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INTRODUCCIÓN:

Una aproximación comparativa A LAS TIERRAS BAJAS BOLIVIANAS


Las tierras bajas como problema
Las tierras bajas bolivianas son parientes pobres de los estudios americanistas por
partida doble. Por un lado, porque tanto en el exterior como en la misma Bolivia existe
una arraigada percepción andino-céntrica de la identidad nacional. Por otro lado,
porque incluso cuando las tierras bajas son efectivamente tomadas como objeto de
estudio la atención prestada a regiones como Chiquitos (en el plano histórico) o la
Amazonía (en el plano antropológico) suele opacar a otras regiones como los valles,
yungas o aun el mismo Chaco. Incluso, la atención consagrada a la Amazonía boliviana
resulta ínfima comparada con la concedida a sus contrapartes peruana o brasileña. No
interesa demasiado detenerse en las razones ideológicas, históricas y geopolíticas del
fenómeno. Lo que interesa destacar, en cambio, es que se trata de una tendencia que
paulatinamente se revierte, o al menos equilibra, y que esta pobreza relativa es una
carencia palpable, pero a la vez una oportunidad de tratar el problema sin ortodoxias
teóricas ni dogmatismos institucionales. Obra de antropólogos e historiadores de
diversas procedencias, los estudios aquí reunidos se refieren al problema de las tierras
bajas bolivianas en un sentido amplio: más allá de la Amazonía, del Chaco y de la
Chiquitania, se contemplan asimismo las zonas limítrofes de Perú, Paraguay, Brasil y
Argentina, cuyas poblaciones mantuvieron relaciones históricas con sus homólogas
bolivianas, así como también las regiones de valles y yungas (valles cruceños, yungas
de La Paz, el Chapare, etc.), que fueron y siguen siendo zonas de contacto fluido entre
llanos y los Andes.
Es lícito preguntarse si dichos estudios permiten apreciar en su justa medida el estado
actual de la investigación antropológica y etnohistórica sobre las tierras bajas. ¿En qué
sentido puede decirse que una serie de comunicaciones con tema libre, no coordinadas
previamente, permiten alcanzar alguna conclusión razonablemente seria sobre el estado
de la cuestión? Más allá del hecho de que se refieran en mayor o menor medida a las
tierras bajas, una mirada rápida basta para entrever que los textos no fueron
vertebrados en función de una problemática común: hay estudios etnográficos y
etnohistóricos, estudios urbanos y rurales, trabajos de campo concentrados en un
momento concreto de un grupo específico y a la vez balances bibliográficos generales
que abarcan periodos, sociedades y regiones diferentes. Algunos autores hacen foco en
grupos específicos (Chacobos, tacanas, Chiriguanos), otros en regiones (Marcapata,
Tuichi, la frontera boliviano-brasileña), otros en problemas fácticos (la dinámica
migratoria, el Paititi, los grupos en aislamiento voluntario, las misiones jesuíticas, el
boom cauchero) y otros en itinerarios institucionales (las tradiciones en el conocimiento
arqueológico, histórico, etnológico y filmográfico de las poblaciones indígenas de las
tierras bajas). La diversidad temática es flagrante, y las comunicaciones no carecen de
puntos de vista encontrados. En ocasiones las discrepancias se deben a una propiedad
del objeto (por ej. el problema de la persistencia
de los rituales de techado en Sendón y Martínez Acchini); en otras, por los mismos
recortes analíticos (por ej. la concepción diferenciada de la labor de las ONGs en Lehm
y Villar) o bien por las propias opiniones personales de los autores (por ej. la valoración
del estatuto jurídico de “Tierra Comunitaria de Origen” en Ferrié y Lehm, o la
percepción de la labor misionera en Fischermann y Tomichá).
Los trabajos tampoco están exentos de hipótesis que pueden resultar polémicas, pues
discuten cuestiones como la genealogía histórica de las diferencias entre lo alto y lo
bajo, collas y cambas, campesinos e indígenas (Combès), la identificación del Paititi con
una región amazónica concreta o la asociación de los camellones mojeños con los
cayubabas (Tyuleneva), calificación de la figura jurídica de la “Tierra Comunitaria de
Origen” como recorte colonial que fomenta divisiones sociales (Ferrié), la percepción
irónica de las expectativas de las ONGs por parte de los indígenas (Villar) o la denuncia
de la actividad misionera como propagadora de epidemias (Fischermann).
A la hora de presentar una compilación de estudios de este tipo, pues, la complejidad
temática haría pensar que la opción más sencilla consiste en resumirlos. Pero esta tarea
no tiene demasiado sentido. Proponer un mero sumario de los textos implicaría
renunciar a la perspectiva holística que puede ofrecer la combinación sintética de los
mismos – o, en otras palabras, equivaldría a desembarazarse de la heterogeneidad como
si fuera un problema y no una oportunidad. Más interesante entonces es plantear un
desafío adicional: atravesar transversalmente los textos a partir de sucesivos recortes
temáticos para explorar qué es lo que nos dicen en su conjunto, y a partir de una lectura
panorámica proponer algunas conclusiones provisionales sobre el estado actual de la
historia y la etnología de las tierras bajas bolivianas. No hace falta decir que no se trata
de los únicos recortes posibles: podrían encontrarse otros fácilmente, y muchas veces
las mismas cuestiones se solapan por estar íntimamente ligadas.
La relatividad de fronteras, oposiciones y categorías étnicas
La primera constatación que se impone es la naturaleza artificial, históricamente
construida de las fronteras geográficas, sociales, y étnicas. Por considerar a las tierras
bajas bolivianas como un bloque homogéneo, tal vez el caso más dramático sea su
oposición global con respecto a las tierras altas. A pesar de que en los últimos años se
ha relativizado, persiste en el imaginario colectivo e incluso en las propias
investigaciones científicas una dicotomía recurrente entre lo alto y lo bajo que los ubica
como universos independientes e incluso antagónicos; y, en todo caso, se plantea que
ambos entraron en contacto recíproco luego de haberse constituido como tales. La
realidad parece ser otra. Si bien la historia académica privilegia el estudio de las
migraciones desde las tierras altas hacia los llanos orientales durante el siglo XX, este
flujo no costituye un acotecimiento excepcional y se inscribe en una larga historia de
contactos (Combès, Martínez Acchini). Por varios factores –la dinámica expansiva de
la organización política, la ampliación de la estructura productiva a nuevos “pisos
ecológicos”, las riquezas fabulosas del Pititi o acaso presiones demográficas- lapolítica
expansionista incaica se procupa desde temprano por dominar las regiones las regiones
selváticas de loriente y su influencia social, militar y política alcanza hasta el río Beni y
probablemente más allá (Combès, Tyuleneva,Ferrié). No extrañan entonces los
sorprendentes reportes sobre las relaciones de alianza servil, militar y parental entre
los “musus”, los “tamacocies”, los “paititeños” y las tropas incaicas de Condori,Guacane
y Manco (Combès); o sobre el uso ritual de la coca entre los cayubabas de los llanos de
Mojos, que al parecer les llega por medio de intermediarios tacanas y apoleños; o sobre
el hecho de que los mismos cayubabas luzcan textiles que parecen “peruanos” a ojos de
los cronistas españoles (Tyuleneva).
El caso paradigmático es el poblamiento étnico del Tuichi. Desde tiempos de d’Orbigny
se habla de este río como una frontera que separa lo alto de lo bajo, lo quechua de lo
tacana, los pueblos andinos de los chunchos. Pero el examen de las fuentes revela que
durante los siglos XVI y XVII la zona es un hervidero multiétnico en el cual
confraternizan grupos muy heterogéneos. Las fronteras son ignoradas, modificadas o
desplazadas por sucesivas oleadas migratorias durante la colonización preincaica,
incaica, española e incluso republicana. Lejos de establecer confines, la presencia andina
parece incrementar los intercambios: aparecen ruinas incaicas (fortalezas, caminos,
minas, alfarería), topónimos quechuas (Caquiahuaca) y categorías (apu, yanacona) de
indudable raigambre andina. Los misioneros jesuitas hablan de una lengua “aymara-
chuncho”; surgen misteriosos “títulos de nobleza” como Marani, cuya procedencia se
atribuye indistintamente a los aguachiles, a los aymaras o incluso hasta a los arawak; y
el mismo Álvarez de Maldonado reporta asombrado la existencia de la “provincia que
llaman Toromonas, Mitimas o Extranjeros” –que luego serán transformados por las
paradojas de la historia en arquetipo de los “pueblos originarios”. Cuando llegan los
españoles los indígenas procuran entablar relaciones diplomáticas con ellos sobre la
base del modelo de intercambio que hasta entonces los ligaba con el imperio cusqueño;
no obstante, la lógica administrativa del conquistador, pero sobre todo del gobernador,
el misionero y el funcionario imponen progresivamente el concepto de frontera cerrada
e impermeable (Ferrié). De igual modo, la presencia europea interrumpe ciertos
circuitos entre las tierras altas y bajas –como el transporte comercial de metales hasta
el Atlántico– pero a la vez promueve nuevas modalidades de circulación, y numerosos
testimonios coloniales refieren la huida de “gente del Perú” hacia los llanos orientales
(Combès).
Desde el punto de vista de la larga duración, pues, los procesos de hibridación, simbiosis
y mestizaje constituyen un punto de partida más que una conclusión. En el extremo
occidental del magma interétnico esta grilla exegética ayuda a entender por qué la
organización sociopolítica de muchas poblaciones andinas de Cuzco y de Puno,
compuestas por pastores de alpacas quechua-hablantes organizados en ayllus, no puede
comprenderse cabalmente si se ignoran sus lazos regionales con los “chunchos”
harakmbut, tacana y pano-hablantes de los ríos Madre de Dios, Pando y Beni (Sendón).
Las fronteras también mutan por presiones globalizadoras como la influencia
absorbente del mercado. Se trata sin duda de un factor relevante a la hora de
comprender la aparición de comerciantes andinos, yungueños y apoleños en el comercio
del caucho (Córdoba); o también de descendientes de japoneses que huyen de las
haciendas peruanas a finales del siglo XIX para emprender la extracción del caucho en
el Acre, el Beni y el Madre de Dios, o bien se trasladan a ciudades como La Paz u Oruro
donde se emplean en el comercio o la construcción ferroviaria. Tras la segunda guerra
mundial, una nueva oleada de migrantes nipones se instala en los alrededores de Santa
Cruz de la Sierra dedicándose a la agricultura. Sesenta años después, la misma variable
explica la inversión del flujo migratorio y numeroso nikkei se mudan a Japón por la
oferta salarial (Siemann).
La influencia de las fluctuaciones de la economía de mercado en la recomposición de los
mapas étnicos regionales es particularmente evidente al sur de Bolivia. Los chiriguanos
(hoy “guaraníes”) migran masivamente hacia los ingenios azucareros del noroeste
argentino. En un contexto sombrío signado por el avance incontenible del frente
colonizador, la presión ganadera arrasa con el modo de producción agrícola y los
chiriguanos deben optar entre enfrentar a los colonos –proceso que culmina en la
afamada masacre de Kuruyuki–o bien replegarse hacia las misiones franciscanas. Una
tercera opción es migrar a la Argentina. Alentada por subsidios, políticas
proteccionistas y el despliegue de vías ferroviarias, la industria azucarera argentina –
simbolizada por ingenios como Ledesma, La Esperanza, La Mendieta o Tacanbal-
despliegan desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX una demanda voraz de
mano de obra. Las condiciones de trabajo son comparativamente mejores que en las
haciendas bolivianas, y a la vez los chiriguanos pueden aprovechar la red de intercambio
con sus parientes que habitan del otro lado de la frontera e incluso establecerse
definitivamente. Estas circunstancias explican la migración transfronteriza de muchos
grupos chiriguanos e isoseños, que en un principio viajan estacionalmente para
aprovechar el tiempo de la zafra y luego comienzan a radicarse a lo largo de la ruta que
va de Embarcación a Yacuiba (Bossert).
La inserción en el mercado no es la única presión globalizadora. En el contexto
republicano, la paulatina imposición del paradigma nacionalista supone el
establecimiento –o la superposición– de nuevas jurisdicciones y fronteras. En un
proceso intensificado durante la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1932-
1935), el avance del frente colonizador en el Chaco boreal desplaza a los ayoreóde hacia
la frontera de la discordia (Fischermann). Más al norte, la disposición territorial,
demográfica y étnica de los indígenas amazónicos es igualmente indisociable de las
tensiones limítrofes en el Acre, que reproducen aquellas suscitadas a lo largo de otros
ríos con potencial económico como el Madera o el Mamoré (Córdoba). De igual forma,
la historia de las misiones de Chiquitos es difícilmente comprensible desligada de las
pujas limítrofes entre españoles y portugueses y luego entre bolivianos y brasileños.
Para la Audiencia de Charcas,
las misiones jesuíticas consolidan la presencia hispano-criolla ante las arremetidas
portuguesas –sabemos, así, de grupos piñocas y penoquis que llegan a las reducciones
jesuíticas escapando de los “mamelucos” que los esclavizan (Tomichá). Desde el punto
de vista portugués, la creación de la Capitanía General de Cuiabá y Mato Grosso hace
frente al poder absorbente de las misiones de Chiquitos facilitando la obtención de
metales preciosos y sobre todo de mano de obra esclava. Es en este contexto que deben
comprenderse los desplazamientos indígenas de las misiones de Mojos y Chiquitos
hacia Mato Grosso durante el siglo XVIII, alentado por los gobernadores portugueses,
así como también los “campos de refugiados” que establecen astutamente los lusitanos
para recibir a los migrantes indígenas durante las guerras de la independencia. Con el
correr de los años, diversos grupos chiquitanos siguen cruzando la frontera seducidos
por oportunidades laborales en las haciendas ganaderas, el empleo de las líneas
telegráficas del mariscal Rondóny hasta por la oportunidad de establecerse entre los
bororos (Silva). Las pujas coloniales y republicanas no logran clausurar la frontera.
Como los chiriguanos y los ayoréode, los chiquitanos se establecen raudamente a ambos
lados de los límites nacionales. La mayoría se asienta en el departamento de Santa Cruz
(provincias de Ñuflo
de Chávez, Velasco, Chiquitos y Sandoval); otros, aunque en menor número, se
establecen definitivamente en Brasil en el valle del alto Guaporé, Vila Bela da
Santíssima Trinidade, Cáceres, Porto Espiridião, Pontes y Lacerda (Pacini, Silva). Con
su memoria pletórica de armonías y tensiones, la toponimia de los caminos misionales
que atraviesan localidades fronterizas como Santa Ana, Vila Bela o Espíritu reproduce
esta secuencia histórica (Pacini).
Escenarios de la mediación
Cuando se analiza la historia de las poblaciones indígenas de las tierras bajas, la segunda
constatación que se impone es que muy raramente se accede a escuchar sus propias
voces. Nuestro conocimiento es indirecto, tamizado por un conjunto heterogéneo de
actores sociales como conquistadores, misioneros jesuitas, franciscanos, protestantes y
evangélicos, funcionarios coloniales, exploradores, geógrafos, naturalistas, caucheros,
comerciantes, hacendados, militares, intérpretes, baqueanos y lenguaraces indígenas, y
en la actualidad antropólogos, historiadores, funcionarios estatales, dirigentes étnicos
y técnicos de proyectos de desarrollo. Siguiendo con una tendencia que
progresivamente se impone en muchas investigaciones, pues, podemos identificar
sucesivas estructuras de mediación en los diferentes escenarios de contacto. La
mediación no implica, o no implica necesariamente, que dicho conocimiento deje de ser
válido, pero sólo puede serlo a condición de que se plantee una exégesis crítica de la
dinámica –a veces deliberada y a veces inconsciente– de los énfasis, silencios y
opacidades de las fuentes debida a las agendas respectivas de los actores implicados, así
como también a la diversidad variopinta de respuestas, estrategias e interpretaciones
nativas frente a las mismas.

tendencia que progresivamente se impone en muchas investigaciones, pues,


podemos identificar sucesivas estructuras de mediación en los diferentes
escenarios de contacto. La mediación no implica, o no implica necesariamente,
que dicho conocimiento deje de ser válido, pero sólo puede serlo a condición de
que se plantee una exégesis crítica de la dinámica -a veces deliberada y a veces
inconsciente- de los énfasis, silencios y opacidades de las fuentes debida a las
agendas respectivas de los actores implicados, así como también a la diversidad
variopinta de respuestas, estrategias e interpretaciones nativas frente a las
mismas.
Estos dilemas son bastante evidentes en la trama del "descubrimiento" de las
tierras bajas. Buena parte de lo que sabemos sobre su historia temprana se debe a
los afanes de riquezas de los conquistadores españoles, seducidos por referencias
incaicas que a su vez provienen de indígenas que filtran las noticias siguiendo
su propia agenda. Es en función de la propagación interesada de estas cadenas de
rumores que deben comprenderse los informes de los quipucama- yos, de figuras
como el propio Garcilaso de la Vega, Pedro Sarmiento de Gamboa o Martín de
Murúa, o bien las menciones obsesivas por parte de los jesuitas a la "noticia rica"
del Paititi durante el siglo XVI (Tyuleneva, Combes).
El estrato de la mediación misionera es un buen ejemplo de la influencia
externa en la conformación de la identidad étnica de las poblaciones de las
tierras bajas. Los franciscanos fundaron las misiones de Apolobamba en el siglo
XVII como "avanzadas del progreso" en el sentido conradiano: auténticos
"puertos" desde los cuales promover nuevas conquistas espirituales. Estas
reducciones se transformaron rápidamente en encrucijadas babélicas: no sólo
por- que los franciscanos alentaron el mestizaje, la hibridación y el
multilingüismo entre los grupos de los llanos, sino porque además pro-
movieron la ''quechuización" de la zona. De esta síntesis surge en el siglo XIX la
identidad étnica apolista y luego apoleña, que combina elementos aguachiles,
leeos, tacanas y quechuas y se proclama "ni camba ni colla" (Ferrié). La misma
hibridez parece manifiesta en el sistema organizativo de las tacanas de
Tumupasa, considerado "tradicional" por más que incluya corregidores,
caciques, auxiliares denominados "huarajes", e incluso instancias tan improbables
como "sindicatos agrarios" y "organizaciones de género" (Lehm). De igual modo,
la influencia jesuítica en la etnogénesis chiquitana constituye un tema de estudio
clásico. Las misiones consolidan el dominio español frente a los invasores
portugueses. Al hacerlo uniformizan las poblaciones vernáculas apelando a
métodos como la sedentarización, la evangelización, la imposición de una lengua
franca y la enseñanza de artes musicales y plásticas (Tomichá). Aun así, el éxito
jesuítico no siempre fue tan notable, y en regiones como el piedemonte andino los
franciscanos lograron una mayor aceptación que los jesuitas debido a su
flexibilidad frente a las prácticas sociales nativas (Mezacasa).
Con los recurrentes fracasos del proyecto misionero en el norte amazónico, en
cambio, las informaciones sobre los pueblos indígenas suelen presentarse
filtradas por los intereses de los industriales caucheros. Las formas de la
articulación de los nativos con el mercado laboral son tan ambiguas como
diversas. En algunas ocasiones los indígenas defienden sus territorios con las
armas, llegando a matar a un cónsul brasileño o a personajes influyentes como
Gregario Suárez -cuyo asesinato, juntamente con las feroces represalias de su
familia, tal vez nos ofrecen el ejemplo paradigmático de los conflictos de aquel
tiempo. A la vez, testigos extranjeros como Herbert Edwards o Percy Fawcett
reconocen que muchas de las historias escabrosas sobre las crueldades de los
"salvajes" no son más que un aval para legitimar la caza de esclavos en nombre
del progreso. Por un lado, entonces, surgen testimonios caucheros como los de
Vaca Díez, Mariaca o Mercier, que trazan una imagen idílica del trabajo en las
barracas; por el otro hay denuncias como las de Erland Nordenskiold, que
recorre las tierras bajas bolivianas entre 1908 y 1909 y comprueba en persona
las iniquidades caucheras -y a quien, paradójicamente, su compañero Carl
Moberg abandona en pleno viaje tentado a probar suerte en la fiebre gomera.
Pero la mayoría de las veces los nativos alternan diplomáticamente entre las
lenguas nativas, el castellano y el portugués para negociar alimentos,
medicinas, telas, armas y herramientas, e incluso trabar lazos de compadrazgo
con criollos, españoles, portugueses y demás extranjeros: en este sentido no
sorprende la anécdota de los indígenas ribereños obsesionados con los nombres
de los exploradores, o los araonas establecidos con Vaca Díez porque les suministra
víveres y herramientas y a la vez los protege de sus enemigos pacaguaras. El
sentido comercial, el recurso al multilingüismo, la manipulación sagaz de las
redes sociales permiten entrever una adaptación transaccional que podrá ser
cuestionable pero al fin y al cabo es exitosa: una adecuación a la situación de
contacto no sólo con los blancos sino también con otros grupos indígenas -lo cual,
dicho sea de paso, permite relativizar ciertas oposiciones simplistas (ej. indios /
blancos) y a la vez presunciones románticas sobre el aislamiento de las poblaciones
indígenas (Córdoba).
Muchos indígenas chaqueños asumen la misma actitud estratégica: así, lejos de
cualquier afán de conversión teológica los chiriguanos se acercan a las misiones
franciscanas buscando amparo frente al acoso de los colonos ganaderos
(Mezacasa), y dos siglos después los erapepari-gosode solicitan protección a los
militares de Fortín Ravelo por la intrusión de cazadores de pieles que
obstaculizan su movimiento por las salinas (Fischermann). En la frontera
boliviano- brasileña, las relaciones de patronazgo y compadrazgo son un
mecanismo cotidiano entre los chiquitanos: concebidas en la clave de una lógica
que no excluye el cálculo estratégico, dichas relaciones integran en un mismo
horizonte de sociabilidad a otros chiquitanos y a la vez a patrones, mercaderes y
militares constituyendo un "hecho social total" con dimensiones afectivas,
parentales, económicas y políticas (Silva). La predisposición diplomática de los
chiquitanos del Guaporé recuerda a la extensión del horizonte relacional de los
chacobos, desplegada en términos de una lógica social que se plasma en
mecanismos como la amistad formal, el compadrazgo y el reciclaje onomástico
(Villar).
Pero la orientación transaccional no basta cuando la experiencia del contacto es
inequívocamente negativa. Hasta no hace tanto tiempo eran frecuentes las
partidas "civilizadoras" de colonos y ex- combatientes de la guerra del Chaco
contra los campamentos de los "bárbaros" ayoreóde para raptar mujeres y niños;
los miembros de las partidas no dudaban en degollar a los indígenas que se les
resistían (Pacini). Durante el primer cuarto del siglo XX, la instalación de
fortines militares bolivianos y paraguayos sobre la margen septentrional del
río Pilcomayo provoca una serie de migraciones de los indígenas chaqueños,
que se enfrentan con los ayoréode y los obligan a replegarse hacia el norte: los
direquedéjnai-gosode se enfrentan con los sirionós, los totobié-gosode atacan
varios asentamientos lengua-enlhet, y a su turno son masacrados por la
confederación de los guíday-gosode (Fischermann). Ante los excesos
colonizadores, surgen las reacciones violentas: en el siglo XVIII, los
movimientos "tumpaístas chiriguanos en Caiza y Mazavi destrozan iglesias,
queman haciendas, roban ganado y capturan mujeres y niños (Mezacasa); dos
siglos después, los totobié-gosode atacan las topadoras menonitas en la
localidad de Chungúperedatei (Fischermann). En los volátiles escenarios del
contacto, a veces no hace falta siquiera una violencia intencional para provocar
calamidades: pensemos en las pandemias desatadas por la irrupción
colonizadora en regiones como Apolobamba, el Beni o la Chiquitania
(Tyuleneva, Ferrié, Córdoba, Tomichá), o en los casos relativamente recientes de
epidemias entre los ayoreóde contactados por los misioneros de New Tribes
Missions a fines de los años 1940 (Fischermann).
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que el campo de los agentes mediadores
es tan heterogéneo como el indígena. En primer lugar, por una mera cuestión
de hibridez. Tenemos a los baqueanos indígenas que ayudaron a los jesuitas a
reducir a los pifiocas (Tomi- chá), a los cayubabas que ofician alternativamente
de intérpretes, parientes y cónyuges de los pacaguaras, a los guías araonas,
caripunas y cayubabas de Heath, Vaca Díez, Mercier o Mariaca (Córdoba), a los
capitanes chiriguanos que negocian entre su gente y los capa- taces para
abastecer de mano de obra a los ingenios (Bossert), a los cambas que hacen
libaciones a la Pachamama (Martínez Acchini), a los ayoreí kojifone (ayoreos
blancos) de las misiones evangélicas, a los testigos araonas que reportan la
presencia de toromonas a las autoridades regionales e incluso a un misionero
mojeño entre los yuquis (Fischermann). Al mismo tiempo, a lo largo de los
años, los estudios reportan la presencia variopinta de migrantes andinos (Tyu-
leneva, Combes, Martínez Acchini, Ferrié), esclavistas portugueses (Córdoba,
Pacini, Tomichá), mestizos paraguayos que pretenden ser descendientes del
Inca y profetas chiriguanos acusados de ser jesuitas encubiertos (Mezacasa),
jesuitas procedentes de Cerdeña, Bavaria, Suiza, Flandes y Bohemia (Tomichá),
caucheros japoneses, venezolanos, griegos y alemanes (Córdoba, Silva, Siemann),
trabajadores azucareros japoneses, hindúes, turcos, españoles e italianos
(Bossert), etnólogos alemanes (Riester, Peña Hasbún) y misioneros protestantes
norteamericanos (Fischermann). A esta mescolanza se añade hoy la multiplicación
virtualmente incontenible de ONGs nacionales e internacionales (Lehm, Peña
Hasbún).
En segundo lugar, el campo mediador no puede abroquelarse graníticamente
por una mera cuestión de intereses. Pasada una primera etapa reduccionista,
que impulsó la concentración indígena en los centros misionales, los religiosos
no tardaron en entrar en conflicto con caucheros y hacendados por las tierras y
sobre todo por el control de la mano de obra indígena. Esto sucedió tanto en el
Chaco como en la Amazonía: al señalar los atropellos ganaderos en los
sembradíos chiriguanos, las quejas de Manuel Gil de fines del siglo XVIII
(Mezacasa) tienen eco en las denuncias de otros franciscanos como Rafael Sans,
Nicolás Armentía o José Cardús un siglo después, que alertan a la opinión pública
sobre los escandalosos excesos de los caucheros (Córdoba). No hace falta una
mentalidad conspirativa para entrever que estas denuncias reflejan tanto una
ideología humanitaria como también la competencia económica por la mano de
obra, bien escaso en las destilerías, fincas, haciendas y barracas caucheras del
oriente boliviano (Córdoba, Bossert, Tomichá, Silva). En tercer lugar1 las líneas
de fuerza del campo mediador se vie- ron influidas por las luchas
independentistas y la aparición de la variable nacionalista en el período
republicano. A la hora de analizar las relaciones que tamizan nuestro
conocimiento de las poblaciones nativas es imposible descartar la ascendencia
de los propios estados nacionales, que influyeron activamente en las tierras
bajas promoviendo exploraciones, negociando fronteras, estableciendo líneas
ferroviarias y fomentando determinados intereses industriales en detrimento de
otros. Si bien Bolivia debió consolidar sus límites geográficos en un proceso
paulatino de pactos, negociaciones y enfrentamientos con Argentina, Chile,
Perú y Paraguay, los textos muestran particularmente las tensiones
fronterizas con los portugueses y los brasileños. Los ríos Acre, Madera y
Mamaré, y la Chiquitania misma, conformaron puntos de conflicto de escala
variable entre los jesuitas, los gobernadores y los mercaderes esclavistas, y
luego entre las repúblicas de Bolivia y Brasil (Córdoba, Tomichá, Pacini, Silva).
La articulación de los intereses económicos regionales con las agendas limítrofes
republicanas se cataliza dramáticamente en el conflicto del Acre, en el cual los
caucheros de ambos bandos desempeñan un papel estratégico que en el caso
boliviano asume la dimensión mítica de una gesta nacional (Córdoba).
Entre los actores mediadores más significativos de las últimas décadas figuran
las federaciones indígenas, los movimientos indígenas e indigenistas, los
proyectos de desarrollo y los propios científicos sociales (Lehm, Peña Hasbún).
Con el apogeo del multiculturalismo como paradigma universal, la agenda del
debate es planteada en buena medida por las tendencias ideológicas del primer
mundo, que promueven ejes temáticos como la desaparición de los bosques, el
cambio climático o el reconocimiento de los derechos jurídicos de las minorías:
así, se realzan institucionalmente determinadas problemáticas como la
"ecología medioambiental", los "recursos naturales", el “ desarrollo
sustentable", "la gestión territorial", el "derecho indígena", las "políticas de
género", la "autonomía indígena", el "turismo étnico", los "pueblos en
aislamiento voluntario" o la declaración de determinados fenómenos
socioculturales como "patrimonio de la humanidad" (Lehm, Fischermann,
Riester, Peña Hasbún). De acuerdo con las demandas coyunturales de los inter-
locutores, los propios indígenas suelen percibir la intermediación de forma a
veces seria (Lehm) y otras no tanto (Villar). Más que en cuanto a lo temático,
las aporías de la implementación de políticas basadas en dichas agendas surgen
a la hora de optar entre estrategias pragmáticas de corto plazo para la
obtención de beneficios inmediatos, que suelen beneficiar sólo al entorno
cercano de los líderes nativos, o bien proyecciones de largo plazo que apunten
a reivindicaciones estratégicas de los pueblos indígenas considerados como
actores colectivos (Lehm).

En definitiva, la diversificación de los escenarios transaccionales deja entrever las


razones por las cuales la ambigüedad se presenta como una propiedad general de
la representación de la alteridad. En efecto, el imaginario construido sobre la
actuación de los propios agentes mediadores no puede obviar una incertid umbre
potencial. El humorismo chacobo muestra que su concepción del lazo social -que
incluye a misioneros, políticos, agentes de desarrollo y etnólogos- se regodea en
las paradojas, las contradicciones y las ambigüedades (Villar). Tal como los antiguos
pueblos andinos consideraban a los "antis" y los "chunchos", la población negra de
la frontera boliviano-brasileña concibe a los chiquitanos como culturalmente
inferiores, pero a la vez respeta su poder chamánico (Silva). En las poblaciones
con influencia andina, la condición paradojal de la alteridad étnica llega a su clímax
en figuras como el insaciable kharisirí, que puede esconderse tras el rostro amistoso
del cura del pueblo, el funcionario público e incluso el etnólogo (Martínez Acchini),
o bien el enigmático Phuyutarki, el hijo de las nubes, símbolo del sacerdocio y la
civilización, pero a la vez de lo oscuro, lo húmedo, lo salvaje y hasta lo demoníaco
(Sendón).

El imaginario del salvaje


Los agentes mediadores no sólo filtran las voces de las poblaciones autóctonas.
También contribuyen a forjar el imaginario de las mismas en el seno de la sociedad
mayor. De los “chunchos" que amenazan los confines andinos a los elusivos
"salvajes" colonia- les, de los "bárbaros" irreductibles a los "pueblos originarios"
que merecen actualmente toda consideración moral y jurídica hay una
sedimentación de discursos, preconceptos y estereotipos cuya genealogía es
preciso explorar.
Buena parte del interés preincaico e incaico en los pobladores de las tierras bajas
reside en las riquezas que se les atribuyen: la imagen del Paititi, así, cifra la
evocación legendaria de una tierra de teso- ros fabulosos (Tyuleneva). La
atribución de determinados saberes, riquezas o cualidades a los "chunchos" forma
parte de una larga tradición de transacciones enh·e lo alto y lo bajo, pero a la vez
de una suerte de invariante amerindia sobre la cual las etnograñas modernas no
hacen más que componer variaciones: la apertura al otro, la alteridad constituyente,
la oposición complementaria de elementos diferentes (Combes). En esta estructura
formal de las relaciones la identidad es siempre incompleta y requiere
imperiosamente de la alteridad para poder reproducirse. Un buen ejemplo son las ch
'ullpas de los marcapateños, personajes del tiempo lunar asociados con lo exterior,
lo salvaje, lo pre-humano, incinerados por la apoteosis so- lar: por un lado son las
antípodas de la humanidad; por el otro son los antepasados de los "chunchos" que
habitan las yungas, el piedemonte y la selva, con los cuales se traban relaciones de
intercambio, y que a la vez ofician de protagonistas fundamentales de una serie de
rituales ligados con la renovación del ciclo anual (Sendón).
Para los intereses incaicos las tierras bajas son un vergel de posibilidades cuyo
obstáculo principal es la naturaleza indomable de sus habitantes. La Colonia
española hereda la obsesión por las riquezas ocultas en las entrañas selváticas: desde
Cuzco, Cochabamba y Santa Cruz parten sucesivas exploraciones hacia los llanos
en busca de los reinos fabulosos de Mojos o Paititi. Pero el exotismo de la empresa
no siempre está a la altura de las expectativas: los conquistadores se topan con
"chunchos" que conocen el arte metalúrgico andino, con aymaras que visten con
corteza de árbol a la usanza selvática, con multitudes de yanaconas y mitimaes
mestizados con los "naturales" (Tyuleneva, Combes).
Los preconceptos españoles hacen mucho para consolidar el contraste entre la
"civilización" andina (asociada en bloque con la complejidad, la diferenciación
social, la concentración, la jerarquía, etc.), y la "barbarie" de los llanos (asociada
genéricamente con la simpleza, la indiferenciación, la atomización, el igualitarismo,
etc.). El ejemplo canónico es la clasificación de los pueblos amerindios del jesuita
José de Acosta, que erige una barrera infranqueable entre mundos que hasta
entonces no se comprenden del todo, pero al fin y al cabo se necesitan. En el
linaje maldito de categorías genéricas como "chunchos", "antis", "chiriguanaes" o
"guarayos", los "salvajes" de Acosta son fieras trashumantes "sin ley ni rey" que
"apenas tienen sentimientos humanos" y son poco más que bestias (Combes).
Conscientemente o no, esta división perduró en las ciencias sociales modernas:
la historia se apropió de las "altas culturas" andinas, y relegó al campo de la
antropología a los pueblos "salvajes" o "marginales" de las tierras bajas. En la
actualidad se percibe una voluntad paulatina de desmontar esos esquemas rígidos,
que consideran a los pueblos de las tierras bajas como culturas periféricas o
secundarias (Peña Hasbún, Riester).
Pero la lógica de las graduaciones jerárquicas no es exclusiva del área de influencia
andina. También se impone en la Amazonia, donde las fuentes misioneras y
caucheras aprecian a los araonas como dóciles trabajadores, temen a los caripunas
que dominan los rápidos, aceptan a regañadientes los intercambios con los paca-
guaras y prefieren emplear en todos los casos a los cayubabas por ser excelentes
remeros y confiables guías (Córdoba). Todavía hoy existe una cierta percepción
diferencial de los grupos étnicos y su influencia respectiva en Ja historia del oriente
boliviano: así como la producción bibliográfica sobre la música, la pintura o la
arquitectura misionales excede largamente a los estudios propiamente etnográficos
sobre los mojeños o los chiquitanos (Pefia Hasbún), pueblos corno los guaraníes o
los chiquitanos han recibido una atención mucho mayor que otros grupos corno los
yuquis, pausernas, yurakarés, yarninahuas o esse'ejjas (Peña Hasbún, Riester). Las
razones son seguramente complejas, pero en el plano histórico no puede obviarse
la mayor cantidad de fuentes escritas ni en el antropológico la mediación perdurable
de actores sociales prestigiosos como los jesuitas o los franciscanos.
El caso de los chiriguanos de los ingenios azucareros del noroeste argentino muestra
bien la conformación dialéctica de las ideologías interétnicas. Entre finales del siglo
XIX y comienzos del XX los chiriguanos ocupan el nivel superior de la jerarquía
regional -incluso por encima de los trabajadores de origen andino-, al punto de ser
considerados corno la "aristocracia" o la "clase privilegiada" de los grupos
autóctonos: son alojados en las mejores viviendas, mantienen sus propios lotes de
cultivo, son los únicos indígenas reclutados corno peones permanentes, se ocupan
de tareas privilegiadas como la agricultura o el manejo de maquinaria, cobran en
metálico y hasta tres veces más que el resto de los indígenas. En cambio, los tobas,
wichís, chorotes y pilagás son contratados de forma estacional, alojados en la
periferia del ingenio, empleados en tareas menores como el transporte, la apertura
de sendas o el pelado de la caña y cobran un salario en especies considerablemente
menor. La estratificación intergrupal no obedece exclusivamente al pragmatismo
capitalista: reproduce con nuevos matices ciertas concepciones antropológicas
previas, compartidas por los blancos, los chiriguanos y hasta cierto punto por los
propios indígenas chaqueños, que contraponen aquellos grupos como los
chiriguanos, capaces de realizar tareas agrícolas -y por tanto sedentarios, previsores
y previsibles-, con aquellos otros como los wichís, aferrados a una tradición
cazadora-recolectora asociada con la imprevisión y la satisfacción inmediata de las
necesidades (Bossert).
No pocos indígenas asumieron como propias estas lógicas clasificatorias. Para los
campesinos quechuas de Apolobamba, los neo- lecos "no existen" porque no
mantienen su lengua ni su cultura (Ferrié). Pero a la vez los migrantes andinos que
se establecen en el llano no aceptan que el hecho de perder parte de su lengua o su
cultura anule su identidad étnica (Martínez Acchini). En el noroeste argentino y el
sur de Bolivia, grupos guaraní-hablantes como los chiriguanos, chanés, isoseños y
simbas anulan durante un tiempo sus particularidades dialectales, étnicas y
culturales -mantenidas en cambio entre sus parientes alejados de los ingenios- para
diferenciarse de los "indios". En una suerte de ironía histórica, los orgullosos
chiriguanos, que durante siglos ganan su sitial de honor en la estratificación étnica
por medio de la guerra, se mantienen en la cima reinventándose como "indios de
paz" dóciles, confiables, sumisos, tal como antaño habían esperado que se
comportasen sus propios siervos tapii (Bossert). En el ámbito de las migraciones
urbanas las visiones contemporáneas de la alteridad étnica son igualmente
contingentes: de no ser bien vistos en un principio, los descendientes de japoneses
se transformaron progresivamente en ciudadanos res- petados por los cruceños por
su carácter diplomático, su espíritu industrioso y su ética comercial; sin embargo,
esta percepción no está exenta de dilemas puesto que se los sigue considerando
como personas frías, carentes de espontaneidad, afectividad y expresividad
(Siemann).

Como si la ambigüedad fuera un componente ineludible del con- tacto interétnico, el


juego de las afiliaciones recíprocas parece empecinado en contradecir las oposiciones
simplistas, nai'ves, política- mente correctas que encandilan a etnólogos, políticos y
funcionarios de ONGs -de las cuales la más conspicua sin dudas es "indios" ver- sus
"blancos". Pero los datos muestran que no hay bloques iútidos, homogéneos,
consistentes con las dicotomías ideales: los araonas utilizan a los caucheros para luchar
contra los pacaguaras {Córdoba), los chiriguanos se sirven de los españoles para luchar
contra otros chiriguanos, de los misioneros para luchar contra los hacen- dados
(Mezacasa), y más tarde los mismos capitanes chiriguanos negocian con los ingenios
para enviar a su propia gente como mano de obra (Bossert). De igual modo ciertos
grupos ayoréode combaten con los lengua-enlhet cuando éstos migran hacia el norte
empuja- dos por el despliegue de los fortines militares pilcomayenses, pero también con
otros grupos ayoréode -y los guiday-gosóde no dudan en negociar con los blancos para
proveerse de armas de fuego, con las cuales aplastan a sus enemigos totobié-gosode
(Fischermann).
En ocasiones las entidades mediadoras se interesan poco por la cuestión étnica. Los
sindicatos agrarios de la década de 1950 pro- mueven explícitamente la identidad de
clase aglutinando poblacio- nes de distintas proveniencias, e ignoran -cuando no
suprimen deli- beradamente- las particularidades regionales y étnicas, despreciadas
como resabios arcaicos (Lehm). Pero en la mayoría de las ocasiones misioneros, militares,
funcionarios, historiadores y etnólogos repro- ducen o reciclan los estereotipos
populares sobre los indígenas de las tierras bajas: que son radicalmente diferentes de los
pueblos an- dinos; que son igualitarios; que son víctimas pasivas de los procesos de
colonización; que conforman una totalidad homogénea (Combes, Córdoba). En esta
clave, quizás, podría interpretarse la afirmación de que el crecimiento demográfico de los
ayoreóde montaraces tiene que ver con una percepción optimista del futuro que los
diferencia de aquellos que viven en la ciudad (Fischermam1), o la dicotomía entre
organizaciones políticas "horizontales" de los tacanas ("tradi- cionales") versus
organizaciones "verticales" ("externas") (Lehm).
Otra tentación frecuente es la proyección de una consistencia cul- tural ficticia. Si no se
contemplan variables de diferenciación social

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