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Érase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bosque habitado por unos
alegres animales. Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de
luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias
más esperadas de la temporada.
Todas las actividades que realizaban en aquella época tenían como objetivo la convivencia, el
fomento de la amistad y la diversión. El concurso de cocina navideña, organizado por la Señora
Ardilla, hacía las delicias de los más comilones, pues los platos presentados eran degustados al
finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que
tenía lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, encargada
del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba
lo mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba una obra de teatro que tenía
como tema central la amistad.
El Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las
que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los
habitantes del bosque, pero ese año:
- Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad, dijo el Señor Búho posado en la
rama más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque
todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más
demora demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra ganadora 'Salvemos el bosque'.
- Gracias, gracias, es un honor para mí, exclamaba Conejo entre aplausos.
- Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez daremos comienzo a las pruebas de selección.
Rogamos puntualidad a los interesados, concluyó el Sr. Búho.
Al día siguiente, a la hora convenida, comenzó la selección. Al ser un musical, las pruebas se
centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindibles. La obra
contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador,
obsesionado con cortar un Árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su
lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba la inestimable ayuda de un
girasol y de un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa.
Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr. Oso haría de
guardabosques, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol, y la Sra. Lince,
al lirio.
Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban contentos con sus papeles y
trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, hasta que hizo su aparición el peor de los
fantasmas: la envidia.
- Sr. Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El leñador está
lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al
público boquiabierto, dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos.
-Sí, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor. Podemos hacer
un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel.
Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero
Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que
él dejaría de ser el protagonista absoluto, y eso no le gustó nada.
El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, daban pasos hacia atrás. Oso no
colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando, estuvo muy arisco. Por
si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata
consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a
suertes.
La tensión en el escenario se podía cortar y el desastre no se hizo esperar, y durante el ensayo de
la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final
comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió.
- Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? Preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el
trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos
días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el
ensayo por hoy. Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una
cosa así?
Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el
desencadenante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los
propios actos, así que se decidió a salir.
- Lo siento mucho. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer
para enmendar mi error?
- No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mal
comportamiento. Si sirve de algo yo también lo siento, se lamentó Castor.
- Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela,
exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata.
- Mirad, ¡está nevando! Gritó con entusiasmo una voz.
- Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. ¡El espíritu de la Navidad ha vuelto!,
se oyó.
Ese año, la Navidad se vivió con mucha intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a
punto de perderla para siempre. Habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia
cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar. Así que para que no se
les olvidara nunca construyeron una gran placa de madera que colgaron del Gran Árbol. En ella
se podía leer la siguiente inscripción:
"El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá".
Todos los niños de la ciudad querían ser premiados por Santa y acudieron a la tienda a comprar
su arbolito para decorarlo y poder concursar. Por su parte, los arbolitos se emocionaban mucho
al ver a los niños y decididos a ser el elegido, les gritaban:¡A mí... A mí... Mírame a mí¡
Cada vez que entraba un niño a la tienda era igual, los arbolitos comenzaban a esforzarse por
llamar la atención y lograr ser escogidos. ¡A mí que soy grande!... ¡no, no a mí que soy
gordito!... O ¡a mí que soy de chocolate!... O ¡a mí que puedo hablar!. Se oía en toda la tienda.
Pasando los días, la tienda se fue quedando sin arbolitos y sólo se escuchaba la voz de un
arbolito que decía: A mí, a mí... Que soy el más chiquito.
A la tienda llegó, casi en vísperas de Navidad, una pareja muy elegante que quería comprar un
arbolito. El dueño de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era uno muy
pequeñito. Sin importarles el tamaño, la pareja decidió llevárselo. El arbolito pequeño se alegró
mucho pues, al fin, alguien lo iba a poder decorar para Navidad y podría participar en el
concurso.
Al llegar a la casa donde vivía la pareja, el arbolito se sorprendió: ¿Cómo siendo tan pequeño,
podré lucir ante tanta belleza y majestuosidad?. Una vez que la pareja entra a la casa,
comenzaron a llamar a la hija: ¡Regina!... Ven... ¡hija!... Te tenemos una sorpresa.
El arbolito escuchó unas rápidas pisadas provenientes del piso de arriba. Su corazoncito empezó
a latir con fuerza. Estaba dichoso de poder hacer feliz a una linda niñita. Al bajar la niña, el
pequeño arbolito, se impresionó de la reacción de ésta: ¡Esto es mi arbolito!... Yo quería un
árbol grande, frondoso, enorme hasta el cielo para decorarlo con miles de luces y esferas.
¿Cómo voy a ganar el concurso con este arbolito enano? Dijo la niña entre llantos.
Regina, era el único arbolito que quedaba en la tienda, le explicó su padre. ¡No lo quiero!...es
horrendo... ¡no lo quiero!, gritaba furiosa la niña. Los padres, desilusionados, tomaron al
pequeño arbolito y lo llevaron de regreso a la tienda.
El arbolito estaba triste porque la niña no lo había querido pero tenía la esperanza de que
alguien vendría a por él y podrían decorarlo a tiempo para la Navidad. Unas horas más tarde, se
escuchó que abrían la puerta de la tienda. ¡A mí... A mí... Que soy el más chiquito. Gritaba el
arbolito lleno de felicidad. Era una pareja robusta, de grandes cachetes colorados y manos
enormes.
El señor de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era aquel pequeñito de la
ventana. La pareja tomó al arbolito y sin darle importancia a lo del tamaño, se marchó con él.
Cuando llegaron a casa, el arbolito vio como salían a su encuentro dos niños gordos que
gritaban: ¿Lo encontraste papi?... ¿Es cómo te lo pedimos mami? Al bajar los padres del coche,
los niños se le fueron encima al pequeño arbolito.
El niño se enfadó y se fue a su habitación. Su padre le dijo a su madre María: ¡Ay!, se quiere
pedir casi una tienda entera, y su habitación está llena de juguetes...
María dijo que sí con la cabeza. El niño dijo con la voz baja: Es verdad lo que ha dicho mamá,
debo de hacerles caso, soy muy malo.
Llegó la hora de ir al colegio y dijo la profesora: Vamos a ver, Jorge, dinos cuántas cosas te has
pedido. Y dijo bajito: Veinticinco.
La profesora se calló y no dijo nada pero cuando terminó la clase todos se fueron y la señorita le
dijo a Jorge que no tenía que pedir tanto. Entonces Jorge decidió cambiar la carta que había
escrito y pedirse quince cosas, en lugar de 25. Cuando se lo contó a sus padres, éstos pensaron
que no estaba mal el cambio y le preguntaron que si el resto de regalos que había pedido los iba
a compartir con sus amigos. Jorge dijo: No, porque son míos y no los quiero compartir.
Después de rectificar la carta a los Reyes de Oriente llegó el momento de ir a comprar el árbol
de Navidad y el Belén. Pero cuando llegaron a la tienda, estaba agotada la decoración navideña.
Ante esto, Jorge vio una estrella desde la ventana del coche y rezó: Ya sé que no rezo mucho,
perdón, pero quiero encontrar un Belén y un árbol de Navidad.
De pronto se les paró el coche, se bajaron, y se les apareció un ángel que dijo a Jorge: Has sido
muy bueno en quitar cosas de la lista así que os daré el Belén y el árbol. Pasaron tres minutos y
continuó el ángel: Miren en el maletero y veréis. Mientras el ángel se fue. Juan dijo: ¡Eh,
muchas gracias! Pero, ¿qué pasa con el coche? Y dijo la madre: ¡Anda, si ya funciona! ¡Se ha
encendido solo! Y el padre dio las gracias de nuevo.
Por fin llegó el día tan esperado, el Día de Reyes. Cuando Jorge se levantó y fue a ver los
regalos que le habían traído, se llevó una gran sorpresa. Le habían traído las veinticinco cosas
de la lista. Enseguida despertó a sus padres y les dijo que quería repartir sus juguetes con los
niños más pobres.
Pasó una semana y el niño trajo a casa a muchos niños pobres. La madre de Jorge hizo el
chocolate y pasteles para todos. Todos fueron muy felices.
Los niños eran muy felices allí hasta que volvió el Gigante, que había ido a visitar a su amigo, el
Ogro de Comish. Después de siete años en casa de su amigo, el Gigante consideraba que no
tenían nada que decirse y decidió volver a su mansión.
Al llegar, el Gigante vio a todos los niños jugando en su jardín y, muy furioso, les dijo con voz
retumbante:
- ¿Qué hacéis aquí?
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
Y continuó el Gigante:
- Este jardín es mío. Es mí jardín propio. Todo el mundo debe entender eso, y no dejaré que
nadie se meta a jugar aquí.
Enseguida, puso un cartel que decía:
"ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES"
Era un Gigante egoísta y los niños se quedaron sin un lugar en el que jugar. Intentaron buscar
otros lugares, pero ninguno les gustaba tanto como el jardín del Gigante.
Cuando la primavera volvió, toda la ciudad se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el
jardín del Gigante Egoísta seguía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y
los árboles no florecían. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas
vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra.
Los únicos que allí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha que, observando que la
primavera se había olvidado de aquel jardín, estaban dispuestos a quedar allí todo el resto del
año. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco, y la Escarcha cubrió de plata los
árboles. Invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el invierno. Y
el Viento del Norte invitó a su amigo granizo, que también se unió a ellos.
Mientras tanto, el Gigante Egoísta, al asomarse a la ventana de su casa, vio que su jardín todavía
estaba cubierto de gris y blanco, y pensó:
- No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí. Espero que pronto cambie el
tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los
jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
Los frutales decían:
- Es un gigante demasiado egoísta.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del
Norte, el Granizo, la Escarcha, y la Nieve bailoteaban lamentablemente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba todavía en la cama cuando oyó que una música muy hermosa
llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los
elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su
ventada, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín,
que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y
el Viento del Norte dejó de rugir, y un perfume delicioso penetró por entre las persianas
abiertas.
- ¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera - dijo el Gigante, y saltó de la cama para
correr a la ventana.
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. Los niños habían entrado al jardín a través de
una brecha del muro, y se habían trepado a los árboles, En cada árbol había un niño, y los
árboles estaban tan felices que se habían cubierto de flores. Los pájaros revoloteaban cantando
alrededor de ellos. Era realmente un espectáculo muy bello.
Sólo era invierno en un rincón. Era el rincón más apartado del jardín, y en él se encontraba un
niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba
vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía cubierto
de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía. ¡Cómo he sido tan egoísta! – exclamó - Ahora sé
por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy
a quitar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
El Gigante estaba de veras arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió
cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se
aterrorizaron, salieron a escape, y en el jardín volvió a ser invierno otra vez. Sólo el niño
pequeñín del rincón no escapó porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al
Gigante. El Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al
árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar, y el niño abrazó el cuello
del Gigante y lo besó. Los otros niños, cuando vieron que el Gigante no era malo, volvieron
corriendo. Con ellos la primavera regresó al jardín.
Y les dijo el Gigante:
- De ahora en adelante, el jardín será vuestro.
Y tomando un hacha, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con
los niños. Estuvieron jugando allí todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse
del Gigante.
- Pero ¿dónde está el más pequeño? - Preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del
rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
- No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
- Díganle que vuelva mañana - dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía, y que nunca lo habían visto antes. Y el
Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero no volvieron a
ver el niño pequeñito. El Gigante lo echaba de menos.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía
jugar. Pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo flores hermosas - se decía-, pero los niños son lo más hermoso de todo.
Una mañana de invierno, miró por la ventada mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues
sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban
descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró. En el
rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto de flores blancas. Todas sus ramas eran
doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien
tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante se acercó al niño y notó que él tenía heridas en las manos y en los
pies. Preocupado, y a gritos, el Gigante le preguntó quién se había atrevido a hacerle daño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
- ¡No! Estas son las heridas del Amor.
- ¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? - preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y
cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
- Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el
Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía
dormir y estaba entero cubierto de flores blancas.
Tan cansado estaba el cocinero, que se quedó profundamente dormido en la mesa de la cocina
rodeado de libros y cuadernos de recetas. En sueños, se vio a sí mismo convertido en Papá Noel,
con un abultado saco al hombro y viajando a bordo de un trineo que se deslizaba tirado por una
fuerza invisible, sin ciervos ni renos. No sabía hacia donde se dirigía pero parecía que el trineo
sí sabía cuál era su lugar de destino.
Finalmente, el trineo se detuvo ante la puerta de una rústica casita en el bosque, de cuya
chimenea escapaba un inmaculado y cálido humo blanco. Llamó a la puerta y ésta se abrió
inmediatamente, pero nadie apareció tras ella. El cocinero entró y se encontró un salón con
decorado navideño, lo que le provocó una profunda y tierna sensación hogareña. Allí había una
chimenea encendida que iluminaba toda la habitación con sus llamas y de ella colgaban varios
calcetines que esperaban a estar llenos de regalos. En el centro del comedor había una
acogedora mesa, con velas encendidas y con todo dispuesto para ser cubierta con ricos
manjares. En la casita no había nadie pero, sin embargo, se sentía acompañado por presencias
invisibles.
Depositó el saco en el suelo y empezó a latir su corazón a gran velocidad y a temblarle las
manos mientras abría la bolsa que no sabía lo que contenía sentado en una mullida butaca junto
a la chimenea.
Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante sopa de crema, hecha con
una gallina entera, aderezada con unos diminutos dados de su pechuga. Levantó la tapa y una
oleada de vapor repleto de aromas empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido queso
Camembert hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco, acompañado de un crujiente pan
hizo que su boca se llenara de agua; hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa. Su tercer
hallazgo fue una pierna de cerdo rellena con ciruelas pasas y beicon ahumado que venía
acompañada de un sinfín de guarniciones, cada cual más apetitosas: cremoso puré de patata
aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y chutneys irresistibles, compota
de manzana con vinagre y miel... ¡de ensueño!
Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa y aspiró los intensos aromas que aquella
sinfonía de contrastes culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una mesita auxiliar
dispuesta para los postres y allí colocó un crujiente strudel de manzana y nueces y una
espectacular anguila de mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una deliciosa compota de
Navidad al Oporto y un insólito helado de polvorones.
Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, se sentía embargado por la emoción. El menú
tocaba a su fin y comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita, para dejar que sus
moradores disfrutaran en la intimidad de las exquisitas viandas que había traído en su saco.
Pensó que los manjares se enfriarían si no lo hacían pronto, pero comprendió que el calor,
material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los rincones de la estancia se encargaría
de mantenerlos a la temperatura adecuada.
Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea con figuritas de mazapán,
polvorones y turrones, que sin duda harían las delicias de los niños... Y de los menos niños.
Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el fuego y que amenazaba con
desbordar el puchero. Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos a la obra y
elaborar el menú de la casita del bosque. La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra
cosa que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina.
El conejito burlón
Vivía en el bosque verde un conejito dulce, tierno y esponjoso. Siempre que veía algún animal
del bosque se burlaba de él. Un día, estaba sentado a la sombra de un árbol, cuando se le acercó
una ardilla: Hola señor conejo.
El conejo no respondió. Le miró, le sacó la lengua y salió corriendo. ¡Qué maleducado!, pensó
la ardilla. De camino a su madriguera, se encontró con un cervatillo, que también quiso
saludarle: Buenos días señor conejo.
De nuevo el conejo sacó su lengua al cervatillo y se fue corriendo. Así una y otra vez a todos los
animales del bosque que se iba encontrando en su camino.
Un día todos los animales decidieron darle un buena lección y se pusieron de acuerdo para que
cuando alguno de ellos viera al conejo no le saludara. Harían cómo si no le vieran. Y así
ocurrió.
En los días siguientes todo el mundo ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le saludaba. Un
día, organizando una fiesta todos los animales del bosque, el conejo pudo escuchar el lugar
donde se iba a celebrar y pensó en ir, aunque no le hubiesen invitado.
Aquella tarde cuando todos los animales se divertían, apareció el conejo en medio de la fiesta.
Todo hicieron como si no le vieran. El conejo, abrumado ante la falta de atención de sus
compañeros, decidió marcharse con las orejas bajas.
Los animales, dándoles pena del pobre conejo, decidieron irle a buscar a su madriguera e
invitarle a la fiesta. No sin antes hacerle prometer que nunca más haría burla a ninguno de los
animales del bosque.
El conejo, muy contento, prometió no burlarse nunca más de sus amigos del bosque, y todos se
divirtieron mucho en la fiesta y vivieron muy felices para siempre.
El arbolito de Navidad
Érase una vez, hace mucho tiempo, una isla en la que había un pueblecito. En ese pueblecito
vivía una familia muy pobre. Cuando estaba próxima la Navidad, ellos no sabían como
celebrarla sin dinero; entonces el padre de la familia empezó a preguntarse cómo podía ganar
dinero para pasar la noche de Navidad compartiendo un pavo al horno con su familia.
Decidió que ganaría algo de dinero vendiendo árboles de Navidad. Así, al día siguiente se
levantó muy temprano y se fue a la montaña a cortar algunos pinos. Subió a la montaña, cortó
cinco pinos y los cargó en su carroza para venderlos en el mercado.
Cuando sólo quedaban dos días para Navidad, todavía nadie le había comprado ninguno de los
pinos. Finalmente, decidió que puesta que nadie le iba a comprar los abetos, se los regalaría a
aquellas personas más pobres que su familia. La gente se mostró muy agradecida ante el regalo.
La noche de Navidad, cuando regresó a su casa, el hombre recibió una gran sorpresa. Encima de
la mesa había un pavo y al lado un arbolito pequeño. Su esposa le explicó que alguien muy
bondadoso había dejado eso en su puerta. Aquella noche el hombre supo que ese regalo tenía
que haber sido concedido por la buena obra que él había hecho regalando los abetos que cortó
en la montaña.
Un angel en navidad....
Habia una vez un angel que vivia en un castillo todo de nubes, en compañia de otros angelitos.
Y mientras Dios no los llamara para ningun mandado, los angeles jugaban a la escondida por el
cielo o remendaban nubes rotas.
Una tardecita de verano el angel estaba pintando una nube con acuarela, cuando de pronto oyo
la gran voz de Dios:
-Angel. . .hijito mio. . .¿me oyes?.
EI corazon del angel se alboroto de alegria. No era para menos.
-¡Dios! Grito el angel... ¡Dios me llama!
Y dicho esto se largo por un tobogan celeste hasta llegar a su castillo.
Entonces se estiro la ropa, peino sus alas y se lavo la cara. Despues volo feliz hasta la gran Casa
del Padre.
Dios miro al angel con mucho cariño, y el angelito se lleno de luz.
-Ven para aca, te estoy necesitando para un mandado
-¡Siempre listo, mi Señor. . .! Dijo el angel
Dios señalo a la Tierra...
-¿Ves aquella ciudad?
Cuando Dios señalo el lugar, las nubes se corrieron obedientes. Entonces pudieron ver
claramente aquella ciudad. Era bastante gris. Estaba llena de casas, una encima de la otra. La
gente andaba apurada, y mientras miraban el reloj pulsera de reojo, entraban y salian de un lugar
a otro. Las calles estaban llenas de autos y colectivos.
- Ya veo, mi Señor... -comento el angel-. ¿Hay que plantar algun rosal?
Dios hizo que no con la cabeza.
- Hay que ir a visitar un matrimonio que tiene. . .
- ¡Ya se. . .! Tienen un hijo, y yo voy a ser su angel guardian. . . ¿verdad?
Pero Dios agrego:
- Es un matrimonio sin hijos. Cuidan un perro pekines.
Gorosito abrio los ojos asi de grandes!. Su corazon se asusto. Acaso lo mandarian a cuidar un
perro pekines?
Entonces Dios vio la trompa del angel, y sonrio. En seguida le dijo en secreto:
- Bsss... Bsss... Bsss...
Y a medida que Dios explicaba su plan misterioso, la cara del angel se iba iluminando como una
naranja. Es que el plan de Dios siempre es un misterio. Muy pocos pueden descubrirlo.
Se entusiasmo tanto, que ahi nomas le dio a su Dios un ruidoso beso. Después partio.
Al llegar al lugar señalado por Dios, espio por la ventana.
Entonces vio: Un perrito descansaba muy triste sobre un almohadon de seda. A su lado tenia dos
chiches, un terron de azucar y un plato con leche. Un señor rogaba al animalito:
- Vamos, hijito. . . Toma un poco de leche. . . Mira que esta tibia. . . Ya viene mamita con el
churrasco... No te hagas rogar...
Pero el perro miraba para otro lado, haciendose el orgulloso.
Por una hendija de la ventana salio olor a churrasco. Entonces Gorosito tomo la punta del humo
con olor a churrasco, y fue llevandola. . . Llevandola. . . Alla abajo, en la vereda, habia un chico.
No tenia mama ni papa. Estaba solito en el mundo. Andaba por esas calles a la buena de Dios.
Un dia pedia limosna. . . Otro dia lustraba zapatos . . . Y casi siempre tenia hambre.
Pero justo en ese momento ¡oh, misterio del amor! El chico sintio un aroma muy rico. Era un
olorcito a churrasco que le hizo recordar que tenia mucha hambre. Fue. . . Como si alguien
invisible lo estuviera tomando de la nariz, y lo levantara por el aire. . Y lo pusiera en camino. . .
Y lo hiciera tocar un timbre. . .
- ¿Quien sos? Dijo el señor.
- Hola. Buen dia. . . Dijo el chico sonriendo. Tengo un poco de hambre. . . Entonces el señor
miro hacia adentro, y vio al perrito. Y miro hacia afuera y vio al chico que sonreia. Y se le
apreto un poquito el corazon.
- Veni, hijo. Pasa. . . Dijo el señor. Cuando el chico entro, el perrito se levanto y se puso a
hacerle fiestas. Claro.
Lo que pasaba es que el perro pekines estaba harto de que lo confundieran con un ser humano.
El queria su lugar de perro en el mundo. Al oir los ladridos juguetones, se asomo la señora
desde la cocina y vio : Un perrito, un niño y un papa.
Desde aquel dia un chico tuvo un hogar, una mama y un papa, y un perrito para jugar. . . Y hasta
un angel guardian.
Y en el rostro de Dios Padre florecio una sonrisa.
Fin.
LA PRIMERA NAVIDAD
Un cuento de Navidad
Autor: RAYNIER MAHARAJ.
En vísperas de Navidad impera una cálida agitación en todos los hogares del mundo. El
sentimiento festivo y la alegría de reunirse con la familia traen a mi memoria una historia que
me encanta relatar cada año. Es una historia real, aunque parezca increíble. Y da testimonio de
que los milagros pueden ocurrir.
Hace mucho tiempo, un grupo de jóvenes decidió compartir algo de la alegría de la Navidad. Se
habían enterado de la existencia de varios niños que pasarían el día de fiesta en el hospital
comunitario más cercano. De manera que uno de ellos se disfrazó de Papá Noel, luego
compraron varios regalos, los envolvieron y, munidos de sus guitarras y sus dulces voces, se
aparecieron por sorpresa en el hospital en la Nochebuena.
Los niños festejaron alborozados la visita de Papá Noel; cuando el grupo de amigos terminó de
distribuir los regalos y de cantar sus villancicos, todos los ojos estaban anegados en lágrimas.
De ahí en más, los jóvenes decidieron que representarían el papel de Papá Noel cada año.
En la Nochebuena siguiente, incluyeron en su visita a las mujeres internadas en el hospital, y al
tercer año la invitación se extendió a algunos niños pobres del vecindario.
En la cuarta Nochebuena, sin embargo, después de realizar la ronda ya habitual, Papá Noel
revisó su saco y descubrió que le habían sobrado algunos juguetes. De modo que los amigos se
reunieron para deliberar y decidir qué harían con ellos. Alguien mencionó la existencia de un
mísero caserío precariamente instalado en las inmediaciones, donde vivían algunas familias
terriblemente pobres.
Por lo tanto, el grupo decidió dirigirse allí, pensando que el número de familias llegaría a tres
como máximo. Pero cuando treparon la cuesta de la colina, y se encontraron en medio de la
desolada extensión -ya era cerca de medianoche-, el consternado grupo pudo ver a gran cantidad
de personas alineadas a ambos lados de la calle.
Se trataba de niños; más de treinta niños expectantes. Detrás de ellos no se veían chozas, sino
filas y filas de destartaladas instalaciones precarias. Cuando detuvieron el coche en el que iban,
los niños se acercaron corriendo, chillando de júbilo. Era evidente que habían estado toda la
noche esperando pacientemente la llegada de Papá Noel. Alguien -nadie pudo recordar quién-,
les había dicho que él llegaría, aunque nuestro Papá Noel había decidido hacerlo sólo algunos
minutos antes.
Todo el mundo quedó desconcertado, excepto el propio Papá Noel. El estaba sencillamente
dominado por el pánico. Sabía que no tenía juguetes suficientes para tantos niños. Finalmente,
sin querer decepcionarlos, decidió entregar los pocos juguetes que tenía a los mas pequeños.
Cuando se terminaran, explicaría lo ocurrido a los más grandes.
De manera que enseguida se encontró trepado sobre el capó de un vehículo, con treinta niños
deslumbrantemente aseados y ataviados con sus mejores galas, alineados de menor a mayor,
aguardando su turno. A medida que cada niño ansioso se aproximaba, Papá Noel revolvía
dentro de su saco con el corazón cargado de temor, anhelando encontrar por lo menos un
juguete más para entregar. Y, por algún milagro, encontró uno cada vez que metió la mano en el
saco. Finalmente, cada niño recibió su juguete. Papá Noel miró en el interior de su saco, ahora
desinflado. Estaba vacío, tan vacío como debería haber estado veinticuatro niños antes.
Lleno de alivio, soltó un jovial "¡Jo, jo!" y se despidió de los niños. Pero cuando estaba a punto
de montar en el coche (aparentemente, los renos tenían el día libre), oyó que uno de los niños
exclamaba:
-¡Papá Noel, Papá Noel, espera!
Detrás de los matorrales, aparecieron dos niños pequeños, un niño y una niña. Habían estado
durmiendo.
El corazón de Papá Noel dio un vuelco. Esta vez estaba seguro de no tener más juguetes. El
saco estaba vacío. Pero cuando los niños se acercaron sin aliento, él reunió coraje y volvió a
meter la mano en el saco. Y, abracadabra, en él había más regalos.
El grupo de amigos, que actualmente ya son adultos, todavía comentan el milagro de esa
mañana de Navidad. Siguen sin encontrarle explicación; sólo pueden decir que aquello
realmente sucedió. ¿Que cómo sé de la historia? Bueno; yo era el Papá Noel.
UN VIAJE INCREIBLE
ESTA ES LA HISTORIA DE ANTONIO, UN RATON QUE VIVIA EN LA PUNTA DE UN
CERRO.
ANTONIO, TRABAJABA DIA Y NOCHE PARA LIMPIAR DE POLVO UNA BOTA QUE
HACE AÑOS ATRAS LE HABIA REGALADO SU AMIGO EL VIEJITO PASCUERO. YA
ERA COSTUMBRE PARA EL PASAR LAS NAVIDADES CON ESA BOTA Y COMO
FALTABA POCO DEBIA TERMINAR LUEGO.
UN DIA, ANTONIO ESCUCHO QUE GOLPEABAN SU PUERTA. ¡ERA SU AMIGO
RAMIRO QUE VENIA DEL PUEBLO!... SE VEIA MUY CANSADO.
ANTONIO LE DIJO A RAMIRO QUE SE SENTARA A DESCANSAR.
RAMIRO HABIA SUBIDO CAMINANDO HASTA LA PUNTA DEL CERRO PARA
INVITAR A ANTONIO A PASAR LA NAVIDAD EN SU CASA, EL PENSABA QUE SU
AMIGO SE SENTIRIA SOLO EN NAVIDAD.
RAMIRO HABIA TARDADO EN SU VIAJE MAS DE LO QUE DEBIA, SABIA QUE PARA
SUBIR A LA PUNTA DEL CERRO TENIA QUE CAMINAR NUEVE DIAS, PERO......
DEBIDO A LO RESBALOSO DEL PASTO HABIA DEMORADO EL DOBLE.
RAMIRO SE ENCONTRABA CANSADO Y TRISTE PORQUE FALTABAN SOLO TRES
DIAS PARA NAVIDAD, SABIA QUE ERA IMPOSIBLE ESTAR DE VUELTA CON SU
FAMILIA PARA ESE DIA.
ANTONIO PREOCUPADO PENSABA Y PENSABA ¡COMO PODER AYUDAR A SU
AMIGO!
¡Y PLANEO UN VIAJE INCREIBLE!...
ES ASI QUE CON VOLUNTAD Y AMISTAD ANTONIO Y RAMIRO CELEBRAN
JUNTOS LA NAVIDAD. ANTONIO CON SU BOTA Y RAMIRO CON SU FAMILIA.
Fin.
CUENTO DE NAVIDAD
Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales,
el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el
espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la
aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo
permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy
importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos
llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-- ¿Qué haremos?
-- Nada, ¿qué podemos hacer?
-- ¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los
últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-- Ya se me ocurrirá algo --dijo el padre.
-- ¿Qué...? --preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó
atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo,
donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer
"día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neyorquinos, el niño despertó y
dijo:
-- Quiero mirar por el ojo de buey.
-- Todavía no --dijo el padre--. Más tarde.
-- Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-- Espera un poco --dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de
Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la
aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera
feliz y maravilloso.
-- Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro
del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-- Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis.
-- Sí, sí. todo eso y mucho más --dijo el padre.
-- Pero... --empezó a decir la madre.
-- Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo
pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-- Ya es casi la hora.
-- ¿Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el
fuego, el silencio y el momento insensible.
-- ¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-- Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-- No entiendo.
-- Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y
luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un
murmullo de voces.
-- Entra, hijo.
-- Está oscuro.
-- No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se
abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de
ancho, por la cual podían ver el espacio. el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el
padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias
personas se pusieron a cantar.
-- Feliz Navidad, hijo --dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz
contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio,
la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas
blancas.
El cuento de Navidad de Auggie Wren
Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo
menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero
nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de
Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un
estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los
puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho
tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul
con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo
gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando
casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba
acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya
no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona
distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero
resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién
era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me
resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me
preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no
parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En
una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos
negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al
día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina
de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola
fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil
fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas
en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente
anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi
primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto
nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición
que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable
delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué
pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno,
mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos
observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí
otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en
los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a
medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo
del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la
relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y
luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes
camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un
instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de
una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios
superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los
invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni
desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el
tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo
y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego,
casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de
Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos
menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra
muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y
empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy
esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me
había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de
la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un
profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir
cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y
otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían
desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita
sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de
deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin
embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera
sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería
como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la
cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí
estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin
proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a
comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo
que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y
fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa
al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas
de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero
de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo,
metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en
aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba
haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás
del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos
media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir
corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con
tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía
su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y
cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert
Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo
a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de
béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era
drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par
de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo
posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me
encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese
año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi
piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert
Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una
vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo
que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres
una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el
apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo
intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de
marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja
pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en
Navidad.
“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y
corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras
salían de mi boca.
“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo
así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la
puerta y yo la abrazaba a ella.
“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que
parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos
decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no
era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre
un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que
hacer, me alegré de seguirle la corriente.
“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero
basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella
misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había
encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien
cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que
las cosas te saldrían bien.
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haver mucha comida en la casa, así que
me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de
verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel
tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos
preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco
alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar,
donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto
de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante
disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una
verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de
seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas,
mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde
almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había
robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para
mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo
al cuarto de estar.
“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado
dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y
ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla,
así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era
ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la
cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado
la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la
abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra
persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la
quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se
extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento
era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me
ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había
quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era
lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que
no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
FUE EN EL PERÚ
por Ventura García Calderón (1886-1959)
"Aquí nació, niñito", murmuraba la anciana masticando un cigarro apagado. Ella me hizo jurar
discreción eterna; mas ¿cómo ocultar al mundo la alta y sublime verdad que todos los
historiadores falsifican? "Se aconchabaron para que no lo supiera náides, porque es tierra
pobre", me explicaba la vieja. Extendió la mano resquebrajada como el nogal, para indicarme de
qué manera se llevaron al niño lejos, y nadie supo si nació en tierra peruana. Pero día ha de
venir en que todo se cuente. Su tatarabuela, que Dios haya en su santa gloria, vio y palpó los
piececitos helados por el frío de la puna; y fue una llama de lindo porte la primera que se
arrodilló, como ellas saben hacerlo, con elegancia lenta, frotando la cabeza inteligente en los
pies manchados de la primera sangre. Después vinieron las autoridades.
La explicación comenzaba a ser confusa; pedí nuevos informes, y minuciosamente lo supe todo:
la huida, la llegada nocturna, el brusco nacimiento, la escandalosa denegación de justicia, en fin,
que es el más torpe crimen de la Historia. "Le contaré -decía la vieja, chupando el pucho como
un biberón-. Perdóneme, niñito; pero fue cosa de los blancos."
No podía sorprenderme esta nueva culpa de mi raza. Los blancos somos en el Perú, para la
gente de color, responsables de tres siglos injustos. Vinimos de la tierra española hace mucho
tiempo, y el indio cayó aterrado bajo el relámpago de nuestras espingardas. Después trajimos en
naos de tres puentes, del Senegal o de allende, con cadena en los pies y mordaza en la boca, las
"piezas de ébano", como se dijo entonces, que bajo el látigo del mayoral, gimieron y murieron
por los caminos.
También debía de ser aquella atrocidad cosa de los blancos, pues la pobre india doncella
-aseguraba la vieja- tuvo que fugarse a lomo de mula muy lejos, del lado de Bolivia, con su
esposo que era carpintero. "¡Si supiera, niñito, las lindas maderas que trujo de por allí mi
compadre Feliciano!".
El relato de la negra Simona comienza a ser tan confuso que es menester resumirlo con sus
propias palabras: "Gobernaba entonces el departamento un canalla judío, como los hay aquí
tantos hoy día, niñito; uno de aquellos que hacen trabajar a los hijos del país pagando coca y
aguardiente no más. Si se niegan, se les recluta para el Ejército. Es la leva, que llaman. Fue así
como obtuvieron a aquellos indios que le horadaron el pecho al Santo Cristo; pero esto fue más
tarde y todavía no había nacido aquí. Agarró y mandó el prefeto que los indios no salieran de
cada departamento, mientras que en la tierra vecina otro que tal, hereje y perdido como él, no
quería que tuvieran hijos, porque se estaba acabando el maíz en la comarca. Entonces se
huyeron, a lomo de mula, la Virgen que era indiecita, y San José, que era mulato. Fue en este
tambo, mi amito, en que pasaron la divina noche. Las gentes que no saben no tienen más que
ver cómo esta vestida la virgen, con el mismo manto de las serranas clavado en el pecho con el
topo de oro, y las sandalias ojotas que llaman, en los pies polvorientos, sangrados en las piedras
de los Andes. San José vino hasta el tambo al pie de la mula, y en quechua pidió al tambero que
les permitiera dormir en el pesebre. Todita la noche las quenas de los ángeles estuvieron
tocando para calmar los dolores de Nuestra Señora, que no quería llamar a náidenes. Cuando
salió el sol sobre la puna, ya estaba llorando de gozo porque en la paja sonreía su preciosura, su
corazoncito, su palomita. Era una guagua linda ¡caray!, que la Virgen, como todas las indias,
quería colgar ya del poncho en la espalda. Entonces lo que pasó nadie podría creerlo, niñito. Le
juro por estas santas cruces que las llamas del camino se pusieron de rodillas, y bajó la nieve de
las cimas como si se hubieran derretido con el calor los hielos del mundo. Hasta el prefecto
comprendió lo que pasaba y vino volando. Cuando ¡quién te dice que a la hora de la hora se
viene derechito, seguido por un indio cacique y el rey de los mandingas, que era esclavo del
mismo amo que mi tatarabuela! Esos son los Reyes Magos que llaman. El blanco, el indio y el
negro venían por el camino, entre las llamas arrodilladas, que bajaban de las minas con su
barrote de oro en el lomo. Hasta los cóndores de las altas peñas no atacaban ya a los corderos.
Entonces, como iba diciendo, llegaron los tres hombres al tambo, y nunca más se ha visto que
un prefeto blanco se ponga de rodillas junto a la cuna de un hijo del país. Nunca en jamás, los
indios han vuelto a estar tan alegres como lo estuvieron en la puerta del tambo, bailando el
cacharpari y mascando jora para la chicha que había de beber el santo niño. Ya los mozos de los
alrededores llegaban trayendo los pañales de lana roja y los ponchitos de colores y esos
cascabeles con que adornan a las llamas en las ferias. Y cuando llegó el prefeto con el cacique y
el rey de los mandingas, todos callaron, temerosos. Y cuando el blanco dejó en brazos del niño
santo la barra de oro puro, nuestro amito sonrió con desprecio. Y cuando los otros avanzaron
gimoteando que no tenían para su amito y señor sino collares de guayruros y esos mates de
colores en que sirven la chicha de jora y las mazorcas de maíz más doradas que el oro, Su
Majestad, como le estaba diciendo, abrió los bracitos y jabló...La mala gente dirán que no podía
hablar entuavía; pero el Niño-Dios lo puede todo, y el rey de los mandingas le oyó clarito estas
razones: "El color no te ofende, hermano." Entonces un grito de contento resonó hasta en los
Andes, y todos comprendieron que ya no habría amos ni esclavos, ni tuyo ni mío, sino que todos
iban a ser hijos parejos del Amo divino, como habían prometido los curas en los sermones. La
vara de San José estaba abierta lo mismito que los floripondios, y los arrieros que llegaban
dijeron que los blancos gritaban en la casa del cura, con el látigo en la mano. Sin que nadie
supiera cómo ni de qué manera, en menos tiempo que dura una salve, se llevaron al Niño en
unos serones, poniendo al otro lado chirimoyas para que hicieran contrapeso. La Virgen y su
santo Esposo iban detrás, cojeando, con el cepo en los pies.
"Y desde aquel tiempo, niñito, nadie puede hablar del estropicio en la provincia sin que lo anden
mudar a la chirona. Pero todos sabemos que su Majestad murió y resucitó después y se vendrá
un día por acá para que la mala gente vean que es de color capulí, como los hijos del país. Y
entonces mandarán afusilar a los blancos, y los negros serán los amos, y no habrá tuyo ni mío,
ni levas, ni prefetos, ni tendrá que trabajar el pobre para que engorde el rico..."
La negra Simona tiró el pucho, se limpió una lágrima con el dorso de la mano, cruzó los dedos
índice y pulgar para decirme:
"Un Padrenuestro por las almas del Purgatorio, y júreme, niño, por estas cruces, que no le dirá a
náides cómo nació en este tambo el Divino Hijo de Su Majestad que está en el Cielo, Amén."