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EL FETICHE DE LA IDENTIDAD Y LA ANCESTRALIDAD

En la actualidad, el capitalismo ha forjado nuevas ideologías para


explotar-dominar a los pueblos. Uno de ellos es el multiculturalismo, que
a diferencia de las épocas coloniales considera que “es bueno (para los
negocios) respetar a las culturas diferentes”, que hay derecho de que
existan pueblos diferentes al europeo moderno, siempre y cuando no
cuestionen o pretendan transformar la explotación capitalista. La
ideología de la ancestralidad, como una variante del multiculturalismo
capitalista, nos vuelve nuevamente a la época de la colonia.
Por Inti Cartuche Vacacela

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Uno de los conceptos más manoseados para un sin fin de cosas es
la noción de “identidad”. Palabra nacida dentro del marco de la
antropología, para designar unas ciertas características que diferencias
grupos y poblaciones sociales con respecto a otros, para diferenciar
aspectos relacionados al género, entre otras cosas. De todas formas la
idea de “identidad” pronto escapó a los márgenes de las ciencias sociales
para colocarse dentro de los discursos cotidianos y políticos, y a la larga
se puso de moda –al menos en muchos países de Latinoamérica–.

Así, a partir del auge de los movimientos indígenas del continente, se


empezó a hablar de la identidad como una noción central para entender
los procesos sociales y políticos que estaban llevando a cabo los pueblos
indígenas. En cierto sentido, la noción de identidad reemplazó, o dicho de
otra forma, movió el foco de atención del poder, del estado y la sociedad,
desde las exigencias por transformaciones políticas –puestos sobre la
mesa por las movilizaciones indígenas– hacia la cuestión de la cultura y
la identidad. Esto significó en muchos casos que las cuestiones centrales
de la problemática de los pueblos indígenas –control de la riqueza y
autogobierno en el marco de una lucha contra el estado y el capitalismo–
quedaron reducidas a una cuestión problemas de identidad o culturales.

Así, la noción de identidad pasó a ser el centro de los discursos políticos


para entender o abordar el cuestionamiento que significaban las
movilizaciones indígenas del fines del siglo pasado. No solamente desde
el estado y sus instituciones, sino también desde la sociedad –en la que
incluimos a los mismos pueblos indígenas– empezaron a usar la identidad
como marco privilegiado de entender la realidad y la política indígena.
Esta noción tendió a opacar y muchas veces olvidar los objetivos iniciales
de disputa de poder y de control de la riqueza social (territorios y trabajo)
por la que se luchaba. A pesar de que, la cuestión cultural y la misma
identidad, son problemas que se tomaban en cuenta, nunca fueron
pensadas como aisladas de los problemas estructurales del estado y la
sociedad.
Pero la cuestión no quedó ahí. La identidad –indígena sobretodo-
empezó a pensarse como algo que no tiene nada que ver con otras
dimensiones de la vida social de las personas o grupos. Se aceptó que la
identidad no tiene nada que ver con la forma en cómo producimos
socialmente la vida por medio del trabajo y del medio natural dónde se
desarrolla, es decir como si no fuera un fenómeno histórico y social.
La identidad entonces se volvió una cosa, un objeto, un fetiche al
que hay que rendir culto y además cuidarlo para que no se vaya
contaminar con cosas externas o ajenas. La identidad indígena, desde los
discursos del poder que se han asimilado fácilmente, se ha convertido en
una camisa de fuerza para entender los procesos históricos y sociales de
las poblaciones indígenas. Es decir, marcando un deber ser, una
normatividad rígida en donde se pretende hacer encajar a la fuerza las
múltiples y complejas acciones sociales de los pueblos indígenas.
Una de las consecuencias más visibles de asumir el fetiche de la
identidad ha sido justamente separar procesos sociales interrelacionados
como el Estado, las transformaciones del capitalismo en el campo, el
mestizaje, etc. Es decir, pensar por fuera y más allá del resto de
fenómenos que indudablemente atraviesan y complejizan la idea de
identidad.
Otro efecto de pensar la identidad como fetiche es la de pensar que
los pueblos indígenas se han desarrollado históricamente por fuera del
contacto de la sociedad moderna, capitalista, estatal y en paralelo al resto
de población. Indudablemente, los pueblos indígenas disponemos de
ciertas peculiaridades que nos diferencian del resto de la población, pero
hay que ser claros, nunca totalmente. Y mucho menos ahora que los
cambios profundos que se han dado en el campo, en los estados, la
penetración del capitalismo en la vida misma de las comunidades. La
identidad indígena no es un objeto, es un proceso social vivo. Y si miramos
la historia misma podemos darnos cuenta de que lo que somos ahora, no
se puede entender sin los complejos y contradictorios tejidos de historias
y procesos sociales con otros pueblos, con el Estado y con el capital.
Es necesario entender la identidad como algo móvil, poroso,
contradictorio, múltiple y maleable, como un proceso de tejido
continuamente realizado. Hay que abandonar la noción de identidad de
museo que se quiere imponer desde el poder a los pueblos, y que muchas
veces terminamos asumiendo sin mayor crítica.

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Junto a la noción fetichizada de identidad, ha aparecido también la
idea de “ancestralidad” como una yapita para que no quede duda de que
la identidad indígena no ha cambiado, y está volando por encima del
camino de la historia.

La “identidad ancestral” no existe como un continuo inalterable


desde una época antigua hasta la actualidad. La noción de “ancestralidad”
es una concepción lineal y progresista de la historia propia de la
modernidad europea, a la cual pretende cuestionar sin saber que es
producto de ella misma. Lo que sí existe es un legado histórico cultural
que puede pervivir, o desaparecer, transformarse en el tiempo-espacio,
es decir lo que sí existe son nuestras identidades y pueblos
transformándose continuamente bajo la presión de la colonia, de los
estados nación, del capitalismo, y también por nuestras propias luchas
como pueblos.
Pensar “lo ancestral” de una forma fundamentalista, nos saca de la
historia, del presente y de la posibilidad de determinar un futuro. Lo
ancestral entendido como una identidad invariable en el tiempo
simplemente nos transforma de sujetos en objetos, en piezas de museo.
Nos lleva a pensarnos como objetos y no como sujetos de la historia. Y
como objetos, nos despolitiza, nos aleja de las luchas por el poder político
– económico que estructura la sociedad.
Los seres humanos al vivir en comunidad o en sociedad construimos
un poder social, una capacidad de determinar nuestra vida en comunidad
y en relación a la naturaleza. Esa capacidad es nuestra potencia política,
el ushay y el pushay en kichwa. Es justamente esta capacidad, esta
sujetidad la que nos quitamos cuando pensamos nuestra identidad y
nuestros pueblos desde la “ancestralidad” fundamentalista. Al contrario,
esa potencia política –el ushay o el pushay– nos ha permitido sobrevivir
hasta ahora como pueblos, no la “ancestralidad”. Incluso desde la misma
concepción kichwa del término ñawpa no existe la “ancestralidad” sino
como un continuo proceso dialéctico entre el pasado “ñawpa – tiempo” y
el futuro “ñawpa – adelante” que se construye en el presente (kay pacha).
La idea kichwa ñawpa del devenir del tiempo-espacio no parte de un
pasado que se va superando de forma progresista hacia un futuro. El
devenir del tiempo-espacio no es la pervivencia invariable de lo ancestral,
sino la continua transformación dialéctica del pasado en el presente.
La “ancestralidad” es una nueva forma de colonización de nuestros
pueblos e identidades. En tiempo de la colonia se nos consideraba
“pueblos sin historia”, pueblos que supuestamente nos habíamos quedado
congelados en el tiempo y por fuera de la civilización humana, rezagos de
humanidad nos consideraban los colonizadores. Y desde ese discurso
colonizador se nos consideró inferiores y por tanto posibles de explotar y
dominar, de eliminar en muchos casos.
En la actualidad, el capitalismo ha forjado nuevas ideologías para
explotar-dominar a los pueblos. Uno de ellos es el multiculturalismo, que
a diferencia de las épocas coloniales considera que “es bueno (para los
negocios) respetar a las culturas diferentes”, que hay derecho de que
existan pueblos diferentes al europeo moderno, siempre y cuando no
cuestionen o pretendan transformar la explotación capitalista. La
ideología de la ancestralidad, como una variante del multiculturalismo
capitalista, nos vuelve nuevamente a la época de la colonia. Bajo el manto
de una supuesta invariabilidad de nuestras identidades y pueblos nos
convierte en “pueblos sin historia”. En la época actual, “es bueno respetar
la ancestralidad de los indígenas” porque es bueno para los negocios, pues
como piezas de museo se pueden consumir en los supermercados
modernos de las identidades.
La identidad indígena entonces debe reconocerse no en su
ancestralidad sino en su contemporaneidad, es decir, en un proceso vivo,
que se modifica, se supera en el presente continuamente, en su
historicidad. El capitalismo quiere que seamos objetos sujetados a los
objetivos de la acumulación, no quiere que seamos sujetos de la historia,
los objetos no se liberan, los sujetos si.
La idea de ancestralidad nos idealiza, y al hacerlo nos nos deja ver
nuestros errores y contradicciones a partir de las cuales aprender y
actuar. No se trata de satanizar ni de idealizar. Nuestras identidades y
culturas, como construcciones históricas, han servido para hacer frente a
las diferentes dimensiones de la dominación que se nos han sido
impuestas desde la conquista, por poner un ejemplo el ethos comunitario
ha permitido desarrollar organizaciones, hacer propuestas políticas y la
lucha concreta al capitalismo. Sin embargo, hay que indicar que cuando
optamos por el fundamentalismo de la identidad, como la ancestralidad,
lejos de ser un apoyo a la lucha por nuestra liberación como pueblos,
sostenemos nuevas formas de colonización y dominación ya que reduce
la lucha solo a la cuestión cultural identitaria. Situarnos allí nos separa de
otros sectores sociales con quienes compartimos similares condiciones y
con quienes podemos y necesitamos hacer frente al sistema actual.

Para cerrar, nuestras mamas y taytas, no ancestrales, sino


históricos, tuvieron la lucidez de situar adecuadamente la cultura y la
identidad en la lucha por la liberación de los pueblos: “Mirar con ambos
ojos, como indios, pero también como pobres”. Nuestra identidad, nuestra
cultura, como construcciones históricas y concretas, debe servirnos para
alumbrar caminos de emancipación como runas en los dos sentidos del
término kichwa: como pueblos indígenas, pero también como seres
humanos. Al hacerlo así nuestras luchas no solamente son desde y para
los pueblos indígenas, sino que en el fondo también son desde y para
todos los pueblos del mundo sometidos a la explotación y dominación del
capitalismo. Creo que tomando en cuenta ese legado histórico (no
ancestral) podemos en verdad honrar y dar continuidad a la lucha de
nuestros taytas y mamas. Se trata entonces de “encender en la historia
la chispa de la esperanza”, que nuestro pasado sirva para construir una
sociedad libre y más justa.

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