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por
Marc Augé
La vida como relato
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ha sido elegido en virtud de su similitud (es pues
el zar quien «se parece a su caballo» y no a la
inversa), por otra parte que todo lo que acontece
a este individuo durante la posesión (y en
consecuencia al zar en él encarnado) puede
encontrarse ulteriormente en los relatos de
factura mítica relacionados con el zar. Con lo
que la historia individual reaparece en el mito.
Ciertos cultos denominados «sincréticos», del
tipo «afrobrasileño», ilustran de manera
particularmente clara esta proyección del mito
en el relato. Tales cultos se adaptan
efectivamente al presente, a las circunstancias y
a las exigencias de la actualidad. Al mismo
tiempo, se refieren también más o menos
nítidamente a un pasado remoto, a unos
orígenes, mediante la evocación de ciertas
figuras míticas relacionadas con el bosque, el
agua, el cielo, la tierra... A fin de cuentas, en el
umbanda brasileño o en el culto a María Lionza
en Venezuela, por ejemplo, intervienen «estratos»
de personajes que tienen todos más o menos la
misma función (poseer a un humano y hablar
por su boca) sin tener el mismo estatuto:
divinidades de la naturaleza, héroes históricos
como Bolívar, figuras recientes de la vida pública
(un artista, un médico...). La distancia respecto
al mito original, que es por otra parte objeto de
versiones diversas y confusas, se expresa
entonces mediante el hecho de que,
progresivamente, las figuras más antiguas dejan
de «descender», de «poseer» a los hombres y de
hablar por su boca. A riesgo de simplificar en
exceso, podríamos decir que, cuanto más se
empeña el culto en producir y controlar los
relatos que los seres humanos hacen de sus
desgracias cotidianas, más escasa se hace la
presencia de las fuerzas poseedoras (las que les
responden) y más se acercan éstas al presente
actual. La proyección del mito tiene lugar
entonces a través del culto y éste se reduce cada
vez más a relatos referidos a lo cotidiano. Al
término del proceso sólo quedan pacientes
explicando sus desgracias y consultantes que
escuchan en silencio y, a veces, sólo a veces,
responden.
Más cerca de nosotros, existen incontables
ejemplos de la influencia que puede ejercer a
largo plazo, sobre los dogmas de mayor peso, la
multitud de vidas vividas y los sentimientos
expresados individualmente. No existe hoy
ninguna historia de las religiones (incluidas las
monoteístas) que no tome en consideración los
dos fenómenos que la actual «aceleración»
supermoderna hace converger de manera
inédita: la plasmación en forma de relato y la
individualización.
He intentado hasta aquí mostrar la importancia
de considerar la dimensión narrativa cuando
nos interesamos por la historia, a corto y a largo
plazo; he tomado para ello el ejemplo de lo que
se podría denominar la paradoja de la religión,
según la cual su desarrollo narrativo rechaza su
origen mítico, y he recordado finalmente que tal
desarrollo narrativo no concierne únicamente a
las formas literarias consagradas sino también a
los relatos que adornan cada vivencia individual,
cada vida en trance de vivirse y de narrarse. De
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este modo, la paradoja de la religión radicaría en
la labor de duelo y olvido efectuado por el relato
sobre el mito. Dicho de otro modo, toda religión
podría definirse, bajo este aspecto, como religión
«del fin de la religión», reproduciendo la
expresión que Marcel Gauchet reserva para lo
que él considera como la excepción cristiana en
su libro Le désenchantement du monde?
¿Nos atreveremos a plantear, para acabar, la
cuestión de los «grandes relatos»? ¿Han muerto?
¿Han muerto realmente? Para responder habría
que hallar en primer lugar, como en una canción
que cantaba Reggiani, el cadáver,'saber dónde lo
han puesto. ¿Dónde buscarlo? ¿En las
bibliotecas? ¿En los archivos del o de los
partidos comunistas y de algunos otros? ¿O
acaso, dado que también había y sigue quizás
habiendo grandes relatos liberales, en los
manuales de economía política? Y tan sólo me
referiré a los mitos del futuro que, desde la
Ilustración y la Revolución, estamparon el sello
de la esperanza, del progreso o del horror en la
historia de la humanidad, para hacer una breve
alusión a la relación entre las «vidas-relatos» de
los individuos y los grandes relatos con
pretensión universal. La historia de las ideas,
bajo todas sus formas, ignora las primeras y se
interesa únicamente por las segundas. Sin
embargo los mitos del futuro han sido vividos
por millones de individuos que han creído en
ellos y, sobre todo, que han concebido una idea
personal del sentido que había que otorgarles:
por esta misma razón han optado por construir
e interpretar una parte de su propia vida, por
integrar el tema mítico a la partitura de su
existencia (la metáfora musical se presta bien a
la evocación de la vida como relato, con sus
cambios de clave, de modo y de tempo). A través
de sus millones de «pequeños relatos» han
logrado influir en el sentido del gran relato con
pretensiones globalizadoras; lo han sacado de su
caparazón, lo han machacado y troceado.
Muchos de ellos ni siquiera han tenido que
negarse a sí mismos en el momento de la
desilusión: no era su propio relato el
responsable. Y esto es lo que, a mi parecer,
distinguirá siempre la historia del comunismo de
la del fascismo: las ficciones de una no son las
de la otra y esta diferencia salta a la vista en
cuanto se presta atención a las ficciones
individuales, a las vidas individuales que se
atreven o no se atreven a narrarse. El fascista
está desprovisto de memoria. No aprende nada.
Lo que equivale también a decir que no olvida
nada, que vive en el presente perpetuo de sus
obsesiones. Muchos antiguos comunistas han
evocado el pasado de su ilusión. ¿Hemos oído
alguna vez la voz de los otros?
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