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LA ANGUSTIA

M. BASSOLS
LA EPIDEMIA SILENCIOSA 29-12-2012

La angustia -que no es lo mismo que el miedo, ni la depresión, ni siquiera el ataque de


pánico con el que a menudo se la relaciona- se propaga cual pandemia en este siglo XXI. Más
extendida de lo que podría pensarse, tal vez, precisamente, porque se vive en silencio. Un
trastorno -o quizás una señal de alarma- de terapia incierta, que tiene relación con el deseo, y
con nuestra percepción del Otro
Palpitaciones, sudor frío, escalofríos, temblores, mareo, ahogo, nudo en el estómago,
sensación de locura, de muerte inminente... Son los signos más visibles del cuadro clínico
denominado trastorno de ansiedad, en cuya clasificación encontramos desde el panic attack,
pasando por el stress, hasta las fobias más diversas. Se ha convertido hoy en uno de los
diagnósticos más comunes, asociado muchas veces al de depresión, hasta el punto que ha
merecido el título de la epidemia silenciosa del siglo XXI.
Tal como nos recuerdan los gestores de la salud, es hoy una de las causas más
frecuentes de baja laboral. Frente a su avance, tan sutil como imparable, se ha ido
desplegando un amplio arsenal terapéutico: psicoterapias de diversas orientaciones, con
técnicas de sugestión, ejercicios de relajación y de respiración, de confrontación y exposición
repetida al objeto temido... Todo ello acompañado de la oportuna medicación con ansiolíticos,
cuyo consumo ha aumentado en las últimas décadas de modo exponencial. Resultado: si bien
se consiguen por una parte algunos efectos terapéuticos, pasajeros con demasiada frecuencia,
por la otra la epidemia sigue avanzando de manera impasible, desplazándose de un signo a
otro, como un alien que siempre sabe esconderse en algún lado de la nave vital del sujeto
para reaparecer, poco después, allí donde menos se lo esperaba.
"Ya no tengo tanto miedo a volar en avión —me decía una joven que había utilizado uno
de dichos métodos—, pero ahora siento un vacío tremendo cada vez que debo separarme de
mi madre". "Es una espada invisible que me atraviesa el pecho", me decía un hombre, y era,
en efecto, una espada de sinsentido que hendía cada momento de su vida cotidiana.
Constatamos entonces este hecho: cuantos más efectos terapéuticos se intentan
producir directamente sobre los signos manifiestos de la epidemia, más esta retorna con
signos nuevos. Y retorna para dejar al descubierto una experiencia que transcurre en silencio,
una experiencia singular e intransferible que ya desde hace tiempo se ha llamado con este
término: la angustia.
La experiencia subjetiva de la angustia es, en efecto, distinta e irreductible a ninguno de
los signos que intentan describirla y que sólo nos indican algunas de sus manifestaciones. La
experiencia subjetiva de la angustia permanece en el silencio más íntimo del sujeto como algo
indescriptible, sin concepto, no se deja atrapar por gimnasia mental alguna, por ninguna
sugestión más o menos coercitiva ante el objeto que la causa.
Más allá de los signos en los que se expande la epidemia silenciosa, el silencio de la
angustia es, él mismo, un signo fundamental que recibe el sujeto desde su fuero más íntimo
con estas preguntas: ¿qué quieres? ¿qué eres finalmente, tanto para aquellos a quien quieres
como para ti mismo, una vez confrontado a ese silencio que te agita ensordecedor? El signo de
la angustia toma entonces un valor de agente provocador, de esfinge que plantea a cada
sujeto la pregunta más certera sobre su ser y su deseo. Tantos ideales largamente sostenidos
y esa pregunta había quedado enterrada bajo su excesivo ruido.
La angustia se manifiesta entonces como el signo de un exceso, de un demasiado lleno
en el que vive el sujeto de nuestro tiempo, inundado por la serie de objetos propuestos a su
deseo. Es el signo de que hace falta un poco de vacío, de que hace falta la falta, como decía
hace tiempo el psicoanalista Jacques Lacan en su seminario dedicado por entero a ese extraño
afecto, La angustia.
Es interesante subrayar que la ciencia de nuestro tiempo ha detectado este exceso por
su otra cara, más bien como un defecto, como una insuficiencia. Lo ha detectado en el
denominado retraso genómico del ser humano, como la razón última de los crecientes signos
de su ansiedad. ¿En qué consistiría este retraso? La civilización humana habría transformado el
mundo con tal rapidez que nuestro soporte genético no habría dispuesto de tiempo suficiente
para adaptarse a él. El reloj de nuestro organismo tendría así un retraso genético, anclado
como estaría en sus respuestas a una realidad que ya no existe. Diremos por nuestra parte
que sólo puede entenderse este retraso si lo consideramos con respecto al tiempo subjetivo
que podemos definir como el tiempo de lo simbólico, el tiempo de una civilización que exige
una satisfacción inmediata de las pulsiones, el tiempo de un mundo que exige cada vez más
rapidez, más satisfacción inmediata, siempre un poco más... "Dios mío, dame un poco de
paciencia, ¡pero que sea ahora mismo!", decía una historia que sigue la misma lógica que el
sujeto que llega hoy angustiado a nuestras consultas. Este rasgo de urgencia temporal, de
ahora mismo, tiene su traducción en un rasgo espacial, en un demasiado lleno. La realidad de
la angustia es así una realidad a la que parece faltarle el vacío necesario para que este exceso
no termine con su propia existencia, con su cohorte de objetos virtuales donde todo debe estar
al alcance de la mano, sí, ahora mismo.
Deberíamos entender entonces el efecto llamado retraso genómico más bien como un
efecto invertido de este exceso, producto él mismo de nuestra civilización, de su maquinaria
simbólica. Es a este exceso de ruido al que responde el silencio ensordecedor de la angustia de
un modo singular en cada sujeto. Y ante él, parece tan inútil huir como intentar adaptarse con
formas más o menos coercitivas, más o menos sugestivas, que lo desplazan siempre hacia otro
lugar.
La angustia, inevitable, hay que saber atravesarla tomándola como signo de la pregunta
radical del deseo de cada sujeto sobre el sentido más ignorado de su vida. Pero para
responder a esta pregunta, primero hay que saber dar la palabra al silencio de la angustia, hay
que hacerla hablar en cada sujeto, uno por uno. Cosa nada fácil en un momento en el que
sobran consignas y protocolos para silenciarla de nuevo. Solamente desde ahí, sin embargo, la
angustia nos librará el sabio secreto del que es respuesta, aunque siempre sea con su tiempo
de urgencia precipitada

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