Sunteți pe pagina 1din 19

Respuestas del 1 parcial

Caracterización del abogado

Vocación: sentido de justicia

La abogacía es una profesión libre e independiente destinada a colaborar con la justicia

en su objetivo de concordia y paz social, mediante el consejo y la defensa de derechos e

intereses públicos y privados, aplicando criterios propios de la ciencia y técnicas jurídicas.

Abogar significa presentar y apoyar ante quienes han de juzgar las razones en favor de

una persona o de una causa, función principal del abogado, siempre unida al proceso

judicial. Legalmente se otorga esta denominación al graduado en derecho que ejerce con

habitualidad y profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de

procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico. El Código de Ética de nuestro país en su

artículo 6 expresa que es misión esencial de la abogacía el afianzar la justicia y la

intervención profesional del abogado, función indispensable para la realización del

derecho. Para llegar a ser un buen abogado se requiere de dos condiciones: una primera

y fundamental, vocación por la justicia, cultivada y permanentemente desarrollada,

porque no se puede dar a otros lo que no se tiene, después mucho después, sólidos

conocimientos de la ciencia jurídica de modo de hacer eficaz nuestro accionar. La

abogacía es una profesión que tiene su razón de ser y su basamento en el servicio a quien

nos llama en su auxilio.

La formación del abogado

La formación de un abogado requiere fundamentalmente dos cosas: el necesario

conocimiento de la ciencia jurìdica a través del estudio de buenos libros complementados

por las enseñanzas de buenos profesores, dedicados a la docencia, y del ejercicio de las

virtudes propias como son la justicia y la prudencia. Debe formarse el buen sentido, que
es como el ojo clínico del médico, para descubrir en la complejidad de las cosas, donde

esta lo justo, porque debe comenzarse averiguando con buen sentido donde está la justicia

y ya luego se encontraran los artículos confirmatorios del código. Ya lo dijo el célebre

romanista Bravard Veyrieres “ la rectitud de sentido y de juicio que sirviendo de guía en

el laberinto de las opiniones, hace presentir donde está lo verdadero o lo falso, ese golpe

de ojo que domina el problema, esa penetración que va al fondo de las cosas, esa

sagacidad que no deja escapar nada y que, en medio de las razones para dudar, distingue

las razones para decidir, ese arte profundo de argumentación que llega por deducciones

rigurosas a una demostración evidente, a una construcción irrecusable”. La formación

del abogado no se agota en la universidad. La abogacía es un quehacer, un arte que se

aprende haciendo, más allá de los libros. El título universitario acredita el estudio

suficiente de las materias comprendidas en la carrera de derecho, pero de ningún modo

que se está capacitado para actuar como abogado.

Virtudes que se requieren para ser un abogado

El campo propio de la abogacía es la justicia, en todo su accionar el abogado debe

procurar hacer justicia, con su consejo al cliente, en su labor dentro del proceso,

intentando evitar los litigios mediante soluciones extrajudiciales razonables. El abogado

debe destacarse en el ejercicio de esta virtud. Ser justo significa saber analizar las cosas

con la mayor objetividad, de modo que el propio interés no interfiera en las buenas

soluciones. Si es posible lograr una solución razonable, que pueda ser aceptable para

ambas partes, el abogado debe procurarla, aún con frustración de sus propias expectativas.

En nuestra profesión juegan intereses disimiles, todos son legítimos pero de distinta

jerarquía: deben primar los de nuestro cliente, luego procurar no dañar innecesariamente

los de la contraparte, y recién finalmente atender a los propios. No a la inversa. Respecto

a los honorarios profesionales, el abogado debe ser equitativo, no cobrar en demasía, sino
lo que corresponde en justicia al trabajo realizado, al tiempo, al monto del juicio, a la

responsabilidad puesta en juego. A veces ser justo significa cobrar menos a pesar de que

las leyes admitieran mayores emolumentos. Las leyes arancelarias contemplan supuestos

abstractos que a veces no se compadecen con la realidad, y pueden llevar en su concreción

a abusos que el abogado debe rechazar. A pesar de las leyes el abogado debe ser recto y

equitativo y no puede reclamar en concepto de honorarios sino lo que es justo. Traspasado

ese límite de justicia que nuestra propia conciencia debe imponer habremos caído en la

torpeza o en la injusticia, el abuso o la inequidad, que son precisamente los enemigos

permanentes contra los que debemos combatir.

Otra virtud de la que debe hacer gala un buen abogado es la prudencia. El abogado, debe

obrar con mucha prudencia en la atención de los intereses encomendados por el cliente,

mayor todavía cuando por cualquier circunstancia éste puso toda su confianza en el

letrado, dejó todo en sus manos, otorgándole amplios poderes decisorios. Prudencia en el

abogado, hace referencia, a confrontar su propio pensamiento con elementos más firmes

de modo de no llevar al cliente por caminos aventurados o de altos riesgos, y más aún

cuando el objetivo final no lo merece. También se refiere a un examen de costos, para

que el cliente pueda saber de antemano lo que tendrá que gastar en tiempo y dinero para

conseguir determinado logro; y por último prudencia se refiere a no conformarse, el

abogado con su propio criterio sino consultar con los que más saben, profesores

universitarios o especialistas.

Otra virtud indispensable para el ejercicio de la abogacía es la fortaleza. Para poder

emprender una alguna acción que supone un esfuerzo prolongado hace falta fuerza física

y fuerza moral. Fortaleza en lo que respecta a la firmeza del obrar. Se necesita tener

iniciativa, decidir y luego llevar a cabo lo decidido, aunque cueste un esfuerzo importante.

No ser indiferente, pues la iniciativa es un poco soñar con lo que podría ser mejor. En
general, acometer cuando se trata de aprovechar una situación positiva para mejorar

supone iniciativa y luego perseverancia. Por otra parte habrá que gobernar la osadía para

que lo que se hace se haga con prudencia, sin gastar los esfuerzos personales inútilmente.

La única manera de asegurarnos de que sobrevivimos como personas humanas, dignas de

este nombre, es llenarnos e fuerza interior, de tal modo que sepamos reconocer nuestras

posibilidades y reconocer la situación real que nos rodea para resistir y acometer,

haciendo de nuestras vidas algo noble, entera y viril.

El optimismo es otra de las virtudes que requiere el ejercicio de la abogacía. Supone ser

realista y conscientemente buscar lo positivo antes de centrarse en las dificultades.

Algunas personas son optimistas solo cuando las circunstancias le son totalmente

favorables, pero otras consiguen liberarse de la atadura de lo inmediato, fijándose más en

lo que persiguen. Ser optimista es poner confianza en la justicia, en los jueces, y no ver

solo los aspectos negativos.

Pero la virtud que se precisa en altísimo grado para poder ser un buen abogado es la

perseverancia, una vez tomada una decisión, llevar a cabo las actividades necesarias para

alcanzar lo decidido aunque surjan dificultades internas o externas o pese a que disminuya

la motivación personal a través del tiempo transcurrido. Perseverancia no es terquedad.

Se refiere a la superación de las dificultades que provienen de la prolongación del

esfuerzo en el tiempo, mientras que la constancia se refiere a la superación de todas las

demás dificultades. La perseverancia se relaciona con la necesidad de abstenerse de otras

actividades quizá más interesantes o divertidas. Se trata de prever con anticipación las

dificultades para poder enfrentarlas una vez que aparezcan. Un estudio inicial de la causa

resulta indispensable: examinar las pruebas, estudiar la doctrina y la jurisprudencia, de

modo de estar preparado a las contingencias previsibles. El vicio que se opone a la

perseverancia es la inconstancia, la dispersión de esfuerzos, el poner preocupación solo


en algunos momentos, distrayéndonos en muchos otros. Inconstante es quien, por

ejemplo, hace muy buenos escritos pero se muestra perezoso a la hora de las pruebas y

olvida notificar audiencias o diligenciar oficios, u omisiones por el estilo.

Otra virtud que debemos procurar profundizar es el orden: cuando en un estudio se llevan

muchos juicios, en el que los pasos procesales deben sujetarse a un ritmo preestablecido,

en el que vencen términos y fenecen derechos si no se los ejercita en tiempo, resulta

indispensable trabajar ordenadamente. Tener carpetas de cada asunto, divididas en

secciones: cartas, escritos, documentos. Controlar vencimientos de términos, llevar

agendas, listado de audiencias, etcétera. El orden significa organización. Ir a tribunales a

primera hora y no a las últimas, con las ventajas siguientes: los funcionarios y empleados

están bien descansados y atienden mejor, hay muy poco público y rápidamente nos

desocupamos, evitamos que la parte contraria se adelante o tome alguna ventaja como

primer conocedor de algún decreto, resolución, medida, providencia, etc. No dormirse

dentro de los plazos, dejando para mañana lo que puedes hacer hoy. Los días pasan muy

rápido, y la pereza de hoy se paga cara mañana. Cuantas veces el destino parece jugarnos

una mala pasada y surge un inconveniente tras otro para poder cumplir en término nuestro

compromiso. Dejar correr los términos hasta el último día tiene sus riesgos, pues no puede

preverse lo imprevisible.

En fin insisto en el orden, como herramienta indispensable para el ejercicio profesional.

El orden no puede faltar en el estudio de un abogado.

Conveniencia y/o necesidad del patrocinio letrado

La humanidad no ha encontrado nada mejor para ejercitar la defensa de las partes en el

proceso que los abogados libres, la abogacía es casi tan antigua como el hombre mismo,

y aún con altibajos se ha mantenido incólume, durante más de 20 siglos. En todos los
pueblos y civilizaciones han existido personas que por sus cualidades personales o su

especial preparación se encargaban de auxiliar a quienes desconocían las leyes o a los que

por cualquier otra razón eran incapaces de defenderse por sí solos. No bien surgieron las

leyes o preceptos, como la autoridad aún en sus formas más primarias, y fue menester

aplicarlas, obligando coactivamente a alguien a hacer o dar alguna cosa, o castigándolo

con una sanción por el quebrantamiento de aquellas reglas, surgió el juez, el proceso, y

con él la abogacía. El rol de los abogados fue siempre discutido e incomprendido por

muchos. Despertó recelos entre los que ejercían la autoridad por su empeño en pos de

objetivos que muchas veces desvirtuaban los fines del Estado: la defensa de los presos

políticos, la impugnación de leyes dictadas por el soberano que sin embargo atentaban en

contra de derechos individuales, el enfrentar al poder público en tantos aspectos como los

impuestos, restricciones al dominio, confiscaciones o expropiaciones, etc. Los abogados

no fueron nunca personajes simpáticos al poder, porque sus “miras” pequeñas e

individuales no correspondían a aquellos “grandes” objetivos públicos que los

gobernantes creen representar. A veces la antipatía hacia el abogado no solo proviene del

príncipe sino del propio pueblo. La defensa del enemigo público exige de parte del

abogado defensor un temple muy vigoroso. Todos tenemos derecho al auxilio de un

abogado, pero que poco se comprende esto en relación a esos odiados personajes. A lo

largo de la historia muchas veces se llegó a la supresión de la abogacía (la Revolución

Francesa, Napoleón, Federico el Grande de Prusia, los bolcheviques en 1918, etc.) pero

al poco tiempo debió restaurarse frente a la comprobación de los grandes males que su

desaparición comportaba. Cuestionada judicialmente la exigencia del patrocinio letrado

obligatorio, se ha declarado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación su

constitucionalidad: su carga no implica una restricción irrazonable del derecho de

defensa. Estimo, sin embargo, que no debe extenderse innecesariamente la exigencia más
allá de sus reales motivos de bien público. Me parece inconstitucional, por ejemplo, exigir

patrocinio letrado para simples actuaciones administrativas o requerir título de abogado

al perito inventariador o al partidor en el juicio sucesorio, etc. La obligatoriedad debe

corresponder a una real necesidad, no más allá. El abogado es un precioso colaborador

del juez, porque labora en su lugar para recoger los materiales del litigio, traduciendo en

lenguaje técnico las fragmentarias y desligadas afirmaciones de la parte, sacando de ellas,

la osamenta del caso jurídico para presentarlo al juez en forma clara y precisa y en los

modos procesalmente correctos; por donde gracias a ese abogado paciente que en el

recogimiento de su despacho interpreta, recoge y ordena los elementos proporcionados

por el cliente, el juez llega a estar en condiciones de ver de golpe, sin perder tiempo, el

punto vital de la controversia que está llamado a decidir. Es por esa colaboración

indispensable para los jueces que modernamente se ha impuesto el patrocinio letrado

obligatorio. No como una manera de generar mayores ingresos en favor de un sector

profesional, acreciendo los límites de su incumbencia, sino como un modo de que la

ciudadanía ejercite con plenitud el derecho constitucional de la defensa en juicio, y el

Estado pueda brindar el servicio de justicia a que está primordialmente obligado. Por otra

parte se comprobó que cuando el patrocinio letrado fue voluntario, en el exceso de

libertad, se produjeron muchos abusos, que ocasionaron graves perjuicios a los litigantes;

al amparo de él, surgieron los llamados aves negras, personas que actuaban en los

tribunales, sin título y por ende sin preparación y lo que es peor, irresponsables y sin

moralidad, que entorpecen la marcha de los juicios y explotan a los incautos que les

encomiendan sus asuntos, envolviendo en el descrédito a la abogacía y a la procuración.

La primacía del interés general sobre el particular otorga legitimidad al patrocinio letrado

obligatorio; el rol del abogado como auxiliar de la justicia que dejaría de cumplirse por

la sola voluntad de quien no desea ser auxiliado en el proceso, conllevaría el riesgo de un


daño social que es preciso evitar. Son los colegios profesionales los que deben velar

también por el saneamiento de la abogacía, interviniendo a través de sus tribunales de

disciplina en las denuncias que se le formulen en contra de sus colegiados. En la medida

en que funcione de veras un sistema de sana competencia, que fomente una mejor

preparación y dedicación, como aquellos incentivos y sanciones a que nos hemos referido,

la abogacía recuperará el prestigio que nunca debió perder. Cuando los abogados actúen

causas propias y aun cuando los tribunales no requieren en esos casos la presencia de otro

letrado, y permitan al letrado-litigante defenderse directamente o accionar contra otros

en los juicios en que sea parte, estimo que el juez siempre podrá exigirle el auxilio de otro

abogado.

Obligaciones del abogado para con su cliente

La primera obligación de un abogado es la de tener una verdadera actitud de servicio.

Etimológicamente ad vocatus significa ser llamado, ser requerido para la prestación de

auxilio por parte de quien se ve compelido a formular un reclamo ante los tribunales o a

defenderse en ese mismo terreno, o por el que sufre una situación de injusticia que desea

revertir o, en fin, por quien desea conocer cuál es su situación legal en una determinada

circunstancia o precisa de un consejo autorizado. Llamados a prestar ayuda debemos en

principio prestarla, aceptando la tarea encomendada, salvo que existan circunstancias

especiales que nos inhiban de intervenir en el caso. Solo cabe rechazar el encargo cuando

exista un impedimento moral grave, como ocurre con el juicio de divorcio vincular para

el abogado católico, o cuando deberíamos asumir una postura absolutamente contraria a

nuestras convicciones más caras o en temas en los que hayamos asumido públicamente

otra tesitura. Debemos rechazarla también cuando tenemos algún interés particular en el

caso o cuando cualquier circunstancia de parentesco, o amistad pudiera afectar la

necesaria libertad moral para dirigir y atender el proceso. También cuando ya actuamos
en defensa de otro. Obviamente no podríamos intervenir representando a actor y

demandado, ni so pretexto de procurar una conciliación. Tampoco podríamos defender a

dos codemandados cuando de alguna manera tienen entre sí intereses contrapuestos, es

contraria a la ética la conducta del letrado que patrocina dos intereses sino contrapuestos,

al menos distintos, manejados profesionalmente con especial cuidado, respecto de un

codemandado, en desmedro de igual atención hacia los demás puestos bajo su única

dirección. Se justifica también el rechazo de causas que exigen una preparación especial

que no poseemos, cuando una derivación del caso a un especialista pueda resultar más

conveniente al requiriente. Pero debemos cuidar que nuestra negativa no sea fruto de

pereza o comodidad o de nuestra vanidad o codicia, del mirar con menosprecio las

pequeñas causas (talvez muy grandes para quien las sufre), de temer empequeñecernos o

malgastar nuestro tiempo sin recompensas materiales importantes. Por el contrario, el

atender esas causas nos engrandece, oxigenan el ambiente demasiado cargado de

materialismo; más que hacer un bien nos hacen bien. Nada hay más reconfortante que ver

a un gran abogado poniendo todo de sí para defender a quien carece de capacidad

económica para pagar esos servicios. En principio no tenemos obligación de expresar los

motivos que nos mueven a la aceptación o al rechazo del caso, salvo que se trate de un

nombramiento oficial, judicial o del Colegio de Abogados, en que la declinación debe ser

justificada.

La segunda obligación del abogado, íntimamente ligada a la primera, es la de examinar

el problema que se le presenta con detenimiento de modo de convertirse frente a su cliente

en el primer juez de la causa. Este estudio a fondo, debe hacerse antes de asumir la defensa

en el terreno judicial (o administrativo) de modo de poder disuadir a quien no tiene razón,

evitándole así un mayor desgaste de tiempo y dinero (a la par de malos ratos) y prestando

al mismo tiempo una ayuda indirecta a los tribunales judiciales que se liberan de la carga
de una demanda infundada o carente de razonabilidad. Para hacer este examen el abogado

debe solicitar al cliente le haga conocer todos los antecedentes del caso de modo de poder

extraer de su relato las pautas para la demanda o defensa, y especialmente cuáles serán

los medios probatorios que se usarán en el proceso, procurando la mayor exactitud en la

valoración de esas probanzas, tal como el mismo juez deberá hacerlo al momento del

dictado de la sentencia. Sería inútil, pues, interponer una demanda judicial si luego en la

etapa probatoria del proceso no podrían aportarse las pruebas indispensables para que

aquella pueda prosperar. El examen de la causa debe hacerse antes de asumirla y

realizarse con la mayor objetividad posible. Valorar –como posteriormente lo hará el

propio juez- tanto las razones de su cliente como las que podrá esgrimir la parte contraria

y decidir con la mayor prudencia posible.

En tercer lugar el abogado está obligado a prestar a su cliente el mejor de los servicios,

efectuando un estudio prolijo del tema, redactando los escritos con corrección, convicción

y prolijidad formal, ejecutando todos los actos procesales que es menester cumplir, en el

tiempo oportuno, de modo que verdaderamente sirvamos o auxiliemos y no

compliquemos ni hagamos más daños (ya que el litigio es suficiente daño).

El abogado está obligado a asumir la defensa de su cliente con el mayor vigor posible, sin

contemplaciones, aunque con corrección. No debe pretender ser imparcial en una causa

en la que justamente se lo ha buscado para ser parcial, defendiendo a una de las partes.

Debe iluminar con la mayor luz los argumentos que favorezcan a su cliente y empalidecer

los de la contraria; resaltar las pruebas aportadas por su parte y quitarle trascendencia a

los de su contendor. Será el juez, el verdadero imparcial, quien sopese argumentos y

valore las pruebas para el dictado de una sentencia justa. El abogado debe ser parcial y

solo así cumple a la vez con el deber de defender bien al litigante que le ha encomendado

su defensa y con el deber de presentar al juez todas las razones posibles favorables a una
parte. En la defensa de nuestro cliente debemos extremar utilizando todos los recursos

que la ley admita. Tratándose de los recursos ordinarios, estamos obligados a plantearlos;

en cuanto a los extraordinarios debemos utilizarlos también si advertimos posibilidades

ciertas de éxito, aunque resulta conveniente reexaminar la causa junto con el cliente,

haciéndole conocer los mayores gastos que devengaría, etcétera, de modo que sea el

cliente y no nosotros quien resuelva en definitiva. Una obligación permanente del

abogado es actuar con vigor, pero con frialdad profesional. De ninguna manera dejarnos

ganar por el apasionamiento del cliente. Hay que ponerse la camiseta del cliente, pero

nunca que la camiseta se nos meta dentro del alma y nos cambie, porque tal deformación

conlleva a un doble daño: a nosotros mismos que dejamos de ser lo que somos, con

desmedro de nuestra verdadera personalidad, y a nuestro cliente y a la propia sociedad

que requiere de abogados independientes, o sea libres de pasiones, que puedan mirar

siempre, al comienzo y durante todo el transcurso del proceso, con la objetividad

necesaria para adoptar las posturas que mejor convengan, conciliar, transar o aún

allanarse sabiendo evitar males mayores. Tales actitudes solo se pueden lograr mediante

el auxilio de letrados que actúen como verdaderos abogados y no como partes. Que su

saber y su criterio jurídico se mantengan incólumes de las pasiones del cliente, de modo

que ellas nunca puedan gobernar el proceso. Se ha dicho con toda razón que el cliente es

quien decide la iniciación del proceso, pero que los abogados son los responsable de su

conducción. De ninguna manera el abogado debe convertirse en sirviente del cliente,

poniendo su saber al servicio de las pasiones o de intereses espurios. Cuando así ocurra

el abogado debe retirarse de la causa. Por el contario es el abogado quien poco a poco

debe llevar a su cliente a la normalidad. Con paciencia le hará comprender que a la par

de sus razones existen otras, también valederas, que su contradictor esgrime con justicia.

Que el caso puede verse con una doble óptica, y que es tan legítimo un punto de vista
como el otro. Cuando se avanza en esa dirección el cliente se ve liberado de una carga,

aprende a mirar las cosas con mayor amplitud u objetividad, y su espíritu empieza a

inclinarse a dar término al litigio mediante un convenio razonable. Para el logro de una

conciliación se requieren dos buenos abogados, que con paciencia la hayan procurado.

Cuando todo está envuelto en la ofuscación de las pasiones, el arreglo resulta imposible.

La paz es siempre el fruto de espíritus serenos. El abogado está siempre obligado a

procurar poner fin al litigio, en forma amigable, evitando la palabra final de la sentencia

definitiva. Desde luego su sola voluntad no puede imponer un arreglo no querido por su

cliente. Es este último quien en definitiva limitará sus pretendidos derechos. Los mejores

abogados no son los que ganan los que ganan los juicios, son los que le ponen fin

anticipadamente, haciendo que sea el propio cliente quien dicte su propia sentencia. Como

las “tomas de decisiones” fundamentales corresponden siempre al cliente –iniciar el

pleito, arreglarlo, terminarlo, desistirlo, etc.- el abogado a cuyo cargo se encuentra la

estrategia y el desarrollo técnico del proceso, tiene el deber de mantenerlo informado de

modo que pueda decidir en tiempo y con pleno conocimiento lo que estime más

conveniente para sus intereses. El abogado que toma decisiones fundamentales por propio

arbitrio, despoja a sus clientes de derechos que le pertenecen con exclusividad; tanto el

de propiedad como el de resguardo a la intimidad aparecen violados. La conveniencia de

un arreglo debe ser analizada por el cliente quien es el único que puede adoptar una

resolución sobre el particular. El abogado necesariamente ha de consultar sobre cualquier

propuesta que se le formule por la contraparte, aunque el cliente no tenga posibilidades

económicas de acceder a alguna de las alternativas. Faltaría a su deber el abogado que

estimando muy conveniente una propuesta de arreglo la acepta sin previa consulta a su

cliente. Quitas o formas de pagos son renuncias que solo atañen al titular del derecho y
no al abogado. El abogado es un profesional independiente que puede libremente retirarse

de un asunto cuando las decisiones del cliente le parezcan inaceptables.

Obligaciones del abogado como auxiliar de la justicia

El abogado además de ser el defensor de su cliente es un auxiliar o colaborador de la

justicia. En el primer caso su rol es de estricto derecho privado, las relaciones con su

cliente giran en el terreno puramente contractual; en cambio, entra en el terreno del

derecho público su función de colaborador del juez. Es que no resulta indiferente al bien

público la actuación del abogado dentro del proceso. Hacer justicia, procurando dar a

cada uno lo suyo, es una de las funciones eminentes del Estado, y todo lo que a ella

concierne es misión de gobierno. La abogacía es, pues, una tarea de interés público al

estar íntimamente ligada a uno de los primeros objetivos fundamentales del Gobierno.

Por eso se ha dicho con razón que esta profesión, aunque no configure el ejercicio de una

función pública en sentido propio, tiene una particular relevancia publicista. De allí el

poder disciplinario de los jueces en relación a los abogados que intervienen en el proceso,

de allí también el dictado de leyes que reglamentan la profesión de abogado, la

organización del colegio profesional, de los tribunales de disciplina, etc. Los abogados

como auxiliares de la justicia deben esforzarse en obtenerla, priorizando siempre el

objetivo final que los llevó a abrazar el derecho como misión. En tal sentido, vamos a

anotar algunas obligaciones que en ese sentido deben asumir. En primer término el

abogado contrae un deber de lealtad para con el juez que se traduce en no engañarlo, es

decir actuar con honradez en relación a la exposición de los hechos y al material

probatorio que se aporta al proceso. El falseamiento comporta una actitud ilícita e

inmoral, un verdadero fraude. Se debe actuar con lealtad procurando que el juez reciba

de ambas partes, por igual, todos los elementos que le son menester para el dictado de un

fallo justo. El abogado es responsable individual o solidariamente con su cliente de


reclamos o defensas temerarias, debiendo cargar con las costas provenientes de su

accionar. Está obligado a resistir la pretensión de su cliente, temeraria o maliciosa, pues

su obligación primordial es impeler el procedimiento con un carácter ético y profesional.

Los abogados tienen para con el juez o tribunal de justicia el deber de filtrar el reclamo

de sus defendidos de modo de despojarle de todo apasionamiento y presentarlo conforme

las exigencias de la ciencia jurídica. Esto es lo que los jueces esperan de los abogados de

las partes en litigio, como ayuda para el dictado de la sentencia final, deber que tienen

todo el derecho de exigirlo imperativamente, adoptando las medidas disciplinarias que la

ley les concede a ese fin. El abogado debe expresarse frente al juez –ya sea lo haga a

través de escritos o in voce- con corrección técnica. El derecho es una ciencia, que tiene,

como todas, su propia terminología y es necesaria utilizarla con precisión. Cada acción

por ejemplo, debe ser llamada por su nombre y no es dable pensar que el abogado pueda

confundir una con otra. Se debe ser conciso y no hacer perder tiempo a los jueces que al

lado de nuestro pleito tienen otros muchos que atender. Sobre todo, los escritos de

demanda, contestación y pruebas deben ser especialmente concisos y precisos, de modo

que el juez pueda rápidamente conocer con exactitud cuál es el reclamo, cuales las

defensas, y cuales los elementos probatorios. En el alegato, el abogado puede explayarse,

glosando todos los elementos introducidos ya en el proceso, profundizando la cuestión

jurídica planteada, examinando su tratamiento por la doctrina y la jurisprudencia, aunque

recordando siempre que el alegato está destinado al juez más que a la lectura del cliente,

o a nuestro lucimiento personal. Por supuesto, a pesar de que es nuestra obligación

defender la postura de nuestro cliente con vigor y fuerza, nunca debemos perder estilo y

caer en la torpeza o en el agravio personal hacia la contraparte, sus abogados o en contra

del juez o de los funcionario judiciales. Tal actitud comporta una grave falta a nuestro

deber de “colaborar con la justicia”, pues habríamos trastocado en perturbación la


colaboración exigida. Es necesario tener confianza en el juez que va a resolver una causa

y mostrarle esa confianza en todo momento. Si se duda de su imparcialidad debe

recusársela y en tal sentido siempre he sido partidario de la amplitud de la recusación –

sea con causa o sin causa- de modo que los litigantes tengan la mayor seguridad en cuanto

a la conducta equidistante e imparcial del juez, le otorguen su confianza y le permitan

realmente procesar con la mayor libertad. El abogado no solo debe guardar una actitud

ética respecto al juez, sino que esa misma conducta debe ser observada en las relaciones

con el colega de la contraparte. Los litigantes en su ofuscación suelen ver demasiadas

complacencias entre los abogados y hasta llegan a preferir las actitudes torpes a las

cortesías. Explicar sí al cliente cuál es su función y cual la del letrado de la contraria,

recordarle que “lo cortés no quita lo valiente” y que se puede ser muy firme, y al mismo

tiempo obrar con cordialidad. Debe hacerle comprender también la utilidad de poder

servirle en alguna oportunidad de puente, “conectando con el abogado dela contraria. Que

esa comunicación siempre resulta útil, y puede permitir un arreglo, una transacción, una

conciliación, que en muchísimos casos suelen resultar más beneficiosas que una

sentencia. De otro costado, estimo que los colegios profesionales deben ser muy severos

con sus asociados respecto a su actuación profesional, eliminando a quien malversan

dinero de sus clientes, falsean sus informaciones, o utilizan su título de abogado para

defraudar al público, de una u otra manera. Los jueces deben sancionar también a los

profesionales que actúan indecorosamente dentro del proceso judicial, perturbándolo, o

advierten una actitud despreocupada o negligente que cause daño a su defendido. El

público debe colaborar también denunciando infracciones e inconductas de modo de

posibilitar la necesaria depuración. Pero no solo debe exigirse al juez o al abogado

corrección en los tribunales o en su Estudio, congruente con sus respectivos roles

profesionales, sino también una vida privada decorosa y digna que prestigie a la profesión.
El tener buena conducta, primer requisito para pertenecer a un colegio de abogados y

ejercitar la profesión, no debe quedar limitado a la presentación de un certificado policial

que cualquiera consigue. Se debe tener realmente buena conducta y en toda la vida

profesional debe mantenérsela. No es posible mantener “mala conducta” y ser a la vez

juez o abogado; tal dualidad de vida resulta inadmisible. Difícilmente se dé por otra parte.

Quien lleva una vida privada desordenada seguramente trasladará su desorden a su

escritorio o despacho y faltará también a los más primordiales deberes profesionales. Solo

quien ejercita normalmente la rectitud de vida en su hogar otorga seguridad en su vida

profesional. No estamos acostumbrados a esas exigencias. Parece que atentan contra la

libertad personal. Que cada uno pueda hacer lo que quiera con su vida. Pero olvidamos

que debemos cuidar a la sociedad en primer término y que para prestarle un servicio de

justicia de calidad debemos cuidar la calidad personal de sus agentes. Todos tenemos, por

supuesto, el derecho de elegir nuestra propia vida, pero si queremos ser abogados o jueces

debemos mantenernos siempre dentro de límites severos de corrección, honradez y

decoro. Es difícil el tema, pues los colegios profesionales actúan a base de una denuncia

concreta, y no tenemos el hábito –por el contrario, suele estar mal visto- de denunciar. El

reclamo, la protesta, la denuncia son incómodos pero hay que acostumbrarse a realizarlos

(y a receptarlos) cuando corresponde como protección social. A la abogacía y a la justicia

en general le falta también esa debida colaboración pública, del cuidado por parte de la

ciudadanía. Por último, el abogado debe abstenerse de publicitar sus servicios

profesionales en un tono comercial. En todas las normas positivas de ética profesional

suele encontrarse este deber del abogado, que demuestra el espíritu con que debe

encararse la profesión: no de vender un servicio sino de prestarlo percibiendo o no el

honorario que corresponde al trabajo prestado.

Obligaciones del abogado para con sus colegas profesionales


Es un deber del abogado mantener con sus colegas un trato cordial, de respeto mutuo, de

consideración a su labor profesional. En un pleito se enfrentan los intereses de dos partes

distintas, y en la defensa de ellas intervienen dos abogados que a la par de procurar el

triunfo de sus defendidos deben estar empapados de un sentimiento de justicia y luchar

por el derecho. Ambos cumplen idéntico rol –procurar que el juez, a través de un proceso

correcto, pueda hacer justicia en el caso-, aun cuando lo hacen desde dos ángulos

diametralmente opuestos- la defensa de los contendientes. Los abogados no son partes en

el pleito. Son solamente profesionales, ocasionalmente colocados el uno frente al otro que

con su saber y su experiencia procuran que los derechos de sus defendidos, como las

deficiencias de sus oponentes, cobren el mayor brillo. El rol idéntico que los abogados de

ambas partes cumplen en el proceso debe moverlos al respeto del colega. Es la base para

respetarse a sí mismos. Debe reinar la confraternidad entre los colegas que es algo más

que una estimación recíproca; hermandad de los que han aceptado las mismas reglas de

vida, del compartir lo que Peguy llamaba el honor del mismo fuego. Los abogados

prestigiosos son respetados por sus clientes, por los jueces, por sus colegas, por la

comunidad en general. Cuando ese prestigio y ese respeto se pierden el verdadero rol del

abogado no puede ya cumplirse eficazmente y nos convertimos en “operadores” o

“loobistas” de nuestros clientes, que nos usan en “perturbadores” de los jueces, que no

nos escuchan, en “enemigos” de los abogados contrarios, que nos detestan, en leguleyos

a los ojos del pueblo para quien solo servimos para trampear la ley –hecha la ley, hecha

la trampa- o “enredadores” que conseguimos enturbiar lo que está claro y hacer gruesos

expedientes de las cosas más sencillas. Para que esto no sea así es indispensable respetar

y hacer respetar a la abogacía como institución, sus nobles objetivos de justicia, sus fines

públicos de colaboración con el juez. De ningún modo dejar deslizar frases ofensivas que

desmerezcan al eventual colega; en principio en los escritos se debe hablar en nombre de


la parte, y los abogados deben pasar desapercibidos en la polémica. El hábito de

tolerancia, el trato cotidiano crea un sentimiento de recíproca estimación entre los

abogados, la que no puede debilitarse por la fuerza o energía que el adversario pone en la

defensa de su cliente. Los combates judiciales no deben dejar heridas: los abogados deben

limitarse a defender sin animosidad y sin pasión. Se debe ser moderados y corteses al

refutar a su adversario, sin utilizar ni la injuria ni la ironía, que si la primera actúa como

un torpe mazazo, la segunda hiere al modo de un agudo y sutil estileto. La solidaridad

tiene un ámbito muy especial que son los colegios de abogados, de profundas raíces

históricas, destinados a fomentar un clima de compañerismo y ayuda mutua entre los

colegios como a defender el interés general de la abogacía procurando se mantenga dentro

de los límites del honor y la dignidad. Los hay obligatorios y los hay libres. Los primeros

cumplen un rol de derecho público al tener a su cargo el control de la matrícula y el

funcionamiento del tribunal de disciplina que juzga las faltas a la ética que cometieran

los colegiados. Indudablemente tienen una fuerza mayor que los colegios libres porque

su representación es mayor, aunque corren el riesgo de una excesiva politización y su

instrumentación por los partidos y facciones. En general los colegios se han ocupado

preferentemente de la preparación de los abogados, mediante cursos complementarios,

conferencias, revistas jurídicas, etc., de modo de completar la preparación que el

profesional adquiriera en su paso por la universidad. Han procurado crear ámbitos

favorables para estimular la confraternidad de los colegiados, de formar buenas

bibliotecas que complementen los libros básicos que conforman las normales de cualquier

Estudio Jurídico, etc. En tal sentido puede decirse que los colegios profesionales han

desarrollado una tarea eficaz. Sin embargo y a pesar de sus esfuerzos la calidad de la

abogacía ha decaído notoriamente, como lo venimos expresando en este libro, del mismo

modo que el nivel de la magistratura ha descendido también. Los colegios no han podido
evitar las designaciones de jueces por meras razones políticas más que funcionales, como

tampoco se ha cuidado suficientemente la calidad de los colegiados, la buena conducta

del abogado tanto en su vida pública como en la privada, en su estudio o en los tribunales.

Desde ya que no culpo por ello solamente a quienes gobernaron los colegios sino

especialmente al gremio, al conjunto de los abogados, a la sociedad toda, que poco hizo

para mantener la excelencia profesional que los tiempos requerían.

S-ar putea să vă placă și