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Historia Medieval I Tema 10 Carlos Basté López

La Europa del milenio. La restauración imperial y la formación de las nuevas


monarquías

1. Características del período

La segunda oleada de invasiones que se abatieron sobre Europa provocaron numerosas


pérdidas humanas, un enorme deterioro en el débil sistema económico del continente,
una profunda sensación de impotencia e inferioridad y, sobre todo, una transformación
de las monarquías que tuvieron que enfrentarse a ellas.

El ejército carolingio era lento de reclutar y de movilizar y sólo estaba preparado para
una campaña planificada, por lo que fracasó cuando tuvo que enfrentarse a un enemigo
que aparecía de forma inesperada y fugaz y en lugares faltos de defensa. Esta ineficacia
trajo como consecuencia un desprestigio de la monarquía, incapaz de garantizar la
seguridad de sus súbditos, y un aumento de la reputación de los poderes locales, mucho
más preparados para improvisar un ejército que, aún con menor potencia de choque, se
adaptaba mejor a la situación.

Poco a poco, los distritos que atendieron a su seguridad fueron ganando independencia
en beneficio de las grandes familias locales y, aunque detentaban la autoridad en sus
tierras por delegación del rey, pronto olvidaron este compromiso y pasaron a gozar de
sus derechos por herencia. De este modo, la consecuencia más inmediata de las
segundas invasiones fue la fragmentación de Europa en pequeñas circunscripciones que
escaparon al control de los monarcas y el inicio de una etapa de luchas entre los señores
de cada una de ellas.

Entre los siglos X y XI, el feudalismo provocó largos períodos de desorden contra los
que pronto se empezaron a alzar algunas voces. Miembros de la Iglesia invocaron la paz
y, a través de diversos concilios, establecieron progresos tan importantes como el
derecho de asilo o la “paz o tregua de Dios”. Surgió también entonces la convicción de
que la paz sólo era posible si existía un poder fuerte que sometiese los intereses
particulares. La Iglesia se convirtió así en la enemiga de la anarquía feudal y luchó para
garantizar el derecho de los débiles frente a los desmanes de los señores. Actuando así,
la Iglesia protegió también sus intereses pues sólo una monarquía fuerte podía
salvaguardar sus bienes frente a los desafueros feudales.

De este modo, la Monarquía y la Iglesia se convirtieron en aliados naturales: la Iglesia


halló protección y la Monarquía, una justificación doctrinal para sus pretensiones de
dominio y, de paso, una cantera de eficaces colaboradores en las tareas de gobierno.

2. La restauración imperial de los Otones

2.1 Significado de la restauración

Durante el reinado de Otón I tuvo lugar la restauración del Imperio Romano de


Occidente, a partir de entonces conocido como Imperio Romano-Germánico por su
vinculación con la nación alemana.

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Los reyes alemanes, constituidos como herederos de los emperadores romanos,


consideraron que sólo a ellos correspondía el control del universo. Esta idea, nacida a
finales del Imperio Romano, recibió un impulso del cristianismo al conferir a Roma la
misión de unificar a todos los pueblos como paso previo a su conversión. San Agustín la
había confirmado al hablar del común destino del género humano y de su gobierno por
Dios, que debía realizarse mediante la existencia de una autoridad suprema – que no
podía se otra que un emperador - que gobernase a la comunidad humana aglutinada en
torno al concepto de Cristianitas.

Cuando Otón I se coronó emperador en Aquisgrán,


recogió la herencia de Carlomagno, indicando así
que la legitimidad de Roma había pasado primero
a los francos y, ahora, a los germanos. Esta
concepción universalista se reflejó reiteradamente
en la simbología y en las representaciones
imperiales, en los actos de coronación y en la
literatura palaciega, como se refleja en una imagen
del Evangeliario de la catedral de Aquisgrán, en el
que se ve a Otón III suplantando a Cristo en la
mandarla, con su cabeza en contacto con la
divinidad y con un poder directo sobre duques y
reyes, representados a sus pies, bajo el trono. En
otro ejemplo representativo, el Ordo de la
ceremonia de coronación de Otón I insistía en la
misión protectora del Imperio sobre la Iglesia y en
su obligación de extender el evangelio y luchar
contra el paganismo.

La combinación del poder espiritual y terrenal situaba a Roma en el centro del Imperio
pues poseía la doble característica de ser sede de San Pedro y capital del Imperio que se
quería renovar. En este sentido, Otón I estableció como norma a seguir que la
coronación real tendría lugar en Aquisgrán mientras que la coronación imperial se
celebraría en Roma en presencia del Papa. Otón III llevó a sus últimas consecuencias
este gesto cuando proclamó a Roma como la capital del mundo y traslado allí su
residencia.

Aunque la afirmación del poder universal era tan clara, la realidad no podía cuestionarla
más. Los emperadores germánicos proclamaban su autoridad sobre los demás reyes y
los designaban con calificativos que disminuían su dignidad pero lo cierto era que
monarquías como las que había en Francia, Inglaterra o España, a pesar de sus
debilidades internas, estaban sólidamente arraigadas y los emperadores poco podían
hacer en realidad para someterlas, por lo que sus proyectos imperiales se desarrollaron a
pequeña escala. Otón I se coronó emperador, según él, porque sus victorias indicaban
que había sido escogido por Dios y porque, al reinar sobre diversos pueblos extendidos
por Alemania, Italia y, en cierto modo, Borgoña, debía poseer un título superior al de
los reyes.

La idea de un Imperio italo-alemán, aunque muy arraigada en la época, basculó entre


dos tendencias. A la primera pertenecieron Otón I y Federico I Barbarroja, quienes
defendían que la parte fundamental del Imperio era Alemania y para quienes era preciso
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mantener el dominio sobre Italia. A la segunda tendencia pertenecieron emperadores


como Otón III o Federico II, quienes establecieron en Italia el núcleo del Imperio,
convirtiéndola en el centro de su administración, y supeditaron Alemania al
imperialismo romano.

2.2 Los tres Otones

Luis IV el Niño (899 – 911) había sido rey, bajo regencia, del Reino Franco Oriental
desde la muerte de su padre, el emperador Arnulfo. Durante el reinado del último
representante de la dinastía carolingia en Germania, su territorio se vio sacudido por
luchas intestinas y por las continuas incursiones de húngaros y normandos. Durante este
período, existían en Alemania cinco ducados que, sin ser hereditarios, tendían a
pertenecer a las mismas familias y que estaban bien definidos étnicamente, cada uno
con sus leyes, su lengua y sus tradiciones:

- Sajonia: vinculado a la familia de


Liudolfo, incluía los territorios al
sur de Dinamarca. Era un ducado
mayoritariamente pagano y con una
evolución política y social menor
que el resto.
- Baviera: fundado por Ludovico Pío,
estaba dirigido por unos duques que
se fortalecieron en las guerras
contra los húngaros, de tal modo
que acordaban la paz y la guerra sin
contar con el emperador de turno.
- Suabia: ducado situado entre el Rin
y el Danubio, era el solar de los
alemanes
- Franconia: situado en el país de los
francos del Este, el poder se
disputaba entre los Bamberg y los
Conradinos.
- Lorena o Lotaringia: situado entre
el Mosa y el Mosela, la fidelidad de
sus duques oscilaba entre Francia y
Alemania.

Dentro de cada uno de estos ducados, se situaban diversos obispados con gran
influencia espiritual y poseedores de enormes patrimonios, lo que creaba cierta
desconfianza a los duques y los empujaba a intentar controlar el nombramiento de los
nuevos obispos.

Los grandes duques no intentaron reemplazar a Luis IV y, a su muerte, nombraron a


Conrado de Franconia (911 – 918) como monarca del Reino Franco Oriental (Alemania)
debido a su escaso poder material y a su lejana relación de parentesco con los
carolingios. Conrado I no logró imponerse a los otros duques y, a su muerte, subió al
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trono Enrique I el Pajarero de Sajonia (919 – 936) que logró vencer a los húngaros
(batalla de Riade, 933), afianzar su autoridad frente al resto de duques, hacer frente al
naciente reino de Bohemia, imponer tributo a los eslavos y lograr que los daneses
aceptaran el cristianismo de manos del arzobispado de Hamburgo. Durante su reinado,
Lorena de decantó definitivamente por Alemania al casarse su duque con una hija de
Enrique I. Para evitar problemas sucesorios, en el año 929, Enrique I asoció al trono a
su hijo Otón, que le sucedió cuando tenía 24 años.

2.2.1 Otón I

Otón I (936 – 973) se hizo


coronar como rey en Aquisgrán
y fue ungido por el arzobispo de
Maguncia. Como acto de
sumisión, los duques sirvieron
personalmente al nuevo rey
durante el banquete de la
coronación y fueron nombrados
con cargos honoríficos de la
corte como muestra de que no
igualaban en rango al rey.

Los inicios del reinado de Otón


I fueron difíciles pues su
protegido, Wenceslao de
Bohemia, fue asesinado y
sustituido por su hermano, los
húngaros invadieron Germania
y el nuevo duque de Baviera se
negó a prestarle juramento de
fidelidad y a renunciar al
nombramiento de los obispos de
su ducado. Otón I, que
consideraba los ducados como
un “honor” de libre designación
real, depuso al duque y envió
uno nuevo junto a un conde
palatino que debía administrar
los bienes reales en el ducado.

En estas circunstancias, los duques de Franconia y Lorena, el arzobispo de Maguncia y


el hermano del rey, Enrique, se unieron para oponerse a las injerencias de Otón pero
fueron vencidos en la batalla de Andernach (939). Derrotados y muertos los rebeldes,
Otón I repartió sus cargos entre los miembros de su familia, política que continuó en los
años siguientes hasta que, en poco tiempo, todos los ducados del reino estaban bajo su
control. Otón I también maniobró para controlar la designación de los obispos más
importantes, a los que eligió entre sus colaboradores. Nacieron así los obispos-condes,
que gozaron de inmunidad en sus territorios.

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Hecho con el control de Alemania, Otón I intervino en Italia. Los señores de Friul,
Arlés, Borgoña y Provenza luchaban por ceñir la corona de Italia. A la muerte de
Lotario II de Italia (950), del linaje franco de los Bosónidas, su viuda, Adelaida, fue
encerrada en prisión por negarse a casarse con el hijo del nuevo rey, Berengario II.

La viuda solicitó ayuda a Otón I quien se


trasladó a Italia, tomó Pavia, obligó a
Berengario a replegarse con su ejército y acabó
casándose con Adelaida. En esta difícil
situación, Berengario II rindió vasallaje a Otón I
por lo que pudo conservar, por el momento, la
corona italiana. Regresó entonces Otón I a
Alemania y, en el año 955, consiguió vencer a
los húngaros en Lechfeld, cesando
definitivamente sus incursiones en Alemania e
Italia y obligándoles a asentarse en Panonia. En
la imagen adjunta, esculturas del siglo XIII de la
catedral de Magdeburgo, representando a Otón I
y Adelaida.

Tras su victoria sobre los húngaros, la reputación de Otón aumentó considerablemente


por lo que comenzó a pensar en la restauración del Imperio. Mientras, en Roma, el
Papado era un instrumento en manos de las grandes familias romanas y, desde la
ascensión al trono de San Pedro de Sergio III (904), se sucedieron doce papas gracias a
los manejos de la familia de Teofilacto, conde de Túsculo y líder de la nobleza romana.
En 955 fue nombrado Papa el díscolo Juan XII, biznieto de Teofilacto, con sólo 16 años
de edad. Ante la amenaza de Berengario II de extender sus territorios a costa del
Patrimonio de San Pedro, Juan XII solicitó la ayuda del rey Otón I a cambio de la
corona imperial. Otón I tomó de nuevo Pavía y se dirigió a Roma, donde en febrero de
962 fue coronado emperador del Imperio de Occidente.

Otón I confirmó la Donación de Constantino a través de su Privilegium Ottonis,


documento en el que también condicionaba la consagración de los futuros Papas a una
previa aprobación del emperador de Occidente y a un juramento de fidelidad mutuos.
Estas condiciones empujaron a Juan XII a buscar nuevos aliados cuando Otón I
abandonó Roma, lo que provocó el regreso del emperador, la huida de Juan XII y su
sustitución por León VIII (963). Cuando Otón I dejó Roma para volver a Alemania,
Juan XII volvió al frente de un ejército y recuperó su puesto, desplegando una política
de venganzas contra sus oponentes. Regresó de nuevo Otón I a Roma para deponer a
Juan XII, éste ya había muerto y colocó en su lugar a Juan XIII, con vínculos con la
familia de Teofilacto y con la de los Crescencio.

Otón I tenía en su programa de defensa de la Iglesia, la evangelización de los eslavos,


asegurar la sucesión en su familia y obligar a Bizancio a reconocer su título imperial.
Para evitar nuevos problemas, privó al Papa y a los romanos de toda autonomía política
y nombró un representante en Roma. Por otro lado, obligó al Papa Juan XIII a coronar
emperador a su hijo Otón II, asegurándose así una transición pacífica tras su muerte.

Con el objetivo de someter de manera efectiva a Italia, Otón I chocó con los intereses
bizantinos pero, tras varios enfrentamientos, alcanzó un acuerdo con Juan Tzimisés por
el que Capua y Benevento pasaron al Imperio y Apulia, Calabria, Salerno y Nápoles se
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mantenían en manos griegas. Para sellar este pacto, Otón II contrajo matrimonio con la
princesa bizantina Teófano en el año 972.

Otón I se ganó el sobrenombre de Grande por restaurar el Imperio de Occidente y,


aunque no tenía la extensión del de Carlomagno, sí tuvo disfruto de prestigio y poder.

2.2.2 Otón II y Otón III

Cuando Otón II accedió al trono en 973, tuvo que hacer frente a la sublevación del
duque de Baviera, que deseaba volver a la situación de independencia anterior a Otón I.
En Roma, el Papa Benedicto VI, cercano al emperador, murió asesinado en 974 y unos
años después, en 982, los musulmanes derrotaron a una flota imperial en el cabo
Colonna. Por último, una revuelta general de los eslavos que habitaban entre el Elba y el
Oder provocó la pérdida del territorio obtenido en los decenios anteriores1. En estas
circunstancias, cuando Otón II falleció en 983 y dejó el trono a su hijo de tres años, el
futuro Otón III (983 – 1002), la situación parecía abocada a una gran crisis que pudo
evitarse gracias, entre otras cosas, a las hábiles regencias de Teófano y Adelaida.

En 996 comenzó el breve reinado efectivo de Otón III, quien se distinguió por intentar
hacer de Roma el centro político de su Imperio. En la ciudad italiana, los Crescencio
controlaban entonces las elecciones pontificias por lo pudieron imponer al Papa
Bonifacio VII, que encarceló al Papa legítimo, Juan XIV, quien moriría de hambre en
prisión. Bonifacio VII murió asesinado por sus rivales un año después por lo que, para
evitar el caos, Otón III decidió imponer a su primo, Bruno, como nuevo pontífice, con el
nombre de Gregorio V. A pesar de las protestas provocadas porque el nuevo Papa no era
italiano, Gregorio V pudo coronar emperador a Otón III en 996.

En su ideal de renovación imperial, Otón III trasladó la capital de su Imperio a Roma


(999) y estableció un solemne ceremonial inspirado en la corte bizantina. Su proyecto
recibió el apoyo del Papa Silvestre II, quien consideraba que ambos, Papa y emperador,
traerían la paz al mundo y guiarían a los pueblos por el camino de Dios. En este clima,
Otón III intentó una conciliación con los nuevos poderes de Polonia, Bohemia y
Hungría, para integrarlos en el marco de la cristiandad latina. Liberó de su vínculo de
vasallaje a Boleslao el Valiente de Polonia y envió la corona real al duque magiar Waik
que, convertido al cristianismo, tomó el nombre de Esteban.

Un año después, se impuso la realidad y una revuelta en Roma, dirigida por los
Tusculanos, obligó a Otón III y al Papa a abandonar la ciudad. Mientras intentaba
retornar a Roma, Otón III murió a los 22 años de edad (1002). Tras la muerte de
Silvestre II, el papado cayó de nuevo en manos de los Crescencio.

3. La anarquía en Francia. Robertianos y carolingios

El reino franco fue el que más convulsiones sufrió debido a las segundas invasiones. El
poder real fue incapaz de enfrentarse a las incursiones de los normandos y la dinastía
carolingia sucumbió, tras la muerte de Luis V (987), víctima del descrédito. Lo cierto es
que la monarquía estaba ya muy debilitada debido a su fragmentación en unos 160

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La organización de diversas marcas frente a los eslavos, a partir de 936, había permitido un lento avance
más allá del Elba y la creación de sedes episcopales en tierra eslava.
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condados cuyos titulares lograron hacer hereditarios sus cargos tras el Tratado de
Merssen de 870.

Los condes se habían apropiado de las rentas reales, impartían justicia y reclutaban sus
propios ejércitos. Poco a poco, los condados fueron juntándose y conformando ducados,
de acuerdo con sus realidades socioculturales, de modo que a principios del siglo X,
Francia comprendía los siguientes principados:

- Flandes: cuya dinastía condal


arrancaba de Balduino I y que,
aprovechando el caos causado
por los normandos, había
ampliado su base territorial.
- Normandía: cuyos duques,
establecidos allí como vasallos
desde el acuerdo entre Rollón y
Carlos III de Francia (911)
- Bretaña: al margen de la
monarquía carolingia
- Aquitania: ducado desde
Guillermo el Piadoso (893 – 918)
- Condados de Tolosa, Septimania
y la Marca Hispánica:
autónomos del poder real
- Gascuña: ducado desde 977
- Borgoña: ducado desde 977
- Región de París (condados de
Tours y de Anjou): donde se
distinguió el conde Roberto el
Fuerte – fundador de la casa
Robertina -, junto a sus hijos
Odón y Roberto, en su defensa
de la región contra los
normandos. Los dos hermanos
alcanzaron la realeza y dieron
origen a la dinastía de los
Capeto.

Durante el reinado de los últimos carolingios, los miembros de la familia Robertina


fueron ganando poder en los territorios cercanos a París por lo que, tras la repentina
desaparición de Luis V, fue escogido como rey de Francia Hugo Capeto (987 – 996),
biznieto de Roberto el Fuerte. Hugo recibe un reino dividido en pequeños condados y en
el que el poder público lo ostentan los señores de cada condado. Los nuevos reyes
Capeto ostentan un poder y disponen de una riqueza similar a la de sus súbditos por lo
que, durante los siglos XI y XII, tuvieron que afirmar su poder frente a ellos.

4. Inglaterra: anglosajones y daneses

A pesar de la firma de la paz de Wedmore (878), las relaciones entre daneses y


anglosajones nunca fueron pacíficas. Por su parte, Alfredo el Grande (871 – 899)
demostró su capacidad de reorganizar el reino de Wéssex y, gracias a ello, su nieto
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Átelstan (925 – 939) pudo imponerse en Anglia, Mercia y Northumbria. Con sus
sucesores, la dinastía alcanzó su mayor prestigio, aumentando sus relaciones con el
exterior y fundando numerosas abadías benedictinas. En este período, Inglaterra asiste a
un fortalecimiento del poder real y a un período de recuperación de territorios frente a
los daneses, sin embargo, una nueva oleada de ataques noruegos y daneses truncó este
proceso y dejó a Inglaterra bajo el dominio danés (1014) de modo que el rey danés
Canuto el Grande (1018 – 1035) se proclamó soberano en ambos territorios.

5. La formación de los primeros estados de la Europa central

5.1 Bohemia

Tras la desaparición de la Gran Moravia a manos de los húngaros en 906, el ducado de


Bohemia se independizó dirigido por la familia de los Premíslidas y entró en la órbita de
Alemania. Boleslao II (967 – 999) consiguió la creación de un obispado en Praga, que
se encargó de organizar la vida religiosa en el ducado. Tras años de enfrentamiento con
Polonia, a la muerte de Boleslao II, Bohemia fue finalmente invadida.

5.2 Polonia

El príncipe Meszco I (960 – 992), de la dinastía de los Piast, tuvo que rendir vasallaje a
los Otones y aceptar misioneros de Bohemia, sin embargo, como recelaba tanto de
alemanes como de bohemios, decidió poner su país bajo la protección de San Pedro. Su
hijo, Boleslao el Valiente (992 – 1025) consiguió establecer la estructura de su propia
Iglesia mediante un arzobispado en Giezno, del que dependerían las futuras diócesis
polacas. Fue un fiel aliado de Otón III pero, a su muerte, invadió las tierras entre el Elba
y el Oder, ocupando Moravia y Bohemia (1003). Tras años de enfrentamiento con
Enrique II, Boleslao no fue doblegado y pudo conservar estas tierras a cambio de su
vasallaje al emperador (1013). Tras la muerte de Enrique II (1024), Boleslao se
proclamó rey de modo que Polonia se convirtió en el mayor estado de Europa.

5.3 Hungría

Tras su derrota en Lechfeld (955), los húngaros se hicieron sedentarios, se fundieron


con los eslavos y los germanos establecidos en sus dominios y comenzaron a practicar
la agricultura. El príncipe Geza (972 – 997) de la dinastía Arpad, agrupó a las diversas
tribus, dio forma a su principado y aceptó el bautismo. Le sucedió Esteban (997 –
1038), verdadero fundador de Hungría, quien obtuvo de Otón III y Silvestre II la
autorización para crear la archidiócesis de Gran. Fue coronado rey de Hungría en el año
1000 y, a su muerte, el reinado se convirtió en el gran baluarte de la defensa de Europa
frente a nuevas invasiones.

6. La Europa nórdica

6.1 Dinamarca

Tanto noruegos como daneses experimentaron una consolidación de las altas clases
sociales y del régimen monárquico inspirados en los modelos occidentales,
especialmente el inglés y el alemán. Dinamarca alcanzó, no obstante, un mayor grado de
cohesión en tiempos de Harald “Diente Azul” (940 – 986), quien cristianizó su reino

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para evitar se invadido por Otón I. Extendió su influencia por el sur de Suecia, Noruega
y las costas de Pomerania y Prusia, labor que continuó Canuto el Grande (1018 – 1035).

6.2 Noruega

La unificación de Noruega vino de


manos de Harald I “Cabellera
Hermosa” (872 – 933) que se
impuso a otros jefes noruegos en
872, provocando su emigración a
Islandia. Su biznieto, Olaf I (995 –
1000) fue el primer rey cristiano
de Noruega y a su muerte el país
fue conquistado por Dinamarca.

6.3 Suecia

Suecia fue el último país que se cristianizó en Europa, cuando Olaf III (994 – 1022)
recibió el bautismo en 1008. Para facilitar sus intercambio comerciales con bizantinos y
musulmanes, Olaf III acuñó su propia moneda y consiguió salvaguardar su reino de las
apetencia noruegas y danesas.

Los países nórdicos fueron inicialmente evangelizados por la diócesis de Hamburgo-


Bremen, sin embargo, para evitar la influencia germana sus monarcas invitaron a
misioneros ingleses y consiguieron crear un clero autóctono. La cristianización,
conseguida entre los siglos XI y XII, fue lenta y quedó trufada de costumbres paganas.

7. Los reinos cristianos de la Península Ibérica

El avance protagonizado por los reinos cristianos en el siglo IX gracias a la debilidad


del emirato cordobés se vio interrumpido tras la creación del emirato de Córdoba (929)
y, sobre todo, por la actuación de Almanzor.

Galicia, administrada por un miembro de la familia real astur-leonesa y compuesta por


celtas y suevos, apenas sufrió los envites musulmanes mientras que Castilla, mucho más
expuesta a los ataques, fue labrando su propia personalidad frente a León, manifestada
en su lengua y sus costumbres jurídicas y en la composición de sus habitantes,
mayoritariamente pequeños propietarios libres. El conde Fernán González (945 – 970)
logró la independencia y aseguró la sucesión en su familia.

En la Marca Hispánica, los condes catalanes fueron alejándose de la monarquía


carolingia. El conde de Barcelona, Wifredo el Velloso (878 – 898) se impuso a los
demás condes y, gracias al apoyo del Papado, consiguió crear una sede metropolitana
propia.

Los ataques de Almanzor perjudicaron mucho a los reinos cristianos del norte,
especialmente a León por lo que, a la muerte del caudillo musulmán, los príncipes de

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Castilla, Barcelona y Urgel intervinieron en la política cordobesa para controlar a las


facciones que se disputaban el poder.

Sancho III el Mayor de Navarra (1000 – 1035) fue el monarca más beneficiado por esta
situación pues consiguió unir en sus manos a todas las tierras cristianas desde Galicia
hasta Ribargorza en un frente contra los musulmanes, sin embargo, su obra se
desvaneció a su muerte tras repartir el reino entre sus hijos. La dinastía navarra, no
obstante, abrió las puertas a Europa al apoyar la reforma cluniacense y promocionar el
Camino de Santiago por el que penetraron aires culturales europeos en detrimento de los
aires arabizantes traídos por los mozárabes. Los sucesores de Sancho de Navarra dieron
un nuevo impulso a la Reconquista, convirtiendo a la Península en uno de los
principales escenarios del enfrentamiento entre la Cristiandad y el Islam.

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