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ASOCIACIONES Y MOVIMIENTOS ECLESIALES

Criterios de orientación

COMISION EPISCOPAL DE APOSTOLADO LAICAL


CONFERENCIA EPISCOPAL PERUANA

Presentación
1.Nuevas respuestas para nuevos tiempos
2.Libertad y derecho de asociación en el misterio de comunión
2.1.La Iglesia, misterio de comunión
2.2.Mirando la historia de la Iglesia
2.3.El Concilio Vaticano II
2.4.El Código de Derecho Canónico
2.5.Viviendo el derecho de asociación

3.La riqueza de los carismas


3.1.Los carismas en la Iglesia
3.2.El discernimiento de los carismas
3.3.Carisma y Jerarquía al servicio de la comunión

4.Criterios de eclesialidad
4.1.El primado de la vocación a la santidad
4.2.Confesar la fe católica
4.3.Comunión con el Santo Padre y los Obispos
4.4.Conformidad y participación en el fin apostólico de la Iglesia
4.5.Compromiso en la sociedad al servicio de la dignidad humana

5.Articulación e inserción en la Iglesia particular


5.1.Al servicio de la Iglesia particular
5.2.La parroquia, comunidad de comunidades
5.3.Las comisiones de pastoral
5.4.Iglesia particular y universalidad de los carismas
5.5.Ámbitos de inserción
5.6.Los sacerdotes diocesanos y los movimientos eclesiales
5.7.Vida consagrada, sociedades de vida apostólica y movimientos eclesiales
5.8.Relaciones de movimientos y asociaciones entre sí
5.9.Relación con otros fieles laicos
5.10.En todo caridad

6.La nueva evangelización y las asociaciones y movimientos eclesiales


6.1.Una renovada evangelización de cara a los nuevos tiempos
6.2.Desafíos de la cultura adveniente
6.3.Comunidades evangelizadas y evangelizadoras

7.Mirando con esperanza el Tercer Milenio


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Presentación
Con alegría presento al Pueblo de Dios en el Perú el presente documento pastoral:
Asociaciones y movimientos eclesiales. Criterios de orientación. Efectivamente, se trata
de un conjunto de criterios de orientación que recoge el magisterio eclesial reciente, así
como la experiencia de la Iglesia en los últimos lustros, en relación a lo que el Papa Juan
Pablo II ha calificado como «el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de
espiritualidad y de compromiso laicales» (1).
Este documento de la Comisión Episcopal de Apostolado Laical ha sido preparado como
un aporte a la reflexión sobre la identidad y proyección de las asociaciones y movimientos
eclesiales. Quiere ser un gesto de solidaridad pastoral hacia las distintas comunidades y
expresiones de vida asociada que están mostrando una gran fecundidad en la Iglesia de
estos tiempos. Quiere ser también un instrumento de servicio para el fortalecimiento de la
comunión de la Iglesia en la verdad y la caridad.
En el Plan Pastoral que hemos ofrecido los Obispos peruanos a nuestras Iglesias locales
como horizonte de compromiso eclesial en camino al milenio adveniente, decíamos:
«Percibimos, como ha señalado el Papa Juan Pablo II, una nueva etapa de la vida
asociativa de la Iglesia a través de la floración de nuevos movimientos y asociaciones
eclesiales. Vemos este fenómeno como una bendición del Espíritu Santo. Descubrimos en
la realidad de los movimientos eclesiales una oportunidad pastoral que debe ser promovida
y orientada desde el carisma que el Espíritu Santo les ha dado para enriquecimiento del
Pueblo de Dios en respuesta a los desafíos de estos tiempos. Hemos de poner todos los
medios para que esta floración se realice en explícito espíritu de comunión al interior de
nuestras Iglesias locales» (2). El presente documento se inscribe dentro de lo que allí
expresábamos y recoge las principales expectativas que se descubren en el Pueblo de Dios
en relación a las nuevas manifestaciones de vida asociada.
El tema de las asociaciones y movimientos eclesiales ha venido suscitando una
importante reflexión en el Pueblo de Dios. A partir del Concilio Vaticano II hemos visto
florecer y desarrollarse diversas formas de vida asociada, que han sido campo propicio de
fecundo compromiso eclesial, especialmente para los laicos. Son muchos y muy ricos los
frutos que ya se están viendo. Creemos que se trata de nuevas expresiones de vida
cristiana suscitadas por el Espíritu para afrontar nuevos desafíos apostólicos. De esta
manera, en continuidad con la fecunda tradición asociativa de la Iglesia, se abren nuevos
canales de participación eclesial en apertura a los nuevos tiempos.
El Papa Juan Pablo II ha venido destacando este florecer asociativo. A la vez que ha
ofrecido valiosos criterios de orientación, ha alentado a que se acojan y se promuevan al
interior del Pueblo de Dios las nuevas expresiones que el Espíritu Santo viene suscitando
en el marco de la comunión eclesial. Recientemente, en la vigilia de Pentecostés, afirmó:
«Uno de los dones del Espíritu a nuestro tiempo es, ciertamente, el florecimiento de los
movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado y sigo señalando
como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres. "Son un signo de la libertad
de formas, en que se realiza la única Iglesia, y representan una novedad segura, que
todavía ha de ser adecuadamente comprendida en toda su positiva eficacia para el reino de
Dios en orden a su actuación en el hoy de la historia" (Discurso del 29-IX-1984). En el
marco de las celebraciones del gran jubileo, sobre todo las del año 1998, dedicado en
particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los
discípulos de Cristo (cf. Tertio millennio adveniente, 44), cuento con el testimonio común y
con la colaboración de los movimientos. Confío en que ellos, en comunión con los pastores
y en armonía con las iniciativas diocesanas, quieran llevar al corazón de la Iglesia su
riqueza espiritual y, por ello, educativa y misionera, como valiosa experiencia y propuesta
de vida cristiana» (3).
En una línea semejante nos había dirigido unas palabras a los Obispos peruanos en
visita ad Limina: «Los movimientos apostólicos son una nueva bendición del Señor a su
Iglesia, por lo que, como Obispos, debéis prestar gran solicitud, alentándolos y cuidando
que sean fieles a la fe de la Iglesia y dóciles a las orientaciones de sus Pastores» (4). El
presente documento quiere ser una manifestación de nuestra acogida a la invitación del
Romano Pontífice.
El marco de referencia inmediato para el documento que ahora ofrecemos es el
magisterio del Papa Juan Pablo II, sobre todo su exhortación apostólica post-sinodal
Christifideles laici. Hemos procurado también recoger las grandes líneas de la renovación
conciliar, tanto en los mismos textos del Concilio Vaticano II como en sus aplicaciones en
el
Código de Derecho Canónico y en el Catecismo de la Iglesia Católica. Todo esto leído
desde nuestra realidad en sintonía especialmente con los documentos de las Conferencias
Generales del Episcopado Latinoamericano.
Finalmente, debo manifestar que el presente documento de la Comisión Episcopal de
Apostolado Laical es fruto de un trabajo iniciado unos meses atrás por un equipo de
personas, muchas de las cuales pertenecen a asociaciones y a diversos movimientos
eclesiales. Recoge expectativas y esperanzas del Pueblo fiel sobre este asunto, teniendo
particularmente en cuenta a los Pastores. Una especial atención se ha puesto en las
asociaciones y movimientos que sirven en nuestras Iglesias locales en el Perú, tratando de
acoger sus dones y alentar sus esperanzas. Agradezco el esfuerzo realizado por el equipo
que ha trabajado en la preparación del presente documento en sus diversas etapas de
redacción, así como a todos aquellos que han ofrecido sugerencias y aportes para
enriquecer el texto. Pero debo agradecer sobre todo su amor a la Iglesia y su deseo de
servirla.
Ponemos a los pies de la Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, estas
orientaciones, para que nos ayude a acoger las mociones del Espíritu y nos guíe en estos
tiempos de nuevos desafíos. Bajo su manto maternal nos acogemos para fortalecer la
comunión de la Iglesia, desde los diversos carismas y expresiones evangélicas, para
proyectarnos así en la misión. Ella, que es la Pedagoga del Evangelio, nos eduque en la
apertura a la Palabra y en la fidelidad al designio redentor.

+ Luis Bambarén Gastelumendi, S.J.


Obispo de Chimbote

Presidente de la Comisión Episcopal


de Apostolado Laical

Lima, 15 de agosto de 1996.


Solemnidad de la Asunción de la Virgen María.
........................
NOTAS
1.S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici, 2.
2.Conferencia Episcopal Peruana, La Nueva Evangelización en el Perú a la luz de Santo
Domingo de cara al
Tercer Milenio. Reflexiones y líneas pastorales de la Conferencia Episcopal Peruana para el
período
1995-2000, n. 32.
3.S.S. Juan Pablo II, Homilía en la vigilia de Pentecostés, 25-V-1996, 7.
4.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos peruanos en visita ad Limina, 29-IX-1989, 9.
*****

Asociaciones y Movimientos Eclesiales


Criterios de orientación
Comisión Episcopal de Apostolado Laical

1.Nuevas respuestas para nuevos tiempos

La Iglesia ha visto en las últimas décadas un florecimiento de la vida asociada. Se


trata de manifestaciones del amor trinitario a través de la acción del Espíritu, organizadas
de diversas maneras, que agrupan a fieles de distintas vocaciones -sacerdotes,
consagrados y laicos-, para una vida cristiana, a partir de un carisma propio, en la
comunión de la Iglesia. Constituyen un don del Espíritu Santo que tiene como fin el
enriquecimiento de la comunidad eclesial y el surgimiento de nuevas maneras de vivir el
Evangelio y acercar a Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8), a las nuevas
generaciones. Estas comunidades son conocidas como asociaciones o movimientos
eclesiales.
En estas experiencias de vida cristiana, no obstante su conformación mixta, los fieles
laicos han encontrado un ámbito fecundo de comunión y participación en la vida y misión
de
la Iglesia. En efecto, la mayoría de sus miembros son fieles laicos. De ahí que a menudo se
destaque sobre todo el carácter laical de las mismas. El Papa Juan Pablo II, a propósito del
30 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, retomando las valiosas enseñanzas
del decreto conciliar Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los laicos, destacaba
el «singular florecimiento de grupos, movimientos y asociaciones laicales» (1). El Santo
Padre ve en este hecho la acción fecunda del Espíritu Santo que «parece suscitar en el
pueblo cristiano el impulso misionero de sus orígenes, cuando la fe pudo difundirse
rápidamente gracias al heroico testimonio de todos los bautizados» (2).
La vida asociada laical no es un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia. Los dos
mil años de su peregrinar son elocuente testimonio de la riquísima variedad de expresiones
asociativas de vida cristiana. Sin embargo, los últimos tiempos han visto cómo este
fenómeno «ha experimentado un singular impulso» (3). Esta situación ha llevado al Papa
Juan Pablo II a hablar de «una nueva época asociativa de los fieles laicos» (4). Así,
especialmente después del Concilio Vaticano II, hemos contemplado el surgimiento de una
fecunda ola de gracia que se ha plasmado en una inmensa y rica variedad de grupos,
asociaciones y movimientos, llenos de nuevos programas y proyectos, con nuevo ardor,
nuevos métodos y nuevas expresiones, donde los fieles laicos han encontrado nuevos
cauces de participación eclesial. «El gran florecimiento de estos movimientos -señala el
Papa Juan Pablo II- y las manifestaciones de energía y vitalidad eclesial que los
caracterizan han de considerarse ciertamente como uno de los frutos más bellos de la
amplia y profunda renovación espiritual, promovida por el último Concilio» (5).
Este singular florecimiento nos hace volver la mirada al Espíritu de vida y verdad que
guía a la Iglesia en su peregrinar histórico según el designio divino. Es claro que las
asociaciones y movimientos eclesiales van surgiendo y desarrollándose de manera
espontánea, brotando en medio de la vida cotidiana, apareciendo como una novedad con
frecuencia no prevista ni buscada. Y es que éstos son ante todo iniciativa del amor de Dios,
novedad del Espíritu que «sopla donde quiere» (Jn 3,8) y que derrama sus dones para la
renovación y crecimiento del Pueblo de Dios.
Las experiencias asociativas que la Iglesia reconoce tienen un mismo origen: el
Espíritu Santo. Y tienen también un mismo objetivo final: vivir y anunciar a Jesucristo.
Sabemos bien que el Espíritu Santo derrama gracias y dones en orden a la edificación del
Pueblo de Dios y a la difusión del Evangelio. El Espíritu «"distribuye sus dones a cada uno
según quiere" (1 Cor 12,11). Con esos dones hace que estén preparados y dispuestos a
asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la
Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el
bien común" (1 Cor 12,7)» (6). Las asociaciones y movimientos eclesiales constituyen una
de las expresiones de estos dones. Como enseña el Papa Juan Pablo II, son «auténtica
riqueza suscitada por el Espíritu que sopla donde quiere y como quiere» (7).
Estas experiencias asociativas de vida cristiana se han organizado de distintas
maneras, presentándose a menudo «muy diferenciadas unas de otras en diversos
aspectos, como en su configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en los
campos operativos» (8). Sin embargo, se encuentra una «amplia y profunda convergencia
en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la
Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el
hombre y de renovación para la sociedad» (9). En ellas el fiel cristiano encuentra un
espacio comunitario para descubrir y valorar mejor su dignidad de hijo de Dios recibida en
el bautismo, y para participar más activamente en la vida y misión de la Iglesia. En la
variedad de carismas, de métodos, de estilos y de campos de compromiso, los fieles
encuentran una gran riqueza de medios para darle sentido pleno a su vida según el
designio divino. Encuentran también un camino de crecimiento en la fe de la Iglesia que los
lleva a formarse -tanto doctrinal como espiritualmente- y a proyectarse en servicio
evangelizador y solidario en la sociedad.
Las asociaciones y movimientos eclesiales que vemos florecer con tanto vigor son,
pues, un don del Espíritu para que la Iglesia pueda afrontar los desafíos de nuestro tiempo,
y como tales portan una original contribución a su vida y misión. Vemos así reproducirse un
hecho que ha sucedido a lo largo de toda la historia del Pueblo de Dios. Cada época ha
visto florecer diversas formas de asociaciones cristianas en orden a la santificación de los
fieles y el servicio evangelizador. Este florecimiento en cada momento no ha supuesto una
ruptura con el pasado o con otras formas asociativas. Se ha dado siempre en explícita
continuidad con la historia inmediata del Pueblo de Dios y su Tradición viva, en apertura a
los desafíos de cada nueva época; un proceso que siempre ha sido de renovación en
continuidad. Las distintas asociaciones y grupos, «desde los de una consolidada tradición,
hasta los de un origen más reciente, han hecho del testimonio y del anuncio su razón de
ser, buscando formas y lenguajes nuevos y experimentando metodologías originales, que
responden mejor a las exigencias particulares del mundo contemporáneo» (10).
Corresponde a los Pastores discernir su eclesialidad en orden al enriquecimiento y
renovación de la Iglesia.

2.Libertad y derecho de asociación en el misterio de comunión

En la enorme floración de experiencias asociativas a lo largo de la historia se pone de


manifiesto la universalidad de la Iglesia, sacramento de comunión y reconciliación entre
Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Las asociaciones y movimientos sirven a la
unidad en la fe a través de los múltiples modos de expresarla y vivirla, según los carismas
que el Espíritu Santo suscita para utilidad del Pueblo de Dios.
Las asociaciones y movimientos eclesiales nacen dentro de esa comunión y, desde
sus particularidades y acentos propios, están llamados a fortalecerla y enriquecerla. Pero al
hacerlo no pierden sus características singulares. Es precisamente desde sus acentos
propios que aportan y fortalecen la comunión en un dinamismo de complementariedad. Se
pone así de manifiesto la libertad y el derecho de asociación dentro de un único misterio de
comunión al que estamos invitados todos los bautizados en la Iglesia. Todos los fieles
-clérigos y laicos- tienen la libertad de agruparse con un determinado objetivo cristiano,
convocados todos por el mismo Espíritu Santo, para vivir y anunciar el único Evangelio de
Cristo. Dentro de la unidad del Pueblo de Dios es totalmente legítimo, como lo enseña el
Magisterio, vivir con un determinado estilo, acentuando dentro de la totalidad de la fe de la
Iglesia algunos aspectos del misterio de Cristo en orden a la salvación, con la convicción de
que en Él encontramos una «inescrutable riqueza» (Ef 3,8) que no agota ningún carisma,
asociación o estado de vida. La Iglesia reconoce y protege este derecho dentro del tangible
misterio de comunión.

2.1.La Iglesia, misterio de comunión


El fundamento eclesial de la vida asociada se encuentra en la naturaleza misma de la
Iglesia. En efecto, como enseña la Lumen gentium, la Iglesia es en Cristo «como un
sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (11). Esta rica perspectiva nos sitúa ante el corazón mismo de la vida
eclesial y nos indica que la Iglesia es un misterio de comunión. La fuente de esta comunión
es la Santísima Trinidad. La comunión de todos los bautizados en Cristo es reflejo y
participación de la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El Concilio Vaticano II ha impulsado, desde la historia y Tradición viva de la Iglesia,
una eclesiología de comunión (12) que permite un marco muy rico para aproximarse al
misterio de la salvación. Como se indica en la carta Communionis notio, «el concepto de
comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy
adecuado para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede
ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica» (13). El Papa Juan Pablo
II, haciéndose eco de la renovación conciliar, ha dado un lugar central en su Magisterio a
esta perspectiva eclesiológica de comunión; realidad que para él representa el contenido
central de la redención y como tal del misterio de la Iglesia: «La realidad de la
Iglesia-Comunión es... parte integrante, más aún, representa el contenido central del
"misterio" o sea del designio divino de salvación de la humanidad» (14).
La invitación a participar de la comunión divina de Amor encuentra en el corazón del
ser humano un anhelo profundo. Creado a imagen y semejanza de Dios Amor (cf. 1 Jn 4,8),
el hombre lleva en lo más hondo de su ser el reflejo del misterio de comunión que es la
Santísima Trinidad. Más aún, su plenitud sólo la alcanzará en la comunión con Dios, fuente
de su vida. Como afirma el documento de Puebla, «al hacer el mundo, Dios creó a los
hombres para que participáramos en esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo
Unigénito en el Espíritu Santo» (15).
El ser humano vivía en los orígenes en comunión con Dios. Las relaciones entre los
seres humanos participaban de esa comunión. Sin embargo, el hombre pecó y rompió esta
comunión, introduciendo en su vida y en todo el universo el germen de la ruptura y la
división. El documento de Santo Domingo lo expresa claramente: «Reconocemos la
dramática situación en que el pecado coloca al hombre. Porque el hombre creado bueno, a
imagen del mismo Dios, señor responsable de la creación, al pecar ha quedado enemistado
con él, dividido en sí mismo, ha roto la solidaridad con el prójimo y destruido la armonía de
la naturaleza» (16). Por el pecado original, el hombre perdió esta vida en comunión y entró
la ruptura en su existencia (17).
No obstante, la exigencia profunda de la comunión no desaparecerá de la naturaleza
humana. Quedará oculta por el pecado, pero siempre se dejará sentir como una ansia
profunda que llevará al hombre a vivir en una constante búsqueda de esta comunión
perdida. Como afirmaba San Agustín, el ser humano tiene un anhelo muy hondo de Dios
(18), tiene una nostalgia de reconciliación (19) y de comunión con Dios Amor. El ser
humano expresará esta aspiración de diferentes maneras en las diversas formas de vida
social. Pero siempre quedará el anhelo profundo de la comunión con Dios, a la que está
invitado.
Dios, sin embargo, nunca se olvida del ser humano. Atento a su vida, le ofrece la
posibilidad de establecer una alianza y recobrar la comunión perdida. El Padre eterno, en
su amor misericordioso, envía a su Hijo único para reconciliarnos con Él y devolvernos la
comunión anhelada. En Cristo y por Cristo, se restablece la comunión entre Dios y los
hombres y de los hombres entre sí (cf. 2 Cor 5,18-21). Como se señala en Santo Domingo,
Jesucristo «es el Hijo único del Padre, hecho hombre en el seno de la Virgen María, por
obra del Espíritu Santo, que vino al mundo para librarnos de toda esclavitud de pecado, a
darnos la gracia de la adopción filial, y a reconciliarnos con Dios y con los hombres» (20).
Así pues, la historia de la salvación, como afirma el Papa Juan Pablo II, es la historia
admirable de la reconciliación, «aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo
consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo
una nueva familia de reconciliados» (21). De esta manera, vemos que «toda la historia de la
salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios
verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los
hombres,
apartados por el pecado, y se une con ellos» (22).
El ser humano encuentra el camino de retorno a la comunión anhelada en Cristo,
quien le revela la verdad sobre Dios y sobre sí mismo, y lo invita a vivir la plenitud de su
vocación a ser hijo de Dios (cf. Ef 1,4-5). En Él se nos revela «que la vida divina es
comunión trinitaria» (23) y que «de allí procede todo amor y toda comunión, para grandeza
y dignidad de la existencia humana» (24). En el Señor Jesús, pues, el ansia profunda de
comunión encuentra su sentido definitivo y su posibilidad de plenitud (25). Y en Cristo el
ser
humano descubre que es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma», y que como tal «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega
sincera de sí mismo» (26).
Esta comunión a la que está invitado el ser humano, exigencia del Reino (27), tiene su
germen aquí en la tierra en la Iglesia, que «aparece como "un pueblo reunido en virtud de la
unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (28). En ella los hombres y mujeres
pueden ir colmando su anhelo de comunión, puesto que la Iglesia es sacramento de unidad
entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, es decir, signo e instrumento de
salvación (29). La Iglesia es el «sacramento visible de esta unidad que nos salva» (30)
querida por Dios, pero es además el instrumento y el lugar donde se realiza de modo eficaz
la comunión y reconciliación de los hombres con Dios y entre sí (31). De ahí la exigencia
profunda de que la Iglesia sea cada vez más «una comunidad que viva la comunión de la
Trinidad y sea signo y presencia de Cristo muerto y resucitado que reconcilia a los hombres
con el Padre en el Espíritu, a los hombres entre sí y al mundo con su Creador» (32). La
Iglesia es, pues, un misterio de comunión y reconciliación (33); comunión de fe, de vida, de
verdad, de caridad.
Llamados a una misma fe y a una misma esperanza, vivimos en la comunión de amor
que es exigencia permanente de apertura y amor a Dios y a los demás. El Pueblo elegido
por Dios es uno solo y se funda en un solo bautismo. Como leemos en la Carta a los
Efesios: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5). Nunca debemos olvidar
que «no hay más que... un solo Señor, Jesucristo» (1 Cor 8,6), y que «no hay bajo el cielo
otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12).
Partícipes todos en la Iglesia de la misma dignidad de hijos de Dios, derivada de la
redención alcanzada en Cristo, todos estamos llamados, cada cual desde la propia
vocación y el don recibido del Espíritu, a contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo.
La comunión que es la Iglesia se configura como una «comunión orgánica...
caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de
las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las
responsabilidades» (34). La pluralidad y diversidad de ministerios, carismas, formas de
vida
y de apostolado no obstaculizan la unidad sino que más bien le confieren desde el
dinamismo de la complementariedad el carácter de comunión (35). Como señala el Papa,
«en la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que
están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común -mejor dicho, único- su profundo
significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la
universal vocación a la santidad en la perfección del amor» (36). Desde la inmensa riqueza
de la diversidad, todos contribuyen al fortalecimiento de la unidad en la comunión, ya que
«la propia diversidad de gracias, de servicios y de actividades reúne en la unidad a los hijos
de Dios, pues "todo esto lo hace el único y mismo Espíritu" (1 Cor 12,11)» (37). Esta
comunión orgánica está ordenada jerárquicamente.
La Iglesia es, además, el Cuerpo de Cristo. Este hecho ilumina ante todo la unidad de
toda la Iglesia con su Cabeza, que es el Señor Jesús, pero también la unidad de todos los
miembros entre sí, a pesar de las diferencias. «La unidad del cuerpo no ha abolido la
diversidad de los miembros: "En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad
de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las
necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia"
(LG, 7)» (38). Y esto de tal manera que la diversidad no va en contra de la unidad, sino que
la enriquece: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no
desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos,
no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos
miembros de los otros» (Rm 12,4-5).
Esta comunión, nutrida del amor que es plenitud de la ley (cf. Rm 13,10), no se
repliega sobre sí misma, sino que se proyecta en un dinamismo de sobreabundancia de
amor hacia los demás, puesto que la Iglesia «ha sido enviada al mundo para anunciar y
testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a
todos
y a todo en Cristo; a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"» (39). La comunión
es siempre misionera. «La comunión genera comunión, y esencialmente se configura como
comunión misionera» (40). La Iglesia es «por su naturaleza misma... siempre
reconciliadora» (41) y como tal «debe buscar ante todo llevar a los hombres a la
reconciliación plena» (42). Todos los bautizados estamos llamados a colaborar en el
«ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18) que debe realizar la Iglesia como sacramento
de Cristo, predicando la «palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19) a todos los seres
humanos.
Quedan así de manifiesto los lazos profundos entre la comunión y la misión, ya que
ambas «están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente,
hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la
comunión es misionera y la misión es para la comunión» (43). Como se afirma en Santo
Domingo, la Iglesia es un misterio de comunión evangelizadora (44). El recordado Pablo
VI
lo destacaba en su memorable exhortación apostólica post-sinodal Evangelii nuntiandi:
«Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad
más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del
don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la
santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa» (45).
Por la fe y el bautismo somos introducidos en la comunión eclesial. Esta comunión,
como don de Dios, tiene su raíz y su centro en la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía, fuente
y culmen de toda la vida cristiana (46), «es fuente y fuerza creadora de comunión entre los
miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo»
(47). Por el sacramento de la reconciliación recobramos la comunión que se pierde por el
pecado.
El Obispo es principio y fundamento de la unidad en la Iglesia particular, y como tal es
signo visible de comunión. Esta comunión está fundada sobre la unidad del Episcopado -los
sucesores de los Apóstoles-, de los Obispos entre sí, y con y bajo el sucesor de San Pedro,
el Romano Pontífice, que es cabeza del Cuerpo o Colegio Episcopal (48). Como se señala
en la Lumen gentium, «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y
fundamento perpetuo y visible» (49) de la unidad del Episcopado y de la unidad de la
Iglesia entera.
Invitado desde su misma naturaleza a vivir la comunión, el ser humano porta dentro de
sí el anhelo profundo de esta exigencia. A la evidencia de su naturaleza social, se añadirá
luego la gracia de su llamado a alcanzar la plenitud de su misma condición en la vivencia
de la comunión con Dios que se reflejará en sus relaciones con los demás seres humanos,
puesto que la comunión implica una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y
horizontal (comunión entre los seres humanos). La fidelidad a la propia naturaleza y la
acogida del don de la reconciliación lleva al hombre a hacer de la comunión un elemento
central de su vida. Esta comunión, participación y reflejo de la comunión trinitaria, debe
encontrar caminos de expresión en toda la vida del ser humano.
En la naturaleza humana, iluminada por la Revelación, descubrimos el sustento del
derecho y la libertad de asociación. Las formas asociadas de vida cristiana encuentran un
fundamento complementario y plenificador en el misterio de la Iglesia entendida como
comunión evangelizadora. En el designio divino así manifestado se descubre la razón
fundamental de la existencia de las asociaciones, y el sustento de su testimonio comunitario
y el servicio evangelizador en el que están comprometidas (50).

2.2.Mirando la historia de la Iglesia


A lo largo de la historia de la Iglesia esta ansia de comunión se ha plasmado de
diferentes maneras, fundándose y organizándose asociaciones de fieles de diversa índole.
Ya desde los primeros tiempos el Espíritu Santo convocó y suscitó en muchos el deseo de
asociarse en vistas a cumplir diversos fines dentro de la vida y misión del Pueblo de Dios.
«Constatamos así continuamente en la historia de la Iglesia el fenómeno de grupos más o
menos numerosos de fieles que, por un impulso misterioso del Espíritu, han sido
impulsados espontáneamente a asociarse para conseguir determinados objetivos de
caridad o de santidad, en relación con las particulares necesidades de la Iglesia de su
tiempo o también para colaborar en su misión esencial y permanente» (51).
Los dos milenios de historia del Pueblo de Dios han visto florecer una inmensa
cantidad de asociaciones de diferente naturaleza. En las distintas épocas y culturas han ido
surgiendo diversas formas de asociación. Algunas de ellas, las que más se conocen y
mayor gravitación han tenido en la historia de la Iglesia, se desarrollaron directamente
hacia
una entrega total en las diversas formas de vida consagrada. A lo largo de los siglos «Dios
ha querido que surgiese una maravillosa diversidad de congregaciones religiosas que han
contribuido mucho a la vida de la Iglesia. Así, ésta no sólo está preparada para toda buena
obra (cf. 2 Tm 3,17) y dispuesta al servicio para construir el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12);
aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se
ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21,2), y por ella se da a conocer la sabiduría de Dios
en sus muchas formas (cf. Ef 3,10)» (52). Allí están los testimonios de tantas comunidades
que han sido instrumentos del amor de Dios y que han contribuido grandemente al
enriquecimiento de la Iglesia y al anuncio del Evangelio.
Además de las asociaciones de vida religiosa, los institutos seculares y las sociedades
de vida apostólica, se deben mencionar también otras asociaciones en el Pueblo de Dios.
El Papa Pío XII lo ponía de manifiesto: «...los fieles constituyen la Iglesia, y por esto ya
desde los primeros tiempos de su historia con el consentimiento de los Obispos se han
unido en asociaciones particulares dedicadas a las más diversas manifestaciones de la
vida. La Santa Sede nunca ha dejado de aprobarlas y de alabarlas» (53). Muchas han sido
asociaciones conformadas fundamentalmente por fieles laicos. Entre las muchas que se
podrían mencionar están, por ejemplo, las diversas y variadas confraternidades, las
congregaciones marianas, las terceras órdenes. La lista es sumamente amplia y recorre los
dos mil años de historia de la Iglesia, así como toda la geografía del planeta en donde ha
sido sembrada la semilla de la fe. Un caso cercano a nosotros, que tiene grandes
enseñanzas para nuestro tiempo, es el de la proliferación de cofradías en la época de la
primera evangelización del Nuevo Mundo. Éstas fueron un elemento muy importante de
participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia, y al mismo tiempo tuvieron una
inmensa repercusión en la vida cultural y social en los nacientes pueblos latinoamericanos.
Un gran número de estas asociaciones han sido creadas por iniciativa de los mismos
fieles laicos y luego reconocidas y aprobadas por la autoridad eclesial. Pero también
existen otras creadas por instancia de la Jerarquía, como la Acción Católica, que tantos
frutos ha dado a la Iglesia (54). Se debe destacar el rol singular que jugó ésta última en la
participación del laicado en la misión de la Iglesia especialmente en la primera mitad del
siglo XX.
Después del Concilio Vaticano II el Pueblo de Dios viene experimentando un notable
florecimiento y desarrollo de movimientos y asociaciones eclesiales. Es un fenómeno de
características singulares que viene evidenciando una manifiesta fecundidad. Estos
impulsos de renovación también han alcanzado a asociaciones de larga trayectoria en la
Iglesia. En efecto, algunas asociaciones surgidas antes del Concilio han experimentado un
importante estímulo de renovación y crecimiento. El Pueblo de Dios ha recibido inmensos
beneficios de estas asociaciones, varias de las cuales están inspiradas en los grandes
carismas de la Tradición de la Iglesia. Otras asociaciones y movimientos han surgido
después del Concilio -creciendo claramente bajo el dinamismo de la renovación conciliar-,
poniendo de manifiesto la riqueza inagotable del Espíritu que renueva a la Iglesia
ofreciendo cauces nuevos de vida cristiana y anuncio del Evangelio. Hay en este fenómeno
una novedad del Espíritu para los tiempos venideros. Las respuestas nuevas se suman a
las antiguas integrándose en la comunión del Pueblo de Dios en un dinamismo de
complementariedad y concordia, que permanece fecundo por la acción del Espíritu Santo y
la cooperación de los hijos de la Iglesia.
Esta riqueza del Pueblo de Dios puesta de manifiesto en la multiplicidad y pluralidad
de carismas y asociaciones nacidas y desarrolladas a lo largo de su bimilenaria historia ha
sido siempre alentada y protegida por la Iglesia, explicitándose el derecho a asociarse que
tienen todos los fieles clérigos y laicos. De diversas maneras se ha reconocido y plasmado
este derecho en la normatividad de la Iglesia, siendo de gran importancia, en los últimos
tiempos, especialmente los desarrollos del Concilio Vaticano II y su plasmación jurídica en
el
nuevo Código de Derecho Canónico promulgado en 1983.

2.3.El Concilio Vaticano II


El Concilio Vaticano II ofreció los elementos para una profundización de la identidad
del laico al tiempo que alentó una promoción más amplia de su papel en la vida y misión de
la Iglesia. Se recogió y profundizó una importante corriente histórica que había venido
creciendo en las décadas anteriores al Concilio, como se puede apreciar en el Magisterio
de todos los Romanos Pontífices desde comienzos de siglo. Como afirmó el Papa Juan
Pablo II en su primer viaje apostólico, precisamente en tierras latinoamericanas, «el
Concilio
Vaticano II recogió esa gran corriente histórica de promoción del laicado, profundizándola
en sus fundamentos teológicos, integrándola cabalmente en la eclesiología de la Lumen
gentium, convocando e impulsando la activa participación de los laicos en la vida y misión
de la Iglesia» (55).
En la Lumen gentium, verdadera clave de lectura de toda la enseñanza conciliar, se
subraya la llamada universal a la santidad de todos en la Iglesia (56), al tiempo que se
reafirma la responsabilidad de todos en la tarea común de la edificación del Pueblo de Dios
(57). Los laicos participan de esta exigencia porque «están llamados todos, como miembros
vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con todas sus
fuerzas, recibidas por favor del Creador y gracia del Redentor» (58). Ningún bautizado
debe
quedar ajeno o al margen ante la misión de la Iglesia, puesto que es un derecho y un deber
que se deriva de la misma unión con Cristo (59). Los fieles laicos deben asumir su
responsabilidad plenamente. La Apostolicam actuositatem en esta misma línea señala: «El
apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana, no puede faltar nunca
en la Iglesia» (60). Y añade además que las circunstancias del tiempo actual exigen de los
fieles laicos «un apostolado mucho más intenso y amplio» (61).
El tema de la vocación apostólica de los laicos y sus formas de organización está
desarrollado principalmente en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium
(62), y en el decreto sobre el apostolado de los fieles laicos, Apostolicam actuositatem.
Partiendo del hecho de que «todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones,
es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma "según la medida del
don de Cristo" (Ef 4,7)» (63), se señala que su apostolado puede ser realizado de manera
individual o de forma asociada (64).
En lo referente al apostolado asociado, la Apostolicam actuositatem hace importantes
precisiones que vale la pena recordar. El fundamento de la vida asociada está tanto en la
naturaleza misma del ser humano, en cuanto ser social, como en el hecho de que Dios ha
querido unir a todos los creyentes en Cristo. Teniendo en cuenta esto, se afirma: «El
apostolado asociado responde, pues, de modo conveniente, a las exigencias tanto
humanas como cristianas de los creyentes y, al mismo tiempo, es un signo de la comunión y
de la unidad de la Iglesia en Cristo, que dijo: "Donde dos o tres están congregados en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)» (65). Se plasma así la eclesiología de
comunión del Concilio en lo referente a la vida asociada laical y a su dimensión
evangelizadora.
La organización producto de la comunión y del aunar esfuerzos para el servicio
evangelizador resulta sumamente provechosa para la misión de la Iglesia. Esto, además de
potenciar enormemente la eficacia del anuncio evangélico a toda realidad humana,
beneficia a todos los fieles en lo relativo al apoyo para la vida cristiana y para la formación.
Los Padres conciliares subrayaron, además, lo conveniente que resulta para los difíciles
tiempos actuales. Por ello llamaron a un fortalecimiento de «la forma asociada y organizada
del apostolado, pues sólo la estrecha unión de fuerzas puede conseguir plenamente todos
los fines del apostolado contemporáneo y defender eficazmente los bienes que de él
derivan» (66).
La Apostolicam actuositatem recordará que no se debe perder de vista que las
asociaciones «no son un fin en sí mismas, sino que han de servir a la misión que la Iglesia
debe cumplir en el mundo» (67). Se señala allí que existe una gran variedad de
asociaciones de apostolado al servicio del fin apostólico de la Iglesia. Su eficacia apostólica
dependerá de su conformidad con los fines de la Iglesia y de la coherencia de vida de sus
miembros en fidelidad al divino Plan. Se trata de un apostolado que se hace desde la
comunión de la Iglesia, bajo la guía pastoral de sus legítimos Pastores. Sin comunión con el
Obispo, y en última instancia con el sucesor de San Pedro, Pastor universal, no hay
verdadera eclesialidad.
Es precisamente al hablar del apostolado asociado que se proclama con toda claridad
el derecho que tiene todo fiel de asociarse para el apostolado y la vida cristiana:
«Guardando la relación debida con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen derecho a
fundar asociaciones, a dirigirlas y a afiliarse a las ya fundadas» (68). Cabe destacar que
este derecho de asociación no sólo fue proclamado en relación al apostolado de los laicos.
También se ha reconocido este derecho a los clérigos (69). La proclamación de este
derecho no debe ser entendida como el deseo de que se funden asociaciones sin límite
alguno. Teniendo en cuenta las legítimas aspiraciones de asociarse para un fin eclesial el
Concilio recuerda que hay que evitar la inútil dispersión de fuerzas al fundar asociaciones
innecesarias o mantener algunas que han dejado de ser útiles. Para ello se deben tener
presentes las características espirituales, el modo de proceder y la identidad de cada
asociación. Es claro que hay diversos tipos de asociaciones en la comunión eclesial, según
la acción del Espíritu en los corazones.
En la Apostolicam actuositatem se hace un llamado a valorar las diversas formas de
apostolado asociado. «Todas las formas de apostolado han de ser debidamente
apreciadas; no obstante, los sacerdotes, los religiosos y los laicos deben conceder especial
consideración y promover según las posibilidades de cada uno, aquellas que la Jerarquía,
de acuerdo a las necesidades de los tiempos y los lugares, ha alabado, recomendado o
declarado como de más urgente creación. Entre ellas han de contarse, muy principalmente,
las asociaciones o grupos internacionales católicos» (70). Se pone de manifiesto aquí, por
un lado, que son diversas las maneras como la Jerarquía se relaciona con las asociaciones.
Se evidencia, además, que desde el derecho de asociación que todos los fieles tienen no
necesitan ningún tipo de reconocimiento ni autorización particular. Pueden existir y actuar
siempre y cuando se mantengan dentro de la fe de la Iglesia, respeten sus fines y guarden
la debida docilidad ante las orientaciones pastorales de los legítimos Pastores. Así, pues,
una asociación existe de hecho desde el momento en que la constituyen libremente sus
miembros. Pero la Jerarquía puede reconocerla e incluso darle personería jurídica dentro
del Pueblo de Dios. Esto sin descalificar a las que no han recibido ningún tipo de
pronunciamiento de parte de la correspondiente autoridad eclesiástica.
Precisando más la relación entre la Jerarquía y las asociaciones, se dice: «El
apostolado de los laicos admite ciertamente diferentes modos de relaciones con la
Jerarquía, según las diferentes formas y objetos de este apostolado» (71). Y se añade
distinguiendo los diversos casos lo siguiente: «Existen en la Iglesia muchas obras
apostólicas instituidas por la libre elección de los laicos y regidas por su prudente juicio. En
algunas circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor con estas obras y por
ello no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. No obstante, ninguna obra puede
arrogarse el nombre de católica si no ha obtenido el consentimiento de la legítima autoridad
eclesiástica». Y se anota inmediatamente de manera general: «Algunas formas de
apostolado de los laicos son reconocidas explícitamente, de diversas maneras, por la
Jerarquía». De donde se desprende que así como unas son «reconocidas explícitamente»,
otras no lo son de esa manera. A los Pastores corresponde «ofrecer los principios y los
subsidios espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y velar
para que se respeten la doctrina y el orden» (72).
Además de la Lumen gentium y la Apostolicam actuositatem también se hace explícita
referencia al derecho de asociación en otros documentos. En el decreto sobre la actividad
misionera de la Iglesia, Ad gentes divinitus, se dice: «Eríjanse asociaciones y grupos
mediante los cuales pueda el apostolado de los laicos llenar toda la sociedad del espíritu
evangélico» (73). En el decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, Christus Dominus,
se indica que los Pastores «han de promover también o favorecer las asociaciones que
buscan directa o indirectamente un fin sobrenatural: conseguir una vida más perfecta o
anunciar a todos el Evangelio de Cristo, o impulsar la enseñanza cristiana o el desarrollo
del culto público, o lograr fines sociales, o realizar obras de misericordia o de caridad»
(74).
También aparece este derecho en la declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis
humanae: «...en la naturaleza social del hombre y en el carácter mismo de la religión se
funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso, pueden
libremente reunirse o constituir asociaciones educativas, culturales, caritativas, sociales»
(75).
Los desarrollos y profundizaciones del Concilio han iluminado la vida de la Iglesia de
manera notable. Esto se ha visto reflejado de modo singular en los frutos de vida asociada
que se han dado en el último tiempo, «caracterizado por una particular variedad y
vivacidad» (76). No se puede dejar de ligar este florecimiento con el Concilio Vaticano II.
«La gran variedad y vivacidad de agrupaciones y movimientos -señala el Santo Padre-,
sobre todo laicales, característica del actual período post-conciliar, se presenta como algo
muy significativo y lleno de promesas para promover la comunión eclesial y la capacidad
de
presencia apostólica de la Iglesia» (77).
También el Magisterio post-conciliar, tanto pontificio como episcopal, ha reflejado este
impulso del apostolado asociado. Allí están en Latinoamérica como ejemplo los
documentos
de Medellín, Puebla y Santo Domingo, que han recogido explícitamente la enseñanza
conciliar y la han aplicado a la realidad del Continente. Allí está también el vasto
Magisterio
episcopal regional que ha promovido de diversas maneras el apostolado asociado,
especialmente en lo referente a las nuevas formas como son los movimientos eclesiales.

2.4.El Código de Derecho Canónico


El Código de Derecho Canónico constituye un notable y afortunado esfuerzo de
traducir en términos jurídicos la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II. En lo
que
se refiere a nuestro tema recoge y sanciona claramente el derecho de asociación de los
fieles proclamado en el Concilio. Partiendo de la común dignidad de todos los bautizados y
de la exigencia de cooperación en la edificación del Cuerpo de Cristo (78), el Código señala
que todos los cristianos, según su propia condición, están invitados a vivir en santidad (79).
Dentro de la comunión de la Iglesia, que todos deben observar (80), es responsabilidad de
cada uno llevar la Buena Nueva a los hombres: «Todos los fieles tienen el deber y el
derecho de trabajar para que el mensaje divino de salvación alcance más y más a los
hombres de todo tiempo y del orbe entero» (81).
Este derecho-deber de cooperar en la edificación de la Iglesia y, en este caso
específicamente en la evangelización, puede ser ejercido de manera individual o de manera
asociada. Recogiendo lo planteado por el Concilio Vaticano II, el Código indica claramente
el derecho de asociación: «Los fieles tienen la facultad de fundar y dirigir libremente
asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el
mundo; y también de reunirse para conseguir en común esos mismos fines» (82). Se
enuncia aquí, junto con el derecho de asociación, el derecho de libre reunión (83).
El Código precisa este derecho-deber del apostolado de los laicos reiterando el
derecho de asociación: «Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirmación, los laicos,
como todos los demás fieles, están destinados por Dios al apostolado, tienen la obligación
general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el
mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el
mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstancias en las que sólo
a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo» (84).
En la sección del Código relativa a las asociaciones de fieles en la Iglesia (85), se
vuelve a afirmar este derecho explicando un poco más sus alcances. «Existen en la Iglesia
asociaciones distintas de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida
apostólica, en las que los fieles, clérigos o laicos, o clérigos junto con laicos, trabajando
unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o la doctrina
cristiana, o realizar otras actividades de apostolado, a saber, iniciativas para la
evangelización, el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu
cristiano del orden temporal» (86).
Se entiende así, pues, que todo fiel puede reunirse con otros para fundar una
asociación. Puede igualmente inscribirse o incorporarse en cualquiera ya existente, de
donde se concluye que estas asociaciones tienen libertad estatutaria y libertad de gobierno
(87). Esto incluye ciertamente su justa autonomía de vida, así como su libertad de iniciativa
(88), siempre dentro del espíritu y realidad de la comunión en la Iglesia. Para comprender
mejor todo esto ayuda tener presente -teniendo en cuenta la naturaleza del tipo de
asociaciones o movimientos de los cuales se trata- de manera análoga, las normas relativas
a los institutos de vida consagrada (89).
Las asociaciones, según el Código, son de dos tipos atendiendo a su relación con la
autoridad eclesiástica: públicas o privadas. Son públicas, si habiendo sido constituidas, son
debidamente erigidas por la autoridad eclesiástica, y actúan en nombre de la Iglesia en
aquellos asuntos que son propios de la misión eclesial. Son privadas, si habiendo surgido
en la comunidad eclesial, no han sido erigidas por la autoridad eclesiástica, y en
consecuencia no actúan en nombre de la Iglesia; esto incluso cuando hayan obtenido
personalidad jurídica en la Iglesia mediante decreto dado por la misma autoridad
eclesiástica. Cabe señalar que su naturaleza privada no disminuye en nada su eclesialidad.
Para que una asociación privada sea reconocida como asociación de la Iglesia sus
Estatutos deben ser examinados por la autoridad competente (90). Es importante, sin
embargo, recordar lo que señala el Código: ninguna asociación privada puede utilizar el
nombre de "católica" sin el consentimiento de la autoridad eclesial competente (91).
Se plasma así en términos jurídicos el derecho de asociación desarrollado por el
Concilio Vaticano II.

2.5.Viviendo el derecho de asociación


Como se ha visto, la Iglesia reconoce clara y explícitamente el derecho de asociación.
Este derecho está en directa relación con la libertad que todo ser humano tiene de
asociarse con otros que surge de su misma naturaleza social (92). Pero, además, brota
también del bautismo (93), que lo incorpora al Cuerpo de Cristo y lo introduce en el
misterio
de comunión que es la Iglesia, ya que del bautismo surgen una serie de deberes y derechos
que incluyen la libertad de asociación.
El Papa Juan Pablo II ofrece un iluminador comentario sobre el particular: la
«tendencia eclesial al apostolado asociado tiene, sin lugar a dudas, su origen en la
"caridad" derramada en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), pero su valor
teológico coincide con la exigencia sociológica que, en el mundo moderno, lleva a la unión
y
a la organización de las fuerzas para lograr objetivos comunes.... Se trata de unir y
coordinar las actividades de todos los que quieren influir, con el mensaje evangélico, en el
espíritu y la mentalidad de la gente que se encuentra en las diversas condiciones sociales.
Se trata de llevar a cabo una evangelización capaz de ejercer influencia en la opinión
pública y en las instituciones; y para lograr este objetivo se hace necesaria una acción
realizada en grupo y bien organizada» (94).
En la Christifideles laici (95) Juan Pablo II explicita diversas motivaciones espirituales y
apostólicas para asociarse. Desde la perspectiva de la eclesiología de comunión, el Santo
Padre destaca como la primera y principal razón una de orden teológico: el apostolado
asociado es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo. «Es un "signo"
-señala el Papa- que debe manifestarse en las relaciones de "comunión", tanto dentro como
fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad
cristiana. Precisamente la razón eclesiológica indicada explica, por una parte, el "derecho"
de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos "criterios"
de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse» (96).
Esta razón de fondo, de orden teológico, está en armonía con otras de orden más bien
antropológico y sociológico. Luego de indicar que la primera explicación de este deseo de
asociarse hay que buscarla en la naturaleza social de la persona, Juan Pablo II añade que
obedece también «a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa» (97). Es
decir, la capacidad para llevar a cabo el servicio del testimonio y de la evangelización
aumenta notablemente cuando no queda librado a la acción de un individuo aislado, sino de
un conjunto de personas que se asocian para este fin. El Santo Padre señala sobre el
particular: «En realidad, la incidencia "cultural", que es fuente y estímulo, pero también
fruto
y signo de cualquier transformación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no
tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un "sujeto social", o sea, de un grupo,
de una comunidad, de una asociación, de un movimiento» (98). Esta razón adquiere más
fuerza cuando se tiene en cuenta el contexto de la sociedad actual, «pluralista y
fraccionada..., y cuando se está frente a problemas enormemente complejos y difíciles» (99)
como los de hoy en día.
A la eficacia apostólica y a la capacidad de multiplicar la presencia cristiana el Santo
Padre añade el valioso apoyo que significa la comunidad para vivir una vida cristiana y un
compromiso apostólico en medio de un mundo que está muchas veces alejado de Dios:
«Sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar,
para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las
exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica»
(100). A esto habría que sumarle la posibilidad de generar instrumentos de formación
integral para la vida cristiana y el servicio evangelizador. La comunidad multiplica la
posibilidad de servicios y de apoyo para el crecimiento en la fe y la proyección apostólica.
Uno de los aspectos que destaca claramente el Magisterio de la Iglesia, y que debe
tenerse muy presente, es que la vida asociada es un derecho y no un mero privilegio o
concesión. «Tal libertad es un verdadero y propio derecho -precisa Juan Pablo II- que no
proviene de una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del bautismo, en
cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la
comunión y misión de la Iglesia» (101). Todos los fieles gozan de una plena libertad para
asociarse y participar así de una manera más activa en su vida y misión eclesial. La Iglesia
vela cuidadosamente para que este derecho sea siempre respetado.
En los últimos tiempos el Magisterio de la Iglesia ha reafirmado reiteradamente este
derecho. Así, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: «Como todos los
fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la
confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o
agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea
conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más
apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y
conocer a Cristo» (102).
El documento de Santo Domingo también ha puesto de manifiesto la importancia de
este derecho de asociación. Se llama allí a «favorecer la organización de los fieles laicos a
todos los niveles de la estructura pastoral, basada en los criterios de comunión y
participación y respetando "la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia" (cf.
S.S. Juan Pablo II, ChL, 29-30)» (103).
Esta libertad de asociación se debe ejercer al interior de la comunión, respetando
siempre la naturaleza de la Iglesia. En consecuencia, para ser verdaderamente eclesial no
puede alejarse de la constitución y fines de la Iglesia. «Se trata de una libertad reconocida y
garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la
comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo
esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia» (104).

3.La riqueza de los carismas

3.1.Los carismas en la Iglesia


Los movimientos y asociaciones eclesiales testimonian ante el mundo la riqueza de los
dones que el Espíritu derrama para el enriquecimiento del Pueblo de Dios. «Cristo ha
dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el
Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la
renueva sin cesar» (105).
La palabra carisma -que viene del griego charis y se traduce por gracia- expresa la
realidad de un don gratuito que nos es dado por obra del Espíritu Santo en orden a la
edificación de la Iglesia. «Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas
-señala el Papa Juan Pablo II- son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o
indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia,
al bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (106). Estos dones o carismas «son
la fuente de toda genuina experiencia asociativa» (107).
Los carismas pueden ser muchos y muy distintos, aunque todos tienen el mismo
origen. Como dice San Pablo: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo»
(1 Cor 12,4). No existe un número determinado de ellos; surgen siempre en función de las
necesidades del Pueblo de Dios. Por esta razón San Pablo ofrece diversas listas de
carismas (cf. Rm 12,6-8ss; 1 Cor 12,8-10.28-30).
En el Concilio Vaticano II se explicitó y desarrolló el sentido e importancia de los
carismas para el Pueblo de Dios. En sus documentos se señala con toda claridad que el
Espíritu Santo no sólo santifica y edifica a su Iglesia mediante los sacramentos y los
ministros, sino que «también reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado
o condición» (108). Se trata de edificar el Cuerpo de Cristo en un proceso de distribución
de dones que se da dentro de una armonía en medio de la pluralidad y complementariedad
de funciones y estados de vida (109). Todo carisma, explica San Pablo, debe vivirse en
unidad y armonía con los restantes carismas (cf. 1 Tes 5,12.19-21; 1 Cor 3,8). En la
Apostolicam actuositatem se dice: «Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo opera la
santificación del Pueblo de Dios por el ministerio y los sacramentos, concede también
dones peculiares a los fieles (cf. 1 Cor 12,7), "distribuyéndolos a cada uno según quiere"
(1Cor 12,11), para que todos, "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los
demás", sean "buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe 4,10), en
orden a la edificación de todo el cuerpo en el amor (cf. Ef 4,16)» (110).
La pluralidad y la diversidad de miembros y estilos de vida en la Iglesia es expresión
del único Cuerpo de Cristo. Y esta pluralidad es posible y legítima solamente a partir de la
unidad del Cuerpo y en cuanto tiende a su unidad, de modo que todas las particularidades
existan en función de las otras y para la totalidad del Cuerpo. Así pues, la variedad de los
carismas no pone en peligro la unidad, antes bien la fortalece (111). El Espíritu Santo no
sólo es principio de permanente renovación en orden a la santidad, sino que es también
fundamento de unidad y comunión.
La Iglesia, sabemos bien, es una, santa, católica y apostólica. Al interior de ella se da
una rica variedad que contribuye al fortalecimiento de la comunión en la unidad de la fe.
Desde la singularidad de cada carisma se construye y fortalece la comunión. «La comunión
en la Iglesia no es pues uniformidad -señala el Papa Juan Pablo II-, sino don del Espíritu
que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Éstos
serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su
identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que fructifique para
el Señor en el crecimiento de la fraternidad y de la misión» (112). Los carismas se
fundamentan en la caridad y tienen a ésta como regla suprema (cf. 1 Cor 13,2; Ga 5,22). En
ese sentido es útil tener siempre presente aquel axioma agustiniano: «En lo necesario
unidad, en la duda libertad, en todo caridad» (113).
Aunque los carismas se otorgan a personas concretas, pueden ser participados y
vividos por otros. De ahí que se pueda hablar del carisma de una determinada asociación
(114). La vida asociada se inicia cuando el Espíritu inspira a unas personas la formación de
una comunidad que asume características propias en respuesta a los signos de los
tiempos. Estas personas que el Paráclito convoca son los fundadores y fundadoras. Todas
las comunidades y asociaciones eclesiales a lo largo de la historia han tenido su comienzo
en la respuesta de personas concretas a la gracia que el Espíritu derramó en ellos. «El
carisma mismo de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (cf. S.S.
Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos
vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo
de Cristo en crecimiento perenne» (115). Los carismas, una vez que han sido reconocidos
por la autoridad eclesial, encuentran una forma de institucionalización jurídica y dan origen
a servicios y formas de vida estable.
Por otro lado, los carismas no se refieren únicamente a la vida privada de los fieles;
tienen siempre una resonancia comunitaria. «A cada cual se le otorga la manifestación del
Espíritu para provecho común» (1 Cor 12,7). A lo largo de la historia de la Iglesia se han
suscitado movimientos y fermentos colectivos que han puesto de manifiesto la presencia
del
Espíritu Santo guiando y renovando a la Iglesia. Los carismas infundidos han generado en
las comunidades una singular capacidad de lectura de los signos de los tiempos a la vez
que un impulso a dar respuesta a los desafíos de cada momento y circunstancia. El
florecimiento de nuevas formas de vida asociada en los tiempos actuales claramente
evidencia la presencia dinamizadora del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y
asociaciones eclesiales son una de las significativas expresiones de esta presencia
carismática en la vida del Pueblo de Dios que peregrina en nuestro tiempo.

3.2.El discernimiento de los carismas


En la porción del Pueblo de Dios encomendada a su cuidado pastoral, el Obispo es
principio y fundamento visible de comunión y unidad en la fe, en la caridad y en el
apostolado, por virtud del don del Espíritu Santo que ha recibido. Para ello es dotado de
una potestad de gobierno ordinaria, propia e inmediata (116), que ejerce directamente
sobre todos los fieles de la Iglesia particular, individual o asociadamente, ya sean clérigos,
consagrados -en sus diversas expresiones- o laicos.
Corresponde a los Obispos discernir la autenticidad de los diversos carismas. Como
se indica en la Lumen gentium, «el juicio acerca de su autenticidad y la regulación de su
ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el
Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)» (117). A
los Obispos les compete el ministerio de discernir los carismas, así como confirmarlos
según la fe de la Iglesia. Este discernimiento siempre es un paso necesario, tanto para
comprobar que sean dones del Espíritu Santo, como para velar por que sean ejercidos en
fidelidad a la fe de la Iglesia, pues precisamente la vida asociada está ordenada a la misión
de la Iglesia (118).
No siempre, sin embargo, es fácil realizar este discernimiento. Es necesario tener en
cuenta que el Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere (cf. Jn 3,8 y 1 Cor 12,7), y
que lo hace además en relación a circunstancias históricas concretas. La acción del
Espíritu no puede ser encuadrada en un determinado patrón, ni reducida a un determinado
estilo. De allí precisamente la legítima pluralidad de espiritualidades y estilos que existen
en
la unidad de la Iglesia.
La novedad del carisma trae también en ocasiones dificultades para su comprensión y
discernimiento. «Todo carisma auténtico lleva consigo una carga de genuina novedad en la
vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez
incómoda e incluso crear situaciones difíciles, dado que no siempre es fácil e inmediato el
reconocimiento de su proveniencia del Espíritu» (119).
Las diversas dificultades que en algunos casos se pueden presentar hacen tanto más
importante y delicado el proceso de discernimiento, exigiendo por su misma naturaleza que
se ponga en él una especial atención y reverencia. Sólo una auténtica apertura a la acción
del Espíritu, en una actitud y un clima de oración, permiten las condiciones para un recto y
fructuoso discernimiento. Se ha de cultivar también la sensibilidad para percibir los signos
de los tiempos en atención a las cambiantes circunstancias en medio de las que peregrina
la Iglesia y se manifiesta el divino Plan. La presencia de los frutos que confirman el origen
de una obra en el Espíritu Santo es, asimismo, característica fundamental del
discernimiento y confirmación del mismo: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).
Este servicio de discernimiento de la eclesialidad de las manifestaciones de
apostolado y vida cristiana asociada es una responsabilidad irrenunciable de la Jerarquía.
«Los Pastores en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante
posibles y comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento
de otras nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas
asociaciones laicales» (120).
Junto con el proceso de discernimiento de los carismas también les corresponde a los
Obispos el servicio de fomentar y promover el apostolado asociado en sus diversas
expresiones, pues la Iglesia aprecia «todas las formas de apostolado» (121). En esta tarea
al Pastor le compete una atención especial a las asociaciones cuyo carisma ha sido
reconocido y aprobado (122). Forma parte de su ministerio protegerlas y acompañarlas con
su autoridad y cuidado pastoral alentándolas a la fidelidad al propio carisma. El Obispo, en
virtud de su propio ministerio, es responsable del crecimiento en la santidad de todos los
fieles, en cuanto que es el principal dispensador de los misterios de Dios y perfeccionador
de su grey según la vocación de cada uno (123). Es claro, por lo demás, que al Obispo le
ha sido confiado el cuidado de los diversos carismas. Así pues, el discernimiento debe estar
acompañado de la acogida, el aliento, la guía y la orientación pastoral, así como del
estímulo a un crecimiento de las asociaciones y movimientos eclesiales, según su estilo
propio, en la comunión y misión de la Iglesia.
La Iglesia cuida que no sea obstaculizada la acción del Espíritu Santo. Igualmente
expresa su respeto por la dignidad de las personas convocadas por el Paráclito para recibir
un carisma y para llevar una determinada forma de vida asociada en la comunidad eclesial.
Los Pastores sagrados se preocupan, igualmente, de comunicar los bienes espirituales de
la Iglesia, principalmente la Palabra de Dios y los sacramentos (124). Para todo ello los
Pastores reciben una abundancia de especiales dones del Espíritu Santo para poder obrar
según el designio divino.
Los movimientos y asociaciones, por su parte, dan muestras de autenticidad eclesial
sometiéndose con docilidad al discernimiento de los Pastores, acogiendo con humildad
(125) sus orientaciones pastorales y dejándose guiar en la comunión de la Iglesia y con su
Pastor universal. De ahí que cuando se habla en el Magisterio de los movimientos y
asociaciones se explicite, como una señal inequívoca de su eclesialidad, la fidelidad a la
comunión en la Iglesia bajo los legítimos Pastores y el Magisterio universal.
Son aplicables a la realidad de las asociaciones y movimientos eclesiales no pocas de
las orientaciones del documento sobre la vida consagrada Mutuae relationis, dada la
analogía de las diversas formas de vida asociada en la Iglesia. «La caracterización
carismática propia de cada instituto requiere, tanto por parte del fundador cuanto por parte
de sus discípulos, el verificar constantemente la propia fidelidad al Señor, la docilidad al
Espíritu, la atención a las circunstancias y la visión cauta de los signos de los tiempos, la
voluntad de inserción en la Iglesia, la conciencia de la propia subordinación a la sagrada
Jerarquía, la audacia en las iniciativas, la constancia en la entrega, la humildad en
sobrellevar los contratiempos» (126).
Para que se lleve debidamente a cabo el proceso de discernimiento, las asociaciones
y movimientos eclesiales deben hacer conocer a la autoridad competente de manera
precisa su existencia y su experiencia de vida cristiana asociada de modo que ésta pueda
examinar su naturaleza y la finalidad de los mismos, confirmar su autenticidad eclesial y
valorar la oportunidad de su reconocimiento jurídico. Es muy importante para ello el
conocimiento de los Estatutos. Por reconocimiento jurídico se debe entender una
aprobación explícita de la autoridad eclesial competente.
Algunas asociaciones han solicitado y obtenido reconocimiento formal por parte de la
Iglesia. Las autoridades competentes para este reconocimiento jurídico en la Iglesia son: la
Santa Sede para asociaciones internacionales; las Conferencias Episcopales para las que
operan a nivel nacional; el Obispo diocesano -o quien se le equipara en derecho- para las
que operan en su territorio (127). En el proceso de inserción en una Iglesia particular el
Pastor debe tener presente tanto el discernimiento de la Sede Apostólica, como el realizado
por sus hermanos en el Episcopado. El reconocimiento de la Santa Sede se extiende a toda
la Iglesia universal.
Los Obispos cumplen un servicio sumamente importante discerniendo el carisma y
animando a las asociaciones en su desarrollo e inserción en la Iglesia particular. El
gobierno pastoral del Obispo en la porción del Pueblo de Dios a él encomendada cuida que
sea respetada la justa autonomía de vida y de gobierno de las asociaciones y movimientos.
Asimismo procura que sean apreciadas y reconocidas las características propias y los
diferentes modos de obrar, buscando crear en todos la conciencia de que de esa rica
pluralidad de dones se han venido produciendo abundantes frutos para el Reino de Cristo.
Corresponde a los moderadores (128) de cada comunidad determinar no sólo los
aspectos de la vida interna sino también las obras y proyectos que pueden asumir en
fidelidad a su carisma e identidad. Esto vale también para los moderadores que son laicos,
a los que se les reconoce la capacidad general de ejercer el gobierno de la asociación a la
que pertenecen (129).
La capacidad de gobierno y autonomía de vida que se reconoce a las asociaciones y
movimientos eclesiales no resta en lo más mínimo el debido reconocimiento de las
orientaciones pastorales que el Obispo da para el gobierno de la Iglesia particular a su
cuidado, especialmente en lo referente al ejercicio del culto divino, la enseñanza de la fe y
lo que se conoce como la cura pastoral.
Por lo demás es claro, según el derecho de la Iglesia, que el consentimiento de un
Obispo para constituir una asociación o movimiento implica el derecho de los integrantes
de estas instituciones a ejercitar sus obras propias, y a hacerlo según sus métodos,
espiritualidad, modo de proceder y disciplina propios. De ahí que no sea correcto pedirle a
una asociación o movimiento que asuma proyectos que no corresponden a su carisma,
estilo y fines particulares. Como tampoco parece correcto solicitarle a algún miembro de
estas asociaciones eclesiales que asuma obras que lo aparten del vínculo que tiene con su
comunidad. Es oportuno, por ello, fijar siempre de común acuerdo -entre los Obispos y las
asociaciones- los términos del servicio y presencia en cada Iglesia particular. Este
reconocimiento de una justa autonomía de vida y acción de las asociaciones y movimientos
eclesiales debe integrarse adecuadamente con las exigencias de una comunión orgánica,
según la naturaleza de la Iglesia, requerida por una sana vida eclesial.
La autonomía de vida a la que tienen derecho las asociaciones debidamente
reconocidas está protegida y normada por su derecho propio -es decir sus Estatutos y
normas propias-. Este derecho interno brota de la experiencia eclesial de la asociación o
movimiento confirmada por la Iglesia. Una vez reconocido este derecho le corresponde al
Obispo tutelar el nuevo carisma. Para ello la autoridad competente aprueba unas normas o
Estatutos que deben regir la vida de la asociación tanto interna -gobierno, forma de vida,
etc.- como externamente -su proyección y servicio apostólico-. La aprobación de estos
Estatutos es una garantía de eclesialidad y una forma de tutelar los derechos de la nueva
asociación y de sus miembros.
3.3.Carisma y Jerarquía al servicio de la comunión
«El Espíritu Santo -indica el Papa Juan Pablo II- no sólo confía diversos ministerios a
la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos
particulares,
llamados carismas» (130). Se trata de dones complementarios -los dones carismáticos y los
dones jerárquico-ministeriales- suscitados por un mismo Espíritu, con un mismo fin: la
edificación de la Iglesia. El carisma auténtico no sólo expresa y fomenta la comunión y la
unidad de la Iglesia, en la rica pluralidad de sus expresiones de vida, sino que en el fondo el
don -carisma- por excelencia es la Iglesia misma, signo e instrumento de comunión y
reconciliación en Cristo.
El carisma no ha de presentarse al margen de la Jerarquía, a quien le compete, en
comunión con el sucesor del apóstol San Pedro, ser principio y fundamento de la unidad de
la Iglesia. Como se afirma en Puebla, los Obispos, sucesores de los Apóstoles, constituyen
«el centro visible donde se ata, aquí en la tierra, la unidad de la Iglesia» (131). A los
Pastores sagrados les corresponde velar por la comunión en el Pueblo de Dios. El Papa
Juan Pablo II tocó el tema en su importante Discurso inaugural de la IV Conferencia
General
del Episcopado Latinoamericano celebrada en Santo Domingo: «En torno al Obispo y en
perfecta comunión con él tienen que florecer las parroquias y comunidades cristianas como
células pujantes de vida eclesial» (132). En esa dinámica se sitúa la misión del Obispo de
estimular el «crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y misión
de la Iglesia» (133).
Al llevar a cabo el proceso de discernimiento eclesial no se debe oponer jamás la
Jerarquía y los dones carismáticos. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su importante
mensaje a los movimientos y asociaciones eclesiales reunidos en Rocca di Papa en 1987:
«Los dones carismáticos y los dones jerárquicos son distintos, pero también
recíprocamente complementarios» (134). En esa misma oportunidad citó el Santo Padre
dos pasajes de las cartas de San Pablo que fundamentan y explicitan esta
complementariedad. Como dice la Carta a los Romanos, nosotros los cristianos, «siendo
muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros
miembros» (Rm 12,5). Y en la Primera Carta a los Corintios, se afirma cómo es que Dios
ha
querido que «no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen
por igual unos de otros» (1 Cor 12,25), cada cual según su propia vocación y función. Un
claro signo de nuestro tiempo es el acento de la comunión eclesial. Cobran hoy en día un
especial sentido histórico las palabras de nuestro Señor: «Éste es el mandamiento mío: que
os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).
Como enseña el Papa Juan Pablo II, «en la Iglesia, tanto el aspecto institucional, como
el carismático... son coesenciales y contribuyen a la vida, a la renovación, a la santificación,
aunque de modo diverso y de tal manera que haya un intercambio y una comunión
recíprocas: los Pastores de la Iglesia son los "ecónomos de la gracia" (cf. LG, 26), que
salva, purifica y santifica; guardan el "depósito" de la Palabra de Dios y gobernando al
Pueblo de Dios, tienen también la responsabilidad de dar el juicio definitivo sobre la
autenticidad de los carismas (cf. LG, 12)» (135). La Iglesia es una realidad jerárquica y
carismática a una misma vez, que tiene un aspecto visible y otro invisible. Podría añadirse
la cita de San Pablo que habla de los cristianos, «edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2,20).
Los movimientos y asociaciones congregan a los fieles por impulso del Espíritu Santo,
no por una mera motivación humana. Leer esta rica realidad asociativa sin los ojos de la fe
es exponerse a desnaturalizar su verdadero sentido, cuyo origen está en Dios mismo. La
tendencia que se presentó en algunos sectores después del Concilio Vaticano II de
contraponer carisma a Jerarquía constituyó un grave daño a la comunión de la Iglesia. A
tenor de esta situación el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre esta falsa dicotomía
tan característica del pensar ideológico, e invitó a «evitar esa lamentable contraposición
entre carisma e institución, que tan nociva resulta no sólo para la unidad de la Iglesia, sino
también para la credibilidad de su misión en el mundo, y para la misma salvación de las
almas» (136).
A los Obispos, como servidores de la comunión y unidad de la Iglesia, les toca velar
para que la comunión no se resquebraje. «Ser responsables del don de la comunión -dice
el Papa Juan Pablo II- significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de
división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos»
(137). Todo aquello que de alguna manera rompa esta comunión, ya sea en palabras
-escritas o dichas- o en hechos -acción u omisión- debe ser objeto de especial
preocupación pastoral por parte del Obispo. Es éste un aspecto muy importante del papel
del Pastor sagrado como centro visible de la comunión de la Iglesia particular. Como
enseña el Papa Juan Pablo II, la vida de comunión eclesial será «un signo para el mundo y
una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo... De este modo la comunión se abre a
la misión, haciéndose ella misma misión» (138).

4.Criterios de eclesialidad

Toda la vida asociada está llamada a reflejar en sí misma el misterio del amor de
Cristo del cual ha nacido la Iglesia y sigue naciendo hasta el fin de los tiempos. Las
diversas comunidades y experiencias asociativas deben ofrecer al mundo el testimonio
claro y explícito de su sentido de Iglesia, puesto de manifiesto en su plena participación en
la vida eclesial en sus distintas dimensiones y en la diligente obediencia a las enseñanzas
del Romano Pontífice y a los sucesores de los Apóstoles. En el profundo sentire cum
Ecclesia, que enseñaba San Ignacio, encontramos un criterio fundamental para ajustar la
propia vida al designio divino.
Dada la inmensa variedad de posibilidades que se abren para el desarrollo de la vida
asociativa, se hace necesario establecer algunos criterios teológicos para discernir su
eclesialidad. El Papa Juan Pablo II propone en la exhortación post-sinodal Christifideles
laici
cinco criterios de discernimiento y reconocimiento de la eclesialidad (139); criterios que
deben comprenderse «siempre en la perspectiva de la comunión y misión de la Iglesia, y
no,
por tanto, en contraste con la libertad de asociación» (140). Estos criterios de eclesialidad,
como los llama el Santo Padre, ayudan al ejercicio de la libertad de asociación de los fieles,
a la vez que garantizan y sostienen la participación en la vida y misión de la Iglesia.
Recogemos lo que señala el Romano Pontífice:

4.1.El primado de la vocación a la santidad


«El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se
manifiesta "en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles" como
crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad. En este
sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser
-cada vez más- instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando "una unidad
más íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros"» (141).

4.2.Confesar la fe católica
«La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad
sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia,
que la interpreta auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser
un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en
todo su contenido» (142).

4.3.Comunión con el Santo Padre y los Obispos


«El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa,
centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo, "principio y
fundamento visible de unidad" en la Iglesia particular, y en la "mutua estima entre todas las
formas de apostolado en la Iglesia". La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada
a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus
orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimiento de la
legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al
mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración» (143).

4.4.Conformidad y participación en el fin apostólico de la Iglesia


«La conformidad y la participación en el "fin apostólico de la Iglesia", que es "la
evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de
modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y
ambientes". Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a
cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez
más, sujetos de una nueva evangelización» (144).

4.5.Compromiso en la sociedad al servicio de la dignidad humana


«El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la
doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre. En este
sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y
de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad» (145).
........................
1.S.S. Juan Pablo II, El decreto Apostolicam actuositatem, 10-XII-1995, 2.
2.Loc. cit.
3.S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici (ChL), 29.
4.Loc. cit.
5.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los
movimientos eclesiales,
Rocca di Papa, 2-III-1987, 1.
6.Lumen gentium (LG), 12.
7.S.S. Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Lombardía en visita ad Limina, 1-II-
1987, 7.
8.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
9.Loc. cit.
10.S.S. Juan Pablo II, Alocución a la Conferencia Episcopal Italiana, 21-V-1987.
11.LG, 1.
12.Cf. Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II, C, 1.
13.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 1.
14.S.S. Juan Pablo II, ChL, 19; cf. también el n. 18.
15.Puebla, 182.
16.Santo Domingo, 9.
17.Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1440.
18.Cf. San Agustín, Confesiones, lib. I, cap. I, 1.
19.Cf. S.S. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia (RP), 7.
20.Santo Domingo, 8.
21.S.S. Juan Pablo II, RP, 4.
22.Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
23.Puebla, 212.
24.Loc. cit.
25.Cf. Puebla, 273.
26.Gaudium et spes (GS), 24.
27.Cf. S.S. Juan Pablo II, Redemptoris missio (RMi), 15; Santo Domingo, 5.
28.LG, 4.
29.Cf. LG, 48.
30.LG, 9.
31.«La Iglesia es como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la comunión con
Dios y también de la
comunión y reconciliación de los hombres entre sí» (Sínodo extraordinario de 1985,
Relación final, II, 2).
32.Puebla, 1301.
33.Cf. S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
34.S.S. Juan Pablo II, ChL, 20.
35.Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 15.
36.S.S. Juan Pablo II, ChL, 55.
37.LG, 32.
38.Catecismo de la Iglesia Católica, 790.
39.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 4.
40.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
41.S.S. Juan Pablo II, Homilía en Liverpool, 30-V-1982, 3.
42.S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
43.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
44.Cf. Santo Domingo, 123.
45.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14.
46.Cf. LG, 11.
47.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 5.
48.La Lumen gentium dice: «junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y jamás sin ella»
(LG, 22).
49.LG, 23.
50.Cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio
Consejo para los
Laicos, 14-V-1992, 3.
51.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los
movimientos eclesiales,
Rocca di Papa, 2-III-1987, 2.
52.Perfectae caritatis, 1.
53.S.S. Pío XII, Discurso, 20-II-1946, 11.
54.Cf. AA, 20.
55.S.S. Juan Pablo II, Alocución a las organizaciones nacionales del laicado, México, 29-I-
1979.
56.«Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están
llamados a la santidad y
han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios» (LG, 32; cf. también el n. 39).
57.Cf. LG, 30.
58.LG, 33.
59.Cf. Apostolicam actuositatem (AA), 3.
60.AA, 1.
61.Loc. cit.
62.Cf. LG, 30-38.
63.LG, 33.
64.Cf. AA, 15.
65.AA, 18.
66.Loc. cit.
67.AA, 19.
68.Loc. cit.
69.«También hay asociaciones con estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica
competente que
fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio. Lo hacen por medio de
una
organización adecuada y convenientemente aprobada de la vida y por la ayuda fraterna.
Hay que apreciar
mucho estas asociaciones y promoverlas diligentemente» (Presbyterorum ordinis (PO), 8).
70.AA, 21.
71.Loc. cit.
72.AA, 24.
73.Ad gentes divinitus (AG), 15.
74.Christus Dominus (CD), 17.
75.Dignitatis humanae, 4. Se pueden ver otras menciones relacionadas a otros temas en los
textos conciliares,
como por ejemplo en GS, 65, 68 y 75.
76.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
77.S.S. Juan Pablo II, Discurso en el encuentro de Loreto, 11-IV-1985, 6.
78.Cf. Código de Derecho Canónico (C.I.C.), c. 208.
79.Cf. C.I.C., c. 210.
80.Cf. C.I.C., c. 209.
81.C.I.C., c. 211.
82.C.I.C., c. 215. El Papa Juan Pablo II comentando este canon lo aplica a los movimientos
eclesiales. Luego
de citar el texto del canon afirma: «...palabras que ciertamente podemos referirlas también a
los
movimientos eclesiales» (S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio
internacional de
los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 2).
83.Se puede ver también el c. 216 que viene a ser una variante del derecho de asociación y
que se refiere a la
promoción de obras apostólicas (como editoriales, centros educativos, medios de
comunicación, entre otras
muchas).
84.C.I.C., c. 225 § 1.
85.C.I.C., libro II, parte I, título V, cc. 298-329.
86.C.I.C., c. 298 § 1.
87.Cf. C.I.C., c. 304.
88.Cf. por ejemplo en el caso de las asociaciones públicas: C.I.C., c. 315. Se pueden ver
también de manera
análoga los cánones relativos a la vida consagrada: cc. 673-683.
89.Cf. C.I.C., cc. 573-605.
90.Cf. C.I.C., c. 299.
91.C.I.C., c. 300.
92.Cf. S.S. León XIII, Rerum novarum, 35; S.S. Pío XI, Quadragesimo anno, 30; S.S. Juan
XXIII, Pacem in terris,
23-24.
93.Cf. C.I.C., c. 96.
94.S.S. Juan Pablo II, El compromiso apostólico de los laicos en sus formas individual y
asociada, 23-III-1994,
2.
95.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
96.Loc. cit.
97.Loc. cit.
98.Loc. cit.
99.Loc. cit.
100.Loc. cit.
101.Loc. cit.
102.Catecismo de la Iglesia Católica, 900.
103.Santo Domingo, 100.
104.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
105.S.S. Juan Pablo II, RMi, 18.
106.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
107.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio
Consejo para los Laicos,
14-V-1992, 2.
108.LG, 12. Cf. también LG, 4 y AG, 4.
109.Cf. AG, 28; PO, 9.
110.AA, 3.
111.Cf. LG, 13; AG, 22.
112.S.S. Juan Pablo II, Vita consecrata (VC), 4.
113.Cf. Unitatis redintegratio, 4; GS, 92.
114.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
115.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae relationis,
14-V-1978, 11. Este documento, aunque se refiere a la vida consagrada, ofrece criterios de
orientación
aplicables a todo el fenómeno de la vida asociada en la Iglesia.
116.Cf. LG, 27; CD, 11; C.I.C., c. 381 § 1.
117.LG, 12. Cf. AA, 3.
118.Cf. AA, 19.
119.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae relationis,
14-V-1978, 12.
120.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
121.AA, 21.
122.Cf. loc. cit.
123.Cf. CD, 15.
124.Cf. C.I.C., c. 213.
125.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.
126.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae relationis,
14-V-1978, 12.
127.Cf. C.I.C., c. 312 § 1.
128.Es decir, quienes las dirigen. Cf. por ejemplo para las asociaciones públicas y privadas
de fieles: C.I.C., cc.
309, 317, 321 y 324.
129.Cf. C.I.C., c. 129 § 2.
130.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
131.Puebla, 247.
132.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 25.
133.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
134.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los
movimientos eclesiales,
Rocca di Papa, 2-III-1987, 3.
135.Loc. cit.
136.Ib., 4.
137.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
138.Loc. cit.
139.S.S. Juan Pablo II, ChL, 30; Santo Domingo se hace eco de estos criterios (cf. Santo
Domingo, 102).
140.S.S. Juan Pablo II, ChL, 30.
141.Loc. cit.
142.Loc. cit.
143.Loc. cit.
144.Loc. cit.
145.Loc. cit.

CONCLUSIÓN

5.Articulación e inserción en la Iglesia particular

5.1.Al servicio de la Iglesia particular


El misterio de comunión y de misión que se manifiesta plenamente en la Iglesia
universal se hace presente para los fieles -con todos sus elementos esenciales- a través de
la Iglesia particular o local (146). La Iglesia particular viene a ser el espacio histórico en el
que se expresan las diversas vocaciones y realizan su servicio apostólico. Los movimientos
y asociaciones eclesiales, surgidos para el servicio del Pueblo de Dios, están llamados a
insertarse orgánica y dinámicamente en la vida de las Iglesias particulares, articulándose en
la pastoral de conjunto desde su propia identidad. La vitalidad que están demostrando debe
llevarlos a colaborar en diversos ámbitos y proyectos pastorales de la Iglesia particular,
fortaleciendo la comunión y la proyección evangelizadora.
Todos los fieles en la Iglesia particular «deben estar unidos a su Obispo, como la
Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca
para gloria de Dios (cf. 2 Cor 4,15)» (147). Los Obispos, por su parte, «han de fomentar las
diversas formas de apostolado y la coordinación y la conexión estrecha de todas las obras
de apostolado» en la jurisdicción bajo su cuidado pastoral, alentando el respeto a la propia
identidad y promoviendo la pluralidad. De esta manera, los diversos proyectos e
instituciones apostólicas «irán de común acuerdo», al tiempo que «aparecerá mucho más
clara la unidad de la diócesis» (148).
Los movimientos y asociaciones, al explicitar en su vida y acción cotidiana, y en su
proyección evangelizadora, su atención a las orientaciones del Pastor de la Iglesia
particular en la que han sido convocados por el Espíritu a servir, dan muestras inequívocas
de eclesialidad y de fidelidad al designio divino. «El apostolado de los laicos, individual o
asociado, debe insertarse, de modo ordenado, en el apostolado de toda la Iglesia; más aún,
es elemento esencial del apostolado cristiano la unión con aquellos que el Espíritu Santo
puso para regir la Iglesia de Dios (cf. Hech 20,28). No menos necesaria es la cooperación
entre las diferentes obras de apostolado, que la Jerarquía debe ordenar
convenientemente» (149). Dos son los principios que deben armonizarse: la libertad y la
comunión. La verdadera libertad fortalece naturalmente la comunión; y a su vez, no hay
auténtica comunión sin libertad.
El Santo Padre ha alentando a que los movimientos se inserten orgánica y
dinámicamente en la misión de la Iglesia a través de la pastoral de las Iglesias locales. Es
éste un aspecto que ha suscitado diversas intervenciones del Magisterio, tanto pontificio
como episcopal, en función de la adecuada integración de los carismas que el Espíritu ha
sembrado en las asociaciones y movimientos eclesiales con la acción pastoral en las
jurisdicciones eclesiásticas. Se ha tenido en cuenta en esto algunas tensiones que se han
presentado en relación a la participación al interior de la Iglesia particular.
Si es claro, por un lado, que los Obispos deben discernir y reconocer el carisma de las
asociaciones y movimientos, protegerlo en su vivencia y proyección eclesial, promoviendo
incluso su libertad de acción, es también claro que los movimientos, desde sus
características propias, deben integrarse a la pastoral local bajo la guía de los Pastores,
poniendo al servicio del Pueblo de Dios los dones que el Espíritu ha suscitado en ellos. En
este sentido es importante no perder de vista, tanto de parte de las asociaciones como de
las instancias pastorales de las Iglesias particulares, que no se debe absolutizar la propia
experiencia, ni cerrarse en formas o métodos que puedan aparecer como autosuficientes o
discriminatorios, tampoco presentarse como la única interpretación o realización auténtica
de la Iglesia, o mantener caminos paralelos no convergentes en la comunión pastoral. Todo
ello atenta contra la fundamental comunión eclesial y obstaculiza la misión. La fidelidad al
Espíritu Santo y el bien de la Iglesia deben llevar a superar tensiones estériles. Se
fortalecerá así la comunión eclesial al servicio de la misión, condición cardinal para la
eficacia de la nueva evangelización.
También debe quedar claro que la auténtica comunión no conduce a la uniformidad,
sino a la valoración de la multiplicidad de carismas con que Dios ha enriquecido a su
Iglesia. La comunión eclesial exige el reconocimiento de la legítima pluralidad de las
diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia. Como leemos en la Primera
Carta a los Corintios: «Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de
muchos. Si dijera el pie: "Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo" ¿dejaría de ser
parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: "Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo"
¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el
oído? Y si fuera todo oído ¿dónde el olfato? Ahora bien, Dios puso cada uno de los
miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría
el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo
decir a la mano: "¡No te necesito!". Ni la cabeza a los pies: "¡No os necesito!"» (1 Cor
12,14-21).
El reconocimiento y la valoración de la pluralidad de las diversas experiencias
asociativas no es sólo una preocupación de estos tiempos de finales de milenio. Ya el Papa
Pío XII en 1947 decía: «Es necesario prevenir el error que algunos, impulsados de buen
celo, pueden tener de querer uniformar las actividades en pro de las almas y someterlas
todas a una forma común, con miopía de concepción, del todo ajena a las tradiciones y al
suave impulso de la Iglesia, heredera de la doctrina de San Pablo, "Unos tienen un don, y
otros, otro; pero el mismo espíritu" (1Cor 12,4); y como en los ejércitos de la tierra,
diversas
armas y cuerpos aseguran con su diferencia la armónica cooperación común que lleva a la
victoria, del mismo modo, junto a otras formas de celo, por importantes y aún principales
que sean, la Iglesia desea y alienta la existencia de organizaciones de apostolado seglar...
y que prosperen y se desarrollen en sus formas y en sus métodos, siendo, dentro del
ejército de Cristo, una bella muestra de la fecunda multiplicidad del apostolado católico,
manifestado en diversas obras y organizaciones, que trabajan todas intensamente bajo la
guía y protección de la cabeza suprema de la Iglesia» (150).
La conciencia de ser todos parte del único Cuerpo de Jesús debe llevar a una
respetuosa y profunda solidaridad: «La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre
los fieles la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un
miembro
es honrado, todos los miembros se alegran con él" (LG, 7)» (151). El respeto a la pluralidad
en la comunión al interior del Pueblo de Dios es un bien que siempre debe protegerse. La
Iglesia particular se edifica a partir de la vivencia de la comunión en la que se integran
ministerios y carismas en un respeto y complementariedad que fortalece la unidad.
La integración en la comunión de todos los ministerios y carismas, de las diversas
vocaciones y servicios, exige la caridad fraterna. Para ello es bueno tener en cuenta lo que
se señala en el Concilio: «Para promover el espíritu de unidad, de manera que en todo el
apostolado de la Iglesia resplandezca la caridad fraterna, se alcancen los objetivos
comunes y se eviten rivalidades perniciosas, se requiere, en efecto, un mutuo aprecio de
todas las formas de apostolado existentes en la Iglesia y una adecuada coordinación,
respetando el carácter propio de cada una. Esto es muy necesario, porque la acción
peculiar de la Iglesia requiere la armonía y la cooperación apostólica de uno y otro clero, de
los religiosos y de los laicos» (152).

5.2.La parroquia, comunidad de comunidades


La inserción de los movimientos eclesiales en la Iglesia particular se hace a través de
las instancias pastorales ordinarias. La primera y principal de ellas es la parroquia.
La parroquia es «una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable
en la Iglesia particular» (153). Como comunidad de fe, edificada en torno a la Eucaristía,
debe ser espacio de comunión y participación eclesial (154). «La parroquia ofrece un
modelo preclaro de apostolado comunitario al congregar en unidad todas las diversidades
humanas que en ella se encuentran, insertándolas en la universalidad de la Iglesia» (155).
Como afirma Santo Domingo, la parroquia es «comunidad de comunidades y
movimientos»
(156), y como tal es la expresión más visible e inmediata de la comunión eclesial universal.
Ella es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular (157) y representa visiblemente a
la Iglesia universal extendida por toda la tierra (158).
La parroquia, como comunión orgánica y misionera, debe alentar la vida de las
diversas comunidades, asociaciones y movimientos, respetando su propia identidad, para
una mayor y permanente dinamización del servicio pastoral. Asimismo, cuando sea el caso,
coordinar una adecuada inserción apostólica en los diferentes ambientes de la sociedad en
la comunidad y el territorio bajo su cuidado pastoral. Esto debe entenderse a la luz de la
eclesiología de comunión en la que se presentan de manera complementaria los distintos
ministerios y carismas, todos integrados en una comunión evangelizadora y ordenados al
crecimiento de la Iglesia, cada cual desde su propia modalidad e identidad.
Pero a la luz de los desafíos y problemas de la sociedad actual, especialmente en las
ciudades, es claro que la parroquia es insuficiente. El Papa Juan Pablo II lo puso de
manifiesto en la Christifideles laici: «Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la
Iglesia en nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola» (159). Más aún,
la parroquia debe multiplicar su servicio más allá de las estructuras tradicionales
renovándose en su organización (160). En este sentido, se presenta como muy importante,
además de conveniente, alentar la formación de comunidades vivas de fe y promover la
participación de asociaciones y movimientos en sus proyectos pastorales dentro de la
porción del Pueblo de Dios confiada a su cuidado.
Es claro, por lo demás, que hay problemas y asuntos que sobrepasan el ámbito propio
de la parroquia. Ya el Papa Juan XXIII indicaba: «Si los acuciantes problemas sociales o de
otro orden con los que en determinados lugares y casos han de enfrentarse los católicos
sobrepasan, tanto por su peculiar naturaleza como por sus soluciones, el restringido ámbito
de la parroquia, entonces el impulso y la coordinación vendrán, para ser eficaces, de más
arriba» (161).
La parroquia debe ser signo e instrumento visible de comunión y participación. Y como
tal debe acoger y promover la presencia, desarrollo y proyección de los movimientos y
asociaciones eclesiales, dándoles el espacio correspondiente para que puedan llevar a
cabo su servicio eclesial. Su plan pastoral debe contemplar la articulación de estas
comunidades en el proyecto global de la Iglesia particular. Las parroquias deben alentar la
participación de todos aquellos que el Espíritu ha convocado en orden a la misión de la
Iglesia, respetando siempre sus características particulares. En ese sentido no hay motivo
para que no se acepte y se aliente la presencia en la parroquia de movimientos y
asociaciones eclesiales, más todavía cuando éstos han sido debidamente reconocidos por
el Obispo o son de carácter nacional o internacional, reconocidos por la Conferencia
Episcopal o, según el caso, por la autoridad de la Sede Apostólica. Se debe reconocer a las
asociaciones y movimientos libertad para actuar, respetando siempre su carisma y estilo
eclesial, así como la necesaria autonomía para su gobierno interno y el establecimiento de
sus prioridades de acción. La inserción de los movimientos y asociaciones al interior de la
vida y de la pastoral de la parroquia debe realizarse, pues, sobre la base del respeto y el
aliento del propio carisma, y, por lo tanto, de sus acentos apostólicos y pastorales. Y,
finalmente, en lo que se pueda, se les debe acompañar y ayudar en la formación en vistas
al crecimiento y madurez de sus miembros según la estatura de Jesucristo (cf. Ef 4,13).
Como se recomienda en el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros: «...el
párroco, siempre en la búsqueda del bien común de la Iglesia, favorecerá las asociaciones
de fieles y los movimientos, que se propongan finalidades religiosas, acogiéndolas a todas,
y ayudándolas a encontrar la unidad entre sí, en la oración y en la acción apostólica»
(162).
Los movimientos, por su lado, deben integrarse según sus posibilidades y de acuerdo
a su propia identidad en el proyecto pastoral de las parroquias y ayudar en la dinamización
y proyección apostólica. En su acción deben respetar las instancias y estructuras
parroquiales. Deben tener también un cuidado muy especial en no desplazar a iniciativas
de la misma parroquia o a otras comunidades con diferente carisma -tanto comunidades de
vida consagrada y sociedades de vida apostólica, como otras asociaciones y movimientos
eclesiales-.
No han faltado ocasiones de tensiones que deben ser superadas en espíritu de
caridad evangélica. La fecundidad apostólica de los movimientos debe ser prudentemente
encauzada para bien de toda la Iglesia en un diálogo entre sus dirigentes y el párroco y los
colaboradores de las diversas pastorales de la parroquia.

5.3.Las comisiones de pastoral


Pero además de la parroquia las Iglesias locales también tienen otras instancias de
participación pastoral en las que también se debe tener en cuenta la integración y el
servicio de los movimientos eclesiales. Se puede mencionar, por ejemplo, a las comisiones
de pastoral. En la labor de coordinación que realizan a nivel de la Iglesia particular, será de
gran utilidad tener en cuenta la riqueza y vitalidad de las asociaciones y movimientos.
En la proyección de los planes pastorales no es saludable oponer las diversas
iniciativas. Debe primar siempre el espíritu de concordia y de coordinación, buscando la
complementariedad antes que la exclusión o el conflicto (163). De esta manera los
proyectos de las comisiones o las iniciativas de las estructuras tradicionales de la Iglesia
particular no deberían entenderse como las únicas, ni plantear sus iniciativas de manera
excluyente. Antes bien deben tener un espíritu de apertura para acoger las diversas
expresiones y proyectos de la vida asociada y ayudar a canalizar sus dones en la Iglesia
local.
Por otro lado, el que existan iniciativas pastorales a nivel de la Iglesia particular no
elimina ni margina otras iniciativas pastorales de comunidades eclesiales -tales como
encuentros, cursos, campañas-. La riqueza y abundancia de ocasiones de encuentro,
formación y testimonio deben ser mantenidas y alentadas en vistas a la tarea de la
evangelización. Cuidando que no se dupliquen inútilmente esfuerzos y que se coordinen,
cuando sea el caso, fechas y ocasiones, se edificará una Iglesia local donde la comunión
sea visible y sea testimonio ante el mundo.

5.4.Iglesia particular y universalidad de los carismas


Los carismas son dones del Espíritu para toda la Iglesia. Por consiguiente, una
asociación o movimiento que tiene su origen en un carisma tiene necesariamente carácter
universal. Esto es así incluso para aquéllos aprobados a nivel diocesano o nacional.
Cuando un Obispo aprueba una asociación o movimiento lo hace no sólo como Pastor de
una Iglesia particular, sino como miembro del Colegio episcopal. La historia de la Iglesia
muestra que generalmente los carismas se expanden poco a poco fuera de las diócesis
donde se originaron, manifestando así su universalidad como una expresión característica
de su eclesialidad. Más aún, como señala el Papa Juan Pablo II en la Redemptoris missio,
«la acción evangelizadora de la comunidad cristiana, primero en su propio territorio y luego
en otras partes, como participación en la misión universal, es el signo más claro de madurez
en la fe» (164). Esta universalidad debe llevar a que se permita la necesaria autonomía
geográfica; autonomía no sólo interna sino también externa. Todo esto lleva a afirmar que
las asociaciones y movimientos eclesiales constituyen un servicio a toda la Iglesia universal
en la Iglesia particular.
En la relación de las asociaciones y movimientos eclesiales con las diócesis y las
parroquias se debe tener en cuenta, pues, la dimensión supraparroquial y supradiocesana
-muchas veces de carácter internacional- de estas comunidades. Esto constituye una
fuente de enriquecimiento para las Iglesias locales y para las parroquias -cada cual en su
nivel-. Parece oportuno recordar que el "localismo" termina siendo a menudo
empobrecedor, a la vez que limita el horizonte de la misión. No es éste un asunto que ha
sido sólo recientemente objeto de atención por parte de la Iglesia. Por ejemplo el Papa Pío
XII afirmaba: «Que pueden existir, por otra parte, obras de apostolado seglar
extraparroquiales y aun extradiocesanas, Nos diríamos, con preferencia supraparroquiales
y supradiocesanas, según que el bien de la Iglesia lo exija, es igualmente verdadero y no es
necesario repetirlo» (165). En el Concilio Vaticano II, a su vez, hablándose del apostolado
de los laicos se dice: «...para responder a las necesidades de las ciudades y de las zonas
rurales, no deben limitar su cooperación al ámbito de la parroquia o de la diócesis, sino que
deben procurar extenderla a los campos interparroquial, interdiocesano, nacional o
internacional; tanto más cuanto que, al crecer cada día más la emigración de los pueblos y
al aumentar las relaciones mutuas y la facilidad de comunicación, ningún sector de la
sociedad pueda permanecer cerrado en sí mismo» (166). Se puede recurrir a situaciones
análogas en la relación de las comunidades de vida consagrada y las sociedades de vida
apostólica.
Las diócesis y parroquias no deben cerrarse a su espacio geográfico y cultural. Los
movimientos y asociaciones que están extendidos más allá de sus límites geográficos son
un estímulo para mantener viva la conciencia de la universalidad de la Iglesia, así como
para ampliar el horizonte apostólico. Los Pastores deben asimismo respetar la identidad y
carisma de las asociaciones y movimientos, su carácter, estilo, fines y derecho propio. No
se debe exigir que asuman obras o actividades que no correspondan al carisma de su
fundación. También deben tener en cuenta las Iglesias locales los distintos tipos de
asociaciones y movimientos que están presentes en su territorio, considerando las
diferentes características jurídicas y pastorales.
Los movimientos y asociaciones eclesiales deben, por su lado, hacer un esfuerzo
serio por inculturarse y por integrarse, desde su carisma, identidad y estilo propio, en las
diversas realidades eclesiales y culturales. Deben poner al servicio de la comunidad sus
dones particulares haciendo un esfuerzo permanente por salir al encuentro de las
necesidades de la Iglesia local. Asimismo deben armonizar la exigencia fundamental de
seguir fielmente su carisma y obras propias, con las necesidades pastorales locales. Esto
puede exigir prudentes y convenientes adaptaciones de los medios. Es muy útil para ello
una permanente coordinación.
Las tensiones o faltas de entendimiento y coordinación que puedan surgir en este
sentido deben ser afrontadas con paciencia, flexibilidad, prudencia, magnanimidad y sobre
todo caridad, por parte de todos (cf. 1 Cor 13,1-10).

5.5.Ámbitos de inserción
La inserción de los movimientos eclesiales en la Iglesia local evidencia la existencia de
lo que se puede calificar como ámbitos diversos de participación y comunión. Estos
ámbitos
se entrecruzan entre sí. Tener en cuenta su existencia ayuda a organizar una pastoral
eficaz y orgánica así como a comprender el aporte que pueden significar las asociaciones y
movimientos eclesiales en los proyectos de pastoral de conjunto.
Se pueden mencionar por lo menos dos ámbitos:
-Ámbitos territoriales. Se trata de aquellos ámbitos circunscritos a un determinado
territorio geográfico. Se debe considerar aquí a las diócesis y a las parroquias. También se
incluyen barrios, o lugares concretos como escuelas, universidades, centros de trabajo u
hospitales.
-Ámbitos funcionales. Se trata de ámbitos que no están circunscritos a territorios.
Se refieren más bien a una vinculación de tipo funcional que atraviesa espacios o territorios
comunes. Así, por ejemplo, el mundo del trabajo, la política, la educación, el arte, el
deporte, los medios de comunicación social, el mundo campesino, etc. Se pueden también
incluir los vínculos de edad -jóvenes, ancianos, etc.-, de ocupación -abogados, médicos,
estudiantes, artesanos, etc.-, de situación personal -viudas, huérfanos, minusválidos,
enfermos, etc.-.
Se debe añadir entre estos dos tipos de ámbitos lo que se puede llamar apoyo
pastoral que se incluye en ambos, pero que por sus características peculiares e importancia
merece también tenerse en cuenta. Se trata fundamentalmente de todos aquellos servicios
de formación -en sus distintos aspectos: doctrinal, espiritual, en la acción-, de celebración y
de compromiso evangelizador y solidario.
Los movimientos y asociaciones eclesiales ofrecen la posibilidad de un importante
aporte en los dos ámbitos y en los campos de apoyo pastoral. Teniendo en cuenta los
desafíos que la pastoral en las ciudades presenta a las parroquias, se debe destacar el
enorme servicio que pueden ofrecer especialmente en los ámbitos funcionales. Las Iglesias
locales no deben desaprovechar los dones de estos movimientos y asociaciones, antes
bien deben poner los medios para que fructifiquen para bien de todo el Pueblo de Dios en
cada territorio. Se podrá así impulsar mejor la presencia de la Iglesia en los "areópagos
modernos" (167), en los cuales se configuran muchas de las tendencias culturales y en los
cuales a menudo se olvida al Creador y Redentor.

5.6.Los sacerdotes diocesanos y los movimientos eclesiales


Asociado orgánicamente al ministerio del Obispo está el sacerdote diocesano. Dado
su papel en la Iglesia particular, le corresponde también, dentro de su servicio ministerial,
un importante rol en relación a las asociaciones y movimientos eclesiales, especialmente en
su inserción en la pastoral de la Iglesia particular. Como colaborador del orden episcopal le
toca ayudar en la acogida y acompañamiento de los movimientos, así como en la
coordinación cotidiana y la orientación en los diversos campos de inserción y servicio
pastoral.
Cabe mencionar aquí la figura del asistente eclesiástico o consejero espiritual que en
no pocas oportunidades puede recaer en un sacerdote diocesano. Ha sido costumbre que
las asociaciones eclesiales laicales cuenten con un sacerdote que acompañe con su
ministerio sacerdotal, asesorando en nombre de la Iglesia. El Código indica que las
asociaciones públicas deben tener un capellán o asistente eclesiástico que es nombrado
por la autoridad eclesiástica (168). En el caso de las asociaciones privadas es elegido por
la misma asociación y presentado para su confirmación a la autoridad eclesiástica; en este
caso es una figura optativa que puede pedir la asociación, y tiene el nombre de consejero
espiritual (169).
En los movimientos más recientes donde se dan integrados orgánicamente los
diversos estados de vida -entre ellos el sacerdocio ministerial- los sacerdotes que han
crecido en el seno de las mismas comunidades cumplen naturalmente este rol. Uno de ellos
puede asumir una responsabilidad especial en este sentido, que la Jerarquía confirma.
Es recomendable que cuando sea posible el sacerdote que haga las veces de
asistente eclesiástico o consejero espiritual tenga una vinculación con la comunidad en
cuestión. La Apostolicam actuositatem sugiere también: «Elíjanse cuidadosamente
sacerdotes idóneos y adecuadamente formados para ayudar a las formas especiales del
apostolado de los laicos» (170). El sacerdote que cumple con este servicio deberá ser
siempre para el movimiento ministro de la vida sacramental, animador de la vida espiritual,
educador en la fe, artífice de comunión y reconciliación, promotor del servicio apostólico
(171).
La relación de los sacerdotes con las asociaciones y movimientos eclesiales es una
ocasión para poner de manifiesto la complementariedad entre las diversas vocaciones,
ministerios y carismas al interior del Pueblo de Dios. Como se afirma en la Apostolicam
actuositatem, «el apostolado de los laicos y el ministerio pastoral se complementan
mutuamente de modo muy especial» (172).
Las asociaciones y movimientos son también una ocasión de enriquecimiento para la
vida sacerdotal. Muchos sacerdotes se han vinculado a asociaciones y movimientos y han
encontrado una instancia de comunión que ha redundado en diversos beneficios, incluso
para su misma acción ministerial. El Papa Juan Pablo II en la Pastores dabo vobis señala
que los sacerdotes pueden allí acceder a «ricos dones espirituales»: «Es éste el caso de
muchas asociaciones eclesiales -antiguas y nuevas-, que acogen en su seno también a
sacerdotes: desde las sociedades de vida apostólica a los institutos seculares
presbiterales; desde las varias formas de comunión y participación espiritual a los
movimientos eclesiales» (173).
Uno de los aspectos que se debe cuidar en la relación de los sacerdotes con los
movimientos es el peligro del clericalismo. La conciencia cada vez más extendida de la
responsabilidad del laicado en la vida de la Iglesia debe llevar a que los laicos puedan
insertarse y participar adecuada y activamente en su misión. Es éste un problema que debe
cuidarse tanto en los fieles clérigos como en los mismos fieles laicos, en aras de contribuir
eficazmente en la misión de la Iglesia.
Pero tampoco está bien que por evitar el clericalismo se desdibuje la identidad propia
del sacerdote. Son iluminadoras las palabras del Santo Padre: «En las organizaciones y
asociaciones en que prestáis servicio -¡no os equivoquéis!- la Iglesia os quiere sacerdotes
y los laicos con quienes alternáis os quieren sacerdotes y nada más que sacerdotes. La
confusión de carismas empobrece a la Iglesia, no la enriquece en nada» (174).
Finalmente, también se debe tener en cuenta el ambiente fecundo que están
resultando muchas asociaciones y movimientos eclesiales en relación al surgimiento de
vocaciones sacerdotales. La experiencia de fe y de comunión es campo propicio para
escuchar la llamada del Señor y para responder y crecer en la vocación. El Papa Juan
Pablo II hace una mención de ello en la Pastores dabo vobis: «También hay que mencionar
aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu
Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera
en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo
particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes
propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en
el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a
seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad.
Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el
crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral
vocacional» (175).
La participación de las asociaciones y movimientos eclesiales en lo relativo a la
pastoral vocacional no termina con lo mencionado. Deben también, como viene sucediendo
en muchos casos, aportar a la formación de los aspirantes al sacerdocio. «También las
asociaciones y los movimientos juveniles -señala el Papa Juan Pablo II-, signo y
confirmación de la vitalidad que el Espíritu asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir
a
la formación de los aspirantes al sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la
experiencia cristiana, espiritual y apostólica de estas instituciones. Los jóvenes que han
recibido su formación de base en ellas y las tienen como punto de referencia para su
experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las
relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional, ni tienen por qué
cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que allí aprendieron y vivieron, en
todo aquello que tiene de bueno, edificante y enriquecedor. También para ellos este
ambiente de origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia
el sacerdocio» (176).
Es importante no perder de vista que, como indica el Papa Juan Pablo II, «un
movimiento o espiritualidad "no es una estructura alternativa a la institución. Al contrario,
es
fuente de una presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial e
histórica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor
que lo hacen ser fiel a su Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y atento a la
disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración de su fe y el gusto de su
fidelidad"» (177). Lo que lleva al Santo Padre a afirmar que «la participación del
seminarista
y del presbítero diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es
ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal»
(178).

5.7.Vida consagrada, sociedades de vida apostólica y movimientos eclesiales


Otro de los aspectos que se debe considerar en la inserción en la Iglesia particular es
la relación entre los movimientos y asociaciones eclesiales, y las comunidades de vida
consagrada y sociedades de vida apostólica. Una plena inserción y articulación en la Iglesia
particular requiere la vivencia de la complementariedad -desde el respeto a la propia
fisonomía e identidad- y la colaboración entre las diversas formas asociativas. Es amplia la
gama de posibilidades de colaboración e interacción entre fieles laicos y miembros de
institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica que se han abierto en los
últimos tiempos (179). Se manifiesta aquí singularmente aquello que, desde la perspectiva
de una eclesiología de comunión, ponía de relieve el Papa Juan Pablo II: «En la
Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están
ordenados el uno al otro. Ciertamente es común -mejor dicho, único- su profundo
significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la
universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez
diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene su original e
inconfundible fisonomía, y al mismo tiempo, cada una de ellas está en relación con las otras
y a su servicio» (180).
Hay pues un aspecto de complementariedad a partir de la diversidad de la original e
inconfundible fisonomía propia de cada estado de vida, clerical y laical. Esta
complementariedad se da también en la relación entre asociaciones. Los diferentes estados
de vida y las diversas comunidades «se unifican profundamente en el "misterio de
comunión" de la Iglesia», pero a la vez «se coordinan dinámicamente en su única misión»
(181).
Otro tipo de relación también se ha establecido entre personas consagradas y
movimientos eclesiales. La flexibilidad de los movimientos en su organización y
proyección
ha llevado a que miembros de institutos de vida consagrada o sociedades de vida
apostólica se integren y participen de estas experiencias con gran provecho para su vida
personal y, en ocasiones, también para su comunidad de origen. Los consagrados, por su
lado, aportan mucho a los movimientos desde su tradición, espiritualidad y carisma. La
Iglesia particular se enriquece con este tipo de relaciones que genera un intercambio muy
beneficioso para todos. Debe evitarse, sin embargo, que se diluya el carisma e identidad
espiritual, así como la propia fisonomía y el carácter tanto de la vida consagrada como del
movimiento. La condición para una relación provechosa -de ambos lados- no puede ser otra
que la solidez de la propia identidad (182).
El Papa Juan Pablo II ofrece en la exhortación post-sinodal Vita consecrata los
siguientes criterios de discernimiento: «En estos años no pocas personas consagradas han
entrado a formar parte de alguno de los movimientos eclesiales surgidos en nuestro tiempo.
Con frecuencia los interesados se benefician especialmente en lo que se refiere a la
renovación espiritual. Sin embargo, no se puede negar que en algunos casos esto crea
malestar y desorientación a nivel personal y comunitario, sobre todo cuando tales
experiencias entran en conflicto con las exigencias de vida comunitaria y de la
espiritualidad
del propio Instituto. Es necesario por tanto poner mucho cuidado en que la adhesión a los
movimientos eclesiales se efectúe siempre respetando el carisma y la disciplina del propio
Instituto, con el consentimiento de los Superiores y de las Superioras, y con disponibilidad
para aceptar sus decisiones» (183).
Hay que tener en cuenta en relación a este asunto la diversidad de asociaciones y
movimientos. Como se señala en el documento La vida fraterna en comunidad, cuyas
orientaciones sobre el particular son muy valiosas, «algunos movimientos son simplemente
movimientos de animación; otros por el contrario, tienen proyectos apostólicos, que pueden
ser incompatibles con los de la comunidad religiosa» (184).
Y, por otro lado, se deben tener en cuenta también los diversos tipos de vinculación y
pertenencia. Son muchas las posibilidades de vinculación a los movimientos que se pueden
presentar para las personas consagradas. «Algunas participan sólo como asistentes; otras,
sólo ocasionalmente; otras son miembros estables y en plena armonía con la propia
comunidad y espiritualidad» (185). Es loable cuando una persona consagrada acompaña y
aporta desde su propia identidad a las asociaciones y movimientos. Se debe tener cuidado,
sin embargo, cuando la vinculación a la asociación aleja de la comunidad de vida
consagrada o sociedad de vida apostólica generándose un distanciamiento tanto sicológico
como pastoral, a la vez que un debilitamiento de la propia identidad espiritual.
Teniendo en cuenta el respeto a la propia identidad y los criterios de
complementariedad de carismas se abre un sugerente ámbito de relación y colaboración
entre las asociaciones y movimientos eclesiales y los consagrados en sus diversas formas.
«Los movimientos pueden constituir un desafío fecundo para la comunidad religiosa, para
su tensión espiritual, la calidad de su oración, la audacia de sus iniciativas apostólicas, su
fidelidad a la Iglesia y la intensidad de su vida fraterna. La comunidad religiosa debería
estar abierta al encuentro con los movimientos, con una actitud de mutuo conocimiento, de
diálogo y de intercambio de dones» (186).
Se debe mencionar también la presencia de las llamadas tradicionalmente terceras
órdenes. Se trata de asociaciones fundamentalmente laicales que tienen una vinculación
directa y orgánica a un carisma y a un instituto determinado (187). La historia de la Iglesia
es rica en ejemplos de servicio armónico, donde se han complementado muy bien los
diversos estados de vida y ministerios en orden a la misión de la Iglesia.
Los movimientos y asociaciones eclesiales, como se ha mencionado, se han
constituido también en un fértil ámbito para el surgimiento de vocaciones para la vida
consagrada y las sociedades de vida apostólica (188). Esto ha sido puesto de manifiesto en
diversos documentos y está siendo tomado cada vez más en cuenta en las distintas
instancias de orientación vocacional (189).
Pero además de las formas tradicionales de vida consagrada cabe destacar como un
nuevo don del Espíritu el surgimiento de nuevas formas de consagración a través de o en
contacto con los movimientos eclesiales (190). Se trata de experiencias en muchos casos
aún en maduración, pero que en otros ya se han organizado de diferentes maneras,
dándole así a un mismo carisma diversas concreciones. Algunas de ellas han generado al
interior del movimiento o en vinculación con él, asociaciones de fieles, institutos de vida
secular o sociedades de vida apostólica (191). En varias de estas nuevas experiencias se
mantiene el carácter laical de la consagración, no obstante el compromiso de castidad
perfecta por el reino que se hace -incluso el de obediencia y el de pobreza en diversas
modalidades que tienen en cuenta los tiempos actuales- (192). Es éste un horizonte nuevo
para la Iglesia que se presenta con señales muy esperanzadoras.

5.8.Relaciones de movimientos y asociaciones entre sí


Otro aspecto de la articulación en la Iglesia particular es la relación de las
asociaciones y movimientos eclesiales entre sí. A todo lo dicho con respecto a otras
realidades de la necesidad del complemento, respeto mutuo y coordinación, se debe añadir
-por las particulares circunstancias de descristianización de nuestra sociedad- la
importancia de impulsar la concordia y acción convergente de los movimientos y
asociaciones eclesiales.
El Papa Juan Pablo II propuso todo un programa sobre el particular que ilumina esta
realidad: «Cada movimiento sigue su objetivo, con sus propios métodos, en su sección o en
su medio. Es importante, sin embargo, adquirir conciencia de vuestra complementariedad y
establecer lazos entre los movimientos, no sólo de estima mutua y diálogo, sino también
una cierta concertación e incluso una verdadera colaboración. Estáis invitados a ello en
virtud de vuestra fe común, de vuestra común pertenencia al Pueblo de Dios, y más
precisamente a la misma Iglesia particular; y en virtud de la identidad de enfoques
fundamentales sobre el apostolado, frente a los mismos problemas que afrontan la Iglesia y
la sociedad. Sí, es saludable adquirir conciencia de que la especialización de vuestros
movimientos permite, por lo general, captar profundamente un aspecto de las realidades,
pero requiere otras formas complementarias de apostolado» (193).
Así pues, se debe promover en la Iglesia los vínculos de fraternidad entre los
movimientos y asociaciones eclesiales, alentando la colaboración y la estima mutua (194).
El fortalecimiento de la comunión en la Iglesia debe llevar a valorar la complementariedad
y
la concertación. Debe en este sentido eliminarse todo espíritu de contienda y rivalidad, para
dar ante el mundo el testimonio de unidad que el Señor pide. De esta manera podrán
fructificar plenamente los dones que el Espíritu derrama en los corazones de los fieles y así
contribuir eficazmente a la misión de la Iglesia.

5.9.Relación con otros fieles laicos


En la articulación en la Iglesia particular los movimientos y asociaciones eclesiales
deben tener también en cuenta a quienes no pertenecen a algún tipo de asociación, ya que
la mayoría de los fieles no tiene vinculación con una asociación o movimiento eclesial. El
Papa Juan Pablo II ha señalado sobre el particular: «...no podéis nunca olvidar que,
además de vuestras asociaciones, hay todo un pueblo de bautizados, de confirmados, y de
fieles "practicantes" que, sin inscribirse a un movimiento, realizan personalmente un
verdadero apostolado cristiano, un apostolado de Iglesia en sus familias, en sus pequeñas
comunidades y especialmente en sus parroquias, mediante su ejemplo y entregándose a
múltiples tareas apostólicas» (195).
También en este caso se debe promover la coordinación y la complementariedad con
todos los fieles, especialmente con quienes en la Iglesia se comprometen en acciones de
servicio apostólico y solidario. Las asociaciones y movimientos pueden ser una importante
instancia de apoyo y ayuda para quienes actúan individualmente, cuidando siempre de
respetar la misión y características personales.
Se debe tener en cuenta que cuando la Jerarquía convoca a impulsar algún proyecto
apostólico, ninguno de los convocados puede arrogarse la representatividad de todos. Por
otro lado, resulta saludable que se generen instancias donde los miembros de asociaciones
eclesiales puedan colaborar con otros laicos en un ambiente de profundo respeto mutuo,
donde se viva y promueva la comunión y la participación eclesial.

5.10.En todo caridad


Finalmente, ha ocurrido que en el proceso de inserción y articulación de las
asociaciones y movimientos eclesiales en el servicio pastoral de las Iglesias locales se han
producido algunas situaciones tensas y a veces conflictivas en las que no han faltado las
incomprensiones. Con auténtico espíritu evangélico se debe evitar toda situación de
tensión buscando en todo que prime el respeto, nutrido por la caridad, como regla de
conducta.
En el proceso de surgimiento y desarrollo de las asociaciones y movimientos a lo largo
de la historia no ha sido extraño que se presenten dificultades e incomprensiones por parte
de otros miembros del Pueblo de Dios. Son muchas las causas que han producido estas
situaciones, tanto de lado de miembros de las mismas asociaciones y movimientos como
también de parte de otros miembros del Pueblo de Dios. La novedad de los carismas ha
sido en ocasiones un factor que ha dificultado su comprensión y aceptación.
Se debe realizar un esfuerzo por generar un clima de comprensión y entendimiento en
la Iglesia. Una regla de oro que se debe tener en cuenta es la que enseñaba San Ignacio:
«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a
condenarla...» (196). No han faltado situaciones que han devenido en conflictos por causa
de insuficiente información, juicios apresurados o falta de diálogo. Incluso se han generado
situaciones tensas como producto de opiniones vertidas sin suficiente fundamento, y,
lamentablemente, en ocasiones con temeraria ligereza. En este sentido no está demás
tener presente lo que señala el Código de Derecho Canónico sobre el derecho a la buena
fama que todos tienen, incluyendo por extensión a las asociaciones: «A nadie le es lícito
lesionar ilegítimamente la buena fama de que alguien goza» (197); como tampoco a nadie
le es lícito calumniar (198). Esto va parejo con el sano sentido crítico que se ha de tener
sobre opiniones o "testimonios" negativos, los que en deber de justicia y caridad deben ser
siempre evaluados y contrastados con la realidad para así determinar su verdadero peso
específico. En el fondo se trata de esforzarse por vivir con mayor exigencia y mayor
coherencia las exigencias de la fe, así como la apertura a las diversas manifestaciones del
Espíritu.
Viene al caso recordar a las asociaciones y movimientos eclesiales, especialmente a
los de origen más reciente que han experimentado algunas pruebas y dificultades en su
inserción en la Iglesia local, lo que afirma el documento Mutuae relationis: «La exacta
ecuación entre carisma genuino, perspectiva de novedad y sufrimiento interior, supone una
conexión constante entre carisma y cruz; es precisamente la cruz la que, sin justificar los
motivos inmediatos de incomprensión, resulta sumamente útil al momento de discernir la
autenticidad de una vocación» (199).

6.La nueva evangelización y las asociaciones y movimientos eclesiales

6.1.Una renovada evangelización de cara a los nuevos tiempos


La llamada a una nueva evangelización, nueva en su ardor, en sus métodos y en sus
expresiones que ha hecho el Papa Juan Pablo II constituye un inmenso desafío para el
Pueblo de Dios. Se trata de impulsar un dinamismo evangelizador que profundice y renueve
la vida cristiana de los fieles e ilumine la convivencia social, tratando de llevar el mensaje
del Evangelio tanto a quien habiendo recibido el bautismo se ha alejado de Dios, como a
quienes aún no han tenido la gracia de recibir el don de la fe. Este nuevo empeño debe
llevar a evangelizar «no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de
manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del
hombre» (200).
El punto de partida de este renovado impulso evangelizador es la certeza de que en
Cristo hay una «"inescrutable riqueza" (Ef 3,8), que no agota ninguna cultura, ni ninguna
época, y a la cual podemos acudir siempre los hombres para enriquecernos» (201). Se trata
de renovar nuestro compromiso y nuestra presentación del único Evangelio de donde
siempre se «pueden sacar luces nuevas para los problemas nuevos» (202). Es una
invitación a enfrentar con renovado ímpetu los nuevos desafíos que se están presentando
para ofrecerles la permanente novedad del Evangelio del Señor Jesús.
Cuando el Papa Juan Pablo II convocó a emprender una nueva evangelización pidió a
todo el Pueblo de Dios que se movilizara. Ningún bautizado debe quedar al margen de este
inmenso desafío, cada cual desde su vocación, circunstancia y estado de vida (203),
individual y asociadamente (204), puesto que todos en la Iglesia debemos cooperar
decididamente en la tarea común (205). Como señala el Romano Pontífice, «a nadie le es
lícito permanecer ocioso» en esta «magnífica y dramática hora de la historia ante la
inminente llegada del Tercer Milenio» (206). Los laicos tienen en esta nueva etapa de la
historia una enorme responsabilidad. Como en otros momentos del bimilenario peregrinar
de la Iglesia, los laicos deben asumir su lugar en esta gesta misionera. La historia guarda
memoria del testimonio de fieles laicos que desde los primeros tiempos anunciaron con
ardor el Evangelio de Cristo en los diversos ambientes y circunstancias, llegando incluso
muchos a dar la vida por la causa del Reino de Dios.
La invitación a que todos los hijos de la Iglesia se comprometan con la tarea de la
evangelización no es una mera estrategia pastoral; es una exigencia que brota del
bautismo. La enseñanza del Concilio Vaticano II lo destaca de manera singular: «...se
impone a todos los cristianos la obligación gloriosa de colaborar para que todos los
hombres, en todo el mundo, conozcan y acepten el mensaje divino de salvación» (207). El
Papa Pablo VI lo ponía de manifiesto comentando las enseñanzas conciliares sobre el ser y
misión del laico: «¿Y qué diremos del apostolado de los seglares? Este apostolado es una
vocación, y por ello es libre, pero moralmente es un deber. Una de las verdades afirmadas
con mayor energía, es ésta: la participación en la misión de la Iglesia está abierta a todos
los cristianos, hijos suyos; abierta, pero obligatoria» (208). El Papa Juan Pablo II indica
también: «La necesidad de que todos los fieles compartan tal responsabilidad no es sólo
cuestión de eficacia apostólica, sino de un deber-derecho basado en la dignidad bautismal,
por la cual "los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio
-sacerdotal, profético y real- de Jesucristo"» (209).
La nueva evangelización surge, pues, como una respuesta de todo el Pueblo de Dios
a los nuevos desafíos y a las nuevas situaciones de nuestro tiempo y cultura. Santo
Domingo, recogiendo las enseñanzas de Juan Pablo II, señala que es algo operativo y
dinámico: «Es ante todo una llamada a la conversión (cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso
inaugural, 1) y a la esperanza, que se apoya en las promesas de Dios y que tiene como
certeza inquebrantable la Resurrección de Cristo, primer anuncio y raíz de toda
evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda auténtica cultura
cristiana (cf. ib., 25). Es también un nuevo ámbito vital, un nuevo Pentecostés (cf. ib.,
30-31) donde la acogida del Espíritu Santo hará surgir un pueblo renovado constituido por
hombres libres conscientes de su dignidad (cf. ib., 19) y capaces de forjar una historia
verdaderamente humana. Es el conjunto de medios, acciones y actitudes aptos para
colocar el Evangelio en diálogo activo con la modernidad y lo post-moderno, sea para
interpelarlos, sea para dejarse interpelar por ellos» (210).

6.2.Desafíos de la cultura adveniente


¿Cuáles son los desafíos en nuestro medio de este tiempo que algunos han llamado
post-modernidad? Quizá el punto principal sea el proceso de descristianización de nuestra
sociedad, tradicionalmente católica, que está alcanzado niveles inimaginables hace unos
años. Se descubre en muchos bautizados un abandono de una vida verdaderamente
cristiana, agudizándose así la ruptura entre fe y vida; de ahí que se hable de los bautizados
alejados (211).
A la luz de la situación actual son dramáticamente actuales las palabras de la
constitución pastoral Gaudium et spes: «...muchedumbres cada vez más numerosas se
alejan prácticamente de la religión. Negar a Dios o la religión, o bien prescindir de ellos, no
constituye ya, como en épocas anteriores, algo insólito e individual; hoy en día aparecen
muchas veces casi como exigencias del progreso científico y de un cierto humanismo
nuevo. En muchas regiones, estas actitudes se encuentran expresadas no sólo en las
opiniones de los filósofos, sino que afectan también profundamente a las letras, las artes, la
interpretación de las ciencias humanas y de la historia e incluso a las mismas leyes civiles,
no sin la consiguiente turbación de muchos» (212).
Se está así difundiendo una suerte de agnosticismo funcional, que muchas veces no
niega directamente a Dios, sino que prescinde de Él en la vida diaria. En muchos casos se
actúa simplemente como si no existiera. Se ignora además toda referencia a una norma
moral objetiva, cayéndose a menudo en un total relativismo. Es una especie de reedición
del deísmo de la Ilustración sólo que con características mucho más graves, tanto por la
manera sutil de difundirse como por la amplitud de ámbitos de la vida del ser humano que
van siendo invadidos por estas actitudes. Juega un papel muy importante aquí el llamado
secularismo en sus distintas y complejas expresiones (213). El Papa Juan Pablo II en su
carta apostólica Tertio millennio adveniente manifiesta su preocupación sobre el particular:
«¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de
hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de
enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia? A esto hay que
añadir aún la extendida pérdida del sentido trascendente de la existencia humana y el
extravío en el campo ético...» (214).
Esto, entre otras cosas, ha ido generando una paulatina pero creciente marginación
de la Iglesia de los espacios públicos, causada en gran medida por la difusión del
secularismo y la mentalidad consumista que se propaga a través de la ideología liberal
-ahora remozada después del fracaso del llamado socialismo real-. Así, algunos pretenden
una suerte de cristianismo sin Iglesia -para éstos la Iglesia no sería necesaria para lograr
un nivel "desarrollado" de vida espiritual y de "conexión con lo divino"-. O, si se acepta a
la
Iglesia, se pretende reducirla al ámbito subjetivo y personal de cada cual. De esta manera
se quiere convertir a la Iglesia en algo privado y opcional, sin ninguna incidencia en la vida
pública social y cultural de los pueblos.
Paralelamente a lo dicho, se difunden todo tipo de sectas que practican un
proselitismo agresivo. En muchos aspectos ofrecen un supuesto espacio de encuentro con
Dios y de experiencia de fe, generándose así un peligroso espejismo. Debemos reconocer
con pena que en muchos casos estas sectas se introducen a partir de vacíos que los hijos
de la Iglesia hemos dejado. Descubrimos la triste situación de algunos bautizados que
terminan buscando en dichas sectas lo que debieron encontrar en la Iglesia y quizá no
supimos presentar. Cabría preguntarse si el sesgo sociologizante que asumieron algunos
en las décadas pasadas no ha restado fuerza para el anuncio del Evangelio.
Han crecido también en los últimos tiempos todo tipo de grupos esotéricos que ofertan
supuestos caminos de apertura a lo espiritual. Se mezclan en ellos el recurso a lo mágico y
a lo fantástico, con la "promesa" de métodos de felicidad y crecimiento espiritual que hacen
uso indiscriminado e irresponsable de un cierto sicologismo. Se difunden en una línea
semejante grupos y métodos que vienen del Oriente. Se debe mencionar también
propuestas como las del new age, que en muchos sentidos viene a ser una penosa
reedición del gnosticismo. En estas expresiones y grupos se llega a una suerte de religión
sin Cristo, y, más aún, a un espiritualismo sin trascendencia.
Frente a esta situación se presenta como una exigencia de fidelidad a Dios el
compromiso por promover un profundo y radical programa de nueva evangelización. Ésa es
la gran misión para el Pueblo de Dios de cara al Tercer Milenio. El núcleo de esa nueva
evangelización no puede ser otro que el testimonio de vida que surge de una conversión a
Jesucristo, que va creciendo cada día más con la fuerza de la gracia. Santo Domingo ha
subrayado este elemento nuclear de la vida de la Iglesia señalando que Jesucristo es el
contenido central de la nueva evangelización. Jesucristo, «Evangelio del Padre», es quien
«rompe el horizonte estrecho en que el secularismo encierra al hombre, le devuelve su
verdad y dignidad de hijo de Dios y no permite que ninguna realidad temporal, ni los
estados, ni la economía, ni la técnica se conviertan para los hombres en la realidad última a
la que deban someterse» (215).
La nueva evangelización necesita de hombres y mujeres, de toda edad y estado, que
puedan dar testimonio en primera persona de Jesucristo salvador y evangelizador.
Personas que puedan hablar de Él porque se han encontrado con Él. Personas que vivan
coherentemente las consecuencias de su bautismo en la vida cotidiana. Personas que
muestren con su vida la riqueza de la fe en el Señor Jesús, y que pongan de manifiesto que
esta fe nos ofrece la posibilidad de una vida verdaderamente humana. Personas que
puedan mostrar la fuerza transformadora del amor. De esta manera, por el testimonio y el
anuncio de la persona de Jesucristo con la propia vida, se hará más comprensible para el
hombre actual la Buena Nueva y se podrá construir una cultura verdaderamente humana,
una cultura cristiana.

6.3.Comunidades evangelizadas y evangelizadoras


Para ello tenemos necesidad de comunidades donde se viva con radicalidad la vida
cristiana y donde se fortalezca el compromiso con el Señor. Comunidades que además
puedan traducir en la vida cotidiana la fuerza de liberación y reconciliación que nos trae el
Evangelio y pongan de manifiesto el misterio de comunión evangelizadora que es la Iglesia.
Comunidades que, abiertas al impulso del Espíritu Santo, puedan hablarle al hombre actual
en su lenguaje y sepan afrontar de manera crítica y creativa los desafíos de la compleja
cultura adveniente. Comunidades, en suma, que puedan ser fermento en la masa (cf. 1 Cor
5,6) y puedan llegar a aquellos ambientes que están alejados del Evangelio de Cristo. Ante
los grandes desafíos de los tiempos actuales se debe tomar conciencia de lo que enseña el
Papa Juan Pablo II: «La gran tarea en el momento actual es la de favorecer la renovada
evangelización y reconciliación de vuestras Iglesias locales, para que así evangelizadas y
reconciliadas sean a su vez evangelizadoras y reconciliadoras de todos cuantos lo
necesitan (cf. Evangelii nuntiandi, 13; Reconciliatio et paenitentia, 8)» (216).
Dentro de esta perspectiva, los movimientos y asociaciones eclesiales ofrecen una
singular y rica ocasión de renovación. La vitalidad que han demostrado plantea un
horizonte lleno de posibilidades que debe germinar para bien de todo el Pueblo de Dios.
Por lo demás, ya se ven frutos concretos que son elocuente manifestación de lo que se
está suscitando en muchas de estas comunidades, tanto en lo que se refiere a la formación
y coherencia de vida como en la proyección misionera en la sociedad actual a través de
nuevas maneras de anunciar el mismo y único Evangelio, como también en la solidaridad
social desde el Señor. De ahí que el Papa Juan Pablo II destaque a menudo el importante
papel que deben desempeñar en el compromiso de la nueva evangelización. En su
encíclica Redemptoris missio afirma: «...los movimientos representan un verdadero don de
Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha» (217).
El Papa Pablo VI destacaba en su tiempo el florecimiento de la vida asociada y el
singular aporte que hacían las asociaciones y movimientos eclesiales en el Pueblo de Dios:
«También se ha hecho necesario buscar -y ello es una suerte de nuestro tiempo- un
testimonio colectivo por parte de los cristianos, adaptado a la edad, al ambiente y a los
medios sociales y profesionales, en una palabra, a las múltiples realidades de la vida. De
esta necesidad han surgido numerosos movimientos que sostienen el apostolado de sus
miembros por medio de intercambios, de revisión de vida en común, de objetivos
madurados y realizados comunitariamente. Más aún, recientemente estos movimientos han
adquirido el carácter de universalidad que es propio de la Iglesia católica y responde a las
necesidades de un mundo cada vez más unificado: se han hecho internacionales» (218).
Las asociaciones y movimientos eclesiales se están manifestando como uno de los
medios de enorme fecundidad con los que cuenta la Iglesia para afrontar los desafíos
evangelizadores del presente. Frente a la preocupación del porqué del abandono de tantos
cristianos de una vida de fe activa y coherente con su bautismo, constituyen ciertamente
una esperanza para el Pueblo de Dios que hace presagiar nuevos tiempos de crecimiento
en la fe. En Santo Domingo se dice con mucho acierto: «Como respuesta a las situaciones
de secularismo, ateísmo e indiferencia religiosa y como fruto de la aspiración y necesidad
de lo religioso (cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 4), el Espíritu Santo ha impulsado el nacimiento
de movimientos y asociaciones de laicos que han producido ya muchos frutos en nuestras
Iglesias» (219).
El impulso misionero y en muchos aspectos la audacia evangelizadora que
manifiestan los lleva a insertarse en ambientes que a menudo están alejados del radio de
acción de las instancias pastorales tradicionales. Su misma conformación, mayoritariamente
laical, les permite una presencia en medio de los quehaceres de la sociedad, desde los más
cotidianos hasta los más especializados, pasando por ámbitos tan importantes como la vida
pública y los medios de comunicación social. La pastoral en las ciudades -que tiene tantas
dificultades- puede encontrar en los movimientos instrumentos muy eficaces, como lo ha
destacado Santo Domingo (220).
El dinamismo comunitario que generan los convierte también en ámbitos de comunión
y participación tanto para la vida de la Iglesia como para la sociedad en general. Más aún, a
la luz de las experiencias de los últimos años, se puede decir que la promoción de la vida
asociada de los fieles fortalece espacios de participación social y cultural en los pueblos.
Estos espacios vienen siendo ámbitos naturales de defensa de la dignidad y los derechos
del ser humano -como se ha podido ver en la promoción de la justicia y la defensa de la
vida-.
Los movimientos y asociaciones se han constituido asimismo en espacios naturales
de convocatoria de la juventud. El Santo Padre lo ha destacado con claridad: «Hablando
del futuro no se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más
de la mitad de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no
cristianos, que son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los
medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros
apropiados, iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los
movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño» (221).
Santo Domingo, en una línea análoga, señala al asociacionismo juvenil como una de las
características positivas de la Iglesia en nuestro continente: «Cada vez son más los que se
congregan en grupos, movimientos y comunidades eclesiales para orar y realizar distintos
servicios de acción misionera y apostólica» (222). Los movimientos y asociaciones son un
espacio muy adecuado para la educación en la fe de los jóvenes, así como para el
crecimiento en la vida cristiana y en la maduración de la propia vocación (223).
Otro de los aspectos en el que destacan las asociaciones y movimientos es la
valoración de la mujer. En ellos se descubre una gran cantidad de ocasiones y ámbitos de
participación femenina. Esto se da tanto en el campo eclesial propiamente, como en los
diversos campos sociales y culturales. La valoración de su dignidad como hija de Dios y el
reconocimiento de sus particulares dones, son característicos de muchas comunidades en
las cuales la mujer ocupa roles centrales.
También se debe destacar el espacio que significan los movimientos y asociaciones
en relación a la pastoral familiar (224). Algunos movimientos se han orientado incluso
específicamente hacia este importante ámbito de la vida de la sociedad y de la Iglesia.
Como una de las fronteras de la nueva evangelización, la familia debe ocupar un lugar
central en la pastoral de la Iglesia. En ella, como primera comunidad evangelizadora, se
forja el futuro de la humanidad y, en cierto sentido, también de la respuesta a la gracia de
Dios en la Iglesia. El Papa Juan Pablo II ha destacado el aporte de las asociaciones y
movimientos eclesiales en relación a la familia: «...se han de reconocer y valorar -cada una
según las características, finalidades, incidencias y métodos propios- las varias
comunidades eclesiales, grupos y movimientos comprometidos de distintas maneras, por
títulos y a niveles diversos, en la pastoral familiar» (225). Santo Domingo también lo ha
señalado: «Los movimientos apostólicos que tienen por objetivo el matrimonio y la familia
pueden ofrecer apreciable cooperación a las Iglesias particulares, dentro de un plan
orgánico integral» (226).
Ligada a la pastoral familiar está la defensa de la vida, verdadero desafío en la
sociedad actual. En efecto, la familia, como santuario de la vida, es el ámbito natural de
protección y promoción de la vida; en ella se educa a valorarla según el designio de Dios.
Pero no es el único ámbito. Las asociaciones y movimientos eclesiales también han
demostrado una especial involucración en la defensa de la vida y la promoción de una
maternidad y paternidad responsables (227). En nuestro medio hemos sufrido el embate de
las corrientes anti-vida. Los miembros de las asociaciones y movimientos han demostrado
cómo cada cual, desde su particular competencia, puede aportar mucho en la orientación
de las personas. Así, por ejemplo, hemos visto cómo se han unido en un mismo esfuerzo y
dinamismo apostólico la profesionalidad de un médico y la competencia jurídica de un
abogado, con la presencia ministerial de un sacerdote, para defender y promover el respeto
por la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Se pone de manifiesto
aquí el fértil campo para el crecimiento y difusión de la fe que significan las asociaciones y
movimientos eclesiales en relación a los distintos campos profesionales -como el de la
medicina (228) o el de las leyes, por mencionar sólo dos de los muchos-.
Las asociaciones y movimientos vienen siendo igualmente instrumentos privilegiados
de solidaridad y compromiso efectivo y afectivo con los más necesitados. Como
comunidades organizadas canalizan las muestras de solidaridad y hacen efectivo el servicio
a quienes padecen situaciones que amenazan su dignidad humana, en aquellos en quienes
se descubre los rasgos del Cristo sufriente: los pobres, los enfermos, los marginados, los
huérfanos, las viudas, los minusválidos, los exiliados, los encarcelados. A través de ellos se
pueden generar espacios de compromiso en los que se promueva el desarrollo integral. Las
muestras de solidaridad que se han hecho patentes han sido muchas. A través de la acción
silenciosa pero efectiva de numerosos miembros de movimientos se ha impulsado una
verdadera y fecunda corriente de solidaridad (229). En la acción de muchos movimientos se
pone de manifiesto de manera concreta, al margen de toda ideologización, la armonía entre
evangelización y promoción humana.
La misión ad gentes también tiene en los movimientos un importante soporte (230).
«En la actividad misionera -señala el Papa Juan Pablo II- hay que revalorar las varias
agrupaciones del laicado, respetando su índole y finalidades: asociaciones del laicado
misionero, organismos cristianos y hermandades de diverso tipo; que todos se entreguen a
la misión ad gentes y la colaboración con las Iglesias locales» (231). Su capacidad de
adaptación y movilidad los hace comunidades ideales para situarse en puestos de frontera
en donde se está impulsando la plantatio Ecclesiae (232). Ya se han visto, por ejemplo,
significativas experiencias de familias misioneras pertenecientes a movimientos y
asociaciones eclesiales que han dejado sus pueblos natales para salir a anunciar el
Evangelio a otras tierras. Los movimientos ofrecen, además del dinamismo y entusiasmo
evangelizador, el ámbito para la formación, el soporte humano y material, el espacio
comunitario, para sostener el compromiso misionero.
En el campo de la formación y la catequesis les corresponde una participación activa.
Las asociaciones y movimientos son espacios singularmente apropiados para la educación
en la fe de la Iglesia (233). El Papa Juan Pablo II lo puso de manifiesto en la Catechesi
tradendae, mencionándolos dentro de los ámbitos naturales de formación en la fe.
Dirigiéndose a las asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles, y luego de
alentarlos, precisó que «toda asociación de fieles en la Iglesia debe ser, por definición,
educadora de la fe» (234). Debe destacarse la enorme creatividad que vienen evidenciando
muchas de estas experiencias asociativas en el campo de la catequesis y la formación a
través de nuevos métodos y medios eclesiales.
No puede dejar de mencionarse el fructífero ámbito que vienen siendo las
asociaciones para el crecimiento espiritual. En efecto, son numerosos los movimientos y
asociaciones donde se han desarrollado singulares iniciativas comunitarias en las que la
vida espiritual y sacramental han encontrado un sólido apoyo. El Papa Juan Pablo II
mencionaba como una señal muy alentadora de las nuevas iniciativas de estos tiempos el
hecho de que «en estos años va aumentando también el número de personas que, en
movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella
buscan la renovación de la vida espiritual. Éste es un síntoma significativo y consolador, ya
que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles
que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones
un profundo anhelo de santidad» (235).
Unido al tema de la vida espiritual se debe destacar un hecho muy reconfortante: la
intensa devoción a la Virgen María que se descubre en la mayoría de las asociaciones y
movimientos. El amor filial a la Madre del Señor es un rasgo de auténtica eclesialidad que
ha encontrado una nueva tierra fértil (236). Es una devoción que une la vida espiritual con
la sacramental (237), y que resulta ser impulso para el compromiso apostólico y solidario.
María es para las asociaciones y movimientos motivo de alegría y fuente de inspiración. A
Ella acuden como la estrella de la evangelización, y bajo su manto se cobijan como la
Madre de la Iglesia y de los pueblos de América Latina (238).
Otro aspecto que encuentra una sugerente plasmación es la dimensión de
universalidad de la Iglesia. Es notorio que en los últimos tiempos los pueblos se están
acercando cada vez más a partir del desarrollo de la tecnología. Incluso se ha llegado a
hablar de un proceso de "globalización". Más allá del alcance de este fenómeno es un
hecho que se está desarrollando la comunicación y la interacción entre los pueblos de
manera impresionante. Este fenómeno está generando cambios profundos que afectarán a
los seres humanos a nivel planetario. A la luz de esta situación parece conveniente reforzar
la conciencia de la dimensión universal de la fe en Jesucristo. Las asociaciones y
movimientos internacionales ofrecen a las Iglesias locales un sugestivo aporte en este
importante aspecto.
Se debe mencionar también las respuestas que están empezando a dar algunos
movimientos y asociaciones a los desafíos que las nuevas tecnologías vienen planteando.
En una sociedad que experimenta cambios profundos en la cultura por efecto de los medios
de comunicación social es muy importante que la Iglesia salga al frente y asuma el reto de
orientar el proceso de cambio de paradigmas culturales. Como señala el Santo Padre: «La
Iglesia tiene que utilizar los nuevos recursos facilitados por la investigación humana en la
tecnología de computadoras y satélites para su cada vez más urgente tarea de
evangelización» (239). El umbral del Tercer Milenio, que queremos con el Papa Juan Pablo
II que sea un umbral de la esperanza, nos sitúa ante nuevos desafíos que afectarán
profundamente a la humanidad. Los movimientos se presentan también aquí como una
promesa para orientar, discernir y asumir los desafíos de la cultura adveniente.
Son todavía muchos más los campos que se podrían incluir en esta enumeración,
como por ejemplo la educación (240) y el ecumenismo (241). En ellos, como en los casos
mencionados, los movimientos y asociaciones eclesiales vienen ofreciendo un sugerente
aporte.

7.Mirando con esperanza el Tercer Milenio

La nueva evangelización nos llama a renovar nuestro ardor, nuestros métodos y


nuestras expresiones apostólicas. Son muchos los «signos de esperanza» en estos
tiempos, «a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos» (242).
Entre estos signos el Papa Juan Pablo II llama a «una más atenta escucha de la voz del
Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado» (243). En las
asociaciones y movimientos eclesiales encontramos motivos de gran esperanza para este
renovado empeño evangelizador. Son un don del Espíritu Santo que ha derramado su
gracia en los corazones y que ha encontrado acogida y cooperación en muchísimos fieles
clérigos y laicos. Por esta razón en Santo Domingo, dentro del programa de renovación del
Pueblo de Dios y de la convocatoria a emprender una nueva evangelización, se propone
como una de las líneas de compromiso para este tiempo: «Motivar y alentar a las
comunidades y movimientos eclesiales para que redoblen su servicio evangelizador dentro
de la orientación pastoral de la Iglesia local» (244).
Como ha señalado el Papa Juan Pablo II, el apostolado asociado es un signo de la
comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo. Un signo que «debe manifestarse en las
relaciones de "comunión", tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el
contexto más amplio de la comunidad cristiana» (245). Esta comunión es esencialmente
misionera. La comunión lleva a la misión y la misión implica la comunión. Se pone así de
manifiesto la rica perspectiva eclesiológica de comunión de la enseñanza conciliar y del
Magisterio del Papa Juan Pablo II, como un marco apropiado para una aproximación al
floreciente fenómeno de la vida asociada en la Iglesia. Las asociaciones y movimientos,
desde su fidelidad al Espíritu Santo, reflejan y hacen presente el misterio de comunión que
es la Iglesia, y colaboran para que la vida de comunión eclesial sea «un signo para el
mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo» (246).
La llegada del Tercer Milenio nos sitúa ciertamente ante el umbral de nuevos tiempos.
Los movimientos están llamados, en unión con todos los demás integrantes del Pueblo de
Dios, a proclamar una vez más el misterio de la encarnación al mundo entero, con la
convicción de que sólo en Jesucristo los seres humanos encontrarán el sentido pleno de su
existencia y la respuesta a sus más hondos anhelos. Frente a los desafíos de la cultura
adveniente se debe fortalecer la comunión eclesial, para que desde la complementariedad
se pueda anunciar con renovado vigor el Evangelio de la vida en las diversas
circunstancias sociales y culturales.
Debemos mirar con esperanza el futuro. La riqueza y variedad de las asociaciones y
movimientos eclesiales ponen de manifiesto la vitalidad de la Iglesia. Hacemos votos para
que, dejándose guiar por el Espíritu Santo, sean fecundos en su servicio eclesial. Ponemos
en la Santísima Virgen María nuestras esperanzas, para que ella, que es la Madre de Cristo
y de la Iglesia, sea estrella que guíe los pasos de las asociaciones y movimientos en el
empeño por impulsar la nueva evangelización que ponga en el corazón y los labios de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo y cultura a Jesucristo, vida y esperanza de los
pueblos, quien es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8).
........................
146.Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 7ss.
147.LG, 27.
148.CD, 17.
149.AA, 23.
150.S.S. Pío XII, Nos sentimos, 7-XII-1947.
151.Catecismo de la Iglesia Católica, 791.
152.AA, 23.
153.C.I.C., c. 515 § 1. Cf. CD, 30.
154.Cf. Puebla, 644.
155.AA, 10.
156.Santo Domingo, 58.
157.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 26.
158.Cf. Sacrosanctum Concilium, 42.
159.S.S. Juan Pablo II, ChL, 26.
160.Es ilustrativo lo que señala Puebla: «Con todo, subsisten aún actitudes que obstaculizan
este dinamismo de
renovación: primacía de lo administrativo sobre lo pastoral, rutina, falta de preparación a
los sacramentos,
autoritarismo de algunos sacerdotes y encerramiento de la parroquia sobre sí misma, sin
mirar a las graves
urgencias apostólicas del conjunto» (Puebla, 633). Cf. también Medellín, 15,4; 15,13;
Puebla, 78, 649; Santo
Domingo, 59, 60, 257.
161.S.S. Juan XXIII, Vida parroquial, 30-IV-1960, 6. Se podrían añadir además los casos de
fieles que quedan al
margen de la atención pastoral de la parroquia. El decreto Christus Dominus señala: «Hay
que tener una
preocupación especial por los fieles que, por determinadas circunstancias, no pueden
aprovecharse
suficientemente del cuidado pastoral común y ordinario de los párrocos o carecen
totalmente de él. Éste es
el caso de la mayoría de los emigrantes, exiliados y prófugos, hombres del mar y del aire,
nómadas y otros
parecidos. Es necesario promover métodos pastorales adecuados para favorecer la vida
espiritual de los
que van de vacaciones a otras regiones» (CD, 18). Cf. también AA, 10.
162.Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros,
31-I-1994, 30.
163.Cf. AA, 26.
164.S.S. Juan Pablo II, RMi, 49.
165.S.S. Pío XII, Discurso al I Congreso mundial de apostolado seglar, 14-X-1951.
166.AA, 10.
167.Cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio
Consejo para los
Laicos, 14-V-1992, 4. Cf. también RMi, 37.
168.Cf. C.I.C., c. 317.
169.Cf. C.I.C., c. 324. En las Iglesias locales es el ordinario del lugar. En el caso de las
asociaciones
internacionales es presentado a la Santa Sede para su confirmación.
170.AA, 25.
171.Cf. Pontificio Consejo para los Laicos, Los sacerdotes en el seno de las asociaciones de
fieles. Identidad y
misión, Ciudad del Vaticano, 1981.
172.AA, 6.
173.S.S. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis (PDV), 31. Se puede ver: Congregación para el
Clero, Directorio
para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994, 88.
174.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los asistentes eclesiásticos de las Organizaciones y
Asociaciones Católicas
Internacionales, 13-XII-1979, 4.
175.S.S. Juan Pablo II, PDV, 41. Cf. Congregación para la Educación Católica (para los
Seminarios e Institutos
de estudio), Directrices sobre la preparación de los formadores en los seminarios, 4-XI-
1993, 21.
176.S.S. Juan Pablo II, PDV, 68.
177.Loc. cit.
178.Loc. cit.
179.Cf. Pontificio Consejo para los Laicos, Todos sarmientos de la única vid, Ciudad del
Vaticano, 1994.
180.S.S. Juan Pablo II, ChL, 55.
181.Loc. cit.
182.Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida
Apostólica,
Orientaciones sobre la formación en los institutos religiosos, 2-II-1990, 92-93.
183.S.S. Juan Pablo II, VC, 56. Cf. C.I.C., c. 307 § 3.
184.Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida
Apostólica, La vida fraterna
en común, 2-II-1994, 62.
185.Loc. cit.
186.Loc. cit.
187.Cf. C.I.C., c. 303.
188.Cf. S.S. Juan Pablo II, PDV, 41.
189.Cf. Congregación para la Educación Católica y Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las
Sociedades de Vida Apostólica, Desarrollo de la pastoral de las vocaciones en las Iglesias
particulares,
24-I-1992, 25, 85, 86 y 90.
190.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 56.
191.Cf. Pontificio Consejo para los Laicos, Testigos de la riqueza de los dones, Ciudad del
Vaticano, 1992.
192.Cf. S.S. Juan Pablo II, VC, 62.
193.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los responsables de los movimientos de apostolado de
los laicos, París,
31-V-1980, 2.
194.Cf. C.I.C., c. 328.
195.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los responsables de los movimientos de apostolado de
los laicos, París,
31-V-1980, 2.
196.San Ignacio de Loyola, en Catecismo de la Iglesia Católica, 2478.
197.C.I.C., c. 220.
198.Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2477 y 2479.
199.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae
relationis, 14-V-1978, 12.
200.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 20.
201.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 6.
202.Santo Domingo, 24.
203.Cf. AA, 33.
204.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 2.
205.Cf. LG, 30; AA, 2-4; AG, 6, 23, 28, 36. Es ésta una preocupación que ha sido puesta de
manifiesto por los
últimos Romanos Pontífices de manera clara. Por ejemplo Pío XII afirmaba: «...todos los
fieles están
llamados a colaborar según sus posibilidades en este apostolado (de la Iglesia)» (S.S. Pío
XII, Scoutismo,
6-VI-1952, 1). Cf. también Catecismo de la Iglesia Católica, 863.
206.S.S. Juan Pablo II, ChL, 3. Cf. S.S. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente (TMA).
207.AA, 3.
208.S.S. Pablo VI, Ser y misión del laicado según el Concilio, 11-VIII-1971.
209.S.S. Juan Pablo II, RMi, 71.
210.Santo Domingo, 24.
211.Cf. Santo Domingo, 129ss.
212.GS, 7.
213.Cf. S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 55.
214.S.S. Juan Pablo II, TMA, 36.
215.Santo Domingo, 27.
216.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos peruanos en visita ad Limina, 29-IX-1989,
3.
217.S.S. Juan Pablo II, RMi, 72. Razón por la cual el Santo Padre afirma: «...recomiendo
difundirlos y valerse de
ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la
evangelización, con una
visión pluralista de los modos de asociarse y de expresarse» (loc. cit.).
218.S.S. Pablo VI, El apostolado de los laicos en la Iglesia, 2-X-1974.
219.Santo Domingo, 102.
220.Cf. Santo Domingo, 259.
221.S.S. Juan Pablo II, RMi, 37. Cf. también Juan Pablo II, Carta apostólica a los jóvenes y
a las jóvenes del
mundo con ocasión del Año Internacional de la juventud, 31-III-1985, 14; Congregación
para la Educación
Católica, Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica, 7-IV-1988, 21.
222.Santo Domingo, 112.
223.Cf. Juan Pablo II, PDV, 41 y 68.
224.Cf. AA, 11.
225.S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 72. Cf. también los nn. 66, 85 y 86.
226.Santo Domingo, 222.
227.Cf. S.S. Juan Pablo II, Carta a las familias, 23.
228.Cf. S.S. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 26.
229.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 78.
230.Cf. Santo Domingo, 125.
231.S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.
232.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 49.
233.Cf. AA, 30.
234.S.S. Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 70.
235.S.S. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 65.
236.Cf. S.S. Pablo VI, Marialis cultus, 51.
237.Cf. por ejemplo S.S. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 44.
238.Cf. Puebla, 168.
239.S.S. Juan Pablo II, Mensaje para la XXIV Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, 24-I-1990.
240.Cf. Congregación para la Educación Católica, El laico católico testigo de la fe en la
escuela, 15-X-1982, 75.
241.Cf. S.S. Juan Pablo II, Ut unum sint, 73.
242.S.S. Juan Pablo II, TMA, 46.
243.Loc. cit.
244.Santo Domingo, 131. La promoción de los movimientos ha sido una constante en las
Conferencias
Generales del Episcopado Latinoamericano de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Cf.
Medellín, 3,21; 4,15;
5,6; 5,17; 5,18; 10,3; 10,6; 10,13; 10,16; 10,18; 15,17; Puebla, 155, 173, 615, 635, 782,
806; Santo Domingo,
38, 48, 58, 64, 95, 100, 102, 112, 131, 142, 222, 259.
245.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
246.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.

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