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La pobreza de la filosofía se hace más patente cuando se tiene en

cuenta la condición corporal del espíritu humano. Un ángel se


conoce a sí mismo no por una idea sino por la intelección
inmediata de su esencia y conoce las demás cosas por visión
intelectual directa, de manera que no le queda espacio para el
sofisma del subjetivismo. Pero el hombre debe edificar la ciencia
con los materiales que le ofrecen los sentidos, y esta construcción
depende ciertamente, y mucho, del sujeto cognoscente: debe
hallar la esencia de las cosas integrando con paciencia sus
definiciones por medio de distinciones que no siempre son tales
en la realidad; tiene que componer proposiciones para declararse
en la verdad; debe construir un andamiaje de razonamientos para
seguir las estructuras causales de las cosas. La gran dificultad que
presenta la vía a la ciencia para el hombre es, justamente, el
discernimiento exacto de lo que pertenece a la cosa conocida y lo
que viene de nuestro modo de conocer. La grandeza de un
filósofo puede medirse por la perfección con que distingue lo que
pertenece a la lógica de lo que pertenece a la metafísica; y este
patrón de medida obliga a afirmar que la única filosofía con que
cuentan los hombres es la de Aristóteles y Santo Tomás. Todos
los demás o renguean del pie derecho, complicando la realidad
con las distinciones de razón – tendencia idealista –; o renguean
del pie izquierdo, pretendiendo simplificar la ciencia en razón de
la unidad de la realidad concreta – tendencia nominalista –; y
todas estas rengueras terminan en porrazo cuando se largan a
correr. El hecho es que el acceso a la ciencia exige el uso de
sutiles instrumentos lógicos, que sólo pueden aprenderse si uno se
pone con humildad y paciencia en la escuela de los únicos dos
grandes que mencionamos. De allí que se haga fácil hacer caer al
hombre en el pecado del escepticismo.

El primer principio doctrinal, entonces, que lleva a la liberación


del pensamiento de la esclavitud de la verdad, no es difícil de
defender. Afirma que todo conocimiento depende del sujeto
cognoscente, y hasta ahí es cierto, pues “todo lo que se recibe, se
lo recibe al modo del recipiente”1; pero agrega maliciosamente
que es imposible discernir lo que pertenece a la cosa de lo que
viene del sujeto. Y tiene a su favor que es muy difícil hacerlo con
toda precisión; aunque tiene en su contra que es un trabajo llevado
a cabo con perfección por lo mejor de las Escuelas católicas. Por
eso fue excusable que hubiera una cierta tentación de
escepticismo cuando el obispo de París, Esteban Tempier, apenas
fallecido Santo Tomás, condenara indebidamente unas tesis
tomistas, poniendo en duda la posibilidad de incorporar el
aristotelismo a la teología; pero después de la impresionante serie
de aprobaciones pontificias de la autoridad doctrinal del Doctor
Angélico, desde su temprana canonización en 1323 hasta la
Humani generis de Pío XII2, le está prohibido a un pensador
católico poner en duda la validez de sus procedimientos. De
hecho, el espíritu que surge con el nominalismo de Ockham, con
ocasión del fatal error de la condena parisina, no era el de un
simple desaliento teológico, sino que apareció ya el espíritu de la
revolución moderna.

El principio del subjetivismo puede darse en mil versiones


diferentes, como lo muestra la historia del pensamiento moderno:
“Ciertamente, la filosofía y aun la ciencia contemporánea han
estado fuertemente saturadas de subjetivismo. Porque, como se
comprende, el idealismo, psicologismo, criticismo, relativismo,
pragmatismo, instrumentalismo, inmanentismo, agnosticismo,
etc., no son sino formas diversas y más o menos atenuadas de
subjetivismo gnoseológico. En la historia del pensamiento
moderno, éste se incuba en la metafísica cartesiana. Recibe
después forma sistemática en el idealismo empírico-espiritualista
de Berkeley. Se puntualiza, agudizándose, en la posición crítico-
escéptica de Hume. Interviene, seguramente como elemento
principal, en el criticismo kantiano. También se enlaza con el
asociacionismo de Stuart Mill y de Spencer. Aparece claramente
en casi todas las tesis del idealismo postkantiano, especialmente
de Fichte, Schelling y Hegel. No hay que decir cómo se muestra
en el propiamente dicho solipsismo. Por otra parte, toma una
dirección especialmente «agnóstica» en el positivismo, en el
neocriticismo francés, en el empirocriticismo y en las filosofías
antiintelectualistas contemporáneas. En el voluntarismo,
pragmatismo, intuicionismo e inmanentismo, especialmente; así
como en la mayor parte de autores historicistas y existencialistas,
cobra una dimensión relativista exagerada, cuando no claramente
escéptica. Lo mismo podría decirse de las exageraciones
gnoseológicas de la moderna crítica científica, debidas en gran
parte al ambiente subjetivista creado por el idealismo y sus
consecuencias. Se reduce cualquier juicio al sujeto que juzga; se
limita, en definitiva, la validez de la verdad al sujeto. Claro está
que el alcance de tal subjetivismo del conocimiento diferirá de lo
que se entienda por sujeto y de si la conciencia cognoscente está
más allá de toda organización psicofísica. Más, en realidad, se
tiende siempre a identificar en lo posible el sujeto con el objeto,
perdiéndose el sentido de la verdadera trascendencia. La mayor
parte – por no decir todas – las posiciones subjetivistas han sido
señaladas y condensadas al condenar la Iglesia Católica el
modernismo”3. A nosotros sólo nos importa considerar ahora el
modo como el catolicismo liberal, después del largo proceso del
pensamiento moderno, asumió el principio del subjetivismo en la
doctrina modernista, para poder compararlo luego con el
pensamiento conciliar; lo que pasamos a tratar en el segundo
punto del cuerpo de nuestro artículo.
1 I, q. 75, a. 5 : “Manifestum est enim quod omne quod recipitur in aliquo, recipitur in eo per modum
recipientis. Sic autem cognoscitur unumquodque, sicut forma eius est in cognoscente”.
2 Cf. Santiago Ramírez OP, Introducción a Tomás de Aquino, BAC, Madrid 1975, «Autoridad doctrinal
de Santo Tomás», p. 161 a 271.
3 Enciclopedia de la Religión Católica, «Subjetivismo», tomo VI, col. 1523.

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