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Blanca de Nona Fernández.

(Publicado en El cielo, 2018, Caballo Negro Editora, Argentina)

Antes de que muriera, la Blanca me visitó entre sueños. Apareció en la puerta de mi piso acá en
Barcelona, y me preguntó por qué no celebrábamos el 18 de abril. Mira, niña, decía, ¿por qué no
celebramos el 18 de abril? Yo le contestaba que no. No, Blanca, no es el 18 de abril el que se
celebra, es el 18 de setiembre. De algún lado aparecía un pañuelo y yo comenzaba a zapatear a su
alrededor. La Blanca se reía con la cueca improvisada y entre sus propias carcajadas repetía que no.
No, niña, es el 18 de abril, el 18 de abril. Desperté a medianoche con su voz dando vueltas en mi
cabeza y con el estómago apretado. Cada vez que pensaba mucho en la Blanca, me pasaba. Sentada
en la cama, sentí que debía llamarla. No me fijé en la hora, no pensé en si estaría despierta o
durmiendo, simplemente tomé el teléfono y llamé a Chile.
- Estoy bien- me dijo- estaba viendo la comedia.
Nunca entendí por qué no le decía teleserie, como todo el mundo.
- Dime una cosa- pregunté- ¿qué pasa el 18 de abril?
La Blanca se quedó callada como pensando qué mierda podía pasar ese día.
- ¿Será mi cumpleaños? - preguntó.
- No.
- ¿El tuyo?
- No.
- ¿Mi santo?
Nunca recordé bien el día de su santo, pero en abril no era, estaba segura.
- Puede ser- mentí.
-¿Sí?
- Tienes razón, creo que es tu santo.
Dijo que lo anotaría para no olvidarse y luego hablamos del fútbol, que la obsesionaba, y de un libro
de crímenes que estaba leyendo.
-Te vuelvo a llamara para tu santo- dije después de un rato.
- Pero falta tanto.
- Sólo unos meses- me despedí, y colgué el teléfono con el estómago más relajado, lista para seguir
durmiendo.
”18 de abril, santa Blanca”, anoté en la libreta telefónica, así entre comillas, como para
autoengañarme cuando llegara el día. Pero pasó el 18, y otro 18 más y yo no llamé ni escribí. Ahora,
cuando lo pienso, el estómago se me vuelve a apretar un poco.
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Tu abuela murió, oí decir a mi madre a través del teléfono. Corría el mes de agosto y sólo entonces
recordé todo aquello del santo. Vi la libreta junto al teléfono, la hoja escrita en el comienzo, las
palabras entre comillas con su nombre de por medio.
-¿Estás bien? - preguntó mi madre.
- Parto para allá de inmediato.
No es difícil viajar a Santiago en el mes de agosto. Encontré pasajes para ese mismo día y, aunque
el avión salía tarde, decidí irme al aeropuerto lo antes posible. Tomé una maleta pequeña, eché algo
de ropa interior, un libro y mis documentos. Llamé a Josep, le conté todo y quedamos de juntarnos
en la oficina de la aerolínea.
- Allá es invierno- me dijo al verme-. No llevás nada, te va a dar frío- y me pasó su chaqueta.
- Hace años que no paso un invierno allá. Cinco años.
En el avión no comí nada. me sentía extraña, no mareada ni con náuseas, sólo extraña. Desde que
partimos hasta que sobrevolamos la cordillera tuve la sensación de estar retrocediendo. Algo de
verdad había en eso. Al atravesar el océano, el horario va disminuyendo. Siempre pensé que en
Santiago vivían las cosas con retraso, exactamente seis, cinco o cuatro horas de retraso, según la
época del año. Cuando yo amanecía, Santiago recién se iba a dormir. Pensaba en eso mientras
volaba. Tenía la idea de estar regresando en el tiempo al momento en que había partido. El avión
descendería y todo sería igual, como hace cinco años, nada habría pasado, nunca habría salido de
ahí. Fue peor cuando crucé los Andes y pude ver desde arriba mi ciudad hecha una nube de humo.
Lucía igual que un tiempo atrás, gris, desteñida, como una mala postal de los años setenta. Blanca
muerta era el único indicio de que las cosas sí habían cambiado. Hacía frío, eso era seguro, podía
verse desde la ventanilla. Blanca estaba metida en un cajón en algún lugar allá abajo. eso también
era seguro.
Llovía fuerte cuando enterramos a la Blanca. De pie, en medio del cementerio, vi el cajón descender,
lo vi topar fondo y cubrirse de tierra. Sólo entonces abrí el paraguas y me resguardé del aguacero.
Me mojé mucho. Cuando llegamos a la casa encendimos la estufa y preparamos un café. . a la
Blanca le gustaba el olor, pero nunca tomaba. Olorcito a café, decía y cerraba los ojos como
saboreando una taza caliente. Tomamos dos, tres, cuatro tazones grandes. La casa se impregnó del
aroma, pero ahora ella no podía sentirlo.
- ¿Pasa algo? - pregunté a mi madre.
Estábamos en la cocina, sentadas la una frente a la otra. Desde que habíamos llegado, ella me
miraba con demasiada atención. Me dejaba hablar sola, sin intervenir. Se mantenía quieta, con su
jarrón de café en la mano y la vista fija en mí.
- Mamá- le dije remeciéndole el codo.
Ella pestañeó un momento y tomó un trago largo de su café.
- Cada día te le parecés más- dijo.
A partir de entonces dejó de mirarme. Sin terminar su tazón, se levantó de golpe, algo perturbada, y
caminó hasta el lavaplatos. Botó lo que restaba de café, abrió la llave del agua y lavó en silencio la
loza durante unos veinte minutos. La vi manipular la vajilla, darla vueltas, refregarla con detergente.
-Andá a dormir, no has descansado desde que llegaste.
Lo dijo con la vista puesta en la espuma. Yo pensé que tenía razón, le di un beso en la frente y me
fui a la que era mi pieza. Mi madre siguió lavando. Lavó durante mucho rato. Pude escuchar el
ruido del agua hasta muy tarde
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Imposible dormir. Tenía los horarios completamente cambiados. Allá en mi piso yo debería estar
levantándome, Josep en la ducha, la cafetera encendida. Por otro lado, ahí en la pieza, demasiado
café y demasiada lluvia eran más que cualquier cansancio. escuchaba las gotas de agua retumbar en
el techo, estrellarse contra el zinc, caer por las cañerías. La lluvia bajo el techo de una casa se siente
distinta, más cerca , más en la cabeza, más rebotando en el suelo, en los pies. En un edificio, en
cambio, es distante, sólo se le ve caer por la ventana. Me pareció imposible pensar que alguien
pudiera dormir con un temporal como ese. Una orquesta completa tocando sobre el tejado. Torné el
teléfono y llamé a Josep. Venía saliendo de la ducha, allá amanecía.
-Llueve- le dije- La lluvia es distinta a la de allá. La había olvidado.
- ¿Estás bien?
.-Golpea con más fuerza, como con rabia ... ¿Hace calor?
- Mucho.
La voz de Josep es más baja por la mañana. Por las noches, en cambio, su tono es distinto, más
agudo. Era de noche y, por el teléfono, Josep me hablaba con voz de día.
-No puedo dormir con la lluvia.
- Inténtalo.
- Llueve tan fuerte.
Hablamos un poco y luego me devolví a la cama. Caminé por el pasillo y me detuve cuando llegué
a la pieza de la Blanca. Sus cosas no habían sido tocadas, mi madre planeaba ordenarlas al día
siguiente, todo seguía tal cual. Entré y me senté en su cama. Podía recordar perfectamente ese olor,
un poco a remedio, a agua de colonia, a pastillita de anís. En su velador, junto al teléfono, estaba su
libreta. Ahí tenía anotados nombres, fechas, frases que no debía olvidar. Cosas que ya había dicho y
no quería repetir, recuerdos viejos que se le venían a la cabeza. Era difícil leerlos, su caligrafía era
imprecisa, su mano debía temblar al escribir. En medio de ese desorden de palabras, era una página
de atrás, pude distinguir, relativamente claro, una apunte que decía: “18 de abril: Santa Blanca”.
Afuera llovía fuerte. Un océano entero caía sobre el tejado.
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Decidí quedarme con su abrigo negro y con un par de vestidos gruesos que encontré en el clóset. No
tenía nada que ponerme y los vestidos me quedaban bien. Eran del tiempo en que la Blanca era
joven y delgada, por lo menos unos cincuenta años atrás. Los guardaba para que todos supieran que
alguna vez había sido flaca. Miren, decía mostrándolos, así era yo antes de embarazarme. Mi madre
lo recordaba mientras doblábamos y guardábamos toda la ropa. Pasamos una mañana completa en
eso. Cuando terminamos y ella salió con las cajas, yo me quedé frente al espejo y me puse uno de
los vestidos que había dejado afuera. Era azul, de una seda gruesa y suave. El género se ceñía a mi
cintura, a mis caderas, a mis pechos. Se amoldaba a mi cuerpo como seguramente se había
amoldado alguna vez al de la Blanca. Me veía extraña, pero bien. Luego, sobre el vestido, me puse
el abrigo negro y lo abotoné con cuidado de arriba a abajo. Era cálido, podía salir tranquila sin
pasar frío. Tuve ganas de hacerlo, tomé mi billetera, el paraguas y salí a la calle. Hacía mucho que
esas ropas no salían del clóset para ventilarse un poco. Hacía mucho, también, que yo no caminaba
por mi ciudad. Ya era hora de hacerlo.
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En Santiago el tiempo no corre. Uno se va cinco años, se olvida un poco de él, y al momento de
regresar ahí está todavía, intacto, esperándote fiel, sin reclamo, sin alteraciones que te desconcierten.
Si uno no está, Santiago se va a negro como en la pantalla de un cine. Únicamente vuelve a existir
cuando el avión cruza los Andes y la visión desde la ventanilla lo reactiva. santiago gira sobre sí
mismo, carrousel de feria dando vueltas en el sitio exacto, sin avanzar hacia ningún lugar. Caminé
el día entero reconociéndolo todo. Pateando hojas en el Forestal, haciéndole el el quite a la
hediondez del río, tratando de no intoxicarme con el humo céntrico. Santiago, mi gran referente del
mundo, aparecía de nuevo, pero un poco más desteñido, más pasado de moda. Miraba a la gente,
observaba las vitrinas. Todos me parecían grises, tal vez porque el cielo se veía negro de nubes.
Estaba a punto de llover, corría viento y uno podía anticipar el sonido de los truenos. Caminé
durante horas por cuanta calle se me cruzó por delante. Descubrí edificios nuevos, algunos locales
que no conocía, uno y otro café transformado.
Sin darme cuenta, llegué a la Plaza de Armas. Punto cero, eje del carrousel. Una banda tocaba, con
bombos y platillos, una vieja canción folclórica que creí reconocer. Muchos ancianos, sentados en
los bancos, tarareaban la melodía y hasta aplaudían con sus palmas. La música me agradó y quise
escucharla. Me acerqué al centro de la Plaza, me deslicé entre los viejos y traté de identificar
mentalmente la melodía. Las notas bailaban en mi cabeza, giraban trayéndome la intuición del
recuerdo que no alcanzaba a identificar. ¿Dónde había oído esa melodía? Estuve un buen rato en ese,
pero de pronto la música se hizo estridente. Las vibraciones de los tambores se mezclaban con
ruidos de los truenos, y la combinación se volvió insoportable. Los viejos cantaban felices y
aplaudían cada vez más fuerte. Sus bocas sin dientes, sus manos manchadas, llenas de arrugas. Uno
se puso de pie en el centro y, con pañuelo blanco en las manos, comenzó a zapatear una cueca solo.
Vuelta, coreaba el resto y el viejo hacía una vuelta entera y se quedaba marcando una media luna.
Vuelta, se escuchaba otra vez, y el viejo hacía una vuelta en ocho y luego permanecía marcando un
círculo en el suelo. Un cero perfecto en el centro de la Plaza. Sentí que debía huir. Avancé rápido
hacia una de las esquinas, pero antes de llegar estalló un aguacero que los ahuyentó a todos. Viento
y lluvia por doquier. La banda siguió tocando con la misma fuerza, como tratando de que el ruido de
la lluvia y de los truenos no la sobrepasaran.
Yo abrí mi paraguas y corrí hacia cualquier parte, pero no pude avanzar. Corrientes de viento salían
desde todas las calles para confluir ahí, en el centro de la Plaza. Chiflones de aire helado llegando
por cada esquina, un remolino enorme que giraba levantando las hojas, faldas, sombreros. No pude
moverme. Mi paraguas salió volando y al intentar seguirlo, en medio de la lluvia y el bullicio, me
fui al suelo. Quizás me resbalé en un charco de agua o me tropecé en algún adoquín mal puesto, no
sé. Me vine abajo y me quedé en blanco, no recuerdo más. Sólo a lo lejos oía a la banda tocando esa
cueca vieja una y otra vez. Vuelta. De nuevo estaba en la Plaza, punto cero, eje del carrousel.
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Desperté bajo techo. Me encontraba sobre una cama y a mi costado había una ventana donde las
gotas de lluvia se escurrían por el cristal. Creí estar en mi por piso, pero había cierto olor que lo
desmentía. La cabeza me daba vueltas. Me sentía mal, no entendía dónde me hallaba, ni tampoco
recordaba lo que había pasado. Sólo cuando abrí bien los ojos me dí cuenta de que no me
encontraba ni en mi piso ni en la casa de mi madre, ni en ningún lugar en el que hubiera estado
antes.
- ¿Estás bien?
Un viejo me miraba desde u rincón. Estaba sentado junto a una antigua estufa a parafina. Tenía un
abrigo entre sus manos, lo sostenía para que se secara con el calor.
- Un carabinero me ayudó a traerte.
Algo de eso pude recordar. Un tipo de verde cargándome, subiéndome a un ascensor, a un lugar
cerrado. El viejo me miraba con una sonrisa absoluta. Sus ojos , sus mejillas, todo seguía la mueca.
Estaba feliz.
- De lejos te vi caer. Cuando me acerqué no podía creerlo.
Intenté incorporarme, pero no pude. Sentía el cuerpo muy pesado y un dolor de cabeza que llegaba
a nublarme la vista. El viejo dejó el abrigo secándose y se sentó a mis pies. Me miraba fijamente sin
dejar de sonreír.
- Todavía no puedo creerlo.
Recordé a los viejos de la Plaza, esa cueca infernal. Quise huir, pero apenas pude voltear la cabeza
para mirar a mi alrededor. El lugar se hallaba en penumbra, sólo la escasa luz de la tarde entraba
por la ventana.
- Perdón. ¿Dónde estoy?- pregunté con dificultad.
- Es mi departamento. Antes de irme vendí la casona, pensé que ya lo sabías. Al volver me vine acá.
El viejo se puso de pie y caminó lento hasta la puerta.
- Tengo algo que te va a gustar. ¿Sientes el olor?- dijo cerrando los ojos e inspirando profundo.
Sí, lo sentía. Era olor a café, me gustaba.
- Todavía tengo la vieja cafetera. La encendí hace un rato, quería que te despertaras con el aroma.
El viejo se fue caminando muy lento por un pasillo. Yo hice un esfuerzo para levantarme y salir de
allí, pero el cuerpo y la cabeza no me acompañaron. Todo giraba en la habitación, la estufa, la
ventana, la cama donde me encontraba. A rato las cosas volvían a su lugar, pero sólo a ratos. Logré
sentarme y desde ahí me mantuve, afirmada en el respaldo de la camas durante un momento. El
viejo me sorprendió tratando de bajar los pies.
- No te levantes aún.
Traía una bandeja con café y bizcochos.
- No es mucho- dijo - , pero servirá para celebrar este encuentro.
Se acercó a la cama y desde ahí dejó todo. Luego puso su silla junto a mí y comenzó a hablar
algunas cosas que no recuerdo. En un principio sus palabras me parecían incomprensibles. Se
descomponían, se alargaban, al igual que todo lo que yo miraba. Pensé que el café me haría bien y
tomé un par de sorbos con cuidado.
- Tú estás tan bien - dijo mirándome-. Yo estoy hecho un estropajo.
Lo miré con detalle. Supuse que tenía razón en lo que decía. Su cabeza estaba calva, su piel muy
manchada y marchita, sus manos temblaban un poco y su cuerpo era delgado y frágil.
Probablemente antes no había sido así.
- Quizás si no me hubiera ido, si hubiera llevado una vida más tranquila, más normal, estaría en
mejores condiciones.
El viejo era raro, pero no me parecía loco, ni nada por el estilo.
- No me digas nada, ya sé lo que piensas. Fue mi decisión irme, no me puedo quejar.
Sólo hablaba más de la cuenta. Me refiero a que detallaba cosas para las cuales yo no tenía ninguna
referencia o interés. Ya me había pasado otras veces, algunos viejos son así.
- Pero ha sido difícil vivir solo- continuó-. Después nunca me casé. ¿sabés? Allá tuve algunas
relaciones pero nada como la que había tenido.
El viejo se sonrió.
- A veces hay cosas que se echan de menos. Por eso estoy tan feliz de volver a verte.
Algo no encajaba. Algo yo no estaba entendiendo.
- Nunca tuve hijos, tampoco - continuó después de un rato-. Ahora me arrepiento.
Por primera vez él me sacó la mirada de encima y bebió algo de su taza de café. Inspiró el aroma
con los ojos cerrados y luego llevó la taza a sus labios.
- ¿Y la Patty? ¿Cómo está?
La Patty era mi madre.
- Está bien. Trabajando como siempre.
- ¿Qué hace ella?
No era un cliente de mi madre, ni un tío lejano. Nada de eso.
- Es dentista.
- ¿Y viven juntas?
- Ahora estoy alojando con ella unos días.
- Cuando volví fui a verlas a la casona verde. Ya no estaban, nadie me supo decir nada.
- Hace años que nos fuimos de ahí. Yo tenía cuatro o cinco años al dejar la casona.
El viejo terminó su taza y sonrió como para sí.
- Voy por más café- dijo- tomando la bandeja y poniéndose de pie-. Tienes que seguir contándome.
Tengo que ponerme al día.
Caminó trabajosamente hasta la puerta y ahí se detuvo un momento.
- La Patricia ... dijo antes de salir-. Cuando me escribiste sobre ella, fue extraño. No lo esperaba. Lo
de tu matrimonio sí, no me parecía tan grave pero lo de Patricia ...Yo pensé que me ibas a esperar
por siempre. Qué vanidoso.
Encendí la luz del velador para ver más claramente todo. La espalda del viejo se alejaba algo
encorvada. A mi lado una fotografía antigua junto a la lámpara me llamó la atención. Era el retrato
de una mujer. De golpe recordé los domingos de ruleta en cada de mi madre. Con un paño verde
tapaban la mesa del comedor y jugaban a apostarle a una bola caprichosa que giraba y giraba sin
caer nunca de donde debía. Tomé la foto entre mis manos, la acerqué a mi vista, era cierto lo que
estaba viendo. Yo no participaba en el juego, me daba miedo. Prefería quedarme mirando en un
rincón, apostando secretamente al cero. Pensaba que si cerraba los ojos y me concentraba, la bola
caería en el único casillero verde de la ruleta. Abrí y cerré los ojos muchas veces, pensaba que la
visión del retrato era producto del golpe, del mareo, de mi cabeza. Pasé muchos años con los ojos
cerrados. Pasé muchos años apostándole al cero. La mujer de la foto era la Blanca. Lucía muy joven
y delgada. Llevaba puesto el abrigo negro que yo vestía en ese momento. Por el pasillo, la voz del
viejo llegaba desde algún lugar. Olorcito a café, decía. La bola rodando en la ruleta y deteniéndose
en el casillero menos esperado. Nuevamente las cosas empezaron a girar en la habitación. La foto,
el abrigo, yo misma. Pensaba que el tiempo había pasado desde aquellas tardes de ruleta, pensaba
que había crecido, que había huido al otro lado del Atlántico, pero no era así. Siempre estuve en el
mismo comedor de mi casa, apostándole secretamente al cero.
Antes de que el viejo regresara, yo me encontraba de pie con el abrigo negro puesto.
- ¿Te vas a ir?- dijo cuando apareció con la bandeja-. Tenemos tanto de qué hablar.
- Lo siento, es arde - respondí abrochándome los botones.
Él dejó todo sobre la cama y caminó hacia un armario desvencijado. Abrió una de sus puertas y de
adentro sacó una caja grande llena de cartas.
- Las guardé todas, ¿ves? Hasta la última.
Pude ver más de cien sobres con la letra de la Blanca en su superficie. Eran antiguos, de color
amarillento y con la tinta desteñida. Me quedé turbada por unos segundos mirando esas cartas viejas.
- Lo siento, es de noche - reaccioné.
- No te vayas todavía.
Salí de la pieza buscando el pasillo correcto que me llevara hasta la puerta. Cuando di con ella y
abrí todos los cerrojos, miré hacia atrás y vi al viejo avanzando lo más rápido que podía.
- Blanca- dijo.
- Gracias por el café y por todo - me despedí antes de que me alcanzara-. Adiós.
Cerré la puerta y no esperé el ascensor para bajar. Tomé rápidamente las escaleras. Blanca, oí
mientras abandonaba el edificio y salí a la calle. La Plaza de Armas se encontraba nuevamente
frente a mi. arriba el viejo gritaba el nombre de mi abuela.
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No, de verdad no recuerdo nada sobre él, me dijo mi madre cuando le hablé del viejo. Pensándolo
bien, era imposible si, al parecer, nunca se habían conocido.
- ¿Pero algún comentario sobre él, algo?
- Tus sabes que tu abuela no era muy comunicativa en ese aspecto.
Pasamos gran parte de la noche tratando de imaginar quién podía ser el viejo. Cuando ya
empezamos a girar sobre las mismas suposiciones, mi madre se aburrió y se fue a dormir. Yo me
quedé dando vueltas por la casa. Me fui a la pieza de la Blanca y me detuve frente a su cómoda
porque sabía que ahí podía encontrar alguna respuesta. Mi madre pensaba ordenarla y embalar sus
cosas al día siguiente, pero yo no quería esperar. Abrí los cajones tratando de encontrar algo. Tomé
todos los álbumes de fotos y recorrí con cuidado cada rostro, por antiguos que fueran los retratos. Si
él tenía uno de ella, ella debía tener uno de él. Vi gente que jamás había conocido, anduve desde el
año veinte en adelante. Cumpleaños, paseos, comidas, fiestas, bautizos, matrimonios. Llegué hasta
mi propia aparición. Pasé del sepia al blanco y negro, y finalmente al color. Pero en ninguna, ni
siquiera en algún rincón medio oculto, se encontraba el viejo. Dejé los álbumes y, cuando yo
pensaba cerrar los cajones e irme a dormir, un paquete muy escondido y envuelto en papel de diario
me llamó la atención. Se encontraba debajo de toda la ropa, muy al fondo. Lo tomé, le saqué el
papel y apareció ante mí una caja cuidadosamente amarrada con cáñamo. No necesitaba abrirla para
saber lo que era. Cerca de cien cartas muy bien ordenadas por fecha desde el año treinta y cinco
hasta el año cincuenta y dos. Las últimas, unas diez, estaban sin abrir, absolutamente selladas. Todas
provenían de lugares distintos. Génova, Atenas, Budapest, Moscú, El Cairo. Pero el nombre de
quién las escribía era siempre el mismo. Octavio Santana. Tomé la caja, la envolví nuevamente y
me la llevé a mi pieza. No leí ninguna carta, las guardé tal cual estaban en mi maleta. Nadie más
debía verlas. La Blanca nunca fue muy comunicativa en ese aspecto. No tenía por qué ser éste el
momento de empezar a serlo.
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La primavera llegó a Santiago antes de que yo me diera cuenta. Pasó agosto y vino setiembre con
banderas, serpentinas tricolores, chica y empanadas. Recordando mi suelo y en honor a la Blanca,
con un pañuelo suyo me bailé más de una cueca. Pero no podía quedarme más tiempo, debía volver.
Josep llevaba semanas esperándome y yo necesitaba verlo. Confirmé mi regreso para un día viernes
a la mañana. Mi madre se apenó mucho, pero quedamos en que iría a verme en unos meses más.
Preparé mi maleta con tiempo. Guardé las pocas cosas que había traído y las otras cosas que había
comprado. Decidí que el abrigo y el vestido de la Blanca debía quedárselo mi madre, pero cuando
se lo fui a pasar pensé que había algo más que debía hacer. Me volví a mi pieza y me los puse. No
hacía tanto frío como para abrigo, pero no importaba. Una vez más salí a la calle vestida de Blanca.
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Blanca, me dijo el viejo al abrir la puerta y la cara se le iluminó resucitando del aburrimiento.
- Octavio- le contesté. Y acepté su ofrecimiento de pasar.
Esta vez nos sentamos en su living. Era un lugar espacioso, lleno de alfombras y máscaras extrañas.
A un costado había un balcón pequeño que daba a la Plaza de Armas. Desde ahí se oía el bullicio de
la gente, de los autos circulando por abajo.
- Cuánto ruido- dije al sentarme.
- Me gusta, así me siento acompañado.
Octavio caminó hasta un estante y desde ahí me ofreció un licor de naranja que, según él, le
mandaba todos los años un amigo italiano.
- Directamente desde la Toscana - me dijo.
El licor era muy dulce y suave, y él lo acompañó con unas naranjitas confitadas.
- Sé que te gustan.
Mi abuela capaz de comérselas por kilos. Yo no heredé ese gusto.
- Perdona por lo del otro día, te espanté hablando estupideces.
- No, eso no es cierto.
- No debí mostrarte las cartas, disculpame.
Por un momento quise averiguar cómo había sido Octavio, cuál era el rostro que Blanca había
mirado, a qué hombre le escribía. Observando con atención al viejo, pude armarme una imagen.
Estiré su piel, reacomodé sus facciones, puse pelo en su calvicie. Me gustó lo que vi; quizás yo, del
mismo modo, le hubiera escrito por años y años.
- Tus cartas también están guardadas - dije.
Octavio me miró sorprendido. Tomó su copa de licor y sin dejar nada se la bebió al seco. Luego se
puso de pie y caminó nervioso hacia el estante. Desde allá trajo la botella y volvió a sentarse junto a
mí.
- Me la traen todos los veranos- dijo, sirviéndose-. El hijo de mi amigo vive acá en Chile y viaja
para las Navidades a Italia. Cuando vuelve, siempre me trae este paquetito de parte de Lorenzo.
Viene envuelto en una página del Corriere della Sera y con una tarjetita que siempre dice lo mismo: ”
Saluti tanti 1995”, o 96, o el año que sea. Tengo casi treinta tarjetas. Un año el hijo de Lorenzo no
viajó y yo casi me volví loco cuando se me acabó la botella del año anterior. Caminé por todo
Santiago buscando algo parecido, pero no encontré nada. Otro sabor, otro aroma, supongo que las
naranjas allá son distintas.
Octavio se quedó en silencio, sonrió con una mueca media torpe y luego bebió otro trago de su copa.
- ¿Te puedo hacer una pregunta?- me dijo al cabo de un rato.
Yo asentí con la cabeza.
- ¿Por qué dejaste de escribirme? ¿Por qué no me contestaste más?
Con mi mano derecha tomé una naranjita de la bandeja me la eché a la boca. No la mastiqué. El
chocolate se deshizo contra mi paladar.
-Patricia ya estaba grande. No sabía cómo explicarle tus cartas.
El centro amargo de la naranja empezó a aparecer entre mis labios.
- Habían pasado tantos años y yo todavía pensaba en ti. Un día desperté que, dadas las
circunstancias, eso no era bueno. Desde entonces, nunca más contesté una carta.
La naranjita pasó intacta por mi garganta. un suave gusto amargo quedó en mi boca.
- Eso - dije para terminar.
Octavio me miró por un rato sin decir ni hacer nada. Su boca sonreía a medias y su rostro tenía una
expresión tranquila. Sólo cuando se animó a beber nuevamente de su copa, me atreví a respirar y a
comer otra naranjita. Permanecimos así mucho tiempo. En silencio, mirando por el balcón cómo el
sol comenzaba a ponerse, escuchando los ruidos de la gente de abajo, bebiendo y comiendo
chocolates.
- Yo venía a despedirme - dije rompiendo el silencio.
Octavio me miró sorprendido.
- Mañana temprano parto a España.
- ¿A España?
- Me voy con mi nieta. Hace cinco años que ella vive allá y ahora quiere que yo me vaya también.
Dice que no es bueno que estemos separadas, que se despierta con el estómago apretado pensando
en mí. No me lo dice, pero yo sé que no quiere que me muera estando ella lejos.
Octavio llenó las dos copas nuevamente.
- Habrá que brindar por ese viaje - dijo alzando la suya.
Él sonrió y los dos nos tomamos un trago.
- Yo seré ahora el que te espere.
El licor se acabó y los chocolates también. El sol se ocultó por completo tras los edificios. Octavio
cerró las cortinas y yo me puse de pie para despedirme.
- ¿Me vas a escribir?
- No quiero aumentar tu archivo de cartas. te llamaré por teléfono.
Octavio escribió su número y dirección en un papel que yo guardé en mi bolsillo.
- Déjame aquí, yo voy sola hasta la puerta.
Él tomó una de mis manos y me dio un beso apretado. Yo lo miré un segundo y pude ver el rostro
que era y que había sido. Cada cual al mismo tiempo, uno sobrepuesto al otro, y viceversa. Esta vez
me gustaron los dos. No lo pensé mucho. Me acerqué a él, tomé sus mejillas y besé sus labios.
Tenían gusto a naranja, a licor, a chocolate. Olorcito a café entremedio de su boca. Cuando me
separé, sus ojos estaban cerrados. Octavio se mantuvo quieto y en silencio, sin mover sus párpados
ni sus labios. Lo dejé así, tal cual, y caminé hasta la puerta. Abrí todos los cerrojos y salí del
departamento. No miré hacia atrás.
************************
El día que partí el cielo estaba despejado. Desde la ventanilla pude ver algo de Santiago cuando el
avión despegaba. No tenía planificada la fecha de mi vuelta, pero al menos sabía que la decisión no
pasaría necesariamente por mí. Me escapaba al otro lado del Atlántico, pero no llegaría muy lejos.
El ombligo del mundo, por lo menos del mío, se encontraba allá abajo, entre medio de los cerros,
aplastado bajo el smog. Imaginé a Octavio, inmóvil en su departamento de la Plaza, esperando una
carta, una llamada o una nueva aparición de la Blanca. Yo lo llamé un par de veces después de llegar.
Le dije que estaba muy bien, que me gustaba estar cerca de mi nieta y que Barcelona era una linda
ciudad. Le inventé expediciones mañaneras por las Ramblas y lecturas al atardecer junto al mar. El
viejo se ponía contento y a cambio de las noticias, del tiempo y de la comedia que había empezado.
Ahora ha pasado el tiempo. La primavera también llegó aquí y mi madre anunció su aparición para
fines de abril la próxima semana. Yo he esperado que Josep se vaya, y me he sentado acá, en el
escritorio, junto a las cartas de la Blanca dispuesta a escribir a Santiago.
“Don Octavio” inauguro la página. ” Soy la nieta de Blanca. Ella me habló mucho de usted desde
que llegó y por eso ahora le escribo. El motivo es algo triste y créame que sé lo doloroso que le
resultará.” Miro el calendario que cuelga en mi costado, busco una buena fecha y la encuentro
enseguida. “Blanca falleció hace unos días, el 18 de abril, aquí en mi piso, al amanecer. Fue todo
muy tranquilo. Estábamos juntas y eso fue bueno.” Me detengo un poco. Leo todo. No quiero ser
muy abrupta, darle la noticia así de golpe. Pero no. Sigo adelante. “Hay algo que ella me dejó y que
ahora se lo envío con esta carta. Es un paquete, no conozco su contenido, pero sí sé que debía llegar
a sus manos junto a una tarjeta pequeña que ella misma le escribió. Me lo dijo unos días antes. Sin
más que comunicarle, me despido afectuosamente. Si dese escribirme, en el remitente encontrará mi
dirección. Estaré feliz de saber de usted.” Firmo al pie del papel y luego lo doblo y lo introduzco en
el sobre. Ahora tomo las cartas de la Blanca. Están en la misma caja. Las he envuelto en una página
del Corriere della Sera, acá no es difícil conseguirlo. Mi mano derecha vuelve a tomar el lápiz y veo
que escribe en una tarjetita pequeña, con letras tiritonas, algo a modo de saludo. “Saluti tanti,
1997”. Debo salir pronto al correo. Es tarde y quizás lo cierran.

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