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Entradilla con motivo de la re-publicación de este texto en ernestocastro.tumblr.

com, el
28 de abril de 2018: Vuelvo a publicar aquí este texto que escribí en 2011 sobre el 15-
M para la revista Mamajuana. Dirigida por Unai Velasco y Marc
García, Mamajuana pretendía convertirse la revista de los escritores nacidos a finales
de la década de 1980 y comienzos de la década de los 1990. Pero, después de una
fiesta de presentación en Madrid cuyo abracadabrante relato me reservo si eso para
mis memorias, no pasó de los pocos meses de existencia. Como muestra de juventud,
el primer número se abrió con una entrevista a Álvaro Pombo, que entonces tenía 72
años. Puesto que la revista se fundó al poco tiempo del 15 de mayo de 2011, se
improvisó una sección, dirigida por un servidor, que no recuerdo si era de política o de
ensayo –entonces, en mi mente, las dos cosas eran la misma. Esta experiencia
confirmó mi ineptitud como editor y la futilidad de cualquier proyecto generacional. Los
pocos ensayos que se publicaron en esa sección están citados en las notas a pie de
página de este texto. Escrito fervorosamente durante las primeras semanas de la
Acampada Sol, este texto es básicamente una perorata sobre filosofía y economía que
toma como chivos expiatorios a Stéphane Hessel y a Friedrich Hayek. Su lectura
probablemente no tenga hoy más interés que el de constatar lo optimista que fui al
comparar al 15-M con Mayo del 68. Ahora que se cumplen 7 años del primer
acontecimiento y 50 del segundo, quizás sea el momento de analizar más
sosegadamente su influencia respectiva. Por mi parte, las reflexiones que aquí esbozo
sobre la psico-política de la indignación las volvería a firmar, aunque no con ese estilo
jaculatorio –ni tampoco con esos párrafos, más largos que un día sin pan.

NOTAS APRESURADAS SOBRE AQUELLO QUE TÚ YA SABES.

“El conflicto político, en suma, designa la tensión entre el cuerpo social


estructurado, en que cada parte tiene su sitio, y la “parte sin parte”, que
desajusta ese orden en nombre de un vacío principio de universalidad, de
aquello que Balibar llamaba égaliberté, el principio de que todos los hombres
son iguales en cuanto seres dotados de palabra. La verdadera política, por
tanto, trae siempre consigo una suerte de cortocircuito entre el Universal y el
Particular: la paradoja de un singulier universel, de un singular que aparece
ocupando el Universal y desestabilizando el orden operativo “natural” de las
relaciones en el cuerpo social. […] En este sentido, “política” y “democracia”
son sinónimos: el objetivo principal de la política antidemocrática es y siempre
ha sido, por definición, la despolitización, es decir, la exigencia innegociable de
que las cosas “vuelvan a la normalidad”, que cada cual ocupe si lugar… La
verdadera lucha política, como explica Rancière contrastando a Habermas, no
consiste en una discusión racional entre intereses múltiples, sino que es la
lucha paralela por conseguir hacer oír la propia voz y que sea reconocida como
la voz de un interlocutor legítimo.”[1]

I. SUSPENSIÓN POLÍTICA DE LA INDIGNACIÓN

Es un tópico pero hay que repetirlo: Indignaos de Stéphane Hessel es


indignante. De verdad, el libro no alcanza el rango de panfleto, su lectura exaspera al
mejor puesto. Os recomiendo encarecidamente no leerlo. Hessel es, en muchos
sentidos, un impostor intelectual. El padrino de una revuelta a la que no ha sido
invitado. La incompetencia del autor es análoga a la falta de pretensión del libro.
Reconozcámoslo, Hessel ha sabido (al menos) cubrirse la retaguardia. No será
sorprendido dando un paso en falso porque no se ha movido un ápice de la más
cómoda de las posiciones políticas, aquella del observador conformista que se dedica
a llamar en abstracto a la indignación por lo sucedido. Hessel utiliza el martillo de la
denuncia moral y toca superficialmente todos los palos de la actualidad internacional,
golpea todas las esferas de la política y no llega a romper ninguna. La dureza de mis
palabras está justificada, la vaciedad del texto es proporcional a su éxito. Sólo las
exageraciones son verdaderas en este momento, sólo a través de la exasperación
puede la crítica adecuarse a una realidad fuera de quicio. El único modo de hacer
justicia a lo acontecido consiste en llevar la crítica hasta sus últimas consecuencias. Mi
compromiso con un movimiento que algunos quieren emparentar con el libro de
Hessel me lleva a responder con el rechazo más brutal y vulgar del que soy capaz. Si
este indocumentado está llamado a ser el guía espiritual de los insurrectos de
comienzos de siglo –algo así como el Marcuse de la próxima generación-, apaga,
desmonta el camping-gas y vámonos de Sol. La revuelta requiere de pensadores a la
altura de las circunstancias, intelectuales que generen modelos interpretativos acerca
de las motivaciones, los fines y la articulación estructural del movimiento, analizado
desde los hechos mismos. Estamos hartos de tanto sermón moralizante. La referencia
constante de los media al panfleto autobiográfico de Hessel falsea lo acontecido en
Sol al reducir su espontaneidad, originalidad y singularidad políticas a mero reflejo
colectivo de un sentimiento de indignación moral. El panfleto concluye incitando a los
jóvenes a indignarse en abstracto contra el primer mal que encuentren: “sólo es
preciso mirar en derredor para encontrar algo de que indignarse”, afirma. Estamos
ante la típica estrategia reaccionaria – también conocida como operación Narciso-
apelar a los sentimientos morales propios de un “alma bella” en vez de canalizar el
potencial emancipatorio de la multitud en el campo de la política. Hessel apuesta por la
reforma de la interioridad espiritual en vez de poner el punto de énfasis en una
revolución política que transforme las condiciones materiales y organizativas de la
sociedad. No olvidemos que la indignación que Hessel propone hace mucho más
manejables las demandas de la gente. De buenas intenciones y sentimientos morales
se encera el suelo de Infierno cada mañana. Las intervenciones políticas generan
efectos tangibles, perdurables, efectos inesperados. La moral de las pasiones no
resiste a una satisfacción parcial de las demandas. La indignación sublima la política
en moral.
Tal vez la distinción no es tan tajante como nos gustaría pensar, la situación en
Sol es ambivalente. El acto preformativo a la base del 15-M está a medio camino entre
la política y la moral: los que fueron desalojados el primer domingo compartían la
voluntad de expresar de un malestar social común a todos. Y digo bien, malestar. La
propia palabra debería ponernos sobre la pista psicoanalítica del asunto. Y es que
para analizar un acontecimiento de estas dimensiones se hace pertinente acudir al
instrumental analítico suministrado por la izquierda lacaniana. Con Badiou, el 15-M se
podría describir como un Acontecimiento que produce de un modo inesperado un
cuerpo de subjetividad colectiva.[2] Si apelamos a Laclau, diríamos que en Sol se ha
constituido un pueblo en sentido político. Éste tiene su origen entre una lógica de
equivalencias entre un conjunto de demandas heterogéneas y plurales, elevadas a un
poder que hace oídos sordos de lo que sucede “ahí abajo”. En términos de Claude
Lefort –un teórico ajeno al psicoanálisis, pero cuya teoría tiene puntos de contacto con
los pensadores ya citados-, el enfrentamiento entre los insurrectos y las fuerzas de la
ley representa el conflicto entre lo político –la emergencia de una parte sin parte que
reclama sus derechos como interlocutor legítimo de los poderes establecidos, cuya
irrupción trastoca el orden natural de las cosas- y la política –la regimentación
administrativa de las cosas que se asegura de su reproducción en el poder-. En
resumen, la esencia política de Sol se encuentra en este particular proceso de
encarnación colectiva en que lo singular deviene universal.
Indignación es el fetiche conceptual, el velo discursivo que encubre la
contradicción existente entre la base del movimiento y la justificación del mismo. Hay
un abismo entre la actividad concreta del movimiento –su capacidad de concentración,
organización, intervención- y las razones que se aducen en su defensa en el plano de
la teoría. El encubrimiento discursivo de este abismo tiene un nombre: ideología. La
apelación abstracta de Hessel a la indignación como palanca de cambio político es
ideológica en varios sentidos. En primer lugar, es ilusorio e utópico -en el peor sentido
de la palabra- considerar que un mero posicionamiento moral respecto de la situación
global puede solucionar algo. La indignación, al igual que el rechazo abstracto a la
totalidad de lo existente, es el presupuesto y de ningún modo la consecuencia del
proceso de transformación social. El razonamiento que conduce de las premisas
morales a las conclusiones políticas está todavía por ser acometido. El
posicionamiento moral forma parte –en todo caso- del contexto revolucionario, la
indignación moral puede ser el acicate para que muchas personas salgan a la calle,
pero de ningún modo el contenido de una revuelta con pretensión transformadora. En
resumen: el libro de Hessel registra un síntoma, de ningún modo propone una
solución.
Diría más, el síntoma recogido bajo el lema “indignación” no esconde nada
bueno. Estamos ante un síntoma reactivo, a poco que analicemos la disposición moral
del indignado. El indignado se posiciona por encima de aquello que le produce
indignación; la indignación implica un sentimiento de superioridad moral; gracias a ella,
quien se indigna consolida un estatus de autonomía y pureza. Esta es precisamente la
posición que debe evitar cuidadosamente la población comprometida con el
movimiento. Apartada en el rincón del bipartidismo, enfangada por la corrupción y la
partitocracia, la democracia no se ha movido un palmo del lugar donde la dejamos
abandonada, a saber: al margen de nuestras prácticas cotidianas, en la periferia de
nuestras preocupaciones, desplazada del cuerpo de nuestros intereses. En muchos
aspectos, nadie es inocente de la situación por la que estamos pasando. Esto cabe no
olvidarlo, no sólo en materia política, también económica: se paga caro la participación
en la burbuja inmobiliaria que gran parte de la población secundó. Si el origen remoto
de la burbuja económica se encuentra en el abaratamiento de los tipos de intereses
por los Bancos Centrales, también es cierto que la moral de la especulación, la
voluntad de ganar dinero fácil a corto plazo y la falta de conciencia respecto del
medioambiente fueron los detonantes en nuestro país de la burbuja inmobiliaria y sus
nefastas consecuencias. La crisis económica, el descrédito político y la alarma
medioambiental no es consecuencia de una conspiración mundial a cargo de un
mandamás que le tiene especial inquina “al pueblo”. Hemos participado hasta este
momento en nuestro propio desplome, lo hemos hecho con el goce satisfecho y la
conciencia tranquila. Ahora, más que nunca, se hace necesaria la autocrítica.
Los conceptos que deberían manejarse a la hora de glosar interpretativamente
lo acontecido habrían de ser: “participación democrática”; “concentración subjetiva” y
“condensación representativa”. En Sol se afirma una dimensión de la libertad que
rompe los márgenes de la libertad negativa –ausencia de coerción por parte del que
posee el monopolio de la violencia legítima-. Aquí radica la distinción entre libertad y
emancipación política: ésta última es algo más que la elección dentro de una opción
predeterminada en un casillero donde todas las alternativas están conmutadas.
Algunos simpatizantes del movimiento le han acusado de no hacer uso de la
violencia, mientras que otros celebran la actitud pacífica y la voluntad dialogante de las
reuniones asamblearias. Unos apelan a la mitología del pueblo en armas, la violencia
sagrada benjaminiana, la negación de todo lo existente. Otros consideran una traición
de los ideales democráticos el recurso a la violencia como medio, asumen que la
democracia real empieza en la propia actitud que tiene la asamblea con las fuerzas
que le son externas, asumen que el diálogo es una herramienta irrenunciable, bajo
ninguna excusa están dispuestos a poner en suspensión estos principios.[3] El tira y
afloja entre las dos posiciones ofrece una imagen nítida de lo que es un conflicto
político: las dos posiciones reclaman el mismo significante vacío (democracia real) con
fines muy distintos. Este conflicto supera la categoría de mera confrontación ideológica
al poner de manifiesto la ausencia de significado de la palabra en torno a la que se
combate. Esta indeterminación del significado de aquello por lo que se combate se
contrapone frontalmente al esencialismo liberal que afirma que democracia stricto
sensu sólo hay una, la caracterizada por la división y limitación de los poderes, la
existencia de unos derechos civiles, y, por supuesto, la persistencia de un
libremercado. Los debates internos al 15-M apuntan hacia el vacío estructural del
sistema: democracia no significa nada, ergo hay que donarle un significado. Se
requiere un esfuerzo más para ser democrático, el esfuerzo semántico de la donación
de sentido. Democracia no es una formación política que refleje un estado de cosas
natural -de toda la vida de Dios-, no estamos ante el punto de partida, sino ante una
meta. Un punto de llegada, un ideal político todavía no alcanzado y, añadiríamos,
inalcanzable: la democracia no es sino el proceso histórico de su persecución, de su
realización siempre incompleta, las luchas que se realizan en su nombre, la
emergencia de movimientos bajo su bandera.
Personalmente apuesto por el formato asambleario. Aún a sabiendas de su
ineficacia, gracias a él se ha dado un paso importante en la visibilización de nuestras
exigencias y se ha puesto de manifiesto la capacidad organizativa del movimiento. El
reto del movimiento consiste en ser capaces de sacar algo en claro entre todos a partir
de esa cadena de disensos y ese magma informe de propuestas de consenso. La
tensión, por el momento, es buena. A partir de aquí, pedir el levantamiento del pueblo
en armas es un deseo piadoso, una adherencia melancólica de la tradición
revolucionaria que –recordemos- no siempre ha salido bien parada. Un mito, nada
más. Todos los fenómenos relacionados con el 15-M se mueven dentro del ámbito
estrictamente democrático. Expresarse con expresiones grandilocuentes a lo jacobino
–“la virtud sin el terror es impotente, el terror sin la virtud funesta”[4] - supone
tergiversar lo sucedido. Peor aún recuperar del desván las viejas y empolvadas
consignas de la tradición revolucionaria. Recordemos que el 15-M surge a la sombra
de unas elecciones municipales como un gesto de protesta contra la falta de
alternativas políticas. En contra de la opinión de muchos, no estamos ante un síntoma
de la falta de crédito que tiene la democracia entre los jóvenes. El 15-M es
precisamente un síntoma de lo contrario, una interiorización reflexiva del ethos
democrático como horizonte irrebasable e irrenunciable de la política. En Sol se
articula una crítica inmanente del sistema que primero asume los ideales democráticos
y después exige su cumplimiento. En resumen, un debate interno al ethos
democrático, no una ruptura radical con la situación presente. El axioma que rige las
asambleas no es tanto la igualdad radical como la inclusión de las diferentes
perspectivas. Este formato potencia la escucha activa y el pensamiento colectivo: se
busca siempre el mínimo común denominador entre las diferentes opiniones. Una
dialéctica inclusiva que busca articular una política de mínimos, que trabaja en lo
común en vez de subrayar las diferencias. Autores tanto de la tradición liberal como de
la republicana han insistido en la inviabilidad de una democracia meramente formal y
administrativa que no se apoye en alguna forma de virtud. Toda forma de organización
social que no se sustente sobre la base de una aceptación subjetiva, que no cuente
con la conformidad de los individuos, que no sea depositaria de la confianza de los
ciudadanos, está condenada a morir. Hasta ahora no había un espacio en el que
pudieramos posicionarnos respecto de la actualidad política. En Sol algunos estamos
aprendiendo a pensar en una democracia sin las muletas del sistema electoral, sin el
espectáculo de la campaña publicitaria, sin la distancia fría e indiferente de quien
inspecciona la lenta caída de una papeleta en un sobre dentro de una urna. En Sol se
ha creado un espacio público de debate imprescindible para cualquier sociedad
democrática que se precie –incluso una democracia parlamentaria con todas sus
deficiencias como es la nuestra-: un espacio de confrontación crítica de nuestras
opiniones, un lugar donde compartir y aprender a escuchar. Algunas asambleas son
mano de santo para tímidos, un freno para locuaces y una buena lección gente dura
de mollera. Germán Cano me comentó recientemente que desde el gremio de los
psicoanalistas miran con reticencias los efectos colaterales del 15-M. Ahora que se ha
creado un espacio de transferencia y catarsis como son las asambleas, algunos temen
que su labor de escucha atenta y silenciosa sea prescindible…
II. EL PLANIFICADOR QUE NO TIENE PLAN

En el ámbito filosófico Hessel combina una fascinación gruppie hacia Sartre y


un conocimiento de Hegel de manual de secundaria. Amparado bajo el texto de
Benjamin sobre el Angel Novus, nuestro autor confronta dos concepciones de la
historia: la primera -que él suscribe- afirma que la historia consiste en el despliegue
implacablemente la libertad humana; la segunda –puesta en boca de una caricatura
del neoliberalismo- concibe el progreso como un proceso acumulativo. Hasta aquí la
teoría. La palabra acumulación aparece en el texto como un mantra –al igual que
tantas otras: capitalismo, como no, a la cabeza de todas ellas-. El autor no especifica
qué se acumula, quién acumula, cuales son los mecanismos de dicha acumulación
-dado que no maneja con precisión el concepto marxiano de acumulación del capital-.
Tampoco explica porqué habría de ser deleznable en sí la perspectiva evolutiva que
sostienen liberales à la Hayek que conciben el surgimiento, cristalización y
perpetuación de las estructuras sociales como un proceso contingente que, en último
término, perpetua aquello que funcionó en el pasado. Y si sobrevivió, debió ser por
algún motivo, concluyen los autores liberales. Aquello que sobrevivió a la criba de la
historia es interpretado en clave popperiana: los ideales y las estructuras organizativas
del liberalismo –y de otras tradiciones de pensamiento político- son leídos como
hipótesis susceptibles de falsación, arriesgadas conjeturas que por el momento han
sido corroboradas por los hechos empíricos, mostraron su utilidad histórica en la
capacidad que tuvieron de adecuarse a los deseos y aspiraciones de los individuos.[5]
En la práctica, la conjetura liberal se muestra como la menos mala de las alternativas
frente a otras hipótesis refutadas de raíz por los hechos históricos.[6]
Muchas críticas se podrían realizar a esta sesgada lectura de la Historia que
convierte a los ideales y estructuras sociales de la sociedad realmente existente poco
menos que en la cúspide del proceso evolutivo. Hayek invoca la excelencia de libertad
por la capacidad que tiene el ser humano de transformar inesperadamente sus
condiciones de existencia, y a renglón seguido fetichiza la sociedad realmente
existente. Según este enfoque, uno debe ser tan libre como para poder cambiarlo
todo, pero no tanto como para modificar las estructuras organizativas de la democracia
liberal… Para los hayekianos cuando hablamos de la fraternidad que invocan los
republicanos, la autocontención a la que llaman los ecologistas y la redistribución que
exigen marxistas y socialistas, estamos hablando poco menos que de eslabones
perdidos en la cadena evolutiva, objetos de anticuario recogidos en algún yacimiento
arqueológico, reductos de un atavismo primordial. “Sus demandas de una distribución
justa, [y de una sociedad] en la que el poder organizad se aplica para asignar a cada
uno lo que se merece, son, pues, estrictamente hablando un atavismo.”[7] Este tipo
de reliquias del pasado no sólo están de facto en peligro de extinción, sino que han
perdido todo su sentido en una sociedad económicamente compleja. Según Hayek, la
solidaridad es el residuo de formas de cooperación en sociedades en las que todos los
individuos se conocían cara a cara. En este contexto social, la cooperación solidaria
no sólo era posible sino además positiva: cualquier individuo podía disponer de la
información requerida para conocer las necesidades de sus compañeros y saber en
qué tareas era necesaria su cooperación. Esto deja de ser viable en sociedades
económicamente complejas como la nuestra. Nuestra existencia depende de la
actividad personas que no llegamos a conocer y, en este punto, las limitaciones del
conocimiento humano tocan su techo: dado que no sabemos quién es ese otro, ni
cuales son sus deseos, no podemos ayudarle de primera mano. La solución liberal a
esta limitación cognitiva es bien sencilla: los precios recogen toda la información
necesaria para la cooperación intersubjetiva. La intersección entre oferta y demanda
registra adecuadamente los intereses, deseos y necesidades de todas aquellas
personas que participan en el mercado. La mejor estrategia para ayudar al prójimo en
términos económicos es buscar la prosecución de nuestros propios intereses y dejar
que la mano invisible haga el trabajo sucio: conciliar la persecución de intereses
personales con el equilibrio general del mercado en torno a un óptimo en la asignación
de los recursos siempre limitados para satisfacer las necesidades y deseos de la
comunidad política. El mercado, ese gran alquimista que traduce vicios privados en
virtudes públicas, según la famosa formulación de Smith. En términos más precisos, la
teoría política liberal se apoya en los teoremas de la economía del bienestar
formulados por escuela neoclásica -en un marco competitivo todo equilibrio general
walrasiano es un óptimo paretiano-. Estos teoremas excluyen por completo varios
fenómenos: los bienes públicos, para los que no operan los mecanismos de precios de
mercado; las externalidades que dimanan de tales bienes colectivos; y los
rendimientos crecientes derivados de dichos efectos externos, que permiten el
surgimiento de monopolios. Su presencia hace imposible la descentralización de una
asignación óptima de recursos mediante un sistema walrasiano de precios e invalida la
equivalencia entre equilibrio competitivo y óptimo paretiano. Ello justifica la
intervención del Estado en la economía de mercado: uso de fondos públicos para
subvención de empresas privadas. En castellano, esto significa dos cosas: a) Los
precios no recogen, ni de lejos, todos los intereses de los individuos que participan
activamente en el mercado –y no digamos ya los intereses de amplios sectores de la
población mundial que no juegan un papel relevante en el mercado-. b) Bajo el
apotegma ideológico del “Estado mínimo”, se encuentra un Estado que se sabotea a sí
mismo y ciertamente se reduce a nada; los fondos públicos van a parar a
subvenciones y desgravaciones en beneficio del sector privado para activar el motor
de crecimiento; estamos ante el suicidio del Estado que atenta sistemáticamente
contra los bienes públicos para entregárselos a particulares en bandeja. Rémy Herrera
resume: “en la época del neoliberalismo triunfante y del desmantelamiento del Welfare
State, lo que nos dicen, tras la impresionante fachada de sus ecuaciones matemáticas,
es que el Estado debe ponerse en acción contra los bienes públicos. […] Esta figura
apofántica de un planificador sin planificación, que funciona por negación de la
negación, a la manera de cierta tradición teológica, es algo más que un intento de
definición del mercado, ese Dios económico de la modernidad.”[8]

III. “POR MUCHO QUE LAS MIRES, NO VAN A DESAPARECER”

Regresemos a Hessel. El francés acierta al situar frente a la interpretación


liberal de la Historia su peculiar versión de los hechos: la Humanidad tiene un “gran
plan emancipatorio” que se desenvuelve objetivamente por debajo de los
acontecimientos históricos. Una versión teleológica del progreso que, dicho sea de
paso, nuestro querido Hessel se ha sacado de la chistera. Estamos ante una lectura
de la Historia que ejerce una terrible violencia hermenéutica sobre lo sucedido en
orden a apuntalar una imagen voluntarista del progreso. La tesis de esta interpretación
cándida y bienintencionada se podría resumir de un modo más sencillo en el siguiente
apotegma: “la Historia progresa porque yo lo quiero”. Hessel escribe desde la atalaya
privilegiada de su portátil, desde ahí reinterpreta a la fuerza la Historia como le viene
en gana. No conozco su cara, pero me lo imagino como un hombre que cierra con
fuerza los ojos ante todas esas catástrofes que tan de pasada refiere en su libro,
mientras se repite para sí una y otra vez: “no decaigas, el espíritu objetivo de la
Historia sigue con nosotros”. El libro de Hessel replica el formato y la ideología de los
manuales de autoayuda. Al igual que estos, reinterpreta todos los problemas como
problemas de actitud, frutos de una perspectiva incorrecta sobre nuestra propia
existencia, solubles con sólo modificar levemente la óptica de lectura: a fuerza de
exégesis la Historia deviene un progreso sin retorno, a fuerza de mirar con indignación
a lo que nos rodea uno deviene un revolucionario, etc. Cabe recordarle a Hessel las
sabias palabras de mi madre cuando había de comer judías verdes y yo, que no
pensaba tragarme esa bazofia de ningún modo, me quedaba cruzado de brazos,
sentado en la mesa y con cara de enfado. “Por mucho que las mires, no van a
desaparecer”, son sus palabras. Moraleja: las judías verdes, al igual que los
problemas, no basta con mirarlos. Los brazos cruzados y la cara de enfado son, en
este punto, insuficientes.
Aquello que Hessel no termina de comprender es que su concepción de la
historia -a parte de no encajar con el pensamiento de Benjamin sobre la cuestión- no
es una alternativa al enfoque neoliberal, sino una regresión a una concepción
teleológica de la Historia, cargada de un optimismo cándido e infundado. La irrupción
inesperada de miles de personas el pasado 15-M refuta precisamente esta concepción
ingenua y “progresista”. La revuelta no fue -ni será- teledirigida por el desenvolvimiento
de ningún espíritu objetivo; es el resultado contingente de la intervención activa,
voluntaria y consciente de unos individuos que no se resignan a aceptar el curso
natural de las cosas. Si de verdad se pudiera hablar de una teleología histórica
objetiva, de un desenvolvimiento objetivo de la humanidad hacia un fin, tal fin no sería
otro que el conformismo. Esta es la dirección a la que conduce el “curso natural de las
cosas” sin la intervención voluntaria y decidida de los individuos, esta es la dirección a
cuya contracorriente se levanta toda genuina irrupción revolucionaria.
Producto a partes iguales del azar y la intervención voluntaria de la ciudadanía,
estamos ante un acontecimiento que rompe con el horizonte de posibilidades pautado
por la agenda política. Lo sucedido nos obliga a reordenar nuestras coordenadas, en
el sentido geográfico del término: la acampada pasa a ocupar un espacio hasta
entonces políticamente neutral delante del cual pasábamos muchos de nosotros a
diario distraídos, sin prestarle mucha atención. Esta toma simbólica del espacio del
público implica una politización del ambiente en que muchos de nosotros nos
movemos sin tomar conciencia. El espacio deviene reflexivo: a partir de ahora el gesto
de pasar de largo sin prestarle ni siquiera un minuto de atención es ya una decisión
política, lo quieras o no. Lo que era un camino rutinario hasta el puesto de trabajo se
convierte en un camino lleno de tentaciones, para algunos, y de molesta confrontación
con las insurrectas fuerza de lo insalubre, para otros. El malestar se hace visible, toma
el espacio, se extiende a través de los diferentes barrios.
Recordemos el orden de los sucesos que se encuentran en la génesis del 15-
M. La intervención represiva de la policía el domingo 15 de mayo disuelve
violentamente la sentada de “cuatro mataos” que, de no haber sido por esta
“confrontación dialéctica” con las fuerzas de la ley, habrían vuelto a su casa con el
rabo entre las patas a la mañana siguiente. No obstante, la represión policial tuvo lugar
y las fuerzas del orden colaboraron malgré lui a generar el ambiente propicio para una
respuesta ciudadana a mayor escala. Las redes sociales y los nuevos sistemas de
comunicación hicieron su trabajo y la gente aprovechó el kairos que la policía,
descuidadamente, le había dado. La represión colaboró activamente en la producción
de efectos colaterales inesperados. El enorme poder de convocatoria que tuvieron la
quedada en Sol en respuesta de la represión policial el 15-M y la llamada en todas las
plazas de España el 27-M tras el desalojo de los acampados en Plaza Cataluña
(Barcelona) son ejemplares del mismo fenómeno, conocido con el nombre de efecto
Barbara Streisand: la censura genera las condiciones de posibilidad de lo censurado;
las demandas que, en principio no constituían un problema para las autoridades,
deviene un problema inmediatamente después de que las autoridades han decidido
tomar cartas en el asunto para atajar la situación, una vez ha intervenido como si la
expresión de tales demandas fueran un problema. O, por decirlo de un modo más
vulgar: la revuelta se hace posible a la sombra de la represión policial. La presencia de
esta antítesis, esta polarización entre las fuerzas del orden (cuerpos del estado) y las
fuerzas de la justicia (la población insurrecta) dio el empujón inicial a la oleada de
levantamientos revolucionarios en los países islámicos la pasada primavera. Y me
atrevería a decir que la tensión y radicalidad políticas que mantuvieron estos
movimientos a diferencia de los escasos resultados obtenidos hasta el momento en las
plazas de toda España se debe -entre otros factores- a la presencia en los países
islámicos de un enemigo simbólico encarnado en la figura singularizada del cacique de
turno.
Si la lucha por la democracia real es, principalmente, la pugna por conseguir
hacer oír la propia voz y que sea reconocida como la voz de un interlocutor legítimo,
entonces la represión policial es un momento de este proceso de reconocimiento –un
paso trágico pero en ocasiones necesario-. Aquél que se toma las molestias de
impedir la expresión de un colectivo reconoce, a su pesar, el malestar que le genera su
presencia. Al intentar reprimirlo, las fuerzas del orden reconocen implícitamente su
dignidad. La violencia aplicada sobre un colectivo le otorga cierta igualdad de
condiciones y, de facto, lo convierte en un interlocutor político del poder establecido.
La lucha política efectiva requiere de la fijación simbólica del enemigo. Una de
las enseñazas de Carl Schmitt es que la esencia de la confrontación política en la
constitución de una oposición binaria entre el amicus y el enemicus. La agenda política
más reciente no hace sino confirmar la intuición schmittiana: desde el entusiasmo
estadounidense tras el asesinato de Osama Bin Laden –una muerte que lo modifica
todo en el campo de lo simbólico y no modifica nada en el campo de lo real-, hasta la
virulencia de las revueltas recientes en los países árabes –donde fue determinante la
identificación del oponente con una cabeza visible (Mubarak, Gadafi, etc). La
población insurrecta en los países islámicos tenía a su favor una mayor definición y
concreción de las demandas, frente a la revuelta de los españoles que, por el
momento, no conoce ni Dios ni Diablo, no asume ninguna afinidad política y tampoco
se decanta por orientar sus dardos hacia ningún oponente simbólico. La presencia de
una fuerte oposición por parte de los poderes establecidos empujó a los insurrectos en
los países árabes tomar una decisión entre alternativas dicotómicas: radicalizarse o
abandonar la lucha. El movimiento español tiene que sortear las paradojas que surgen
de una lucha contra un enemigo tan etéreo y vaporoso como es el sistema de partidos
de la democracia representativa española o el injusto sistema capitalista. Máxime
cuando los candidatos que salieron triunfantes de las elecciones municipales han
adoptado la postura del laissez faire: no intervenir activamente con la policía en el
desalojo de los acampados, no vaya a ser que tengamos escenitas como las
reportadas desde Plaza Cataluña; mejor dejar que la revolución se consuma en sus
propios excrementos antes que propiciar escenas de violencia que caldeen los ánimos
de la población. La oposición expresa al movimiento brilla por su ausencia, ningún
partido político representativo ha condenado la acampada y por motivos estratégicos
algunos han llegado a identificarse con el movimiento.
Una de las debilidades y de los potenciales de lo sucedido en España es la
ambigüedad de las demandas y la indefinición del enemigo. La ambigüedad
imposibilita la instrumentalización de lo sucedido al servicio de la agenda política de
los partidos y da una mayor universalidad al movimiento: al no atentar explícitamente
contra ningún poder y no afiliarse a ninguna ideología mucha más gente puede
identificarse con sus objetivos. Unos objetivos que están todavía en el aire, unos fines
que no son el punto de partida, sino la meta a alcanzar a través del procedimiento de
reunión asamblearia.
La indeterminación política –la dificultad de sacar adelante una propuesta
dados los requisitos de unanimidad en el recuento de votos- es el principal problema al
que se enfrentan aquellos que quieren salir de las asambleas con algo más que la
vaga sensación de haber perdido el tiempo. Como ha apuntado Germán Cano, el
formato asambleario es la peor pesadilla para el alma bella. [9] Los utopistas que
aspiran a modificar la sociedad desde sus cimientos con un solo gesto se enfrentan a
largas rondas de intervenciones. El viejo apotegma –“we want it and we want it now”-
se hace polvo bajo horas de votaciones protocolarias, las rondas de intervenciones se
subdividen ad infinitum –dudas, matices, muestras de disenso y propuestas de
consenso, etc-, las asambleas se alargan durante horas de pesada escucha y sin
apenas ningún resultado. ¿Cómo sacar una propuesta de consenso si las asambleas
son precisamente la conjugación ad infinitum de disensos y se ha estipulado como
requisito para sacar adelante una propuesta la completa unanimidad de la asamblea?
Las plazas españolas son en este momento un magma de intereses y propuestas que
apuntan en todas direcciones –cada uno disparando contra su bestia negra particular-.
Nos enfrentamos al problema de la investidura: ¿cómo nombrar a un movimiento
acéfalo que se expresa por múltiples canales de voz y no reconoce representante
alguno? En términos lacanianos ¿cómo significar un sujeto colectivo que no asume
ningún Significante-Amo?
Esta supuesta neutralidad del movimiento también tiene que ser enjuiciada: a
nadie se le escapa las analogías –cuanto menos visuales- entre la acampada y la
estética perroflauta. Conforme avanza el tiempo, se fija un número finito de caras
conocidas que comienzan a dominar en las asambleas. La idea de que en el momento
en que un participante activo de las comisiones desfallezca de cansancio, será
sustituido por una cara anónima con las mismas capacidades de cooperación, es
evidentemente ilusoria. El tiempo hace mella en los acampados y las rencillas dentro
del campamento se incrementan. En los últimos días se está evaluando y decidiendo
si es mejor levantar el campamento de Sol, ahora que todavía tienen un control de la
situación, antes de que las tensiones internas entre los acampados terminen
devorando el movimiento en su conjunto. Con el paso del tiempo, la supuesta
neutralidad inicial de los comprometidos deja paso a una polarización de intereses.
Irremediablemente, el principium individuationis vuelve a hacer de las suyas una vez
se ha normalizado la orgía inicial de expresión colectiva. El número de asistentes a las
asambleas se reduce, afloran a la luz los sesgos ideológicos entre los penúltimos de
Filipinas y la fusión inicial con el Uno-Todo da paso a una ronda de preguntas: ¿qué
hacer después de la orgía?, ¿cuál será el siguiente paso una vez que hemos hecho
visible nuestro malestar?, ¿en qué dirección y bajo que articulación política canalizar
las demandas de la gente? Ya se sabe, post coitum melancolia. Con la propuesta de
desmontar la acampada, la mayoría de los comprometidos con el movimiento
apuestan por una imagen del movimiento menos comprometida con la estética perro-
flauta. Las incógnitas en este punto son abundantes. En caso de levantar el
campamento, se teme que no exista alternativa a la presencia física de la gente en las
asambleas. En caso de mantener el campamento, la pregunta es ¿hasta cuando?
Quizás la presencia de los acampados en las plazas de España, en vez de ser un
signo de fortaleza, sea el síntoma de la derrota política del movimiento, que no supo
saltar a otro estatus político y se quedó estancado en el formato del asentamiento
okupa y de comedor social. Si el movimiento necesita todavía de la llave de la
acampada, ello significará su dependencia de la visibilidad mediática, una visibilidad y
una atención que muchas cadenas de televisión ya le han retirado. ¿Es el 15-M algo
más que el reality show de la insurrección que está por venir? La visibilidad
internacional del movimiento está empezando a ser algo fundamental desde que
algunos candidatos socialistas italianos han aparecido ante los medios de
comunicación con camisetas con la imagen impresa de la Puerta de Sol. Nos
encontramos ante la misma situación a la que se enfrentó Kant: la revolución francesa
devorando a sus propios hijos es algo terrible para los ciudadanos franceses, y un
espectáculo sublime si se contempla desde la distancia prudencial del Estado
prusiano. Del mismo modo, las conexiones en directo con Sol generan un sentimiento
de estupefacción en el espectador de otros países europeos, mientras que para un
transeúnte madrileño se ha convertido en el pan de cada día. Pero ya se sabe: “por
mucho que la mires [la acampada] no va a desaparecer.” Buena advertencia para
políticos que se hacen los suecos y miran para otro lado. Mejor advertencia para
simpatizantes que creen –con toda la razón- que mantener la acampada de Sol
enturbia la imagen del movimiento y lo confunde con un asentamiento okupa para
perro-flautas y gitanos.
Ahora, después del éxito de la convocatoria pasada del 19-J queda por ver si,
sin la atención de las cámaras, el movimiento es capaz de emanciparse de la cuna
mediática en la que nació. Todos los ojos están puestos en este significante
desbordante llamado 15-M que todavía nadie ha podido ni ha sabido –gracias a Dios-
domesticar.
[1] Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, ed. Sequitur, Madrid, 2009, p. 26.

[2] Cfr. el texto de Timothy Appleton en que interpreta el 15-M a partir del marco
conceptual de Badiou, en MAMAJUANA:

[3] Como ya he dicho en otro lugar, la apuesta por la violencia cae en contradicciones
insolubles. Por violencia se puede entender varias cosas: (i) violencia en sentido
empírico como sinónimo de agresión física; (ii) violencia en sentido comunicativo como
sinónimo de disenso; (iii) violencia en sentido especulativo como sinónimo abstracto
de destrucción creativa. La apuesta por la agresión me parece inútil y
contraproducente; esta medida traiciona los fines democráticos que legitiman e
insuflan influencia al movimiento 15-M. La apuesta por el disenso me parece
innecesaria y redundante; este tipo de confrontación comunicativa es el pan de cada
día en las asambleas. Por último, la apuesta por la destrucción creativa la concibo en
última instancia como el fin último de toda revuelta que quiera abrir nuevos horizontes
políticos y económicos. (Cfr. el “Breve elogio de la violencia” de Luciana Cadahia, en
MAMAJUANA: )

[4] Robespierre: Virtud y terror, ed. Akal, Madrid, 2010, p. 220.

[5] “Mientras que la tradición racionalista presupone que el hombre originariamente


estaba dotado de atributos morales e intelectuales que le facilitaban la transformación
deliberada de la civilización, la evolucionista aclara que la civilización fue el resultado
acumulativo costosamente logrado tras ensayos y errores; que la civilización fue la
suma de experiencias, en parte transmitidas de generación en generación, como
conocimiento explícito, pero en gran medida incorporada a instrumentos e instituciones
que había probado su superioridad.” (F. A. Hayek: Los fundamentos de la libertad,
Unión, Madrid, 2008, p. 90.)

[6] Para los liberales la pregunta esencial es: ¿la experiencia de los totalitarismos
refuta la hipótesis comunista de una vez por todas? Su respuesta es afirmativa.
Muchos autores de izquierda consideran que el planteamiento de la pregunta ya está
sesgado ideológicamente y, recientemente, están surgiendo incógnitas alternativas:
¿cual es el status histórico de los ideales emancipatorios?, ¿estamos ante un ideal
regulativo ahistórico, en sentido kantiano, al que nos aproximamos sin llegar nunca
alcanzarlo?, ¿es quizás un axioma presupuesto por toda emergencia revolucionaria?
(Cfr. A. Badiou: Circonstances 5: l’hypothese communiste, Lignes, París, 2009.; C.
Duzinas & S. Zizek: The idea of communism, Verso, London, 2010.)

[7] F. A. Hayek: “Epilogue: the Three Sources of Human Values”, en The Political Order
of a Free People, vol. III de Hayek (1973-1979), p. 165.

[8] R. Herrera: Estado y crecimiento. Contra la ciencia (ficción) neoclásica, Maia,


Madrid, 2010, p. 73.

[9] Cfr. Germán Cano: “Laboratorio Sol” en MAMAJUANA:

EPÍLOGO. EL “ESPÍRITU DE MAYO”

Considero especialmente peliagudo buscar cualquier paralelismo entre Mayo del 68 y


el 15-M. En primer lugar, por una cuestión de modestia: las pretensiones y el alcance
de Mayo no son comparables con la nula repercusión que ha tenido el 15-M hasta el
momento en el sistema productivo español. La revuelta estudiantil del 68 tuvo una
tímida incidencia en las fábricas, pero la tuvo, propiciando más de una huelga. Los
acampados –gran parte de ellos no-estudiantes, otro punto de diferencia respecto del
sesgo teenager de Mayo– no han encontrado todavía las sinergias con la clase
trabajadora. En parte porque la susodicha clase está en peligro de extinción. La clase
de los parados puede manifestarse, pero no entrar en huelga -hagan lo que hagan,
seguro que no faltarán a su puesto de trabajo-. Otra diferencia notable son las
repercusiones que tuvo el 68 en el campo de la literatura, la teoría y el arte. Aquí, la
historia todavía no está escrita para nosotros. Está por ver qué poso histórico dejará
esta revuelta, cual será el recuerdo que se tenga en el futuro de lo sucedido el 15-M.
Nunca ha sido más cierto el dictamen “toda historia es un estudio del presente” que
cuando se hace historiografía de este tipo de acontecimientos: el relato de las
revoluciones del pasado refleja con precisión las luchas ideológicas del presente. Un
síntoma de nuestra distancia respecto del paradigma que marcó el 68, precisamente,
la mala memoria de la que goza el Mayo francés entre nosotros. La imagen que
tenemos de ellos no les sitúa en una posición revolucionaria demasiado honrosa:
jóvenes parisinos que empiezan a manifestarse para exigir la existencia de colegios
mixtos y que, por una serie de circunstancias que no vienen al caso ahora,
desencadenan una oleada de cruentas luchas con la policía, las cuales llegan a su fin
con la llegada de las vacaciones verano. En lo estrictamente ideológico tenemos que
plantearnos la siguiente pregunta: ¿es posible encontrar algo en el “espíritu de Mayo”
digno de ser repetido si dejamos de lado el hedonismo, el consumo de estupefacientes
y la simbiosis entre creación artística y transformación política? A todos nos viene a la
mente la frase de Lacan: “vosotros lo que buscáis es un nuevo amo”. Y de tanto
buscar lo encontraron: el hedonismo será rápidamente capitalizado por las estructuras
del capital, las obras subversivas ingresaron en el Museo. En las décadas posteriores
al 68 dio comienzo la era de la flexibilización del trabajo y del radicalismo artístico
subvencionado. En lo artístico, la revolución sí fue televisada. Los otrora intelectuales
subversivos se apoltronan en la cátedra. El pensamiento de la diferencia deviene
apología de la falsa situación y de situaciones de precariedad laboral. Gente como
Negri y Hardt confunden flexibilización del trabajo y pluriempleo en su apología del
trabajo flexible que, según ellos, hace realidad la utopía comunista –“cazador por la
mañana, pescador por la tarde y crítico después de cenar”-. La nomadología queda
reducida celebración vacua de los viajes transatlánticos –lo mismo da el inmigrante
ilegal que cruza fronteras sin papeles que el millonario que viaja en business class
cuando lo importante es evitar quedar fijado a un territorio y atentar, siempre que se
pueda, contra nuestra propia identidad-. El pensiero debole se convierte en moralina
piadosa desde la conversión de Vattimo en un cristiano sin redención –si el
cristianismo con redención ya era pésimo, imagínense ahora sin él…-. Los Nouveaux
Philosophes se apropian de la terminología foucaultiana para salir a destiempo en
defensa de un pueblo que no necesita de su ayuda, un pueblo que ellos previamente
han descrito como una masa informe que no es capaz de otra cosa que no sea
expresar su sufrimiento –hacía tiempo que no se había visto una entelequia tan
ilusoria como esta-. El propio Foucault de sus últimos años sufre un desencantamiento
político, tras apoyar la malograda revolución iraní de Jomeini inicia su deriva ético-
estética: las encantadoras propuestas de las tecnologías del yo y del cuidado de sí son
el resultado de una claudicación política. Esta apuesta por formas de vida propias del
estoicismo romano tenía una sencilla divisa: “vivir una vida bella y dejar a los demás la
memoria de una bella existencia”. Esta retirada de la política al jardín de Epicuro de
fue secundada por otro grande del pensamiento francés contemporaneo, Jacques
Derrida y sus Políticas de la amistad. Con la Comunidad Inconfesable y la Comunidad
Desobrada, la política, que gracias a Derrida y a Foucault claudicó en charla con café
para tres e intercambio epistolar entre amigos, fue secundada por el ideal comunitario,
reducido a un lance amoroso y un ejercicio de escritura por Blanchot y Nancy.
He condensado apresuradamente a muchos autores de muy diferente signo
político y filosófico en un solo párrafo –y sé que caerán hostias por semejante hybris-
para decir algo que, en realidad, es muy sencillo: necesitamos una trama conceptual
que fije con mayor precisión los oponentes de los movimientos emancipatorios, una
forma de pensar la política que no se deje llevar por la retórica de la resistencia, la
diferencia o la deconstrucción –por mentar tres fetiches conceptuales del pensamiento
contemporáneo-. El primer paso consiste en matizar nuestra relación con la tradición
de pensamiento político. Para ello es importante dejar de lado el fetiche conceptual de
una “Modernidad homogénea” a la cual habría de enfrentarse frontalmente la filosofía
de nuestro tiempo. De modo análogo creo importante matizar mucho más la tradición
de pensamiento político de izquierdas que va de la Revolución Francesa hasta
nuestros días, caricaturizada con el rótulo de “paradigma jacobino” y que pone
especial énfasis en la formación de un partido que canalice el potencial revolucionario.
La pregunta que nos tenemos que formular es, ¿tiene sentido que el movimiento 15-M
se constituya como partido o es posible, como reza el título de un libro de John
Holloway, “cambiar el mundo sin tomar el poder”? En las asambleas hay el sentir
general de no quererse manchar las manos al respecto –cambiar el mundo sin
renunciar al modelo asambleario- pero en último término las propuestas de consenso
que salen adelante se refieren a modificaciones legislativas: modificar la ley electoral,
suprimir el Senado y las pensiones vitalicias, etc. Estas sólo se podrían llevar a cabo si
el 15-M se constituye como partido.
El rechazo a la organización de partido forma parte de ese “espíritu de Mayo”
que atraviesa el pensamiento contemporáneo.

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