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Scripta Nova

REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES


Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIII, núm. 298, 1 de septiembre de 2009
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-298.htm

IMAGEN CARTOGRÁFICA E IMAGINARIOS GEOGRÁFICOS. LOS LUGARES


Y LAS FORMAS DE LOS MAPAS EN NUESTRA CULTURA VISUAL

Carla Lois
Universidad de Buenos Aires

Recibido: 20 de noviembre de 2008. Devuelto para revisión: 14 de mayo de 2009. Aceptado: 30 de julio de 2009.

Imagen cartográfica e imaginarios geográficos. Los lugares y las formas de los mapas en
nuestra cultura visual (Resumen)

El interés creciente por el análisis de las imágenes y la visualidad en las culturas


contemporáneas ha dado lugar a lo que se denomina visual turn, una revisión de lo visual en
casi todas las disciplinas[1]. La geografía no es la excepción: diversas revisiones de la
tradición geográfica coinciden en recuperar la relación entre visualidad y conocimiento
geográfico. Por un lado, esos análisis asumen que una de las tareas de los geógrafos ha sido
desarrollar lenguajes visuales que expresaran gráficamente las concepciones y experiencias
espaciales. Por el otro, dentro de esa tradición visual que se le reconoce a la disciplina, la
cartografía ha ocupado un papel destacable: tanto entre los geógrafos como fuera de la
comunidad académica, el mapa es unánimemente aceptado como uno de “los dispositivos
visuales convencionales de la geografía.

Este trabajo examina las potencialidades y las limitaciones asociadas a la propuesta de pensar
la imagen cartográfica como parte de la cultura visual contemporánea desde un enfoque
que comparta las claves del debate con otros campos de saber que también examinan
imágenes.

Palabras clave: imagen, mapa, imaginarios geográficos, cultura visual.

Cartographical image and geographical imagery. Places and shapes of maps in our
visual cultura (Abstract)
Increasing interest about images and visuallity in contemporary cultures took shape to a
perspective called “visual turn”, which basically calls to the attention for a visual re-
examination of almost all disciplines[1]. Geography is not an exception: several revisions of
the geographical tradition agree with the necessity to highlight the relationship between
visuallity and geographical knowledge. On the one hand, those analyses assume that one of
the geographer’s tasks has been to developed visual languages to express spatial conceptions
and experiences in graphic terms. On the other hand, within that accepted visual tradition in
Geography, Cartography has been given a remarkable place: as for geographers as for the
general audience, the map is unanimity accepted as one of the most conventional visual
device in Geography.

This article aims to examine potentialities and limitations of conceiving the map conceived as
part of the contemporary visual culture and then sharing methods and theoretical debates with
other fields of knowledge that also examine images.

Key words: image, map, geographical imagery, visual cultura.

Cuando el astronauta John Glenn regresaba de su primer vuelo orbital expresó con
perplejidad: “I can see the whole state of Florida just laid out like on a map”[2]. A pesar de la
excepcionalidad del punto de vista que tenía Glenn en esa oportunidad, su comentario
sintetiza y expresa un modo de percibir los mapas ampliamente compartido en gran parte de
las sociedades modernas: parece que los mapas mostraran el mundo y, más todavía, esa
posibilidad de visualizarlo que ofrecen a menudo nos lleva a olvidar que, en realidad, nunca
tuvimos la oportunidad de observarlo con nuestros propios ojos. La anécdota de Glenn ilustra
la elocuencia que han tenido y tienen los mapas para organizar nuestras ideas sobre un objeto
que creemos conocer (la Tierra o porciones de ella) aunque, curiosamente, jamás vimos.

Esa elocuencia de las cartografías ha sido desgranada analíticamente por muchos especialistas
interesados en entender el funcionamiento social de los mapas. Todos parecen coincidir en un
punto: el “poder de los mapas” radica en que todo mapa “sirve a intereses” aunque es
perfectamente capaz de enmascararlos[3]. Pero hace tiempo que se ha abandonado la obsesión
por develar la mística panóptica y hasta conspirativa que parecía haberse infiltrado en los
mapas desde que la cartografía se consolidara como una práctica estatal en el siglo XIX.
Incluso se ha resaltado que “los intereses que sirve el mapa pueden ser los suyos” y que
“cualquiera puede hacer un mapa”[4]. No obstante ello, estas asunciones no alcanzan a
trasvasar fuera de un núcleo relativamente reducido de especialistas. Por el contrario, tanto el
público en general como los cientistas sociales siguen mostrándose bastante pasivos frente a
los mapas. Así, la metáfora del mapa como ventana ha dejado de ser una figura retórica y se
ha vuelto una forma de mirar los mapas: se cree que se mira a través del mapa para ver otra
cosa, pero el mapa en sí por momentos parece invisible. Si bien nos interesa más
específicamente examinar qué vemos en el mapa y cómo vemos de nuestro mundo en los
mapas, tal vez todavía tenemos que empezar un poco más atrás: ¿vemos el mapa? ¿o vemos el
mapa y creemos ver el mundo?
Este trabajo se afirma sobre dos premisas básicas. Por un lado, se asume la convicción
generalizada de que vivimos un tiempo de imágenes. No consideraré aquí todos los otros
“tiempos de imágenes” que aparecen si miramos hacia atrás (la historia moderna está saturada
de “tiempos de imágenes”, tiempos en los que la imagen tomó nuevas formas –gracias a la
perspectiva, la imprenta, la fotografía, el cine, etc.- y adquirió un nuevo protagonismo en la
sociedad, sin contar los efectos que tuvieron el telescopio y el microscopio como dispositivos
de visualización de objetos y fenómenos que no podían percibirse a simple vista). Tampoco
discutiré la solidez de la presuposición de que vivimos en una sociedad “oculocéntrica”
(Dussel y Gutiérrez, 2006, p.11) porque lo que sostendré es que cuando eso se vuelve una
creencia compartida genera cierta predisposición hacia las imágenes en general y hacia los
mapas en particular.

Por otro lado, daré por sentado que ni el lego ni el académico negarían que los mapas –en
cualquiera de sus variantes- son una de las imágenes más familiares y corrientes, que utilizan
con fines diversos y reconocen como parte de su cultura visual. Pese a ello, hay pocos trabajos
que reflexionen con método y sistematicidad sobre los modos en los que los mapas participan
de nuestro “pensamiento visual” (Arnheim, 1969). Una de las escasas excepciones es el libro
de Ward Kaiser y Denis Wood (2001): asumiendo que “vemos a través de los mapas” y
reconociendo el rotundo “poder de las imágenes para modelar nuestra visión del mundo”, los
autores ensayan uno de los pocos intentos por instar a los lectores a adoptar una mirada menos
ingenua y más inquisitiva sobre los mapas que usamos en la vida cotidiana.

Tomando como punto de partida que nuestra cultura visual, caracterizada por la sobrecarga
visual en lo cotidiano[5], pone en juego una red compleja de asunciones espaciales que, en
gran medida, adquieren legibilidad a través de los mapas, este trabajo pretende recuperar esas
discusiones para resituar la revisión de la naturaleza de los mapas dentro del horizonte
cultural de nuestro tiempo.

En la primera parte, la propuesta de pensar el mapa como imagen es encuadrada en una red de
tradiciones teóricas para examinar los límites y las potencialidades de un abordaje de las
cartografías desde lo visual. En este sentido, desde un punto de vista historiográfico, aquí se
propone que el análisis de los mapas comparta las claves del debate con otros campos de
saber que también examinan imágenes.

En la segunda parte se discute la naturaleza de la representación cartográfica, específicamente


para revisar si la potencia del mapa radica en lo que parece reflejar o en la memoria que
activa.

En la tercera parte se busca problematizar aquello que el mapa activa, es decir, delinear el
espesor simbólico de la imagen cartográfica. Con estos elementos de análisis se explora la
relación entre los mapas, el sentido común geográfico (compartido en una comunidad muchas
veces, de corte nacional y/o nacionalista) y las condiciones institucionales que intervienen
para que las imágenes cartográficas operen en cierta cultura visual.

Pensar el mapa como imagen: desafíos teóricos y obstáculos metodológicos


Intelectuales, políticos, periodistas y comunicadores en general afirman que la omnipresencia
de la imagen es una marca de nuestra época. Es probable que, en cierto modo, esa percepción
tan ampliamente compartida sea una de las motivaciones que mueven a los investigadores a
ampliar cada vez más el espectro de los registros utilizados como fuentes -que ya no quedan
restringidas a los documentos escritos- y, en particular, a incorporar cada vez más registros
visuales. Esto se explica también la fuerza que está adquiriendo el debate en torno a las
cuestiones metodológicas aplicadas al trabajo con imágenes en la investigación social[6].

Parece que “la crisis general de la racionalidad, típica de la era postmoderna, ha favorecido en
muchos sectores la revalorización del pensamiento analógico” y, en ese contexto, la imagen
“conoce una suerte de rehabilitación”[7] que la redime de ese lugar secundario e ilustrativo al
que parecía condenada. Desde las reflexiones de los griegos en torno a la razón, la filosofía
occidental ha dado primacía a la lógica como método de formulación de la verdad (expresable
en categorías simples y relaciones abstractas del pensamiento). En ese contexto, recurrir a la
imagen, a la comparación y a la metáfora, se veía severamente reprimido, en todo caso
controlado, vigilado, a fin de poner la especulación abstracta al abrigo de las seducciones y de
la imprecisión de los juegos del lenguaje[8]. La recuperación del formalismo lógico en las
diversas corrientes de pensamiento positivista decimonónico reforzó esa “hostilidad hacia la
imagen”[9] que se habría heredado de Platón (Ricouer, 2000), y consagró el papel subsidiario
de las imágenes: al no ajustarse a las exigencias del pensamiento formado, fueron asociadas a
la “vulgarización de la experticia”[10] y quedaron casi restringidas a la divulgación de temas
varios entre un público lego.

Para entender el interés que tiene hoy el análisis de las imágenes y la visualidad en las
culturas contemporáneas hay que subrayar el visual turn que resuena en casi todas las
disciplinas[11]. La geografía no es la excepción: en las lecturas del pasado de la disciplina, la
geografía aparece oportunamente definida como una “empresa tradicionalmente centrada en
la representación visual del mundo”[12] e incluso se rescata del olvido que Halfold
Mackinder afirmaba que la geografía “es una forma especial de visualización”.

En efecto, diversas revisiones de la tradición geográfica coinciden en recuperar la relación


entre visualidad y conocimiento geográfico, fundamentalmente a partir del análisis de los
ensayos que se hicieron para desarrollar lenguajes visuales que expresaran gráficamente las
concepciones y experiencias espaciales (Driver, 2003; Godlewska, 1999; Schwartz y Ryan,
2003; Cosgrove, 2008). Casi todos ellos admiten que existe un cuerpo sustancial de literatura
–particularmente dentro de la geografía histórica, la geografía cultural y la historia de la
geografía- que indaga la variedad de culturas visuales en geografía, desde la producción y
visualización de paisajes hasta la práctica y el lenguaje del mapeo” (Ryan, 2003, p.232). Sin
embargo, todos esos trabajos comparten un malestar: encuentran inexplicable que, pese al
reconocido peso de la visualidad en la tradición geográfica, los estudios sobre la relación entre
visualidad y geografía son pocos y erráticos. Ante este diagnóstico, los autores adoptan un
tono fundacional o inaugural (citan apenas un puñado de estudios recientes que comparten el
enfoque, y abren sus artículos con preguntas provocativas que buscan marcar ciertas claves
para el debate) y hacen militantes llamamientos a reconsiderar sistemáticamente la visualidad
en geografía. Estos autores proponen un distanciamiento explícito respecto de los enfoques
tradicionales (que relegaban el estudio de las imágenes o lo incorporan muy
esquemáticamente) y, al mismo tiempo, cierto distanciamiento respecto de la moda de
sobredimensionar “lo visual”. Por eso algunos insisten en “la necesidad de preguntar en qué
sentido exactamente la geografía es visual” (Rose, 2003). Estos llamamientos no pretenden
sólo revisar el lugar que la imagen ha tenido en el pasado de la disciplina sino que, más bien,
apuntan a instalar que “la cuestión de lo visual en geografía debería demandar mayor
atención”[13]. Esto implicaría tanto examinar la solidez (o mejor dicho, la debilidad) de la
instrucción visual que propone la disciplina en el ámbito escolar (Hollman, 2008a) como
analizar los modos en que las imágenes participan de la disciplina y de la práctica profesional
de los geógrafos en la actualidad[14].

Es indiscutible que, dentro de esa tradición visual que se le reconoce a la disciplina, la


cartografía ha ocupado un papel destacable: tanto entre los geógrafos como fuera de la
comunidad académica, el mapa es unánimemente aceptado como uno de “los dispositivos
visuales convencionales de la geografía” (Schawrtz y Ryan, 2003, p.4). Incluso Carl Sauer
señalaba que el mapa era fundamental en la educación de un geógrafo y desafiaba a quien
dudara de ello: “enseñadme un geógrafo que no los necesite constantemente ni quiera tenerlos
a su alrededor, y tendré mis dudas sobre si ha elegido la profesión correcta en su vida” [15].
En nuestros días el debate acerca de la relación entre geografía y cartografía conoce un
renovado vigor[16]. No podemos decir que se trata de una preocupación totalmente novedosa
(habría que recordar que François Dainville ya se había inspirado en este tema para escribir el
maravilloso libro Le langage des géographes. Termes, signes, couleurs des cartes anciennes,
publicado 1964 y, desde entonces, ese tema nunca ha desparecido del todo de la agenda
académica[17]). Tal vez la novedad reside en las preguntas que se hacen para abordar esos
vínculos.

El grupo de trabajo congregado alrededor del megaproyecto editorial, The History of


Cartography –encabezado sucesivamente por J.B. Harley, David Woodward y Matthew
Edney, desde 1987 hasta la actualidad, en la Universidad de Wisconsin- ha generado un
profundo movimiento que devino en la consolidación de una concepción teórica –y, más
ampliamente, de un campo de conocimiento- que se distancia considerablemente de aquellos
marcos interpretativos. A partir de entonces, numerosos estudios sobre historia de la
cartografía desarrollados en las últimas décadas desde una perspectiva cultural asumen
explícitamente que el mapa articula una interpretación de ciertas relaciones espaciales y, si
bien mantiene determinados vínculos (desde ya, no especulares) con un referente empírico, es
más el resultado de un proceso intelectual social e históricamente definido que una reducción
gráfica matematizada de un espacio abstracto. Uno de los aportes más perdurables de Harley
ha sido proponer una filosofía de la historia de la cartografía, cuyo eje está puesto en
“deconstruir el mapa”[18] y echar luz sobre la articulación entre conocimiento, mapa y poder
-una articulación que, por cierto, parece haber atravesado la producción cartográfica en las
sociedades de todos los tiempos. Recurriendo a una sugerente articulación de diversas
perspectivas teóricas (la semiótica, la iconografía de Panofsky y la sociología del
conocimiento foucaultiana) propone abordar “las relaciones dialécticas entre imagen y poder
[que] no pueden ser encontradas con los procedimientos empleados para recuperar el
conocimiento topográfico concreto de los mapas”[19]. La lectura harliana de los vínculos
entre mapa y poder, la intencionalidad política y el carácter social de la cartografía se apoya
en dos pilares teóricos: Foucault y Derrida, aunque reconoce que su “enfoque es
deliberadamente ecléctico porque en algunos aspectos las posturas teóricas de estos dos
autores son incompatibles”[20]. Del primero recupera la idea de formación discursiva para
pensar la cartografía y para indagar sobre las reglas del discurso que la constituyen en
diferentes coyunturas históricas[21]. Del segundo rescata el enfoque deconstructivista para
demostrar que incluso en el nivel supuestamente literal, el mapa es intensamente metafórico y
simbólico[22].

Incluso aquellas críticas que han objetado el desarrollo filosófico de Harley, algunas de ellas
muy sesudas[23], no dejan de reconocer que sus reflexiones fueron un impulso potente para
renovar la discusión teórica y filosófica sobre los mapas y sobre la historia de la cartografía.
La impronta que ha dejado esta renovación es irreversible, sobre todo si se considera que se
trata de campos que, hacia la década de 1960, no parecían interesar a los “colegas geógrafos,
algunos de los cuales habían llegado a comparar la historia de la cartografía con la filatelia,
por su interés supuestamente no crítico en la diferenciación y enumeración de objetos
materiales”[24].

Debido al profundo impacto que ha generado la filosofía deconstructivista de los mapas


propuesta por Brian Harley, la denuncia contra el supuesto desinterés que los geógrafos han
prestado a la relación entre representación visual e “implicaciones ideológicas” (tales como
modernidad, memoria e identidad) suele eximir explícitamente a los estudios sobre la
representación cartográfica[25]. Pero aun así no son pocos los trabajos anclados
explícitamente en el campo de la historia de la cartografía que también abren su análisis con
quejas parecidas, sobre todo cuando se proponen abordar “mapas menos convencionales”,
como los que aparecen en publicidades y en ilustraciones de diverso tipo (Edney, 2007).
¿Cómo interpretar esa insatisfacción repetida y recurrente cuando se comprueba la creciente
cantidad de artículos y libros que abordan la cuestión de la geografía, la cartografía y la
visualidad?

Para empezar a buscar algunas pistas que ayuden a responder este interrogante habría que
considerar que, a pesar de que persiste la “creencia en una relación ‘natural’ entre la geografía
y la cartografía [que] circula masivamente en el sentido común”[26], la cuestión cartográfica
ha abandonado el reducto de la ciencia geográfica y está interesando a profesionales de áreas
diversas, como el periodismo y diseño gráfico (Ovenden, 2003) y el arte (De Diego, 2008).
Por otra parte, hay que señalar debidamente los límites de esa revitalización conceptual y
metodológica: si bien en las últimas décadas la casi ingenua formulación original de Harley
ha alcanzado un grado de refinamiento teórico considerable, su más profunda e irreversible
impronta se circunscribe a los trabajos sobre historia de la cartografía y cartografías
históricas, mientras que los mapas de nuestro tiempo todavía no fueron puestos bajo la misma
lupa y, por tanto, no parecen poder dialogar con otros objetos de su cultura (que sí son
analizados a partir de enfoques renovadores variados que, en su conjunto, se identifican como
estudios culturales). Bajo estas circunstancias, los análisis tradicionales siguen resultando
insatisfactorios.
El diagnóstico preliminar es contundente: rara vez el mapa es interpelado como un objeto
significativo de la cultura visual de nuestro tiempo (o de otros) y, más todavía, el tratamiento
analítico de los mapas en la investigación social sigue presentando dificultades. Las causas de
esas dificultades son varias y de muy diversa naturaleza.

La primera de ellas se inscribe netamente en el sentido común, que percibe el mapa como un
objeto técnico y altamente especializado, tal vez un lenguaje cifrado. Es cierto que algunos
tipos de mapas están basados en una trama de procedimientos matemáticos y geométricos que
nos resultan totalmente ajenos: la altimetría y la planimetría de los mapas
topográficos[27] suelen parecer un campo sofisticadamente codificado y ajeno. Eso podría ser
la causa para que muchos de nosotros permanezcamos impasibles ante los mapas, casi
indefensos. Y también para que muchos investigadores de diferentes disciplinas desechen a
priori cualquier tipo de mapa debido a esa “naturaleza extraña”. Sin embargo, esos mapas
topográficos forman un grupo muy reducido (no tanto por que se trate de un corpus poco
numeroso sino, más bien, porque sus ámbitos de circulación son relativamente acotados). Por
el contrario, convivimos con un inmenso número de mapas temáticos[28] que participan de
nuestra cultura de modos muy variados. Dicho de otro modo: no somos analfabetos
cartográficos: vemos, usamos y decodificamos muchos tipos de mapas… e incluso podemos
leer mapas temáticos que han renunciado al espacio euclideano (como los cartogramas) y a
otras convenciones cartográficas. Entonces, ¿cuáles son los obstáculos que bloquean ese
trabajo?

En primer lugar, todavía hoy hay algunos resabios de concepciones encuadradas en enfoques
tradicionales que asumen que los mapas constituyen un reflejo especular y no problemático de
su referente empírico, que son productos técnicos y neutrales. Este enfoque ha alcanzado un
punto de maduración con la semiología cartográfica de Bertin (1973): retomando las bases del
estructuralismo saussureano, sitúa la clave del acto comunicativo en la decodificación
“correcta” del significado de cada significante, que estaría garantizada por una acertada
selección de las formas de los signos de parte del cartógrafo y por una correcta interpretación
de esos signos (ajustada a la leyenda) de parte del lector.

Desde ese enfoque – que se limita al estudio de la materia significante- se asume que los
mapas evolucionaron desde imágenes poco precisas hacia representaciones fidedignas. Así,
los mapas parecen ser, cada vez más, apenas una expresión del desarrollo de saberes técnicos
aplicados a la representación del mundo y a la confección de instrumentos para medir la
superficie terrestre. Sólo por señalar uno de los tantos problemas que entraña esta postura
diremos que si el corpus cartográfico se recorta siguiendo esas consideraciones, un amplio
número de imágenes cartográficas queda “fuera de competencia”. Tal vez haya que empezar,
entonces, por reflexionar acerca de la naturaleza del mapa y su identidad gráfica.

La naturaleza cartográfica: ¿qué es un mapa?

La discusión sobre qué es el mapa y cuál es su naturaleza es muy extensa. Los especialistas no
ponen en duda que lo que se ha dado en llamar la “idea-mapa” existe desde tiempos muy
remotos y, aunque sus orígenes resultan inciertos para gran parte de los historiadores de la
cartografía, se sospecha, incluso, que algunas ideas cartográficas aparecieron antes que el
lenguaje escrito[29].

A lo largo de la historia y en las diferentes sociedades, los mapas han tenido una gran
variedad de soportes o medios, donde las imágenes son producidas y (re)conocidas: desde
algunos más tradicionales, como las piedras, el vidrio y los papiros, hasta el propio cuerpo
donde se tatuaban los mapas los habitantes del archipiélago de las islas Carolinas (Jacob,
1992). De ello puede legítimamente desprenderse que, a pesar de la importancia que tiene la
materialidad del mapa, la naturaleza del soporte no hace sino diferenciar las funciones y los
destinatarios de esos mapas, y que, en cambio, no es definitoria acerca de la especificidad de
las imágenes cartográficas.

Para hablar de imágenes que hoy consideraríamos mapas pero que han sido producidas
cuando no existían entornos institucionales que las invistieran como tales, Smail (1999) elige
privilegiar dos rasgos distintivos de la imagen cartográfica: el léxico (los topónimos) y la
gramática (el marco que le da sentido al léxico)[30]. En cambio, Christian Jacob sostiene que
un mapa se define menos por sus trazos formales que por las condiciones particulares de su
producción y recepción, por su estatus de artefacto y de mediación en un proceso de
comunicación social[31] en el que las imágenes cartográficas son animadas. Esto permitiría
abandonar el significado o ciertas cualidades del significante como criterio determinante para
la delimitación del corpus estrictamente cartográfico dentro de un universo mucho más
amplio de imágenes.

Más desprendido de las asunciones lingüísticas implícitas en la formulación de Smail, David


Buisseret, en cambio, desplaza el foco nodal de la especificidad cartográfica hacia la
capacidad de representar relaciones espaciales:
“Lo que en realidad hace que un mapa sea un mapa es su cualidad de representar una situación local; tal vez deberíamos
llamarlo ‘imagen de situación’ o incluso ‘sustituto situacional’. La función principal de esa imagen es transmitir información
situacional, distinguiéndola así, por ejemplo, de una pintura paisajística que, aunque transmitiendo esa información incidental,
busca principalmente un efecto estético. En términos cognitivos, el mapa tiene que basarse en la percepción que el cerebro
tiene del espacio más que de la sucesión” (Buisseret, 2003, p.16).

Siguiendo una línea argumentativa muy similar, Tolías finalmente destaca el elemento que
parece clave: la representación analógica. En efecto, “un mapa es una forma especializada de
lenguaje visual y una herramienta para el pensamiento analógico. Tal como ha remarcado
Harley, un mapa sirve, entre otros cosas, como una herramienta mnemotécnica, es decir,
un banco de memoria para datos relativos al espacio”[32].

El mapa: de imagen a texto y de texto a imagen

Aunque intuitivamente el mapa es asumido como una imagen por parte de los usuarios, la
mayoría de los trabajos que se preocupan del tema imagen (en sus aspectos teóricos, en
metodologías de interpretación y en clasificaciones de tipos de imágenes) generalmente ha
omitido mencionar cualquier tipo de mapas[33]. Y es llamativo que gran parte de los teóricos
de la comunicación visual que sí se han ocupado de la naturaleza de los mapas todavía siga
ubicando al mapa dentro del campo de la ciencia positiva y, por tanto, diferente de otras
imágenes culturales[34].

En los aspectos más conceptuales, hay cierta resistencia a tratar los mapas como imágenes, en
parte, porque esos abordajes todavía son percibidos como herederos de una tradición centrada
en teorías de la representación.

Si el linguistic turn y la renovación en el campo de los estudios culturales han quebrado


definitivamente las asunciones ilusionistas y la dicotomía material/simbólico que habían
subsumido a las representaciones a un estatus inferior y subordinado respecto de “lo real”, el
peso de esa tradición quedó firme en el sustrato del imaginario sobre los mapas. La potencia
de la semiología gráfica de Bertin y la capacidad instrumental de los mapas han reforzado
esos presupuestos. Las visiones dicotómicas que polarizaban la realidad versus la
representación ubicaban definitivamente al mapa en el plano de la representación. Esto había
llevado a derrapar casi en forma inadvertida hacia lecturas que se centraban en recomponer
ese lazo invisible que conectaría la representación con la realidad. Y así, las representaciones
fueron evaluadas respecto de cuánto se asemejaban o diferenciaban de la realidad (o de un
original). Dicho en otros términos, “la preocupación por las ‘formas’ de lo visual […] suele
quedar desplazada, en detrimento de un peso de lo real, de la pregunta por lo real que lo visual
parece canalizar de modo privilegiado (peso del contenido, peso del referente)”[35].

Dentro del campo de los estudios culturales ha habido una reacción contra esa tendencia a
focalizar el estudio de las imágenes sólo en su dimensión significante. Ciertamente, estos
planteamientos emergen cuando la iconografía es acusada de “carecer de dimensión social” y
de “mostrar una gran indiferencia por el contexto social”[36] y cuando también la iconología
de Panoksky[37] es puesta en cuestión por ser considerada un método “demasiado preciso y
demasiado estricto en unos aspectos, y demasiado vago en otros”[38]. Los cuestionamientos
parecen concentrar gran parte de sus críticas en los métodos de abordaje y eso ha obligado a
rever el uso de las imágenes en el trabajo profesional de los historiadores. Sobre este punto,
Burke decía que “los historiadores necesitan la iconografía, pero también deben trascenderla.
Tienen que practicar la iconología de un modo más sistemático, cosa que implicaría hacer uso
del psicoanálisis, el estructuralismo y especialmente de la teoría de la percepción” [39]. Esta
necesidad de trascender e innovar en los métodos tradicionalmente adscriptos a disciplinas y/o
objetos para poder analizar las imágenes fue especialmente remarcada por Harley en relación
al estudio de la cartografía: para estudiar los “early maps” el historiador

“quizá tenga que volverse experto en las historias de distintos tipos de mapas, saber acerca de
las técnicas de navegación y topografía, estar familiarizados con los procesos mediante los
cuales se compilaban, dibujaban, grababan, imprimían o coloreaban los mapas, y saber algo
acerca de las prácticas comerciales de los libros y los mapas. Cada mapa es producto de varios
procesos que involucran diferentes individuos, técnicas e instrumentos. Para entenderlos,
necesitamos desplegar un conocimiento especializado de temas tan diversos como la
bibliografía, la paleografía, la historia de la geometría y las declinaciones magnéticas, el
desarrollo de las convenciones artísticas, emblemas y heráldica, así como las propiedades
físicas del papel y los sellos de agua. La literatura correspondiente está igualmente dispersa en
un gran número de disciplinas y lenguas modernas que forman parte de la historia de la
ciencia, de la tecnología, las humanidades y las ciencias sociales. Sin embargo, el primer paso
en la interpretación es la manera en que el o los autores de un mapa lograron hacerlo desde un
punto de vista técnico” (Harley, 2001, p.65).

En consonancia con ese rechazo a los métodos iconográficos e iconológicos, una buena parte
de los estudios postmodernos dedicados al análisis de la cartografía se ha dedicado a discutir
si el mapa es una imagen o un texto, dando por sentado que la idea de imagen suponía una
reacción pasiva de los usuarios y que era un resabio de una concepción atada al
“sometimiento mimético”[40] sostenida por los cartógrafos. Aparentemente, más sencillo que
desarticular ese nudo problemático de raíces estructuralistas, ha sido deslizar la naturaleza de
los mapas hacia la textualidad y, de ese modo, incorporar dimensiones que habían quedado
marginadas del análisis cartográfico (tales como el poder, la política, el relativismo cultural, la
subjetividad y las ideologías).

John Pickles inicia su artículo afirmando que su punto de partida es una “crítica al abordaje
tradicional que se afirma sobre nociones de correspondencia y representación” y que los
mapas tienen un “carácter textual” debido a que tienen palabras asociadas a ellos, utilizan un
sistema de símbolos con su propia sintaxis y funcionan como una forma de escritura (o
inscripción) y, sobre todo, porque están discursivamente incrustados dentro de contextos más
amplios de poder y acción social[41]. En esa línea, J.B. Harley había afirmado que “los mapas
son textos en el mismo sentido en que lo son otros sistemas de signos no verbales como los
cuadros, las impresiones, el teatro, el cine, la televisión y la música. Los mapas comparten
muchos intereses comunes con el estudio del libro al exhibir su función textual en el mundo y
ser ‘sujetos de control bibliográfico, interpretación y análisis histórico’”[42].

Si consideramos que Harley estaba discutiendo con un modo de pensar y hacer los mapas
entendido como la producción de conocimiento verdadero, progresivo, preciso, técnico y
neutral, podremos alcanzar a ver la fuerte apuesta que implica la textualidad de los mapas que
propone y cuán rupturista era eso en la década de 1980. Efectivamente, si hay algo que seduce
de la idea de pensar el mapa como texto es la posibilidad de que el mapa sea objeto de
lecturas, de interpretaciones y de juicios por parte de quien lo observa. Ubica al mapa dentro
de un conjunto de objetos culturales y debilita su (sobrevalorado) perfil técnico. Descarta la
noción de decodificación que había quedado sólidamente instalada de la mano de la
estandarización de las técnicas de la cartografía y la consagración de la cartografía topográfica
como mapa base de una infinidad de mapas temáticos. Invita a “leer entre líneas”[43].

Pero por más seductora que parezca, esa idea resulta engañosa por varios motivos.

En primer lugar, porque las consideraciones que sugieren “saltear” las diferencias entre el
texto lingüístico y la imagen dejan, en rigor, de considerar cualidades constitutivas de la
imagen misma, su naturaleza gráfica.
En segundo lugar, porque esa conceptualización ha servido también para estudiar mapas en
forma aislada, imaginar el “contexto” como algo -totalmente o en parte- exterior al texto y
armar catálogos de mapas con exhaustivas descripciones de cada texto cartográfico.

Y finalmente, porque las propuestas de la textualidad de los mapas parecen indicar que lo
textual es el modo de aproximación y no son lo suficientemente convincentes de que lo
textual sea el objeto, o sea, el mapa[44].

Estas reconsideraciones se inscriben en una tendencia muy reciente y, por tanto, poco
consolidada que pretende repensar el estatus epistemológico de los mapas. El núcleo duro de
esas propuestas consiste en pensar los mapas como prácticas, en la que el mapa ya no es un
objeto estable y unívoco sino un “emergente” que resulta de una mezcla de prácticas
creativas, reflexivas, juguetonas, afectivas y cotidianas, todas ellas afectadas por el
conocimiento, la experiencia y la habilidad del individuo para mapear y para aplicar esos
mapeos para la comprensión de su mundo. El resultado de ello es un objeto que se caracteriza
por su “mutabilidad”, una propiedad que deviene de esa “transducción” en la que un “dominio
estructura una solución parcial e incompleta a un problema relacional”[45]. Aunque hasta
hace muy poco discutíamos si esto es un refinamiento del andamiaje teórico planteado por
Harley o si es “un nuevo paradigma”, parece innegable que estamos asistiendo a un giro
teorético[46]. Si acordamos pensar el mapa como imagen, arribamos a una discusión que, en
términos generales, todavía provoca controversias: ¿qué vemos o reconocemos en esa
imagen? ¿Ver se opone a reconocer? Planteado en otros términos más afines con la
argumentación que sostenemos aquí: ¿la potencia de la imagen cartográfica radica en lo que
captura o en lo que dispara?

Ver / reconocer. Entre la ficción especular y la memoria colectiva

Ver y reconocer no son acciones mutuamente excluyentes ni contradictorias, aunque tal vez
sintetizan dos modos de “mirar” el mapa. El ver recrea una ficción especular, la idea de que el
mapa es un espejo. El reconocer apela a un recuerdo de algo aprendido y almacenado en la
memoria colectiva. ¿Cómo opera la idea de visibilidad que late en ambos casos?

El espejo

Se ha insistido mucho sobre la idea de que el mapa representa algo ausente o algo que no se
ve. Svetlana Alpers y Christian Jacob, entre otros, han desarrollado sendas afirmaciones en
este sentido: “el mapa permitía ver cosas de otro modo invisibles”[47]; “el mapa invita a ver y
a pensar aquello que no se ve ni se piensa cuando se observa el espacio real”[48].

A pesar de ello, la figura del espejo -cuya naturaleza reside en reflejar algo presente- ha sido ampliamente
utilizada para pensar el mapa, fundamentalmente desde el Renacimiento, cuando el término “espejo” se
transformó en una fórmula habitual en títulos de mapas y atlas[49]. El astrónomo Jacques Focard decía
que “así como por el astrolabio se tiene conocimiento de los cielos, por el espejo o mapamundi se lo tiene
sobre la Tierra y sus partes”[50] En ese contexto, la figura del espejo entrañaba dos concepciones muy
compatibles con la revolución científica y tecnológica renacentista: la fidelidad y la precisión. Desde
entonces, tanto la una como la otra devinieron en demandas que las sociedades harían a los mapas en lo
sucesivo.

Aunque en la modernidad temprana la pintura y la cartografía compartían el interés por la


topografía, el panorama y el paisaje, desde el siglo XVII en adelante, una progresiva
bifurcación dio lugar a la “vía paisajística” y a la “vía topográfica”[51]. Esta última –
particularmente reconocible en el impulso cartográfico del arte holandés (Alpers, 1980)-
retuvo la premisa del isomorfismo y la pretensión comunicativa de cierta información sobre el
medio físico. Si bien en un principio esto implicaba la elaboración de representaciones
realistas que eran concurrentes con experiencias visuales (tales como las vistas de ciudades
denominadas “a vuelo de pájaro” por su perspectiva oblicua), con el correr de los siglos –y
especialmente durante el siglo XIX- la representación topográfica fue perdiendo su tradición
sensible y fue ganando abstracción[52]. Es curioso que, en ese proceso, la ficción especular
mantuviera su vigencia, aunque su legitimidad (o su verosimilitud) dejó de recaer sobre la
experiencia visual para pasar a apoyarse sobre la experiencia espacial que permitía el uso
instrumental del mapa. Desde entonces, esa capacidad instrumental quedó incorporada de
manera absoluta e irreversible a la idea moderna de mapa[53] y sigue pesando –con una
reflexividad más o menos explícita- en nuestras concepciones sobre los mapas.

El espejo también sirvió para pensar el mapa por la negativa: Gombrich opone el mapa y el
espejo para explicar que “no es posible cartografiar las apariencias” porque mientras que el
primero brinda información sobre el mundo físico, el segundo lo hace sobre el mundo
óptico[54]. Sin duda, la clave de esta discusión sobre la metáfora especular está en la
visualidad que ofrece el mapa.

Al igual que otras imágenes, la presencia icónica del mapa hace visible la ausencia (en este
caso, definitiva e inexorable) del objeto que representa. En rigor, el objeto está presente –y
estamos parados sobre él-, pero no lo vemos o, mejor dicho, no podemos verlo como objeto
total. Es decir, es una ausencia visual y no una ausencia del objeto. Pero la representación del
objeto es una imagen que no sólo preexiste al objeto sino que, al constituirse en una
mediación permanente, lo reemplaza: la representación construye al objeto. En otras palabras,
el mapa nos ofrece “una realidad que excede nuestra visión, nuestro alcance, [...] una realidad
a la que no accedemos por otros caminos”[55]. En nuestra mirada sobre el mapa funciona
“nuestra voluntad de relacionar instintivamente la presencia a la visibilidad”[56]. En la
animación de la imagen cartográfica pareciera que no vemos el medio o soporte: vemos el
mapa y creemos ver el mundo. Tal vez, porque “confiamos totalmente en las imágenes para
las que no existe un modo alternativo”[57]. Pero también porque el desarrollo de técnicas y
procedimientos matemáticos cada vez más sofisticados, pensados para resolver el problema
de figurar en dos dimensiones un objeto que tiene tres, ha contribuido a pensar que la
cartografía es un objeto transparente respecto del objeto que pretende representar, más “real”
que otros objetos culturales, como si la imagen cartográfica fuera el producto necesario de una
operación técnica que consistiría simplemente en poner en el papel la realidad de un lugar
(incluso, del mundo).
Muchos estudios recientes ponen en discusión la ilusión de transparencia que ofrece la
fotografía y analizan los mecanismos que llevan que sea percibida como una verdad no
mediada, como una evidencia de lo que representa[58]. A primera vista, la fotografía y el
mapa funcionan de modos diferentes: mientras que la primera opera activando una ilusión
realista, el segundo cifra el paisaje en clave científica. Sin embargo, en ambos casos es el
realismo que irradian –es decir, la percepción de “coincidencia entre una representación y
aquello que una sociedad asume como su realidad”[59]- lo que les asegura cierta eficacia
comunicacional. Una parte de ese realismo consiste en presuponer que tanto la fotografía
como el mapa son registros más circunscritos en su relación con la naturaleza que otras
formas de representación en las que, en cambio, el punto de vista es más visible (hasta hace
pocas décadas, en la interpretación de las imágenes fotográficas o cartográficas no se reparaba
demasiado, sino nada, en el fotógrafo o el cartógrafo). Ahora bien: incluso luego de sopesar la
subjetividad de quien produce la imagen, la ilusión de realismo pervive bajo otras claves: si el
realismo de la fotografía está basado en la experiencia visual sensible, el del mapa está casi
exclusivamente basado en el reconocimiento que resulta del aprendizaje y de la memoria
colectiva.

La memoria

Los teóricos de la imagen y la comunicación siguen discutiendo si la experiencia perceptiva


es el resultado final de un proceso de categorización previo o si, por el contrario, existen
categorías no aprendidas que funcionan dentro de la experiencia directa[60]. Tal vez porque la
cartografía está fuertemente asociada a la idea de un lenguaje, el posicionamiento de los
especialistas es unánime: el mapa funciona indisociablemente unido a otros procesos
cognitivos. Evitaremos entrar en el terreno de la fenomenología y la percepción de los mapas
mentales (Gould y White, 1974) porque incluso la “fenomenología de la memoria de los
lugares parece presa, desde el comienzo, en un movimiento dialéctico insuperable de des-
implicación mutua en cualquier proceso que ponga en relación lo propio y lo extraño. ¿Podría
uno considerarse próximo de alguien distinto sin un bosquejo topográfico?”[61]. Planteado en
estos términos, incluso la percepción e interpretación individual de los usuarios de los mapas
supone necesariamente una experiencia colectiva que le da sentido/s a esa experiencia
individual.

Por otra parte, Horacio Capel nos recuerda que la escuela de Piaget concluía que la
realización de acciones repetidas y la utilización de numerosos objetos, además de la
percepción visual, estaba relacionada con la tendencia progresiva hacia la percepción de un
espacio euclidiano”[62]. Entre esos objetos a los que se alude hay que incluir, también, a los
mapas. Efectivamente, al preguntarnos si la potencia de la imagen cartográfica reside en lo
que la imagen captura o en lo que la imagen dispara, no podemos dejar de reconocer que lo
primero que hacemos ante un mapa es conectar esa imagen con lo que sabemos y aprendimos
previamente, activar la memoria. La familiaridad con la que reconocemos los referentes
geográficos a los que remite la imagen no se apoya en la evidencia empírica (Jacob, 1992,
p.442) ni en la experiencia sensible. Más bien, la lectura del mapa exige una cultura
compartida acerca de las formas del mundo. Nuestra memoria cartográfica nos permite no
solo reconocer ciertos mapas ya aprendidos sino también reproducir formas y figuras
diseñadas grosso modo sin ninguna precisión que, a su vez, son reconocidas como objetos
geográficos por otros dentro de cierta comunidad. Rudolph Arnheim reproduce nueve
esquemas del contorno geográfico del continente americano realizados por estudiantes –y
seleccionados al azar- para demostrar que existe “una tendencia hacia –percibir y memorizar-
las estructuras mas simples” en tensión con una “contratendencia a preservar y, de hecho,
recuperar las características distintivas del patrón”[63].

Cuestiones similares a las aquí planteadas han sido ampliamente discutidas en relación con
una de las imágenes del mundo más conocidas: el mapamundi basado en una proyección
desarrollada en el siglo XVI (más conocida como proyección Mercator) pero masivamente
difundida en el siglo XX como mapa básico utilizado con fines educativos. En efecto, esta
proyección permite construir mapas del mundo cuya grilla de coordenadas geográficas está
formada por paralelos y meridianos que se cortan en ángulos rectos. Esta propiedad gráfica ha
resultado tan útil a diversos fines didácticos que ni siquiera los muchos y bienintencionados
intentos que buscaron reemplazar los mapas basados en la proyección Mercator han logrado
desplazar las imágenes mercatorianas del mercado (incluso, entre las reacciones que siguieron
a ese movimiento crítico se cuenta una nueva versión del mapamundi de proyección Mercator
que desplaza el centro y le da protagonismo al océano Pacífico, pero tampoco ha tenido la
recepción esperada entre el público masivo de consumidores)[64].

Es bien sabido que la proyección Mercator conserva los ángulos y distorsiona las áreas, y que
la distorsión aumenta a medida que aumenta la latitud, y que eso trae algunas implicancias en
la imagen cartográfica que resulta: Groenlandia parece casi tan grande como Sudamérica
(cuando en realidad su territorio equivale aproximadamente a un octavo del de América del
Sur), el hemisferio Septentrional parece más expandido que el Meridional (cuando la
proyección toma como referencia un cuerpo esférico) y los Polos son líneas (cuando son
puntos). ¿Por qué no vemos en esto un antagonismo? ¿Por qué, aun cuando advirtamos esta
falta de correspondencia entre el mapa y el objeto que representa, seguimos interpretándolo
como una imagen transparente?

Hay que enfatizar que la proyección Mercator no supone ninguna distribución espacial
predeterminada y es dudoso que puedan atribuírsele algunas de las imputaciones de corte
político que han buscado impugnarla desde ángulos ideológicos[65]. Sin embargo, las
imágenes mercatorianas más difundidas también coinciden en seguir ubicando el océano
Atlántico en el centro de la imagen. Independientemente del debate sobre los motivos
(intención deliberada o primacía de fines prácticos), esa imagen –que podemos mencionar
laxamente como “imagen mercatoriana”, más por el modo en que se la conoce que por
atribuirle alguna autoría de Gerard Mercator a esa gráfica- ha tenido algunos efectos en el
modelado de nuestras concepciones del espacio y de nuestra capacidad para establecer
relaciones espaciales. Por ejemplo, diferentes estudios han demostrado que en gran parte de
Europa occidental y en América, tendemos a imaginar un mapa del mundo en el que ubicamos
a Europa, Asia y África en el lado derecho, y a América en el izquierdo, y le asignamos a cada
continente ciertas propiedades (extensión, forma y proximidad, entre otras) que provienen de
ese esquema mercatoriano. A tal punto nos parece normal, que una proyección polar nos
desorienta, y reaccionamos buscando y reconociendo las relaciones espaciales definidas por el
esquema mercatoriano. En otros términos, encontramos un antagonismo entre la imagen
mental mercatoriana que hemos internalizado y otras imágenes cartográficas confeccionadas a
partir de proyecciones diferentes[66].

En la representación mercatoriana del mundo parece claro que “las imágenes no sólo reflejan
el mundo exterior sino que son parte integral de nuestro pensamiento”[67]. No obstante ello,
cuando se piensa en las imágenes cartográficas se sigue asumiendo que tienen una relación
umbilical –que se presume, directa- con ese mundo exterior. Aunque se admite sin demasiado
problema que esa imagen es el resultado de una reducción (escala), de una adaptación
(proyección) y de una selección (simbolización), se ha naturalizado bastante ese referente -o
“mundo exterior”, en palabras de Belting- respecto del cual se realizan esas operaciones. La
ilusión realista que refuerzan las imágenes satelitarias sirve para postergar más todavía la
reflexión respecto de la cuestión del referente (que tradicionalmente ha sido formulada como
una pregunta: ¿cuál es el objeto de la representación?).

El problema del referente

Tanto la metáfora del espejo (que refleja “algo”) como la idea de la memoria (que activa una
idea o un modelo”) nos recuerdan que la cartografía propone una imagen de un referente. Hay
una tensión intrínseca a la representación cartográfica: la tensión entre la copia (el mapa) y
el original (el referente): si bien se da por sentado que el “original” de la imagen cartográfica
es un referente empírico –es decir, la superficie terrestre, un objeto intuido, calculado y aún
circunnavegado, pero nunca visualizado en forma íntegra y simultánea- que el mapa no hace
sino retratar lo más fielmente posible dentro de ciertas condiciones de posibilidades técnicas,
el original de nuestra imagen del mundo parece ser ese esquema tan naturalizado (que,
independientemente de sus formas, representa una distribución relativa de tierras y aguas) y la
geografía imaginada asociada a él. Dicho en otros términos, la imagen del mundo
cartografiado parece haber tenido la potencia suficiente como para desplazar al objeto Tierra
del lugar del original y ocupar ella misma el lugar del original, para funcionar como un canon
y un parámetro con el cual medir las otras imágenes cartográficas. Ese desplazamiento del
original nos habla de la trascendencia que han tenido algunas imágenes en esos procesos
intelectuales.

Ahora bien, después de cuatro siglos de vigencia del esquema mercatoriano, tal vez estemos
en el despunte de un nuevo original: el desarrollo de la tecnología digital y los mapas
satelitarios recrean la ficción especular que la proyección Mercator había introducido como
una novedad, pero ahora esa ficción adquiere renovada vigorosidad porque esas imágenes son
cada vez más “precisas” y más parecidas a lo que podríamos llegar a ver con nuestros propios
ojos (como pudo comprobar John Glenn). El mapa absorbe el realismo que se desprende de la
fotografía: ese nuevo realismo reactiva la idea de transparencia, refuerza la naturalización del
mapa y confirma la intuición: el referente del mapa es la realidad.

Esto nos sitúa ante una nueva encrucijada: mientras se multiplican los estudios culturales que,
abandonando la búsqueda de un original, problematizan el mapa como artefacto histórico y
social, los mapas digitales recrean y fortalecen, la ilusión especular, y parecen prometer la
posibilidad de acceder, después de cientos de años de infructuosos intentos y copias
malogradas, a un ¿verdadero? original. Sin importar demasiado el camino que tomemos ante
esta encrucijada, todavía hay que recordar que las líneas, los colores y las palabras que se
inscriben en los mapas (no en la superficie terrestre) nos ayudan no sólo a concebir ese
referente sino, sobre todo, a ver lo que no hemos visto (aunque nos resulte reconocible).

Mapas y cultura visual: ¿propaganda o comunicación?

El primer interrogante para la indagación acerca de los modos en que participan los mapas de
nuestra cultura visual apunta a identificar contextos o situaciones en los que nos encontramos
con cartografías. Es probable que si el lector intenta ensayar una respuesta propia recurra a su
memoria para recuperar escenas en que las usó un mapa para algo. Y lo más probable es que
recuerde haber usado el mapa como instrumento para definir su posición, diseñar un
itinerario, identificar la estación de subterráneo en la que se tiene que bajar. En efecto, nuestra
experiencia cartográfica está indisociablemente unida a nuestra experiencia espacial. Sin
embargo, hemos señalado que la capacidad instrumental de la cartografía es un rasgo
dominante no tanto de los mapas como de nuestra concepción sobre los mapas. En este
sentido, aquí nos interesa ponderar esa conexión entre experiencia cartográfica y experiencia
espacial en un sentido más amplio, que involucre tanto la experiencia sensible como la
memoria e identidad colectivas.

Cualquier teoría de la comunicación admite que el modo de presentar la información incide


sobre el mensaje mismo (mejor dicho, forma parte de él), y eso es válido también para los
mapas. Se sabe que la elección de signos, colores y tipografías que componen el mapa
dispone (con mayor o menor grado de intencionalidad) ciertos efectos de sentido (Mark
Monmonier revisa los modos en que diferentes estrategias gráficas pueden sesgar de modos
distintos la información en un libro que lleva el sugerente título Cómo mentir con mapas;
Monmonier, 1996). Pero no se trata sólo de eso.

Los mapas que representan información estadística gozan, además, de un prestigio adicional,
que se apoya en la doble confianza que resulta del cruce de dos lenguajes científicos: el de la
estadística y el de la cartografía. En esa autoridad científica que parece respaldar la
rigurosidad de los procedimientos que dieron lugar a las imágenes radica gran parte del
“poder persuasivo” de esos mapas que los convierte en objetos sumamente convincentes e
incontestables. Sólo unas pocas veces se cae en la cuenta de que esos datos
son necesariamente manipulados y que esa manipulación puede estar sesgando
deliberadamente la información: el modo en que se seleccionan y agrupan los datos así como
las variables visuales seleccionadas pueden sugerir relaciones causales o explicativas
ambiguas, diferentes o contrarias respecto de otras interpretaciones que se podrían hacer a
partir de una disposición diferente de los datos. Esa opaca transparencia de los lenguajes
científicos combinados hace que “una de las formas en que los datos estadísticos pueden ser
peor interpretados [sea] mediante un mapa”[68].

Podemos desplegar una serie de precauciones para revisar las fuentes de información e
incluso los procedimientos de selección y simbolización de los datos. Pero, ¿cómo abordar el
carácter también persuasivo de otros mapas que aparecen en publicidades y propagandas de
diversa índole, en las que ciertos contornos cartográficos –solos o provistos de la iconografía
mas variada- activan ideas, sentimientos o deseos? Para responder esta pregunta es necesario
dar algún rodeo y remontarse a los tiempos de los procesos de construcción de la nacionalidad
en los estados modernos, cuando el mapa adquiría nuevas funciones: al mismo tiempo que la
cartografía se consolidaba como una empresa estatal consagrada al relevamiento topográfico
de su territorio y al inventario de todo lo que hay en él[69], el mapa redefinía sus funciones
simbólicas.

Cartografías y propaganda nacionalista

Cuando Benedict Anderson conectaba el censo, el mapa y el museo como tres instituciones
que moldearon profundamente el modo en que el Estado moderno imaginó sus dominios (“la
naturaleza de los seres humanos que gobernaba, la geografía de sus señoríos y la legitimidad
de su linaje”[70]) estaba aportando elementos esenciales que permiten inscribir al mapa en un
conjunto más amplio de estrategias nacionalizantes. También iluminaba la dimensión
institucional de los mapas: el mapa hecho y usado por el Estado en el siglo XIX fue una de
esas “nuevas técnicas de vigilancia y archivo [que] ejercían influencia directa sobre el cuerpo
social”[71]. En este sentido, el mapa puede ser equiparado con la fotografía y con otras
“nuevas técnicas de representación y regulación que tan esenciales fueron para la
reestructuración del Estado local y nacional en las sociedades industrializadas y para el
desarrollo de una red de instituciones disciplinarias –policía, prisiones, manicomios,
hospitales, departamentos de salud pública, escuelas e incluso el propio sistema fabril
moderno” (Tagg, 1988, p.12).

Pero se podría ir un poco más allá de esa filiación del linaje institucional si también se piensa
en las relaciones que, en ese mismo contexto, los mapas pueden haber establecido con otras
imágenes o, mejor todavía, con otras formas de leer imágenes. En términos generales, se trata
de una época en la que las clases medias occidentales tendieron a hacer interpretaciones
nacionalistas de la literatura, del arte, de la ciencia, de la cultura y del paisaje. Las tradiciones
y las iconografías nacionales –se trate de aquellas ya existentes o de otras nuevas, de algunas
ya inventadas o de otras emergentes- cargaron el peso de simbolizar, estrechar o sustentar la
cohesión de la nación[72]. Se trató de un doble proceso: al mismo tiempo que se
popularizaban esas iconografías, se inducía a una “reinterpretación nacionalista” de ciertos
elencos de símbolos.

El mundo geográfico también fue capturado en clave nacionalista. En este sentido, las
políticas culturales nacionalizantes a menudo implementaron diversas estrategias que
apuntaban a “la nacionalización de la naturaleza, que se convirtió en un símbolo de la madre o
de la patria”[73], fundamentalmente a través de la idea de paisaje. La eficacia de estas
estrategias no puede escindirse de la convicción ampliamente compartida en la época acerca
de que el “entorno físico formaba el carácter de sus habitantes y, por lo tanto, los paisajes y
las imágenes de paisajes fueron entendidas como representaciones de la esencia del carácter
nacional”[74].
En ese contexto, una reelaboración muy particular de la idea romántica del “cuerpo de la
nación” consistió en atribuir esa encarnadura al territorio[75]. Dentro de ese horizonte, la
metonimia cartográfica le dio visibilidad a ese territorio o, lo que terminaría siendo lo mismo,
a ese cuerpo de la nación. A partir de ello, el mapa se transformó en otra imagen nacional en
la que los ciudadanos tendrían que reconocerse. ¿Cómo funciona ese reconocimiento? Por un
lado, las imágenes cartográficas decimonónicas tendieron a volverse más estables en sus
formas y, por tanto, más fácilmente reconocibles. Para ello convergieron dos procesos: a) el
desarrollo de la cartografía topográfica concebida como una empresa encarada por los
estados, y b) la tendencia a la estandarización de los símbolos cartográficos que se impuso
como una necesidad impostergable en la comunidad científica internacional desde fines del
siglo XIX.

Por otro lado, al mismo tiempo que el mapa adquiría formas más estables, las instituciones
públicas y las empresas privadas recurrieron a esas figuras cartográficas estables como formas
sencillas de enunciar el carácter nacional de reparticiones públicas, programas,
emprendimientos y productos. Así, “el mapa entró en una serie infinitamente reproducible,
que podía colocarse en carteles, sellos oficiales, marbetes, cubiertas de revistas y libros de
textos, manteles y paredes de los hoteles. El mapa-logotipo, al instante reconocido y visible
por doquier, penetró profundamente en la imaginación popular, formando un poderoso
emblema de los nacionalismos que por entonces nacían” (Anderson, 1991, p.245). La
repetición en serie de siluetas cartográficas hizo que el mapa nacional se transformara en una
imagen tan visible y omnipresente que cualquiera podría reconocerla. Hay que agregar el
conjunto políticas que tendieron a cuidar con extrema atención los elementos involucrados en
ese logotipo (que en muchos casos incluyeron normas legales que prescribieron la
incorporación o modificación de ciertos elementos en los mapas oficiales)[76].

No obstante, la eficacia del dispositivo cartográfico para simbolizar la nación no se debe


solamente a esa lógica repetitiva de la reproducción de imágenes ni recae exclusivamente en
las estrategias de divulgación y vulgarización de figuras simples. Fundamentalmente debe
inscribirse en el marco de tantas otras prácticas e instituciones orientadas a modelar una nueva
conciencia nacional, entre las que se destacó la escuela. La institución escolar,
fundamentalmente la currícula geográfica, ha garantizado el reconocimiento y la
incorporación de la figura territorial del Estado como equivalente de la nación misma. Una
multiplicidad de recursos regularon y regulan el aprendizaje del mapa; por un lado, el mapa
pegado en la pared que se suele ver en las aulas de las escuelas primarias contribuye, sin duda,
para la sedimentación del logotipo territorial del Estado (Jacob, 1992, p.436); por otro, el
calcado del mapa y el uso del contorno territorial como base para distribuir un nutrido
inventario de datos refuerzan ese aprendizaje.

Los modos en que todas estas dimensiones se articularon presentan tantos matices que se
revela la necesidad de seguir realizando estudios apropiados. Sólo para delinear uno de los
derroteros que tomó la cuestión cartografía-nacionalismo, aquí apuntaré algunas notas sobre
el caso argentino.
Al igual que tantos otros procesos independentistas latinoamericanos, en el caso de la
Argentina el estado precedió a la nación. Tras la sanción de la Constitución Nacional (1853),
se puso en práctica un conjunto articulado de políticas públicas orientadas a consolidar el
aparato estatal, definir el territorio y formar ciudadanos. En las últimas décadas del siglo XIX,
al mismo tiempo que se diseñaba un mapa que incluía todas las provincias y los territorios
nacionales, nuevas políticas públicas impusieron la obligatoriedad, la gratuidad y la laicidad
del sistema educativo. Si ese sistema educativo tenía entre sus principales objetivos “formar
argentinos” -crear ciudadanos de un país que no tenía tradición nacional-, el discurso
geográfico desarrollado en la enseñanza formal fue absolutamente funcional a ese
proyecto[77]: los textos y las imágenes de ese discurso geográfico contribuyeron a instalar,
con pocas variaciones, un esquema geográfico monolítico básico que buscaba mostrar la
nación como un espacio conglomerado (cuya premisa constitutiva era la complementariedad
armónica de regiones diversas, también expresada en la muy utilizada frase “la unidad en la
diversidad”[78]).

Además, el modelado del logotipo cartográfico incluyó una serie de intervenciones legales,
muchas de ellas relacionadas justamente con el uso de mapas en el sistema educativo. El
decreto n° 75.014 del 18 de octubre de 1940[79] expresa que el Estado tiene la “facultad
indeclinable” de supervisar las imágenes cartográficas del territorio argentino y se reserva lo
dispuesto por la ley de Propiedad Intelectual para vigilar la cartografía amparándose en el
derecho patrimonial y en la vigilia del interés público. El objetivo de esa medida es evitar la
divulgación de mapas “con errores” (sic) especialmente en casos “de obras destinadas a la
ilustración del pueblo, que se utilizan en la enseñanza” (Boletín Oficial 26/X/1940).

En 1946 se prohibió la publicación de mapas de la República Argentina: a) que no representen


en toda su extensión la parte continental e insular del territorio de la Nación; b) que no
incluyan el sector Antártico sobre el que el país mantiene soberanía; y c) que adolezcan de
deficiencias o inexactitudes geográficas, o que falseen en cualquier forma la realidad,
cualesquiera fueran los fines perseguidos con tales publicaciones (Decreto nº 8.944 de 02-09-
19446; Boletín Oficial, 28 de noviembre de 1946). Este decreto legitimaba un territorio
inventado, que se consagraba en una figura antes que en una realidad política. Esa figura
ponía en circulación los pilares del sentido común geográfico nacional: la armónica
articulación tripartita de un sector continental, otro insular y otro antártico (cuya consecuencia
inmediata es la duplicación de la superficie del territorio argentino[80], al menos, en el plano
de la estadística oficial) y la naturalización (despolitizada) de los reclamos de soberanía
territorial del Estado sobre áreas que se encuentran fuera de su soberanía o en litigio
diplomático.

Las estrategias para intervenir sobre el logotipo cartográfico nunca parecen suficientemente
seguras e inviolables. En 1983, bajo gobierno militar, se “sanciona” la Ley Nº 22.963 cuyo
artículo 18º prohíbe “la publicación de cualquier carta, folleto, mapa o publicación de
cualquier tipo que describa o represente, en forma total o parcial, el Territorio de la República
Argentina, sea en forma aislada o integrando una obra mayor, sin la aprobación de Instituto
Geográfico Militar” (Boletín Oficial 8/IX/83). La misma ley determina que el autor “será
asimismo punible si éstas contuvieren inexactitudes geográficas que menoscaben
la integridad del territorio nacional. Idénticas sanciones se aplicarían a quien hiciese ingresar
al país o distribuyese en el mismo, cualquier obra que contenga una descripción o
representación total o parcial de la República Argentina no aprobada por el Instituto
Geográfico Militar”. El Poder Ejecutivo adosó a este proyecto un texto que justificaba la
necesidad de la ley: “A los efectos de consolidar una conciencia nacional del territorio y
evitar diferencias en la información geográfica sobre la República Argentina, es indispensable
contar con una única versión oficial del territorio sometido a nuestra soberanía, y que toda
publicación que toque el tema, en cualquier formato y con cualquier propósito, sea
coincidente con ella.” (Nota del Poder Ejecutivo 2/XI/1983; los destacados son nuestros). Esta
preocupación por intervenir activamente sobre el diseño de un mapa oficial sugiere, cuando
menos, que se asume que la imagen cartográfica es formativa e instructiva respecto de ciertos
valores nacionales.

Semejante poder pedagógico, formativo y nacionalizante atribuido a los mapas justificaría por
sí mismo la utilización de la metáfora cartográfica en la propaganda política. Los pocos
estudios dedicados a la cartografía de propaganda insisten en dos aspectos: a) se trata de
mapas “persuasivos” y, por tanto, emparentados con otras imágenes que también buscan
deliberadamente influir en el lector; y b) la política y el nacionalismo son los dos tópicos más
usados en los mapas propaganda[81]. Bajo estas premisas, esos estudios indagan los contextos
(Pickles) y las componentes visuales (Monmonier) que diferencian al discurso
propagandístico del científico: el primero busca ser creíble y convincente mientras que el
segundo perseguiría el conocimiento verdadero[82].

En la Argentina, la fecunda participación de la silueta cartográfica en los materiales gráficos


más variados alcanzó un punto notable en el marco de ciertas políticas comunicacionales en el
periodo peronista. La variedad y la cantidad de registros visuales que los gobiernos peronistas
(1946-1955) produjeron, publicaron y pusieron en circulación fueron lo suficientemente
amplias como para que la dirigencia se asegurara una intervención sostenida en la radio, el
cine, la prensa, los espectáculos públicos y en casi todos los dominios de la cultura popular.
Específicamente, la Subsecretaría de Informaciones y Prensa[83] desplegó una serie de
controles sobre las artes gráficas -concebidas como el vehículo privilegiado para visualizar la
acción y los objetivos de gobierno- que se tradujo en una normativa precisa en cuanto a temas
y figuras (Gené, 2005, p.19) que circularon bajo diversos formatos y configuraron cierta
cultura visual propia de su tiempo. El repertorio temático de ese imaginario visual pivoteó en
torno a temas y figuras recurrentes, “que identificaron simultáneamente Movimiento, Partido
y Estado”[84]. En términos generales, la iconografía peronista estuvo concentrada en explotar
la imagen del trabajador, de la familia, del propio Perón y su mujer Evita; sin embargo no
fueron las únicas: el repertorio temático también incluyó la metáfora cartográfica, que fue
ampliamente movilizada en los más diversos textos para hablar de la Argentina.

Seleccionemos dos ejemplos. El primero de ellos forma parte un voluminoso libro que llevaba
por título el eslogan del Primer Plan Quinquenal (1947-1951)[85]: “Argentina, Libre, Justa y
Soberana”[86], publicado por la dependencia Control de Estado de la Presidencia de la
Nación (a cargo del Teniente Coronel Vicente A. Sosa Molina) en colaboración con la
Subsecretaría de Informaciones. A lo largo de sus casi 800 páginas, una inconexa sucesión de
imágenes, gráficos estadísticos y mapas se esfuerzan para comunicar la obra de gobierno
peronista –asimilada a la idea de progreso material, modernidad y justicia social. En
particular, se apela recurrentemente a la figura cartográfica para sintetizar interpretaciones
complejas sobre la organización geográfica y territorial de la Argentina. Se trata de “dibujos
cartográficos”: siluetas rellenadas con información estadística, iconografía alusiva y otros
elementos de propaganda persuasiva. Es evidente que no se trata de “retratos científicos del
territorio”. Sin embargo, a pesar del uso explícito y deliberado de recursos gráficos retóricos y
de su aspecto decontracté, las figuras cartográficas están en perfecta sintonía con las
mencionadas normativas legales que el gobierno peronista se preocupaba por aplicar a la
producción cartográfica oficial general: incluso cuando el mapa forma parte del fondo de la
imagen sin ninguna función específica (figura 1) como cuando se lo utiliza para ubicar ciertos
fenómenos (figura 2), se repite con insistencia ese recorte territorial por entonces novedoso
que incluía el sector antártico y las islas Malvinas.

Figura 1. Argentina Justa, Libre y Figura 2. Argentina Justa, Libre y


Soberana, 1950, p. 63. Soberana, 1950, p. 63.

El otro ejemplo corresponde a la portada del número cinco de la revista Argentina –publicado
el 1 de junio de 1949. Ninguna otra ilustración parecía más apropiada que un mapa: el título
de la publicación es también el título de la imagen.
Figura 3. Revista Argentina, n ª 5, 1 de
junio de 1949. Buenos Aires.

El mapa muestra los contornos de la Argentina continental, insular y antártica, con dos flechas
laterales que indican la extensión de los dos “triángulos”: 3.702 km para el cono del extremo
continental y 3.339 km para el cono antártico. En la primera página se explica la ilustración
de la tapa:
“El mapa de la República Argentina constituye el tema de nuestra cubierta. Es el primer mapa nacional íntegro que se publica
en una revista. Incluye totalmente nuestra heredad: tierras del Continente americano propiamente dicho, insulares de nuestra
Plataforma submarina y tierras firmes de Antártida argentina. Este mapa, así concebido, presenta en tono rojo lo que es
indiscutible y exclusivamente nuestro. Aparte de las razones históricas inconmovibles que asisten a nuestros derechos,
señalamos, con la sola presentación gráfica de nuestra configuración física, las también inconmovibles razones de índole
geográfica y geopolítica que los confirman, ratifican y certifican. Sobre dos pautas bien visibles en forma de flecha, y con
intención informativa, expresamos la longitud de nuestra Patria, superior a los siete mil kilómetros a un solo viento: el que
marca la Cruz del Sur. Estas largas mil cuatrocientas leguas equivalen a la distancia que salva el tren rápido entre San
Francisco y Nueva York en una semana de marcha, con sus días y sus noches. La Quiaca, allá en el paralelo 22, y el punto más
austral de nuestra Antártida, están separados por una distancia igual a siete veces la existente entre Mendoza y Buenos Aires.
¡Y viajando siempre por tierras y aguas argentinas!”.

El texto, si bien innecesario para la comprensión de la imagen, ordena los sentidos que
vehiculiza la metáfora cartográfica. Más aún: la utilización del color rojo para pintar
homogéneamente todo el “territorio nacional” es un guiño al ritual cartográfico que los
Estados imperiales habían instalado para ilustrar sus dominios en los mapas de divulgación
(especialmente, Inglaterra usaba el rosa o el rojo para dar visualidad a sus territorios sobre un
mapa planisferio[87]). En efecto, en uno y otro caso se trata de mapas que hacen propaganda
política que pretenden persuadir al observador apelando a una serie de estrategias gráficas
(énfasis de formas “apropiadas”, supresión de información contradictoria, elección de
símbolos provocativos o dramáticos) que también se utilizan en otras áreas
de marketing (Monmonier, 1996, p.87).

Sin embargo, en vista del arsenal de estrategias que intervienen en el diseño de la cartografía
oficial de la Argentina y los mecanismos de control que escudriñan muy de cerca el
cumplimiento de esas normas, habría que reconsiderar si el mapa oficial de un Estado, tomado
por válido, verdadero y científico, puede ser, al mismo tiempo, un mapa-propaganda cuya
eficacia comunicacional se garantiza también con el silencio sobre las políticas que animan
esas intervenciones sobre la imagen. Así ha buscado servir para la evangelización de los
ciudadanos en la religión del nacionalismo territorial. Suelen caracterizarse por una
preocupación sistemática orientada instalar ciertas ideas sobre el territorio y la nación y, en
esos casos, los mapas se pronuncian explícitamente sobre disputas fronterizas, territorios en
litigio, tierras prometidas, identidades territoriales (incluso en pequeños sellos postales, como
analiza Reguera Rodríguez, 2007[88]).

¿Qué pasa si nos ajustamos a esa idea que a priori sostiene que un mapa propaganda es el
resultado de una intervención deliberada sobre la imagen a los efectos de sesgar un mensaje,
incorporando o eliminando elementos que, en caso de seguirse el protocolo de procedimientos
según la ciencia cartográfica, deberían componer la imagen? Entonces no parece pertinente
limitar el concepto de mapa-propaganda a las ilustraciones cartográficas que interpelan al
observador con fines persuasivos más o menos explícitos y visibles (como la sátira o la
caricatura cartográfica). Sin embargo, es cierto, habría que diferenciar la propaganda –
podríamos agregar, oficial- que se ajusta a la política cartográfica del Estado y recurre a los
lenguajes de la ciencia y de la técnica, de otros tipos de mapas propaganda deliberadamente
más encuadrados en el campo de la gráfica y la comunicación. Pero los puentes entre ambos
tipos son más sólidos de lo que parecen a simple vista.

El mapa fuera de la cartografía

Hemos visto que la aparente ingenuidad de ciertas imágenes no invalida el poder sugestivo y
adoctrinador que puedan tener. De hecho, la capacidad de persuasión de las imágenes ya no se
discute en términos de la “fidelidad” ni de ligazón transparente respecto de un referente. Esto
es válido también para aquellas formas cartográficas que no formaron parte de un programa
estético o político racionalmente vertebrado. Ello se hace evidente con la selección y el uso
que los diseñadores gráficos hacen de las imágenes cartográficas en publicidades: el mapa del
terruño, las siluetas de territorios nacionales o el globo terráqueo a menudo son llamados para
recordarnos un lugar o alguno de sus atributos corporizado en su territorio (el atributo más
recurrente es la unidad misma de ese territorio, incluso cuando esa unidad forma parte más de
un imaginario que de una realidad).

Por otra parte, es cierto que la recurrencia de las imágenes cartográficas en todos sus géneros
forma parte de nuestra cultura visual. Pero, en rigor, la ubicuidad de los mapas no es algo
nuevo. Baste recordar los mapas pintados en las paredes de la Galería de los mapas del
Vaticano o los mapas colgados en una sala palaciega en El Escorial durante el siglo XVI para
rememorar la función ilustrativa y didáctica. O también el juego de naipes con motivos
cartográficos que revela la visión inglesa de los pueblos y países del mundo[89]. Es decir: los
mapas no están sólo en los libros de geografía. Por el contrario, cada vez son más los mapas
que se confeccionan fuera de los ámbitos especializados en la producción de mapas y, más
interesante todavía, cada vez son más los mapas que circulan entre “consumidores” que no
han recibido un entrenamiento especializado en la interpretación de mapas. Ese amplio
abanico de mapas concebidos y consumidos “fuera de la cartografía” se sigue desplegando:
hoy en día los mapas son un insumo más para los diseñadores gráficos y, asociado a ello, la
inclusión de mapas en materiales de amplia circulación (los mapas del turismo[90], de las
publicidades de las líneas aéreas[91] y de los sellos postales[92], entre otros) desafía nuestra
capacidad de interpelarlos.

Reconocer las dimensiones que tiene ese desafío nos lleva necesariamente a admitir que sería
imposible hablar de todos los mapas en este artículo o hacer generalizaciones que sean válidas
para analizar todos los mapas. Por lo tanto no nos queda sino conformarnos con abrir el juego.
Es con esa intención que apuntaré algunas consideraciones breves sobre otros dos géneros de
mapas que se producen y circulan “fuera de la cartografía” -las caricaturas cartográficas y los
mapas en el arte contemporáneo- a partir de los cuales pretendemos articular las propuestas
desarrolladas en la primera parte de este artículo.

Convengamos que ambos géneros están habilitados para tomarse licencias respecto de
convenciones que no serían admisibles dentro de las reglas que impone el campo de lo que
podríamos llamar cartografía científica. Sin embargo, para constituir la identidad de la imagen
tienden ciertos lazos con el discurso cartográfico.

Tal vez la primera marca ineludible es la referencia al territorio. En efecto, en muchas


caricaturas el mapa ocupa el lugar del territorio para pronunciarse satíricamente sobre
disputas territoriales. El territorio aparece cosificado en su imagen cartográfica. La célebre
caricatura política Le Gateau des Roys que condenaba la actitud de los principales artífices de
la partición de Polonia en un mapa de 1772 –publicada en Londres por el editor y vendedor de
mapas Robert Sayer- parece haber funcionado tan bien que fue retomada y reformulada para
expresar situaciones similares en otros contextos: en El pudin de ciruela en peligro (1805),
James Gillray adapta la idea al Napoleón Bonaparte y el primer ministro británico William
Pitt[93].

La frontera es uno de los temas territoriales más recurrentes en las caricaturas políticas. En el
análisis que Zusman y Hevilla hacen de la representación de la frontera chileno-argentina en
la caricatura política, llaman la atención sobre un punto: mientras que las decisiones políticas
que han definido los límites de ambos estados fueron tomadas lejos de la frontera, la mayor
parte de las caricaturas publicadas en dos de los periódicos satíricos de mayor circulación de
la época (Caras y Caretas y El Mosquito), eligieron hacer uso de la frontera como escenario
de los encuentros, los diálogos y los desacuerdos entre los políticos (Zusman y Hevilla, 2004).
Hay que decir que en esas caricaturas, la frontera argentino-chilena fue representada con
variadas estrategias gráficas (por ejemplo, el dibujo del perfil montañoso de la cordillera de
los Andes), pero también con elementos cartográficos. Y, en este sentido, uno de los recursos
ampliamente utilizado es la línea de frontera. Esa línea marca con contundencia lo que hay
que ver. Esa línea le da visibilidad a uno de los aspectos menos visibles pero, al mismo
tiempo, uno de los más vistos cuando se “observa” ese territorio. Es uno de los menos visibles
porque la demarcación de la frontera no es continua y, de hecho, es incompleta. Pero es uno
de los más vistos por la susceptibilidad que genera la frontera en un contexto de mutua
acusación de apropiaciones territoriales.

El territorio hecho papel deja a la vista una ambigüedad que la caricatura, lejos de resolver,
desnuda: por un lado, el territorio es tan familiar y reconocible -a partir del logotipo
cartográfico- que parece un objeto natural; por otro lado, el territorio dispuesto sobre una
mesa bajo la pluma o el compás que amenazan con modificarlo, revela su artificialidad y, por
tanto, que es pasible de ser intervenido, repartido, redibujado.

En la mayoría de las caricaturas políticas el mapa funciona apenas como escenario donde se
desarrolla la acción, como mero soporte o coordenadas. El escenario toma forma a partir de
ciertos elementos cartográficos seleccionados que guían y orientan, como los límites, el
trazado urbano o el sistema de referencias geográficas. Pero aun este recurso aparentemente
banal activa ciertas fibras sensibles que operan en el discurso geográfico. No se trata de forzar
la atribución de cierto discurso territorial al caricaturista (que seguramente estaba más
concentrado en combinar estéticamente las iconografías que mejor le permitieran expresar la
sátira). Pero precisamente el hecho de que el caricaturista tome esos recursos para articular
una imagen de alto contenido simbólico puede ser sintomático de un sentido común
geográfico compartido en una sociedad. Desde el punto de vista metodológico, los elementos
cartográficos incorporados en una caricatura –tomados como transparentes o, al menos,
comprensibles por la audiencia- pueden ser indagados para desarmar aquellos imaginarios
geográficos que, de tan consagrados, forman parte del sentido común y no son sometidos a
crítica (incluso, en registros explícitamente críticos).

La otra marca que los mapas “fuera de la cartografía” recuperan es el orden o, dicho en
términos específicos, las relaciones espaciales. En Map, de Jasper Johns, el mapa es el tema
central de la obra (anunciado incluso en el título), pero son los nombres de los estados escritos
en letras de molde los que nos hacen buscar el mapa. Por supuesto que podremos identificar
ese referente, más allá de que no tiene ningún rasgo preciso (en el sentido que ese término
adquiere para la cartografía). Sin embargo, esos topónimos llevan a componer un orden y a
tejer las relaciones espaciales que permiten restituir una imagen de Estados Unidos que es de
hecho cartográfica. Incluso resulta sugerente que Jasper Johns haya realizado una serie de
objetos nacionales (entre los que se destacan las banderas) o, en otras palabras, que en el
campo de las artes, la tematización de la cartografía también implique ciertas connotaciones
políticas y nacionales.

El hecho de que el mapa entraña un orden preestablecido y, en cierta medida, rígido ha sido
mejor percibido por los artistas: aquellos que se sintieron convocados a trabajar con mapas
coinciden en alterar su posición, activar un antagonismo. No parece casual el hecho de que los
artistas latinoamericanos, “ciudadanos del hemisferio sur”, concuerden en dar vuelta el mapa.
El mapa de la Sudamérica invertida del artista uruguayo Joaquín Torres García (1943) se ha
transformado en un ícono reutilizado como logo de conferencias académicas y publicidades.
La subversión de la posición del mapa es una vía para impugnar el orden intrínseco a la
convención moderna de ubicar el norte en la parte superior del mapa y, así, dar primacía a
espacios percibidos como postergados o sometidos.

Ya en 1929 el orden mundial había sido criticado por los artistas a partir del rediseño de la
imagen cartográfica: los surrealistas crearon un mundo diferente en un planisferio[94], en el
que algunos países tienen territorios descomunalmente extensos mientras que otros,
sencillamente, fueron borrados del mapa, el Ecuador es una línea inquietantemente ondulada,
y el continente europeo aparece “mutilado y reescrito” (De Diego, 2008, p.12). Parece que
estar “contra el mapa”[95] es estar contra el orden.

El orden cartográfico, como clave para el reconocimiento o como ideología contra la que se
llama a rebelarse, nos recuerda que “los fenómenos de representación –entre ellos, los
fenómenos mnemónicos- figurarán asociados regularmente a las prácticas sociales”[96]. Esta
reflexión fácilmente desembocaría en la ya tan reiterada denuncia contra el orden social y
político impuesto en la cartografía moderna. Pero tal vez sea el momento de dejar de luchar
contra los molinos de viento, abandonar los clichés y proponer una mirada menos ingenua
acerca de nuestra relación con nuestras representaciones, los modos en que las recuperamos,
las construimos, las manejamos, las transformamos y las reproducimos porque eso podría
redundar en prácticas sociales también menos ingenuas en todas las escalas posibles.

La polifonía de las imágenes cartográficas tiene que ser una invitación a desandar los caminos
que proponen los mapas, también los “mapas extraños”[97]. Todos esos mapas extraños
podrían ser blanco de lecturas geográficas si se partiera de una concepción amplia y flexible
del objeto. Con estas reflexiones se pretende revisar simultáneamente las dos tendencias a la
miopía que afectan la revisión crítica de las imágenes cartográficas: los mapas “científicos”
tienen que ser pensados como objetos gráficos de una cultura visual más amplia y no sólo
desde sus directrices preformativas alienadas con cierto discurso cartográfico; al mismo
tiempo, los mapas producidos fuera de la ciencia cartográfica deben ser examinados en
diálogo con el imaginario geográfico (consolidado en el sentido común a lo largo de una serie
de prácticas educativas, comunicacionales, políticas e históricas) que interpelan.

Notas finales para un balance provisorio: la búsqueda de la imagen entre los pliegues
del mapa

En un contexto en que los imaginarios se han posicionado como objetos de estudio legítimos,
relevantes y complejos entre los intelectuales, la imagen adquiere un espesor conceptual que
parece redimirla definitivamente de ese destino subsidiario y marginal al que había quedado
relegada.

Aunque nadie discute que “ver no es creer, sino interpretar”[98] y también reconozcamos que
“la percepción no puede ser confinada a lo que los ojos registran sobre el mundo
exterior”[99], en el caso de los mapas todavía no parece saldada la indagación acerca de qué
vemos y qué interpretamos cuando miramos un mapa. Por eso cabe preguntarse una vez más
sobre qué es lo que muestran los mapas o, mejor dicho, que es lo que vemos en ellos.

Esa inquietud inspira una examinación crítica del mapa en la que el objeto cartográfico es
concebido como una imagen que, si bien participa junto a otras de una cultura visual, tiene cierta
especificidad en tanto articula características gráficas y funciones que le son propias. Este
trabajo ha propuesto una reflexión sobre esas características propias de los mapas con el objetivo
de reinsertar al mapa en esa cultura visual y, así, ampliar las preguntas que lo interpelan.

Dos claves de lectura aparecen como nodales: los vínculos con el nacionalismo y la cuestión de
la representación. En la práctica académica, estas dos líneas indagación han transitado caminos
casi paralelos. No obstante, ambas tienen un cruce ineludible en la cuestión de la visualidad.

Por un lado, la abundante bibliografía que ha examinado los vínculos entre cartografía y
nacionalismo desde una perspectiva crítica demuestra sólidamente que las prácticas
cartográficas y los mapas contribuyeron a la formación de identidades nacionales. Los matices
que se registran en los diferentes casos no invalidan la regla general: las elites intelectuales y
profesionales hicieron de los mapas una herramienta para la cohesión social en clave nacional.

Sin embargo, poco se ha indagado acerca de las resonancias que tienen esos procesos fuera de
esos ámbitos explícitamente coercitivos en los que los dispositivos cartográficos fueron
manipulados “desde arriba”. La creciente cantidad y variedad de figuras cartográficas hace
patente la necesidad de explorar esos otros circuitos. El uso del mapa como metáfora de la
nación todavía tiene que ser analizado desde un enfoque más amplio que permita introducir
materiales empíricos (otros mapas) de apariencia “menos científica” pero articulados en un
mismo discurso (territorial y/o nacional). Un repaso del caso argentino ha demostrado que, en
diferentes contextos, el uso repetitivo y “loguificado” de mapas aparentemente ingenuos no
sólo no contradecía las normas prescritas en el decreto cartográfico que obligaba a la
representación “íntegra” del territorio sino que reforzaba un conjunto de ideas geográficas
aprendidas en otras instituciones.

Algunos ejemplos puntuales han servido para dejar planteado que, dada la ubicuidad de las
imágenes cartográficas dentro de nuestra cultura visual, todo el análisis no puede agotarse en
las políticas cartográficas oficiales. Incluso aquellos mapas que también activan (o al menos
buscan activar) la fórmula “territorio = nación” muchas veces lo hacen a partir de una
reapropiación de sentidos y no como parte de un discurso monolítico. En este sentido, la
eficacia de esas prácticas de construcción de sentidos nacionales y nacionalistas en torno a los
mapas ha dado forma a cierto sentido común geográfico que circula más ampliamente y que
ya no está atado a las políticas de instrucción o de difusión. Esta advertencia, además de
prevenir sobre el riesgo de atribuir intencionalidades anacrónicas a ciertos mapas, pretende ser
un llamado de atención para reconsiderar más detenidamente las redes culturales en las que
las imágenes cartográficas son comprendidas.
Por el otro lado, la filosofía de la representación intrínseca a la idea misma de mapa parece
haber llevado a recaer recurrentemente en la revisión de la relación entre la imagen y un
original, un modelo, un referente. En esto opera una presunción de realismo compartida con
otras representaciones visuales –pintura, fotografía. Mientras que antes se debatía si las
imágenes visuales parecían reales porque verdaderamente se asemejaban a lo real o porque
representaban con éxito la realidad, ahora existe cierto consenso para afirmar que “las
imágenes no se definen por una cierta afinidad mágica hacia lo real, sino por su capacidad
para crear lo que Roland Barthes denominó el ‘efecto realidad’. Las imágenes utilizan
determinados modos de representación que nos convencen de que son lo suficientemente
verosímiles para acabar con nuestra desconfianza. Esta idea no implica en modo alguna que la
realidad no exista o que sea una ilusión, sino que más bien acepta que la función principal de
la cultura visual es probar y dar sentido a una variedad infinita de la realidad exterior
mediante la selección, interpretación y representación de dicha realidad” (Mirzoeff, 1999,
p.66). A partir de estas premisas, el diseño cartográfico impreciso deja de ser entendido como
un déficit de racionalidad o cientificidad de la imagen para ser interpretado como una
reafirmación de la potencia que tiene el logotipo cartográfico para funcionar como una
metáfora de la nación y, en este sentido, “para aprehender conjuntos de significaciones
anudadas en lo cotidiano”[100]. El efecto realidad no está anudado a la fidelidad respecto de
un referente.

La cuestión de la representación cartográfica podría ser iluminada desde un ángulo diferente


si las formas dejaran de ser evaluadas desde los preceptos de la mímesis. El mapa como
“cuestión visual” (Carli, 2006, p.85) reclama un estudio de sus formas que, por ejemplo,
permita volver a discutir la naturaleza de su función representacional. En este sentido, el
estudio de sus contextos de producción, de sus connotaciones ideológicas y de su potencia
discursiva puede ser enriquecido si se incorpora su dimensión visual. Incluso haría posible
darle “entidad cartográfica” a otros mapas que debido a su ethos ilustrativo han sido
considerados superficialmente o, incluso, ignorados (tales como las caricaturas cartográficas o
las siluetas territoriales en logos de merchandising y otros mapas decorativos). Sus objetivos
son menos deliberados y sistemáticos que aquellos que movieron a las burocracias estatales
cuando decidieron intervenir sobre la producción y el control de los mapas. Su aspecto es
“menos científico” en muchos casos. ¿Acaso debido a ello los geógrafos le han prestado poca
atención? ¿Acaso debido a ello algunos de esos mapas han sido estudiados por otros
especialistas en sus dimensiones gráfica, iconográfica, estética o comunicacional? Ese
universo de mapas -que circulan masivamente y que participan de nuestra cultura visual-
todavía espera una examinación crítica que vaya más allá de la casuística. Sobre todo porque
esas consideraciones centradas en la estética de los mapas no siempre son la vía para
comprender un aspecto crucial de los mapas: los ecos de los imaginarios geográficos que
resuenan en sus formas.

La densidad de las imágenes cartográficas no puede ser recluida a su capacidad metonímica


para encarnar la nación. Incluso si nos restringimos a los usos de la figura cartográfica del
territorio estatal, el universo es más amplio que el que definen las prácticas de la ciencia
geodésica y topográfica. El desafío hoy pasa por abordar el mapa interpelando toda su
complejidad cultural y su potencia visual. Esto no implica negar ni desmerecer las nada
despreciables funciones que efectivamente se le reconocen al mapa (esto es, herramienta para
localizar fenómenos o ilustrar textos). Pero es necesario trascender esa forma elemental de
concebir la cartografía en la investigación histórica y social. Es probable que ello sea posible
si el mapa es instalado definitivamente en el campo de las imágenes y asumido como un
objeto cultural que funciona en una cultura visual específica.

Los mapas pueden ser interpelados como parte de una cultura visual si sus formas visuales
son recuperadas como algo más significativo que una “superficie gráfica” o, su contracara, la
mera expresión de otros discursos que los atraviesan. Los mapas parecen animarse cuando sus
formas y su “cuestión visual” son reinstaladas en la red de instituciones, saberes, prácticas,
tradiciones, políticas educativas, sentido común geográfico, sentimientos nacionales,
estrategias geopolíticas que los hacen comprensibles para una sociedad. Si en lo
simbólico “todas las conexiones no están trazadas de antemano” y “el pasaje entre lo sensible
y lo inteligible puede ser pensado a la vez como una vía recta y como un laberinto” [101] tal
vez es tiempo de usar los mapas para explorar ese laberinto.

Agradecimientos

Este texto es el resultado de unas reflexiones que he tenido la suerte y el honor de compartir
con diversos colegas y amigos. Quiero agradecer especialmente las lecturas de Horacio Capel,
Matthew Edney, Perla Zusman, Jean-Marc Besse, Luciano de Privitellio, Julián Gómez y
Malena Mazzitelli.

Notas
[1] La revisión retrospectiva de la dimensión visual de las disciplinas no es exclusiva de la geografía. Entre los aportes teóricos
desarrollados en otros campos hay que mencionar, sin duda, el trabajo de Peter Burke (2001) sobre el uso de la imagen como
documento histórico. Desde la filosofía, Juan-Jacques Wunenburger (1995) repasa diversas tradiciones filosóficas para
reexaminar el “mundo de las imágenes” y Alberto Mangel (2000) nos hace “leer imágenes” siguiendo un recorrido muy
personal a través de la historia del arte. Hans Belting (2002) propone una antropología de la imagen que recupere tanto la
especificidad de las sociedades en que las imágenes son animadas como la materialidad en la que esas imágenes son
reconocidas (Belting, 2007, p. 13-70). Inés Dussel y Daniela Gutiérrez (2006) convocan a especialistas para discutir las
políticas y las pedagogías de la imagen en el ámbito educativo.

[2] Citado en Wilford, 1981, p. ix.

[3] Las expresiones entrecomilladas fueron tomadas del título del libro de Denis Wood (El poder de los mapas) y de los títulos
de los capítulos: "Los mapas trabajan al servicio de intereses"; "Los mapas están embebidos en la historia que ellos ayudan a
construir"; "Cada mapa muestra esto... pero no aquello"; "El interés al que sirve el mapa está enmascarado"; "El interés está
incorporado en el mapa en signos y mitos"; "Cada signo tiene una historia"; "El interés que sirve el mapa puede ser el suyo"
(Wood, 1992, p. 3, Índice)

[4] Wood, 1992, p. 182 y 184.

[5] Mirzoeff, 1999, p. 27.


[6] Respecto de la discusión sobre las imágenes en la investigación social, una iniciativa notable fue el “Primer Congreso
Internacional sobre Imágenes e Investigación Social”, organizado por el Laboratorio Audiovisual de Investigación Social del
Instituto Mora (Ciudad de México) en 2002. Véase Aguayo y Roca, 2005.

[7] Wunenburger; 1995, p. 34.

[8] Wunenburger, 1995, p. 35.

[9] Mirzoeff, 1999, p. 28.

[10] Driver, 2003, p. 229.

[11] La revisión retrospectiva de la dimensión visual de las disciplinas no es exclusiva de la geografía. Entre los aportes
teóricos desarrollados en otros campos hay que mencionar, sin duda, el trabajo de Peter Burke (2001) sobre el uso de la imagen
como documento histórico. Desde la filosofía, Juan-Jacques Wunenburger (1995) repasa diversas tradiciones filosóficas para
reexaminar el “mundo de las imágenes” y Alberto Mangel (2000) nos hace “leer imágenes” siguiendo un recorrido muy
personal a través de la historia del arte. Hans Belting (2002) propone una antropología de la imagen que recupere tanto la
especificidad de las sociedades en que las imágenes son animadas como la materialidad en la que esas imágenes son
reconocidas (Belting, 2007, p. 13-70). Inés Dussel y Daniela Gutiérrez (2006) convocan a especialistas para discutir las
políticas y las pedagogías de la imagen en el ámbito educativo.

[12] Schwartz y Ryan, 2003, p. 3.

[13] Ryan, 2003, p. 233.

[14] La revisión de la relación de los geógrafos con las imágenes incluye el análisis de los modos en que los geógrafos usan
transparencias o presentaciones de PowerPoint en congresos y clases (Rose, 2003) y el análisis de la producción de imágenes
por parte de jóvenes que se expresan sobre la cuestión ambiental (Hollman, 2008b).

[15] Carl Sauer, “La educación de un geógrafo”, reproducido en García Ramón, 1984, p. 40.

[16] Algunos trabajos discuten específicamente el vínculo entre geografía y cartografía (Girardi, 2003; Córdoba y Ordóñez,
2001; Quintero, 2007). Pero, además, los lazos que emparentan a los geógrafos con los mapas aparecen como tema central y
convocante en reuniones académicas (“El mapa com a llenguatge geogràfic”, Societat Catàlana de Geografia, 29 al 31 de mayo
de 2008, Barcelona).

[17] Véase Robinson, 1979; Borchert, 1987; Woodward, 1992.

[18] Una antología de la propuesta teórica de Brian Harley se encuentra sistematizada en la obra póstuma La nueva naturaleza
de los mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía (2001). Por otra parte, Matthew Edney narra los orígenes y el
desarrollo de las teorías cartográficas de Harley en el número monográfico de Cartographica. The International Journal for
Geographic Information and Geovisualization (n° 54, 2005).

[19] Harley, 2001, p. 83.

[20] Harley, 2001, p. 188.

[21] Harley, 2001, p. 189-90.

[22] Harley, 2001, p. 199-200.

[23] Uno de los interlocutores más críticos de Harley ha sido J.H. Andrews, quien ha tenido a su cargo el ensayo que antecede
los textos de Harley en el libro La nueva naturaleza de los mapas. Ensayos sobre la historia de la cartografía (2001). Allí
Andrews desarrolla algunos de sus cuestionamientos, p. a) rechaza la retórica cartográfica harliana porque ésta asume que los
mapas tienen significados intrínsecos (31); b) refuta la idea de “imagen total” que Harley usaba para incluir la ornamentación
lateral del mapa como parte del mapa mismo y, en cambio, la ubica como un “ejercicio marginal” (32) que no puede
adscribirse al cartógrafo sino a un conjunto de sujetos que participan del mapa ad hoc; c) critica duramente las
generalizaciones que, según él, Harley hace sobre la naturaleza política de los mapas y los enunciados simbólicos asociados a
ella: ataca el método y afirma que esos enunciados no se desprenden de lo que está escrito en los mapas sino que son inferidos
del contexto de producción casi sin considerar el mapa mismo: “Harley muestra a los historiadores cartográficos esencialmente
como importadores de ideas, casi nunca como exportadores. (…) Introduce la cartografía en la corriente intelectual dominante
de su época y se encuentra con que su esencia se diluye hasta hacerla irreconocible” (55).

[24] Andrews, 2001, p. 23.

[25] Casey, 2002; Schwartz y Ryan, 2003.

[26] Quintero, 2007, p. 557.

[27] Entre los rasgos que definen a los mapas topográficos de siglo XIX suelen mencionarse “el mayor detalle y expresividad
de los mapas que se publican, la creciente precisión lograda por el empleo de grandes escalas, la mejora en los sistema de
representación del relieve, y la generalización de levantamientos topográficos que se apoyan en redes geodésicas homologadas
internacionalmente, [así como la] creciente uniformidad de la producción cartográfica, propiciada por la homogeneización de
la simbología y la internalización del sistema métrico-decimal. Falta, no obstante, añadir lo principal. La cartografía del siglo
XIX no es tan sólo una cartografía expresiva, precisa y de base científica es, sobre todo [...] una empresa del Estado” (Nadal y
Urteaga, 1990, p. 9; los destacados son nuestros).

[28] El mapa temático se caracteriza por la selectividad de la información que articula y combina, acotada a uno o varios
temas. Suele recurrir a ciertas convenciones gráficas (por ejemplo, el uso de símbolos de implantación puntual, lineal o areal)
que conocieron una progresiva estandarización en los últimos dos siglos. En particular, el mapa temático es asumido como algo
distinto del mapa topográfico (que representa el relieve), aunque las bases y los límites de esa distinción siguen siendo
discutidos por los especialistas (¿el relieve no puede ser considerado un tema y, así, el mapa topográfico no sería otra cosa que
un tipo específico de mapa temático?). Sin embargo, la diferencia más sustancial parece radicar en las capacidades y las
técnicas usadas para hacer uno y otro: mientras que para hacer mapas topográficos se requiere de relevamiento en el terreno e
instrumental de medidas, para hacer mapas temáticos alcanza con ordenar sobre un mapa-base un conjunto de datos (con lo
cual, la elaboración de un mapa temático deja de ser una experticia propia de un cartógrafo y, en cambio, puede ser asumida
por un diseñador o por otros profesionales). Esta bifurcación data de principios del siglo XIX, cuando la cartografía ya
mostraba sus límites como herramienta de inventario: luego de varios siglos de acumular y desplegar información sobre el
mapa al compás de las exploraciones, el mundo parecía ya capturado en una red de informaciones que podían articularse
(encuestas de naturalistas, observaciones meteorológicas, oceanográficas, censos, estudios médicos y sociales). En ese
contexto, la carta topográfica no podía seguir respondiendo “a todas las curiosidades sin perjuicio de su eficacia de
comunicación” y parecía imprescindible diseñar algún otro instrumento de representación que permitiera “profundizar” esos
conocimientos. Para esta síntesis histórica me he basado en el exhaustivo estudio de Gilles Palsky (2003). También véase Joly,
1976, p. 30-31.

[29] Algunos de los historiadores que han trabajado con interpretaciones similares son Harley y Woodward (1987), Wilford
(1981), Thrower (1996), Jacob (1992).

[30] Más específicamente, “un léxico cartográfico consiste en todos los topónimos o nombres de lugares que los hablantes de
un lenguaje compartido adscriben a su paisaje. Esos lenguajes, en cambio, configuran topónimos según una gramática
cartográfica, un marco lingüístico o cognitivo que podríamos llamar plantilla [template, en el original]. Juntos, topónimos y
plantilla, constituyen una ciencia cartográfica, o un modo de conocer y clasificar el espacio” (Smail, 1999, p. xi).

[31] Jacob, 1990, p. 29-138.

[32] Tolías, 2007, p. 639.

[33] Para ilustrar esta omisión del asunto cartográfico en estudios sobre las imágenes elegimos citar sólo algunos de los
trabajos más sólidos y originales sobre imágenes, cuyos aportes han sido, de todos modos, muy sugerentes para esta
investigación: Barthes, 2001; Burke, 2001; Belting, 2002b; Manguel, 2000; Wunenburger, 1995. La ambiciosa colectánea
titulada The Visual Culture Reader, editada por Nicholas Mirzoeff (1998), incluye sesenta artículos que recorren una gama
muy amplia de temas relacionados con la cultura visual en nuestras sociedades contemporáneas que incluye desde textos
clásicos de Jacques Lacan (“What is a Picture?) y Roland Barthes (“The rethoric of the image”) hasta artículos postmodernos,
como los artículos de Reina Lewis (“Looking good: the lesbian gaze and fashion imagery”) y Ann McClintock (“Soft-soaping
empire: commodity racism and imperial advertising”); sin embargo, ninguno de esos artículos aborda la cuestión de los mapas,
como si las imágenes cartográficas no constituyeran un aspecto esencial de nuestras experiencias visuales.

[34] Gombrich, en “El espejo y el mapa: teorías de la representación pictórica” (1982, p. 172-214) reconoce la necesidad de
repensar los límites y los alcances de la representación pictórica pero, en cambio, asume concepciones rígidas sobre la imagen
cartográfica. Afirma, por ejemplo, que “los mapas presentan al parecer problemas menos esquivos: conocemos el tipo de
información que ofrecen, sabemos que contienen una leyenda que explica los símbolos que se utilizan para representar
‘universales’ tales como iglesias, oficinas de correos, líneas ferroviarias y ríos. Sabemos asimismo que su escala nos permite
reducir las distancias entre símbolos del mapa a distancias en la ciudad o el campo; sabemos que la cuadrícula nos permite
localizar cualquiera de los elementos de la lista en un cuadrado concreto. En seguida aprendemos la aplicación y los límites de
estas útiles herramientas. Pero, ¿qué nos dice exactamente la fotografía con gran angular? Dónde están sus límites?”
(Gombrich, 1982, p. 174).

Mauricio Vitta (1999) publicó uno de los pocos estudios sobre imágenes que incluye una parte dedicada al análisis de las
cartografías. Pero esa parte aparece bajo el título “Imágenes científicas” (capítulo 3 de la tercera parte), lo que en sí mismo
define un enfoque limitado sobre la naturaleza de los mapas. Eso queda claramente manifiesto por la oposición que marca
respecto del capítulo que lo antecede, “Imágenes del arte” (capítulo 2 de la tercera parte). Este tipo de planteos hace agua
cuando se pretende abordar mapas renacentistas, donde el límite entre el arte y la ciencia de hacer mapas no puede
discriminarse con tanta claridad.

Santos Zunzunegui Díez (1989), aunque intenta “privilegiar una aproximación a la imagen como lenguaje” (11) –lo que, al
menos en apariencia, se ajusta muy bien al análisis cartográfico ya que ése ha sido uno de los enfoques más desarrollados
desde la semiótica de Bertin en adelante- apenas hace una mención muy superficial a los mapas (menos de una página de
extensión y débil en su contenido) y que sigue la misma lógica de los trabajos que citamos unas líneas más arriba: el apartado
“La representación del mundo en imágenes” –que vagamente alude a la cartografía- forma parte del capítulo “XII. El periodo
de la imagen única” dentro de la tercera parte denominada “Elementos para una historia de la imagen”.

Harley cita otros trabajos que adoptan enfoques similares, como Umberto Eco en su Tratado de semiótica general y Rudolf
Arnheim en New essays on the psychology of art (Harley, 2001, p. 313).

[35] Carli, 2006, p. 86.

[36] Burke, 2001, p. 51.

[37] En la formulación original de Edwin Panofsky (1939), la interpretación de las imágenes se divide en tres niveles. El
primero o preiconográfico consiste en la identificación de objetos a partir de “relaciones naturales”. El segundo nivel, el
propiamente iconográfico, procura abordar el “significado convencional” o simbólico de la imagen. Finalmente, el nivel
iconológico apunta a desentrañar el “significado intrínseco” de la imagen, es decir, los principios que la estructuran. Este
enfoque recibió un importante impulso del grupo de Hamburgo –del que participaron Fritz Saxl (1890-1948), Edwin Panofsky
(1892-1968) y Edgar Wind (1900-1971), entre otros.

[38] Burke, 2001, p. 52.

[39] Burke, 2001, p. 53.

[40] Harley, 2001, p. 191.

[41] Pickles, 1992, p. 193.

[42] Harley, 2001, p. 62.

[43] Cuando Harley usa esa expresión apunta a “develar la agenda oculta de los mapas”, a partir de una epistemología
“alternativa, arraigada en la teoría social más que en el positivismo científico” (Harley, 2001, p. 189). Christian Jacob retoma
la idea de Harley y da ese nombre a la introducción de su tratado sobre teoría de la cartografía: “Introduction: Entre les lignes
de la carte”. Afirma que “el punto de partida de nuestro primer recorrido es la convicción de que el efecto de sentido propio de
los mapas geográficos resulta tanto de los itinerarios y de la hermenéutica del lector como de la intencionalidad y de los
artificios visuales del propio cartógrafo” (Jacob, 1992, p. 25).
[44] En este punto cabe una critica a un trabajo anterior, en el que proponía “claves acerca de la textualidad cartográfica” (Lois,
2000). Afirmaba que “conceptualizar los mapas como textos requiere superar las interpretaciones derivadas de la lingüística
saussureana” y que “es cierto que si se retoman estas postulaciones, el mapa no puede ser considerado un texto. Pero también
es cierto que estas postulaciones se refieren a un tipo de signo específico: el signo lingüístico. En rigor, son estas cualidades del
código lingüístico y no del texto propiamente dicho.” Finalmente, el aporte era considerar que las estrategias metodológicas del
análisis del discurso eran pertinentes para el estudio de los mapas: “los objetos empíricos textos pueden abordarse en términos
de discurso, analizando las huellas (materializadas en las materias significantes) que se manifiestan en el texto y que dependen
de distintos niveles de determinación. La interpretación de tales huellas se orientará hacia el análisis de las operaciones
discursivas que en el proceso de producción de ese discurso las han investido de sentido” (251).

[45] Kitchin y Dodge, 2007, p. 341.

[46] Si es cierto que estamos construyendo un nuevo paradigma (“procesual” según Kitchin y Dodge; “representacional” según
Edney) es porque ya hemos incorporado los planteos de Harley pero necesitamos superarlos para dar respuesta a los
interrogantes de nuestro tiempo. Ya no estamos buscando “significaciones ocultas” en los mapas ni creemos que el poder que
tienen las cartografías radique en una esencia íntima propia de la naturaleza de los mapas. Esta forma de plantear las
discusiones recientes sobre los estudios sobre la cartografía y sobre la historia de la cartografía debe mucho a una conversación
que tuve con Matthew Edney en Madison en febrero de 2009. He basado las interpretaciones que expongo aquí en reflexiones
compartidas y debatidas, pero lo eximo de cualquier desacierto de mis postulados.

[47] Alpers, 1983, p. 195.

[48] Jacob, 1992, p. 50.

[49] Algunos de ellos fueron: William Cuningham, The Cosmographicall Glasse (1559, Londres); Gérard De Jode, Speculum
Orbis Terrarum (1578, Amberes) y Waghenaer, Spieghel der Zeervaert (1583, Amberes). Sobre el uso de la metáfora del
espejo, véase Besse, 2003, p. 277; y Harley y Zandvliet, 1992, p. 10.

[50] "Et comme par l’astrolabe on ha la congnoissance du Ciel, par le Miroir ou mapemonde on aura celle de la Terre & de
ses parties" (Focard, 1546, p. 147). Poco se sabe de la vida de Jacques Focard de Montpellier. Se conoce el libro sobre
astronomía, geometría, trigonometría, geodesia y cosmografía que compuso en Lyon en 1546 del que consulté el ejemplar:
Focard, Jacques. Paraphrase de l’astrolabe, contenant les principes de geometrie. La sphere. L’astrolabe, ou, declaration des
choses celestes. Le miroir du monde, ou, exposition des parties de la terre. Lyon, 1546. John Carter Brown Library,
Providence, E546 F652p.

[51] Casey, 2002, p. 12.

[52] Me ha llamado la atención que Edward Casey mencione que, dentro de cierta historiografía del arte americano, la
tradición topográfica es leída como una etapa preliminar o más primitiva, una suerte de “topofilia literalística”, luego de la cual
“el retrato dio paso a la pintura” en una suerte de evolución hacia formas más creativas. Es curiosa la coincidencia entre esa
descalificación y los modos en que los enfoques historiográficos más tradicionales de la historia de la cartografía afirman, a su
vez, que los mapas de ese periodo son “pre-científicos” y que, con el desarrollo técnico, se irían transformando en
“verdaderas” representaciones geográficas.

[53] En su crítica a los presupuestos de precisión y realidad que encarnan los mapas hoy, Harley y Zandvliet han identificado
en la metáfora del espejo las raíces de ese “rol de verdad” que parece asumir el mapa indiscutidamente: “Es posible rastrear los
orígenes de la creencia en la objetividad del lenguaje conceptual de los cartógrafos en el siglo XVI. El ‘rol de la verdad’,
escribió Mercator a Ortelius, fue descuidado en muchos mapas, y –agregó- aquellos provenientes de Italia fueron
‘especialmente malos en este aspecto’. En 1592 Petrus Plancius afirmaba que sus mapas eran dibujados con la más grandiosa
precisión” (Harley y Zandvliet, 1992, p. 11).

[54] Gombrich, 1982, p. 172-214.

[55] Wood, 1992, p. 4.

[56] Belting, 2002b, p. 12.


[57] Belting, 2002b, p. 12.

[58] Desde La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, de Roland Barthes (1980), muchos otros han retomado los
interrogantes abiertos por el semiólogo francés en torno a la relación entre imagen, realismo y realidad. Específicamente sobre
la fotografía y la imaginación geográfica, véase Schwartz y Ryan, 2003.

[59] Bryson, 1983, p. 13,

[60] Un detalle de esta discusión en Arnheim, 1969, p. 81.

[61] Ricoeur, 2000, p. 65.

[62] Capel, 1973, p. 72.

[63] Arnheim, 1969, p. 81-83. En el caso del continente americano, se remarca la tendencia a alinear ambas masas de tierra de
forma más simétrica de lo que en realidad están. Esto conecta con la naturaleza simbólica de los mapas: al igual que otros
simbolismos, el mapa como imagen simbólica pone en juego “una doble propiedad: por un lado, pertenece a un régimen de
violencia intrínseca, de lazo fuerte entre sentido y figura, lo que por otra parte da cuenta de la universalidad y del carácter
invariante de […] los símbolos; pero, por el otro, conoce un régimen de libertad interior, de juego, de margen, que facilitad
precisamente la creatividad simbólica y permite individualizar los procesos de interpretación” (Wunenburger, 1995, p. 55-56).

[64] En 1923, John Paul Goode, el jefe de la más afamada oficina privada de cartografía de Estados Unidos (Rand MccNally),
diseñó una proyección homolosina con el objetivo explícito de “contestar y desafiar las distorsiones perpetuadas por la
proyección Mercator”. La tibia respuesta del público hizo que Rand MacNally decidiera publicar los mapas de Goode para el
público escolar pero mantuvo los mapas mercatorianos para los productos dedicados al público genera (Shulten, 2001, p. 1-3).

[65] Uno de los debates más resonantes es el promovido por Arno Peters, quien, recuperando una proyección diseñada en 1885
por James Gall, instaló la que vendría a ser conocida como “proyección Peters” al mismo tiempo que militaba en favor del uso
de proyecciones equiareales para evitar “lecturas distorsionadas” de la geografía mundial basadas en proyecciones sesgadas
políticamente con valores cuestionables, tales como el eurocentrismo. Para una síntesis del debate, véase Monmonier, 2005.

[66] Denis y Kaiser citan el estudio que hizo Thomas Saarinen: el análisis de los mapas del mundo dibujados por 3568
estudiantes de 75 universidades ubicadas en 52 países diferentes revela que, aunque la mayoría tiende a ubicar su propio lugar
en el centro del mapa y a dibujarlo con mayor nivel de detalle, la mayoría reproduce algunos “principios mercatorianos”: el
sobredimensionamiento del hemisferio norte, la duplicación del tamaño de Europa y la exageración de Groenlandia (Wood y
Kaiser, 2001, p. 36).

[67] Belting, 2002a, p. 15.

[68] Huff, 1954, p. 11.

[69] Sobre la relación entre cartografía topográfica y estados nacionales, véase Nadal y Urteaga, 1990; Thrower (1996;
especialmente los capítulos 8 “Cartografía moderna: mapas oficiales y semioficiales” y 9 “Cartografía moderna: mapas
privados y mapas institucionales”) Capel, 1982; Capel, Sánchez y Moncada, 1988; Harvey, 1990.

[70] Anderson, 1991, p. 229.

[71] Tagg, 1988, p. 12.

[72] El trabajo de Simon Schama (1995) sobre nación y paisaje es una referencia ineludible. Sobre la relación entre fotografía
y nacionalismo, véase Jäger, 2003.

[73] Burke, 2001, p. 55.

[74] Jäger, 2003, p. 117.


[75] El estudio más refinado sobre este tema sigue siendo el libro de Thongchai Winichakul (1994).

[76] Un análisis de las normas legales que determinaron cierta representación cartográfica de la Argentina, véase en Lois y
Mazzitelli, 2004.

[77] Para el caso argentino, sobre la idea de nación en la escuela, véase Romero et al., 2004 (en particular, el capítulo 3: “Los
textos de Geografía: un territorio para la nación”).

[78] La idea de que hay una relación íntima entre “los factores geográficos y la unidad política” ha sido recurrentemente
desarrollada, entre otros, por Federico Daus en sus conocidos libros de instrucción geográfica escolar. Véase, Daus
(1967), Geografía y Unidad Argentina, Buenos Aires.

[79] Este decreto fue la respuesta a la publicación de un mapa en el primer tomo de la Enciclopedia Sopena con errores en la
demarcación de la línea fronteriza y en la mención de lugares poblados (pues no figuran localidades consideradas importantes),
y que, además, no incluía los territorios sobre los que el gobierno argentino reclama soberanía. El decreto Nº 75.014 obliga a
inscribir en el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual cualquier cartografía de la Argentina y a la remisión del mapa a
publicar al Instituto Geográfico Militar para que sea inspeccionado con el objetivo de establecer si “contiene datos erróneos”
(sic).

[80] Sin el sector antártico, la superficie del territorio argentino calculada en la década de 1920 era los 2.784.360 km2. Con esa
anexión, la “nueva” superficie llega a 4.025.695 km2 (Mazzitelli, 2008).

[81] Véase Pickles, 1992; Monmonier, 1996 (especialmente, capítulo 7 “Maps for Political Propaganda”).

[82] Pickles, 1992, p. 199.

[83] La Subsecretaría de Informaciones y Prensa había sido creada por decreto del general Ramírez, presidente militar de facto,
en octubre de 1943. Incluía cinco oficinas especializadas: Dirección General, Dirección de Prensa, Dirección de Radiodifusión,
Dirección General de Propaganda (que incluía la Dirección de Difusión y la de Publicidad) y la Dirección de Espectáculos
Públicos, a las que luego se sumó la Dirección General de Administración, en 1946” (Gené, 2005, p. 32).

[84] Gené, 2005, p. 14.

[85] El gobierno peronista diseñó e implementó dos planes de gobierno (1947-1951 y 1952-1955, el segundo, inconcluso por el
derrocamiento del gobierno) que, si bien estaban centrados en la planificación económica y en la nacionalización de los
servicios públicos, abarcaban también los sectores de la educación, la cultura, la salud, la seguridad nacional, la justicia, el
comercio exterior, el transporte y las obras públicas.

[86] El colofón agrega que "la dirección y realización del trabajo estuvo a cargo del Mayor Luis Guillermo Bähler, secundado
por los educacionistas Luis Ricardo Aragón y José Edmundo Caprara".

[87] Benedict Anderson sostiene que el uso de colores como estrategia visual que asocia categorías similares (dominios
territoriales de un Estado) y disocia categorías diferentes (dominios territoriales de diferentes estados) -tan popular en los
mapas británicos, que además de usar el rojo o rosa para los dominios propios usaba el púrpura para las colonias francesas y el
amarillo o marrón para las holandesas- contribuyó a instalar la imagen del mapa-rompecabezas que tan funcional es a la misma
idea de mapa-logotipo (Anderson, 1991, p. 244-246).

[88] Mark Monmonier ha llamado la atención sobre la “propaganda cartográfica sutil y no sutil” de ciertos sellos postales
argentinos que muestran las Malvinas como parte del territorio argentino (Monmonier, 1996, p. 93).

[89] El juego cortesano de la geografía es un juego de naipes aparecido hacia 1820. Cada uno de los cuatro continentes es
(alegóricamente) representado con un palo: Europa, corazones; Asia, diamantes; América, espadas; África, bastos. El as
corresponde al mapa del continente, y los países son ordenados (con la numeración) jerárquicamente en el resto de las cartas.
Se reservan las cartas de las figuras para los monarcas. El juego incluye una introducción a la geografía con descripciones de
los continentes y países representados (Barber, 2006, p. 256).

[90] Fiori, 2005; Lois, Troncoso y Almirón, 2008; Martinelli, 1996; Miranda Guerrero y Echamendi Lorente, 2005;
[91] De Syon, 2007.

[92] Reguera Rodríguez, 2007; Monmonier, 1996.

[93] Barber, 2006, p. 226.

[94] El mapa en cuestión fue publicado en una doble página (27-28) de la revista belga Varietés, bajo el título “Le Monde ou
temps de les Surréalistes”.

[95] “Contra el mapa” es el título del sugerente ensayo de la española Estrella de Diego, en el que los mapas producidos en el
campo del arte son puestos en escena de un modo provocador. El mapa de los surrealistas abre su discusión, pero la autora
hilvana otros mapas y otros contextos en diálogo con los enfoques de análisis derivados de la propuesta de Harley.

[96] Ricoeur, 2000, p. 170.

[97] Esta expresión alude explícitamente a la colección recopilada en el blog <http://strangemaps.wordpress.com>.

[98] Mirzoeff, 1999, p. 34.

[99] Arnheim, 1969, p. 80.

[100] Wunenburger, 1995, p. 43.

[101] Wunenburger, 1995, p. 56.

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[Edición electrónica del texto realizada por Gerard Jori]

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© Copyright Scripta Nova, 2009.

Ficha bibliográfica:

LOIS, Carla. Imagen cartográfica e imaginarios geográficos. Los lugares y las formas de los
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298<http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-298.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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