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Fernando Mayorga sobre Zavaleta en respuesta a artículo de F.

Molina "Racismo y reacción" en La


Razón 26 dic 2019

En “Las masas en noviembre” y “Lo nacional-popular en Bolivia”, que es su etapa teórica última y más
compleja, René Zavaleta, usando una idea de Weber, vincula la posibilidad democrática en nuestro país a
la irrupción de las masas en la vida pública o la expansión del principio de igualdad. Es decir, a un proceso
de democratización social. En este caso, las masas que refiere son masas obreras, indígena-campesinas y
plebeyas, y será vía el discurso nacional-popular y vía su organización en densas redes sindicales y
asociativas que éstas intenten –de ahí el proyecto estatal del 52– constituir una comunidad política mínima.

Ese proyecto finalmente disuelto en el aire, y que él mismo percibió como un destino trágico, tenía, porque
es el principio y el fin de nuestra existencia colectiva, una fisura sin sutura posible: la reiteración
interminable del trauma colonial. O, lo que es lo mismo, la reiteración de una honda desigualdad basada en
criterios de diferenciación biológica, que son, claro, meros aunque fuertes constructos ideológicos.
Secularmente, ésta será la ideología de las élites –el Otro que aborrece a la plebe–; tramada por el prejuicio
racial, y, como tal, profundamente biopolítica: la deshumanización de las masas consideradas como
“impolutas hordas de los que no se lavan” o como indiada “sin ley, sin orden y sin rey”. Como se sabe, este
dispositivo que es discursivo-simbólico y que es material-institucional recorre nuestra historia desde
siempre (muchas veces recurriendo al crimen estatal). Y, según lo destaca en parte el artículo que sigue, se
ha actualizado dramáticamente.

https://www.facebook.com/1000326176/posts/10218859136241690/?d=n

Racismo y reacción
Aquí lo que está en cuestión sigue siendo lo más básico: la igualdad de los ciudadanos como seres
humanos

La Razón (Edición Impresa) / Fernando Molina *


06:36 / 26 de diciembre de 2019
Aunque desde un punto de vista “técnico” las clases sociales pueden clasificarse en altas, medias y bajas,
desde un punto de vista político se dividen en clases explotadoras y explotadas, escribió René Zavaleta.
Parafraseando este razonamiento, diremos que, si desde un punto de vista teórico la derecha y la izquierda
bolivianas (el progresismo y la reacción) se demarcan por su posición respecto al papel del Estado en la
sociedad, etc., en la política real, la línea que separa a ambos bloques es el racismo. Las fuerzas y los
individuos que no practican el racismo conforman la izquierda/el progresismo práctico. En tanto que las
fuerzas y los individuos que lo exhiben forman la derecha/la reacción efectiva, sin importar cómo se
reclamen a sí mismos en otros planos.

Las adhesiones de estas facciones a las abstracciones de la filosofía política, como la elección entre libertad
negativa o positiva, que en otras partes resultan lo fundamental, aquí suelen ser, como dice Zavaleta,
“alienaciones”. Aquí lo que está en cuestión sigue siendo lo más básico: la igualdad de los ciudadanos como
seres humanos. En otras palabras, aquí todavía hace falta “una Revolución francesa”, que ni siquiera el
proceso comenzado en 1952 pudo concretar plenamente.

Como hemos visto en estos días, el feudalismo permanece entre nosotros, agazapado en las mentalidades.
Cada vez que alguien dice “indio de mierda”, hace rebrotar el feudalismo y su jerarquía de castas en el
plano simbólico. Cada vez que una familia de clase media enloquece de terror por lo que los indios pueden
llegar a hacerle en un momento de vulnerabilidad, la Colonia vuelve a existir.

La tarea pendiente en Bolivia sigue siendo la del progresismo europeo del siglo XVIII y XIX: emancipar a
los seres humanos de sus cadenas de nacimiento (no de la condena de ser q'ara o ser t'ara, sino del hecho de
que serlo implique una condena). Una tarea liberal, con la salvedad de que hoy la mayoría de los liberales
bolivianos definitivamente no luchan por esto, y más bien se le oponen, entregándose, en cambio, a
alienaciones ridículas sobre una sociedad sin Banco Central o sin Servicio Nacional de Impuestos.

El racismo propio (de estos liberales que no lo son, de los reaccionarios en general) les impide ver el racismo
en tanto fenómeno social. O dicho de otra manera, quienes son blancos se benefician de la suposición social
de que los privilegios raciales constituyen el statu quo, la normalidad.

Hace poco, el actual Embajador boliviano en Estados Unidos dijo textualmente en un foro al que asistí: “No
hay racismo en Bolivia, todos los bolivianos somos indígenas”. Los únicos que pueden decir esto, claro
está, son los blancos como él. Los indígenas reales están embarcados en diferentes estrategias para
convertirse en blancos o para aferrarse a su identidad contra los blancos, y no van a creer, excepto por
alienación, que en realidad los blancos no existen.

En este país los blancos han existido intensamente, han existido soberanamente. Por siglos aquí ha bastado
ser blanco para mandar en el mercado, el restaurante, el trabajo y la vida cotidiana. Y también, con algunas
excepciones, en el Parlamento y la política. Negar el racismo, entonces, es negar esta historia: por eso
resulta estratégico para quienes son los “culpables” y los beneficiarios de la misma.

En cuanto a esos indígenas notables que, sin llegar a tanto como negar el racismo, no aceptan que la línea
que divide a los bolivianos es su actitud respecto a la cuestión étnica, preguntémonos lo siguiente: ¿cuánto
de esa su notoriedad y aceptación social depende de ello? Ellos son los “indios buenos”, los que, como los
caciques coloniales, apoyan el orden social por el deseo inconsciente de mimetizarse con él, de volverse
“blancos honorarios”. Convierten así su ilusión personal en una condición social, imaginando una Bolivia
que es, en el fondo, la proyección de la visión sociológica de los blancos sobre sus propios cerebros.

* es periodista

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