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Ensayos sobre el posmodernismo; Jameson.

Por Edgar García Véjar

El texto ha sido útil y me ha ayudado a situarme un paso más allá de algunas certezas que pensaba
tener al respecto de mis concepciones sobre este concepto. Si algo tenía claro desde hace tiempo
es que sin duda el posmodernismo no puede situarse dentro de los lindes de un estilo particular,
de un modo de hacer, de una expresión visual específica. Sin embargo, por mucho tiempo creí que
podría definirlo a partir de la periodicidad, como una etapa del tiempo, cosa que, al leer el texto
de Jameson sin duda me parece ahora algo poco factible. Es interesante cómo el autor se
cuestiona estos o cualquier intento de catalogar este fenómeno de forma simplista, y me parece
acertado considerar que se trata más bien de una dominante cultural en la que coexisten rasgos
diversos con distintos y variantes niveles de subordinación, más ligados a una experiencia general
de las sociedades que a convicciones o convenciones particulares de un movimiento artístico
construido desde la simpleza historicista.

Precisamente esta idea de que podemos catalogar de forma tan burda un fenómeno de límites
difusos, responde a una noción modernista de la institucionalización académica además de la
inevitable integración de la creación estética al sistema de producción y comercialización de
bienes. Ya en el análisis de la instalación total me parecía, aunque retador y motivante, algo
incierta la idea de que una pieza pudiera ser pensada desde un inicio como ajena a los sistemas de
comercialización; cosa un tanto complicada en un mundo en el que nuestra comunicación e
interacciones se vuelven más laxas y sencillas gracias al sistema global, al estrecho vínculo que se
va generando gracias a las nuevas tecnologías, y a nuestra facilidad por encontrar funciones y
posiciones dentro de los esquemas del capital, para la innovación y experimentación artística,
dentro y fuera de los límites de la galería.

Transitamos sin duda por un camino que nos conduce hacia asimilar el arte y su papel a partir de
la superficialidad, a partir de una cultura no sólo de la imagen, sino desde el simulacro, que
advierte la cosificación de las expresiones artísticas y su concepción como productos imposibles de
ser aprehendidos como actos simbólicos, por su bidimensionalidad, su falta de profundidad, que
responde al “ojo cosificado del espectador”. De ahí que se comience a teorizar con tanta fuerza
sobre el papel de la fotografía como nuestro canal de conservación, nuestra ancla de la nostalgia,
una suerte de muerte del mundo de las apariencias para dar paso a una reorganización del mundo
de las cosas y los objetos, sus disposiciones, dejando por otro lado al contenido.

Claro, que esto no es determinante; vale la pena recordar pues, que se trata no de una negación
totalitaria, sino de un fenómeno en que diversas variables conviven y se organizan. Lo cierto es
que la fetichización de la figura, entre esta la humana, se viene dibujando desde mucho antes, y
encuentra su auge en este fenómeno, a partir de lo que el autor llama la mengua de los afectos,
un desligamiento de la producción artística de los afectos, sentimientos, y un cierto grado de
subjetividad, que si bien no desaparecen por completo sí permiten el retorno de lo reprimido, y
dan pie a un sentimiento de predeterminación que deja al sujeto sublevado más bien a una
sensación general de los afectos.

Regresando a la cuestión de los niveles de profundidad, son precisamente los modelos que la
permiten, los que se desdibujan. Pareciera que cualquier sistema catalogador que permita una
división entre los afectos y la superficie, se difumine, dejando de lado el dilema del hombre como
preso de sus propios límites físicos, condenado a una soledad que no permite el contacto con los
otros sino a través de la expresión subjetiva. Así pues, serán cuestionados y puestos en duda,
esquemas duales como los de afuera-adentro, esencia-apariencia, latente-manifiesto, significante-
significado, alienación-desalienación, entre otros, dando paso a que aquello que se dibuja como
intertextualidad, encuentre sus propios límites, dejando de ser un asunto de profundidad, para
revelarse más bien como un tejido superficial.

Me pareció de gran interés concebir los afectos o sentimientos más bien como intensidades,
puesto que se ajusta precisamente a una realidad en la que nuestra supuesta individualidad, en
realidad convive dentro de sistemas de información y de afectos de carácter mucho más
impersonal, flotantes, comparables y degradables a datos, fáciles de desvincular de su fuente; el
estilo personal, la pincelada privilegiada, la identidad particular, entran a este juego de anónimos,
en el que los estilos inimitables en realidad se diluyen, para convertirse en material. Es cierto
observar una mengua de ciertas temáticas modernas, resaltando los cuestionamientos sobre la
temporalidad y la duración, fenómeno que no responde a una indiferencia sobre nuestro andar,
sino que resulta ser un síntoma tangible de los historicismos omnipresentes y determinantes de
las ideas modernas.

El ojo se pone ahora en la posibilidad de collage y de la diferencia, más que al encausamiento de


las afecciones dichas y no dichas, visualizándose así la gran posibilidad de un lenguaje que se
cuestiona y muestra violencia contra sí mismo, dando pie a conflictos en el terreno de lo espacial y
las lógicas articulantes-semióticas. El azar y la diversidad se convierten en paradigmas móviles
regidos además por una colonización del presente por la moda de la nostalgia. El tránsito por este
fenómeno genera pues construcciones a partir de la diferencia radical, dejando ver que “lo
diferente se parece”, “lo que fue ya no es”, y que nuestras mitologías, si bien, siguen presentes,
alimentan más bien nuestra nostalgia por un mundo de relatos que hoy están para reescribirse en
un sentido más de palimpsesto, que de escalón histórico.

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