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EN EL PASADO Y EL PRESENTE
Desde el comienzo del psicoanálisis, cuando se determinó que los "histéricos padecen
principalmente por causa de sus recuerdos", los analistas han manifestado más interés
en el pasado de sus pacientes que en sus experiencias presentes, y más aún en las etapas
de crecimiento y desarrollo que en aquella de la madurez.
Esta preocupación por las primeras experiencias de la vida hizo pensar que se
convertirían en expertos especialistas en problemas de la niñez, aun cuando se ocuparan
solamente del tratamiento de adultos. Sus conocimientos de los procesos de la evolución
mental y su comprensión de la interacción entre las fuerzas externas e internas que
forman la personalidad del individuo, permitían suponer que estarían capacitados
automáticamente para entender en todos aquellos casos en que se dudara del normal
funcionamiento o de la estabilidad emocional del niño.
Por otra parte, después de una o dos décadas de ese trabajo, algunos analistas se
aventuraron más allá de la obtención de datos y comenzaron a aplicar el nuevo
conocimiento al campo de la crianza del niño. La tentación de realizar esta experiencia
resultaba casi irresistible. Los análisis terapéuticos de adultos neuróticos no dejaban
ninguna duda sobre la influencia negativa de muchas de las actitudes de los padres y del
ambiente, y de acciones tales como la falta de fidelidad en materia sexual, los niveles de
exigencias morales excesivamente altos, irrealistas, la severidad o indulgencia extremas,
las frustraciones, los castigos o la conducta seductora. Parecía posible extirpar algunas
de estas amenazas de la siguiente generación de niños mediante la educación de los
padres y la modificación de las condiciones de crianza, y planear, por lo tanto, lo que se
llamó "educación psicoanalítica" que serviría para prevenir la neurosis.
Los intentos por alcanzar este objetivo han continuado hasta ahora, a pesar de que
algunas veces sus resultados fueron confusos y difíciles. Cuando los observamos
retrospectivamente después de un período de más de 40 años, los consideramos como
una larga serie de ensayos y errores. Mucha de la incertidumbre que acompañaba estos
experimentos resultaba inevitable. En aquella época no era posible tener un profundo
insight de toda la complicada red de impulsos, afectos, relaciones objétales, aparatos del
yo, con sus funciones y defensas, internalizaciones e ideales, con las interdependencias
recíprocas entre el ello y el yo y las deficiencias resultantes del desarrollo, las
regresiones, las angustias, formaciones de compromiso y las distorsiones del carácter.
El caudal de conocimientos psicoanalíticos fue en aumento gradual al sumarse cada
pequeño descubrimiento al efectuado anteriormente. La aplicación de los conocimientos
pertinentes a los problemas de crianza y a la prevención de las enfermedades mentales
tuvo que efectuarse también paso a paso, siempre siguiendo atenta y lentamente el
trabajoso camino. A medida que se realizaban nuevos descubrimientos de los agentes
patógenos en la labor clínica, o se arribaba a ellos mediante cambios e innovaciones en
el pensamiento teórico, eran convertidos en consejos y preceptos para padres y
educadores, y llegaban a formar una parte integrante de los conceptos psicoanalíticos
para la crianza.
Finalmente, en la época actual, cuando las investigaciones analíticas se dirigen hacia los
acontecimientos iniciales del primer año de vida destacando su importancia, estos
insights específicos son traducidos en nuevas y, en algunos aspectos, revolucionarias
técnicas para el cuidado de los niños.
Por otra parte, no faltaron desilusiones y sorpresas. Fue algo inesperado comprobar que
hasta las informaciones sexuales mejor planteadas y formuladas con las palabras más
simples no eran inmediatamente aceptadas por los niños, y que se aferraban
persistentemente a lo que tuvimos que reconocer como sus propias teorías sexuales, en
las cuales se traduce la genitalidad adulta en los términos adecuados de oralidad,
analidad, violencia y mutilación. Igualmente inesperado resultó el hecho de que la
desaparición de los conflictos acerca de la masturbación tenían, además de sus
consecuencias beneficiosas, algunos efectos colaterales indeseables en la formación del
carácter, al eliminar problemas que, a pesar de sus aspectos patógenos, servían también
como campo de entrenamiento moral (Lampl de Groot, 1950). Sobre todo, librar al niño
de la ansiedad resultó una tarea imposible. Los padres dieron lo mejor de sí mismos
tratando de disminuir el temor que inspiraban a los hijos, para encontrarse con que lo
que estaban logrando era aumentar los sentimientos de culpabilidad de éstos, es decir, el
miedo exagerado del niño en relación con su propia conciencia. Por otra parte, cuando
se atenuaba la severidad del superyó, se producía en los niños la más profunda de todas
las ansiedades, es decir, la ansiedad de los seres humanos que se sienten sin protección
frente a la presión de sus instintos.
En sus escritos teóricos, los analistas tardaron cierto tiempo para llegar a la conclusión
de que la psicología psicoanalítíca (y especialmente la psicología psicoanalítíca del
niño) "no está limitada a lo que puede descubrirse mediante el empleo del método
psicoanalítico" (Heinz Hartmann, 1950 a). No fue así en el terreno práctico.
Inmediatamente después de la publicación de los Tres ensayos sobre una teoría sexual
(S. Freud, 1905), la primera generación de analistas comenzó a hacer observaciones e
informar sobre la conducta de sus pacientes en relación con detalles tales como la
sexualidad infantil, el complejo de castración y el de Edipo. Algunos maestros y
asistentes sociales (maestros jardineros, maestros de primaria y encargados de
delincuentes y criminales juveniles) trabajaban en este sentido en las décadas de 1920 y
1930, mucho antes de que estos estudios llegaran a abordarse en forma sistemática, tal
como aconteció después de la Segunda Guerra Mundial.
En los inicios del trabajo psicoanalítico y antes de la aplicación del análisis de niños,
existía una fuerte tendencia a mantener el carácter negativo y hostil de las relaciones
entre el análisis y las observaciones superficiales directas. Era aquélla la época del
descubrimiento del inconsciente y del desarrollo gradual del método psicoanalítico,
factores ambos que se encontraban íntimamente ligados entre sí. La tarea de los
pioneros analíticos consistía más en remarcar la diferencia entre la conducta observable
y los impulsos ocultos que en señalar las similitudes, y lo que es aun más importante, en
confirmar, ante todo, la existencia de esas motivaciones inconscientes ocultas. Todavía
más, este trabajo debía llevarse a cabo a pesar de la oposición de un público que se
negaba a aceptar la existencia de un inconsciente al cual la conciencia no tiene libre
acceso, o la posibilidad de que ciertos factores pueden influir en la mente sin que estén
expuestos a la observación. Los legos tendían a confundir las trabajosas interpretaciones
del material que se hacen durante el proceso analítico con una supuesta capacidad
sobrenatural para descubrir los más recónditos secretos de un desconocido por medio de
una simple mirada, creencia en la que persistían a pesar de todas las aseveraciones en
sentido contrario. El analista depende de su laborioso y lento método de observación, y
sin él no irá más allá que un bacteriólogo que, privado de su microscopio, pretende ver
los bacilos a simple vista.
Los psiquiatras clínicos olvidaban un poco las diferenciaciones, por ejemplo, entre la
manifiesta violación sexual de una niña por su padre psicótico y las tendencias
inconscientes latentes del complejo de Edipo, al referirse al primero y no al segundo
como un "hecho freudiano". En un recordado caso criminal, un juez llegó a utilizar la
ubicuidad de los deseos de muerte de los hijos en contra 'de sus padres como parte de la
acusación, sin tener en cuenta la existencia de las alteraciones mentales que pueden
convertir los impulsos inconscientes y reprimidos, en una intención consciente y
descargarse en acción. Los psicólogos académicos por su parte trataron de verificar o
negar la validez del complejo de Edipo por medio de investigaciones y cuestionarios, es
decir, utilizando métodos que por su misma naturaleza son incapaces de franquear las
barreras que median entre el consciente y el inconsciente y de llegar así a descubrir en
los adultos los residuos reprimidos de los impulsos emocionales de la infancia.
Siempre existieron analistas más dispuestos que otros a utilizar estos signos tal como se
manifiestan para arribar al contenido inconsciente. Incidentalmente esto los puede
limitar como terapeutas, ya que la facilidad con que interpretan tales indicadores suele
tentarlos a continuar su tratamiento sin una colaboración total del paciente y a tomar
atajos hacia el inconscíente ignorando las resistencias; en definitiva, aplicando un
procedimiento que se opone a la mejor tradición del psicoanálisis. Pero esta intuición
para lo inconsciente —que puede convertir a un correcto analista en un analista
"silvestre"— es el atributo más útil del observador analítico quien, valiéndose de ella,
puede utilizar manifestaciones superficiales, áridas y sin interés como material
significativo.
La imagen que manifiestan los niños y los adultos se hace aun más transparente para el
analista cuando extiende su atención desde el contenido del inconsciente y sus derivados
(impulsos, fantasías, imágenes, etcétera) hacia los métodos empleados por el yo para
mantenerlos alejados de la conciencia. Aunque estos mecanismos son automáticos y no
conscientes en sí mismos, los resultados que producen son manifiestos y fácilmente
accesibles para el observador.
En efecto, desde la época en que se escribió el pasaje arriba citado, muchas de estas
expectativas fueron confirmadas, sobre todo las pertenecientes a tipos de carácter oral y
uretral, y especialmente aquéllas relacionadas con los niños. Si un pequeño exhibe fallas
tales como insaciabilidad, voracidad, avidez, apegamiento, es exigente y egoísta en sus'
relaciones objétales, desarrolla temores de ser envenenado, siente repulsa hacia ciertos
alimentos, etc., resulta obvio que el punto crítico en su desarrollo y que amenaza a su
progreso, es decir, su punto de fijación, yace en la fase oral. Si exhibe vehementes
ambiciones asociadas con una conducta impulsiva, el punto de fijación debe ser
localizado en la zona uretral. En todos estos casos, los lazos entre el contenido
reprimido del ello y las estructuras manifiestas del yo son tan fijos e inmutables que una
simple ojeada de la superficie es suficiente para permitir al analista llegar a
conclusiones relacionadas con los hechos y actos presentes o pasados en los, de otro
modo, ocultos repliegues de la mente.
A través de los años surgió "mía creciente concientización apreciativa sobre el valor que
la función de los signos y de las señales de la conducta pueden tener para el observador"
(Hártmann, 1950a). Como un derivado del análisis infantil, muchas de las acciones y
preocupaciones propias del niño se tornaron comprensibles, de tal manera que, cuando
se observan, puede descifrarse la contraparte inconsciente de la cual se derivaron. La
claridad de las formaciones reactivas ha estimulado a los especialistas analíticos a
buscar elementos complementarios que tienen, igualmente, relaciones fijas inalterables
con impulsos específicos del ello y sus derivados.
Tomando una vez más como punto de partida el hecho de que la tendencia al orden, a la
exactitud, a la puntualidad, a la limpieza y la falta de agresividad son indicaciones
manifiestas de pasados conflictos con las tendencias anales, es posible señalar
indicadores de conflictos similares en la fase fálica. Estos son la timidez y la modestia,
que representan formaciones reactivas y como tales son una reversión completa de las
tendencias exhibicionistas previas; existe además una conducta descripta comúnmente
como bufonada o payasada, que en los análisis se ha revelado como una distorsión del
exhibicionismo fálico, que muestra el desplazamiento de un aspecto positivo del
individuo hacia alguno de sus defectos. La exagerada masculinidad y la agresión
ruidosa son sobrecompensaciones que delatan al temor subyacente de la castración. Las
quejas de maltrato y discriminación representan una clara defensa contra los deseos y
fantasías propias del carácter pasivo. Cuando el niño se queja de un excesivo
aburrimiento, podemos estar seguros que ha reprimido enérgicamente las fantasías
masturbatorias e incluso la masturbación misma.
La observación de las actividades infantiles típicas durante los juegos también permite
recoger información en cuanto a su mundo interno. Las conocidas ocupaciones
sublimadas de pintar, modelar y jugar con agua y arena señalan que el punto de fijación
está ubicado hacia las zonas anal y uretral. El desarmado de los juguetes para tratar de
ver lo que tienen adentro delata la curiosidad sexual. Es incluso significativa la manera
en que el infante juega con sus trenes: sea que su mayor placer se derive de escenificar
choques (como símbolo de las relaciones sexuales de los padres), o cuando se concentra
preferentemente en la construcción de túneles y vías subterráneas (expresando de este
modo su interés por el interior del cuerpo humano); sea que sus automóviles y ómnibus
tienen que transportar grandes cargas (como un símbolo del embarazo de la madre),
como cuando la velocidad y el funcionamiento adecuado son su mayor interés
(símbolos de la eficiencia fálica).
La posición favorita del niño en la cancha de fútbol indica sus particulares relaciones
con los otros niños en el lenguaje simbólico del ataque, la defensa, la habilidad o
incapacidad para competir, para desempeñarse con éxito, para adoptar un rol masculino,
etc. La locura par los caballos de algunas niñas señala sus deseos autoeróticos
primitivos (si su placer se encuentra circunscripto al movimiento rítmico sobre el
caballo); a su identificación con la tarea protectora de la .madre (si lo que disfruta
especialmente es el atender al bienestar del caballo); a su envidia del pene (si se
identifica con el grande y poderoso animal y lo trata como si fuera una parte de su
propio cuerpo); a sublimaciones fálicas (si su ambición consiste en dominar al caballo,
en exhibir sus habilidades al montarlo, etcétera).
La conducta de los niños con respecto a la comida revela mucho más al observador
entrenado que una simple "fijación en la fase oral", con la que se relaciona comúnmente
a la mayoría de los displaceres ante ciertos alimentos y en la cual el apetito exagerado
hasta la gula es la manifestación que más obviamente la representa. Examinando en
detalle la conducta infantil son notorios también otros elementos igualmente
significativos. Sobre todo, dado que los desarreglos con respecto a la alimentación son
trastornos del desarrollo relacionados con fases particulares y con los niveles de
desarrollo del ello y del yo, su observación y discriminación detallada llena a la
perfección el cometido como señal. indicadora de los desniveles de la conducta.
Aún quedan por analizar las manifestaciones dentro del área de la vestimenta, de la que
se puede extraer valiosa orientación. Es bien sabido que el exhibicionismo puede
trasladarse del cuerpo hacia las ropas, apareciendo superficialmente como una actitud
vanidosa. Si está reprimida, la reacción es opuesta y se manifiesta como negligencia en
el vestir. Una sensibilidad exagerada con respecto al material para vestimenta que es
rígido y "pincha" indica un erotismo reprimido de la piel. En las niñas, el disgusto ante
su anatomía se revela por la manera con que evitan las ropas femeninas, los volados, los
adornos, o si no, como lo opuesto: un deseo excesivo por ropas ostentosas y caras.
De hecho, existe tal cantidad de datos relacionados con la conducta que pueden
utilizarse provechosamente, que los analistas de niños deben evitar la confusión que
determinan. Por un lado este tipo de deducciones no son aptas para su empleo
terapéutico o, para expresarlo con mayor claridad, son inútiles desde el punto de vista
terapéutico. Fundamentar con ellas las interpretaciones simbólicas, equivaldría a ignorar
las defensas del yo contrapuestas a los contenidos inconscientes; esto significa
incrementar las ansiedades del paciente y endurecer sus resistencias, para cometer en
corto término el error técnico de omitir la interpretación analítica propiamente dicha.
El yo bajo observación
Dentro de los campos estudiados y con el solo empleo de los métodos descriptos
anteriormente, el observador directo se encuentra en notoria desventaja comparado con
el analista, pero con la inclusión de la psicología del yo en la tarea psicoanalítica su
situación mejora decisivamente. Por cuanto el yo y el superyó son estructuras
conscientes e inequívocas, la observación superficial se convierte en un instrumento de
exploración idóneo que colabora en la investigación de lo profundo.
Aun más, en lo que respecta a las funciones del yo, el analista logra similares
satisfacciones de las observaciones que realiza tanto dentro como fuera de la situación
analítica. Por ejemplo, el control del yo sobre las funciones motrices y el desarrollo del
lenguaje por parte del niño, pueden evaluarse a través de la simple observación
superficial. La memoria se mide por medio de tests en cuanto a su eficiencia y
extensión, mientras que se requiere la investigación analítica para medir su dependencia
del principio del placer (para recordar lo placentero y olvidar lo desagradable). La
integridad o las deficiencias de la prueba de la realidad se revelan en la conducta. La
función de síntesis, por otra parte, no es aparente y su daño debe determinarse mediante
el análisis, excepto en los casos de fallas graves y notorias.
También existen otras áreas, en donde la observación directa, los estudios longitudinales
y el análisis de niños trabajan en estrecha colaboración. Puede obtenerse una mayor
cantidad de información si los cuidadosos registros de la conducta en la época infantil
se comparan posteriormente con los resultados de la observación analítica del antiguo
bebé, ahora infante; o si el análisis del niño pequeño sirve como introducción para un
estudio longitudinal detallado de la conducta manifiesta. Constituye otra ventaja el
hecho de que en tales experimentos la aplicación de los dos métodos —el analítico en
oposición al de la observación directa— sirve para determinar su necesaria
evaluación.
II
Aunque las diferencias entre el análisis de niños (Todo lo que en esta obra expongo
acerca del análisis de niños, se refiere solamente al método con. el cual estoy
relacionada y no a ninguna otra técnica, teoría o variedad derivada de aquél.) y el de
adultos se hicieron notorias de manera gradual, los analistas de niños no se apresuraron
a proclamar su independencia de los procedimientos técnicos clásicos. Por el contrario,
la tendencia definida que se seguía, normalmente, consistía en enfatizar la similitud o
cuasi-identidad de los dos procesos.
Era casi una cuestión de prestigio para los analistas que también administraban
tratamiento a los niños, sostener que los principios terapéuticos eran idénticos a los que
se utilizaban en el análisis de adultos. Referidos al análisis de niños, estos principios
involucraban:
Con la técnica del análisis de niños gobernada por estas consideraciones, los
profesionales podían sentirse satisfechos de que no hubiera mejor definición para sus
actos que la empleada en el análisis clásico: analizar las resistencias del yo antes que el
contenido del ello, permitiendo el libre movimiento entre el ello y el yo de la labor de
interpretación a medida que se va obteniendo el material; accionar desde la superficie
hacia lo profundo; ofrecerse como objeto de transferencia para la revivificación e
interpretación de fantasías y actitudes in- conscientes; analizar, en la medida de lo
posible, los impulsos en estado de frustración, evitando así que sean actuados y
satisfechos; esperar que disminuya la tensión no a través de una catarsis sino mediante
el material que surge desde el nivel de funcionamiento de los procesos primarios hasta
los procesos secundarios del pensamiento; en suma, vertiendo el contenido del ello en el
contenido del yo.
LAS TENDENCIAS CURATIVAS
Aun si el análisis de niños fuera idéntico al de adultos en relación con los principios que
regulan el manejo de la situación, ambos permanecen distintos en lo que concierne a
otras condiciones terapéuticas básicas. De acuerdo con una feliz formulación de E.
Bibring (1937), el psicoanálisis de adultos debe su buen resultado terapéutico a la
liberación de ciertas fuerzas que normalmente están presentes dentro de la estructura de
la personalidad y que actúan espontáneamente para lograr la curación. Estas "tendencias
curativas", como las denomina ese autor, se activan bajo la influencia del tratamiento en
beneficio del análisis, y están representadas por las apetencias innatas del paciente,
tendientes a completar su desarrollo, a obtener satisfacción de los impulsos y a repetir
experiencias emocionales; por su preferencia hacia la normalidad; por su capacidad para
asimilar e integrar experiencias y por proyectar en los objetos parte de su propia
personalidad.
Es precisamente en todos estos aspectos que los niños difieren de los adultos, y estas
diferencias afectan necesariamente a las reacciones terapéuticas que experimentan los
dos tipos tratados. El paciente neurótico adulto anhela aquella normalidad que le ofrece
posibilidades de placer sexual y de éxitos profesionales, mientras que para el niño "la
curación" no le causa placer ya que presupone adaptarse a una realidad desagradable,
renunciar a una inmediata realización de sus deseos y a las gratificaciones secundarias.
Las tendencias del adulto a repetir experiencias emocionales, que son importantes para
el establecimiento de la transferencia, se complican en el niño por su marcado interés en
experiencias nuevas y en nuevas relaciones objétales. Los procesos de asimilación e
integración, de gran utilidad durante la fase de elaboración, son neutralizados en el niño
por el énfasis puesto por la "adecuación del yo" sobre mecanismos opuestos tales como
la negación, proyección, aislamiento y desdoblamiento del yo. La apetencia de gratificar
el impulso —que explica las periódicas oleadas provenientes del ello y que es
indispensable para la producción de material en general— es tan pronunciada en el niño
que se convierte en un obstáculo y no en una ventaja, durante su análisis. En efecto, el
psicoanálisis de niños recibiría poca ayuda por parte de las fuerzas curativas, si no fuera
por una excepción que restaura el equilibrio. Por definición y debido a los procesos de
maduración, la apetencia por completar el desarrollo es muchísimo más marcada
durante la inmadurez que en ninguna otra etapa posterior de la vida. En el adulto
neurótico, la libido y la agresión, simultáneamente con las contracatexis oponentes,
están atrapadas en su sintomatologia; la energía instintiva nueva, tan pronto como se
produce, es forzada en la misma dirección. Por el contrario, la incompleta personalidad
del niño permanece en un estado de fluidez. Los síntomas que sirven para solucionar
conflictos en un determinado nivel de desarrollo, resultan completamente inútiles en la
fase siguiente y son abandonados. Las energías libidinal y agresiva están en continuo
movimiento y más fácilmente dispuestas que en los adultos, a circular a través de los
nuevos canales abiertos por la terapia analítica. Así, donde la patología no es demasiado
severa, el analista de niños con frecuencia se pregunta, después de la satisfactoria
terminación de un tratamiento, hasta qué punto la mejoría es el resultado de las medidas
terapéuticas o en qué medida se debe a los procesos de maduración y a los progresos
espontáneos del desarrollo.
TÉCNICA
Comparados con problemas tan esenciales, las discutidas diferencias técnicas entre el
análisis de adultos y el de niños aparecen casi como de importancia secundaria. Es de
esperarse que debido a su inmadurez, los niños no posean muchas de las cualidades y
actitudes que en los adultos se consideran indispensables para emplear el tratamiento
psicoanalítico: que carezcan de insight con respecto a sus anormalidades; que por
consiguiente no experimenten el mismo deseo de curarse ni idéntico tipo de alianza
terapéutica; que habitualmente su yo esté del lado de sus resistencias; que no decidan
por sí mismos para iniciar, continuar o completar el tratamiento; que su relación con el
analista no sea exclusiva, sino que incluya a los padres, quienes deben sustituir o
complementar el yo y superyó del niño en varios aspectos. Toda descripción del análisis
de niños es aproximadamente sinónimo de los esfuerzos necesarios para vencer y
neutralizar estas dificultades.
En mi opinión, no hemos encontrado a través de los años una solución para remediar
este problema. Los juegos con juguetes, el dibujo, la pintura, la puesta en escena de
juegos fantásticos y la actuación en la transferencia han sido aceptados en reemplazo de
las asociaciones libres y, faute de mieux, los analistas de niños han tratado de
convencerse de que constituyen sustitutos válidos. En realidad esto no es cierto. Una de
las desventajas consiste en que algunos de estos sustitutos elaboran principalmente
material simbólico, cuya interpretación introduce en el análisis de niños elementos de
duda, de incertidumbre y de arbitrariedad. Otra desventaja consiste en que bajo la
influencia de la presión del inconsciente el niño actúa en vez de verbalizar, lo que
infortunadamente limita la situación analítica. Mientras que la libertad de asociación
verbal es ilimitada siempre que esté restringida la motricidad, este principio no es válido
cuando se producen ciertas acciones motrices dentro o fuera de la transferencia. Cuando
el niño pone en peligro su propia seguridad o la del analista o causa daños importantes a
la propiedad, o trata de seducir o forzar la seducción, el analista no puede evitar su
interferencia, a pesar de su paciencia extrema y de sus mejores intenciones y aun
cuando sabe que podría recoger mucho material de naturaleza vital a través de esa
conducta infantil. Las palabras, los pensamientos y las fantasías, ,al igual que los
sueños, no influyen de manera directa en la vida real, pero no sucede lo mismo con las
acciones. Tampoco ayudará prometer a los pequeños pacientes que podrán liberarse de
todas las restricciones durante la sesión analítica y, para hablar con la licencia que se
concede en el análisis de adultos, "que harán lo que quieran". El niño pronto convencerá
al analista de que esa libertad no es factible y que no se puede mantener una promesa de
ese tipo.
Otra diferencia entre las dos técnicas surge por sí sola, diferencia a la cual no se le ha
prestado mucha atención. Mientras que las asociaciones libres parecen liberar las
fantasías sexuales, la libertad de acción —aun relativa— actúa de manera similar con
respecto a las tendencias agresivas. Los niños fundamentalmente realizan el acting out
en la transferencia y, por consiguiente, la agresión o el aspecto agresivo de sus
tendencias pregenitales, que los lleva a agredir, golpear, patear, escupir y provocar al
analista. Técnicamente esto crea dificultades, dado que una parte del valioso tiempo del
tratamiento debe dedicarse a controlar la agresión desencadenada por la tolerancia
analítica inicial. Teóricamente esta relación entre el acting out y la agresión puede
originar una idea errónea acerca de la proporción entre la libido y la agresión infantiles.
Es un hecho indiscutible, por supuesto, que este acting out que no es interpretado o cuya
interpretación no se acepta, no resulta beneficioso. A pesar de que es una expresión
infantil normal, no conduce a un insight o a cambios internos, aunque el criterio
opuesto, remanente del período catártico del psicoanálisis, haya persistido en el análisis
de niños en varios países, mucho tiempo después de haber sido abandonado en el
análisis de adultos.
Interpretación y verbalización
La diferencia entre las dos técnicas no reside entonces en el objetivo, sino en el tipo de
material que se debe interpretar. En los adultos, el material para analizar ha estado
durante largos períodos bajo los efectos de la represión secundaria, es decir, que se
deben derribar las defensas contra los derivados del ello, que se expulsaron de la
conciencia en un determinado momento. Solamente entonces avanza hacia la
interpretación de los elementos que se hallan bajo represión primaria, que son
preverbales, que nunca han formado parte del yo organizado y que no pueden
"recordarse" sino solamente revivirse dentro de la transferencia. Aunque este
procedimiento es idéntico para niños mayores, difiere en los más pequeños en quienes
la proporción entre los elementos del primero y segundo tipos, y también el orden de su
aparición, se encuentra invertida.
Resistencias
Con respecto a la resistencia, resultaron fallidas las esperanzas iniciales de que la tarea
del analista sería fácil. El inconsciente del niño no probó estar menos estrictamente
separado de lo consciente que el de los adultos. No se logra con más facilidad la oleada
de derivados del ello hacia la superficie y hacia la sesión analítica. Por el contrario, las
fuerzas que se oponen al. Análisis son quizá mayores en los niños que en los adultos.
Los niños comparten estas legítimas resistencias con el adulto, algunas de ellas
intensificadas, modificadas y exageradas, y agregan además las dificultades y
obstáculos específicos de las situaciones interna y externa de un individuo en desarrollo.
Se debe tener en cuenta:
1. Que el niño no recurre al análisis por propia voluntad ni suscribe el contrato con el
analista, y por lo tanto tampoco se siente obligado a aceptar sus reglas.
2. Que el niño no formula criterios sobre ninguna situación, y entonces la molestia, la
tensión y la ansiedad provocadas por el tratamiento pesan más en su mente que la idea
de un provecho futuro.
3. Que siendo normal para su edad, prefiere actuar y como resultado el "acting out"
domina el análisis, excepto cuando se trata de niños obsesivos.
4. Que el equilibrio del yo inmaduro es inestable entre las presiones internas y externas
y entonces el niño se siente más amenazado por el análisis que el adulto y mantiene sus
defensas con mayor rigidez. Este criterio se aplica a la niñez en general pero se
experimenta con mayor intensidad al comienzo de la adolescencia. Para detener el
aumento de los impulsos de la cercana adolescencia, el adolescente refuerza sus
defensas y por consiguiente su resistencia al análisis.
5. Que durante el curso de la niñez los métodos más primitivos de defensa continúan
junto a los más elaborados, por lo que la resistencia del yo está aumentada en
comparación con el adulto.
6. Que habitualmente el yo del niño se une a sus resistencias, y así tiende a desertar del
análisis, sobre todo en aquellas etapas en que aumentan las presiones desde el material
inconsciente o por transferencia negativa intensa, y lo lograría si no fuera por la
decisión y el apoyo de los padres.
8. Que todos los niños tienden a externalizar los conflictos internos en batallas con el
ambiente, y por ello prefieren las soluciones ambientales a los cambios internos.
Cuando esta defensa predomina, el niño manifiesta una renuencia absoluta a someterse
al análisis, actitud que a menudo se confunde con una "transferencia negativa" y que
(sin éxito) es interpretado como tal.
Considero que este último criterio acerca de la transferencia está basado en tres
presunciones:
b) que todos los niveles de las relaciones objétales son igualmente accesibles a la
interpretación, a los que puede modificar hasta idéntica medida;
c) que la única función de las figuras ambientales es la de recibir las catexis libidinales y
agresivas.
Al examinar estas presunciones a la luz de la experiencia del analista de niños, quizá
puedan aclarar a su debido tiempo su importancia en los adultos.
En el análisis de niños más que en el de adultos resulta obvio que la persona del analista
es utilizada de diversas maneras por el paciente.
Este elemento del "objeto nuevo", es decir, de actitudes hacia el analista que no son el
resultado de transferencias, también se observa en el análisis de adultos y es útil
destacarlas. Pero la necesidad de experiencias nuevas en el individuo maduro no es tan
central ni tan poderosa como en el niño. Cuando esta necesidad es parte integrante de
su' relación con el analista, por lo general está al servicio de la función de resistencia.
En relación con la transferencia propiamente dicha y durante el curso del análisis los
niños, al igual que los adultos, repiten y escenifican alrededor de la persona del analista
por medio de la regresión, sus relaciones objétales provenientes de todos los niveles de
su desarrollo. El narcisismo, la fase de la unidad biológica con la madre, de la
satisfacción de las necesidades, de la constancia objetal, de la ambivalencia, las fases
oral, anal y fálico-edípica, todas contribuyen con elementos que forman parte de la
situación de tratamiento en un momento determinado, a menudo en un orden invertido,
pero también de acuerdo con el tipo de trastorno, es decir, con la profundidad de la
regresión en que el niño se encuentra al comenzar el tratamiento. Además de suministrar
información con respecto a los niveles o fases que han tenido un papel importante en la
patogénesis individual, cada una de las diversas tendencias transferidas colorea la
situación analítica de una manera especial. La autosuficiencia narcisista se manifiesta
bajo la forma de una separación del mundo de los objetos, incluido el analista, es decir,
como una barrera opuesta al esfuerzo analítico. Las actitudes simbióticas reaparecen
como el deseo de una completa e ininterrumpida unión con el analista; en los adultos
esto se expresa a menudo con el deseo de ser hipnotizado. La re-emergencia de la
dependencia anaclítica constituye una dificultad de carácter especial durante el análisis,
y se disfraza con el deseo de ser ayudado, pero hace recaer toda la responsabilidad de
esa ayuda en la persona del analista. El paciente (niño o adulto) por su parte, está pronto
a interrumpir la relación emocional con el analista cuando éste le impone esfuerzos y
sacrificios. El retorno a las actitudes orales reemplaza las exigencias del paciente frente
al analista, tanto como el descontento por todo lo que éste le ofrece (en el niño, con
respecto al material para el juego, etc.; en el adulto, con respecto a la atención que se le
brinda); la transferencia de las tendencias anales es la responsable de la obstinación del
paciente, la retención del material, las provocaciones, la hostilidad y los ataques sádicos
que dificultan la tarea del analista, no con las asociaciones libres del adulto pero sí con
el acting out de los pequeños. La necesidad de ser amado y el temor a la pérdida del
objeto también se transfieren bajo la manifestación de una sugestibilidad y
complacencia hacia el analista; a pesar de su apariencia superficial positiva, el analista
teme a ambas tendencias, y este temor es justificado pues son responsables de las falsas
mejorías transferenciales. En suma, la pregenitalidad y las tendencias preedípicas
introducen en la relación de transferencia una gama completa de elementos cuasi
"resistentes" y negativos. Por otro lado están los elementos beneficiosos que aportan la
aparición de transferencias de la constancia objetal y las actitudes que pertenecen al
complejo de Edipo positivo y negativo, coordinados con el logro alcanzado por el yo de
auto observación, insight y funcionamiento de los procesos secundarios. Todo esto
consolida la alianza terapéutica con el analista, ayudándola a soportar las vicisitudes del
tratamiento.
Para el analista de niños, esta situación explica algunas de las dificultades técnicas que
se presentan con los más pequeños antes de que hayan alcanzado el nivel fálico-edípico,
y con los mayores cuyo desarrollo se ha detenido (en contraste con las regresiones) en
uno de los niveles preedípicos. Ninguno de estos niños responderá a un método basado
en la cooperación voluntaria con el analista, es decir, actitudes que aún no han adquirido
y, por lo tanto, determinan para su beneficio la introducción de modificaciones en la
técnica. En este aspecto mucho se ha aprendido del tratamiento de los niños que han
soportado intensas privaciones, que han carecido de hogar y del cariño maternal y de los
que han estado confinados en los campos de concentración. Los pacientes que no
alcanzaron nunca la constancia objetal en sus relaciones demostraron ser in- capaces de
establecer alianzas firmes y perdurables en la transferencia con sus analistas (véase
Edith Ludowyk Gyomroi, 1963).
Obviamente, nada de esto es útil para el analista de niños, quien se enfrenta con la
dependencia mientras es un proceso activo. A él le corresponde la evaluación de los
distintos grados de influencia que puede ejercer sobre su paciente en lo que respecta al
nivel de su desarrollo, a la etiopatogenia y al tratamiento.
Con respecto al nivel de desarrollo del paciente, es decir, los pasos dados para alcanzar
su individualidad, es necesario que el analista se informe sobre cuáles son los aspectos
vitales en que el niño depende de los padres y hasta qué punto los ha superado.
Podemos evaluar aproximadamente si el estado de su dependencia, o independencia,
está en relación con su edad cronológica a través de los siguientes servicios que el niño
requiere consecutivamente de sus padres:
— para la unión narcisista con una figura materna a una edad en que no puede
distinguirse a sí mismo del medio;
— como figuras en el mundo externo a las que puede vincular su libado narcisista
inicial y donde ésta puede convertirse en libido objetal;
— para proveer los patrones de identificación que el niño necesita para la construcción
de una estructura independiente.
Muchas madres realmente trasvasan sus síntomas a sus pequeños y luego los
escenifican conjuntamente a la manera de una folie á deux (véase Dorothy Burlingham
y otros, 1955).
En todos los casos mencionados, las consecuencias patológicas para el niño son más
pronunciadas cuando los padres expresan su relación anormal con éste por medio de
acciones en lugar de fantasías. Cuando esto sucede, sólo el tratamiento simultáneo de
los padres es capaz de aflojar suficientemente la tensión entre ellos, actuando como una
medida terapéutica para el niño.
Respecto de la conducción del tratamiento, está bien justificada la envidia del analista
de niños porque sus colegas que tratan adultos pueden establecer una relación de
persona a persona. En el análisis de niños, el comienzo, la continuación y la posibilidad
de terminación del tratamiento depende no del yo del paciente sino de la comprensión e
insight de los padres. En este sentido, la tarea de los padres consiste en ayudar al yo del
niño a vencer las resistencias y los períodos de transferencia negativa sin que descuiden
las sesiones del análisis de su niño. El analista se verá imposibilitado de cumplir con su
tarea si los padres apoyan las resistencias del pequeño. En los períodos de transferencia
positiva los padres a menudo agravan el conflicto de lealtad que invariablemente padece
el niño con respecto al analista y sus progenitores.
Las técnicas del analista de niños en cuanto a la manera de tratar con los padres varían
ampliamente desde excluirlos por completo de la intimidad del tratamiento, mantenerlos
informados, permitirles participar en las sesiones (en los casos de niños muy pequeños),
tratarlos o analizarlos de modo simultáneo aunque separadamente del hijo, hasta llegar
al extremo opuesto de tratarlos a ellos solos debido a los trastornos del niño, en vez de
analizar a éste.
La constante relación con la dependencia emocional del niño respecto de sus padres
tiene consecuencias trascendentales para las perspectivas teóricas de su analista.
Para el analista de niños, por otra parte, todas las indicaciones señalan la dirección
opuesta, atestiguando sobre la poderosa influencia del ambiente. En el tratamiento,
especialmente los más pequeños revelan hasta qué punto se encuentran dominados por
el mundo objetal, es decir, la medida en que el ambiente llega a influir para determinar
su conducta y su patología, tales como las actitudes protectoras o de rechazo, cariñosas
o indiferentes, críticas o de admiración de los padres, así como la armonía o la discordia
en la vida matrimonial delos progenitores. El juego simbólico del niño durante la sesión
analítica no comunica sólo sus fantasías internas; también es su forma simultánea de
comunicar los hechos familiares habituales, como las relaciones sexuales entre los
padres, sus desacuerdos y peleas, sus actos frustrantes o que provocan ansiedad, sus
anormalidades y expresiones patológicas. El analista de niños que toma en cuenta sólo
el mundo interno de su paciente corre el riesgo de fracasar al interpretar en las
comunicaciones del pequeño, la actividad relacionada con sus circunstancias
ambientales, que en esa etapa vital es igualmente importante. (Sus "gestos
testificantes" de acuerdo con el término introducido por Augusta Bonnard. También
en el análisis de niños mayores donde las palabras reemplazan al juego simbólico,
son los hechos externos habituales los que a menudo dominan el material. Pero este
uso de la realidad externa tiene en la mayoría de los casos carácter defensivo y sirve a
los propósitos de una cantidad de resistencias.)
Pero a pesar de que las pruebas acumuladas evidencian que las circunstancias
ambientales desfavorables desembocan en resultados patológicos, nada debería
convencer al analista de niños de que las modificaciones de la realidad externa pueden
lograr la curación, con excepción quizá cuando se trate de pacientes que cursan los
períodos más tempranos de la infancia. Esta creencia significaría que los factores
externos por sí mismos pueden ser agentes patógenos y que podría desestimarse su
interacción con los factores internos. Esta consideración es opuesta a la experiencia del
analista. Todas las investigaciones psicoanalíticas demuestran que los factores
patogénicos actúan desde ambos lados y que una vez entremezclados, los procesos
patológicos impregnan la estructura de la personalidad y sólo pueden extraerse por
medio de las medidas terapéuticas que tienen efecto sobre la estructura.
Mientras que los analistas de adultos deben recordarse a sí mismos las causas externas
frustrantes que precipitaron los trastornos del paciente, para no encandilarse con las
fuerzas del mundo interior, el analista de niños ha de recordar que los factores nocivos
externos que pueblan su criterio, adquieren significación patológica cuando interactúan
con la disposición innata y adquirida y con las actitudes internalizadas de naturaleza
libidinal y yoica.
A pesar de sus convicciones teóricas, los analistas de niños están siempre tentados a
explorar la extensión en que actúa la ecuación etiológica, es decir, a probar si existen
límites cuantitativos más allá de los cuales la influencia patógena puede considerarse
unilateral. Estas investigaciones pueden llevarse a cabo si se seleccionan para el análisis
niños situados en los dos extremos de la escala etiológica, es decir, aquellos en quienes
el daño determinado por el factor congénito o el ambiental es de carácter masivo. Los
individuos que pertenecen al primer grupo manifiestan importantes contraindicaciones
innatas para el desarrollo normal, tales como severas carencias de naturaleza física o
sensorial (ceguera, sordera, deformaciones, etc.); los que integran el otro grupo son
niños severamente traumatizados, con padres psicóticos, huérfanos o criados en
instituciones, es decir aquellos cuyas condiciones complejas externas para su desarrollo
normal no existieron. Pero hasta ahora, el material obtenido de estos casos tampoco
ofrece un cuadro clínico que haya sido determinado por un solo tipo de factores.
Aunque ciertas formaciones patológicas son inevitables cuando las influencias
patogénicas tanto internas como externas alcanzan tal magnitud, su variedad y las
detalladas características de las personalidades infantiles dependen, como en los casos
menos graves, de la interacción entre los dos factores, es decir, de la manera en que
reacciona una constitución particular frente a determinada serie de circunstancias
externas.
III
Para el analista de niños, la reconstrucción del pasado del paciente o el rastreo de los
síntomas hasta sus orígenes en los primeros años de vida constituye una tarea muy
diferente de la detección de los agentes patógenos antes de que éstos hayan comenzado
su tarea nociva; de la evaluación del grado de progreso normal de un niño pequeño; del
pronóstico de su desarrollo; de interferir con el tratamiento del niño; de guiar a los
padres; o en general de prevenir las neurosis, las psicosis y la asocialidad. Mientras que
el entrenamiento reconocido para la terapia psicoanalítica prepara al analista de niños
para llevar a cabo las primeras tareas señaladas, aún no se ha preparado un plan de
estudios oficial para que logre cumplir todas las demás.
Como ya lo he indicado desde hace varios años (1945) se puede evaluar el grado de
desarrollo y las necesarias indicaciones terapéuticas en el niño a través del escrutinio,
por un lado, de los impulsos libidinales y agresivos, y por el otro, del yo y del superyó
de la personalidad infantil por medio de signos que indiquen, según la adaptación del
yo, su precocidad o su retardo. Con la secuencia de las fases de la libido y una lista de
las funciones del yo en el trasfondo de su mente, esta tarea no es en modo alguno
imposible ni siquiera difícil de realizar para el analista de niños. Pero las indicaciones
que así se obtienen son más útiles para establecer el diagnóstico y para revelar el pasado
que para decidir las cuestiones relativas a lo normal o las perspectivas futuras, y
demuestran de manera satisfactoria las formaciones y soluciones de compromiso que se
han logrado en la personalidad del paciente; pero no incluyen señales de cuáles son las
oportunidades que existen para mantener, mejorar o disminuir su nivel de rendimiento.
Los analistas, en la medida en que se los considera expertos en niños, deben enfrentar
una multitud de interrogantes que el público les plantea, acerca de la crianza de los
niños y de las decisiones que los padres deben tomar en relación con la vida de sus hijos
y que pueden resultarles conflictivas. El hecho de que las consultas se refieren a
situaciones de la vida diaria no es razón para delegar las respuestas en quienes carecen
de entrenamiento analítico y se ocupan habitualmente de la vida mental normal (tales
como los mismos padres, los pediatras, las enfermeras, las maestras jardineras, las
maestras, los funcionarios de bienestar social, las autoridades educacionales, etc.). En
efecto, los interrogantes planteados circunscriben precisamente aquellos campos en que
pueden aplicarse con gran provecho las teorías psicoanalíticas desde el punto de vista
preventivo. Los siguientes constituyen algunos ejemplos.
Frente a cualquiera de estas preguntas, aun las que en apariencia son más simples, la
reacción del analista tiene un doble carácter. Como resulta obvio, no basta con señalar
que no existen respuestas generales aplicables para todos los niños, sino solamente
respuestas particulares que se adaptan a un niño específico; ni tampoco que no pueden
basarse tales respuestas en la edad cronológica, dado que los niños difieren tanto en la
rapidez de su crecimiento emocional y social como en el momento en que empiezan a
sentarse, caminar, hablar, etc., y en sus edades mentales; o incluso que no es suficiente
evaluar el nivel del desarrollo del niño cuya conducta es consultada.
Consideraciones de este tipo constituyen sólo una parte de su tarea y quizá sea la más
simple. La otra parte, no menos esencial, consiste en la evaluación del significado
psicológico de la experiencia o de las exigencias a las que los padres intentan someter al
niño.
Mientras los padres consideran sus planes a la luz de la razón, la lógica y las
necesidades prácticas, el niño los experimenta según su realidad psíquica, es decir de
acuerdo con los complejos, afectos, ansiedades y fantasías que esos mismos planes
originan y que corresponden a las distintas fases de su desarrollo. La tarea del analista
consiste, por consiguiente, en señalar a los padres las discrepancias que existen entre la
interpretación del adulto y la que hace el niño de estos hechos, explicándoles las formas
y niveles específicos de funcionamiento que son característicos de la mentalidad
infantil.
Existen varios campos en la mente del niño de los que parecen derivarse estos
"malentendidos" de las acciones adultas.
Ante todo, el punto de vista "egocentrista" que gobierna las relaciones del infante con el
mundo de los objetos. Antes de que haya sido alcanzada la fase de la constancia objetal,
el objeto, es decir la persona que cumple las funciones de madre, no es percibido por el
niño como poseedor de una existencia independiente y propia, sino sólo en relación con
el papel que tiene asignado dentro del esquema de las necesidades y deseos del niño. En
consecuencia, todo lo que sucede en el objeto, o al objeto, se interpreta desde el punto
de vista de la satisfacción o frustración de estos deseos. Las preocupaciones de la
madre, su interés por otros miembros de la familia, por el trabajo u otras cosas, sus
depresiones, enfermedades, ausencias, incluso su muerte, son transformadas en
experiencias de rechazo y deserción. Por la misma razón, el nacimiento de un hermano
se interpreta como una infidelidad por parte de los padres, como una expresión de la
falta de satisfacción y la crítica de sus padres hacia su propia persona; en resumen,
como un acto hostil al cual el niño responde a su vez con hostilidad y desilusión que se
expresa a través de exigencias o en un retraimiento emocional con sus consecuencias
negativas.
Existe en segundo lugar la inmadurez del aparato sexual infantil que no le deja al niño
alternativa, sino que lo fuerza a traducir los hechos genitales adultos en pregenitales.
Esto explica la razón de que las relaciones sexuales entre los padres se interpreten como
escenas brutales de violencia y conduce a todas las dificultades que resultan de la
identificación con la supuesta víctima o el supuesto agresor, que se revelan
posteriormente en la incertidumbre con respecto a su propia identidad sexual. Ello
explica también, como lo sabemos desde hace mucho tiempo, el fracaso relativo y la
desilusión de los padres con respecto a la información sexual de los hijos. En lugar de
aceptar los hechos sexuales de la manera razonable con que se les explica, el niño no
puede evitar traducirlos en términos que concuerdan con su experiencia, es decir,
convertirlos en las llamadas "teorías sexuales infantiles" de inseminación a través de la
boca (como en los cuentos), el nacimiento a través del año, la castración de la mujer
durante las relaciones sexuales, etcétera.
En tercer lugar, están todas aquellas circunstancias en donde la falta de comprensión por
parte del niño está basada no en su carencia absoluta de razonamiento, sino más bien en
la relativa debilidad de los procesos secundarios del pensamiento cuando se comparan
con la intensidad de los impulsos y las fantasías. Un niño pequeño, después del segundo
año de vida, puede entender muy bien, por ejemplo, la importancia de los hechos
médicos, reconocer el rol beneficioso del médico o del cirujano, la necesidad de tomar
las medicinas al margen de su sabor desagradable, de respetar ciertos regímenes
dietéticos o hacer reposo en cama, etc. Sólo que no podemos esperar que se mantenga
esta comprensión. A medida que la visita del médico o la operación se acercan, la razón
naufraga y la mente del niño se inunda de fantasías de mutilación, castración, asalto
violento, etc. El hecho de que deba permanecer en cama se convierte en prisión, la dieta
en una privación oral intolerable; los padres que permiten que sucedan todas esas cosas
desagradables (en su presencia o ausencia) cesan de ser figuras protectoras y se
convierten en hostiles, contra las cuales el niño descarga su hostilidad, enojo o agresión.
Para ofrecer respuestas útiles a las consultas de los padres en relación con los problemas
del desarrollo, las decisiones ex- ternas bajo consideración deben trasladarse a su
significado interno, lo cual no es posible, como mencionamos más arriba, si se
consideran aisladamente el desarrollo de los impulsos y del yo, aunque esto es necesario
para el propósito de realizar análisis clínicos y disecciones teóricas.
Hasta ahora, en nuestra teoría psicoanalítica, las secuencias del desarrollo se han
establecido solamente en relación con ciertos aspectos particulares circunscriptos de la
personalidad del niño. Con respecto al desarrollo de los impulsos sexuales, por ejemplo,
poseemos la secuencia de las fases libidinales (oral, anal, fálica, período de latencia,
preadolescencia, genitalidad adolescente) que, a pesar de su considerable superposición,
corresponden de manera aproximada con edades específicas. En relación con los
impulsos agresivos somos menos precisos y por lo general nos contentamos con
correlacionar las expresiones agresivas específicas con las fases específicas de la libido
(tales como morder, escupir y devorar con la fase oral; las torturas sádicas, golpear,
patear, destruir con la fase anal; la conducta arrogante, dominante con la fase fálica; la
falta de consideración, la crueldad mental, las explosiones asocíales con la adolescencia,
etc.). Del lado del yo, las conocidas fases y niveles del sentido de la realidad en la
cronología de la actividad defensiva y en el crecimiento del sentido moral, establecen
una norma. Los psicólogos miden y clasifican las funciones intelectuales por medio de
escalas de distribución relacionadas con la edad, en los diferentes tests de inteligencia.
No hay duda de que necesitamos para realizar nuestras evaluaciones algo más que estas
escalas seleccionadas del des- arrollo que son válidas solamente para aspectos aislados
de la personalidad del niño y no para su totalidad. Lo que buscamos es la interacción
básica entre el ello y el yo y sus distintos niveles de desarrollo, y también las secuencias
de las mismas de acuerdo con la edad, que en importancia, frecuencia y regularidad son
comparables con las secuencias de maduración del desarrollo de la libido o el gradual
desenvolvimiento de las funciones del yo. Naturalmente, estas secuencias de interacción
entre los dos aspectos de la personalidad pueden determinarse si ambos son bien
conocidos, como sucede por ejemplo en relación con las fases de la libido y las
expresiones agresivas del ello y las correspondientes actitudes de relaciones objétales
del yo. Así podemos rastrear las combinaciones que conducen desde la completa
dependencia emocional del niño hasta la comparativa autosuficiencia, madurez sexual y
de relaciones objétales del adulto, una línea graduada de desarrollo que provee la base
indispensable para la evaluación de la madurez o inmadurez emocional, la normalidad o
la anormalidad.
Aunque quizá son más difíciles de establecer, existen líneas similares de desarrollo cuya
validez puede demostrarse para casi todos los campos de la personalidad individual. En
cada caso trazan el gradual crecimiento del niño desde las actitudes dependientes,
irracionales, determinadas por el ello y los objetos hacia un mayor control del mundo
interno y del externo por el yo. Estas líneas, a las que contribuyen el desarrollo del ello
y del yo conducen, por ejemplo, desde las experiencias del lactante con la
amamantación y el destete, hasta la actitud racional, antes que emotiva, del adulto hacia
la alimentación; desde el entrenamiento del control esfinteriano impuesto al niño por las
presiones ambientales, hasta el control más o menos integrado y establecido del adulto;
desde la fase en que el niño comparte la posesión de su cuerpo con la madre hasta la
exigencia del adolescente de su independencia y propia determinación en cuanto a la
disposición de su cuerpo; desde el concepto infantil egocentrista del mundo y de los
otros seres humanos hasta el desarrollo de sentimientos de empatia, mutualidad y
compañerismo con los otros niños; desde los primeros juegos de carácter erótico con su
propio cuerpo y con el cuerpo de su madre a través de los objetos de transición
(Winnicott, 1953) hasta los juguetes, los juegos, los hobbies y finalmente hacia el
trabajo, etcétera.
Cualquiera que sea el nivel alcanzado por el niño en algunos de estos aspectos,
representa el resultado de la interacción entre el desarrollo de los impulsos y el
desarrollo del yo, del superyó y de sus reacciones frente a las influencias del medio, es
decir, entre los procesos de maduración, adaptación y estructuración. Lejos de constituir
abstracciones teóricas, las líneas del desarrollo en el sentido que aquí se les atribuye,
son realidades históricas que en conjunto proporcionan un cuadro convincente de los
logros de un determinado niño o, por otro lado, de los fracasos en el desarrollo de su
personalidad.
Para establecer el prototipo, hay una línea básica de desarrollo sobre la que han dirigido
su atención los analistas desde las etapas iniciales. Se trata de la secuencia que conduce
desde la absoluta dependencia del recién nacido de los cuidados de la madre, hasta la
autosuficiencia, material y emocional, del adulto joven, para la cual las fases sucesivas
del desarrollo de la libido (oral, anal, fálica) simplemente forman la base congénita de
maduración. Estas etapas han sido bien comprobadas en los análisis de adultos y de
niños y también a través de la observación analítica directa de niños, y se pueden
enumerar aproximadamente en la forma siguiente:
8. la lucha del adolescente por negar, contrarrestar, aflojar y cambiar los vínculos con
sus objetos infantiles, defendiéndose contra los impulsos pregenitales y finalmente
estableciendo la supremacía genital con la catexis libidinal transferida a los objetos del
sexo opuesto, fuera del círculo familiar.
Mientras que los detalles de estas posiciones han formado parte durante mucho tiempo
del conocimiento común en los círculos analíticos, su importancia en relación con los
problemas prácticos está siendo investigada cada vez más en los últimos años. Por
ejemplo, con respecto a las controvertidas consecuencias de la separación del niño de la
madre, de los padres o del hogar, una rápida mirada al desenvolvimiento de esta línea de
desarrollo será suficiente para demostrar de manera convincente la razón de las
reacciones comunes y las respectivas consecuencias patológicas frente a hechos tan
variados como lo demuestra la experiencia y que están relacionados con las realidades
psíquicas variables del niño en los diferentes niveles. Las interferencias con el vínculo
biológico de la relación madre-hijo (fase 1), debidas a cualquier motivo, darán lugar a
un ansiedad de separación propiamente dicha (Bowlby, 1960); la incapacidad de la
madre para cumplir con su rol como organismo estable para la satisfacción de
necesidades y para brindar confort (fase 2) determinará trastornos en el proceso de
individuación (Mahier, 1952) o una depresión anaclítica (Spitz, 1946) u otras
manifestaciones carenciales (Alpert, 1959) o el precoz desarrollo del yo (James, 1960) o
lo que se ha denominado un'"falso yo" (Winnicott, 1955). Las relaciones libidinales
insatisfactorias con objetos inestables o por cualquier razón inadecuados durante la fase
de sadismo anal (fase 4) trastornarán la fusión equilibrada entre la libido y la agresión y
darán origen a una agresividad, una destrucción, etc., incontrolables (A. Freud, 1949).
Es solamente después que se ha alcanzado la constancia objetal (fase 3) que la ausencia
externa del objeto se sustituye, al menos en parte, con la presencia de una imagen
interna que permanece estable; para fortalecer esta determinación pueden extenderse las
separaciones temporales, en pro- porción al progreso de la constancia objetal. Por
consiguiente, aun cuando sea imposible señalar la edad cronológica en que pueden
tolerarse las separaciones, aquélla puede establecerse de acuerdo con la línea del
desarrollo cuando las separaciones se adecúen al yo y no sean traumáticas, un punto de
importancia práctica en relación con las vacaciones de los padres, la hospitalización del
niño, la convalecencia, el ingreso al jardín de infantes, etcétera. (Si por "duelo"
entendemos no las diversas manifestaciones de la ansiedad, la aflicción y las
disfunciones que acompañan a la pérdida del objeto en sus fases iniciales, sino el
proceso doloroso y. gradual de la separación de la libido- de la imagen interna, es
claro que no podemos esperar que esto ocurra antes de establecerse la constancia
objetal (fase 3).)
También hemos aprendido otras lecciones de carácter práctico gracias a esta secuencia
del desarrollo, tales como las siguientes:
— que no es realista, por parte de los padres, esperar durante el período preedípico
(hasta el final de la fase 4) las relaciones objétales mutuas que pertenecen sólo al
siguiente nivel de desarrollo (fase 5);
— que ningún niño se puede integrar completamente con un grupo hasta que la libido se
haya transferido desde los padres a la comunidad (fase 6). Cuando la resolución del
complejo de Edipo se demora y la fase 5 se prolonga como resultado de una neurosis
infantil, serán comunes los trastornos de adaptación al grupo/la pérdida de interés, las
fobias escolares (escolaridad diurna) y la extrema añoranza del hogar (alumnos
internos);
— que las reacciones en relación con la adopción son más severas durante la última
parte del período de latencia (fase 6) cuando, de acuerdo con el proceso de desilusión
normal de los padres, todos los niños sienten como si fueran adoptados y las emociones
relacionadas con la adopción real se mezclan con la presencia del "romance familiar";
— que es tan poco realista por parte de los padres oponerse a la liberación del vínculo
existente con la familia o a la lucha contra los impulsos pregenitales del adolescente
(fase 8) como quebrar el vínculo biológico durante la fase 1 u oponerse a las
manifestaciones autoeróticas pregenitales durante las fases 1, 2, 3, 4 y 7.
El niño debe superar una larga línea de desarrollo antes de alcanzar el punto en que es
capaz, por ejemplo, de regular de modo activo y racional la ingestión de alimentos,
tanto en cantidad como en calidad, de acuerdo con sus propias necesidades y apetito, y
de manera independiente de sus relaciones con la persona que lo alimenta y de sus
fantasías conscientes e inconscientes. Los pasos que sigue son aproximadamente los
siguientes:
4. comer por sí solo usando cuchara, tenedor, etc., con el desacuerdo de la madre acerca
de la cantidad, a menudo desplazado hacia el problema de los modales en la mesa; las
comidas como un campo de batalla general en el que tienen lugar las dificultades de la
relación madre-hijo; el deseo ardiente por caramelos como sustituto adecuado a esta
fase para los placeres orales; el rechazo de ciertos alimentos como resultado del
entrenamiento anal, es decir, de la recientemente adquirida formación reactiva de
disgusto;
1. La duración de la primera fase, durante la cual el niño tiene completa libertad con
respecto a la evacuación, se determina no por el grado de maduración alcanzado, sino
por influencias ambientales, es decir, por la decisión materna de interferir, también a su
vez presionada por necesidades personales, familiares, sociales y médicas. En las
condiciones actuales, esta fase puede durar desde unos pocos días (el entrenamiento
comienza inmediatamente después del nacimiento y está basado en reflejos
condicionados) hasta los dos o tres años (el entrenamiento basado en la relación con los
objetos y en el control del yo).
3. En una tercera fase, el niño acepta e incorpora las actitudes de la madre y el ambiente
con respecto al entrenamiento esfinteriano convirtiéndolas por medio de
identificaciones, en una parte integral de las exigencias de su yo y superyó; desde ese
momento en adelante el control de esfínteres será un precepto interno y se crearán
barreras internas contra los deseos uretrales y anales a través de la actividad defensiva
del yo en las formas familiares bien conocidas de represión y formaciones reactivas. La
repugnancia, el orden, el aseo, el disgusto por las manos sucias, etc., protegen contra el
retorno de lo reprimido; la puntualidad, la escrupulosidad y la fidelidad son productos
laterales de la regularidad anal; la inclinación al ahorro y a coleccionar son evidencias
del alto valor de las materias fecales desplazado hacia otros objetos. En suma, en este
período tiene lugar la modificación y transformación de largo alcance de los derivados
de los impulsos pregenitales anales que —si se mantienen dentro de límites norma- les
— suministran a la personalidad una estructura de cualidades sumamente valiosas.
Es importante recordar, en relación con estos progresos, que se basan en
identificaciones e internalizaciones y como tales, no son totalmente seguros antes de la
resolución del complejo de Edipo. El control anal preedípico permanece vulnerable y en
especial al comienzo de la tercera fase depende de los objetos y de la estabilidad de las
relaciones positivas del niño con ellos. Por ejemplo, el niño que se entrena en el uso del
orinal o del inodoro en su casa no quiere utilizarlos en lugares extraños, lejos de la
madre. Un niño que está seriamente desilusionado de su madre o separado de ella, o que
sufre de cualquier forma de pérdida de objeto puede no sólo perder la apetencia
internalizada de estar limpio, sino que puede reactivar el empleo agresivo de la
incontinencia. Ambas tendencias, conjuntamente, pueden originar incidentes de
incontinencia que se consideran como "accidentes".
4. Sólo durante la cuarta fase se asegura por completo el control de los esfínteres,
cuando éste ya no depende de las relaciones objétales y alcanza el estadio de intereses
totalmente neutralizados y autónomos del yo y del superyó.
Con respecto a la línea de desarrollo positivo y progresivo, también aquí existen varias
fases consecutivas que deben distinguirse entre sí, aunque nuestro conocimiento actual
no es tan detallado como en otros campos.
Hay muchos otros ejemplos de líneas de desarrollo, como las dos descriptas más arriba,
de las que el analista conoce cada paso y que pueden seguirse sin dificultad bien hacia
atrás por medio de la reconstrucción del cuadro adulto, o hacia delante por medio de la
exploración analítica longitudinal y la observación del niño.
1. Una perspectiva egoísta y narcisista orientada hacia el mundo objetal en la que los
otros niños no figuran en absoluto o son percibidos solamente en sus roles como
perturbadores de la relación madre-hijo y como rivales en el amor de los padres.
2. Los otros niños considerados como objetos inanimados, es decir, como juguetes que
pueden ser manipulados, maltratados, buscados o descartados según sus estados de
humor, sin esperar respuesta positiva o negativa a este tratamiento.
3. Los otros niños considerados como colaboradores para realizar una actividad
determinada tal como jugar, construir, destruir, cometer travesuras, etc. La duración de
esta sociedad está determinada por la tarea a realizar y es secundaria a ella.
4. Los otros niños considerados como socios y objetos con derecho propio a quienes el
niño puede admirar, temer o competir con ellos, a los cuales ama u odia, con cuyos
sentimientos se identifica, cuyos deseos reconoce y a menudo respeta, y con quienes
puede compartir posesiones sobre una base de igualdad.
Durante las primeras dos fases, aun cuando el bebé sea estimado y tolerado por los
hermanos mayores, es asocial por necesidad, a pesar de todos los esfuerzos que realice
la madre en sentido contrario; puede tolerar la vida comunitaria con otros niños en esta
etapa, pero no será provechosa. El tercer estadio representa el requerimiento mínimo de
socialización, bajo la forma de aceptación de los hermanos dentro de la comunidad
hogareña o de ingreso al jardín de infantes integrando un grupo de su misma edad. Pero
sólo la cuarta fase equipa al niño para el compañerismo y para entablar amistades y
enemistades de todo tipo y duración.
2. Las propiedades del cuerpo de la madre y del niño se transfieren a ciertas sustancias
de consistencia suave tales como un pañal, una almohada, una alfombra, un osito de
felpa, que sirven como primer objeto de juego, un objeto de transición (según
Winnicott, 1953) catectizado tanto por la libido narcisista como por la objetal.
4. Los juguetes suaves desaparecen gradualmente, excepto para dormir, mientras que,
como objetos de transición. siguen facilitando el pasaje del niño desde la participación
activa en el mundo exterior hasta el retraimiento narcisista necesario para lograr el
sueño.
Durante el día, son reemplazados cada vez en mayor proporción por material de juegos
que no posee en sí mismo el estado objetal pero que sirve a las actividades del yo y a las
fantasías subyacentes. Estas actividades gratifican de manera directa un componente
instintivo o están investidas con energía instintiva que ha sido desplazada y sublimada,
y cuya secuencia cronológica es aproximadamente la siguiente:
a) juguetes que ofrecen .la oportunidad para ciertas actividades del yo, como llenar-
vaciar, abrir-cerrar, encastrar, revolver, etc., y cuyo interés se desplaza desde los
orificios del cuerpo y sus funciones;
La manera exacta en que este placer de la tarea cumplida está ligado con la vida
instintiva del niño es aún un problema no resuelto en nuestro pensamiento teórico,
aunque parecen claros varios factores operantes, tales como la imitación y la
identificación en la relación madre-hijo inicial, la influencia del ideal del yo, el vuelco
pasivo a activo como un mecanismo de defensa y adaptación, la apetencia interna hacia
la maduración, es decir, hacia el desarrollo progresivo.
De la línea del desarrollo corporal hacia el juguete y desde el juego hacia el trabajo,
basados especialmente en sus fases posteriores, se deriva una cantidad de importantes
actividades para el desarrollo de la personalidad, tales como el soñar despierto, las
aficiones (hobbies) y ciertos juegos.
Soñar despierto: Cuando los juguetes y las actividades relacionados con los deseos van
desapareciendo en la profundidad, éstos que al principio se ponían en acción con la
ayuda de objetos materiales, es decir eran satisfechos en el juego, pueden elaborarse en
la imaginación en forma de ensoñaciones conscientes, fantasías que pueden persistir
hasta la adolescencia y aun en etapas posteriores.
Los juegos pueden requerir un equipo especial (no juguetes) y en razón de su valor
simbólico fálico, por ejemplo masculino-agresivo, son altamente valorados por el niño.
Aficiones: En la mitad del camino entre el juego y el trabajo se encuentran los hobbies
que tienen ciertos caracteres comunes con ambas actividades. Con el juego comparten
las siguientes características:
Las aficiones aparecen por vez primera al comienzo del período de latencia
(colecciones, investigaciones primarias, especialización de intereses), sufren todo tipo
de modificaciones de contenido, pero pueden persistir como forma específica de
actividad a lo largo de toda la existencia.
Esta carencia de equilibrio en las líneas del desarrollo origina suficientes dificultades en
la niñez como para justificar una investigación más detallada de las circunstancias que
las motivan, especialmente en lo que concierne a la medida en que intervienen los
factores congénitos y ambientales.
En todos estos casos nuestra tarea no consiste en aislar estos dos factores y en atribuir a
cada uno un determinado campo de influencia, sino en trazar sus interacciones, que
pueden describirse de la siguiente manera:
Suponemos que en todos los niños de constitución normal y sin daño orgánico las líneas
de desarrollo a que nos hemos referido más arriba están incluidas en su constitución
como posibilidades inherentes. Lo que la constitución determina en el campo del ello
son, naturalmente, las secuencias de la maduración en el desarrollo de la libido y la
agresión; en el campo del yo, ciertas tendencias innatas no tan claras ni tan bien
estudiadas hacia la organización, defensa y estructuración; quizá también, aunque a este
respecto sabemos menos aún, algunas diferencias cuantitativas determinadas del énfasis
en el progreso en una dirección u otra. El resto, es decir aquello que selecciona
determinadas líneas especiales durante el desarrollo, tenemos que buscarlo en las
influencias accidentales del ambiente. En el análisis de niños mayores y en las
reconstrucciones de los análisis de adultos hemos encontrado estas fuerzas formando
parte de la personalidad de los padres, de sus acciones e ideales, la atmósfera familiar, el
impacto del medio cultural en su totalidad. En la observación analítica de los niños
pequeños se ha demostrado que son los intereses y predilecciones individuales de la
madre los que actúan como estimulantes. En las etapas vitales iniciales, por lo menos, el
niño parece concentrarse en el desarrollo a lo largo de aquellas líneas que reciben más
ostensiblemente una respuesta de cariño y aprobación por parte de la madre, es decir, el
placer maternal espontáneo con respecto a los logros del hijo y en contraposición la
negligencia hacia otras líneas, para las que no existen estas manifestaciones de
aprobación y placer. Esto significa que las actividades que la madre aplaude son
repetidas con mayor frecuencia, reciben una carga libidinal y son por consiguiente
mucho más estimuladas hacia un desarrollo completo.
Por ejemplo, parece haber diferencias en cuanto a la edad en que el niño comienza a
hablar y en la calidad de la verbalización inicial si la madre, por razones de su propia
estructura personal, se relaciona con su niño no a través de canales corporales sino
hablándole. Algunas madres no encuentran placer en la creciente tendencia a la aventura
y en la turbulencia corporal del niño, y sus momentos mas íntimos y felices transcurren
cuando el niño sonríe. Hemos visto por lo menos una madre cuyo niño sonreía con
exceso en sus contactos con el ambiente. No ignoramos que el contacto inicial con la
madre a "través de su canto tiene consecuencias sobre las actitudes posteriores hacia la
música y puede promover aptitudes musicales especiales. Por otra parte, el desinterés
pronunciado de la madre por el cuerpo de su niño y en el desarrollo de su motricidad
puede tener como resultado que el niño sea torpe y falto de gracia en sus movimientos,
etcétera.
Aplicaciones:
El ingreso al jardín de infantes, como ejemplo
Para retornar a los problemas y los interrogantes planteados por los padres que
mencionamos más arriba:
Este "diagnóstico del niño normal" puede ser ilustrado con un ejemplo práctico,
tomando (uno entre tantos) el problema de señalar cuáles son las circunstancias de
desarrollo bajo las cuales el niño está dispuesto a ausentarse de su hogar
transitoriamente por vez primera, o a separarse de la madre y formar parte de un grupo
en el jardín de infantes sin sufrir demasiado y con resultados beneficiosos.
En un pasado no distante se opinaba que un niño que hubiese alcanzado la edad de tres
años y medio debería ser capaz de separarse de su madre a la puerta de entrada del
jardín de infantes en el día de su ingreso y que podría adaptarse al nuevo ambiente
físico, a los maestros nuevos y compañeros, todo ello durante la primera mañana. Se
pretendía desconocer la inquietud de los nuevos alumnos; se consideraban poco
importantes el llanto por sus madres y su falta inicial de participación y cooperación. Lo
que sucedía entonces era que la mayoría de los niños pasaban a través de una fase inicial
de infelicidad extrema, después de la cual se adaptaban a la rutina del jardín. Algunos
niños invertían la secuencia de estos hechos: comenzaban con un período de aceptación
y de aparente placer que de pronto, para sorpresa de padres y maestros, concluía una
semana después en intensa infelicidad, sin participar de las actividades. En estos casos,
la reacción demorada se debía a la lentitud intelectual para comprender las
circunstancias externas. El hecho importante en relación con ambos tipos de reacción es
que anteriormente no se consideraba de modo alguno la forma en que los períodos
individuales respectivos de inquietud y desolación afectaban internamente a cada niño
y, aun más importante, que esos períodos eran aceptados como inevitables.
Examinados desde el actual punto de vista, sólo son inevitables si se desestiman las
consideraciones que conciernen al desarrollo. Si al ingresar al jardín un niño de
cualquier edad cronológica todavía se encuentra en la primera o segunda etapas de esta
línea del desarrollo, la separación del hogar y de la madre, aunque sea por períodos
cortos, es inadecuada y contraria a sus necesidades más vitales; la protesta y el
sufrimiento en estas condiciones son legítimos. Si • ha alcanzado al menos constancia
objeta! (fase 3), la separación de la madre será menos desconcertante v el niño estará
preparado para establecer relaciones con gente nueva y para aceptar nuevos riesgos y
aventuras. Aun entonces, el cambio debe ser gradual, en pequenas dosis; los períodos de
independencia no demasiado prolongados y al comienzo debe dejarse librado a la
decisión del niño la posibilidad de retornar a la madre si así lo prefiere.
El niño que no haya alcanzado por lo menos el nivel en que considera a los otros niños
como colaboradores en el juego (fase 3) será un elemento molesto dentro del grupo del
jardín y se sentirá desdichado. Llegará a ser un miembro constructivo y destacado en el
grupo tan pronto como aprenda a aceptar a los otros niños como socios con derecho
propio, paso que le permite también formalizar verdaderas amistades (fase 4). En efecto,
si el desarrollo en este aspecto no ha superado los niveles inferiores, no debería
aceptarse su inscripción en el jardín o si ha sido inscripto, se debe permitir que
interrumpa su asistencia habitual.
El niño por lo general ingresa al jardín de infantes al comienzo de la fase en que "el
material de juegos sirve a las actividades del yo y a las fantasías subyacentes" (fase 4), y
asciende gradualmente por la escala del desarrollo, atravesando la secuencia de los
juguetes y sus materiales hasta que al concluir el jardín se encuentra en los comienzos
del "trabajo", que es un requisito previo necesario para ingresar a la escuela primaria. Al
respecto, la tarea del maestro consiste en adaptar las necesidades de trabajo del niño y
su expresión al material ofrecido, evitando el aburrimiento o el fracaso que se originan
por haber esperado demasiado antes de ofrecerlos o por anticiparse al nacimiento de la
necesidad.
Las líneas del desarrollo y sus desarmonías descriptas más arriba no son en sí
responsables de todas las complejidades que se presentan durante la niñez, y
especialmente de no todos los obstáculos y detenciones que impiden su curso uniforme.
Obviamente, las manifestaciones más serias son aquéllas en que se producen las tres
formas simultáneas de regresión sexual (del objeto, del fin y del método de descarga).
(Durante el proceso analítico de niños es fácil distinguir entre los pacientes que
producen (o luchan por suprimir) la erección en momentos significativos y aquellos
otros que deben correr al inodoro para orinar o defecar o que necesitan con urgencia
tomar un vaso de agua o chupar caramelos.
S. Freud señaló en "Historia de una neurosis infantil" (1918, escrita en 1914) que el
método de descarga de la excitación sexual es de extrema significación para evaluar
el estado de la constelación sexual del niño: "El hecho de que nuestro infantil sujeto
produjera cerno signo de su excitación sexual una deposición debe ser considerado
como un carácter de su constitución sexual congénita. Toma en el acto una actitud
pasiva demostrándose más inclinado a una ulterior identificación con la mujer que
con el hombre" (S. Freud [1918 (1914)], Obras Completas, vol. II).)
Como analistas nos hemos familiarizado tanto con la constante interacción entre las
fijaciones de los impulsos y las regresiones, que debemos cuidarnos para no cometer el
error casi automático de considerar los procesos regresivos del yo y del superyó como
correspondientes. Mientras que los primeros están determinados sobre todo por la
persistente adhesión de los impulsos a todos los objetos y posiciones que han producido
satisfacción en algún momento, este rasgo no es compartido por las regresiones del yo
que se basan en principios diferentes y siguen reglas distintas.
El deterioro del funcionamiento de los procesos secundarios durante las horas de vigilia
del niño
Otras publicaciones señalan situaciones de stress además del cansancio como factores
operativos en la regresión funcional, aunque en estos casos la regresión del yo por lo
general acompaña la regresión simultánea de los impulsos o la precede o es
consecuencia de aquélla. Estos trabajos se refieren por una parte a la influencia del
dolor somático, la fiebre, la incomodidad física de cualquier tipo y señalan el hecho de
que en lo que respecta a la alimentación y los hábitos del sueño, el entrenamiento del
control esfínteriano, el juego y la adaptación en general, los niños enfermos tienen que
ser considerados y tratados como si fracasaran por una situación potencialmente
regresiva, con una marcada reducción o hasta suspensión de su capacidad funcional
adecuada al yo (A. Freud, 1952). Por otra parte, desde 1940 en adelante se ha prestado
cada vez mayor atención al efecto resultante del dolor somático originado por
situaciones traumáticas, ansiedad y sobre todo el sufrimiento del niño pequeño cuando
es separado de sus primeros objetos amorosos (angustia de separación). Las severas
regresiones de la libido y del yo que se producen por estas causas, han sido estudiadas y
descriptas en detalle en niños internados en hogares durante la guerra, y en otras
instituciones residenciales, hospitales, etcétera.
Existe una característica que distingue a las regresiones del yo independiente de los
variados factores etiológicos. En contraste con la regresión de los impulsos, el
movimiento retrógrado en la escala del yo no retrocede a posiciones previamente
establecidas puesto que no existen puntos de fijación. En su lugar vuelve a trazar, paso a
paso, el camino seguido durante el curso del desarrollo, observación confirmada por el
hallazgo clínico de que en las regresiones del yo el logro último alcanzado es el que
invariablemente desaparece primero. (Véanse las observaciones con respecto a la
pérdida del habla, del entrenamiento esfínteriano, etc., en niños separados de sus
madres.)
Otro tipo de empobrecimiento de las funciones del yo merece describirse como una
"regresión", aunque por lo general no se incluya en esta categoría.
Una vez que aceptamos la regresión como un proceso normal, también aceptamos que el
movimiento a lo largo de estas líneas se produce en dos direcciones. Durante todo el
período del crecimiento tenemos que considerar legítimo para el niño la reversión
periódica, la pérdida de los controles después de haberse establecido, la reinstalación de
pautas anteriores con respecto al sueño y la alimentación (por ejemplo, durante una
enfermedad), la búsqueda de protección y seguridad (especialmente en casos de
ansiedad e intranquilidad) por medio del retorno a formas primitivas de protección y
confort en la relación simbiótica y preedípica con la madre (especialmente a la hora de
acostarse). Lejos de interferir en el desarrollo progresivo será beneficioso para liberarlo,
si el movimiento retrógrado no se bloquea por completo con la desaprobación del medio
y con represiones y restricciones internas.
IV
Mientras que se supone que esta afirmación se refiere a personas de todas las edades
"tanto niños como adultos" (ídem), es obvio que la línea limítrofe entre la salud y la
enfermedad mental es aun más difícil de establecer en la niñez que en las etapas
posteriores. En el cuadro del crecimiento del niño hacia la madurez, descripto en el
capítulo anterior, es inherente el hecho de que la proporción de fuerzas entre el ello y el
yo está en flujo constante; que los procesos de adaptación y defensa, beneficiosos y
patógenos, se mezclan entre sí; que las transiciones desde un nivel del desarrollo al
siguiente constituyen hitos de detención potencial, disfunción, fijación y regresión; que
los derivados del ello y las funciones del yo junto con las principales líneas del
desarrollo crecen de manera irregular; que las regresiones temporarias pueden
convertirse en permanentes; en suma, que existe un número de factores que se
combinan para minar, detener, deformar y desviar las fuerzas sobre las que se basa el
crecimiento mental.
Ante este constante cambio del escenario interno del individuo en desarrollo, las
categorías diagnósticas corrientes resultan de poca ayuda y tienden a aumentar más bien
que a disminuir los aspectos ya confusos del cuadro clínico. En años recientes, el
análisis de niños ha avanzado de manera decisiva en muchas y distintas direcciones. En
cuanto concierne a los procedimientos técnicos, ha alcanzado más o menos una posición
independiente a pesar de muchos contratiempos y dificultades iniciales. En el terreno
teórico, se han hecho hallazgos reconocidos como verdaderos complementos y no meras
confirmacines del conocimiento psicoanalítico. Pero hasta la fecha, este espíritu
aventurero y hasta revolucionario del analista de niños se ha concentrado en el campo
de la técnica y la teoría, sin entrar a considerar el importante problema de la
clasificación de los trastornos. En este sentido, se ha empleado una política
conservadora, en donde no sólo el análisis de adultos sino también la psiquiatría y la
criminología de adultos, han tomado a su cargo y al por mayor las categorías
diagnósticas infantiles. Así, todas las formas de la psicopatología de la niñez se han
adaptado de manera más o menos forzada a estos esquemas preexistentes.
Existen muchas razones por las cuales, a la larga, esta solución de los problemas
diagnósticos se demuestra insatisfactoria como fundamento para la evaluación, el
pronóstico y la selección de las medidas terapéuticas.
Para citar unos pocos ejemplos: términos tales como rabietas, pataletas, vagabundeos,
angustia de separación, etc., comprenden bajo el mismo encabezamiento una variedad
de cuadros clínicos en los que la conducta y la sintomatología son similares, aunque de
acuerdo con la etiopatogenia metapsicológica subyacente, pertenecen a categorías
analíticas totalmente distintas y requieren variadas medidas terapéuticas.
Una pataleta, por ejemplo, puede no ser más que la descarga afectivo-motriz directa de
derivados instintivos caóticos en un niño pequeño; en este caso, tiene la oportunidad de
desaparecer como un síntoma sin necesidad de tratamiento, tan pronto como se hayan
establecido el lenguaje y otros canales de descarga del yo más sintónicos. O, como
segunda posibilidad, los berrinches pueden representar una explosión destructivo-
agresiva en la que las tendencias hostiles son, en parte, desviadas del mundo objetal y
descargadas en forma violenta sobre el propio cuerpo del niño y en su vecindad
inanimada inmediata (golpeando con la cabeza o pateando los muebles, paredes, etc.);
este estado sólo se calmará al sonsacar la razón de la cólera y su reconexión con la
persona responsable de la frustración o la ofensa. O, en tercer lugar, lo que aparenta una
pataleta puede ser, si se examina con mayor detalle, un ataque de ansiedad como ocurre
en las estructuras de la personalidad mejor organizadas de niños fóbicos toda vez que el
ambiente interfiere en sus mecanismos de protección. Privado de su defensa, el niño
agorafóbico que es forzado a salir a la calle o el niño con una fobia a los animales
cuando se enfrenta con el objeto que teme, está expuesto e impotente a una ansiedad
intolerable y masiva que se expresa por medio de estallidos cuya descripción puede muy
bien resultar imposible de distinguir de una simple rabieta. No obstante, a diferencia de
esta última, estos ataques de ansiedad se alivian sólo por medio de la restitución de la
defensa o por la investigación analítica, la interpretación y la disolución de la fuente
original de la ansiedad desplazada.
De modo similar, una variedad de estados diferentes se señalan con los términos de
truhanería, vagancia y vagabundeo. Algunos niños huyen de sus hogares porque son
maltratados o porque no están atados por vínculos emocionales a sus familias; o se
escapan de la escuela o la evitan porque temen al maestro o a sus compañeros, porque
su rendimiento escolar no es satisfactorio, porque esperan ser criticados, castigados, etc.
En este caso, la causa de la conducta infantil desviada tiene su origen en las condiciones
externas de la vida del niño y desaparece cuando éstas se mejoran. En contraste con esta
situación simple, hay otros niños que vagan sin rumbo o hacen novillos no por razones
externas sino por razones internas. Se encuentran dominados por una tendencia
inconsciente que los obliga a perseguir una meta imaginaria, por lo general un objeto
perdido perteneciente al pasado; es decir, aunque su descripción indica que se escapan
de su medio, en un sentido más profundo se dirigen hacia la satisfacción de una
determinada fantasía. En este caso, el mejoramiento de las circunstancias externas no
hará desaparecer el síntoma, sino sólo el descubrimiento del deseo inconsciente.
En suma, las formulaciones descriptivas tan útiles dentro de su propio terreno se tornan
desastrosas cuando se toman como punto de partida para inferencias analíticas.
La mentira
Por ejemplo, ¿a qué edad y en qué fase del desarrollo merece la falsificación de la
verdad comenzar a recibir el nombre de mentira?, es decir, ¿cuándo asume la
importancia de un síntoma con un color distintivo de desviación de la norma social?
Obviamente, antes de que esto suceda, tienen que atraversarse una serie de preetapas del
desarrollo durante las cuales no esperamos veracidad por parte del niño. Para él es
normal alejarse de las impresiones dolorosas en favor de las placenteras, tratar de
disminuir la importancia de las primeras o ignorarlas y hasta negarías si son
persistentes. Existen similitudes entre esta actitud, que es un mecanismo de defensa
primitivo dirigido contra el displacer, y la distorsión de los hechos objetivos en los
adultos o niños mayores. Pero es aún una cuestión de opinión personal la manera en que
se relacionan estas dos formas de conducta y si la primera debe considerarse precursora
de la segunda en la mente del diagnosticador. La expresión del deseo y el dominio del
principio del placer, en suma: los procesos primarios de la función mental, son las
fuerzas que en el niño pequeño se oponen a la veracidad en el sentido adulto que tiene la
palabra. El analista de niños debe decidir desde qué momento en adelante empleará el
término mentira en sus formulaciones diagnósticas, y debe basar su decisión sobre
nociones claras referidas al tiempo en que se cumplen, en el desarrollo del yo, pasos
tales como la transición de los procesos primarios a los secundarios, la capacidad de
diferenciar el mundo interno del externo, la prueba de la realidad, etcétera.
Algunos niños necesitan más tiempo que otros para perfeccionar estas funciones del yo
y por consiguiente continúan diciendo mentiras "con toda inocencia". Otros completan
este desarrollo normalmente, pero retornan a niveles anteriores cuando enfrentan
frustraciones y desilusiones excesivas en las circunstancias de sus vidas, y se convierten
en el llamado mentiroso fantástico (pseudología fantástica), que encara realidades
intolerables por medio de la regresión a formas infantiles de la expresión de los deseos.
Finalmente, hay niños con un des- arrollo del yo avanzado pero cuyas razones para
evitar o deformar la verdad son otras que el nivel de su desarrollo. Su motivación es la
ganancia de ventajas materiales, el temor a la autoridad, la huida de críticas y castigos,
el deseo de parecer importante, etc. En las evaluaciones del analista de niños, el término
mentira está reservado con ventaja para estos últimos casos, como el de la llamada
mentira delincuente.
En muchos de los casos reales que se observan en una clínica infantil, la etiología
consiste en una combinación de estas tres formas, es decir, la mentira inocente, la
mentira fantástica y la mentira delincuente, donde las formas de aparición más temprana
actúan como precondiciones de las posteriores. El hecho de que estas asociaciones sean
comunes y frecuentes no significa que el analista de niños esté absuelto de la
responsabilidad de desenmarañarlas y de determinar hasta qué grado cada uno de los
factores contribuye al resultado sintomático final.
El hurto
Existen muchas consideraciones similares que gobiernan el empleo del término hurtar,
que es legítimo en la evaluación diagnóstica solo después que el concepto de propiedad
privada ha adquirido significado para el niño. También aquí es necesario trazar una
secuencia del avance del desarrollo que tan poca atención ha recibido hasta el momento
por parte de los analistas.
La actitud que hace que el pequeño se apodere de todo lo que encuentra se atribuye por
lo general a su insaciable "voracidad oral", que a esta temprana edad no está limitada
por ninguna barrera del yo. Para mayor exactitud diremos que tiene dos raíces: una en el
ello y la otra en el" yo. Por una parte, es simplemente el familiar funcionamiento de
acuerdo con el principio del placer que incita al yo inmaduro a atribuirse a sí mismo
todo lo placentero, mientras que rechaza como ajeno todo lo desagradable. Por otra
parte, es la falta de distinción, propia de la edad, entre su ser y el objeto, lo que
determina la respuesta. Es bien sabido que a esta temprana edad un niño puede
manipular o explorar con su boca partes del cuerpo de la madre como si fueran propias,
es decir, juega con ellas auto-eróticamente (los dedos de la madre, cabellos, etc.); o le
presta a su madre partes de su cuerpo para jugar (sus dedos en la boca de la madre); o
puede llevar la cuchara a su boca y a la de ella, alternativamente. Estas acciones se
malinterpretan con frecuencia como prueba de una generosidad temprana y espontánea
en vez de ser consideradas como lo que son, es decir, consecuencia de los límites
imprecisos del yo. Esta misma fusión indiscriminada con el mundo objetal convierte a
todos los niños en una amenaza formidable, aunque inocente, al derecho de propiedad
de los demás.
Las ideas de "mío" y "no mío" que son conceptos indispensables para el establecimiento
de la "honestidad" adulta se desarrollan de manera muy gradual y al mismo ritmo que su
progreso hacia el logro de la individualidad. Probablemente, conciernen en primer lugar
al propio cuerpo del niño, después a los padres, luego a los objetos de transición, todos
los cuales están catectizados narcisísticamente y con amor objetal. De manera
significativa, tan pronto como el concepto de lo "mío" emerge en la mente del niño,
comienza a cuidar de sus posesiones con fiereza, mostrándose muy celoso de cualquier
interferencia. Comprende entonces la noción de "haber sido privado de" o "haber sido
robado" mucho antes que la opuesta de que la propiedad de otras personas tiene que ser
respetada. Antes de que esto último adquiera significado, el niño debe extender e
intensificar sus relaciones con otras personas y aprender a establecer la empatia con la
vinculación de aquéllas a su propiedad.
Cualquiera que sea la escala de progreso al respecto, los conceptos de "mío" y "tuyo"
como tal tienen poca influencia sobre la conducta del niño pequeño, pues se encuentran
en conflicto con los poderosos deseos de apropiación. La voracidad oral, las tendencias
posesivas anales, la tendencia a coleccionar y a acumular, la abrumadora necesidad por
los símbolos fálieos, todo convierte al niño pequeño en un ladrón potencial a menos que
la coerción educacional, las exigencias del superyó y con éstos, los cambios graduales
en el equilibrio ello-yo trabajen en direcciones opuestas, es decir, hacia el desarrollo de
la honestidad.
Como con la mentira, muchos de los actuales casos clínicos de robos tienen etiología
mixta, es decir, están originados por combinaciones de detenciones, regresiones y
debilidad en el control del yo. El hecho de que todos los delincuentes jóvenes
comienzan sus raterías hurtando de la cartera de la madre indica el grado en que todas
las formas de hurto están basadas en la unidad inicial de mío y tuyo, el propio ser y el
objeto.
El momento en que se juzga que los adultos necesitan tratamiento y se decide iniciarlo
está determinado por lo general por la intensidad del sufrimiento que provocan los
trastornos. En los niños, sin embargo, el factor del sufrimiento mental en sí .mismo no
es una indicación cierta de la presencia o ausencia de procesos patológicos o de su
severidad. Durante largo tiempo hemos estado familiarizados con el hecho de que los
niños sufren menos que los adultos por sus síntomas, probablemente con la única
excepción de los ataques de ansiedad, que experimentan con profunda intensidad.
Muchas otras manifestaciones patológicas, en especial las fóbicas y las obsesivas, son
más aptas para evitar el sufrimiento y el displacer que para causarlos, en tanto que las
concomitantes restricciones o interferencias con la vida ordinaria afectan a toda la
familia, y no como en el caso de los adultos, únicamente al paciente. Los caprichos
alimentarios, las restricciones neuróticas de la alimentación, los trastornos del sueño, el
apego excesivo, las pataletas perturban a la madre, pero el niño las considera sintónicas
con el yo siempre que pueda expresarlas libremente; cuando los padres interfieren, su
acción restrictiva y no el síntoma es culpado de originar el sufrimiento que padece.
El diagnosticador de niños puede encontrar esta premisa fácil de cumplir, puesto que es
bastante difícil determinar cuáles son las áreas de las actividades que deben considerarse
significativas a este respecto. El juego, la libertad de producir fantasías, el rendimiento
escolar, la estabilidad de las relaciones objétales, la adaptación social, se han sugerido
por turno como aspectos vitales. No obstante, ninguno puede calificarse a la par de las
dos funciones vitales primordiales del adulto: su capacidad para llevar una vida sexual y
amorosa normal y su capacidad para trabajar. Como hemos sugerido anteriormente
(1945) existe sólo un factor en la niñez cuyo daño puede considerarse de suficiente
importancia en este sentido y nos referimos a su capacidad de avanzar en pasos
progresivos hasta que la maduración, el desarrollo en todos los campos de la
personalidad y la adaptación a la comunidad social hayan sido completados. Los
desequilibrios mentales pueden considerarse normales siempre y cuando estos procesos
vitales se conserven intactos; en cambio deben ser tomados seriamente tan pronto como
afecten al mismo desarrollo, sea con demora, con reversión o con parálisis completa.
Resulta obvio, a la luz de los criterios señalados, que el analista de niños debe liberarse
de aquellas categorías diagnósticas rígidas, estáticas, descriptivas, o por otras razones,
ajenas a su campo de acción. Sólo así será capaz de examinar los cuadros clínicos con
una nueva orientación y de evaluarlos de acuerdo con su significación dentro de los
procesos del desarrollo. Esto significa que su atención debe tomar otros rumbos desde la
sintomatología del paciente hasta su posición en la escala del crecimiento, en relación
con el desarrollo de los impulsos, del yo y del superyó, la estructuración de la
personalidad (límites estables entre el ello, el yo y el superyó) y las formas de
funcionamiento (la progresión desde los procesos primarios del pensamiento hacia los
secundarios, del principio del placer al principio de la realidad), etc. El analista debe
preguntarse si el niño que examina ha alcanzado los niveles del desarrollo que son
apropiados para su edad; en qué aspectos los ha superado o está retrasado; si la
maduración y el desarrollo son procesos activos o hasta qué punto están afectados como
resultado de los trastornos del niño, si ha padecido regresiones y detenciones, y en este
caso hasta qué profundidad y a qué nivel.
Para encontrar las respuestas a estos interrogantes se necesita un esquema del desarrollo
normal promedio, en todos los aspectos, tal como lo hemos intentado en el capítulo
anterior Cuanto más completo sea el esquema, con mayor facilidad podrá evaluarse al
paciente individual en relación con la uniformidad o desnivel de la escala de progreso,
la armonía o disarmonía entre las líneas de desarrollo y la naturaleza transitoria o
permanente de las regresiones.
En los casos en que el desarrollo cursa a diferentes velocidades en los distintos campos
de la personalidad esperamos que surjan consecuencias patológicas. Una de estas
eventualidades con la cual estamos familiarizados forma parte de la etiología de la
neurosis obsesiva, donde el desarrollo del yo y del superyó están acelerados, mientras
que el desarrollo de los impulsos es más lento por lo menos comparado con el anterior.
En suma, mientras que el desarrollo acelerado del yo conduce a aumentar los conflictos,
a formar síntomas neuróticos y al carácter obsesivo, el desarrollo acelerado de los
impulsos produce pérdida de control de situaciones referentes al sexo y la agresión,
integración insuficiente de la personalidad y personalidades impulsivas (Michaels,
1955).
Como indicamos más arriba, no esperamos que el niño demuestre una pauta muy
regular en su crecimiento y estamos dispuestos a hacer concesiones si su nivel de
desarrollo es más avanzado en un campo de su vida que en otro. La desarmonía entre las
líneas del desarrollo se convierte en un agente patógeno sólo cuando el desequilibrio de
la personalidad es excesivo.
En este caso, los niños ingresan al servicio diagnóstico con una larga lista de quejas
provenientes del hogar o de la escuela. Son los niños "problemas"; su propio trastorno
perturba a los demás; no aceptan las normas de la comunidad y en consecuencia no se
adaptan a ningún tipo de vida comunitaria.
Así, nos encontramos que cada nivel de su progreso está desproporcionado con respecto
a los otros. Los ejemplos más instructivos, en este sentido, son los niños con cocientes
de inteligencia verbal excepcionalmente altos y al mismo tiempo con niveles de
rendimiento extremadamente bajos, como es bastante habitual (despertando la sospecha
de lesión orgánica), pero también con un retraso excepcional en las líneas de madurez
emocional, de compañerismo, de manejo corporal. La distorsión resultante de su
conducta es alarmante, en particular en campos tales como el acting out de las
tendencias sexuales y agresivas, la profusión de fantasías organizadas, la racionalización
inteligente de las actitudes delincuentes y la pérdida de control sobre las tendencias
anales y uretrales. Estos casos se clasifican, en la forma corriente, como "limítrofes" o
"prepsicóticos".
Otra combinación bastante frecuente es la incapacidad del niño para alcanzar las fases
finales en la línea desde el juego al trabajo, mientras que el desarrollo emocional y
social, el manejo corporal, etc., se encuentran intactos y, en lo que a ello se refiere, el
niño manifiesta un nivel adecuado a su yo. Estos niños concurren a las clínicas por sus
fracasos escolares, a pesar de su inteligencia normal. En el examen diagnóstico habitual
no es fácil establecer los pasos específicos en la interacción del ello y el yo que no han
podido lograr, a menos que los examinemos para buscar los requisitos previos de una
actitud correcta para el trabajo, tales como el control y la modificación de los
componentes de los impulsos pregenitales; el funcionamiento relacionado con el
principio de la realidad y el placer en los resultados finales de la actividad. Algunas
veces todo o un aspecto u otro están ausentes. Desde el punto de vista descriptivo, estos
niños generalmente se clasifican como "incapaces de concentrarse", con una "amplitud
breve de la atención" o "inhibidos".
Como señalamos anteriormente (.capítulo III), la regresión cesa como factor beneficioso
en el desarrollo si sus resultados se vuelven permanentes, en vez de ser
espontáneamente reversibles. En este caso, los distintos componentes de la estructura
(ello, yo y superyó) deben relacionarse entre sí con nuevos términos, basados en el daño
determinado por la regresión. Son estos efectos posteriores de la regresión los que
originan las repercusiones más lesivas sobre la personalidad y que deben considerarse
en su rol de agentes patógenos.
Las regresiones permanentes, igual que las transitorias, pueden tener su punto de partida
en cualquier campo de la personalidad.
La otra posibilidad es que la regresión comience en los derivados del ello y que su
influencia patógena se extienda en dirección contraria. En este caso, el yo y el superyó
están afectados en una de las dos formas posibles, dependiendo de si aceptan la
actividad inferior de los impulsos o sí la objetan.
El segundo caso se refiere a aquellos niños cuyos yo y superyó están mejor organizados
desde una temprana edad en adelante y que son capaces de mantenerse firmes en
presencia de la regresión de los impulsos. En muchos sentidos, sus funciones han
alcanzado el estado que designamos, con Hartmann (1950), autonomía secundaria del
yo, es decir un grado de independencia de los hechos que se producen en el ello. En
lugar de aceptar las crudas fantasías e impulsos sexuales y agresivos que aparecen en la
mente consciente después que la energía de los impulsos ha regresado a los puntos de
fijación, estos niños se horrorizan de ellas, las rechazan con ansiedad bajo la presión de
esta ansiedad utilizan primero los variados mecanismos de defensa y si fracasan,
recurren a la formación de compromisos y síntomas. En suma, desarrollan conflictos
internos que conducen a los cuadros familiares de las distintas neurosis infantiles. La
histeria de ansiedad, las fobias, el pavor nocturno, las obsesiones, los rituales, los
ceremoniales a la hora de acostarse, las inhibiciones y las neurosis del carácter
pertenecen a esta categoría diagnóstica.
Aquellos otros niños cuyos productos del yo son tan poderosos como para resistir la
regresión y que reaccionan con típica ansiedad, culpabilidad y actividad defensiva no
desarrollan los mismos síntomas o rasgos del carácter en todos los casos, pero sí una
variedad de ellos, de acuerdo con los elementos específicos áe los impulsos, a "los
cuajes oponen tuertes objeciones. Cuando las tendencias a la suciedad, sádicas y
pasivas, son rechazadas por el yo y el superyó con igual intensidad, la defensa se
extiende sobre todo el campo y la sintomatología es profusa. Cuando sólo uno u otro es
seleccionado, los síntomas estarán restringidos a una tendencia a la limpieza excesiva,
temor a la polución, compulsión de lavarse las manos, o bien a la inhibición de la
actividad y competencia, al temor de transformarse en mujer, o a estallidos
compensadores de agresividad masculina, etc. En todo caso, el resultado es
indiscutiblemente neurótico, sea como síntomas obsesivos aislados o comienzos de la
formación de un carácter obsesivo.
También es cierto que en estos casos el yo está finalmente afectado por la regresión y se
torna más infantil, pero esto es un hecho secundario debido a mecanismos primitivos de
defensa tales como la negación, el pensamiento mágico, el aislamiento, la anulación
(hacer y deshacer) que se ponen en acción además de las represiones y formaciones
reactivas más adecuadas al yo. También esta regresión está limitada a las funciones
yoicas. Con respecto al nivel y severidad del ideal del yo y de las exigencias del
superyó, no hay movimientos regresivos; al contrario, el yo continúa realizando los
esfuerzos más extraordinarios para satisfacerlas.
En el curso del crecimiento normal cada niño atraviesa una serie de pasos que conducen
desde el estado inicial de comparativa indiferenciación hasta la estructuración completa
final de la personalidad en el ello, el yo y el superyó. La división entre el ello y el yo,
con los diferentes tipos de funcionamiento y los diversos objetivos e intereses válidos
para cada uno, se continúa por la división dentro del yo, después de la cual el superyó,
el ideal del yo y el ideal del sí mismo asumen el papel de guías y críticos de los
pensamientos y acciones del yo. La integridad o el daño del crecimiento a este respecto
y la posición exacta del niño en esta línea vital del desarrollo se revelan al examinador
por medio de dos tipos de manifestaciones evidentes: por la naturaleza de los conflictos
del niño y por el tipo prevalente de sus ansiedades.
Con respecto a los conflictos hay tres posibilidades primordiales. La primera consiste en
que el niño y el ambiente tienen propósitos contrarios, lo que sucede cuando bajo los
dictados del principio del placer, el yo del niño se pone del lado del ello en la
prosecución de la necesidad, de los impulsos y la realización del deseo, mientras que el ,
control de los derivados del ello está reservado al mundo exterior. Este es un estado
legítimo en la niñez temprana antes de que el ello y el yo se hayan separado
decisivamente el uno del otro, pero se considera como "infantil" si persiste en edades
posteriores o si el niño regresa a esta situación. Las ansiedades coordinadas con este
estado y características desde el punto de vista diagnóstico, son provocadas por el
mundo exterior y adoptan diferentes formas de acuerdo con una secuencia cronológica
que se desarrolla en la forma siguiente: temor de ser aniquilado como consecuencia de
la pérdida del objeto que lo cuida (es decir, angustia de separación durante el período de
unidad biológica con la madre); temor de la pérdida del amor del objeto (después de
haber alcanzado el estadio de la constancia objetal); temor de ser criticado y castigado
por el objeto (durante la fase anal-sádica cuando este temor está reforzado por la
proyección de la propia agresión infantil); temores de castración (durante el período
fálico-edípico).
Es característico del tercer tipo de conflicto que las condiciones externas no tengan
influencia sobre ellos, bien directamente, como en el primer tipo, o indirectamente,
como en el segundo. Esta clase de choques se deriva exclusivamente de las relaciones
entre el ello y el yo y de las diferencias intrínsecas entre sus organizaciones. Los
representantes de los impulsos y los afectos de cualidades opuestas, tales como el amor
y el odio, la actividad y la pasividad, las tendencias masculinas y femeninas, conviven
pacíficamente en el ello mientras el yo es inmaduro. Pero se tornan incompatibles y se
convierten en una fuente de conflictos tan pronto como la función sintética del yo en
proceso de maduración empieza a operar sobre ellos. Por otra parte, todo aumento en la
urgencia de los impulsos es experimentada por el yo inmaduro como una amenaza a su
organización y como tal da origen a conflictos, que siendo de carácter interno provocan
gran ansiedad en el niño; pero en contraste con el temor y la culpa, esta ansiedad
permanece en las profundidades y no puede identificarse con certeza en la base
diagnóstica sino sólo durante el análisis.
La experiencia demuestra que la perspectiva del niño de mantener su salud mental está
estrechamente ligada con su reacción al displacer liberada cuando los derivados de los
impulsos permanecen insatisfechos. Los niños varían mucho a este respecto,
aparentemente desde el comienzo. Algunos no pueden tolerar ninguna demora o
disminución en la satisfacción de sus necesidades y su protesta consiste en impaciencia,
hostilidad e infelicidad; insisten en la satisfacción inmodificada del deseo original y
rechazan todas las satisfacciones sustitutivas o comprometidas con la necesidad. Por lo
general, esto se observa primero en la alimentación pero se extiende también a las fases
posteriores como una respuesta habitual a toda contrariedad de sus deseos. En contraste,
otros niños toleran las mismas cantidades de frustración con comparativa ecuanimidad o
reducen de manera sistemática, cualquier tensión que experimentan, aceptando
gratificaciones sustituías. Este tipo de respuesta se lleva a cabo desde las fases más
tempranas a las posteriores.
Los niños del segundo grupo permanecen normales bajo las mismas condiciones, o
encuentran alivio a través del saludable desplazamiento y neutralización de la energía de
los impulsos que dirigen hacia fines aceptables. No existe la menor duda que esta
capacidad para sublimar actúa como una valiosa salvaguardia para su salud mental.
El control de la ansiedad
Hay poca diferencia entre los niños con respecto al tipo de ansiedad que experimentan,
pues, como mencionamos anteriormente, son productos secundarios invariables de las
fases consecutivas de la unión biológica con la madre (angustia de separación) ; de la de
relaciones objétales (miedo a la pérdida del cariño objetal); del complejo de Edipo
(angustia de castración) ; de la formación del superyó (culpabilidad). No es la presencia
o la ausencia, la calidad, ni aun la cantidad de la ansiedad lo que permite pronosticar la
futura salud o enfermedad mental; lo realmente significativo a este respecto es sólo la
capacidad del yo para enfrentar la ansiedad. Aquí, las diferencias entre un individuo y
otro son muy pronunciadas y la oportunidad de mantener el equilibrio mental varía de
acuerdo con esta disposición,
Si las demás circunstancias son iguales, los niños que están más predispuestos a ser
víctimas de trastornos neuróticos en etapas posteriores son aquéllos incapaces de tolerar
cantidades moderadas de ansiedad. En este caso, se ven forzados a negar y reprimir
todos los peligros externos e internos que son fuentes potenciales de ansiedad, o
proyectar los peligros internos hacia el mundo exterior, lo que hace a este último mucho
más temible, o retirarse fóbicamente de las situaciones de peligro para evitar los ataques
de ansiedad. En suma, estos niños establecen una pauta para la vida posterior en la que
la liberación de la ansiedad manifiesta debe mantenerse a cualquier precio, y esto se
logra por medio de actitudes defensivas constantes que favorecen resultados
patológicos.
Los niños con posibilidades favorables de salud mental son aquellos que se enfrentan
con las mismas situaciones peligrosas de manera activa por medio de los recursos del yo
tales como la comprensión intelectual, el razonamiento lógico, el cambio de las
circunstancias externas, los contraataques agresivos: los que tratan de dominar la
situación en vez de retirarse. Puesto que así pueden enfrentarse con grandes cantidades
de ansiedad, en consecuencia pueden prescindir del exceso de actividades defensivas,
formaciones de compromiso y sintomatología. (Este dominio activo de la ansiedad no
debe confundirse con las bien conocidas tendencias contrafóbicas del niño. En el
primer caso, el yo se enfrenta directa y saludablemente con el peligro mismo,
mientras que en el segundo caso, el yo se defiende secundariamente contra las
actitudes fóbicas establecidas.
El control activo de la ansiedad fue descripto de manera muy efectiva por O.
Isakower en un informe verbal acerca de un niño atemorizado que expresó con
envidia: "Aun los soldados tienen miedo; pero ellos tienen suerte porque no les
importa".)
Mientras que en todos los niños existen fuerzas tanto regresivas como progresivas como
elementos legítimos del desarrollo, la proporción de la intensidad entre ambas varía de
uno a otro individuo. Existen niños para los cuales, desde muy temprano, toda
experiencia nueva mantiene la promesa de placer, sea probar gustos y consistencias
nuevos en la comida; sea el avance de la dependencia hacia la independencia en la
motricidad; sea el distanciamiento de la madre hacia nuevas aventuras, juguetes,
compañeros; o el avance desde el hogar hacia el jardín de infantes, la escuela, etc. Sus
vidas están dominadas por los deseos de ser "grande", de "hacer lo mismo que los
adultos", y la realización parcial normal de esos deseos los compensa de las dificultades,
las frustraciones y las desilusiones habituales que encuentran en su camino. Los niños
del tipo opuesto experimentan el proceso de crecimiento en todos los niveles cerno una
privación de las formas previas de gratificación. No se destetan de manera espontánea,
como sería lo adecuado para su edad, sino que se apegan al pecho materno o al biberón
y convierten este paso en un hecho traumático; temen las consecuencias de ser mayores,
de aventurarse, de conocer gente extraña y, más tarde, de asumir responsabilidades,
etcétera.
La distinción clínica entre los dos tipos se establece mejor por la observación de las
reacciones infantiles con relación a alguna experiencia importante tal como la
enfermedad somática, el nacimiento de un hermano, etc. Cuando las tendencias
progresivas sobrepasan las regresivas, el niño responde a períodos prolongados de
enfermedad con un aumento en la madurez del yo, o responde al nacimiento de un bebé
en la familia reclamando para sí la posición y los privilegios del hermano o hermana
"mayor". Cuando la regresión es más fuerte que la progresión, las enfermedades
somáticas hacen al niño más infantil y el nacimiento de un hermano se convierte en una
razón para abandonar sus logros y desear para sí el estado de bebé.
Este tipo de perfiles puede dibujarse en distintos momentos, es decir, después del primer
contacto entre el niño y la clínica (fase del diagnóstico preliminar), durante el análisis
(fase del tratamiento) y después de finalizado el análisis o el control de seguimiento
(fase terminal). Entonces, el perfil sirve no sólo como un instrumento para completar y
verificar el diagnóstico sino también para evaluar los resultados del tratamiento, es
decir, para controlar la eficacia del tratamiento psicoanalítico.
En la fase diagnóstica, el perfil de cada caso debe comenzar con el síntoma que motivó
la consulta, su descripción, su historia y antecedentes familiares y una enumeración 'de
las influencias ambientales posiblemente significativas. Desde allí avanza hacia el
cuadro interno del niño que contiene información acerca de la estructura de su
personalidad; las interacciones dinámicas dentro de la estructura; algunos factores
económicos que conciernen a la actividad de los impulsos y la intensidad relativa de las
fuerzas del ello y del yo; su adaptación a la realidad, y algunas hipótesis de naturaleza
genética (que deben verificarse durante y después del tratamiento). Entonces, dividido
en ítems, un perfil individual puede consistir en:
Esquema del perfil diagnóstico
2. Agresión - Examinar las expresiones agresivas que .se encuentran a la disposición del
niño:
a) Examinar y describir la normalidad o las deficiencias del aparato del yo, que sirven a
la percepción, la memoria, la motricidad, etcétera;
d) anotar toda interferencia secundaria en la actividad detensiva con los logros del yo, es
decir, el precio pagado por el individuo para mantener la organización defensiva. (La
interacción del desarrollo de los imp-ilsos con el desarrollo del yo y el superyó pueden
evaluarse por medio de las líneas del desarrollo (véase el capítulo III) lo cual nos da
una idea de qué manera la personalidad total reacciona ante cualquiera de las
situaciones vitales que plantean para el niño un problema de control inmediato. Esto
puede hacerse dentro del ámbito del perfil (como Parte v.c.) o como un
complemento.)
Desde que presumimos que las neurosis infantiles (y algunos trastornos psicóticos de
los niños) se inician en las regresiones de la libido hacia los puntos de fijación en los
niveles anteriores, la localización de estos puntos problemáticos en la historia del niño
es uno de los intereses vitales del examinador. Durante el diagnóstico inicial se delatan
los campos siguientes:
b) por la actividad de las fantasías del niño, algunas veces manifestadas accidentalmente
durante el procedimiento diagnóstico, por lo común accesibles sólo por medio de los
tests de personalidad. (Durante el análisis, las fantasías conscfentes e inconscientes
proporcionan, por supuesto, la información más completa acerca de las partes
importantes desde el punto de vista patógeno de la historia de su desarrollo);
a) conflictos externos entre las acciones del ello-yo y el mundo objetal (creando un
temor del mundo objetal);
b) conflictos internalizados entre el yo-superyó y el ello después que las acciones del yo
han hecho. suyas las exigencias del mundo objetal y las representan para el ello
(provocando sentimientos de culpa);
c) la actitud general del niño hacia la ansiedad. Examinar hasta qué punto las defensas
del niño contra el temor del mundo externo y la ansiedad provocada por el inundo
interior están basadas exclusivamente en medidas fóbicas y en contracatexis que están
estrechamente relacionados con la patología; y hasta qué punto existe una tendencia a
dominar activamente las situaciones de peligro externas e internas, lo que constituye un
signo de una estructura del yo básicamente saludable y bien equilibrada;
IX. DIAGNÓSTICO
Finalmente, es tarea del examinador integrar los ítems mencionados más arriba y
combinarlos en una evaluación clínica significativa. Tendrá entonces que decidir entre
una serie de posibles categorías como las siguientes:
4. que existen regresiones de los impulsos como en el caso anterior, más regresiones
simultáneas del yo y superyó que conducen a trastornos como infantilismo, condiciones
limítrofes, delincuencia o psicosis;
6. que existen procesos destructivos (de origen orgánico, tóxico o psíquico, de origen
conocido o desconocido) que han interrumpido el crecimiento mental o están a punto de
hacerlo.