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A 80 años de su muerte: ¿por qué Freud nos rompió

la cabeza?
https://www.clarin.com/viva/80-anos-muerte-freud-rompio-cabeza-_0_hICGDbp7.html

Edgardo Scott, escritor y psicoanalista, reflexiona sobre el legado del


padre del psicoanálisis: una forma de pensar y tratar los misterios del
ser humano.
A menudo me acuerdo de Sigmund Freud, así que el ochenta aniversario de su muerte es un énfasis y una
excusa formal para el recuerdo. Y justamente lo recuerdo cuando me olvido de algo. Una insignificancia,
como les pasa a todos; dónde puse las llaves del auto, qué había venido a buscar a la heladera, qué me estoy
olvidando de comprar en el supermercado. Es decir: Psicopatología de la vida cotidiana. Un ensayo de 1901. Y
en particular, esa maravilla que es el texto Olvido de nombres propios. Ahí Freud se da cuenta de que la primera
pista para recuperar un recuerdo son los reemplazos, los torpes sustitutos que entrega enseguida nuestro
lenguaje, las primeras asociaciones erradas que aporta la conciencia. Porque uno olvida un nombre, pero
siempre le vienen de inmediato otros que sabe no son, y se arma una divertida y breve y frustrante pequeña
intriga policial. Y hablando de policía. En 2014 un ladrón inglés quiso robar el jarrón griego con las cenizas
de Freud y su esposa, Martha Bernays. Por suerte el ladrón falló. Pero el deseo estuvo. ¿Qué hubiera
interpretado Freud de un acto semejante? ¿La legendaria tradición de piratería de los ingleses? El jarrón griego
vuelto urna se la había regalado la princesa Marie Bonaparte.

Freud murió el 23 de septiembre de 1939, en Londres, de un duro cáncer en la boca que venía
arrastrando desde hacía años. Pero se sabe que no hay inscripción de la muerte en el inconsciente que él
descubrió, apenas pulsión de muerte, y los aniversarios y las efemérides son otra cosa: son un acto de
memoria, de justicia, a veces vía el remordimiento, y siempre dicen más sobre el presente y sobre la vida.
Si queremos y debemos recordar a Freud a 80 años de su muerte es porque queremos evocarlo, porque
queremos hablar de él, con él, sobre él. Y que esa conversación siga viva.

El inconsciente y el poder

“Dios es inconsciente”, dijo Jacques Lacan; después de Freud, claro, el psicoanalista más famoso. Tal vez –o
también– porque como Dios, el inconsciente está en todos lados y en ninguno a la vez. Cuando en el CBC, en
las primeras clases, una profesora explicó que el inconsciente no estaba en ningún lado sino que era apenas una
operación intermitente, un efecto, es decir que acontecía, irrumpía e interrumpía el constante acaecer psíquico
del sujeto, para mí fue como si un mundo borroso y empañado se despejara y ahora, nítido, por fin se dejara ver.

Porque Freud no era el único que había investigado al inconsciente, ni siquiera podría decirse que él inventó el
concepto. Pero sí generó una teoría a partir de su explicación y sobre todo de su uso, ya que entre todos
“los” inconscientes que estaban dando vueltas, el de Freud, era sexual. Y esa es, en verdad, la revolución. El
tema, podría decirse, no es que el inconsciente exista o no. El tema es que el inconsciente sea un efecto de la
sexualidad, del choque de las pulsiones del sujeto con la cultura.

Pero Freud nos dejó entrever un doble fondo respecto de esa relación, porque lo cierto es que cuando hablamos
de cualquier cosa, ahí subyace o espera la sexualidad, pero también cuando hablamos, o queremos hablar,
literalmente, de sexualidad, hablamos de otra cosa. Varias veces, de placer y de placenteras y narcisistas
imágenes paganas, pero también, muchas veces, fuimos sabiendo –y eso se lo debemos un poco más a Foucault,
gran lector de Freud–, hablamos de poder.
Las críticas y los aviones

Es un tanto divertido cuando todavía surgen críticas y críticas a Freud y al psicoanálisis. Desde luego que se lo
puede criticar, no es un dogma, no es una religión. Es apenas una práctica. Y, como fue dicho, un invento. Un
invento que ya está absolutamente incorporado en la lengua y en la cultura. De modo que criticar al
psicoanálisis (criticarlo en tanto rechazarlo, negarlo, procurar su destrucción) es un poco como criticar a
los aviones, a los ascensores.

Por supuesto, Freud fue el primero en darse cuenta de lo que su invento estaba generando, y lo pasó también por
el filtro de su exploración, por el filtro mismo del análisis. Lo llamó resistencia. Las resistencias al
psicoanálisis. Y en esas resistencias halló la clave de acaso el concepto clave del psicoanálisis en tanto
terapéutica, en tanto tratamiento: la transferencia.

El último año y la Gestapo

El último año de su vida, Freud lo pasó en 20 Maresfield Gardens, en un bello y apacible barrio residencial casi
en las afueras de Londres. Vivió ahí poco más de un año, acompañado por su mujer, su perro, y su hija más
pegada y discípula, Anna Freud.

Hizo traer sus estatuillas egipcias, su diván, algunos libros y poco más, del mítico consultorio de Berggasse 19,
en Viena. Los nazis –que después asesinaron a cuatro de sus hermanas que no llegaron a emigrar– le pidieron
que hiciera expreso el buen trato que le habían dado. Es legendaria su ironía: “Recomiendo altamente el trato
de la Gestapo a cualquier otro interrogado”.

Los sueños y los sueños

Bien mirado, no está mal que una teoría empiece por un sueño y con el siglo. Así es para el psicoanálisis. Más
allá de las pinturas de Dalí, Picasso y de todas las aplicaciones más o menos programáticas de los surrealistas,
Freud hace del sueño ni más ni menos que un texto. Un texto disponible para la interpretación, para el
desciframiento. Un mensaje que, según la lectura, tiene tanto de realidad como de deseo.

Mucha gente todavía sigue pensando que el psicoanálisis, y por ende el psicoanalista, puede interpretar, revelar
la verdad de un sueño a partir de tal o cual elemento. Ojalá fuera tan fácil. Aunque el misterioso poder de los
sueños no deja de impresionar. Paul McCartney dijo que trajo de un sueño la melodía de Yesterday. Freud no
fue menos, escribiendo uno de los libros más importantes del siglo XX, La interpretación de los sueños, a causa
de un sueño con su padre muerto.

Freud, las ratas y yo

Vivo en París desde hace algunos años. Ahora camino con mi mujer y mi hijo, una noche de verano; está todo el
mundo afuera. Los appartements parisinos son siempre muy chicos y, como domina el frío, no usan ni están
acostumbrados al aire acondicionado.

Caminamos de vuelta a casa por la orilla izquierda del Sena, donde hay pistas municipales para bailar salsa,
tango, charleston, y donde los disimulados vendedores ambulantes de cerveza y vino intentan esquivar a la
Préfecture.

Entonces llegamos a la altura de la Gare d’Austerlitz, y yo me digo que poco más allá está la Salpétrière, el
también célebre hospital psiquiátrico donde impartía sus cursos sobre hipnosis Jean-Martin Charcot. Los cursos
que tomó Freud, cuando ya estaba en vena, cuando el psicoanálisis y el cambio radical de su vida ya
estaba en ciernes. El maestro, la magia que necesitó aprender y abandonar para decir lo suyo.
Entonces imagino a ese joven Freud caminando por acá mismo y, desde luego, tomando algún tren en la
estación, y también yendo río arriba hacia el Quartier Latin. Y hay algo que nos une, incluso que nos hermana
en el tiempo, más allá de la ciudad y su persistente atmósfera fatal de museo, más allá de la profesión. Son las
ratas. Las ratas que de noche son legión y que si en pleno siglo XXI París todavía no logra controlar, no
quiero imaginar lo que sería en tiempos de Freud.

Imagino entonces a Freud observando a las ratas, y pienso si habrá pensado en ellas, en estas ratas parisinas,
cuando después escribió uno de sus historiales más conocidos, El hombre de las ratas, que estableció las
coordenadas clave, nada menos, que de la neurosis obsesiva. Esa patología que puede unir a Hamlet y a
Woody Allen y a Karl Ove Knausgard.

Por algún motivo, sospecho que cuando Freud escribió ese historial, recordó estas ratas de París, esta plaga, esta
peste urbana, para la mayoría repugnante, y a la que nunca terminaremos de acostumbrarnos. “Les traigo la
peste”, había dicho, por otra parte, cuando llegó por primera vez a Estados Unidos.

Salvo los locos y los poetas, los hombres inventaron el avión para volar. Con todos los costos y molestias que
eso implica: pasajes, pasaportes, aduanas. Y también inventaron el psicoanálisis, una plaga, una peste,
soñada y diseñada primero por este judío sin dios para soportar o curar toda clase de pestes, sin culpar al
vecino, comenzando por casa, por nosotros mismos.

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