tópico (locus) de la
autoridad es el más débil.6
Volviendo, entonces, a la quaestio, este ejercicio escolar era de dos tipos: uno, la quaestio
disputata, que se celebraba de forma ordinaria o regular —casi todas las semanas— y tenía un
5
De la división de la naturaleza, I, 69, 513a-c
6
Suma teológica, I, q. 1 a. 8 arg. 2.
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tema prefijado. El otro se realizaba de forma extraordinaria o, por lo menos, restringida: dos
veces al año, por lo general, una para antes de la Pascua y otra para antes de Navidad. En este
segundo tipo el tema no estaba convenido previamente, sino que era sugerido o propuesto al
maestro que disputaba por parte del auditorio. La quaestio era así “acerca de cualquier cosa”,
“de cualquier tema”, “el que se quiera”, en latín, de quodlibet, de allí el nombre de quaestio
quodlibetalis.
Tal como la práctica de la lectio derivó finalmente en un determinado género de escritos —los
comentarios—, del mismo modo la práctica de la quaestio derivó en un cierto género de
obras. Las obras de autores medievales tituladas Cuestiones disputadas o cuestiones
quodlibetales deben entenderse como verdaderos registros escritos de aquella suerte de
“torneos” de debates que se celebraban como parte fundamental de la vida universitaria. Este
registro escrito podía ser de dos tipos: podía tratarse de una simple transcripción del contenido
principal del debate por parte de su autor —el maestro— o alguno de sus alumnos, en cuyo
caso se trataba de un “reporte” (reportatio), o bien podía el maestro tomar esa especie de
escrito de base sobre el cual había trabajado para elaborar la discusión o bien tomar el o los
reportes que existiesen, y a partir de ellos revisar o “pulir” un texto más completo o
perfeccionado, en cuyo caso se trataba ya de una obra que había sido ordenada o destinada a
la circulación, una ordinatio. Todos los maestros de la Universidad medieval debían celebrar
estos debates ordinariamente como parte de sus actividades y obligaciones académicas. La
obra a la que estamos introduciendo, generalmente titulada “Acerca del maestro”, no es más
que una sección específica de una gran serie de cuestiones disputadas sobre el tema de la
verdad.
Hasta aquí hemos repasado la renovación que se ha verificado en este ambiente en el plano
formal o metodológico. Pasamos ahora al plano de contenido, esto es, el nuevo material que
comenzó a estar a disposición y a circular en este marco institucional fuertemente
corporativizado y caracterizado por estas prácticas escolares definidas. Para ello, hay que
tener presente que hasta antes del período que nos ocupa, el mundo cristiano occidental,
entendiendo por tal el conjunto de los reinos cristianos herederos del antiguo Imperio romano
de Occidente y resultado de la fusión de éste con el elemento germánico de las invasiones, no
disponía de buena parte de lo que hoy tenemos por la obra aristotélica. El conjunto de textos
conocidos o utilizados comprendía aquellas obras que desde el estoicismo fueron agrupadas
como el Organon, esto es, el “instrumento” o la herramienta del pensar, en suma, las obras de
lógica. En rigor, tampoco abarcaba la totalidad de las obras relativas a esta disciplina de
Aristóteles —no figuraba entre ellas los Analíticos—. Se trataba simplemente de las
Categorías, el tratado conocido como Acerca de la interpretación —pese a su título, una obra
sobre problemas lógicos y semánticos relativos a la proposición—, los cuales eran
acompañados por un grupo de textos complementarios: una obra del neoplatónico Porfirio, la
Isagogé (“introducción) a las Categorías de Aristóteles, y los respectivos comentarios del
pensador cristiano Boecio a estos tres textos —a Porfirio y a los dos de Aristóteles—, más
algunas otras pequeñas obras de Boecio. Todo ello constituía lo que se denominó la “lógica
antigua” —logica vetus— que formó parte de la base de la educación filosófica a lo largo de

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siglos. Esta parte de la obra de Aristóteles fue ubicada, a falta de un lugar mejor, en el único
lugar que admitía la clasificación tradicional de las disciplinas del conocimiento dominante en
la época, la de las “siete artes liberales”. En este modesto cuadro del conocimiento humano, la
lógica antigua encontraba su lugar en la “dialéctica” del trivium.
Pues bien, el “nuevo Aristóteles”, esto es, el conjunto de textos que van a ser traducidos y
asimilados por los autores del medio latino occidental, y que van a circular en el ámbito
universitario, comprende los libros de metafísica y filosofía natural como la Metafísica, la
Física, el tratado Acerca del cielo, Acerca de la generación y la corrupción, Acerca del alma,
Acerca de las partes de los animales, etc.; y por otra, los libros de filosofía práctica, es decir,
la Etica Nicomaquea, la Política, etc.. Estos textos serán traducidos a lo largo de un período
que va desde mediados del S. XII hasta mediados del S. XIII, al principio, en traducciones
indirectas, esto es, traducciones latinas de la versión árabe del texto griego original, para
llegar más tardíamente a las traducciones directas del griego. En algunos casos, el proceso fue
bastante complejo. Por ejemplo, la Metafísica, que, como se sabe, no es en rigor un libro que
haya compuesto Aristóteles, sino un conjunto de tratados de diversas épocas que fueron
posteriormente compilados por Andrónico de Rodas, ingresó en etapas sucesivas, a través de
distintos “paquetes” o versiones incompletas hasta llegar a las últimas versiones que
contenían los catorce libros que actualmente le conocemos.
En verdad, cabe aclarar que el nuevo material que ingresó en la Universidad y que solemos
resumir en la denominación “el nuevo Aristóteles” comprendía no sólo las obras filosóficas de
Aristóteles hasta ese momento no disponibles, sino un importante conjunto de obras
científicas de diversa autoría y procedencia, como los Elementos de geometría de Euclides,
las obras de astromonía de los Ptolomeos y los tratados de medicina de Galeno, más algunos
aportes específicos más recientes en álgebra y en óptica que habían realizado los árabes.
Esta nueva enciclopedia filosófica y científica no podía menos que provocar una profunda
transformación en la concepción general del mundo y del hombre. Aristóteles proporcionaba
una explicación racional, profunda y sistemática de casi de todas las áreas concebibles del
conocimiento humano. Si esta nueva visión del mundo había de ser asimilada, tenía que ser de
algún modo compatibilizada con los principios fundamentales de la cosmovisión cristiana,
que venían siendo asentados, formulados y precisados hace siglos. El proceso no dejó de ser
crítico y conflictivo, y alineó a los diversos protagonistas en posiciones diferentes.
Desde el punto de vista doctrinal, Aristóteles generó una serie de controversias en relación a
algunos puntos álgidos. En la física y la cosmología, las pruebas aristotélicas de la eternidad
del mundo parecían contradecir la concepción cristiana del comienzo temporal del universo a
partir de su creación por parte de Dios. En la teoría del conocimiento intelectual, el intelecto
agente del tratado Acerca del alma —el encargado de actualizar los inteligibles en potencia,
vale decir, el responsable de alcanzar el conocimiento universal— podía ser considerado una
entidad independiente, separada del alma humana individual. En la medida en que este
intelecto constituía el único candidato a ser la parte inmortal del hombre, la inmortalidad
humana quedaba relegada al plano de la especie. Al perderse la inmortalidad individual,
perdía sentido todo el sistema de premios y castigos en la vida futura con relación a las
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acciones personales realizadas en esta vida. En la ética, Aristóteles colocaba la felicidad del
hombre en la vida teórica o contemplativa, un ideal de felicidad plena alcanzable en esta vida,
inaceptable para la visión cristiana que sólo podía ubicar la felicidad completa en la otra vida.
Ante este nuevo panorama histórico, la respuesta de los protagonistas del momento debe ser
entendida, en primera instancia, desde su respectiva inscripción institucional. Los maestros de
artes efectuaron una lectura de Aristóteles amparados en la propia delimitación de su oficio.
En tanto maestros de artes, y a diferencia de los teólogos, no vieron la necesidad de
pronunciarse sobre la adecuación o inadecuación de las tesis controvertidas con el punto de
vista de la fe. Se limitaban a exponer las cosas desde el punto de vista que les competía, esto
es, desde la filosofía. Ello los llevó a formular una distinción entre dos tipos de discurso: el
filosófico, basado en la razón, y el teológico, basado en la Revelación, lo cual se expresaba en
ciertas fórmulas establecidas que especificaban el punto de vista desde el que se trataba un
asunto: secundum rationem (según la razón) o secundum fidem (según la fe), loquendo
filosofice (hablando desde el punto de vista filosófico) o loquendo theologice (hablando desde
el punto de vista teológico). Al hacerlo, estos autores no pretendían cuestionar la verdad de la
Revelación. Al menos, no tenemos ninguna razón o no contamos con ningún elemento para
suponer detrás de esta posición una actitud acomodaticia o hipócrita, aunque no puede dejar
de decirse que daba cuenta de una cierta tensión que no se había logrado definir dentro de un
cierto ámbito institucional. Esta distinción de discursos o delimitación de esferas de
competencia característica de los maestros de artes fue malinterpretada, ya en su época, como
una “teoría de la doble verdad”, es decir, como si hubiera realmente dos verdades
contradictorias, una verdad de la razón que niega o falsea la verdad revelada. Tal imputación
consta en el prólogo a las condenaciones de 1277, redactado por el Obispo de parís, Etienne
Tempier. Para colmo, como algunos de estos maestros de artes adhirieron a algunas doctrinas
controvertidas que podían considerarse influidas por los comentarios del filósofo islámico
Ibn Rushd (Averroes), pronto se les adjudicó el mote de “averroístas”. De allí el origen de la
construcción historiográfica de toda una “corriente intelectual” denominada “averroísmo
latino”.
La posición de los teólogos, como no podía ser de otra manera, era diferente. Ellos se veían
obligados a pronunciarse sobre la compatibilidad de las nuevas enseñanzas filosóficas y el
patrimonio tradicional de verdades dogmáticas que habían sido fijadas en los Concilios de la
Iglesia Católica y confirmadas y sustentadas por las autoridades de los Santos Padres a lo
largo de los siglos. En buena medida, era un deber considerado indelegable. Los teólogos
debían ocuparse, pues, de mostrar, si era el caso, “la concordancia de las cosas discordantes”
(concordantia discordantium), esto es, debían mostrar que las opiniones aparentemente
divergentes o contradictorias, tras un examen serio y atento, eran conciliables. 7 Tal era la tarea
que venían realizando desde hace siglos, dada la multiplicidad y la complejidad de las
diversas opiniones emitidas por las autoridades precedentes. En todo caso, lo que ahora hacían
no era más que ajustar su método a una situación específica, un nuevo corpus de textos a

7
[¿Nota Lohr?]
10
considerar, con la peculiaridad de que no se trataba ya de un cuerpo de autoridades
escriturarias y teológicas, sino uno de origen y naturaleza filosóficos.
En líneas generales, dentro de los teólogos uno puede destacar dos actitudes o posiciones.
Unos, ante los casos de discordancia de las nuevas enseñanzas filosóficas con la verdad
cristiana, tienden a manifiestar su rechazo a la filosofía, a interpretar los resultados
controvertidos como signo de un saber debe ser impugnado, y muestran cierta reticencia a la
incorporación de los nuevos textos. Otros, por el contrario, se muestran abiertos y
predispuestos a la incorporación del nuevo material científico y filosófico, se interesan por
asimilarlo e integrarlo en una nueva versión que los incluya dentro del sistema del saber
cristiano, y, en todo caso, tratan de resolver los casos de discordancia procurando determinar,
en lo posible, la posición filosófica correcta que puede ser compatible e integrable con el
conjunto de verdades de la cosmovisión cristiana. Pero sería un error histórico interpretar esta
división como si correspondiera a dos grupos definidos y excluyentes. En realidad, es posible
encontrar aspectos o elementos de estas dos posiciones, a lo sumo, una cierta tendencia que
inclina más hacia una de las dos actitudes, con predominancia en algunos autores a diferencia
de otros.
Una historiografía tradicional ha impuesto una clasificación de las diferentes “actitudes”
frente al ingreso de Aristóteles. Bien examinada, esta clasificación reproduce de modo
calcado lo que cualquiera diría son las posibles reacciones frente algo nuevo, a saber, una
actitud de reserva que puede llegar al rechazo, una actitud entusiasta llevada al límite de la
aprobación exagerada o la aceptación acrítica, y una actitud moderada, que busca alguna
suerte de justo medio entre ambos extremos. En la primera actitud se ha querido ubicar el
pensamiento de ciertos autores que no simpatizan con algunas doctrinas relacionadas con el
nuevo Aristóteles, la mayor parte de ellos pertenecientes a la orden franciscana, con marcada
influencia agustinana. Entre los representantes de esta corriente habría que contar a uno de los
principales interlocutores críticos de Tomás de Aquino, el teólogo franciscano Juan
Buenaventura, o Juan Peckham. El presunto anti-aristotelismo con el que se los querría rotular
debe ceder ante la evidencia de que estos autores no muestran una menor influencia de
Aristóteles, razón por la cual la denominación se transforma en algo así como un
“aristotelismo ecléctico”. En la segunda actitud se ha querido identificar a una corriente de
pensamiento que correspondería a una serie de maestros de la Facultad de artes que se
desenvuelven más bien hacia la segunda mitad del S. XIII, como Siger de Brabante o Boecio
de Dacia. La diversidad de epítetos con los que se los ha apodado da cuenta de volubilidad de
la clasificación: aristotelismo “heterodoxo”, “radical”, “rígido”. El nombre más popularizado
es el más controvertido o sencillamente el más equívoco: el de “averroísmo latino”, por el
hecho de que estos autores estarían fuertemente influidos por la interpretación que el
Comentador hizo de la obra aristotélica. Finalmente la tercera actitud, corresponde a aquel
que habría tenido la visión y la agudeza de superar los excesos y deficiencias de ambos
extremos. Aquí ya no queda “corriente” o línea de pensamiento que ubicar, el referente es
principalmente un individuo sobresaliente: Tomás de Aquino. A lo sumo, su proyecto de
“compatibilización” entre la Revelación y Aristóteles, habría sido visionariamente anticipado

11
y formulado por su maestro: el maestro dominico Alberto de Colonia o Alberto Magno. Pero
como evidentemente la obra de Alberto es vastísima y compleja, no exenta de ambigüedades
o, por lo menos, de elementos diversos que no siempre resulta fácil conciliar, a falta de la
precisión que se le suele atribuir a la síntesis de Tomás de Aquino, Alberto cae también bajo la
etiqueta de un “aristotelismo ecléctico”, por más que no comparta el supuesto anti-
aristotelismo de algunos autores de la orden franciscana.
Esta clasificación sigue teniendo hoy en día una notable influencia. Por su esquematismo,
suele ser bastante provechosa, o, al menos, cómoda, para los objetivos pedagógicos. Pero
evidentemente requiere una precisión, sino una revisión fundamental desde el punto de vista
historiográfico. En rigor, no se trata de que estén unos en contra de Aristóteles, otros a favor
de él, y haya un tercero en el medio. En realidad, los tres presuntos grupos de autores se
enfrentan al mismo desafío histórico: efectuar una síntesis integradora entre el antiguo
modelo de saber tradicional, caracterizado por una presencia predominante —aunque no
exclusiva— del platonismo y de Agustín de Hipona, y el nuevo repertorio de fuentes
filosóficas que está dado por las recientes traducciones de Aristóteles. Lo que se verifica, en
verdad, es una competencia entre distintas propuestas o modelos de síntesis.
Entre los años 1210 y 1231 tenemos registro de algunas disposiciones de las autoridades
eclesiásticas que prohibían “leer” los textos de Aristóteles. Como ya hemos aludido, la
prohibición no se refería, por cierto, a la lectura personal, mucho menos a la posesión de los
libros, sino sólo a su enseñanza oficial en el ámbito de la Universidad. Algunas de estas
prohibiciones tenían un carácter provisorio, previendo la formación de alguna comisión
examinadora que “revise” los presuntos errores en materia de fe. La evolución de la historia
de la Universidad muestra que las prohibiciones no tuvieron mayor efecto: hacia 1255, los
estatutos de la Universidad dan a entender claramente que Aristóteles forma parte de la
currícula de estudios en diversas disciplinas. Ese momento puede considerarse el comienzo de
la Facultad de Artes como una “facultad de filosofía” —por más que en la época nunca tuvo
tal denominación—, en el sentido de que los “maestros de artes”, los que enseñaban las “artes
liberales”, enseñaban la obra de “el filósofo”, por antonomasia, Aristóteles. Ello implicó,
como no podía ser de otra manera un conflicto de orden institucional: la Facultad de Artes
dejaba de ser una mera facultad “de iniciación” de los estudios —fundamentalmente
subordinada a la de Teología— para erigirse en una Facultad autónoma. El punto culminante
de este conflicto se aprecia en una especie de “contragolpe” de parte del sector más
conservador de los teólogos. En 1277, el obispo de París, Etienne Tempier, publica un
documento por el que se condena 219 proposiciones que en su mayor parte se refieren la
recepción de la obra aristotélica, no sin la reelaboración de filósofos islámicos como Avicena
y Averroes. Las condenaciones tampoco significaron el final de la influencia aristotélica,
aunque es innegable que lo modificaron sensiblemente y de alguna manera signaron el
panorama filosófico y teológico del siguiente siglo, como lo atestiguan las nuevas síntesis a
cargo de Juan Duns Escoto y Guillermo de Ockham.
Al respecot, es particularmente interesante analizar la situación del autor que nos ocupa,
Tomás de Aquino, en el contexto de las condenaciones. Ciertamente Aquino no pertenece al
perfil del “maestro de artes”, el que parecería ser el destinatario principal de la censura. Sin

12
embargo, su condición de teólogo, o, incluso, su alta reputación como maestro destacado de
su tiempo no impidió que fuera alcanzado por ellas. De hecho, es posible considerar que más
de una proposición entre las enumeradas en las condenaciones corresponde claramente a la
doctrina de Tomás de Aquino. Ello tampoco tuvo mayores consecuencias para la fortuna
histórica de Tomás de Aquino, quien poco después de su muerte fue prontamente canonizado
y erigido en una autoridad doctrinal, sobre todo al interior de la orden dominicana que se
encolumnó detrás de la figura del gran maestro.
Antes de presentar las principales cuestiones de contenido del De magistro de Tomás de
Aquino, vamos a pasar revista algunos datos relativos a la vida de Aquino y el contexto de la
obra.
[…]
Como hemos anticipado, el De magistro no es sino un título indicativo del contenido de la
undécima de las 29 cuestiones disputadas sobre la verdad (De veritate), que según los
estudiosos Aquino habría compuesto en su enseñanza en París entre 1256 y 1259 8. Ocurre que
la cuestión de la verdad le merece a Aquino toda una serie de tratamientos de diversos temas.
La dimensión de la obra queda representada en el hecho de que en la edición de Marietti de
las cuestiones disputadas de Tomás de Aquino, que ocupa dos volúmenes, todo el primer
volumen comprende las cuestiones disputadas Acerca de la verdad, en tanto que el restante
segundo volumen alcanza para incluir todas las otras, referidas a diversos temas como la
potencia de Dios, la naturaleza del mal, las creaturas espirituales, el alma, las virtudes, etc..
En la concepción tradicional que Tomás de Aquino hereda y reelabora, la verdad es una
adecuación o conformidad de la cosa con el Intelecto. La profundización en la esencia de la
verdad remite directamente a una diversidad de cuestiones relativas a cualquier naturaleza
intelectual, lo que en la metafísica de Tomás de Aquino abarca a Dios, el ángel, el hombre, y a
todas sus operaciones y modos de conocimiento. Por ello, tras una primera cuestión sobre la
noción de verdad en general (I), viene una serie de cuestiones relacionadas con el
conocimiento divino (II-VII) y con el conocimiento angélico (VIII-IX), hasta llegar a una
cuestión sobre la mente humana (IX). Llega, entonces, el momento en que Aquino tiene que
abordar el tema de una de las formas de adquisición del conocimiento humano, cual podría ser
el caso de que un hombre fuera enseñado por otro. Aquí es donde se encuentra Aquino con
una dificultad: el notable antecedente del tratamiento que hiciera Agustín de Hipona en una
obra originalmente titulada, esta vez sí, Acerca del maestro, generalmente clasificada dentro
del grupo de sus tempranos diálogos filosóficos. En dicha obra, Agustín pareciera impugnar
lisa y llanamente la posibilidad de que, en sentido propio, alguien pudiera aprender a partir de
una fuente externa, como serían las indicaciones o las enseñanzas de un maestro exterior.
Tomás de Aquino se enfrenta ni más ni menos que al desafío de contradecir, o, a lo sumo,
precisar el pensamiento de Agustín, salvando la posibilidad de una acción humana que parece
contar con el aval de la experiencia inmediata de cualquiera —todos creemos haber aprendido
algo de algunos maestros—, o, en todo caso, de una actividad que constituía ni más ni menos
que su propio oficio o inserción social, en una institución de las más importantes y de las más

8
Cf. Torrell, 2002: 81, 359.
13
representativas de la contribución histórica del S. XIII, a saber, la Universidad. Para lograrlo,
Tomás de Aquino consuma, fiel a su estilo, una integración de una diversidad de fuentes
filosóficas en una síntesis original, lo cual es un rasgo predominante y distintivo del
pensamiento medieval.
En realidad, a lo que Tomás de Aquino debe oponerse no es simplemente a una observación
de Agustín, sino a toda una forma de concebir el conocimiento humano predominante en su
época, basada en lo que vendría a ser la teoría agustiniana del conocimiento intelectual,
comúnmente conocida como doctrina agustiniana de la iluminación. Hasta cierto punto resulta
un tanto exagerado hablar de una “teoría” agustiniana de la iluminación, si por tal se entiende
una exposición articulada y sistemática. En verdad, lo que encontramos es una serie de
metáforas o comparaciones más o menos desperdigadas a lo largo de la vasta obra de Agustín
de Hipona. En esta serie de pasajes se explota la imagen de la función que cumple la luz en la
visión para ilustrar una suerte de auxilio o asistencia que el intelecto humano recibe de parte
del Intelecto divino. Como buen platónico, Agustín de Hipona adscribe a la denominada teoría
de las Ideas: existen ciertas esencias o razones, inmutables, eternas, idénticas, que constituyen
el auténtico objeto de intelección o conocimiento superior. Sólo que, como la casi totalidad de
los autores medievales —por influencia del neoplatonismo omnipresente en el período—,
entiende que esas Ideas, aunque ostentan un modo de existencia más pleno y más perfecto que
cualquier ser del mundo sensible y espacio-temporal sometido al devenir, no existen
propiamente por sí mismas o separadas, sino que están contenidas en la mente divina. Estas
rationes o ideas inteligibles, en relación con las cuales se da el conocimiento cierto y
verdadero, sólo pueden ser conocidas por la mente humana si está bajo la influencia de una
cierta luz proveniente del intelecto divino.
Pues bien, en las primeras décadas del S. XIII, encontramos un conjunto de autores, en su
mayor parte pertenecientes a la orden franciscana, que efectuaron una síntesis filosófica que
comprendía una interpretación de esta doctrina agustiniana de la iluminación, incorporando
algunos elementos conceptuales del filósofo islámico Ibn Sina. Con esta teoría, estos autores
procuraban dar respuesta a una serie de cuestiones relativas a la fuente de la certeza en los
juicios sobre verdades necesarias —que no pueden ser de otra manera, es decir, que no son
meramente posibles o probables, sino que se imponen con necesidad— y, en general, al
conocimiento de verdades inmutables, a las que por su misma naturaleza no se les puede
atribuir un origen en la razón humana, sino que más bien se le imponen como provenientes de
una instancia superior.
Tomás de Aquino entrará en debate con esta forma de interpretar el conocimiento intelectual
humano, con una nueva síntesis filosófica que privilegia otros aspectos de la teoría aristotélica
del conocimiento tal como la expone Aristóteles en su tratado Acerca del alma, aunque, por
cierto, también con influencia de elementos de los filósofos islámicos Avicena y Averroes.
Como veremos, esta transformación no se operará como una eliminación de los elementos del
modelo agustiniano, al menos, formalmente. Para la época de Tomás de Aquino, Agustín de
Hipona es, desde hace un tiempo, una de las más importantes autoridades doctrinales del
pensamiento cristiano. Aquino no está para nada interesado en contradecir o desdecir a

14
Agustín. Su estrategia es más bien la de hacer encajar las fórmulas agustinanas en su propio
esquema, manipular las citas de Agustín, incluso podría decirse, “forzar” el pensamiento del
hiponense para ajustarlo a los requisitos de su nueva presentación.
Para entender este punto es preciso recapitular algunas nociones básicas de la teoría
aristotélica de la ciencia. Lo que Aristóteles denomina ciencia, epistéme, conocimiento en
sentido estricto y superior, constituye un cuerpo sistemático de verdades sobre un
determinado sector de la realidad, las cuales son derivadas o deducidas de otras verdades
anteriores, primarias o fundamentales. En este sentido cabe decir que para Aristóteles ciencia
es sinónimo de demostración (apódeixis), la cual es un razonamiento de forma silogística que,
desde el punto de vista formal, debe estar correctamente construido, y desde el punto de vista
del contenido, debe estar compuesto por premisas verdaderas y versar sobre cosas necesarias,
que no pueden ser de otra manera. Pues bien, el punto medular de la axiomática aristotélica
consiste en el reconocimiento de que, para que haya ciencia, esto es, demostración, tiene que
haber algunas cosas que no sean demostradas. En efecto, si todo fuese demostrado, caeríamos
o bien, en una serie indefinida —un regreso al infinito—, o peor, en un círculo vicioso. Por
tanto, para que la cadena de demostraciones pueda tener valor, ha de partirse de algo en forma
inmediata, sin demostración. Aristóteles pretende hallar ese punto de apoyo en ciertas
proposiciones cuya verdad se impone por sí misma, que se presentan como inmediatamente
evidentes.
Siguiendo a Aristóteles, Tomás de Aquino entiende que la tarea fundamental que le toca al
intelecto humano, a diferencia del Intelecto divino y del intelecto angélico, es la de extraer las
verdades que se siguen de aquellos principios fundamentales y evidentes del conocimiento, en
una palabra, hallar las verdades demostrables a partir de un número pequeño, pero seguro, de
verdades indemostrables.
Lo que nosotros podríamos denominar el “problema pedagógico” o el asunto o materia de una
teoría pedagógico constituye para Tomás de Aquino un capítulo específico de lo relativo al
conocimiento, a saber, el problema de la adquisición del mismo. Pues bien, hay según Aquino,
dos formas de adquirir el conocimiento o la ciencia. Una es, propiamente, el descubrimiento o
la invención, el hallazgo de las verdades específicas a conocer en los diversos campos o áreas
del conocimiento a partir de su deducción de los principios generales de todo conocimiento.
Este es el camino general que la razón humana hace —a través de la obra personal de ciertos
individuos desacados— en el ejercicio de sus facultades naturales. El otro es a través de la
enseñanza, donde un determinado individuo —el maestro— asiste o auxilia a otro individuo
—el alumno— en su tarea de ejercitar con su razón —la de ese otro individuo que es el
alumno— ese camino de deducción de las verdades a partir de los principios del
conocimiento. La tarea del maestro, por tanto, no consistirá en transmitir una serie de
verdades que el alumno no podría captar por sí mismo, como si el maestro insertara en el
intelecto del discípulo un contenido, sino en facilitar el proceso que el alumno debe realizar
mediante su propia razón. En una palabra, aprender no significa otra cosa que realizar por sí
mismo, esto es, de forma personal, al interior del propio entendimiento, el mismo que camino
que ha hecho la razón humana —a través de la contribución progresiva y colectiva de una

15
serie de individuos— en su descubrimiento de las verdades accesibles al conocimiento
humano.
Aquino no se explaya sobre los dispositivos con los que el maestro asiste al discípulo. Sólo se
limita a mencionar la exposición mediante signos y el uso de ejemplos, se entiende, la
ilustración o ejemplificación a través de contenidos de un menor grado de abstracción, en una
palabra, el recurso a imágenes sensibles. Esto debe entenderse en el marco general de la
concepción que Aquino tiene sobre la naturaleza del conocimiento humano. El entendimiento
humano es un entendimiento abstractivo, esto es, no puede captar su objeto propio —la
esencia de la cosa real externa individual— si no es a partir de un material provisto por los
sentidos. Como reza el adagio escolástico de inspiración aristotélica, no hay nada en el
entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos. Esto implica que el conocimiento
humana traza un recorrido, desde lo más accesible para nosotros, lo sensible y singular, hasta
lo menos o más dificultosamente accesible para nosotros, lo inteligible y universal. La
jerarquía es muy clara, lo primero “para nosotros” no coincide con lo que es primero “en sí” o
por naturaleza. En otras palabras, el conocimiento superior se halla del lado de lo inteligible y
lo universal, pero para llegar a ello debemos siempre partir de aquello que en realidad es
inferior, lo sensible y lo singular. Y el maestro no hace más que asistir a la razón del discípulo
conforme a su propia índole o naturaleza.
Pues bien, para armonizar su concepción de la ciencia y de la adquisición del conocimiento,
de cuño aristotélico, con los elementos dados por la tradición agustiniana, Tomás de Aquino
reinterpreta el sentido del “maestro interior” agustiniano. Las “semillas” del conocimiento
provenientes de la luz del intelecto divino no son otra cosa que aquellos principios evidentes
naturalmente conocidos por todo entendimiento humano, los axiomas de la teoría aristotélica
de la ciencia. Puesto que Tomás concede que el entendimiento humano es como una
participación —término de inequívoca resonancia neoplatónica— del entendimiento divino,
en última instancia, sólo en ese sentido puede decir que Dios es el único que enseña, al
interior del corazón o la mente del hombre.
En los estudios recientes sobre el pensamiento de Tomás de Aquino ha habido una discusión
sobre el verdadero alcance de esta presunta concesión al pensamiento agustiniano. La
interpretación tradicional, que de alguna manera hemos sugerido, entiende que Tomás de
Aquino se limita a forjar un lenguaje de resonancias agustinianas, con el cual encubre una
decidida opción por la teoría aristotélica de la abstracción intelectual. En la vereda opuesta,
algunos intérpretes han señalado que, después de todo, Aquino reconoce un cierto papel a la
iluminación divina, y no como un artificio meramente retórico. La iluminación le provee a
Tomás de Aquino un recurso para explicar un hecho que de otro modo no tendría explicación:
el origen de la evidencia inmediata de los principios fundamentales del conocimiento9.
En estas condiciones, puede entenderse por qué, a pesar de su amplitud, la posición de Tomás
de Aquino sobre la enseñanza hace inconcebible que “alguien pueda ser maestro de sí
mismo”, o, en nuestros términos, que alguien pueda ser “autodidacta”. Esta negación no debe
entenderse como si significara que alguien no puede ser capaz de aprender por sí mismo. Por
9
Cf. Pasnau y Smit.
16
el contrario, el planteo de Tomás de Aquino admite explícitamente esta posibilidad, solo que
no la ubica en el plano de una enseñanza, sino en el del “descubrimiento” de las verdades
mediante el ejercicio de la razón, lo que hoy en día llamaríamos “investigación”. Hay algunos
individuos que han sido y son capaces de hallar por sí mismos las verdades que se desprenden
de los principios fundamentales del conocimiento humano. Pero hay otros individuos que no
lo son, o bien en su circunstancia particular no necesitan serlo, porque cuentan con la
asistencia de aquellos que ya han hecho ese camino y, por tal motivo, están en condiciones de
facilitar el desenvolvimiento del mismo proceso en su razón natural. El problema, en los
términos en que lo entiende Tomás de Aquino, es, entonces, cuando pretendemos que un
individuo sea maestro de sí mismo, lo cual implicaría algo así como que tiene y no tiene la
ciencia: no tiene la ciencia, por cuanto debe aprenderla, supuestamente a partir de sí mismo,
pero tiene la ciencia, por cuanto —he aquí el punto fundamental— el enseñar, o sea, ese
asistir al alumno a que haga con su razón el trabajo de derivar las verdades de los principios
del conocimiento, supone haber hecho ya esa deducción, de lo contrario no podría haber tal
asistencia o auxilio mediante ciertos signos. Como resulta claro, bajo los términos de este
planteo, que alguien se enseñe a sí mismo, implica que tiene y no tiene la ciencia, que es tanto
como decir que es A y no A al mismo tiempo y respecto de lo mismo, una violación al
principio de no contradicción.
Al respecto, es interesante ilustrar esto con un ejemplo de esta típica estructura argumentativa
de la quaestio tal como la hemos explicado, y que es puesta en función en el texto que nos
ocupa. Aquino se plantea como argumento opuesto a su propia tesis lo siguiente. Conocer
algo por el propio descubrimiento parece más perfecto que aprenderlo de alguien. Ahora bien,
si podemos llamar maestro a aquel por el cual un otro puede adquirir el conocimiento, con
más razón podríamos llamar maestro a aquel que adquiere el conocimiento por su propia
capacidad de descubrimiento, con lo cual cabría llamarlo maestro de sí mismo, conclusión
contraria a la que Aquino va a sostener (a. 2, arg. 4). La réplica concede la primera premisa,
aunque solo parcialmente: el modo de adquirir el conocimiento por el propio descubrimiento
puede que sea más perfecto desde el punto de vista de aquel que recibe el conocimiento,
porque, en efecto, da cuenta de una cierta capacidad especial para conocer —para adquirir
conocimiento por sí solo—. Sin embargo, desde otro punto de vista, a saber, del que causa el
conocimiento, el modo de adquirir la ciencia es más perfecto en la enseñanza, precisamente
porque el maestro dispone, de manera completa y explícita, del conocimiento, y, en tal
medida, precisamente por eso está en mejores condiciones de hacer que alguien pueda
adquirirla, a saber, en condiciones mejores que aquellas en las que está quien debe adquirir el
conocimiento por sí mismo. Aunque anclado en el modelo tradicional que entiende que el
maestro es el que sabe y el alumno el que debe aprender, Aquino puede dar cuenta, con sus
términos, de un hecho incontrovertible de experiencia: es más fácil adquirir la ciencia por uno
mismo, pero con el auxilio de otro —el del maestro, en quien se resume la experiencia general
de la humanidad que ha adquirido el conocimiento—, que adquirir la ciencia por uno mismo
sin la ayuda de nadie. Básicamente, no es otra la razón —la mejor o la más indiscutible de las
razones— por las cuales se recomienda o uno mismo elige acudir a escuelas, colegios,
universidades, etc. en donde uno espera contar ese tipo de asistencia.
17
Por mucho que Tomás de Aquino compare la situación del maestro con la del médico, que el
médico sea capaz de curarse a sí mismo no autoriza a pensar que por analogía es posible que
alguien sea maestro de sí mismo. En definitiva, el médico se cura a sí mismo en cuanto
médico —en cuanto posee el arte de la medicina, el conocimiento de lo que se requiere para la
salud—, y no en cuanto enfermo —en cuanto un determinado individuo que está privado en
cierto respecto de la salud—. En cambio, el maestro enseña en cuanto posee la ciencia —
porque ha hecho el trabajo de desplegar los conocimientos particulares a partir de los
principios generales—, y, por tanto, no puede ser, al mismo tiempo, quien no posee la ciencia,
quien debe adquirirla. Detrás de la aparente concepción rígida que requiere que el maestro
tenga un saber del cual el alumno carece, podemos ver en Tomás de Aquino, con un poco de
mejor buena voluntad, una aguda prevención contra una forma de didáctica que pretende
resumir una serie recursos y procedimientos formales con los que se podría enseñar a alguien
cualquier cosa, no importa el asunto o la materia de que se trate, llegado el caso, algo que uno
incluso desconoce totalmente. En todo caso, lo que está implicado en lo de Tomás de Aquino
es el hecho de que si el maestro puede asistir al alumno en el proceso que el alumno debe
hacer para adquirir el conocimiento —y no “infundir” en el alumno un conocimiento—, es
porque el maestro ha hecho la misma experiencia que reclama para el alumno, porque ha
recorrido por sí mismo las etapas de eso que se llama el conocimiento humano, y
precisamente por eso está en condiciones de que el alumno pueda hacer más fácilmente ese
proceso, aunque lo haga por sí mismo.
El último punto particularmente interesante del tratamiento que aquí hace Tomás de Aquino es
el que se refiere a si la actividad del maestro pertenece a la vida contemplativa o a la vida
activa. La perspectiva de la ética que maneja Tomás de Aquino reconoce una vida
contemplativa, consistente en el ejercicio de las virtudes intelectuales, en una palabra,
referidas al conocimiento y a la actividad intelectual, y una vida activa, consistente en el
ejercicio de las virtudes morales, aquellas que tienen que ver con las buenas acciones a
realizar en el trato con los otros o con uno mismo. La pregunta no deja de plantear algunas
dificultades, puesto que es indudable que la actividad de la enseñanza está ligada al
conocimiento, y en tal sentido, parecería corresponder a la vida contemplativa; sin embargo,
también es indudable que la enseñanza constituye una acción humana que se desenvuelve en
el trato con los otros. La respuesta de Tomás de Aquino a la cuestión, dentro de los límites de
su marco teórico y cultural, o aún fuera de ellos, es ejemplar. Para la perspectiva teológica de
Tomás de Aquino tanto una como otra vida se ordenan a un fin trascendente que es la
denominada visión beatífica, la contemplación de la esencia divina en que consiste el premio
a los bienaventurados en la otra vida según las acciones cometidas en esta vida. En este
sentido, desde el punto de vista del fin, la enseñanza pertenece a la vida activa, pues tanto su
materia —el asunto del que trata— como su finalidad —aquello hacia lo cual tiende—,
conciernen a la vida activa, en la medida en que, en última instancia, el fin último de todo
conocimiento y enseñanza debería ser la felicidad perfecta para el hombre. Ahora bien, es
interesante la distinción que Aquino plantea respecto de la materia de la enseñanza: aquello de
lo cual trata, e incluso, aquello con lo cual trata. Tomás de Aquino es cabalmente consciente
de que la acción de enseñar tiene una “doble materia”: aquello que se enseña —la ciencia o el
18
conocimiento— y aquel a quien se enseña —el alumno—, lo que se manifiesta hasta en la
estructura gramatical del verbo enseñar, que en latín lleva un doble complemento acusativo
—“enseñar algo a alguien—. De modo que, si por la primera materia, el asunto o la ciencia, la
enseñanza pertenece a la vida contemplativa, desde el punto de vista de esa otra segunda
materia, el “sujeto” de la enseñanza, pertenece a la vida activa. Traducido a términos
actuales, si la enseñanza constituye una actividad “intelectual” que implica el conocimiento,
no es menos cierto que es una actividad “interpersonal”, por cuanto implica un trato con otro.
Esta pequeña declaración debiera ser suficiente para rever toda una serie de inconductas y
falencias de la actuación de tantos maestros que sobrentienden que, por el hecho de que
conocen a fondo un determinado asunto, actúan como maestros, olvidando que el papel
principal que le da sentido y especificidad a la actividad de la docencia es el sujeto hacia el
cual ese conocimiento se dirige. La argumentación de Aquino concluye, para la enseñanza, en
un cierto primado de la vida activa: tanto por su fin como por su materia, la enseñanza es algo
involucrado con la acción, por más que en su aspecto específico se halle ligada al plano del
conocimiento.
Tomás de Aquino no llegó a conocer la variedad y riqueza de los nuevos dispositivos
pedagógicos resultado de la creciente investigación y experimentación en el campo de las
ciencias pedagógicas —la mayoría de los cuales están aún en estado de elaboración—. Eso no
significa que no tengamos nada que aprender acerca de la índole de la tarea pedagógica de
parte de quien, después de todo, fue durante casi toda su intensa vida activa, un maestro.

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