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El tema del realismo en La Celestina ha sido muy tratado, porque reputados críticos y estudiosos literarios
precisamente se han remitido a este concepto para entender y explicar la verdadera importancia de una obra
fundamental, ya no solo dentro de la literatura en lengua castellana sino de toda la literatura universal.
No obstante, creemos que no se le hace justicia si reducimos el principal acierto literario del autor en
el realismo de su obra, sobre todo, si entendemos realismo como reproducción fiel de la realidad. A nuestro
entender, el concepto más preciso para comprender o explicar la importancia y verdadera revolución que
supuso la obra no sería el de “realismo” y sí el de “verosimilitud” (‘apariencia de verdad o realidad’). Este
último concepto es plenamente literario, de hecho, la esencia de lo literario, porque la realidad objetiva, con
un objetivo documentalista o fotográfico, difícilmente logra alcanzar el estatus de lo literario. Hoy podemos
valorar positivamente la aportación de Rojas porque con bastante seguridad no pretendía ceñirse a
“reproducir” la realidad de su tiempo, sino que su intención última es “recrear”, y recrear literariamente es
alcanzar lo literario. Que La Celestina no se trata de una obra realista se puede afirmar con total convicción
cuando leemos con cierto rubor, por ejemplo, que la propia protagonista, Celestina, simultanea parlamentos
de elevado tono retórico, cargado de citas literarias, de reminiscencias clásicas y de alusiones mitológicas,
con la combinación de un lenguaje coloquial. El propio Miguel de Cervantes (y otros como Lope de Vega)
admiraba literariamente, aunque lanzaba la crítica al considerar La Celestina demasiado realista (se supone
que por lo escabroso de algunas escenas y situaciones descritas). En contraste, cualquier lector moderno
descartaría ese carácter realista de la obra y valoraría al máximo la revolución de Fernando de Rojas de
apostar por la verosimilitud literaria; sin ir más lejos, desde la modernidad, la esencia de la obra, la
“literaturación” del lenguaje, salva de nuevo a La Celestina más allá de cualquier realismo e incluso
verosimilitud. La Celestina es excelente literatura, porque es creación pura, embellecida por la lengua. Lo
curioso de Fernando de Rojas es que pretende que sus lectores reconozcan la realidad, pero aspira a una
creación superior.
Francisco Rico cifra el principal mérito de La Celestina en la caracterización de los personajes, que
Fernando de Rojas concebía como “realista” y que nosotros, desde nuestra modernidad, tenemos que leer
como “visión total de la realidad”. En efecto, para Rico, La Celestina forma parte, con unos pocos libros más
(El Quijote, El Lazarillo de Tormes, etc.), de esa media docena de textos fundamentales de la historia
literaria de… ¡Occidente! El motivo para él de tanta relevancia literaria es simple: La Celestina concede a
los personajes de baja condición social una atención, una morosidad de tratamiento, una riqueza de
perspectivas, como nunca antes se habían aplicado. En ello estriba la radical originalidad artística de la obra.
En la historia de la literatura hasta la fecha de publicación de esta obra, el único tratamiento de un personaje
de condición baja es el “cómico”; es decir, no se le podía tratar en serio; por tanto, no se le podía atribuir
pasiones, sentimientos, que despertaran en el lector algo más que la burla, la risa o la carcajada. La
Celestina, por primera vez, infringe esta regla y los personajes, de cualquier condición, poseen un
tratamiento detenido: de entrada, cada uno de ellos es distinto, son “individuos” y, además, a lo largo de la
obra, esos personajes “cambia”, evolucionan. Encontrar un equivalente a los logros de esta lengua, salvo
meros esbozos puntuales como los de Shakespeare o del propio Cervantes, tardará varios siglos hasta la
novela realista o naturalista del siglo XIX. Para este autor el propio concepto “tragicomedia”, inventado por
Rojas, lo tenemos que entender hoy como “visión total de la realidad”.
Por mucho que los espacios de la obra son magistralmente descritos, a pesar de que en esta peculiar
obra de “teatro” las acotaciones dramáticas son mínimas, y, en el mayor de los casos, indirectas, tampoco
podemos hablar aquí de ubicaciones “realistas”, pues en cualquier buena obra los espacios adquieren una
cariz metafórico. Cuando en multitud de pequeños municipios del centro peninsular pueden encontrarse
“Huertos de Melibea”, “Torrre de Celestina”…, este hecho más que abogar por la exactitud descriptiva del
autor se explica por cuestiones literarias.
Podríamos limitar los principales espacios aparecidos en la obra a tres. El primero de ellos es el de la
casa de Calisto. En él se sitúan los personajes del joven enamorado y sus criados. Se trata de un escenario
«adaptado» a la figura del noble muchacho, rodeado de ciertos lujos y comodidades. En segundo lugar,
debemos referirnos a la casa de Celestina y la de Areúsa, ya que en realidad la segunda constituye una
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continuación o ampliación de la primera. Se trata de un espacio mucho más humilde que el anterior en el que
se llevan a cabo actividades ilícitas como la prostitución. Con este espacio debemos identificar a la
«microsociedad» femenina que forman Celestina, Elicia y Areúsa. Por último, tenemos que hacer referencia
al espacio que constituye la casa de Melibea. De nuevo nos hallamos ante un entorno lujoso. Sabemos que la
casa cuenta con un huerto en el que se producen los encuentros amorosos de los amantes, un entorno muy
“literaturizado” que posee nombre de tópico: “locus amoenus”. En ella debemos situar no solo a Melibea y a
Lucrecia, sino también a Pleberio y Alisa, representantes de la nueva burguesía acomodada. Lugares
abiertos (exteriores), lugares cerrados (interiores), públicos, privados, complejidad de espacios con
significados literarios distintos; por ejemplo, escoger una casa donde se llevan a cabo acciones íntimas,
secretas o criminales…
También hay gran complejidad para el aspecto temporal de la obra y cómo el autor consigue la
verosimilitud narrativa, al servicio de la complejidad de acciones. Cabría distinguir dos órdenes de tiempo:
explícito e implícito. En literatura son importantísimos tanto las especificidades temporales como las elipsis
cronológicas: del dominio de ambas se deriva la maestría de un narrador.
Habría en la obra un primer salto temporal implícito: entre la escena-prólogo y la siguiente han
pasado unos días, en los que se fermenta la pasión de Calisto y este acude a los servicios de Celestina con el
objetivo de encontrarse con la amada. Esto haría también verosímil la evolución psicológica de Melibea. A
esto seguirían tres días de acción ininterrumpida.
El segundo salto temporal se daría entre los actos XV y XVI, entre los que pasaría un mes, porque
hay implícito en la obra un mes en que cada noche se produce el encuentro de los amantes. Tras esto, todo se
precipita en un día y medio.