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Facultad de Humanidades

El espacio transformador en un
cuento de Silvina Ocampo y
María Inés Silva Vila

Es muy difícil que la disolución de una


casa no lleve consigo alguna confusión
Las confesiones; J.J. Rousseau

Sofía Rosa

Metodología de la investigación literaria

Eugenia Ortiz- Natacha Laguardia

Fecha de entrega: 5/12/11.


1

Título
El espacio transformador en un cuento de Silvina Ocampo y María Inés
Silva Vila.
The transforming space in a tale of Silvina Ocampo and María Inés Silva
Vila.
Resumen
En el presente trabajo se pretende llevar a cabo un estudio comparativo
entre el cuento La casa de azúcar de la argentina Silvina Ocampo y Un paseo a
la luz de la lluvia de la uruguaya María Inés Silva Vila. En ambos cuentos, hay
personajes femeninos que sufren transformaciones a partir de su vínculo con
un espacio concreto: la casa y el ropero. A partir del estudio estructural de los
cuentos, se tomará como motivo central la construcción del espacio como
transformador, transmutador, que brinda posibilidades de cambio a los
personajes. Dentro de esta perspectiva, se utilizará como marco teórico la
propuesta analítica que Gastón Bachelard formula en sus libros La poética del
espacio y La poética de la ensoñación (topoanálisis del ensueño). Mediante
este análisis, se podrá dilucidar y relacionar en los textos propuestos de qué
manera el espacio opera en la ensoñación arquetípica, la infancia y las
proyecciones de los sujetos que ensueñan, transformándolos.

Palabras-clave
Ensoñación - Transformación - Casa - Silvina Ocampo - María Inés Silva
Vila
Dreaming - Transformation - House - Silvina Ocampo - María Inés Silva
Vila
2

La casa, el armario, la puerta, los espejos, son imágenes que pueblan


los cuentos de Silvina Ocampo y María Inés Silva Vila, y le confieren a los
relatos un valor simbólico-arquetípico que trasciende lo netamente anecdótico.
Estos espacios-objetos remiten a ensoñaciones de la infancia o, mejor dicho, la
ensoñación siempre remite a un lugar, a un espacio donde la poética de la
infancia se concretiza: “para poder constituir la poética de la infancia evocada
en una ensoñación, hay que darles a los recuerdos su atmósfera de imagen”
(Bachelard 1982, 158). Acceder, por tanto, a la ensoñación de un espacio, es
adentrarse en los oscuros terrenos de la infancia rememorada.
De esta manera, el imaginario funciona sobre la base de
representaciones que se traducen en imágenes mentales. El estudio
fenomenológico de la ensoñación, según Bachelard, nos permitiría llegar al
origen absoluto, al origen de la conciencia. (Bachelard 1982, 10).
En las representaciones mentales, siempre imágenes visuales, por tanto
tendrá un lugar predominante el espacio sobre, por ejemplo, el tiempo. De ahí
que Bachelard proponga un topoanálisis de la ensoñación:
El topoanálisis sería, pues, el estudio psicológico sistemático de los
parajes de nuestra vida íntima. En ese teatro del pasado que es
nuestra memoria, el decorado mantiene a los personajes en su
papel dominante. Creemos a veces que nos conocemos en el
tiempo, cuando en realidad sólo se conocen una serie de fijaciones
en espacios de estabilidad del ser… (Bachelard 1975, 38).
Dentro de este topoanálisis, la imagen de la casa surge como espacio de
la intimidad que permite el desarrollo onírico. La casa es el primer universo de
la cotidianeidad, el primer refugio, la primera morada, en donde el hombre
desarrolla la idea de habitar; en este sentido, la casa se asemeja a la madre
protectora,1 que cobija y protege al soñador del mundo exterior, del frío y lo
amenazante: “porque la casa es nuestro rincón del mundo. Es -se ha dicho con
frecuencia- nuestro primer universo. Es realmente un cosmos”. (Bachelard
1975, 34).
La casa está poblada de imágenes que remiten a recuerdos, a
pensamientos y sueños que reflejan los íntimos deseos del soñador. Aquí

1
“Los místicos han considerado tradicionalmente el elemento femenino del universo como
arca, casa o muro; también como jardín cerrado” (Cirlot 127).
3

nacen las imágenes poéticas de secreto, de la penumbra: el cofre, los cajones


y armarios, que siempre están llenos -conclusión a la que llega Bachelard luego
de analizar las proposiciones de Bergson (ver Bachelard 1975, 107-11). Estos
espacios son intimidades solidarias en donde los hombres encierran o
disimulan sus secretos. (Bachelard 1975, 107). Por ser objetos que guardan y
esconden, se inscriben dentro de la dialéctica secreto/descubrimiento, que se
expresa de manera superlativa en la imagen del cofrecillo: el hombre necesita
un espacio para su intimidad más profunda que, aunque se abra ese cofrecillo,
nunca será totalmente revelada, porque “nunca llegamos al fondo del cofrecillo.
¿Cómo explicar mejor la infinitud de la dimensión íntima?” (Bachelard 1975,
120).
Por lo tanto, cabría hacer una distinción entre lo público, lo privado y lo
íntimo, ya que estos espacios tienen que ver con los personajes, conforman
sus escenarios, y tienen que ver, también, con los espacios de la ensoñación
planteados por Bachelard.
El conocido neurólogo, psiquiatra y escritor español, recientemente
fallecido, Carlos Castilla del Pino, hace la distinción entre estos tres espacios:
Las actuaciones públicas son siempre observables y por tanto son
entregadas a los demás.
Las actividades privadas se desarrollan a un espacio que cada
sujeto define y protege de la observación externa. Él mismo decide
a quién le es permitido conocerlas.
Las vivencias íntimas son de carácter psíquico y por tanto internas
al sujeto; los demás nunca pueden observarlas, sólo a veces
inferirlas a partir de los signos indirectos con que el sujeto las
expresa. (Lázaro 99).
De este modo, corresponden al ámbito de la intimidad las acciones de
fantasear, imaginar, proyectar, figurar, sentir, y por lo tanto, no pueden ser
sabidas por nadie fuera del sujeto. En cambio al ámbito público y privado
corresponden las proyecciones externas del sujeto, por eso son observables o
parcialmente observables. Dentro de la dialéctica secreto/descubrimiento, el
ámbito propicio para que se mantenga este juego -que también plantea la
dialéctica de lo cerrado/abierto- es el privado, ya que es potencialmente
observable, pero el sujeto procura que sea inobservable; transgredir este
4

espacio sería hacer público algo que se ha gestado como privado. 2 En el


ámbito público, ya no hay dialéctica pues está todo descubierto. Y en la
intimidad, todo es secreto, hermético; “pero en el instante en que el cofrecillo se
abre, acaba la dialéctica. Lo de fuera queda borrado de una vez y todo es
novedad, sorpresa, desconocido” (Bachelard 1975, 119-20).
Bajo esta perspectiva, los espacios de la ensoñación también comportan
un ámbito peculiar que si es transgredido, va a traer consecuencias sobre los
personajes.
A su vez, se puede hacer una distinción -fundamental para el posterior
análisis de los cuentos propuestos- entre la casa que se recuerda y la casa que
se sueña.
La casa recordada es la natal, la casa de la infancia. De ella se recogen
los recuerdos borrosos e irreconocibles:
Las verdaderas casas del recuerdo, las casas donde vuelven a
conducirnos nuestros sueños, las casas enriquecidas por un
onirismo fiel, se resisten a toda descripción (…) la casa primera y
oníricamente definitiva debe conservar su penumbra. (Bachelard
1975, 43).
Está demás decir que en la casa de la infancia cobra vital importancia el
pasado, que conforma imágenes inolvidables en el sujeto, no solo en sus
recuerdos sino en su cuerpo, en su manera de habitar las casas posteriores:
“pero allende los recuerdos, la casa natal está físicamente inscrita en nosotros”
(Bachelard 1975, 45). En todo momento se retorna a la infancia que es, según
Bachelard, más grande que la realidad, como el sueño en relación al
pensamiento y, por lo tanto, imaginar respecto a vivir. Así, los espacios que se
recuerdan de la casa de infancia, liberan la imaginación creadora y encuentran
refugio en la casa onírica.
Esta casa de la infancia es el lugar del refugio, de la seguridad, por eso
muchas veces se asemeja a la imagen del nido (ver Bachelard 1975, 124-39).
2
Por ejemplo, dentro del ámbito literario, la publicación de cartas de un autor. Dentro de este
esquema, se podría decir que las memorias, por ejemplo, pertenecen al ámbito público ya que
supone la enunciación de la vida pública de una persona; las autobiografías pertenecen al
ámbito de lo privado, ya que en ellas se administra lo que es o no observable, pero se accede
al universo privado del yo (por ejemplo la infancia); y los diarios íntimos y las cartas (excepto
los que se construyeron pensando en una posible publicación) pertenecerían en cierta medida
al ámbito de lo íntimo -aunque la intimidad no puede ser verbalizada-, ya que no tienen esfera
pública, construyen su propio contexto de enunciación y son verificables solo por el sujeto.
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La poeta uruguaya Idea Vilariño, recuerda con nostalgia y pesadumbre el


lejano Paraíso perdido: “Lejano infancia paraíso cielo/oh seguro seguro
paraíso” (Vilariño 67).
Frente a la casa natal se conforma la casa soñada. Esta es la casa del
futuro, donde el soñador desea habitar, y, por tanto, realizar sus sueños.
A veces, la casa del porvenir es más sólida, más clara, más vasta
que todas las casas del pasado. Frente a la casa natal trabaja la
imagen de la casa soñada. Ya tarde en la vida, con un valor
invencible, se dice: lo que no se ha hecho, se hará. Se construirá la
casa. Esta casa soñada puede ser un simple sueño de propietario,
la concentración de todo lo que se ha estimado cómodo,
confortable, sano, sólido, incluso codiciable para los demás.
(Bachelard 1975, 93).
Si estos sueños se realizan, entran dentro del terreno de las
proyecciones personales (sueños a corto plazo, para Bachelard), y solo tienen
interés de análisis para la psicología de los proyectos. A él le interesa estudiar
aquella casa “que habitaremos más tarde, siempre más tarde, tan tarde que no
tendremos tiempo de realizarlo” (Bachelard 1975, 93). Esta casa de sueños
pretende recrear el espacio de seguridad y felicidad de la niñez -pero no debe
ser simétrica a la casa natal-, por eso necesariamente debe estar incompleta,
no ser perfecta: así el constructor puede seguir soñando, y esta sería
completamente imaginada; pues, si la casa estuviera completa, llevaría a
pensamientos serios, y no al ensueño (Bachelard 1975, 94).
Por último encontramos la casa onírica, es decir, la casa de la
ensoñación. Es imaginada e independiente de la casa del pasado (natal) y de
la casa futura (soñada), pero en esta casa queda anclada la casa del pasado y
se acomoda la casa futura. Esta casa no se realiza porque allí se ubica la
imaginación del soñador, pero en ella se ponen en juego la realidad con la
ensoñación, lo irreal con lo real. Si la intimidad original del sujeto es una
actividad simbólica, entonces la casa onírica se transforma en la matriz de ella:
“Un soñador de casas, las ve por todos lados. Todo le sirve para sus ensueños
de moradas” (Bachelard 1975, 87).
6

La casa onírica, por tanto, funciona como sinónimo del espacio de la


ensoñación, por eso cada sujeto tiene su casa onírica, una casa del recuerdo-
sueño que es “la cripta de la casa natal” (Bachelard 1975, 46).
Para Bachelard, la casa imaginada, la casa onírica, siempre se la ve
como un ser vertical, que se eleva del sótano a la guardilla, de “la irracionalidad
del tejado a la irracionalidad del sótano” (Bachelard 1975, 48). Para una
explicación psicológica profunda, Bachelard recurre a Jung:
Jung se sirve de la doble imagen del sótano y el desván para
analizar los miedos que habitan la casa (…) La imagen es esta: “la
conciencia se conduce ahí como un hombre que, oyendo un ruido
sospechoso en el sótano, se precipita al desván para comprobar
que allí no hay ladrones y que, por consiguiente, el ruido es pura
imaginación. En realidad, ese hombre prudente no se atrevió a
aventurarse al sótano” (Bachelard 1975, 49).
Los estudios psicoanalíticos han identificado la arquitectura de la casa
con el cuerpo y pensamiento humanos. Soñar con la casa es soñar con lo
estratos de la psique, y Cirlot los resume de esta manera:
La fachada significa el lado manifiesto del hombre, la personalidad,
la máscara. Los distintos pisos encierran al simbolismo de la
verticalidad y el espacio. El techo y el piso superior corresponden,
en analogía, a la cabeza y el pensamiento, y a las funciones
conscientes y directivas. Por el contrario, el sótano corresponde al
inconsciente y los instintos… (127-8).
Tanto para Bachelard como para los psicoanalistas, en esta lógica de
verticalidad ascensional de la conciencia, las escaleras van a cumplir un papel
fundamental. No es lo mismo la escalera que va al sótano, que baja, y por tanto
es el descenso que conserva los recuerdos y permite el onirismo, (Bachelard
1975, 56) a la escalera que va a los cuartos o al desván, que siempre se sube,
y por lo tanto tiene el signo de la ascensión “hacia la soledad más tranquila”
(Bachelard 1975, 57). Para el psicoanálisis, el valor fundamental de la escalera
está en su capacidad de conectar, comunicar, unir, diferentes planos psíquicos.
En el cuento El sótano (perteneciente al libro La furia de 1959) de Silvina
Ocampo queda manifiesta esta lógica descendente: el personaje femenino que
lo habita, en la penumbra de día y de noche, aparentemente trabaja como
7

prostituta en un sótano prestado que está a punto de ser derrumbado. Se


familiariza con los ratones y, al no tener alimento -pues no quiere salir de allí-,
comienza a devorar su propio cuerpo: “la demolición de esta casa está
anunciada, pero yo no me iré de aquí hasta que muera” (Ocampo 212). Este
personaje, que narra la historia a modo de soliloquio, no solo permanece allí
por su propia voluntad, sino porque los dueños de la casa le escondieron la
llave, la encerraron -como se reprimen los deseos culposos en el inconsciente-
y demuelen la casa con ella adentro.
En el extremo opuesto y de manera más sutil, en el cuento El espejo de
dos lunas (pertenece al libro La mano de nieve de 1951) las extrañas e
idénticas tres tías de la narradora tienen su lugar de intimidad en sus cuartos
para los que hay que subir una escalera. Es el único momento en que están
separadas unas de otras, en sus habitaciones, frente a un cofrecillo de cristal
azul; mientras son espiadas por la narradora-sobrina: “yo saltaba de una puerta
a otra y era lo mismo que seguir mirando una: parecía que se veían a través de
paredes transparentes y que el gesto de una de ellas, lo continuaban -siendo el
mismo- las otras” (Silva Vila, María Inés 22).
Los espacios de Ocampo y Silva Vila muchas veces son invadidos por
presencias extrañas, sucesos extraordinarios, presencias fantasmagóricas, es
decir, por lo otro, que ha dado en llamar fantásticas sus narraciones.
Las discusiones en torno a lo fantástico -exclusivamente desde lo
teórico- parecen no tener fin, y por este motivo no sería apropiado dar una
definición de lo fantástico, además que se han establecidos sub-categorías
como lo fantástico clásico y lo fantástico contemporáneo. Sí se pueden
establecer algunas características: Todorov -uno de los primeros en
sistematizar una definición de lo fantástico y diferenciar este concepto de lo
maravilloso y lo extraño- ha destacado su rasgo evanescente y de
incertidumbre que se basa en la ambigüedad. También es necesaria la
aparición de un elemento sobrenatural en un espacio cotidiano, reconocible por
el lector; de esta manera, la aparición sorpresiva de este elemento sobrenatural
debe sobresaltar al lector.
Barrenechea, luego de proponerse estudiar las obras fantásticas tan
prolíficas en Hispanoamérica y cuestionar la visión de Todorov, plantea:
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La literatura fantástica quedaría definida como la que presenta en


forma de problema hechos a-normales, a-naturales o irreales.
Pertenecen a ella las obras que ponen el centro de interés en la
violación del orden terreno, natural o lógico, y por lo tanto en la
confrontación de uno y otro orden dentro del texto, en forma
explicita o implícita. (394)
En los relatos fantásticos el dislocamiento se produce en el discurso, en
la mirada que el narrador hace de los acontecimientos; muchas veces a través
de la paradoja, la ironía, el absurdo, el relato fantástico se vuelve contradictorio
y ambiguo, ya que presenta la arbitrariedad de la razón.
La ficción fantástica llega a crear otros mundos, muchas veces
recreando o deconstruyendo, a través del lenguaje, el ya existente, porque se
puede evocar y pervertir la visión que se tiene sobre lo real y lo anormal.
Lo que sucede, muchas veces, al estudiar autores como Borges o
Cortázar, es que estas caracterizaciones no encuentran un lugar en su
narrativa. Se supone que los relatos neofantásticos (categoría creada por
Jaime Alazraki a partir de su lectura de Kafka, Borges y Cortázar) ya no
cuestionan el mundo racional y cientificista, sino la interpretación de ese mundo
-por eso muchas veces se prescinde del miedo y el horror-, de ahí que el
extrañamiento se dé desde el comienzo. Esta nueva concepción de lo
fantástico, que no es otra cosa que la reinterpretación del mundo, queda
establecida sin necesidad de teorías en la antología publicada por Jorge Luis
Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo titulada Antología del cuento
fantástico, publicada en 1940.
Este cuestionamiento de lo fantástico y sus límites difusos se da también
en Silvina Ocampo y en María Inés Silva Vila. La prolífica obra de la argentina
hace casi imposible cualquier categorización abarcativa, por eso parece
apropiado referirse a su primera etapa literaria conformada principalmente por
su estudiado libro La furia, publicado por primera vez en 1959. En una nota al
pie que deja pasar sin mayores referencias, Teodosio Fernández recoge la
apreciación de Silvia Molloy:
“En ninguno de los relatos de Silvina Ocampo puede señalarse
claramente la intrusión de lo sobrenatural en el mundo aceptado.
Tampoco hay esa duda, esa suspensión de juicio del lector, que
9

caracterizan los mejores ejemplos de la literatura fantástica, y


quizás sea ésa la mejor prueba de que lo fantástico se utiliza aquí
para otros fines de los que habitualmente se atribuyen al género”.
(231)
En la narrativa de Ocampo la realidad es permeable y elástica, en donde
contantemente se está quebrando con el orden establecido, se producen
desvíos a la norma, sin énfasis, que se mueven más en el terreno de la ironía,
lo morboso y tenebroso, que lo fantástico. De alguna manera, lo que socava los
cimientos de la realidad es lo grotesco, que nace de la conjunción magistral del
humor con el horror: “- Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me
costó tanto, tanto!” (Ocampo 252) exclama la costurera al ver que su clienta se
muere probándose el vestido de terciopelo, asfixiada por él, a la par que su
ayudante, de unos ocho años, repite su leitmotiv: “¡Qué risa!” (Ocampo 252),
con el que se cierra el cuento.
Los niños y la mirada infantil son muy importantes en su narrativa, ya
que le permiten subvertir el orden, pero a través de lo atroz, cruel y
monstruoso, de esta manera se les llama por la crítica “niños terribles”.
Justamente la risa nace de esa combinación entre lo infame e ingenuo. Por
ejemplo, en el cuento Las fotografías, la crueldad se mezcla con la ironía y la
ignorancia en relación a Adriana, la niña paralítica, recién salida del hospital,
que muere en su cumpleaños delante de todos los invitados.
Carolina Suárez Hernán describe con precisión las características
fundamentales de La furia:
Es un contario formado por relatos cortos con tramas argumentales
relativamente sencillas en apariencia.(…) El mundo de las
relaciones humanas es el ámbito representado en los cuentos; la
ironía y la paradoja siempre están presentes en estas complejas
relaciones de parentesco, amistad, amor, trabajo. Así mismo, la
crueldad y la perfidia se manifiestan entre los personajes con
frecuencia, infiltrándose entre los demás comportamientos y
sentimientos. Blas Matamoro afirma que los cuentos de La Furia se
refieren a un mundo que se derrumba y que aparece, por ello,
como insólito y extraño. El universo narrativo se encuentra
desarticulado y regido por la incomprensión; (…) los lugares y las
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épocas son borrosos y el desarraigo se presenta junto con el horror


como el fundamento de la realidad. (…)El tratamiento del lenguaje
varía también con respecto a las obras anteriores; las formas
coloquiales ocupan un lugar preeminente y los cuentos se llenan de
clichés lingüísticos, dichos populares e incluso vulgarismos (…) El
mundo de La Furia es un ámbito cerrado que existe sólo en
sí mismo; la autora crea un mundo extraño, más allá de la realidad
en el que, sin embargo, encontramos numerosos signos y
elementos reconocibles. (199-202)
La narrativa de María Inés Silva Vila, terriblemente olvidada por la crítica
literaria, tiene puntos de contacto con la narrativa de Silvina Ocampo entre
otros escritores, que son reconocidos por el crítico literario Pablo Rocca:
Sin desmedro de su particularidad, cabría agregar que estos
escenarios resultan habituales en toda una genealogía literaria que
se vigoriza en este siglo, y que también en América Latina empezó
a crecer hasta desbaratar la hegemonía realista, desde Macedonio
Fernández a Sylvina Ocampo (sic), desde Juan José Arreola a
Murilo Rubião. (Silva Vila 7).
Por su parte, Mario Benedetti, en el prólogo al libro Cuarenta y cinco por
uno de María Inés, la relaciona directamente con Julio Cortázar, y establece un
vínculo, “una evidente afinidad (en tema, en ritmo, en fantasmagoría)”
(Benedetti 9) entre el cuento Último coche a Fraile Muerto de Silva Vila y
Ómnibus de Cortázar. En ambos la atmósfera es opresiva y enrarecida. El viaje
en ómnibus, elemento de la cotidianeidad, se vuelve de pronto absurdo y
misterioso.
Bajo la definición de Todorov, Pablo Rocca sostiene que los cuentos de
María Inés cómodamente pueden catalogarse de “fantásticos”, ya que en ellos
se establece un campo de incertidumbre, muchas veces planteado por el
desajuste entre recuerdo y experiencia vivida. En cambio, la profesora y crítica
Graciela Mántaras Loedel, en un sentido prólogo a una antología de cuentos de
María Inés, pone en duda la categoría de fantástico: “Esa narrativa breve
pertenece al ámbito no realista, pero no podría denominarse con propiedad
fantástico” (Mántaras Loedel 7).
11

Los adjetivos que pueblan los comentarios y glosas a sus cuentos -ya
que aun no se ha realizado un estudio exhaustivo de su obra- por parte de
diferentes críticos son, entre otros: fantasmagórico, misterioso, poético,
extraño, vago, inextricable, nebuloso (Benedetti opina que sus personajes son
percibidos siempre a través de una niebla, pero que esta niebla también se
interpone entre el lector y el significado del cuento), tímido, onírico.
Podríamos decir que María Inés trabaja profundamente sobre la
atmósfera de sus cuentos,3 y por eso la importancia del espacio, del escenario,
aunque no real sí realista. En sus cuentos el elemento sobrenatural está dado,
muchas veces, por acciones y situaciones fuera de lo común que el narrador
percibe como “normal”, en una lógica absurda (El espejo de dos lunas, Toda la
noche golpeando, Por un dedo); en otras oportunidades, el narrador en primera
persona realiza extensos soliloquios -semejante a “divagaciones” de índole
filosófica- en donde lo extraño e irracional conforman la lógica del relato (La
divina memoria, Felicidad).
Hay dos temas que dominan gran parte de la narrativa de María Inés: el
tema de la identidad y el de la muerte, muchas veces puestos en relación. La
mayoría de sus personajes son femeninos, jóvenes o niñas, que asumen el
acto narrativo, ya que los cuentos con narrador externo son menos. Estos
personajes muchas veces viven desdoblamientos y disociaciones en su propia
conciencia, en su interioridad (Un paseo a la luz de la lluvia); otras veces su
identidad se ve duplicada o triplicada (El espejo de dos lunas, Último coche a
Fraile Muerto); en otras oportunidades esta identidad se duplica ya que el
mundo se transforma en un teatro (El visitante); y este juego de identidades
tiene una variante escalofriante cuando el doble que persigue a modo de
Döppelganger parece ser la propia muerte (La muerte tiene mi altura, La mano
de nieve, La muerte segunda).
En los cuentos de María Inés lo que se torna extraño, tenebroso,
enrarecido es, justamente, lo cotidiano, lo que el lector asume con familiaridad
al comenzar el relato. Por eso, sería más conveniente y por un simple afán

3
No parece demasiado abarcativo hablar de manera general de “los cuentos” de María Inés
Silva Vila, ya que en la segunda publicación que llevó a cabo (Felicidad y otras tristezas) en
1964, incluyó los diez cuentos aparecidos en su primera publicación de 1951, La mano de
nieve.
12

clasificatorio, asociar la obra de María Inés Silva Vila al concepto acuñado por
Sigmund Freud das Unheimliche:
Para Freud el efecto de inquietante extrañeza (…) se produce
cuando se borran las diferencias entre lo imaginario y lo real (…) se
relaciona con la reaparición de algo extraño pero a la vez familiar,
que había sido reprimido al nivel de la conciencia (Verani 133-4).
La inquietante extrañeza de lo cotidiano, se da por un lado por el
discurso normalizador de los narradores, que neutralizan aquellos elementos
sobrenaturales e incluso de índole milagrosa que podrían sobresaltar al lector;
y por otro lado, el espacio en que se desarrollan los acontecimientos, como en
Silvina Ocampo, tienen un referente real, muchas veces con nombres de calles
transitables, que se pueden ubicar hasta hoy en día.
De los dos cuentos a trabajar (La casa de azúcar de Silvina Ocampo y
Un paseo a la luz de la lluvia de María Inés Silva Vila), se podría hacer una
lectura -que se intentará desarrollar más adelante- desde un punto de vista
clínico-psiquiátrico. Los comportamientos y transformaciones que sufren los
personajes femeninos bien podrían tratarse de trastornos mentales disociativos
(trastorno de despersonalización-desrealización y fuga disociativa).
El proceso de metamorfosis que sufren los personajes en ambos
cuentos difiere: en La casa de azúcar es progresivo:4 Cristina, la protagonista,
es una mujer bastante particular debido a sus supersticiones, todas
personalísimas, que son descritas a través de la mirada de su novio-marido,
que es el narrador: “Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda
con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios,
las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la
enloquecían de temor” (Ocampo 186).
Superstición viene del latín superstitio, onis, que, a su vez, deriva de la
preposición super (arriba, encima, sobre) y del verbo sto, are (estar); de alguna
manera, la superstición implica estar sobre la realidad, sobrevivirla.
El diccionario de la RAE la define en una primera acepción como
“creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”, y en su segunda
acepción: “fe desmedida o valoración excesiva respecto de algo”. En la

4
Aparece en el libro La furia publicado en 1959.
13

superstición, el fenómeno en el que se cree no tiene verificación científica pero,


mediante la casualidad, puede tener fundamentación empírica para el que cree
en ella. Generalmente nacen de tradiciones populares que perduran en el
tiempo. La superstición tiene como base creer en una relación causal entre dos
acontecimientos, fenómenos, que se refuerza tanto en el ritual como en la
posible recompensa (por ejemplo en el caso de los talismanes) o castigo (por
ejemplo el miedo terrible a la suposición ¿qué pasa si paso por debajo de una
escalera?).
Las supersticiones son arbitrarias y responden a un pensamiento
mágico, que puede rozar con trastornos mentales como la esquizofrenia y los
trastornos obsesivos compulsivos.
De manera evidente, en Cristina el pensamiento mágico es dominante,
ya que la lleva a formular opiniones carentes de lógica racional, que nacen de
una percepción subjetiva de los acontecimientos. En ella, las supersticiones
son (auto)limitantes y terriblemente azarosas, porque no nacen de un
pensamiento colectivo, sino individual:
Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones;
por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni
oír determinadas músicas (…) había ciertas calles que no
podíamos cruzar, ciertas personas (…) que no podíamos
frecuentar” (Ocampo 186).
Su novio y futuro esposo no escapa al pensamiento supersticioso,
aunque socializado:
Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía
un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la
conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de
luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; (…) que siempre
dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría.
(Ocampo 186).
Al ser sus prejuicios socialmente aceptados, establece una
diferenciación y separación entre él y Cristina, que se va a ir acrecentando en
el proceso de metamorfosis/desdoblamiento de la protagonista en Violeta.
De este modo, se puede ver el primer juego de dobles. En este caso
nace de la construcción en espejo entre Cristina y el narrador: los temores
14

irracionales de cada uno funcionan como reflejo invertido del otro. Las
supersticiones del narrador son universales, socialmente aceptadas y, por
tanto, objetivas y adultas; en cambio las de ella son personales y, por tanto,
subjetivas e infantiles. Esta irracionalidad, que en el fondo es la misma, no los
une, y una vez que se produce la mudanza, la escisión que hay entre ellos dos
se va a acentuar.
Uno de los miedos de Cristina, fundamentales para lo construcción
simbólica del relato, es el de vivir en una casa que ya haya sido habitada antes:
“cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues
según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su
vida” (Ocampo 186). Esta es una de las claves interpretativas del cuento.
A medida que avanza el relato, se puede apreciar cómo Cristina
comienza a cambiar su personalidad y una serie de sucesos se suscitan sin
mayores explicaciones: primero una llamada telefónica dirigida a Violeta; luego
la llegada de un paquete con un vestido de terciopelo que Cristina acepta y se
prueba sin cuestionarlo; más tarde aparece un perro que ella adopta y, al
aparecer la dueña del perro, la confunde con Violeta; luego empieza a
desarrollar una voz que le permite cantar y, por último, la visita de un hombre
vestido de mujer, que también la llama Violeta.
Por otro lado, el marido le ha mentido sobre la casa:
Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía
de azúcar (…) pensé que esa casa era recién construida, pero me
enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que
después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos
arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en
la casa y que era ideal: la casa de nuestros sueños. (Ocampo 186-
7).
Violeta es la inquilina anterior. Al parecer una cantante de vida
licenciosa, que pasa sus últimos momentos de vida en un frenopático -dato no
menor- y que muere antes o simultáneamente a la metamorfosis de Cristina,
como si esta le “robara la vida”. Esta revelación se da al final del cuento:
“Alguien me ha robado la vida, pero la pagará muy caro”. (Ocampo 192). Y
luego las coincidencias comienzan a sucederse como en el memorable cuento
de Cortázar Continuidad de los parques:
15

No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de


ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa
sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra
garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente
Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como
antaño, sobre la baranda de hierro viendo los trenes alejarse.
(Ocampo 192).
Esas fueron, aparentemente, las últimas palabras de Violeta transmitidas
al narrador a través de la profesora de canto de ella.
Varios son los personajes que sufren metamorfosis, mutaciones a lo
largo del cuento. Por un lado está Violeta, cuyo discurso se torna dudoso o, al
menos cuestionable, al estar internada en un centro de salud mental; su
transformación podría verse como el proceso natural de envejecimiento y
muerte. Pero su construcción como personaje es más compleja, ya que forma
una representación binaria con Cristina: para Violeta, Cristina funciona como el
doble a manera de un Döppelganger que la visita cuando se aproxima la
muerte; mientras que para Cristina, Violeta significa la muerte de su identidad
anterior. En este desdoblamiento, la muerte juega un papel paradójico. Por un
lado, la maldición que emite Violeta sobre su doble cae sobre sí misma, ya que
esta transmutación se puede ver como su deseo inconsciente de
reencarnación; por otro lado, la aniquilación simbólica del doble por parte de
Cristina, es una forma de suicidio que la previene de una futura aniquilación.
También el marido de Cristina, doble espejado de ella, sufre una
transformación. Si Cristina se muta en Violeta, él debe asumir la identidad de
marido o uno de los numerosos amantes de la cantante; y esto se evidencia en
los fuertes celos e inseguridad que comienza a tener: “durante días, que me
parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad” (Ocampo 190).
Otro desdoblamiento provocado, por un lado, por la difusión de los
límites espacio-temporales; y por otro, por el juego de nombres, es el del perro
Bruto/Amor. El perro que le llega a Cristina tiene dos años aproximadamente,
por lo que no puede ser el mismo perro que nombra Violeta al final, aunque es
útil para establecer el sistema de coincidencias.
Cuando el perro llega, Cristina lo bautiza con el nombre Amor, “porque
llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor” (Ocampo 188). Se
16

debe entender Amor más como nacimiento de la sensualidad y sexualidad que


como Amor de la pareja, que sería irónico. El erotismo estaba dormido en
Cristina, y despierta cuando se prueba el vestido de terciopelo: “subió corriendo
las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado” (Ocampo 187). El
motivo del vestido de terciopelo es recurrente en la obra de Silvina Ocampo, y
generalmente está asociado al erotismo que produce el contacto de las yemas
de los dedos con la tela.5
Es el mismo efecto que le produce bañar y secar al perro, acción que
Cristina realiza antes de bautizarlo, en una especie de ritual de iniciación. Amor
es un perro camaleónico, por su pelo y por su nombre. El cambio se opera en
él, pero también en Cristina, ya que también está cambiando su pelaje, deja de
ser la mujer supersticiosa y sumisa, para encontrarse con la femme-fatal que
estaba guardada en ella.
Pero en este cuento no solo hay diversos procesos de transformación y
desdoblamiento, también se establece un juego de apariencia/realidad,
instaurado por el narrador-novio, y que se evidencia en la casa de azúcar.
Como ya vimos, él le miente a Cristina sobre la casa. De esta manera,
ella no debería tener presente su superstición en relación a las casas que, de
hecho, parece terminar cumpliéndose. A partir de esto, surge uno de los
cuestionamientos más interesantes de la historia: ¿puede cumplirse una
superstición tan personal e íntima sin que el sujeto de la superstición lo
controle?; ¿acaso el narrador no puede estar proyectando en Cristina su
miedos frutos de la culpa por mentirle?; ¿acaso no se podría decir que Cristina
sufre de un trastorno disociativo de despersonalización-desrealización?6 Estos
cuestionamientos son imposibles de dilucidar, ya que el cuento se mueve
intencionalmente entre lo ambiguo e incierto.

5
Esto es evidente en el cuento El vestido de terciopelo, en donde el personaje queda fascinado
al tocar la tela: “El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los
guantes de hilo en la infancia (…) Sentir su suavidad en mi mano, me atare aunque a veces me
repugne. (…) El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio” (Ocampo 252).
6
La OMS lo define como: “Trastorno en el que el individuo se queja espontáneamente de la
vivencia de que su propia actividad mental, su cuerpo, su entorno o todos ellos, están
cualitativamente transformados, de manera que se han vuelto irreales, lejanos o mecánicos
(faltos de espontaneidad). El enfermo puede sentir que ya no es él el que rige su propia
actividad de pensar, imaginar o recordar, de que sus movimientos y comportamiento le son de
alguna manera ajenos, que su cuerpo le parece desvitalizado, desvinculado de sí mismo o
extraño, que su entorno le parece falto de colorido y de vida, como si fuera artificial o como si
fuera un escenario sobre el que las personas actúan con papeles predeterminados”.
17

Otro elemento engañoso en el cuento es la propia casa, cuya fachada -si


se recuerda, el análisis psicoanalítico planteaba que la fachada de la casa
representa la personalidad, la máscara del individuo- se ha vuelto a pintar para
simular y ocultar su vejez. Es significativo que el narrador diga que parece de
azúcar, lo que le confiere a la casa una realidad escondida, y al narrador una
percepción ilusoria. Luego de mudarse, como el vínculo construido entre los
dos personajes es frágil como el azúcar, comienza a desmoronarse.
En la lógica de Bachelard, esta casa sería “la casa soñada” (incluso el
narrador lo expresa textualmente). Como ya se vio, esta casa de sueños
pretende recrear el espacio de seguridad y felicidad de la niñez. De ahí una de
las posibles interpretaciones del título: con un fuerte valor simbólico, La casa de
azúcar evoca el mundo infantil de los cuentos de hadas (recordar, por ejemplo
la casa de la bruja de Hansel y Gretel), de las tortas de cumpleaños y primera
comunión. La casa de chocolate de Hansel y Gretel, como la casa de azúcar de
este cuento, además del componente infantil y vinculado a él, está el
componente de imposibilidad -tal como lo requería Bachelard-: vivir en una
casa de azúcar sería entrar en el terreno de lo maravilloso y, por lo tanto, de
otra realidad, más como un acto evasivo que imaginativo.
Pero esta casa soñada, que debiera ser refugio de la privacidad e
intimidad de los personajes, es falsa, está repintada, esconde un universo
anterior y oscuro, como los deseos reprimidos de los personajes que, poco a
poco, se irán despintando y revelando su verdadero color.
Esta casa soñada es precaria en su construcción: el azúcar se derrite al
calor intenso del sol y se disuelve con la lluvia, no resiste. No puede ser
refugio.
Por este motivo el cuento comporta una subversión del orden
establecido: esta casa soñada se desvirtúa y se convierte en un espacio
amenazador, porque es frágil, permeable, porque permite que el mundo
exterior, lo público -en término de Castilla del Huerto- penetre en el ámbito
privado e íntimo; porque permite que por sus ventanas y puertas, por su
porosidad, se escape el ensueño.
18

El cuento Un paseo a la luz de la lluvia7 de María Inés Silva Vila supone


el viaje inverso hacia la casa natal. El proceso de metamorfosis parcial -a
diferencia del cuento de Ocampo que parece ser total e irreversible- es más
rápido y menos explicativo: el lector asiste al despertar real y simbólico del
personaje femenino. En los primeros párrafos, el narrador relata de manera
vaga y lírica, las percepciones de la mujer, que serán fundamentales para
entender el cuento:
Del fondo de un pozo, sin traer nada más que una mirada de
estupor, vacía y fija como la mirada de los muertos; desde un lugar
ajeno a ella y que sabía sin embargo propio, volvió a percibir el filo
helado de las cosas, el doblez de la sábana, el oleaje detenido que
las tablas del piso repetían una a una.
Sin saber por qué sintió frente a los viejos muebles de su cuarto
una vaga sensación de miedo, como si por primera vez advirtiera
sus superficies lisas, esa dureza que de pronto pareció golpearla.
(Silva Vila 52).
Ya en estos párrafos se está operando la transformación del personaje,
que estaba durmiendo y despertó, que estaba muerta y renació. Esa mirada
ambigua, casi oximorónica sobre los objetos y lo que la rodea, pronto se
resolverá. El lugar vacío de la cama le remite a la imagen del marido
preparándose el desayuno, del que imagina hasta su mirada.
Hasta el momento, el lector asiste al ámbito privado de Adriana, el
personaje femenino; cómo se despierta y lo que siente. La rareza de los
objetos que la rodean puede estar dada por el reciente despertar. Pero el
narrador introduce una expresión que modifica el transcurso de la historia: “fue
en ese momento, cuando introdujo las manos entre las perchas y sintió el roce
de la ropa, mientras buscaba el vestido negro de hacer las compras, que la
asaltó una sensación de perder pie y caer y volver al estupor del principio, fuera
del cauce que va uniendo los días” (Silva Vila 52-3).
El armario es, para Bachelard, un espacio de intimidad: “el armario y sus
estantes, el escritorio y sus cajones, el cofre y su doble fondo, son verdaderos
órganos de la vida psicológica secreta” (Bachelard 1975, 111).

7
Aparece publicado en el libro Felicidad y otras tristezas en 1965.
19

El contacto físico -táctil, visual, olfativo- con el ropero, probablemente


habitual, en esta mañana produce en ella efectos extraños, que tendrán que
ver con el retroceso temporal. En el presente de la narración, Adriana nace de
nuevo y como tal debe ir en busca de su casa natal, de la casa de la infancia
que le permita poblar una ensoñación vacía y muerta.
El primer cambio que sufre es el trastoque en la percepción del tiempo.
Por un momento pierde el asidero temporal, no puede anclar su existencia en
una fecha determinada, y busca en el ropero de la adultez algún recuerdo que
la ayude a ubicarse; pero estos no son más que trajes sin vida, “ahorcados en
la penumbra” (Silva Vila 53). El narrador omnisciente comenta: “sintió que
estaba profanando algo más serio y privado que una tumba y retiró las manos”
(Silva Vila 53). Más serio que una tumba son sus propios recuerdos, su
memoria, estancados puertas adentro.
Y repentinamente el conflicto parece resolverse: “Se encontró de pronto
buscando el uniforme del colegio. El mundo se armaba de nuevo en aquella
búsqueda minuciosa, un mundo adolescente, con padres, trajines estudiantiles
y tardes de domingo” (Silva Vila 53). Adriana recompone su mundo desde otro
tiempo, el tiempo pasado de la adolescencia; por lo que debe salir a buscar
otro lugar, “el paraíso perdido”, porque el dormitorio en el que está, es el
dormitorio de la adultez, del silencio, de la muerte, no le pertenece.
Es interesante apreciar que en este cuento el juego del doble se da
dentro del mismo personaje, Adriana adulta se desdobla en Adriana
adolescente, que sale en la búsqueda de su amiga, del colegio, de la casa de
la infancia. Adriana es su propio doble y su propio Döppelganger. Adriana
necesita realizar el viaje a su casa natal, para volver completa, no escindida, a
su realidad.
A partir de este momento, el narrador toma la óptica neurótica de
Adriana, prácticamente sin cuestionarla: “en el corredor se cruzó con un
hombre en mangas de camisa que la retuvo de un brazo. La cara, en cierto
modo, le resultó familiar, pero consiguió librarse y salió corriendo”. Adriana
cruza el umbral porque logra superar al guardián del umbral, que no es otro
que su marido, que ya no reconoce porque lo mira con los ojos de la
adolescencia, de unos cuantos años atrás.
20

Así como del personaje de Cristina de La casa de azúcar se podía


suponer cierto desequilibrio, también es pertinente observarlo en el personaje
de Adriana. Ambas podrían sufrir, en líneas generales, un trastorno disociativo,
que según la OMS supone la pérdida parcial o completa de la integración
normal entre ciertos recuerdos del pasado, la conciencia de la propia identidad,
ciertas sensaciones inmediatas y el control de los movimientos corporales.
En el caso de Cristina, se asoció al trastorno de despersonalización-
desrealización. El cuadro de Adriana, podría vincularse a la fuga disociativa,
que la OMS en el manual de psiquiatría define como:
Fuga que tiene todas las características de una amnesia
disociativa, a la que se añade un desplazamiento intencionado
lejos del hogar o del lugar de trabajo, durante el cual se mantiene el
cuidado de sí mismo. En algunos casos puede asumirse una nueva
identidad, por lo general sólo por unos pocos días, pero a veces
incluso durante largos períodos de tiempo y con un grado
sorprendente de aparente autenticidad. Los desplazamientos
suelen ser a lugares previamente conocidos y de cierto significado
afectivo para el enfermo.
Adriana no reconoce a su marido y huye hacia su infancia, hacia su
pasado, para que sus fantasías encuentren el lugar de intimidad anhelado.
Al enfrentarse con la realidad se produce el anacronismo: ella espera
tranvías y no hay rieles, está en una ciudad nueva, con edificios, autos y luces
nuevas. El narrador asume el punto de vista del personaje, que se asemeja a la
perspectiva narrativa de La noche boca arriba de Julio Cortázar: “se bajó en la
esquina frente a una luz amarilla. Mientras cruzaba, la luz saltó y se volvió roja
y una fila de autos avanzó sobre ella con los motores bramando” (Silva Vila 54).
Antes del final, Adriana se enfrenta a otro episodio angustiante, el
encuentro con su amiga Claudia. La fachada de su casa, desgastada y
resquebrajada por el tiempo, es la antesala de su habitante:
… reparó por primera vez en la grieta que baja por el frente y en el
color grisáceo de la pared, como cubierta por una costra
desconocida. Arriba, el pretil de la azotea parecía comido, rascado,
golpeado por algo sin forma, pero implacable (…) La atendió por fin
una señora, inverosímil de tan triste (…) Bajó la mirada hasta
21

encontrar los ojos acobardados de la otra; después de un instante


retrocedió sin dejar de vigilar ese rostro en ruinas, ese apacible
rostro que significaba sin embargo una amenaza. (Silva Vila 54).
El tiempo es el que destruye la casa de Claudia, el cuerpo de Claudia y
su rostro, pero también el de Adriana, porque Claudia es desde la perspectiva
de Adriana-adolescente, una amenaza, “la máscara de la vejez” (54) para su
amiga y para ella, la encarnación del futuro; pero para la Adriana-adulta es un
espejo en el que ella no se quiere reflejar, es el espejo de la vejez del que
Adriana está huyendo.
El otro destino es el colegio, y aunque se enfrente nuevamente con la
realidad del paso del tiempo, no lo reconoce, se da para sí misma otras
explicaciones: “fue hacia su clase y espió por la ventana. En su banco estaba
sentada una rubia pecosa. No conocía a nadie. Esto le causó un desasosiego
extraño” (55).
El tramo final de su recorrido lo hace bajo lluvia. Adriana debe terminar
su recorrido en la casa natal, es la última prueba que le falta, el último
enfrentamiento con la realidad, para poder alejarse del ámbito público y
retornar al privado e íntimo de su hogar, es decir, de su propia conciencia.
Dentro de los cambios que se han operado en el entramado urbano, es
previsible que su casa no se mantenga en pie: “desde la esquina vio un edificio
en construcción a mitad de la cuadra y un temor repentino la impulsó a apurar
el paso para salir de dudas” (56).
La fachada de la casa estaba intacta, pero al abrir la puerta comenzaba
el pasto y con él el terreno baldío, el derrumbe, la desilusión: “… amontonaba
diarios, escombros, fracasos”. (56). La enumeración es significativa. Una casa
en ruinas que solo puede acumular una memoria efímera, restos inservibles de
los recuerdos y fracasos. Lo íntimo se ha hecho público, transitable, destruible.
Bachelard no lo describe y, seguramente, no imagine la sensación que
experimenta el sujeto al ver su casa natal en ruinas. El paraíso se ha vuelto
páramo, el nido frío hielo. Es por eso que Adriana debe dejar la ensoñación, el
retroceso, ya que contrariamente a lo que se podría esperar, en esta casa los
ensueños de infancia fueron destruidos: “fue allí, al volverse (…) que recobró
su lugar en el mundo”.
22

Solo en el reflejo ante el espejo Adriana, cuando se encuentran sus yos


escindidos, es capaz de recobrar el tiempo y el espacio que había dejado
olvidado en el ropero del dormitorio, que dejó en la puerta de la casa de
Claudia.
Bachelard dice respecto al río, pero se puede hacer extensible a la lluvia,
en este caso: “el ser del río atraviesa sin envejecer todas las edades del
hombre, de la infancia a la vejez. Y por ello, experimentamos como una
especie de duplicación de ensoñación cuando, ya tarde en la vida, intentamos
revivir nuestras ensoñaciones de infancia” (Bachelard 1982, 154).

Tanto en un cuento como en el otro, la búsqueda hacia adelante como


hacia atrás de la casa implica una subversión al orden, y por lo tanto los
personajes femeninos sufren mutaciones derivadas de este lugar.
En ambos cuentos el personaje femenino logra liberarse de sus ataduras
morales, físicas y psíquicas mediante la metamorfosis de su subjetividad. Ni en
Adriana ni en Cristina, hay cambios físicos, sino solo íntimos.
Adriana es invitada a nacer de nuevo desde el mar, y Cristina es invitada
a sacrificarse desde su propia religiosidad para alcanzar un mundo construido
de fantasía.
oh enciende
tus ojos
del color de nacer
(Alejandra Pizarnik)
23

Obras citadas
Alazraki, Jaime. En busca del unicornio: los cuentos de Julio Cortázar:
elementos para una poética de lo neofantástico. Biblioteca Románica
Hispánica. Madrid: Gredos, 1983.
Bachelard, Gastón. La poética del espacio. Trad. Ernestina de
Champourcín. 2ª ed. México: Fondo de Cultura Económica, 1975.
―. La poética de la ensoñación. Trad. Ida Vitale. 1ª
ed. México: Fondo de Cultura Económica, 1982.
Barrenechea, “Ensayo de una tipología de la literatura fantástica: a
propósito de la literatura hispanoamericana”. Revista Iberoamericana 38. 80
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Benedetti, Mario. “Prólogo”. María Inés Silva Vila. Cuarenta y cinco por
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2003.
Fernández, Teodosio. “Del lado del misterio: los relatos de Silvina
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Lázaro, José. “Imágenes de Luis Martín-Santos: el psiquiatra, el político,
el literato, el vasco”. Norte De Salud Mental 25 (2006): 99-104.
Mántaras Loedel, Graciela. “¿Dónde estarán tus vagos ojos grises…?”.
María Inés Silva Vila. Antología. 1ª ed. Libros para todos. Montevideo: Signos,
1992. 5-12.
Ocampo, Silvina. Cuentos completos. 1ª ed. 2 vols. Escritores
argentinos. Buenos Aires: Emecé, 1999.
Silva Vila, María Inés. Último coche a Fraile Muerto y otros cuentos. 1ª
ed. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 2001.
Suárez Hernán, Carolina. Propuestas en la narrativa fantástica del grupo
Sur: José Bianco, Silvina Ocampo, María Luisa Bombal y Juan Rodolfo
Wilcock: la poética de la ambigüedad. Tesis doctoral inédita. 04 de diciembre
de 2011. <http://es.scribd.com/doc/57925172/24/Lo-fantastico-grotesco-y-
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Verani, Hugo: “Felisberto Hernández: la inquietante extrañeza de lo
cotidiano”. Anales de literatura hispanoamericana. 16 (1987): 127-144.
Vilariño, Idea. Poesía: 1945-1990. 1ª ed. Montevideo: Cal y Canto, 1994.

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