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La razzia cósmica

Una concepción nahua sobre el clima.


Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco

David Lorente y Fernández

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551.5
L249 Lorente y Fernández, David.
La razzia cósmica : una concepción nahua sobre el clima. Deidades del agua
y graniceros en la Sierra de Texcoco / David Lorente y Fernández. -- México :
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2011
239 p. : fots. ; 23 cm. -- (Publicaciones de la Casa Chata)

Incluye bibliografía.
ISBN 978-607-486-158-7

1. Meteorología - Estado de México - Texcoco. 2. Identidad étnica -


Estado de México - Texcoco. 3. Etnografía - Estado de México - Texcoco. 4. Nahuas
Religión y mitología. 5. Cosmovisión nahua. 6. Deidades nahuas. 7. Agua
(en Religión Folklore, etc.). I. t. II. Serie.

Toda reproducción de imágenes de Monumentos Arqueológicos, Históricos, Artísticos y Zonas


de dichos Monumentos está regulada por la Ley y su Reglamento, por lo que se deberá solicitar
el permiso correspondiente ante el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Todas las fotografías que aparecen en este libro son propiedad del autor,
a excepción de aquéllas en las que se indique la fuente.

Corrección: Beatriz Stellino


Formación y diseño de portada: Raúl Cano Celaya
Cuidado de edición: Coordinación de Publicaciones del ciesas

Primera edición: 2011

D. R. © 2011 Centro de Investigaciones D. R. © 2011Universidad Iberoamericana A.C.


y Estudios Superiores en Antropología Social Prol. Paseo de la Reforma 880
Juárez 87, Col. Tlalpan, Col. Lomas de Santa Fe
C. P. 14000, México, D. F. C. P. 01219, México, D. F.
difusion@ciesas.edu.mx publica@uia.mx

ISBN 978-607-486-158-7

Impreso y hecho en México.

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A mis padres, Emilio y Carmen

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Índice

Prólogo...................................................................................................................... 13
James M.Taggart

Introducción. La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima.


Conclusiones de un itinerario metodológico .............................................................. 15

Capítulo 1. Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo


en torno a las deidades pluviales y los ritualistas atmosféricos .................................... 25
Dos definiciones de cosmovisión y su pertinencia para este estudio ....................... 25
El complejo deidades pluviales-especialistas atmosféricos
en la cosmovisión mexica ...................................................................................... 35
Tláloc-Chalchiuhtlicue: las divinidades acuáticas ............................................. 36
Los auxiliares de Tláloc .................................................................................... 37
Tlalocan: el paraíso agrícola ............................................................................. 39
El culto a los cerros y al agua en el paisaje ........................................................ 41
Especialistas atmosféricos: sacerdotes oficiales y conjuradores de meteoros ....... 44
Graniceros y deidades pluviales entre los nahuas actuales:
etnografía comparativa y discusión del complejo................................................... 47
Los graniceros como integradores de la cosmovisión ........................................ 47
El estudio de los graniceros en la etnología mesoamericanista:
regiones y enfoques .......................................................................................... 50
La región de los volcanes Iztaccíhuatl-Popocatépetl ..................................... 50
Tlaxcala rural .............................................................................................. 52
Morelos....................................................................................................... 53
Veracruz ...................................................................................................... 56
Estado de México........................................................................................ 57
Conclusiones críticas ................................................................................... 59

Capítulo 2. Regadíos en el paisaje.


De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco ....................................................... 63
La región serrana .................................................................................................. 63
El asentamiento ............................................................................................... 65

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10 David Lorente y Fernández

Perspectiva etnohistórica regional ......................................................................... 67


Poblamiento chichimeca e Imperio texcocano .................................................. 67
De la Colonia al siglo xix................................................................................. 70
El siglo xx: la restitución de tierras ................................................................... 71
La configuración cultural actual ............................................................................ 72
Los nahuas y la identidad étnica serrana ........................................................... 72
El parentesco ................................................................................................... 77
La economía .................................................................................................... 81
El sistema hidráulico texcocano: el agua en el paisaje ............................................ 83
El complejo del Cerro Tezcutzingo................................................................... 85
Manantiales, canales y acueductos: la configuración global del sistema ............. 88
El gobierno del agua ........................................................................................ 91

Capítulo 3. Los ahuaques, “dueños del agua” ............................................................. 95


Las concepciones anímicas: corazón, alma, espíritus-espíritu ................................. 95
Los ahuaques como deidades del agua humanizadas .............................................. 102
El interior del manantial: morfología del inframundo ........................................... 105
El granizo y el rayo o el gran proceso atmosférico de extracción de las esencias ..... 109
Los espíritus atrapados en el agua: semejanza con la acción del rayo ................. 115
Las donaciones de lluvia: los ahuaques como “hijos” del dios Tláloc ...................... 117

Capítulo 4. Los tesifteros, “conocedores del tiempo” ................................................... 127


El concepto de tesiftero.......................................................................................... 127
Reclutamiento y disociación anímica: el espíritu-ahuaque ..................................... 129
La vocación de don Cruz: un ejemplo de iniciación por rayo y enfermedad ..... 133
Iniciación onírica y compadrazgo con los ahuaques ............................................... 136
“Atajar el tiempo”: retirar los meteoros dañinos .................................................... 139
Las peticiones de lluvia en el Monte Tláloc ........................................................... 149
Los episodios terapéuticos..................................................................................... 152
La curación del golpe de rayo ........................................................................... 152
Los enfermos capturados en el manantial ......................................................... 155
Disposición y estructuración de la ofrenda .................................................. 162
El divorcio terapéutico y el muñeco-recipiente: la recuperación del espíritu ..... 166
Un ejemplo de caso de curación: Juan de Amanalco .................................... 169
Ceremonias en el Monte Tláloc:
el remolino actuado y las botellas con semillas ................................................. 172
Hacia una interpretación contextual de las ofrendas ......................................... 177
El tesiftero, aguador .......................................................................................... 181

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Índice 11

Capítulo 5. ¿Puede pensarse en la continuidad del complejo?


Una perspectiva desde la recreación simbólica y la infancia ........................................ 185
Recreaciones internas ............................................................................................ 186
Nezahualcóyotl es Tláloc en la Sierra de Texcoco.
La cosmovisión como memoria histórica.......................................................... 186
La modernidad asimilada: mercancías e individualismo en el inframundo........ 196
Infancia y transmisión cultural.............................................................................. 199
La tradición oral .............................................................................................. 201
Los niños en la familia y en la comunidad:
el contexto de la educación formal e informal ..................................................... 203
El papel de los parientes en la transmisión del conocimiento............................ 210
El contenido de las historias y la naturaleza del conocimiento .......................... 215
Algunas consideraciones sobre los mecanismos de transmisión del complejo ........ 220
Historias sobre ahuaques reproducidas en los cuestionarios escolares ................ 221

Epílogo. Rapacidad celeste y lluvia fecundante.


La vida, los rayos y el fluir de las esencias ................................................................... 223

Bibliografía................................................................................................................ 227

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Prólogo

James M. Taggart

El lector tiene en sus manos un libro ricamente detallado y escrito con un estilo claro
y muy ameno sobre las creencias y los ritos contemporáneos, pero de origen prehispánico,
de una región aledaña a la ciudad de México. Las creencias y los ritos que desvela este
libro tratan sobre el mundo invisible, cuya manipulación sirve para controlar el tiem-
po atmosférico en la Sierra de Texcoco. El autor, David Lorente y Fernández, desarro-
lla su estudio con datos etnográficos muy ricos y con un concepto de cultura muy
sutil y con ese matiz que solamente se encuentra hoy en los mejores trabajos de antro-
pología social.
Yo tuve el placer de conocer a David Lorente cuando él estaba en la primera etapa
de su trabajo de campo en la Sierra de Texcoco. En aquel entonces pertenecía a un
grupo de estudiantes de una escuela que enseñaba los métodos de la antropología so-
cial, dirigida por los profesores David Robichaux y Roger Magazine de la Universidad
Iberoamericana. En esa época el autor comenzaba a hacer un recorrido por la región
y a charlar con los niños que le hablaban sobre los ahuaques o espíritus dueños del agua.
Así entraba en contacto con un mundo invisible que tiene sus raíces en la cultura
prehispánica pero que pertenece a un área que, paradójicamente, está muy próxima al
centro neurálgico del capitalismo y de la modernidad en México.
David Lorente seguía con una labor iniciada por Manuel Gamio en el Valle de
Teotihuacan, Robert Redfield en Tepotzlán, y Redfield y Alfonso Villa Rojas en Yuca-
tán durante el siglo anterior. Gamio, Redfield y Villa Rojas también reconocieron que
numerosas creencias y ritos sobre el mundo invisible sobrevivían en muchos pueblos
contemporáneos de México, a pesar de que podría suponerse que estaban destinados a
desparecer porque resultaban anticuados y mantenían poca relación con el mundo de
hoy. David Lorente pudo penetrar en este universo invisible porque logró desprender-
se de los prejuicios de su cultura, respetaba a sus informantes y tenía curiosidad etno-
gráfica, todas ellas características que se encuentran en los mejores etnógrafos que han
trabajado en México.
Las creencias sobre los ahuaques que los niños compartían con el autor fueron el
punto de partida de su seria investigación que llegó a incluir a los tesifteros o ritualistas
que manipulan el mundo invisible para controlar “el tiempo”. Una vez dentro de este
mundo, David Lorente pudo descubrir una forma de monismo, u ontología unitaria,

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14 David Lorente y Fernández

semejante a la descrita anteriormente por otros antropólogos en diferentes regiones


indígenas de Mesoamérica.
Sin embargo, el presente estudio destaca entre ellos por dos razones. La primera
es la calidad de los datos etnográficos, que son la estructura y el fundamento de cual-
quier trabajo etnográfico. David Lorente ha llevado a cabo su investigación durante
un largo tiempo, volviendo a menudo a la Sierra de Texcoco a lo largo de un periodo
de siete años, y por ello ha podido profundizar considerablemente en el tema de su
investigación. Además, ha ordenado e integrado sus observaciones etnográficas em-
pleando los mejores conceptos antropológicos adquiridos leyendo no sólo los trabajos
más actuales en español, su idioma materno, sino también los más novedosos y mejo-
res estudios en inglés.
Como resultado, esta obra unas veces sugiere y otras desarrolla fructíferas vías de
análisis que podrían ser retomadas y aplicadas por otros autores en estudios posteriores,
ofreciendo sin duda resultados interesantes. A través de la etnografía propone teorías
indígenas de alcance más general para nahuas y no nahuas, relecturas de la noción de
persona, de curación y de ofrenda, así como nuevas formas de entender la relación y
la mediación ritual con los seres sobrenaturales. Personalmente, considero este libro
como una de las mejores monografías que he leído en mucho tiempo.
No me queda más que felicitar a David Lorente por darme el placer de conocer
este libro que seguramente va a ser uno de los clásicos en los años venideros.

Franklin and Marshall College,


Lancaster, 2010

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Introducción
La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima.
Conclusiones de un itinerario metodológico

Razzia: (del árabe argelino gaziya, como gazwa) incursión rápida, golpe de mano; la
r inicial procede de que la pronunciación de la g árabe casi coincide con la de la r
francesa; véase razia (drae, 1992: 1732).
Razia: incursión, correría en un país enemigo y sin más objeto que el botín; batida,
redada (drae, 1992: 1731).
Incursión: correría de guerra o algara (al-gara, del árabe ‫( )غزو‬drae, 1992: 1156).
Algara: tropa de a caballo que salía a correr y robar la tierra del enemigo (drae, 1992:
98).
Correría: hostilidad que hace la gente de guerra talando o saqueando un país. Viaje
corto y rápido a varios puntos volviendo a aquel en que se tiene la residencia (drae,
1992: 580).
Redada: conjunto de personas o cosas que se toman o cogen de una vez (drae, 1992:
1747).
Batida: acción de explorar varias personas una zona buscando a alguien o algo (drae,
1992: 276).

Este libro aborda un complejo de etnometeorología nahua. Responde a lo que los habi-
tantes de la Sierra de Texcoco denominan “el tiempo” y que yo con fines analíticos he
designado “razzia cósmica”. La razzia cósmica es en realidad uno de sus ejes, el otro son
las donaciones de lluvia; ambas integran “el tiempo”. El complejo gira alrededor de
dos figuras: los ahuaques, “dueños del agua”, espíritus humanos deificados y el tesiftero
o ritualista que “sabe del tiempo”. Los primeros producen la lluvia, el granizo y el rayo
y habitan en los manantiales; los segundos reciben el don de controlar a los primeros
y viven entre los seres humanos.
“El tiempo” no responde a azares climáticos sino que posee un cariz cosmológi-
co: es el mecanismo por el cual el mundo funciona ordenadamente y se reproduce.
Su base se halla en la naturaleza carencial del inframundo donde habitan los ahua-
ques. Se trata de un lugar de riqueza pero contingente y perecedero: los seres y obje-
tos que lo pueblan deben ser renovados periódicamente. El granizo y el rayo
constituyen los instrumentos para suplir las carencias: “roban” de la superficie te-
rrestre los elementos requeridos. Aromas, espíritus y esencias transitan al interior del

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manantial de esta forma y el inframundo se recrea. Del mundo de los ahuaques


emergen en movimiento inverso donaciones de lluvia y agua terrestre ligadas a la
fertilidad. El desarrollo de la vida en la tierra sostiene la vida del inframundo y la vida
de los ahuaques en el arroyo sustenta la vida terrestre. Uno representa la razzia cósmi-
ca, otro la retribución fecundante; ambas integran “el tiempo”.
Esta concepción se vincula con distintas definiciones teóricas de la cosmovisión
mesoamericana. Integra principios antagónicos cuya continua lucha activa el discurrir
del cosmos y aúna la ambivalencia de aspectos benéficos y dañinos en principios y seres:
muerte y vida integran un ciclo sin fin en el que la lluvia surge del infortunio y la muer-
te, y ésta última produce fertilidad. Don y retribución, voluntario o forzado, rigen la
concepción nahua sobre el clima.
El complejo referido no fue propuesto a priori; surge de los datos etnográficos
que reuní en sucesivas temporadas durante mi trabajo de campo en la zona. Entre
junio de 2003 y mayo de 2010 realicé viajes frecuentes a la Sierra de Texcoco, situa-
da a cuarenta kilómetros al oriente de la ciudad de México. Mi primer periodo
comprendió un mes y transcurrió como práctica de campo supervisada a cargo del
programa de Maestría en Antropología Social de la Universidad Iberoamericana. En
ella me incorporé a la línea de investigación “Cambio y continuidad en el México
rural” que dirigen los investigadores David Robichaux y Roger Magazine, respon-
sables de dicho programa.1
Esa vez, y quizá por la intensidad de la estación seca, me instalé en Santa María
Tecuanulco, comunidad surcada de canales entre campos de cultivo. Asociados con
manantiales formaban un sistema de riego que ascendía a la época de Nezahualcó-
yotl. Los canales la ligaban con sus vecinos, San Jerónimo Amanalco y Santa Cata-
rina del Monte, confiriendo a la zona un carácter de región. Mientras elaboraba una
etnografía del pueblo reparé en la presencia cotidiana del sistema: las mujeres acudían
a lavar la ropa y los niños a sacar agua o a abrevar animales, y un hombre llamado “el
loquito Enrique” se bañaba a diario en el manantial. Me explicaron que “platicaba
con los ahuaques” y que su espíritu vivía en el agua. En ocasiones recorría el pueblo
soltando gritos o hablando de mujeres güeras que veía en este lugar. Los niños lo señalaban
y conversaban. Los adultos sonreían y evitaban el tema. Alguien me dijo que
antiguamente existían tesifteros o graniceros que trataban esa clase de males. Coroné

1
El Posgrado en Antropología Social de la Universidad Iberoamericana cuenta con una “primera prác-
tica de campo supervisada” en la que los estudiantes aprenden el método de la etnografía sobre el te-
rreno. Alojados en la casa José de Acosta del pueblo de Tepetlaoxtoc, realizan recorridos regionales de
área para seleccionar el lugar donde desarrollarán la observación participante durante un mes con
objeto de elaborar un pequeño estudio de comunidad.

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Introducción 17

mi estancia local aplicando un cuestionario en las escuelas que reveló que los niños de
10 a 13 años recibían un conocimiento preciso sobre el tema en sus grupos domésticos,
aunque los padres y parientes adultos negaban su existencia.
Continué visitando Tecuanulco hasta febrero y grabé algunos relatos sobre tesifte-
ros muertos. Empezaba a considerar que se trataba de una creencia más extendida, pues
oí frecuentemente de graniceros que viajaban a otros pueblos para curar. Pero el tema
no se trataba abiertamente. Los habitantes evitaban referirse a los ahuaques y hablaban
de “muñequitos”, “charritos”, “niñitos”, “hombrecitos”, porque nombrar implicaba
invocar. Pero yo procedía de una tradición cultural, la española, en la que la mayoría
de los temas, incluidos los sobrenaturales, se abordan abiertamente, incluso demasia-
do abruptamente, y la gente enmudecía ante mis preguntas. Pensé que no había mucho
más que poder hacer.
En abril de 2004 tuve un golpe de suerte. La hija de la familia con la que vivía
sabía de un tesiftero vivo que residía en un pueblo próximo. Cuando fui a buscarlo
resultó sumamente complicado dar con él. Una partera a la que consulté sobre su
paradero me dio su nombre y me orientó:

—Pero no vaya preguntando a la gente por el granicero; diga que busca a don Cruz
porque le han dicho que sabe curar, y que lo anda buscando porque quiere que le
cure.

Me sorprendió su advertencia. Al final lo encontré en su milpa, labrando con los


pies descalzos. Le dije que venía de Tecuanulco y que sabía que él era tesiftero. Al oír el
término en náhuatl bajó la vista y sonrió. Dijo que estaba barbechando y comenzó a
narrar sus labores de agricultor. Señalando al cielo nublado, añadió:

—¿Ve aquella nube como viborilla? Ésa lleva granizo. Yo les tengo que hablar a los
ahuaques para que se retiren, pero les tengo que hablar bien, así, con respeto.

Atajar el granizo era fácil, aunque para curar “había que ser fuerte”.

—Si quieres aprender —concluyó—, puedes trabajar nomás y luego el rayo te


buscará; cuatro rayazos tengo yo.

Esa tarde pude grabar un episodio terapéutico sumamente matizado sobre la cu-
ración de un enfermo en la que don Cruz había participado. Tardé varios días en
transcribirlo, pero obtuve una gran cantidad de material para aumentar y perfeccionar
mis preguntas.

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Los meses sucesivos regresé a Tecuanulco y recopilé información sobre “el loquito
Enrique” y los graniceros que vivieron en el pueblo hacia 1970, de los que la gente
conservaba muchos detalles. Aprendí entonces progresivamente a entablar entrevistas.
Transcribir las cintas me había dado pautas sobre los modos apropiados de conversa-
ción: observé cómo la gente se preguntaba entre sí y saciaba su curiosidad. Adopté lo
aprendido: consistía en crear situaciones temáticas y “preguntar sin preguntas”, citar
la presencia de cursos de agua o la escasez de lluvias —los ahuaques producían el clima,
sabía entonces—. Los días infructuosos acompañaba a los nahuas a sus trabajos, a
vender flores o pasaba el tiempo muerto hablando de cualquier cosa. Llegué a sentir
que si no salía del pueblo no ampliaría mis perspectivas.
En julio tuve la oportunidad de instalarme en el vecino Santa Catarina, donde
sabía por mujeres de allí que fueron a vivir a Tecuanulco tras casarse, que podían exis-
tir graniceros. Para entonces comenzaba a sospechar que ahuaques y tesifteros eran in-
disociables y que integraban en un esquema coherente el conjunto de creencias y ritos
que los rodeaban. Mi investigación inicial sólo contemplaba a los primeros, pero en
mis ausencias del campo comencé a leer sobre el tema. Debido a la proximidad entre
la Sierra de Texcoco y el Distrito Federal, el trabajo en el campo facilitaba aunar la
obtención de datos con lecturas y reflexión de manera simultánea. Así leí numerosos
estudios sobre reciprocidad, sistemas cosmológicos, chamanismo, noción indígena de
persona, parentesco, cosmovisión y el culto mexica a los cerros —principalmente las
obras de Alfredo López Austin (1996; 2000; 2001) y Johanna Broda (1971; 1991;
2001b)—, y comencé a considerar la continuidad histórica que existía en las concep-
ciones que registraba; a la vez resultaba patente su vínculo indisoluble con el sistema
prehispánico de riego. Notablemente, sobre éste había una amplia bibliografía de tesis
de la Universidad Iberoamericana, pero ni una sola referencia profunda a la existencia
de los ahuaques, la región había permanecido inexplorada desde este aspecto.
Mi trabajo en Santa Catarina fue mucho más fructífero debido a una menor reti-
cencia de sus vecinos a tratar el tema. Constaté que existían principios comunes —los
tipos de curación eran análogos, también las concepciones anímicas y las ofrendas— y
concebí un estudio que abarcara los pueblos serranos como “región”. También visité
en tres ocasiones las comunidades de San Pablo Ixayoc y Totolapan2 y comprobé que
resultaban esencialmente similares a las anteriores.
Hasta enero de 2005 seguí frecuentando por distintos periodos Santa Catarina.
Pasé allí la fiesta de Día de Muertos y recopilé concepciones sobre las distintas clases
de almas: las que regresan a la tierra y los espíritus humanos que se transforman en

2
Agradezco a Hugo Rojas el haberme permitido conversar con algunos de sus informantes en las visitas que
realicé a este lugar.

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Introducción 19

ahuaques. Establecí compadrazgo con una curandera y pude contrastar los datos que
me proporcionaban los informantes comunes con el conocimiento ritual. También
repetí mis cuestionarios, ahora mejorados, en dos escuelas del pueblo y obtuve resul-
tados similares a los de Tecuanulco. Las creencias se transmitían a los niños, que po-
seían un sorprendente conocimiento acerca de los episodios terapéuticos de sus
parientes: síntomas, procedencia del tesiftero o curandero, variedad de ofrendas y casos
referidos por sus vecinos. A pesar de la apertura cada vez mayor, adultos y niños repre-
sentaban dos mundos diferentes, uno de los cuales era posible atisbar a través de la
vigilancia constante del otro.
Desde finales de enero me dediqué a buscar de nuevo a don Cruz. Varias veces lo
había visitado infructuosamente. Mi visión del complejo se había ampliado. Ahora
contaba con un conocimiento popular que quería contrastar con el del ritualista.
Como salía temprano de su casa para ir al terreno, cuidar el ganado o vender produc-
tos —el trabajo de tesiftero era a tiempo parcial y se mezclaba con el entramado de
ocupaciones típicas de la Sierra— comencé a esperarlo sistemáticamente a las 5:30
ante su puerta. Don Cruz interpretó mi insistencia como deseo de trabajar de tesiftero.
Me sometió a una especie de prueba: si verdaderamente estaba interesado en aprender
debía aceptar lo que quisiera ofrecerme en su momento. Algunos días me decían que
había salido y se hallaba en la casa, otros lo vi escapar subrepticiamente por la parte
trasera cuando lo requerían como curandero. Mi propia relación con don Cruz me
permitió comprender cómo operaba el vínculo con los candidatos a iniciarse, a ins-
truirse; el conocimiento emergía aquí y allá de manera asistemática y jamás logré que
lo pensara desvinculado de la práctica concreta. Pero pude reforzar mi relación con él,
y en una ocasión actué como ayudante en la curación de un niño afectado por mal de
ojo: me obligó a limpiar a distancia con el huevo, a leerlo y a deshacer, frotando con
los dedos, la enfermedad introducida en el cuerpo. También trató por todos los medios
de que aprendiera la súplica contra el granizo. En la última parte de mi trabajo de
campo logré que elaborara algún dibujo. No tuvo mayor problema en que lo grabara
y nunca pidió dinero. Mi relación con don Cruz continúa en el presente.
Durante la investigación seguí un desarrollo errático que me brindó algunos acier-
tos. Uno de ellos fue el hecho de no circunscribirme a un informante-especialista como
sucede a menudo en este tipo de estudios. Cuando abordé al informante único ya
había acumulado un sinnúmero de testimonios de hombres, mujeres, niños y ancianos
de diferentes pueblos y tenía una idea aproximada de lo que pensaba la gente común.
Esto era algo que no había hallado en los trabajos sobre graniceros. Otro acierto fue
que al aunar la visión exotérica popular con el conocimiento esotérico especializado,
era posible delinear el complejo general de representaciones y prácticas que existía en
la Sierra como una configuración cultural de alcance general. Un tercer acierto fue que

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este acercamiento permitía afrontar los procesos de cambio y recreación y su repercu-


sión en el sistema. A pesar de su estrecho vínculo con la tradición prehispánica, el
complejo era un marco desde el que poder comprender culturalmente el cambio:
nuevos elementos foráneos se asimilaban —y otros no— de acuerdo con una lógica
“tradicional”. No se trataba de un conjunto de aspectos de folklore sino una suerte de
guía del comportamiento social: la creencia se materializaba en acciones concretas.
Muchos aspectos de la existencia cotidiana de la Sierra se llenaban de sentido desde
esta perspectiva, no obstante su presencia acallada y clandestina.
En mi trabajo de campo acumulé varios centenares de fotografías, una docena de
genealogías, 415 páginas de diario de campo y un número casi igual de transcripciones
de relatos y entrevistas. Una vez sistematizado el acervo resultante, como valores cen-
trales de la investigación y de este libro puedo señalar:

1. La presentación de información inédita acerca de los conceptos de ahuaques y


tesiftero en un área en la que no existían estudios previos al respecto.
2. El análisis de estos elementos en una región vinculada a los manantiales, cuando
en la mayoría de la bibliografía sobre el tema se encuentran concepciones similares
asociadas a los cerros y a otros rasgos del paisaje. En este aspecto radica precisa-
mente la especificidad de la configuración estudiada.
3. La descripción de un especialista ritual que no había sido abordado antes en los
estudios sobre graniceros: el tesiftero de la Sierra de Texcoco.
4. La consideración de las deidades pluviales o ahuaques y el tesiftero como partes
integrantes de un sistema de significación basado en la comprensión de las catego-
rías nativas locales, y no como una mera descripción de elementos aislados. En el
estudio ambos principios se subsumen en la categoría general de “razzia cósmica”
o “tiempo”, es decir, en la conceptualización climática serrana.
5. El análisis de los conceptos locales de “lluvia”, “granizo” y “rayos”, así como los de
“espíritu” y “esencia”, entre los pobladores de la Sierra.
6. Como consecuencia de lo anterior, la descripción y el análisis de los vínculos que
enlazan estos elementos entre sí y con otros aspectos de la vida social y del cosmos,
así como el empleo de categorías sociales para “pensar” el sistema.
7. Finalmente: el análisis de la continuidad y los procesos de reproducción del com-
plejo en la actualidad, abordados desde la función que desempeñan los niños,
principalmente de 10 a 13 años, en la transmisión de las creencias vinculada a las
relaciones con sus parientes en el interior de los grupos domésticos y al uso de la
tradición oral.

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Introducción 21

Estos aspectos aparecen integrados en cinco capítulos. En el primero, titulado


“Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo en torno a las deidades
pluviales y los ritualistas atmosféricos”, se presenta el marco teórico de la investiga-
ción. Se examinan las definiciones y desarrollos del concepto de cosmovisión de Al-
fredo López Austin y Johanna Broda, que son el referente para entender la noción de
“razzia cósmica” o “tiempo” como un sistema de circulación de esencias ligado al
paisaje ritual serrano. Después se expone el complejo de las deidades pluviales y los
sacerdotes y magos mexicas como situación prehispánica de la que las concepciones
actuales representan cierta continuidad. Finalmente se realiza una revisión crítica de
los estudios sobre graniceros efectuados en México según un criterio regional y por
autor. Este triple panorama ayudará, como un referente de contraste, al desarrollo
posterior de la etnografía.
En el segundo capítulo, “Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la
Sierra de Texcoco”, se describe la región que comprende el estudio. Veremos el sistema
de regadío prehispánico que confiere unidad al área y el nexo que éste ha mantenido
con la existencia nahua a lo largo de la historia. Se desglosan en detalle los rasgos
culturales que definen hoy a la población: la economía, el parentesco, la identidad
étnica y el gobierno del agua. En suma, se traza el contexto holístico regional en el
que se inscribe la etnografía y constituye un referente implícito para entender los
apartados posteriores.
El tercer capítulo, “Los ahuaques, ‘dueños del agua’ ”, es la primera parte de la
descripción etnográfica del complejo climático serrano. Trata las concepciones aními-
cas y su relación con los ahuaques como espíritus humanos deificados, el tipo de
muertos que se convierten en estos seres y la representación del interior del manantial
como inframundo. A partir de la naturaleza carencial del inframundo se analiza la
producción de los rayos y el granizo por los ahuaques como el medio para obtener de
la superficie terrestre las sustancias necesarias: esencias animales, vegetales y los espíri-
tus humanos con los que el manantial se abastece. Posteriormente, muestra a los
ahuaques como dadores de lluvia: regidos por el dios Tláloc, del que son sus ayudantes
o “hijos”, se ven obligados a retribuir a la tierra el líquido vital para que los seres mun-
danos se desarrollen. Las dos dimensiones complementarias de los ahuaques —seres
productores de meteoros dañinos y enfermedades e “hijos” de Tláloc dadores de la
lluvia benéfica— son analizadas e interpretadas en el contexto de su descripción.
En el cuarto capítulo, “Los tesifteros, ‘conocedores del tiempo’ ”, se presenta a los
ritualistas expertos en la conceptualización climática citada. Se desglosa el significado
del término tesiftero, sus funciones, rasgos definitorios y modo en que son percibidos,
así como los procesos de reclutamiento e iniciación en el que los ahuaques eligen al ri-
tualista y lo convierten en su “compadre” o pariente ritual mediante intercambios de

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22 David Lorente y Fernández

comida. Toda la formación del ritualista está dirigida a la conversión de su espíritu en


ahuaque, lo que le brinda el estatus de intercesor entre el mundo serrano y el manantial.
Un ejemplo preciso —la iniciación de don Cruz— ilustra con detalle este proceso.
Después se tratan los procedimientos rituales del tesiftero para enfrentar las manifesta-
ciones de los ahuaques: sus atribuciones para “atajar” el granizo, pedir la lluvia y recu-
perar los espíritus apresados en el agua o mediante el rayo, y el uso ceremonial de las
ofrendas conjuratorias y terapéuticas —lo que aparece, además, ilustrado en el testimo-
nio de un caso de curación—. Por último, un apartado consagrado a su papel de agua-
dor destaca los aspectos más sociológicos y comunitarios de la actuación del tesiftero.
Expuesto el sistema, en el capítulo quinto se cuestiona su pervivencia en el futuro:
“¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? Una perspectiva desde la recreación
simbólica y la infancia”. ¿Cómo evaluar si “el tiempo” representa un remanente arcai-
co del pasado o un sistema dotado de larga vida? El capítulo responde con dos des-
arrollos. El primero muestra que el sistema constituye un almacén de la memoria
histórica colectiva, lo que explica sus recreaciones internas: tanto la figura de Neza-
hualcóyotl como diversos aspectos de su reinado han pasado a integrar hoy el mundo
del agua. Además, el sistema ha permitido leer simbólicamente los cambios producidos
por la modernización en la Sierra —la introducción de mercancías, vehículos o luz
eléctrica—. El segundo desarrollo aborda la reproducción social del complejo; estudia
la información cuantitativa obtenida en encuestas aplicadas a los niños y concluye que
éstos son los receptores del proceso de transmisión de las creencias. A pesar de la ne-
gativa de los adultos a hablar con extraños sobre el tema, los niños reciben en los
grupos domésticos importantes elementos relativos al sistema. Esto ocurre a través de
la tradición oral y de la instrucción intergeneracional. Los niños son los depositarios
de los rudimentos de la cosmovisión, de la existencia de los ahuaques y del trabajo del
tesiftero, y su relación diaria con el paisaje serrano va transformando el saber mítico en
un operador cognitivo. “El tiempo” es, pues, qué duda cabe, un complejo vigoroso
que mira hacia el futuro.
Pero para alcanzar una visión más abarcante de la concepción climática serrana es
necesario situarse en un plano de mayor abstracción. El epílogo “La vida, los rayos y
el fluir de las esencias” presenta “el tiempo” como una etnoteoría nahua general sobre
la vida, un gran complejo que dota de existencia a los seres y al mundo, que convierte
a la estación de lluvias en la verdadera época viva del año y que permite al cosmos al-
canzar su funcionamiento ordenado y su reproducción. Es un ciclo generalizado y
agonístico de intercambio recíproco de dones en el que la reciprocidad se da a través
de la rapacidad. La depredación terrestre activa la reciprocidad divina del agua. El
término razzia cósmica destaca la primacía de la primera sobre la segunda; la muerte y
la desgracia hacen posible la vida a través del drama cósmico de las tormentas. En

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Introducción 23

suma, todo lo expuesto hasta el momento: la gran cadena formada por los ahuaques,
el tesiftero, Tláloc, el granizo, los rayos, la lluvia fecundante, los ritos conjuratorios y
terapéuticos, las ofrendas y la gestión regional de los regadíos adquiere su sentido
global y su trascendencia desde aquí.

Para concluir esta introducción quiero expresar mi reconocimiento a los nahuas de la


Sierra de Texcoco, y especialmente a don Cruz, quienes me abrieron las puertas de su
mundo privilegiado. Resulta imposible agradecer aquí con palabras sus confesiones,
confidencias y amistad que recorren como voces este libro. Espero que encuentren en
él un reflejo fiel de lo que me transmitieron.
También agradezco, como un eco siempre presente en la etnografía, las enseñan-
zas de mis profesores de la Universidad de Deusto, en Bilbao, España, que guiaron mis
intereses personales hacia la antropología religiosa, simbólica y médica. Francisco
Sánchez-Marco, Francisco Ferrándiz y Josetxu Martínez marcaron tanto mi manera
empírica de proceder como de acercarme a los datos de campo.
Desde un punto de vista temático, los estudios de Catharine Good y James M.
Taggart sobre los nahuas de Río Balsas en Guerrero y de la Sierra Norte de Puebla,
respectivamente, constituyeron un valioso referente. Con Cathy y con Jim discutí
aspectos de la cultura y de la etnografía nahua en innumerables ocasiones. También
Roger Magazine y David Robichaux fueron sugerentes interlocutores en aspectos sobre
los nahuas de Tlaxcala, el medio rural mexicano y los sistemas de parentesco.
Comentarios y comunicaciones fructíferas de Johanna Broda, Danièle Dehouve,
Saúl Millán y Pedro Pitarch me permitieron evaluar la investigación desde la distancia
proporcionada por la diversidad de sus enfoques.
Este trabajo de investigación comenzó como una tesis de maestria en Antropología
Social que fue defendida en la Universidad Iberoamericana en 2006. En 2007 la tesis
obtuvo la Mención Honorífica del Premio Fray Bernardino de Sahagún del Instituto
Nacional de Antropología e Historia. En 2009 recibió el Premio de la Cátedra Inte-
rinstitucional Arturo Warman. Durante ese tiempo la investigación continuó, y el
texto fue creciendo y matizándose con más información de campo. Gracias a la re-
flexión sobre mis observaciones y a la minuciosa revisión de los diarios de campo y de
las notas y transcripciones anteriores que conservaba, pero sobre todo a las oportuni-
dades que tuve de realizar nuevas estancias en la Sierra de Texcoco, logré ir profundi-
zando y completando aspectos que en un primer momento del estudio sólo estaban
esbozados. La redacción del libro, que comprendió distintos periodos entre 2009 y
2010, fue un proceso paulatino de crecimiento ramificado, con extensiones, adiciones
de ejemplos, precisiones y una atención dirigida —que se mantuvo presente desde las

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24 David Lorente y Fernández

primeras líneas— a revalorizar la etnografía y a derivar de ella cualquier argumento,


afirmación o concepto que apareciera desarrollado en el texto.
En todo este proceso mis padres, Emilio y Carmen, a quienes dedico este libro,
me quisieron y me apoyaron de todas las formas posibles e imposibles al otro lado
del océano.

México, D.F., septiembre de 2010

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Capítulo 1
Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo
en torno a las deidades pluviales y los ritualistas atmosféricos

Éste es un libro eminentemente etnográfico, es decir, que privilegia los datos de campo
y la manera en que los nahuas de Texcoco generan una visión del mundo. Pero esta
etnografía local, provista de su lógica interna, debe inscribirse en el panorama general
de los estudios realizados actualmente en México, bien porque los toma como referen-
te, bien porque ofrece un contraste.
Así, en este capítulo presento tres líneas teóricas que se entrelazan en el desarrollo
de la investigación, aunque sea de una manera subyacente. La primera es el concepto
de cosmovisión, que concibo como un marco general desde el que abordar el complejo
climático de los nahuas de la Sierra de Texcoco. En la parte inicial realizo una revisión
de las definiciones propuestas por Alfredo López Austin y Johanna Broda, destaco sus
elementos integrantes y concluyo recuperando los aspectos que resultan pertinentes
para mi estudio. En una segunda parte, y desde la perspectiva de la cosmovisión, pre-
sento un panorama del complejo de las deidades de la lluvia y los ritualistas atmosfé-
ricos en la tradición mexica. Esta sección tiene como propósito contextualizar el
complejo de los graniceros actuales, por un lado, y servir por otro como referente
comparativo desde el que leer la sección etnográfica en la que se describe el sistema
objeto de estudio (capítulos 3 y 4). En la tercera y última parte, y a la luz del complejo
prehispánico, abordo la institución contemporánea de los graniceros o ritualistas at-
mosféricos, los presento como eje privilegiado desde el que leer históricamente la
cosmovisión, efectúo una revisión regional de los estudios sobre estos especialistas
realizados hasta la fecha y concluyo con algunas reflexiones críticas que marcan las
líneas de análisis abordadas después. Al igual que la anterior, esta parte puede consi-
derarse un marco comparativo desde el que abordar la etnografía. De este modo, las
tres partes se contienen mutuamente y representan una secuencia coherente.

Dos definiciones de cosmovisión y su pertinencia para este estudio

El concepto o categoría analítica de cosmovisión ha sido empleado fructíferamente


desde 1950 en estudios sobre Mesoamérica con connotaciones y sentidos diversos que
aludían, en última instancia, a las categorías nativas de pensamiento y a la visión del

25

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26 David Lorente y Fernández

mundo concebida por los indígenas (Medina, 2001). Aquí me interesa destacar dos
definiciones clásicas y señalar sus nociones implícitas, sus implicaciones teóricas y su
utilidad para mi investigación. Una de las ventajas del concepto, como sostienen ciertos
autores, y que debe presentarse como introductoria, es que a nivel general éste significa

un importante avance teórico, sobre todo porque implica la aplicación de un enfoque


holístico muy diferente del manejo convencional de temas como la cosmología y las
creencias religiosas. Ya no se trata simplemente de elaborar una recopilación enlistan-
do las ideas que ciertas gentes tienen (o tenían) sobre fenómenos naturales (como el
tiempo, los astros o la tierra) o sobrenaturales (como los dioses o el inframundo). Con
este nuevo enfoque […] se marca una clara diferencia con respecto a los […] que
desarrollaron ciertas corrientes de la antropología que tratan de analizar los simbolis-
mos cosmológicos como si fueran meros juegos de la mente, y desligados de las reali-
dades concretas. (Neurath, 1998: 151)

Este presupuesto está implícito en las definiciones que abordaré a continuación.


En primer lugar, Alfredo López Austin, que ha tratado ampliamente en su obra la
religión y la mitología de los antiguos nahuas, se refiere a la cosmovisión

como un hecho histórico de producción de pensamiento social en decursos de larga


duración; hecho complejo que se integra como un conjunto estructurado y relativa-
mente coherente por los diversos sistemas ideológicos con los que una entidad social,
en un tiempo histórico dado, pretende aprehender racionalmente el universo. La re-
ligión, en su carácter de sistema ideológico, forma parte de este complejo. (2000: 13)

Al mismo tiempo, en lo que respecta a su naturaleza específica indica que

La cosmovisión puede equipararse en muchos sentidos con la gramática, obra de todos


y de nadie, producto de la razón pero no de la conciencia, coherente y con un núcleo
unitario […] la base [social] de la cosmovisión no es producto de la especulación, sino
de relaciones prácticas y cotidianas; se va construyendo a partir de determinada per-
cepción del mundo, condicionada por una tradición que guía el actuar humano en la
sociedad y en la naturaleza.
Como en el caso de la gramática, el orden y la coherencia de la cosmovisión de-
rivan en buena parte de los procesos de comunicación a los que está sujeta. La comu-
nicación sólo se da a partir de una base común de orden y coherencia. No es aceptable,
por tanto, la objeción de que la “visión del mundo” es sólo una construcción teórica
porque los participantes de la sociedad no tienen en lo individual un pensamiento

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 27

ordenado que corresponda al “modelo del etnólogo”. […] La cosmovisión no se re-


duce a una esfera de ejercicio, sino que está presente en todas las actividades de la vida
social, y principalmente en aquellas que comprenden los distintos tipos de produc-
ción, la vida familiar, el cuidado del cuerpo, las relaciones comunales y las relaciones
de autoridad. […] Lo anterior es particularmente válido en el caso de Mesoamérica.
La cosmovisión —y con ella la religión y la mitología particular— […] constituyó un
sistema que rebasó los límites de cada una de las distintas unidades políticas pertene-
cientes a una extensa tradición histórica y cultural, y fue uno de los factores primarios
de la unidad mesoamericana. (2000: 14-15)

Sin embargo, dicha unidad no impidió que “la historia común y las historias
particulares de los pueblos […] actuaran dialécticamente para formar una cosmovisión
mesoamericana rica en expresiones regionales y locales” (López Austin, 1990: 30-31).
Por otro lado y continuando con su naturaleza estructural, el autor acuña el tér-
mino “núcleo duro” para referir el “complejo articulado de elementos culturales, su-
mamente resistentes al cambio, que actuaban como estructurantes del acervo
tradicional y permitían que los nuevos elementos se incorporaran a dicho acervo con
un sentido congruente en el contexto cultural” (2001: 59). Se trata en suma de una
“matriz de pensamiento” que actúa como reguladora de sus elementos constitutivos;
forma un complejo sistémico no centralizado que otorga sentido a los componentes
periféricos del pensamiento social y permite resolver problemas nunca antes enfrenta-
dos (2001: 58-62). La moción de núclo duro reconoce que “las cosmovisiones siempre
están en proceso de creación” y que el aspecto dinámico “nace ya en el lecho de la
cosmovisión existente” (2001: 63). Los agentes que logran dicha función son los “re-
guladores de sistemas”, personajes socialmente destacados que “recogen consciente o
inconscientemente la experiencia de su contexto social y la expresan bajo lineamientos
estructurantes” (2001: 63). Tanto la cosmovisión como su núcleo duro se manifiestan
en la aplicación de la analogía entre diversos dominios culturales, y se expresan de
forma privilegiada en los mitos y en el ritual (2001: 64).
La lógica interna de la cosmovisión y su contenido encuentran su referente y su
modelo en el “arquetipo del ciclo vegetal”. Sus principios están en las creencias y prác-
ticas agrícolas sobre “la reproducción y el crecimiento vegetativos”. De esta forma, el
principio central se proyecta hacia el conjunto de las esferas del cosmos.

La cosmovisión mesoamericana se ofrece como la concepción de un gigantesco proce-


so en el que están inscritos isonómicamente los cursos naturales y los divinos. Una
parte considerable del cosmos está integrada como un gran complejo de vías circulares
en el que cada uno de sus componentes funciona transformando la materia que fluye

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28 David Lorente y Fernández

e impulsando los flujos […]. La reproducción de la naturaleza salvaje, la agrícola, la de


los animales domésticos, la humana, el curso de los astros, los ciclos del tiempo, la
alternancia de los periodos de lluvias y secas, todo forma parte, para el creyente, de un
inmenso proceso general que no sólo mueve, sino que da regularidad y sentido a las
cosas de este mundo y a las del mundo de los dioses. (2000: 17)

En el interior de este sistema de circulación de fuerzas podían distinguirse dos


clases de sustancias:

Una material sutil, imperceptible o casi imperceptible por el ser humano en condiciones
normales de vigilia, y una materia pesada que el hombre puede percibir normalmente
a través de sus sentidos. Los dioses están compuestos por la primera clase de materia.
Los seres mundanos, en cambio, son una combinación de ambas materias, pues a su
constitución pesada, dura, perceptible, agregan una interioridad, un “alma” que no
sólo es materia sutil como la de los dioses, sino materia de origen divino. (2000: 23)

Finalmente, la relación entre las diversas entidades que integran el cosmos podía
entenderse de acuerdo a la misma lógica de circulación de las esencias. Los hombres
recibían donaciones de los dioses y cerraban el ciclo con la “restitución”, es decir, me-
diante la devolución ritual a las divinidades “de todas las fuerzas necesarias para pro-
ducir lo recibido”, que debía ser hecha por una vía de igual naturaleza a lo restituido
(2000: 204):

los dioses fueron concebidos como seres participantes en el proceso de intercambio;


o, más allá, como expoliadores de los humanos sorprendidos en desventaja. Los hom-
bres adquirían las aguas y las cosechas, y se libraban de enfermedades […] en […] una
relación mercantil […]. En cuanto a los violentos ataques de los dioses […], debe
tomarse en cuenta que se concibió a los númenes como seres carentes, deseosos de
obtener lo que el hombre […] sí poseía; necesitados de la ofrenda que consumirían
como alimento; de la belleza de los niños; de las almas de los accidentados, como si
los seres sobrenaturales superiores e inferiores tuviesen que satisfacerse en la superficie
de la tierra, en su mercado. (1996, I: 82-83)

En este sentido, y vinculado a lo anterior, López Austin define el ritual como “el
orden de las acciones adecuadas frente al arribo pautado de los dioses” (2000: 29).
Por otro lado, el autor propone el modelo del “árbol cósmico” para representar
gráficamente la estructura del universo. “Tamoanchan es el gran árbol cósmico que
hunde sus raíces en el Inframundo y extiende su follaje en el Cielo”. Su zona intermedia

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 29

está formada por dos troncos entrelazados en forma helicoidal: uno de ellos es Tlalocan
(cuyas características son la oscuridad, la frialdad y la humedad), que hunde su raíz en
la tierra para “formar el mundo de los muertos, del cual surge la fuerza de la regenera-
ción”; el otro es Tonátiuh Ichan (caracterizado por el calor, la sequedad y la luz), que
proyecta su copa en el cielo “formando las ramas de luz y fuego donde se posan las
aves” (2000: 225).
Las dos clases de energías o fuerzas opuestas que fluyen por el tronco en movimien-
to helicoidal o malinalli lo hacen en perpetuo conflicto creando “una división holísti-
ca del cosmos, con innumerables pares de oposición, entre los que resaltan los de
muerte/vida, frío/calor, hembra/macho, agua/fuego y lluvias/secas”. Esta división res-
ponde a las “esencias” de las cosas, que son materia divina y por lo tanto divisible y
capaz de unirse a otras esencias, y separable, lo que “permite entender que los dioses
puedan dividirse y fusionarse, que puedan estar en más de un lugar al mismo tiempo,
que exista coesencia entre ellos y otros seres, y que la coesencia comprenda intercomu-
nicación” (2000: 169). La posibilidad de división y coesencia crea “réplicas” que “im-
plican la reproducción de las características de la fuente en los seres proyectados y, con
frecuencia, la confusión entre la fuente y sus proyecciones” (2000: 161); cabe destacar
“las que existen entre un lugar mítico y su realización en lugares terrenales, entre un
dios y el hombre-dios al que su fuerza posee, entre un dios y sus imágenes” (2000: 107).
A su vez, “la división estacional entre el periodo de lluvias en verano y el periodo
de secas en invierno es la base de la concepción del dominio cíclico de los dos tipos de
fuerzas opuestas: los seres fríos y húmedos en la época de lluvias y los seres ígneos y
solares, cálidos y secos, en la de secas” (2000: 162). Gracias a estos dos ciclos se esta-
blece oto: “el agrícola del cultivo del maíz de temporal, con un periodo de actividad
[…] y otro periodo de menor duración, que es el de reposo”. Los dos ciclos dan a en-
tender “un orden cósmico de presencia/ausencia cíclicas de los seres del mundo húmedo
y frío: las aguas pluviales llegan, penetran en la tierra, son extraídas con la quema y
vuelven a su depósito […]. Dado el carácter limitado de las esencias de las clases, es ne-
cesario que regresen a la bodega la totalidad de los ‘espíritus’ que salieron” (2000: 162).
Éstos, llamados también “semillas”, “corazones” o “sombras de las semillas”, “sirven
como gérmenes invisibles de las clases” y son las esencias proporcionadas por los dioses
que salen por las cuevas y deben regresar al “gran cerro” donde se atesoran. El dominio
de estos seres húmedos, fríos, oscuros y nocturnos que en ocasiones se asimilan a los
ancestros “se extiende al rayo, al trueno, al relámpago, al viento, a la lluvia, a las nubes
y a las masas de agua” (2000: 161) y su poder al crecimiento y a la reproducción. Las
fuerzas calientes y secas como el Sol y el Fuego secan, maduran o cuecen a los seres
haciendo sus esencias reutilizables (2000: 164).

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30 David Lorente y Fernández

Ambos ciclos de fuerzas —calientes y secas, frías y húmedas— confluyen en el pla-


no intermedio del cosmos, sobre la tierra, “en Tlalticpac, el mundo del hombre” (2000:
224), materializándose en la existencia mortal. La vida se inicia en los ámbitos divinos,
se desarrolla en el mundo terreno —los seres nacen con fuerza fría pero el tiempo los
seca y calienta— y, tras la muerte, la esencia o “corazón” retorna al estado de “semilla” en
el ámbito divino. “La idea de retorno íntegro se manifiesta también como la necesidad
de pagar a los dioses fríos y húmedos todo lo que se recibe de ellos”. Sin embargo, “algu-
nas formas especiales de muerte hacen innecesario el viaje por el inframundo” y hacen
“pasar directamente a los difuntos a un mundo especial de muertos o a la gran bodega”.
Por último, se considera que “todos los ‘corazones’ de los distintos seres del mundo tienen
que cumplir su ciclo” (2000: 164-165) y regresar “al mundo subterráneo para su recicla-
miento” (2000: 164). En resumen, la oposición de las fuerzas contrarias y la circulación
perpetua de esencias propician, la continuidad y la reproducción del universo.
La segunda definición que interesa destacar aquí es la de Johanna Broda, que ha
abordado el ritual y el culto mexica a los cerros y al agua así como el calendario me-
soamericano, y quien plantea la cosmovisión como

la visión estructurada en la cual los antiguos mesoamericanos [y los miembros de las


comunidades mesoamericanas actuales (2001b: 16)] combinaban de manera cohe-
rente sus nociones sobre el medio ambiente en que vivían, y sobre el cosmos en que
situaban la vida del hombre. (1991: 462)

En dicha visión “las nociones cosmológicas eran integradas en un sistema” que


“explicaba el universo […] en términos de un cuerpo de conocimientos exactos, al […]
tiempo que satisfacía las necesidades ideológicas de aquella sociedad” (1989: 37).
Resulta interesante que esta definición incluye tanto aspectos explicativos como
ideológicos, es decir, que aborda el proceso de construcción de la cosmovisión en el
que se conjuga de forma dialéctica un complejo de elementos empíricos o nociones
observacionales exactas fruto de una atenta “observación de la naturaleza” —clima,
medio ambiente, geografía, astronomía, etc.— con numerosos elementos de tradición
mítica y religiosa. De esta forma, la observación precisa del cosmos y su medio físico
se fusionaba con el mito y la magia de manera articulada (1991: 462; 1989: 50). En
este sentido, Broda define la “observación de la naturaleza” como

la observación sistemática y repetida a través del tiempo de los fenómenos naturales


del medio ambiente que permite hacer predicciones y orientar el comportamiento
social de acuerdo con esos conocimientos. Es decir, esta actividad contiene una serie
de elementos científicos. (1991: 462)

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 31

Esta observación implicaba diversos aspectos: en la época prehispánica, por ejem-


plo, el hecho de que “el tiempo y el espacio eran coordinados con el paisaje por medio
de la orientación de edificios y sitios ceremoniales. Dentro de este sistema las montañas
jugaban un papel determinante” (1991: 463). Veremos esto a continuación.
En su concepción de cosmovisión, Broda se centra en el culto público del Estado
que llevaban a cabo los sacerdotes oficiales en torno al complejo de los cerros y el agua,
en el que estaba integrada la cosmovisión. Éste vinculaba la astronomía, los fenómenos
climatológicos y el ciclo agrícola, dado que la preocupación central de los mexicas
como pueblo agrícola “giraba alrededor de la lluvia y de la fertilidad” (1991: 465). En
ella ocupaba un papel clave Tláloc como deidad de la lluvia y de la tierra, pues las
montañas se concebían como deidades de la lluvia que engendraban las nubes y se
identificaban con los tlaloque, los servidores menores de Tláloc productores de meteo-
ros. Se creía que los cerros retenían y soltaban el agua procedente del mar, concebido
como símbolo de la fertilidad absoluta, que corría bajo la tierra y afloraba en las fuen-
tes y cuevas (contrapartes del cerro). Así el ciclo pluvial unía a los montes con las
fuentes, los manantiales, los ríos, las cuevas y el mar, y esto se expresaba simbólicamen-
te en la configuración de las ofrendas marinas presentes en el Templo Mayor de Teno-
chtitlán, que buscaban conjurar este importante elemento en el centro del Imperio
mexica (1991, 1989).
Por otro lado, junto a la observación de la naturaleza que fundamentó esta creación
religiosa, Broda propone el concepto de “paisaje ritual” como subsumido en la cosmo-
visión. Se trata del “paisaje [natural] culturalmente transformado a lo largo de la his-
toria” que enlazaba “los centros políticos, caracterizados por sus grandes templos, con
lugares en el campo donde había adoratorios de menor categoría; estos santuarios re-
saltaban los fenómenos naturales y estaban vinculados con el culto de los cerros, las
cuevas y el lago” (2001: 296). Estos lugares incluían “pequeñas estructuras ceremonia-
les” señaladas por relieves y talladas en roca, petrograbados y “maquetas” —modelos
en miniatura esculpidos en piedra—. Estas maquetas representaban a menudo cerritos
terraceados con pocitas en sus cimas; el agua vertida allí escurría por terrazas en mi-
niatura y al bajar parecía “simular la caída de la lluvia ¿y/o las aguas de irrigación? que
transcurren por los canales” (1997: 10). Es decir, los pequeños adoratorios reflejaban
o expresaban reducidamente nociones cosmológicas clave en la cosmovisión (el com-
plejo cerros-lluvia-agua) y aludían a la importancia del ciclo agrícola.
Este “paisaje ritual”

fue creado por los mexicas durante el siglo xv al tomar posesión de los espacios polí-
ticos de la Cuenca y ocupar los santuarios más antiguos que antaño habían pertene-
cido a otros pueblos y grupos étnicos. De esta manera se expresaban relaciones de

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32 David Lorente y Fernández

dominio, de sincretismo y de integración, así como la fuerte vigencia de una tradición


cultural que conectaba a los mexicas con las culturas anteriores a ellos. (2001: 296)

Al mismo tiempo, los elementos propios del paisaje —valles, ríos, manantiales,
cuevas y cerros— se vinculaban con los adoratorios anteriores para constituir el “len-
guaje visual”, expresión ampliamente difundida en la Cuenca de México que presenta
la unidad conceptual cerros-agua como un aspecto fundamental de la cosmovisión,
que se proyecta y estructura simbólicamente el espacio real plasmado en la naturaleza
(1996). La proyección de la cosmovisión sobre el paisaje pasaba por el ritual: “el vín-
culo entre los conceptos abstractos de la cosmovisión y los actores humanos” (2004a:
21).
Esta fuerte asociación entre cosmovisión, ritual y paisaje posee implicaciones im-
portantes. Quizá la más destacada sea que revela la continuidad histórica de múltiples
elementos de las creencias y del calendario mesoamericanos. Esta persistencia no exen-
ta de sincretismo

se explica por el hecho de que siguen existiendo en gran parte las mismas condiciones
geográficas, climáticas y los ciclos agrícolas. Perdura la dependencia de las comunida-
des de una economía agrícola precaria y el deseo de controlar estos fenómenos. Por lo
tanto, los elementos tradicionales de la cosmovisión y los cultos del agua y de la ferti-
lidad agrícola siguen correspondiendo a las condiciones materiales de existencia de las
comunidades, lo cual hace comprender su continuada vigencia y el sentido que retie-
nen para sus miembros. (2004a: 19-20)

Sin embargo, esta continuidad está marcada por el hecho de que, mientras en la
época prehispánica los ritos formaban parte central del culto estatal, tras la Conquista
perdieron su integración en el sistema ideológico autóctono y se transformaron en la
expresión de cultos campesinos locales incompletamente articulados con la sociedad
occidental dominante (1989: 48; 1997: 77). Los ritos agrícolas se trasladaron de las
ciudades al paisaje, se tornaron clandestinos y “adquirieron una importancia nueva
como vías de expresión de la identidad étnica subalterna” (2001: 23). Sus imágenes
fueron reformuladas de manera continuada y dieron al culto católico de los santos un
lugar protagónico en los complejos procesos de sincretismo. Así, a pesar del embate
constante de la modernidad, las comunidades mesoamericanas siguen reproducién-
dose culturalmente según un doble movimiento simultáneo de continuidad y recrea-
ción (2004a: 18-20). Los fundamentos lógicos de la cosmovisión perviven, pero su
contenido se modifica para adecuarse a los nuevos tiempos.

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 33

Ahora bien, de las dos definiciones reseñadas brevemente aquí me gustaría retomar
algunos aspectos que considero pertinentes para este estudio.
Del concepto propuesto por López Austin, y en cuanto a sus aspectos formales, me
interesa rescatar el hecho de que la cosmovisión constituye un producto nacido de la
interacción social que posee características análogas a la gramática —cuyas reglas subya-
centes, inconscientes, producen discursos articulados— y que por lo tanto representa un
hecho empírico y no una construcción abstracta del investigador. Una idea semejante es
defendida por Jacques Galinier al discutir con Víctor Turner sobre la validez de las exé-
gesis nativas y proponer el estudio de las interpretaciones internas y la observación del
ritual como vías privilegiadas para acceder al “modelo cognoscitivo” o sistema de pensa-
miento indígena:

el modelo cuya búsqueda emprenderá esta descripción no es entonces una variante de


los diferentes tipos de explicación del mundo propuesto por los especialistas del pen-
samiento especulativo, los chamanes. No se trata tampoco del producto de un sistema
hipotético-deductivo construido a priori por el etnólogo. Se presenta más bien como
una configuración hecha de postulados, verbalizados o no por los grupos, y cuya ac-
tividad ritual proporciona actualizaciones “sin ton ni son”. El observador sólo intervie-
ne aquí para hacer explícitas las correspondencias entre esos postulados cuyo conjunto forma
un sistema. (1990a: 33, énfasis añadido)

Por otro lado, esta “gramática” que es la cosmovisión para López Austin abarca
todos los dominios socioculturales y, a partir de un modelo mesoamericano común,
es coherente con la producción de expresiones regionales y locales. Al mismo tiempo,
el concepto de “núcleo duro” es útil en esta investigación porque permite entender los
procesos de cambio asimilados a la continuidad y, junto al de especialistas “reguladores
de sistemas”, ofrece una pauta para captar cómo elementos de aparición reciente son
integrados coherentemente en la cosmovisión y expresados de igual forma en la mito-
logía y en el ritual.
En cuanto a la lógica de la cosmovisión, retomo la imagen de un universo en con-
flicto permanente donde la lucha de fuerzas opuestas produce la continuidad y la repro-
ducción del conjunto. La noción del cosmos como un “mecanismo de circulación de
fuerzas” abre interesantes perspectivas de análisis si se aplica a un sistema de meteorolo-
gía emic1 —lo veremos desarrollado más adelante— como el que se describe en este libro.
Algunos aspectos asociados a esta concepción del cosmos también nos servirán. Por un

1
Me refiero a un sistema de meteorología descrito desde la perspectiva nativa, en el sentido que Kenneth
Pike dio al término emic. Pike acuñó los conceptos emic/etic para describir respectivamente las perspectivas

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34 David Lorente y Fernández

lado, el hecho de que el paradigma del modelo circulatorio sea la división estacional
entre el periodo de lluvias y el periodo de secas. Por otro, el papel de los seres fríos y
húmedos en los ciclos de crecimiento-reproducción, su vinculación con la lluvia y los
fenómenos atmosféricos y la retribución necesaria obligada a estas deidades, por parte
de los seres humanos, de los dones necesarios para producir la vida que previamente
aquéllas les entregaron —la noción de “restitución” que en ocasiones es forzada a
través de vías como la depredación—. También considero pertinente la noción de
“esencia” (“corazones” o “semillas”) para referir las sustancias que circulan en el sistema,
y la noción de “réplica”, que alude a las relaciones y proyecciones coesenciales entre
aspectos, seres y objetos de ámbitos diversos.
Sin embargo, como se verá en la sección etnográfica del libro, las fuerzas cálidas y
secas no ocupan una función tan relevante como las húmedas y frías en la concepción
del sistema. Para analizar con detalle esta situación es preciso recurrir a las precisiones
de dos autores que afrontaron cosmovisiones similares y ofrecieron soluciones intere-
santes. Jacques Galinier, por un lado, al estudiar la imagen del cosmos entre los otomíes
orientales, propuso la noción de “dualismo asimétrico (basado en la oposición desigual
macho/hembra) y la idea de sacrificio, de disolución necesaria de un elemento mascu-
lino al contacto de su complemento femenino que permite el surgimiento de la vida
y conjurar la entropía y la muerte” (1990a: 41). Esta concepción diferencial de lo
masculino y lo femenino definía “asimetrías corporales, sociales, cosmológicas” al tiem-
po que “revelaba la dinámica de la acción ritual” (1990a: 42). En suma, el dualismo
asimétrico explicaba la primacía de una serie de elementos sobre otros en el seno de la
estructura del cosmos. Por otro lado, y tratando un problema semejante, Johannes
Neurath recurrió al término de “dualismo jerarquizado” de Louise Dumont (1971)
para estudiar las asimetrías de la cosmovisión huichola. Utilizando el concepto mostró
que “la reciprocidad y la complementariedad de los opuestos no siempre son suficien-
tes para comprender las relaciones rituales y simbólicas” y que “la producción de je-
rarquía es un proceso ritual en el que una parte es sistemáticamente devaluada, al
tiempo que la otra se enaltece” (2001: 480). Es decir, que “las oposiciones siempre
crean una jerarquía tal que la parte de mayor rango incluye a la otra”. En el caso espe-
cífico de la cosmología de la Sierra de Texcoco, en el funcionamieno del cosmos se
antepone la lógica de la depredación y la rapacidad a la de la reciprocidad y en este
sentido la primera es moralmente devaluada —los rayos y el granizo— destacando la
segunda —la lluvia—. No hay, como en el modelo del árbol cósmico, una equivalen-
cia simétrica de fuerzas. Las nociones de “dualismo asimétrico” y “dualismo jerarqui-

internas y externas a una realidad cultural; emic vendría a ser la perspectiva de los propios actores y sujetos
nativos mientras que etic sería la del investigador (Pike, 1967).

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 35

zado” nos servirán, pues, para analizar la primacía de ciertos elementos sobre otros en
el seno de un sistema en cierto modo binario.
Volviendo al planteamiento de López Austin, debo enfatizar finalmente el aspecto
de funcionalidad cosmológica presente en su conceptualización de la cosmovisión. En
el contexto de los tres niveles cósmicos que integran el universo, los cursos naturales y
los divinos están inscritos en un mismo proceso generalizado que no sólo cumple la
función de permitir y mantener el desarrollo de la vida, sino de lograr la reproducción
integral del cosmos.
En cuanto a la definición de Johanna Broda, es pertinente destacar el vínculo de
la cosmovisión con los elementos empíricos del paisaje que forman el sustrato sobre el
que se construye. La “observación de la naturaleza”, por la cual referentes empíricos
del entorno son transferidos al ámbito mítico, resulta útil aquí. El énfasis en el medio
ambiente y el “paisaje ritual”, entendido como el paisaje transformado cultural e his-
tóricamente por el hombre, es clave en una región definida por la presencia de un
sistema hidráulico prehispánico como es la Sierra de Texcoco. En la sección etnográ-
fica se verá la importancia del culto a los cerros y a la lluvia como parte del mismo
complejo, y su vínculo estrecho con los manantiales, las cuevas y el mar para conformar
un ciclo común protagonizado por las deidades de la lluvia que residen en los arroyos.
También las “maquetas” mexicas son coherentes con las ofrendas actuales de los ahua-
ques que representan modelos cosmológicos en miniatura. Por otro lado, la noción de
ritual como medio que permite la apropiación del espacio es importante para entender
la continuidad de una serie de prácticas y creencias de la cosmovisión mesoamericana
que han pervivido en la zona, recreadas y de manera clandestina. En este sentido hay
que considerar la continuidad de las condiciones materiales de las comunidades loca-
les y el vínculo con el paisaje que tiene un origen muy antiguo.
En suma, puede considerarse que ambas definiciones se complementan —una
enfatiza el marco geográfico en el que opera la circulación de flujos cósmicos de la
otra— y, a manera de continuación, en la siguiente sección se describirán con detalle
los elementos constitutivos del complejo prehispánico que constituye el referente del
sistema climático expuesto en este libro.

El complejo deidades pluviales-especialistas atmosféricos


en la cosmovisión mexica

Los mexicas fueron una civilización agrícola y por ello la preocupación fundamental
de su culto giraba alrededor de la lluvia y la fertilidad. A esto se le unían las condicio-
nes extremas del ambiente natural del Altiplano Central: en la estación seca existía una

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constante falta de agua y en la húmeda ésta podía resultar peligrosa por su exceso. Así
la obsesión por controlar las lluvias —rasgo central de su cosmovisión— tenía una
base material directa (Broda, 1991: 465). Para lograr su control los mexicas desplega-
ron una capacidad predictiva dirigida a vaticinar las hambrunas o a adelantar el carác-
ter de toda una estación lluviosa. En la cima de los cerros construyeron observatorios
para predecir el devenir de las nubes, los vientos y los dioses de la lluvia en una “astro-
nomía atmosférica” que revelaba importantes aspectos de la cosmovisión mesoameri-
cana (Espinosa Pineda, 1997: 99-106). Los fenómenos más empíricos —ocurridos en
los niveles celestes— se combinaban con el elaborado complejo de creencias que
referiré a continuación.

Tláloc-Chalchiuhtlicue: las divinidades acuáticas

Muchos fenómenos atmosféricos fueron personificados en el culto a Tláloc. Su nom-


bre ha sido objeto de diversas interpretaciones etimológicas —“el que hace brotar”, “el
‘que está en la tierra’, que la fecunda”, “el que se enfurece, el tempestuoso” (Broda,
1971: 250)— que aluden los dos aspectos de su carácter: “por una parte era el dios de
la lluvia benéfica que hacía crecer la vegetación, y por otra era el dios de las tormentas
y tempestades” (1971: 250). Como dador de lluvia se le llamaba también tlamacazqui,
“el proveedor divino” (1971: 250-251), y Xoxouhqui, “el Verde”, “el Crudo”, y se le
atribuía la eclosión, brote, verdor, florecimiento y crecimiento de árboles, hierbas y del
maíz (López Austin, 2000: 176). En su aspecto de dios agresivo enviaba sequías, inun-
daciones, granizos, hielos y rayos cuando no se le satisfacía; los mexicas trataban de
evitarlo con sacrificios humanos (Broda, 1971: 252). Tláloc contaba también con una
dimensión térrea en su proyección como Tlaltecuhtli o “Señor de la tierra” (Broda,
1991: 487) y una advocación como “Señor de los muertos o del Inframundo” (López
Austin, 2000: 180).
Tláloc hacía pareja con Chalchiuhtlicue, su segunda esposa, después de que Tez-
catlipoca le hurtara a Xochiquetzal —la diosa de las flores, la belleza y el amor ligada
a la fertilidad y a los dioses del pulque (Broda, 1971: 308-309)—. Para López Austin
“la pareja de Tláloc y Chalchiuhtlicue parece ser otro de los desdoblamientos de la
misma divinidad, con separación del elemento masculino del femenino”, el masculino
era “el agua celeste” y el femenino “el agua terrestre” (2000: 178). Así Chalchiuhtlicue,
“la de la falda de jade”, “era la diosa del agua de las fuentes, los ríos y los lagos, y espe-
cialmente, de la laguna de México” (Broda, 1971: 260). Ambos dioses mantenían
relación con los cerros y con los tlaloque y se les rendía culto en dos fiestas importantes,
como veremos después.

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Los auxiliares de Tláloc

Tláloc recurría a diversos auxiliares o tlaloque para cumplir sus funciones. Dos princi-
pales eran los ahuaque o “dueños del agua” y los ehecatotontin o “vientecillos” (López
Austin, 1970: 261; 1996, I: 383; 2000: 195). Ambos habitaban en Tlalocan, un infra-
mundo asimilado al paraíso terrenal. Tenían funciones especializadas. Los ehecatotontin
producían los vientos y les abrían el camino a los ahuaque, por lo que en ocasiones se los
consideraba también como auxiliares del dios del viento, Ehecatl (Broda, 1971: 255;
2004b: 78; Carrasco, 1976: 250; Soustelle, 2004: 135). Los ahuaque enviaban la lluvia
desde su morada, que era un aposento de cuatro cuartos en torno a un patio con cuatro
barreñones llenos de diferentes clases de agua: una muy buena para desarrollar panes y
semillas, que enviaban en buen tiempo, otra mala que llegaba cuando llovía y con la que
se estropeaban los panes, otra que llegaba con la lluvia y con la que éstos se helaban, y la
última con la que no granaban o se secaban. Los “ministros pequeños de cuerpo” criados
por Tláloc que eran los ahuaque habitaban los cuartos de la casa y poseían alcancías

en que toma[ba]n el agua de aquellos barreñones y unos palos en la otra mano, y


cuando el dios del agua les manda que vayan a regar algunos términos […], riegan del
agua que se les manda, y cuando atruena es cuando quiebran las alcancías con los
palos, y cuando viene rayo es de lo que tenían dentro o parte de la alcancía. (Caso,
2003: 52)

De esta forma, las funciones de estos seres, nos dice López Austin, “no eran úni-
camente proporcionar las benéficas lluvias a los hombres, sino las dañinas, y arrojar
sobre ellos los mortales rayos, las destructoras tormentas y los granizos cuando así lo
ameritaban los pecados de los pueblos”. También producían “enfermedades de natu-
raleza fría” que ellos mismos tenían poder para curar. “La intrusión en el organismo
de un muerto del agua, específicamente del que había descendido a la tierra con el
rayo, producía en la víctima un mal progresivo que se manifestaba en una tendencia a
la conducta antisocial, enfermedad equiparable a la insania” (1996, I: 389). “Los ma-
les artríticos […] eran concebidos como una posesión de los pequeños dioses de la
lluvia, que se alojaban en las coyunturas, las hinchaban y producían dolor en ellas”
(2000: 172). Además los tlaloque eran los patronos de ciertas enfermedades de la piel
y de la hidropesía, la gota, el tullimiento, el envaramiento del pescuezo, etc. En la
fiesta de Tepeilhuitl la gente se bañaba en los ríos y las fuentes —sus dominios— para
curar estas dolencias (Broda, 1971: 255).
Los auxiliares de Tláloc constituían estrictamente una categoría de muertos —el
teyolía o entidad anímica del corazón era propiamente la que iba al Tlalocan— (López

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Austin, 1996, I: 388), elegidos “por medio de un tipo de enfermedad o de muerte


‘acuática’ —los ahogados, bubosos, sarnosos, leprosos, hidrópicos, los que morían por
golpe de rayo o sacrificados a las deidades acuáticas” (López Austin, 1970: 263)—.
Una categoría especial la constituían los niños sacrificados. Según Broda, éste era
el sacificio propiciatorio de lluvia más antiguo de Mesoamérica y lo animaba la lógica
de que “los niños eran seres pequeños al igual que los tlaloque”; al ser sacrificados en los
cerros, los niños se incorporaban al Tlalocan, propiciaban la fertilidad y fortalecían el
crecimiento de las plantas de maíz (2001: 297-300). Estos sacrificios se realizaban
desde el mes de XVI Atemoztli hasta Huey tozoztli, en la estación seca, e incluían a
menudo la ofrenda de “vajillas en miniatura” que “eran cual los dioses eran, porque
eran tan bajas que no subían de una jicarilla para que bebiesen los dioses, unas escu-
dillejas y platillos y ollillas y contizuelas” (Durán, 1984, I: 167; Broda, 2001: 300).
A su vez, los tlaloque se identificaban estrechamente con los cerros. Se los concebía
como los “señores de los cerros y la lluvia que vivían en lo alto de las montañas” (Bro-
da, 1991: 471). En el sacrificio de niños, éstos actuaban como tepictoton, o personifi-
caciones vivas y a escala de los cerros, que albergaban ciertos templos. En el santuario
del Monte Tláloc, por ejemplo, estos tepictoton representaban a todos los cerros cir-
cundantes del Valle de México. Según Broda, los servidores pequeños de Tláloc, los
tlaloque-tepictoton, eran en sí “los cerros deificados”, es decir, que se los concebía como
los propios dioses y no únicamente como su morada. En este sentido “Tláloc mismo
se identificaba con una montaña. En cierto modo, Tlaloc no era más que el nombre
genérico del grupo de los Tláloque” (1971: 254).
El vínculo entre tlaloques y cerros quedaba claro en la fiesta de Tepeilhuitl, cuando
se celebraba a los ahogados y a los muertos por rayo y se hacían con bledos figuras de los
montes eminentes (ixiptla tepetl), algunas de ellas en memoria de los muertos citados.
También se hacían figuras con forma de niños llamadas ecatotonti. La gente hacía estas
figuras antropomorfas en sus casas, les ofrecía incienso y alimentos y finalmente las
deshacía y comía. Pero en la fiesta también se consumía abundante pulque, pues “la
borrachera era un elemento importante en las fiestas de los montes”. Además, una de las
cinco víctimas sacrificadas en la fiesta —tres mujeres representaban montes y un hombre
a una serpiente— era “una mujer llamada Mayauel que representaba el maguey (ixiptla
metl)” (Broda, 1971: 300-303).
En este sentido hay que indicar que “el pulque está entre los símbolos más impor-
tantes de las fuerzas frías del cosmos” (López Austin, 2000: 174) y que el maguey se
concebía como “el símbolo absoluto de la fertilidad” (Broda, 2004b: 53). Así, “en su
papel básico de la fertilidad los dioses del pulque estaban relacionados con los Tlaloque
y en algunos casos era difícil distinguir si un dios era un Tlaloque o un dios del pulque”
(Broda, 1971: 263). A su vez, el cultivo del maguey estaba asociado a los cerros y a la

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agricultura de temporal (2004b: 53), ámbitos atribuidos a los tlaloque. Por otro lado,
ya se dijo que Xochiquetzal, primera esposa de Tláloc robada por Tezcatlipoca, tenía
atribuciones de la fertilidad y mantenía un vínculo estrecho con los dioses del pulque.
Por ello las ceremonias que se le dedicaban “encajaran muy bien en el marco de la
fiesta de los Tlaloques en Tepeilhuitl” (Broda, 1971: 309).
Además de con los cerros, los tlaloque se asociaban íntimamente con la agricul-
tura y “eran considerados los dueños originales del maíz y de los demás alimentos”.
Los hombres adquirían el acceso a las semillas rindiéndole culto a Tláloc, y se creía
que el maíz, las demás plantas comestibles y toda clase de riquezas se hallaban conte-
nidas en cuevas en el interior de los cerros (Broda, 1991: 471). Según la Leyenda de
los Soles, para que los hombres obtuvieran el maíz tubieron que robarlo del cerro
Tonacatepetl. Así Nanáhuatl, el dios sarnoso o buboso —las bubas se atribuían a los
tlaloques—, partió con un rayo este cerro, llamado “el cerro de nuestros mantenimien-
tos”, y “robó el maíz blanco, morado, amarillo y rojo junto con los frijoles, los bledos
(huauhtli y michihuauhtli) y la chía —es decir todos los alimentos importantes— del
interior” donde estaban alojados (Broda, 1991: 472; 1971: 257). El mito proporcio-
na una exégesis coherente del significado de la pirámide de Tláloc del Templo Mayor
de Tenochtitlán, que representaría así el Tonacatepetl y estaría vinculada con el agua,
el maíz y el acceso ritual al sustento humano (Broda, 1991: 472).
Finalmente, cabe destacar que los tlaloque eran también los “postes cósmicos”,
cuatro personajes en los que Tláloc se desplegaba para ocupar cada uno de los ejes del
mundo. Estos cuatro tlaloque “se encargaban de la distribución de las cuatro clases de
lluvias, las de los cuatro barreñones” y referían “el aspecto pluvial cuádruple de Tláloc”.
Este hecho daba “sentido a un importantísimo templo de los dioses de la lluvia, el
llamado ayauhcalli o ‘casa de niebla’, que tenía cuatro aposentos rituales orientados
hacia los cuatro rumbos del mundo”, y cuyo máximo exponente era el santuario pre-
hispánico localizado en la cumbre del Monte Tláloc (López Austin, 2000: 180).

Tlalocan: el paraíso agrícola

El Tlalocan constituía el inframundo en el que habitaban Tláloc y sus auxiliares. Los


teyolía de los hombres que morían por mandato del dios viajaban hasta esta región.
Sus cuerpos no eran quemados, según la costumbre general, sino enterrados con la
frente pintada de azul, semillas de bledos en las quijadas y una vara en la mano, en el
interior del ayauhcalco, la casa cuádruple de culto que representaba el Tlalocan (Broda,
1971: 251; López Austin, 2000: 193). Junto a los elegidos, también iban a dar allí los
que ofendían a Tláloc con blasfemias, retenían “piedras verdes preciosas (las joyas del

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dios)” y tocaban el cuerpo de un ahogado que sólo podía ser movido por los sacerdo-
tes (López Austin, 1996, I: 386).
El Tlalocan era llamado también Xiuhcalco, “la casa verde”, o Acxoyacalco, “la casa
de los pinos” (Broda, 1971: 252), y se concebía como un espacio subterráneo lleno de
agua que ocupaba el interior de los cerros. Dice Sahagún: “los montes […] están fun-
dados sobre él, que están llenos de agua, y por de fuera son de tierra, como si fuesen
vasos grandes de agua, o como casas llenas de agua” (1999, lib. XI, cap. xii: 700). El
agua “salía por los manantiales a formar los ríos, los lagos y el mar”, que “pertenecían
a los Tlaloques y eran en realidad un solo dominio” (Broda, 1971: 259) y también “los
vientos y las nubes que bañaban la superficie de la tierra” (López Austin, 1996, I: 383).
Se trataba de un lugar en el que existían

muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las mazorcas de
maíz verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y frijoles verdes
en vaina, y flores […]. Y así decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan
había siempre jamás verdura y verano. (Sahagún 1999, lib. III, cap. ii: 207-208)

López Austin destaca el sentido cósmico de un aspecto en relación con el ciclo


temporal de lluvias y secas: que sólo existe una de las temporadas, la de lluvias (2000:
183).
Durán parece hallar el lugar en una región geográfica concreta, la Sierra de Tláloc:

Llamaban el mesmo nombre de este ídolo [Tláloc] a un cerro alto que está en térmi-
nos de Coatlinchán y Coatepec y, por la otra banda, parte términos con Huexotzinco.
Llaman hoy día a esta sierra Tlalocan, y no sabré afirmar cuál tomó la denominación
de cuál: si tomó el ídolo de aquella sierra, o la sierra del ídolo. Y lo que más probable-
mente podemos creer es que la sierra tomó del ídolo, porque como en aquella sierra
se congelan nubes y se fraguan algunas tempestades de truenos y relámpagos y rayos
y granizos, llamárosla Tlalocan, que quiere decir “el lugar de Tláloc”. (1984, I: 84)

Desde esta perspectiva la Sierra de Texcoco se hallaría en la región de Tlalocan.


Para López Austin el Tlalocan era un lugar mítico que tenía múltiples “réplicas” —una
de ellas precisamente el Monte Tláloc—, la más importante de las cuales era el Orien-
te, “lugar de nacimiento por excelencia” (2000: 190). Pero el lugar se reproducía infi-
nitamente proyectándose en sitios sagrados, cerros y templos, según un principio de
“jerarquía” y “réplica de réplica”.
La característica más destacada del Tlalocan es que constituía “un gran depósito
de agua del que surgen tanto las lluvias como las corrientes terrestres”, era una “gran

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bodega” que albergaba tesoros que salían y volvían a ella cíclicamente pero que los
tlaloque podían esconder privando a los hombres de los mantenimientos (López Aus-
tin, 2000: 184). En suma, “los flujos acuáticos y los de naturaleza vegetal mantenían
cierta regularidad cíclica, pero afectada cuantitativa, cualitativa y temporalmente por
lo que se suponía la voluntad de los tlaloque, administradores avaros o agradecidos,
apiadados o caprichosos”. Los flujos cíclicos comprendían los acuáticos y los eólicos,
tanto meteóricos —lluvias, vientos, rayos y granizo— como los que formaban los ríos
y las corrientes menores de agua; las fuerzas de crecimiento y, por último, las “semillas”
o “corazones” de los seres vegetales (2000: 186).
Finalmente, debe decirse que el Tlalocan no era sólo una morada ultraterrena,
lugar de placeres y alegrías, sino un ámbito al que los muertos eran llamados para
cumplir servicios divinos. “Antes y después de la muerte —escribe López Austin—, el
trabajo del hombre producía las mieses […], propiciaba y conducía la lluvia y, en ge-
neral, contribuía a la perduración del orden cósmico […]. El trabajo debió conside-
rarse como parte de la naturaleza misma del hombre, inherente a su existencia aún
después de la muerte (1996, I: 387, 392-393, énfasis añadido).

El culto a los cerros y al agua en el paisaje

Estrechamente identificados con el Tlalocan, como se vio, los cerros constituían una
suerte de reservorios que acumulaban el agua en la estación seca para liberarla en la
húmeda. Se los denominaba altepetl —“monte de agua” o “monte lleno de agua”— y se
los representaba glíficamente con fauces y una cueva en su base (Broda, 1991: 480). Las
cuevas “eran la entrada al mundo subterráneo sumergido en el agua”, a las entrañas de la
tierra donde nacía el Tlalocan (Broda, 1997: 53). La Historia de los mexicanos por sus pin-
turas cuenta que el señor de Chalco quiso sacrificar a un jorobado a los “criados del dios
del agua” tapiándolo en una cueva del Popocatépetl. “Por no tener qué comer, [éste] se
traspuso” y fue llevado a los dominios de Tláloc concebidos como un palacio. Cuando días
después los criados del señor fueron a comprobar si había muerto, lo hallaron vivo y les
refirió la historia (Garibay, 2005: 26). De esta forma la noción de Tlalocan ligado a las
cuevas es acorde con el significado que ofrece Durán del término Tláloc como “camino
debajo de la tierra” o “cueva larga” (1984, I: 81), así como con un vasto entramado de
conceptos mexicas.
Cuevas y cerros formaban una unidad conceptual (Broda, 1997: 53). Las cuevas
relacionaban a los cerros con el mar. Se creía que “en la cima de algunos cerros impor-
tantes había lagunas con remolinos que se conectaban subterráneamente con el mar”
y que “el ‘rugido’ de los pozos […] da lugar a la idea de que existe esta conexión

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42 David Lorente y Fernández

subterránea” (Broda, 1991: 482-483). Todo esto sugiere un ciclo meteorológico que
establece un nexo causal entre la estación de lluvias y el mar, y que señala una unidad
entre las fuentes, los ríos y el mar y las nubes portadoras de lluvia que se forman a
partir del agua de la tierra o del mar que asciende hasta el cielo (1991: 483, 485).
De esta forma, de los cerros surgía la lluvia y a ellos se les pedía. Esto llevó a atribuir
primacía a las aguas de regadío sobre las de temporal; la agricultura irrigada era el
modelo de producción por excelencia. “Las ofrendas de matas verdes de maíz, de jilo-
tes, de elotes y la comida de etzalli —procedentes todas ellas del ciclo de regadío—
servían como analogía mágica mediante la cual se quería provocar un desarrollo igual
de la siembra de temporal”, que era considerada secundaria (Broda, 2004b: 47).
En este sentido el culto pluvial mexica estaba íntimamente asociado a los ciclos
agrícolas, al clima, a las estaciones y al paisaje. En él se podían distinguir tres grupos de
fiestas consagradas a los tlaloque: 1) el ciclo de la estación seca y la petición de lluvias
en I Atlcahualco, cuando se hacían sacrificios de niños en los cerros de la Cuenca; 2) la
fiesta de la siembra y la época de lluvias, cuando maduraba la planta de maíz, que mar-
caba la transición entre la estación seca y la húmeda: IV Huey tozoztli. Esta etapa incluía
diferentes celebraciones: la fiesta del maíz tierno y el festival de las aguas pluviales en
VI Etzalcualiztli (junio), con el culto a Tláloc y Chalchiuhtlicue; la fiesta del agua sala-
da del mar en VIII Tecuilhuitontli, en plena estación de lluvias; y la fiesta de la madu-
ración del elote y sus primicias en XI Ochpaniztli. 3) Por último la cosecha y el inicio
de la estación seca eran celebrados con el culto a los cerros y a los dioses del pulque en
octubre y noviembre respectivamente, es decir, en XIII Tepeilhuitl y XIV Quecholli
(Broda, 2004b: 43, 51).
Pero debemos centrarnos, por su valor para el argumento etnográfico posterior,
en la fiesta de IV Huey tozoztli que se celebraba en el apogeo de la estación seca (abril-
mayo) en la cima del Monte Tláloc. En ella los gobernantes de la Triple Alianza —el
rey Moctezuma de Tenochtitlán, Nezahualpilli de Texcoco y los reyes de Tlacopan y
Xochimilco— subían al santuario: un patio cuadrado o tetzacualco rodeado por un
muro, al que conducía una larga calzada, donde se encontraban los tepictoton o idoli-
llos de los cerros circundantes en torno a la figura de Tláloc. Llevaban en una litera a
un niño de seis o siete años que era sacrificado por sacerdotes ante la estatua de Tláloc;
los reyes entraban por turnos al recinto donde estaba la figura y la vestían con ricos
atavíos —piedras preciosas y joyas—, y después a los idolillos. A continuación ofrecían
multitud de alimentos en cestillos y jícaras que cubrían la estancia. Por último, los
sacerdotes rociaban ídolo, tepictoton, ofrenda y comida con la sangre del niño, y si
faltaba sacrificaban a uno o dos más. Entonces, “porque no podían comer en aquel
lugar”, bajaban a los pueblos cercanos donde tenían preparada la comida. La ofrenda
quedaba al cuidado de “una compañía de cien soldados” para evitar que los enemigos

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de Huexotzingo y Tlaxcala la robaran. Éstos permanecían hasta que la comida y las


plumas se pudrían con la humedad; el resto lo enterraban y tapiaban el templo hasta
el año próximo, pues carecía de sacerdotes permanentes, y sólo quedaba una guardia
“que reanudaban cada seis días, para lo cual había señalados pueblos de los más cerca-
nos, para que proveyesen de soldados […] todo el tiempo que duraba el temor de que
los enemigos habían de saltear al ídolo y la ofrenda” (Durán, 1984, I: 84-85). Dicha
guardia estaba compuesta seguramente por los antepasados de los actuales pobladores
de la Sierra de Texcoco.
El sacrificio del niño se concebía como “un contrato” entre los hombres y los
tlaloque destinado a lograr la lluvia, y por eso se lo llamaba nextlahualli, “la deuda
pagada” (Broda, 1971: 276; 2001: 297-300). Es ilustrativo que el Códice Borbónico
representa al cerro acostado de manera que la procesión con el niño se dirige directa-
mente hacia sus fauces abiertas: al Tlalocan. La idea es que los niños se transformaban
en tlaloque (Broda, 2001: 298). Según Pomar, sus cuerpos “los echaban en una caver-
na y abertura natural que había en unas peñas junto al ídolo, muy escura y profunda”
(1891: 18).2
Por otro lado, la estatua de Tláloc de la cima del monte tenía en la cabeza un re-
cipiente donde en la fiesta introducían “de todas las semillas de las que usan y se
mantienen los naturales, como es maíz blanco, negro, colorado y amarillo, y frijoles
de muchos géneros y colores, y chía, huautli y michhuautli, y ají” (Pomar, 1891: 15),
lo que revelaba la concepción de que los tlaoque era los dueños de la agricultura (Bro-
da, 1991: 472).
Una vez concluida la ceremonia celebrada en el Monte, los reyes descendían al
lago de Texcoco para rendirle cuentas a Chalchiuhtlicue. Los sacerdotes llevaban en
una canoa a una niña de seis o siete años “toda vestida de azul, que representaba la
laguna grande y todas las demás fuentes y arroyos”, metida en un pabellón para que
nadie la viera. Al llegar al centro de la laguna, en el sumidero de Pantitlán, degollaban
a la niña, escurrían la sangre en el agua y arrojaban el cuerpo al remolino, “el cual dicen
que se la tragaba, de suerte que nunca más aparecía”. Después los reyes y señores asis-
tentes ofrecían “joyas y piedras y collares y ajorcas” en el mismo lugar; y al terminar
regresaban en silencio a la ciudad. Así concluía la festividad real, “aunque no las ceri-
monias [populares] que los labradores y serranos hacían en las labranzas y sementeras,
y en los ríos y fuentes y manantiales […] muy común, especialmente en los pueblos

2
Más allá de su importancia por la fiesta, el Monte Tláloc era el prototipo de una serie de cerros del paisaje
ritual de la Cuenca donde los mexicas reverenciaban a los tlaloques, cerros que incluían adoratorios,
construcciones y amontonamientos de piedras que marcaban los espacios rituales (Broda, 1997: 60).

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allegados a serranías” (Durán, 1984, I: 87-89), probablemente las comunidades de la


Sierra de Texcoco.
Como contraparte de Tláloc, Chalchiuhtlicue extendía sus dominios a las fuentes,
ríos, lagos y a la laguna de México. En otros rituales se le ofrecían oro y piedras precio-
sas, cantarillos, platillos y muñecos de barro en las fuentes que hacían del volcán
Popocatépetl o a los pies de los ahuehuetes, y la gente tenía temor de pasar por fuentes
y ríos, de bañarse o mirarse en ellos (Broda, 1971: 260). Esto puede asociarse con que,
en ciertas versiones míticas, Chalchiuhtlicue era tenida por la “hermana mayor” de los
tlaloque (1971: 260), producía males fríos y los muertos por ahogamiento eran asimi-
lados a sus dominios (López Austin, 1996, I: 385).
Finalmente, al considerar el culto al agua en el paisaje es pertinente referirse al
Templo Mayor de Tenochtitlán, pues las ofrendas halladas en su plataforma se encuen-
tran relacionadas directamente con el simbolismo del agua. Además de cientos de ido-
lillos de piedra verde asociados con los tlaloque, existían una serie de “representaciones
esculpidas de peces, ranas, otros reptiles e insectos hechos de piedra semipreciosa, de
jade, obsidiana, ónix y concha de nácar”, y una amplia gama de animales marinos
—peces globo y espada, dientes de tiburón, tortugas, cocodrilos, conchas y corales—
situados sobre capas de arena (Broda, 1991: 465). Los animales no provenían de los
lagos del Valle de México, sino que habían sido trasladados al Templo Mayor desde las
costas del Atlántico y del Pacífico. Todas estas ofrendas reflejaban los conceptos cos-
mológicos y sus vinculaciones causales con el ciclo del agua (el complejo cerro-Tlalo-
can-cuevas-mar-lluvia), presentaban el Templo Mayor como una suerte de monte
sagrado arquetípico y se proponían conjurar la presencia del mar —denominado huey
atl, “agua grande”, o ilhuicatl atl, “agua-cielo”—, el “símbolo de la fertilidad absoluta”,
en el centro físico y simbólico del Imperio y del universo mexicas (Broda, 1987; López,
Austin y López Luján, 2009).

Especialistas atmosféricos: sacerdotes oficiales y conjuradores de meteoros

Los mexicas poseían un cuerpo sacerdotal profesional dedicado al culto oficial de


Tláloc. Estaba integrado por complejas jerarquías, sus miembros lucían los atributos
del dios y a menudo habitaban en los templos, además mantenían ciertas relaciones
de coesencia o de “réplica” respecto a él, ya que eran los únicos que podían manipular
sin contagiarse lo que estaba cargado de su energía (López Austin, 1996, I: 386). En
la cima de la jerarquía se encontraba el Tlalocan tlenamacac, que lucía la cara pintada
de negro, “máscara de Tláloc” (quiiauhxaiac, tlalocaxaiac), “sonajero de niebla” (ayo-
chicauaztli) y los cabellos hasta la cintura (Broda, 1971: 291). Bajo él había una serie

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de sacerdotes menores; todos ellos estudiaban en el Calmécac, sometidos a ayunos y a


trabajos duros, aprendiendo los mitos, los libros sagrados y el calendario adivinatorio
(Soustelle, 2004: 37).
Aguirre Beltrán nos habla del Gran Nagual, el sacerdote jaguar hechicero que
vivía confinado en su templo, en ayuno y abstinencia sexual, y que tenía el don de
provocar la lluvia, desviar el granizo y metamorfosearse en animal. Sus virtudes eran
de naturaleza divina y derivaban de su nacimiento en el signo ce quiahuitl, lluvia; ac-
tuaba como sacerdote de Tláloc, poseía una gran sabiduría mágica, podía transportar-
se al Tlalocan, exigía sacrificios de sangre (lluvia), castigaba a los remisos y presidía
acciones de resistencia cultural frente a la cultura hegemónica impuesta (1973: 98-
104). Se trataba de un hombre poderoso que daba consejo a reyes y plebeyos y hacía
predicciones de gran envergadura tanto meteorológicas como médicas (Espinosa Pi-
neda, 1997: 95, 104).
Pero, cabe preguntarse en este contexto, ¿existía en la época prehispánica un
tipo de especialista atmosférico de carácter local y secundario similar a los actuales
graniceros? El tema ha sido abordado y discutido por varios autores. Existen tres
fuentes primarias principales al respecto. Primera, la Historia General de Sahagún,
donde se dice:

Las nubes espesas, cuando se veían encima de las sierras altas, decían que ya venían los
Tlaloque […], que era señal de granizos, los cuales venían a destruir las sementeras […].
Y para que no viniese el dicho daño en los maizales, andaban unos hechiceros que
llamaba teciuhtlazque, que es casi estorbadores de granizos; los cuales decían que sabían
cierta arte o encantamiento para quitar los granizos, o que no empeciesen los maizales,
y para enviarlos a las partes desiertas, y no sembradas, ni cultivadas, o a los lugares
donde no hay sementeras ningunas. (Sahagún, lib. VII, cap. vii, 1999: 436-437)

Segunda, la obra de De la Serna, que relata que en el siglo xvii había en pueblos
de Morelos como San Mateo, Xalatlaco y Tenango hasta diez “conjuradores” a los que
los indios pagaban medios reales, reales o pulque para que protegieran sus milpas de
los temporales, y que “auia indios deputados para que recogiessen las derramas para
éstos”. También señala la diversidad de prácticas conjuratorias y las divide en cuatro
grupos: los que usaban palabras del Manual Romano “y concluian […] con soplos á
vnas, y otras partes, y mouimientos de cabeza, que parecian locos con toda fuerça, y
violencia, para que con aquellas acciones se apartassen los nublados, y tempestades á
vnas, y otras partes”; los que conjuraban “con vna culebra viva revuelta en vn palo” que
esgrimían a los nublados; los que rezaban:

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‘A vosotros los Señores Ahuaque, y Tlaloque,’ que quiere decir: ‘Truenos y Relampagos:
ya comienço á desterraros, para que os aparteis vnos á vna parte, y otros á otra’ Y esto
decia[n] santiguándose, y soplandolos con la voca, y haziendo bueltas con la cabeza
de Norte á Sur, para que con la violencia del soplo, que daba[n], se esparciesen.

Y, finalmente, los más sincretizados, que rogaban: “Señor, y Dios mio, ayudadme,
porque con prisa, y apresuradamente viene el agua, y las nubes, con lo qual se dañarán
las mieses, que son criadas por vuestra ordenación”, y continuaban invocando a la Virgen
María, a Santiago el mozo, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (De la Serna, 1987: 290).
Como tercera fuente, Pedro Ponce, refiriéndose a los “médicos de indios”, presen-
ta en un texto información sobre males y remedios e indica: “también atribuyen las
enfermedades de los niños a los vientos y nuues, y dizen cualani in éecame, cualani in
ahuaque [se enojaron los vientos, se enojaron las nubes] y soplan los vientos hazien-
doles su conjuro” (1987: 7).
De acuerdo con estas fuentes, López Austin propone que efectivamente en la épo-
ca prehispánica existían dos categorías de “magos dominadores de meteoros”. Uno era
el teciuhtlazqui o teciuhpeuhqui, “el que arroja el granizo” o “el que vence al granizo”
—cuyos procedimientos son los citados por De la Serna—, que podía tener como na-
nahualtin a la lluvia o al ocelote. El otro era “el que arroja los vientos y las nubes”, para
quien no figuran nombres pero pueden suponerse los de ehecatlazqui y mixtlazqui, “y
con más propiedad cocolizehecatlazqui y cocolizmixtlazqui”. Este mago no era un pro-
tector de la agricultura, sino de la salud de los niños, pues, como muestra el texto de
Ponce, algunas dolencias infantiles se atribuían a los vientos y a las nubes; sin embargo,
su procedimientos eran similares al los del conjurador (1967: 100). En cuanto al pro-
ceso de iniciación de estos magos, eran “señalados provisionalmente con el rayo o con
una muerte ‘acuática’ que estuvo próxima” y que era enviada por Tláloc o Chalchiuht-
licue (López Austin, 1970: 263), lo que los “obligaba […] a formar parte de sociedades
místicas que tenían como función principal el culto a los señores de las aguas y el control
de los meteoros: ahuyentaban las dañinas nubes de granizo, atraían las favorables para
la agricultura y tenían poder para curar las enfermedades frías” (1996, I: 415).
Un aspecto clave del concepto de mago citado por López Austin es que el nombre
correspondía “al tipo de actividad, no a las funciones que en forma limitada ejercía una
persona”, es decir, que podían combinarse varias especialidades mágicas en el mismo
individuo —nahualli, hombre búho, curandero, conjurador, etcétera.— y “era normal
que ciertos hombres de personalidad sobrenatural tuvieran varias funciones sociales”
(1967: 87). Por lo tanto, la actividad de conjurador de granizo no resultaba privativa
ni excluyente.

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Johanna Broda, por su parte, no se refiere a magos prehispánicos y hace derivar a


los actuales graniceros directamente de los sacerdotes mexicas. Según su hipótesis,“estos
especialistas formaban, en la época prehispánica, parte de las complejas jerarquías del
sacerdocio estatal cuya religión oficial era autóctona. La ruptura histórica convirtió las
prácticas meteorológicas de los graniceros en cultos practicados clandestinamente”.
Así, tras la conquista, las nociones y prácticas meteorológicas que estaban estructural-
mente integradas en la religión e ideología mexicas más amplias se convirtieron en
creencias y prácticas de los grupos indígenas subalternos incompletamente articuladas
con la sociedad occidental dominante (1997: 76-77). De esta hipótesis parece des-
prenderse la ausencia de especialistas meteorológicos prehispánicos al margen de las
jerarquías oficiales de la religión mexica.
La postura de Espinosa Pineda, por último, parece mediar entre ambas propuestas.
Él sugiere la existencia de sacerdotes vinculados al poder central del Estado, altos
funcionarios de la religión oficial que respondían a una centralización, pertenecían a
la nobleza, hacían pronósticos de gran trascendencia y carácter transregional, recurrían
a procedimientos homogéneos y utilizaban una observación predictiva del cielo (1997:
104). Pero al mismo tiempo —y sin representar ruptura u oposición—, por efecto de
la descentralización, o como magos y brujos ubicados “al margen del sistema”, existía
cerca de los macehuales “un verdadero ejército de sacerdotes menores (más brujos y
magos), que deben ser el verdadero antecedente de la mayoría de los actuales granice-
ros” (1997: 104). Éstos se ocupaban de “todo lo local” y hacían uso de prácticas pre-
dictivas y conjuratorias extremadamente diversas (véase De la Serna, 1987) que se
apoyaban en mitos, tradiciones, historias y sociedades específicas, y en la lectura
de ecosistemas concretos, convirtiéndose en expresiones o manifestaciones regionales de
una misma cosmovisión (Espinosa Pineda, 1997: 98).

Graniceros y deidades pluviales entre los nahuas actuales:


etnografía comparativa y discusión del complejo

Los graniceros como integradores de la cosmovisión

Independientemente de si se consideran una supervivencia contemporánea de magos


o de sacerdotes prehispánicos, los graniceros forman una institución relevante en tér-
minos analíticos hoy en día. Han sido definidos como un tipo de especialistas rituales
de origen prehispánico dotados del don para manipular los fenómenos atmosféricos
—la lluvia, el viento, las tormentas, el granizo—, así como para curar los males que
estos fenómenos provocan (Albores y Broda, 1997: 11). Circunscritos principalmente

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48 David Lorente y Fernández

al Altiplano Central y regiones aledañas, su estudio revela una riqueza sorprendente


ya que abarca campos como las etnociencias, la observación de la naturaleza, los siste-
mas clasificatorios locales, la arqueoastronomía, la geografía de paisajes culturales;
pero ante todo porque permite abordar ciertos aspectos centrales del desarrollo histó-
rico de la tradición cultural mesoamericana. Para Albores y Broda

El estudio de los “graniceros” se evidencia como una mina de oro […]. Tópico de la
etnografía indígena mesoamericana que proporciona riquísimos datos sobre la cos-
movisión tradicional, sobre conceptos y creencias relacionadas con la observación de
la naturaleza y del medio ambiente, sobre ritos calendáricos resabio del calendario
prehispánico mesoamericano, y sobre prácticas rituales, estrechamente vinculadas con
las agrícolas, a través de las cuales se ha producido esta ideología tradicional a lo largo
de los siglos. (1997: 17)

Es decir, que los graniceros constituyen una institución en la que confluyen y se


integran funcionalmente los más variados aspectos de la cosmovisión mesoamericana,
y que por tanto representan un eje privilegiado a través del cual leerla en su perspectiva
diacrónica, orgánica y en su genuina articulación. El culto a los cerros, los muertos,
el agua, la lluvia, las cuevas y el mar —descrito en la sección anterior— gravita imbri-
cado alrededor de esta figura. Así, estudiar a los graniceros desde su trasfondo histó-
rico prehispánico puede ayudar a lograr una comprensión más precisa de las prácticas
y conceptos cosmológicos actuales, y viceversa: la etnografía actual puede ayudar a
valorar mejor las dimensiones y los contextos de los datos históricos (Broda, 1997:
75-76).
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que no existe una continuidad lineal y que
estos especialistas y el complejo al que pertenecen han experimentado transformacio-
nes desde la época colonial. A pesar de la continuidad de las condiciones del medio
ambiente y los modos de subsistencia de las comunidades, la transformación funda-
mental tuvo lugar en el ámbito de la estructura social y su integración en la sociedad
dominante. Ya se dijo que estas prácticas y creencias estaban integradas en la religión
y la ideología del pueblo mexica y que, tras la Conquista, con la supresión de la clase
dirigente y los templos, sobrevivieron desarticuladas de la sociedad local, subalternas
y semiclandestinas frente al culto católico imperante.3 Esto según la hipótesis de Bro-
da (1997: 75-77). Para López Austin, sin embargo, estos cultos tuvieron siempre una
posición auxiliar respecto a la sociedad general (1967: 114) y cabe pensar, por tanto,

3
Véase al respecto el libro de Margarita Loera Memoria india en templos cristianos (2006).

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 49

que se mantuvieran vigorosos tras la Conquista entre los agricultores (2000: 16). 4
Alessandro Lupo coincide en ello al afirmar sobre la religiosidad privada y popular,
regida por los ritualistas de las clases inferiores sin educación institucional que, con-
forme se extendió el control evangelizador,

desaparecieron los sacerdotes dedicados al culto oficial de las deidades paganas, pero
no los magos, los curanderos y los ritualistas populares, a los cuales los indios continuaron
recurriendo, posiblemente a escondidas, para la gestión de las fundamentales relaciones
privadas y cotidianas con lo sobrenatural […] que el clero católico no logró eliminar o
tomar de alguna manera a su cargo. (1995a: 86, énfasis añadido)

De cualquier forma, al margen de la desarticulación o no de las creencias y prác-


ticas respecto a la religión oficial, un aspecto que sin duda afectó a la institución de los
graniceros fue la reelaboración simbólica de sus concepciones a la luz de nociones y
costumbres europeas —como revelan ciertos estudios sobre los “dueños de las tormen-
tas” existentes en España—5 que tuvo lugar según “procesos de adaptación y de recrea-
ción continuos” tanto sociales como ideológicos (Broda, 1997: 79). Sin embargo, a
pesar de ellos, la institución mantuvo una continuidad sustancial con respecto a la
religión prehispánica, al grado de poderse afirmar, como lo hace Broda, que “la me-
teorología campesina y los ritos agrícolas, definitivamente, constituyen la parte más
conservadora de la cultura indígena” mesoamericana (1997: 80).
Esta continuidad histórica queda patente en una serie de rasgos específicos, entre
los que pueden señalarse principalmente: 1) la derivación de la legitimidad de los
graniceros del antiguo culto a la lluvia y los cerros, central en la cosmovisión
prehispánica (véase arriba); 2) la significativa continuidad, en las comunidades me-
soamericanas, de los lugares de culto prehispánicos que todavía son visitados hoy dia
en sus ceremonias por los graniceros; 3) el arcaico culto a la piedra —grandes rocas o
peñas y toscos monolitos de distinto tamaño— probablemente ligado al culto mexi-
ca de la tierra y los cerros; y por último, 4) el vínculo entre los ritos de los graniceros
y los ciclos estacionales y agrícolas cuyas fechas de ejecución —3 de mayo y 2 de
noviembre por un lado, y 13 (15) de agosto y 12 de febrero por otro— reflejan im-
portantes elementos estructurales del calendario prehispánico mesoamericano (Broda,
1997: 76-77).

4
También coincide en ello Serge Gruzinski (2004: 179, 230-232).
5
Véanse los estudios de Callejo e Iniesta (2001a; 2001b) sobre los “los dueños de las tormentas” y “los
hombres del rayo” en España, así como el artículo comparativo de Stanislaw Iwaniszewski (2001)
relativo a los ritualistas de México, Polonia y España.

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50 David Lorente y Fernández

El estudio de los graniceros en la etnología mesoamericanista:


regiones y enfoques

Abordemos ahora una revisión de los estudios sobre graniceros realizados en México
desde 1968 (su fecha fundacional) hasta el momento, destacando el desarrollo cronoló-
gico de las investigaciones, los enfoques adoptados por los diversos autores y algunos
aspectos distintivos de los ritualistas —designación, reclutamiento, vínculo con entida-
des espirituales y funciones operativas—, siguiendo una clasificación regional. La revi-
sión es un referente sobre el que se volverá críticamente al cerrar el apartado y un marco
desde el que trazar una comparación implícita con la etnografía de la Sierra de Texcoco.

La región de los volcanes Iztaccíhuatl-Popocatépetl

La primera región abordada fue el eje volcánico Iztaccíhuatl-Popocatépetl. En 1968


Bonfil Batalla trazó una sistematización preliminar de los ritualistas llamados aureros,
quialpequi (“el que hace la lluvia”), teotlazqui y, en lenguaje ritual, “trabajadores tem-
poraleños”, “los que trabajan con el tiempo” (1995: 241). Elegidos con un golpe de
rayo, ejercen funciones conjuratorias, petitorias, adivinatorias y curativas, junto a ritos
agrarios particulares, en el seno de corporaciones jerárquicas organizadas en torno a
un templo y con tres jerarquías —mayor, que rige la corporación, orador y discípulo,
que lleva los cantos—. El principal templo regional es la cueva de Alcaleca en el Iztac-
cíhuatl. Usan palma bendita, escoba y ciertos enteógenos para mediar con los seres
sobrenaturales: los dueños del agua, los granizos, las perlillas, el torito, el culebrín de
aire, el rayo, la centella, el aire, la cruz, los cuatro vientos, los santos y los niños o pi-
piltzitzintli, espíritus (frijoles) que hablan en náhuatl a través de quienes los ingieren,
que “ven el mundo, conocen el pasado, saben de las cosas perdidas” (1995: 252-255).
Bonfil Batalla trató el sincretismo e indicó la necesidad de estudiar a los graniceros en
un contexto más amplio que abarcase las instituciones religiosas locales “como un
complejo y no como una serie de entidades aisladas”, lo que revelaría “sus estructuras
más profundas” (1995: 266).
Dos investigadoras habían abordado antes el área, aunque de forma menos siste-
mática: Bodil Christensen y Carmen Cook de Leonhard. Christensen viajó en 1936
y fotografió los rituales (Christensen, 1962); Cook de Leonhard publicó en 1966 un
registro de su viaje con Christensen y Weitlaner al pueblo de Nexapa, cerca de Ame-
cameca (Cook de Leonhard, 1966: 291). Ésta fue “la primera referencia a la existencia
de los graniceros después de casi tres siglos de silencio” (Glockner, 1996: 134), es decir,
tras escritos como los del párroco De la Serna. El viaje perseguía la cura de Weitlaner,
que tenía gota. Leonhard apuntó rasgos interesantes: la voz tlamacasque para designar

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 51

a los graniceros, la limpia-diagnóstico con huevo, la posibilidad, junto al rayo, del


reclutamiento por golpe de centella y enfermedad de aire, así como la ofrenda curati-
va llevada a la cueva de Almela, los dioses pluviales y el uso de los hongos alucinantes
para el diagnóstico (Cook de Leonhard, 1966: 292-295, 298, 293).
En 1996 Julio Glockner publicó un libro sobre los mitos y rituales de los volcanes
y leyó las prácticas actuales en el marco de la cosmovisión prehispánica mesoamerica-
na, enfatizando las continuidades. Con un estilo periodístico y emotivo habló del
mundo en torno al volcán Popocatépetl y la volcana Iztaccíhuatl. El trabajo revela a
los volcanes como ancestros petrificados, dotados de una entidad anímica a la que los
graniceros invocan y que puede manifestare antropomórficamente. Entre ambos se
crean relaciones de reciprocidad y dependencia, sea para pedir la lluvia o efectuar cu-
raciones. Cita un tipo de llamado exclusivamente onírico (1996: 93) y otro por en-
cuentro con espíritus de humanos muertos (1996: 149). También refiere que los
espíritus de niños muertos sin bautismo moran en los cerros y traen la lluvia (1996:
179). Narra la rivalidad entre las corporaciones locales que frecuentan los volcanes y
se destruyen entre sí las ofrendas (1996: 155), y documenta detalladamente los ritua-
les efectuados en el Popocatépetl el 2 de mayo y el 3 en la Iztaccíhuatl ante los malos
temporales, cuando se dona una ofrenda de ropa y comida —con un guajolote y varios
peces que ilustran la conexión subterránea con el mar y propician la lluvia— a las
cruces allí clavadas; se celebra el “baile de los listones”, se invita a los volcanes a parti-
cipar en el “banquete ritual” y después la comida es consumida por todos los asistentes
(1996: 155, 195-230).
En 2008 apareció un libro que retoma un tema esbozado ya por Bonfil: el uso de
sustancias psicoactivas por los graniceros. En El hongo sagrado del Popocatépetl Ramsés
Hernández y Margarita Loera entrevistan a graniceros de San Marcos Huecahuaxco,
Morelos, y San Pedro Nexapa, Estado de México, y enlistan las diferentes especies
de hongos sagrados utilizados en la zona. Los graniceros los recogen durante la época de
lluvias, en san Juan, el 24 de junio, y san Lucas, el 18 de octubre. Los principales
hongos son los “morenitos, niños del agua o niñitos” (Psilocybe aztecorum Heim var.
aztecorum), los “hongos derrumbes” (Psilocybe aztecorum Heim var. bonetii), los “hon-
gos niños o derumbre” (Psilocybe caerulescens Murril var. caerulescens) y los “hongos
güeros” (Psilocybe zapotecorum Heim). De estas especies, las dos últimas no estaban
clasificadas por los biólogos de la unam como existentes en la zona,6 y los autores del
libro las “descubrieron”. Los graniceros recogen hasta 150 al día, que luego consumen
frescos o secos, a veces en número de 12 (Hernández y Loera Chávez y Peniche, 2008:

6
Únicamente se habían documentado en Oaxaca, donde son usados con fines rituales principalmente
por los indígenas zapotecas (Hernández y Loera Chávez y Peniche, 2008: 142).

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114-115). La ingesta es individual y clandestina, nunca colectiva, y sirve para realizar


curaciones, obtener fuerza y vitalidad, realizar consultas sobre el porvenir y adivinar e
instalar altares sagrados. Los hongos se asocian con los sueños, bien porque los indu-
cen, bien porque aparecen en ellos (2008: 115).
En 2010 un estudio de Pablo King abordó a los tiemperos de diversas poblacio-
nes de las faldas de la Sierra Nevada y el volcán Popocatépetl. Estudió las peticiones
de lluvia con una perspectiva histórica y centrada en la religiosidad popular, y se
interesó por el intenso fenómeno del cambio y la modernización que afectan a la
región. Mediante testimonios etnográficos ofreció un panorama en plena ebullición
en el que variantes de la cosmovisión mesoamericana, catolicismo, tendencias pos-
modernas, transformaciones producidas por la globalización y choques culturales
sacuden un “complejo cúltico” de raigambre prehispánica. Este complejo “en el que
todo se relaciona y ordena” gira alrededor de los volcanes y comprende a los tiem-
peros, los templos, las cuevas, los altares domésticos, las nubes, los rayos, el granizo,
los bosques, las milpas, los temascales, los sueños, los espíritus, las cruces, el aire, la
clasificación nativa del agua —el agua de tierra y el agua de aire— y el ciclo total del
agua, es decir, su circulación en el mundo (2010: 93-142). Finalmente, el libro
proyecta una visión crítica sobre los efectos derivados del trabajo de los antropólogos
y periodistas en la zona —comercialización, folclorización, integración en las cere-
monias, promesas vacías o desconfianza extrema— y sobre las tendencias contempo-
ráneas de turismo esotérico y new age (2010: 143-168).

Tlaxcala rural

Con las Notes de Frederick Starr (1900), etnólogo estadounidense que recorrió entre
1898 y 1900 la región tlaxcalteca de la Malinche, Nutini abordó el tema en diversos
trabajos. En 1974 documentó la existencia de graniceros en varias comunidades y
sistematizó los datos en 1987; después estudió los cambios experimentados por los
ritualistas en un texto de 1998: registró las voces de conjuradores, tiemperos y grani-
ceros en español, y de tezitlazcs, quiatlazcs, tezitlazques y quiatlazques en náhuatl. Los
tezitlazcs poseen poder sobrenatural para detener el granizo, pedir la lluvia, desviar la
trayectoria de trombas y cambiar la dirección de los vientos, es decir, para “conjurar o
atajar el mal tiempo”, lo que realizan pública y comunalmente (Nutini y Nutini, 1987:
326). En unos casos sus poderes son innatos, conferidos en sueños por La Malinche;
en otros aprenden el oficio de otro tezitlazc que los presenta ante el Cuatlapanga, o
pasa de padres a hijos por generaciones. Todos ellos realizan ritos propiciatorios, in-
tensificadores o protectores, y también dirigen la participación comunal, curan y cui-
dan las milpas por encargo individual. Existen de tres a ocho tezitlazcs por pueblo, de

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los cuales al menos dos son los “conjuradores oficiales” (Nutini y Roberts, 1993: 40).
Se los considera sujetos respetados y visibles con funciones benéficas e incapaces de
hacer el mal (Nutini y Nutini, 1987: 330). Por su trabajo reciben anualmente un es-
tipendio de la comunidad o de los grupos domésticos. Frente a otros estudios sobre
graniceros, los de Nutini poseen un enfoque marcadamente sociológico y abordan la
posición y funciones de estos personajes en la estructura comunitaria. Además, Nuti-
ni considera a los graniceros como parte del “sobrenaturalismo antropomórfico” que,
aunado al “catolicismo folk”, integra un mismo sistema mágico-religioso de manifes-
taciones diversas e ideología común que posee un carácter unitario, lo que implica que
debe ser estudiado conjuntamente (1989: 86-87).
Desde otra perspectiva, Robichaux analizó en dos textos (1997; 2008) el material
reunido en Tlaxcala entre 1974 y 2004. Siguiendo el modelo de cosmovisión mesoa-
mericana de Broda y López Austin analizó el llamado por golpe de rayo —ignorado
por Nutini— y cómo en sueños la Malinche enseña a los neófitos. Después los tezit-
lazcs ven víboras, leones y fieras en las nubes junto a la Malintzi, mujer gorda de
“harto cabello” que les indica cómo alejar las tempestades. Conjuran con palma ben-
dita y rezos dirigidos a la Malinche y a Santa Bárbara, un acto peligroso en el que
pueden ser arrastrados hasta las orillas del mar. En Semana Santa y el 20 de mayo suben
a la cima de la Malinche, donde ofrendan flores, cohetes y música de teponaztle junto
a peines, listones y escobetillas para que ésta se peine. Cuando se retrasa la estación
húmeda, el 24 de junio piden la lluvia tocando el teponaztle en los manantiales, y por
el cuidado de las cosechas reciben en cada casa un chiquihuite de maíz (1997: 16).
Los muertos por rayo se convierten en “hijos” o “ayudantes” de la Malinche, seres
con cabeza humana y cuerpo de víbora que producen la lluvia y los rayos en el interior
de la montaña, donde hay barriles de granizo y nubes que hacen el agua y el ruido es
tan fuerte como el de una fábrica.
Los granizos son “chivos” devoradores del cultivo y el maíz así perdido es llevado
al interior del volcán (1997: 16), al igual que los niños muertos sin bautizar y los
abortos, llamados limbotzitzi o “limbitos”, que son enterrados en sitios especiales del
cementerio para que el rayo, al desenterrarlos, no se lleve consigo a otros difuntos
(2008: 412).

Morelos

El Estado de Morelos reúne una ingente cantidad de estudios. En 1949 Barrios com-
piló en Hueyapan diversos textos sobre los kiohtlaskeh, “pedidores de agua” iniciados
por el rayo que usan “hongos de agua” y sueños para predecir las cosechas y pedir lluvia

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54 David Lorente y Fernández

a los aires-niños de colores: colorados, blancos, amarillos, azules, negros (1949: 66).
También hacen maldades enviando granizo y “levantan sombras” con una jícara de agua
donde llaman al alma del enfermo (1949: 70-72). Piden la lluvia con alimentos para
que haya jilotes y elotes, y designan a los espíritus “aguadores y serafines”. Su artículo
se basa en transcripciones de narraciones tradicionales en náhuatl y sin interpretar.
En el mismo pueblo, Heydenreich realizó un estudio sobre la enfermedad y la
cosmovisión. Halló que sólo los graniceros o “bautizados por el rayo” podían retornar
la sombra robada por “los aires de la temporada” —rayos, truenos y centellas—, lo que
los situaba en la cima de la jerarquía de terapeutas (1987: 219, 225). Una señora reci-
bió, a los seis o siete años de edad, siete rayos o centellas en siete ocasiones; con el úl-
timo murió y fue iniciada en sueños (1987: 205). Los “aires de los manantiales” son
“muñequitos enanos”, “duendes” o aguahke, “dueños del agua” machos y hembras de
calidad fría (1987: 124-125) que “agarran” a los intrusos a las 11 del día (1987: 132).
La comunicación con ellos se efectúa a través de los hongos (1987: 153).7
También en Hueyapan, Ingham registró en su libro sobre sincretismo y catolicis-
mo folk la presencia de graniceros —“sirvientes” o “trabajadores temporales”— que
reciben con el rayo el deber de servir a los ahuaques, “espíritus o aires del tiempo”,
controlar el clima y curar de aires. Los graniceros reviven tras una limpia con agua y
pétalos de geranio en una jícara roja, son introducidos en el grupo de ritualistas, se
someten a una “coronación” y montan su altar. También tienen su templo y el 2 de
mayo y el 15 de noviembre acuden a pedir y agradecer respectivamente un buen tem-
poral. Algunos hacen el mal y envían tormentas; otros las alejan con la palma y ha-
blando a los espíritus con enojo. Los aires son espíritus de niños y los ahuaques
entidades anímicas humanas (1989: 170-171).
En Tlayacapan, Baytelman entrevistó en 1978 a un ahuaquete o granicero-curan-
dero y resumió la charla en su libro sobre etnobotánica y curanderismo. Éste recibió
el golpe del rayo a dos metros y con él el don para curar y hacer limpias. Muchas las
hace a niños usando su camiseta del revés y no cobra por ello; limpia de aires con
plantas y después lleva su ofrenda a un hormiguero donde vive una culebra. Va de
peregrinación al Señor del Sacromonte y a Chalma (1993: 329-330).

7
En su estudio de Tepoztlán, y aunque no se refiere a los graniceros, Redfield señala también la existencia
de ahuaques asociados al agua —tanques, arroyos, lavaderos— y llamados tlatlatcuapone, “los que
truenan”, y tlapetani, “los que causan relámpagos”; “los señores de la lluvia” (1930: 97). En la estación
húmeda las mujeres evitaban salir a la calle con joyas y aretes de oro por miedo a que los ahuaques
enviaran rayos para quitárselos (Redfield, 1930: 122).

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En el pueblo de El Vigilante, Aviña Cerecer trazó el retrato de doña Pragedis,


granicera y curandera hija de un conjurador fallecido. Antes de morir su padre, los
“trabajadores del tiempo” la iniciaron oníricamente llevándola al interior de un cerro.
El padre le pidió que cuidara del pueblo conjurando las granizadas con una cuchara.
En sueños ella vio que los “trabajadores” eran personas muertas que en vida pactaron
con “el Señor de los Cerros” (1997: 292-293). Con la cuchara debía amenazarlos con
aspavientos para alejar el granizo, su alimento, arvejones que se les caían de la cazuela
donde los cocinaban en las nubes y devastaban las milpas (1997: 296-297).
Paulo Maya describió a los claclasquis o “aguadores” de Los Altos de Morelos,
invisibles socialmente al ser tenidos por “brujos” (1997: 259). Son mediadores entre
Dios y los hombres por rayo —sean rayados o cuarteados—, enfermedad, sueños,
herencia o consumo de plantas sagradas. Si el elegido rechaza el cargo, muere y se
ocupa, como espíritu, de los enfermos en el cielo. Pueden pedir la lluvia, alejar o atraer
el granizo por beneficio o maldad —usando cruces, varas y machetes—, curar enfer-
mos de aires con huevo y adivinar con hongos o las cartas españolas (1997: 270-273).
Altares domésticos, templos en cerros e iglesias son sus enclaves rituales; a veces ocupan
cargos en el cabildo (1997: 277) y existen rivalidades entre las corporaciones (1990).
Las entidades tutelares son ambivalentes, católicas y prehispánicas, e incluyen las de
los espiritualistas trinitarios marianos (1997: 278-289).
En Ocotepec, Morayta habló de los “rayados” que tienen el don de curar, propiciar
las cosechas y controlar la lluvia. Elegidos por los “señores del tiempo”, en sueños o
tras la descarga escogen su actividad. Un hombre que eligió un elote recorría de noche
las milpas arreando niños que se transformaban en mazorcas. Otra mujer iba en tem-
porada de secas con su cesto a una barranca para llevarles comida a los “señores del
tiempo” que cultivaban sus campos subterráneos y “llegaba a su casa con elotes, cala-
bazas y ejotes que traía de aquellas tierras”. También curaba de aire a los niños (1997:
226-227). Los muertos de rayo son “aires del tiempo” y aparecen en sueños como
indígenas vestidos con “calzón, blusa blanca y sombreritos”; también se asocian con
víboras (1997: 223-234). Consumen aromas y la gente emplea cigarros y alcohol como
repelentes (1997: 236).
En San Andrés de la Cal, Huicochea describió el rito de petición de lluvia a los
“señores del tiempo” en las cuevas. Una comisión recoge la cooperación y doña Jovita,
la ritualista, curandera de aires y partera, dirige la colocación de las ofrendas-juguetes:
tortugas, sapitos, viboritas, bailarinas, vajillas, arañas, gallinas, soldaditos —nueve en
cada lugar— (1997: 237), así como frutas olorosas, cintas de colores y papel de china.
La comida va sin sal y, puesta la ofrenda, doña Jovita convoca a los aires “a merecer” y
una comitiva echa cohetes; su pólvora sirve de “arma” para que los “señores” hagan los

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truenos. Los aires hablan náhuatl y se expresan como “rezumbadera” o en sueños;


llamados yeyecatl-yeyecame y ahuaques, son niños chiquitos que se desplazan continua-
mente en el aire (1997: 143-254).8
En 1997 Glockner realizó una extensa investigación en los municipios de Ocuitu-
co y Tetela del Volcán, donde el grupo de los “Misioneros del temporal” rechaza el
término de “granicero” por designar a personas dedicadas a propiciar el granizo (2001:
83-84). El grupo cuenta con dos mayores, un cantor y una vidente que limpian “cal-
varios”, enfloran cruces, quitan maleficios con varas de membrillo y abren “los cuatro
cabos de la tierra” por donde fluye el agua para regar las milpas. La congregación puede
tener doce miembros, más familiares, compadres y amistades. Mujeres y niñas preparan
la comida y deben llevar el cabello atado para no “jalar” un rayo en un calvario (2001:
85). La congregación purifica estos lugares para propiciar la lluvia y ofrenda en una
cueva del Popocatépetl —“el Divino Rostro”—. En los sueños, interpretados colecti-
vamente, viajan al volcán donde cuatro caños hacen fluir el agua para regar el universo
(2001: 86, 89). Glockner presentó estos datos y el análisis de las oraciones católicas
dirigidas a los volcanes en su libro Así en el Cielo como en la Tierra (2000).

Veracruz

El único informe detallado de la región de Veracruz es el de Noriega Orozco sobre los


tlamatines, complejo que reúne al “hombre-trueno”, al meteoro y a los actores del
mismo en la zona del Cofre de Perote (2008, 1997: 527). Los tlamatines mueven
vientos, rayos, el arcoíris y viven en “encantos” de oro y plata, pueblos gobernados por
don Juan y doña Juanita Cuauxibantzin. En el Cofre de Perote hay cuevas con cuatro
barriles de hielo llenos de granizo, rayos y nubes que ellos abren para controlar el clima
(1997: 528-529). Los curanderos, llamados “hermanos” por los tlamatines, curan de
espanto en los ríos y donan trastes en miniatura para obtener el espíritu atrapado,
pulsan y usan ropa del enfermo. Muchos son mujeres que nacen con el don y se inician
en viajes a los manantiales (1997: 531-534). Existen cofradías locales que adivinan y
protegen los pueblos de los ataques de los tlamatines vecinos; su saber es comunitario
pero también se asocia con el mal y la brujería (1997: 545-547). “Ávidos de almas”,
los tlamatines roban con el rayo objetos terrestres o enterrados y personas (1997: 548),
matan por envidia o envían tempestades para arrasar las milpas de sus vecinos y llevar
la cosecha al “encanto”. Algunos tlamatines son espíritus de personas vivas que aban-
donan el cuerpo durante el sueño para ayudar a los otros tlamatines en las tormentas
produciendo rayos. Las tormentas se equiparan con “fiestas” sobrenaturales y los rayos

8
También Grigsby (1986) estudió este lugar y analizó las cuevas como “bodegas de piedra”.

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los producen con sus capas; también pueden descargarlos si se les molesta en el arroyo
o enviarlos para recoger el alma de los abortos enterrados y engrosar sus ejércitos (1997:
552). Los espíritus tlamatines son “duendes-niños” que viven en el Cofre donde cuel-
gan sus trajes. El complejo incluye a las deidades del Pico de Orizaba y el Cofre de
Perote que combaten entre sí utilizando los rayos (1997: 542-543).

Estado de México

En Tecoxpa, Milpa Alta, Madsen estudió a los curanderos de “aire de cueva” causado
por enanos o ahuatoton, espíritus del agua que viven en cerros donde tienen barriles
llenos de meteoros; su jefa, la culebra de agua o yeyecacoatl, les indica cuál abrir. Hechos
de agua, tienen aspecto de indígenas o charros, se casan, procrean hijos y viven como
inmortales con su ganado doméstico (1960: 131). El granizo son sus “ovejas” y, si no
lo cuidan, consume el maíz de Tecoxpa. Organizados en grupos alojados en los cerros
—como el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl— se turnan anualmente para hacer la lluvia.
Cuando necesitan sirvientes matan a personas “buenas” con rayos, ahogándolas o
enfermándolas de aire, y con él castigan también a los intrusos. Se cuenta el caso de
un curandero nato que se inició en una tormenta: un rayo lo dejó inconsciente y, tras
curarse, quedaba “privado” una vez a la semana durante seis meses. En esos momentos
los enanos llevaban su alma a una cueva donde había “personas pequeñas”, casas,
plantas y agua. Accedió a ser curandero y recibió un trozo de madera, tres piedras de
curación y una “mujer espiritual”, una enana con la que se casó y tuvo hijos. Después
ya no podía unirse carnalmente a su mujer terrenal y sólo vivía para los enanos, que lo
golpeaban cuando infringía sus normas. Al morir se convertiría a su vez en enano y
viviría con su mujer en una cueva (1960: 183). Los aires le ayudan al ritualista en las
curaciones y en la milpa y le dan verduras frescas de las cuevas, que sólo él puede comer.
Como otros curanderos muere dos veces al año y su espíritu es entonces instruido. La
culebra de agua dirige la reunión de enanos y anuncia los grupos hacedores de lluvia
del próximo año y los instrumentos terapéuticos que el ritualista empleará —huevos,
piedras, hierbas u ofrendas de comida— (1960: 184-185). Madsen enfocó el tema
desde la categoría de chamanismo en un artículo de 1955.
En el pueblo de Tilapa, municipio de Santiago Tianguistenco, de cultura otomí
—los otros estudios trataban regiones nahuas—, Schumann Gálvez registró “granice-
ros” tocados por rayo que en sueños obtenían el don de curar, pedir la lluvia y contro-
lar el tiempo; los que lo rechazaban enloquecían o morían (1997: 307). Tras la iniciación
otros graniceros asistían a los neófitos. Existía especialización: curación de espantos con
ofrendas de comida y trastes de barro, herbolaria y control atmosférico (1997: 307).
Había mujeres graniceras que curaban, conjuraban y rezaban pero no intervenían en

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la organización de los grupos ni en la petición de lluvia (1997: 308). Los graniceros


estaban sometidos a restricciones alimenticias. La dieta era estacional: en tiempo de
lluvia no comían cosas húmedas y en secas la dieta era húmeda. La abstinencia sexual
tenía lugar antes de entrar en acción, pues de lo contrario mermaba su poder ritual
(1997: 308). Integraban grupos de danzantes; los capitanes consultaban a los ritualistas
y a veces eran ellos mismos graniceros (1997: 309). Dentro de la estructura religiosa
comunitaria participaban en las fiestas patronales y las mayordomías, pero no como
organizadores: su función se circunscribía a la de “observadores” (1997: 309).
En el valle de Toluca, de tradición mazahua-otomí, Albores documentó a los quicaz-
cles —quicleazcle, quisclazcle, quieslazqui, ixlazque (ishlazque), cislazqui, quietlasqui y te-
quieslasqui—, ritualistas que obtienen del rayo o centella el don para conjurar, pedir la
lluvia y curar de aire (1997: 389-390). Hasta 1990 había en Texcalyacac una hermandad
de quince graniceros distribuidos en grados jerárquicos según el tipo y número de rayos.
Al “rayado” lo curaban tres de ellos; luego se iniciaba en el cerro Olotepec —con tres
santuarios ligados a elementos pétreos— y después curaba a los presentes. El 14 de agos-
to se “recibía” entre pobladores, familiares y el padrino que le daba “un cristo” para con-
jurar y curar (1997: 397-399). Los quicazcles también usan plegarias, humo de plantas y
su sombrero para tal fin; la gente común recurre a prácticas conjuratorias individuales
—toca campanas, echa cohetes, prende velas o quema palma y laurel benditos (1997:
420-421). Para pedir la lluvia ascienden al Olotepec, “abren la Compuerta” y liberan
el agua contenida en el cerro sagrado. A veces barren el aire con una escoba (1997: 411-
419) y hacen limpias ante imágenes sagradas con elementos ligados a los ritos para
alejar el granizo y curar de aire (1997: 292-293). Pero su función principal, según Al-
bores, es contribuir a la reproducción anual del cosmos mediante el sostenimiento de
los cuatro postes o árboles cósmicos identificados con cuatro periodos rituales —febre-
ro, mayo, agosto y noviembre—: la participación en las fiestas respectivas propicia el
flujo de fuerzas divinas y la continuidad del cosmos (1997: 406-407).
En Xalatlaco, el pueblo abordado por De la Serna en el siglo xvii (véase la sección
“Especialistas atmosféricos...”), Bravo Marentes registró la existencia de ahuizotes, los
que “llaman” o “atajan el agua” (1997). Éstos reciben el golpe de rayo y pueden ascen-
der en jerarquía con nuevos señalamientos. En el caso del Tío Goyito, cuya iniciación
figura en un texto conjunto de Bravo Marentes y Patiño (1986), tras recibir el rayo su
padre le enseñó a usar armas y oraciones para deshacer granizadas y hierbas para curar.
En su peregrinación a Chalma reciben consignas, como la obligación de no consumir
vegetales en la época húmeda, pues son las plantas que deben cuidar (Bravo Marentes,
1997: 366). Los ahuizotes conciben las tormentas como “castigos de Dios” por la
mala conducta de los hombres, y consideran que enfrentarlas es una lucha entre el bien
y el mal (1997: 369). Las atajan con palma bendita e invocaciones a entidades católi-

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cas. Al trabajar nadie debe mirarlos, pues un rayo puede matar al curioso. Antigua-
mente, como signo de respeto, no se les miraba a los ojos y se les besaba la mano. Los
ahuizotes también curan de aire usando agua bendita, huevos y hierbas.
También en Xalatlaco, y en uno de los mejores trabajos sobre graniceros, González
Montes documentó a los ahuizotes entre 1983 y 1997. “Golpeados” o “atropellados” por
el rayo, reciben de Dios el don de cuidar las milpas, pedir lluvia y curar aires. Existen
mujeres ahuizotas y formas de llamado distintas del rayo: enfermedad, sueño y herencia
(1997: 320, 334). Deben respetar prescripciones nutricias y no comer verduras durante
el temporal. Los meteoros los mueven los “dueños del agua”, “aires-niños” que son
fuerzas amorales al servicio de Dios. Los no bautizados “riegan el agua”; con el rayo roban
el dinero o el vidrio enterrados, se lo llevan y “lo trabajan” (1997: 338). Los ahuizotes,
jerarquizados, son “cuidadores” que evitan que aquéllos dañen las milpas. Pero también
son campesinos, rezanderos y directores de danzas (1997: 320-322). Van a Chalma al
abrir y cerrar el temporal, después trabajan aislados, su arma es “un chicote para arriar
las borregas” (1997: 334). Para pedir lluvia entierran botellas en los cerros que activan
su agua interior (1997: 329-331). Conjuran con cabellos, rezos y humo de cigarrillo; las
mujeres con escobas de perlilla. Los pueblos pelean: se envían tormentas y los ritualistas
las rechazan a los terrenos baldíos (1997: 340-341). Curan de aire con limpias y leen el
huevo (1997: 348-349). Antes exigían un pago comunal que hoy es voluntario (1997:
325). Al morir, los ahuizotes eran enterrados vestidos de san Miguel, con espada en
mano, o de Señor de Chalma; el trasgresor se “despedía” con tormentas. Los jefes nom-
braban al sucesor. El espíritu del difunto iba con los graniceros muertos y los aires a seguir
trabajando en el cielo moviendo las nubes y regando la lluvia (1997: 355-356).

Conclusiones críticas

Los estudios sobre graniceros reseñados más arriba ofrecen un panorama general del
alcance y desarrollo de las investigaciones. Muestran el predominio de ciertas regiones
—el Estado de México y Morelos, por ejemplo— sobre otras, un énfasis en la práctica
etnográfica rigurosa y el establecimiento de una serie de rubros que permiten efectuar
comparaciones entre áreas: denominación, llamado, mundo onírico, funciones, mé-
todos conjuratorios, seres atmosféricos, origen de estos seres, lugares de culto, ciclo
ritual, aspectos terapéuticos, métodos de curación, existencia de congregaciones, par-
ticipación en la vida comunitaria y retribución por sus servicios, por citar los más
destacados. Además constituyen con frecuencia una etnografía “de rescate”, en el sen-
tido de que documentan muchas prácticas en vías de desaparición, y ofrecen informa-
ción muy valiosa sobre diversos momentos históricos.

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60 David Lorente y Fernández

Sin embargo, existen ciertos problemas teóricos y metodológicos en las etnografías


que conviene examinar. Quizá su análisis detallado contribuiría a una revisión con-
ceptual del los graniceros como figuras heurísticas que facilitan el acceso a las cosmo-
logías locales. Algunos de estos problemas surgen de lo que podrían considerarse
inercias heredadas o automatismos intelectuales de la disciplina, que conviene sacar a
la luz y esclarecer.
Primero, el hecho de que los estudios han tomado en gran parte la figura del
“granicero” como fenómeno autónomo, cuando en realidad representa el aspecto más
visible de un complejo mucho más amplio. Esto se manifiesta quizá en una preocupa-
ción descriptiva que excede objetivos analíticos e interpretaciones teóricas debido a
que, como recurso metonímico, el granicero sólo permite el inventario de los rasgos
con los que mantiene una relación más directa. Así, al no resultar aislable en sí mismo,
los trabajos dejan entrever sistemas complejos pero adolecen de cierta falta de integra-
ción funcional. El enlistado de elementos no permite acceder a la lógica que subyace
al conjunto de concepciones y prácticas simbólicas relacionadas con la meteorología.
Segundo, el abordaje de “sistemas climáticos emic” completos que podría superar
este sesgo no resulta posible debido a la ausencia de profundización, por parte de los
autores, en las categorías nativas vinculadas a los complejos atmosféricos —es decir, la
significación local de conceptos como el “tiempo”, el “granizo”, la “lluvia”, las “ofren-
das”— y en las relaciones que mantienen estos elementos entre sí. Un énfasis en las
relaciones entre los elementos más que en los elementos mismos conduciría probable-
mente al hallazgo de ejes integradores —lo que Sandstrom ha llamado “un orden
oculto” (1998: 77) y Galinier “modelo cognoscitivo” (1990a: 33)— que permitirían
congeniar tradiciones locales, expresiones de la cosmovisión mesoamericana y procesos
de recreación simbólica o sincretismo en un mismo marco coherente. Sin embargo,
cuando los autores han intentado hacerlo se han limitado a interpretar los datos ac-
tuales como evidencias de continuidad respecto a las concepciones prehispánicas,
iluminando el sentido de ciertos rasgos pero no de la totalidad del conjunto.
Tercero, en este sentido la ausencia de un análisis minucioso y localista de las ca-
tegorías nativas ha ido acompañado del uso no cuestionado de categorías analíticas
occidentales. Entre ellas se encuentran las de sagrado/profano como ámbitos separados
y excluyentes —entre los graniceros la realidad parece asemejarse más bien a un
continuum— y las de tradición/modernidad referidas a los ámbitos campo/ciudad
—cuando vemos, por ejemplo, que algunos graniceros trabajaron de albañiles o co-
merciantes en el Distrito Federal sin “perder” sus creencias (Soledad González, 1997:
320; Glockner, 1996: 93, 201)—.
Cuarto, estrechamente asociado con lo anterior se aprecia una intención sosteni-
da de aislar y delimitar el concepto de “granicero” evitando su “contaminación” con

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Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo 61

otras categorías de especialistas rituales con el fin de “crear” un especialista muy defi-
nido. El trabajo de Bonfil Batalla enfatiza esto al afirmar que “hay una definitiva
oposición, una incompatibilidad” entre graniceros y nahuales y entre graniceros y
brujos, pues su tarea es benéfica y no dañina (1995: 248-249). Nutini asimila al tezit-
lazc con el hechicero y lo opone al brujo (1987: 34); Paulo Maya presenta a los claclas-
quis como diferentes de los brujos, a pesar de la asociación de la gente (1997: 295), y
Noriega Orozco insiste en que la asociación con brujos viene de la época colonial, pues
los tlamatines brindan un servicio a la comunidad (1997: 545). Sin embargo a lo largo
de sus estudios hallamos datos aparentemente contradictorios con estas afirmaciones:
combates entre graniceros, “maldades” hechas a las ofrendas o grupos antagónicos,
capacidad para causar enfermedad y evidencias continuas de su capacidad destructiva.
Evidentemente el uso dual de los poderes era una característica de los dioses y magos
prehispánicos, que podían causar la enfermedad y también curarla (López Austin,
1996, I: 389, 1967), y es muy probable que constituya un atributo de los actuales
graniceros. Sin embargo, la dicotomía forzada entre especialistas benéficos y dañinos
no permite apreciarla. “¿Qué pasaba —se preguntaba al respecto Tim Knab— si el
brujo era a la vez un curandero?” (1997: 24). ¿Qué pasaría —nos preguntamos a su
vez nosotros— si el granicero era también un brujo?
En este sentido poco se ha explorado el uso que los graniceros hacen del poder,
que parece, según los datos presentados por los autores, estrechamente asociado tanto
con su ambivalente naturaleza benéfica y dañina como con la de las entidades que
controlan. ¿Qué significan, en el marco de la estructura comunitaria, los combates
entablados por los graniceros? ¿Qué función cumplen y qué persiguen? ¿Qué castigos
pueden infligir a la población y por qué? Una anécdota referida por Paulo Maya resul-
ta sumamente interesante: ante la negativa de pagar la retribución por sus servicios,
los graniceros hicieron que el agua de una cascada local se ocultara (1997: 267). Cabría
pensar que las investigaciones deben considerar esta perspectiva y averiguar cuál es la
percepción que de éstos tienen los otros miembros profanos y legos de su comunidad.
Quinto, existen presupuestos teóricos implícitos, y al mismo tiempo centrales, en
la concepción de los trabajos descritos. Quizá resultan aparentemente tan obvios que
han sido asumidos por la mayoría de los autores. Se trata de la expresión clara de que
la función o razón de ser del granicero es proteger la cosecha = subsistencia. Sin em-
bargo esto no deja de ser una hipótesis materialista impuesta a priori. Al mismo tiem-
po, es una hipótesis que frena desde el comienzo una amplia gama de interpretaciones
de trasfondo cosmológico o no estrictamente económico —el trabajo de Albores in-
nova al afirmar que el papel del granicero es reproducir y mantener el orden cósmico
(1997: 406-407)—. Que este postulado es más problemático que explicativo resulta
evidente cuando se afrontan preguntas, cada vez más frecuentes, como: ¿qué sucede

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62 David Lorente y Fernández

con los ritos pluviales y atmosféricos en regiones donde la subsistencia no depende


primordialmente de la agricultura? ¿Por qué continúan reproduciéndose? ¿Tiene algún
significado especial la pequeña producción o responden estos ritos a otras concepcio-
nes inexploradas? ¿Son las peticiones pluviales rituales exclusivamente agrícolas? ¿Exis-
ten relaciones veladas entre los meteoros y la reproducción general de la vida?
Sexto, por último se aprecia una ausencia —menor en el trabajo de Nutini— de la
integración de estos especialistas en un contexto sociológico más amplio: cuál es su si-
tuación respecto al sistema de cargos, la organización política de la comunidad, la vida
práctica cotidiana —pues representan especialistas de tiempo parcial—. A su vez, ¿cómo
se piensan los sistemas simbólicos desde las categorías sociales de la cultura?, ¿cómo se
imbrican vida social y práctica ritual? Y por otro lado, ¿cómo se plasma la creencia en la
praxis concreta?, ¿por qué vías siguen reproduciéndose los complejos climáticos?, ¿cómo
opera la transmisión, dónde, cuáles son los actores y cuáles sus cauces?
A algunas de estas preguntas trataré de dar respuesta en la presente investigación.

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Capítulo 2
Regadíos en el paisaje.
De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco

La región serrana

La Sierra de Texcoco conforma una microrregión. Situada a cuarenta kilómetros del


Distrito Federal, en el extremo oriental del Estado de México, se extiende a lo largo
del vértice superior de la Sierra Nevada y separa el Valle de México del medio poblano-
tlaxcalteca. Reúne seis pueblos: San Jerónimo Amanalco, Guadalupe Amanalco, San
Juan Totolapan, Santa María Tecuanulco, Santa Catarina del Monte y San Pablo
Ixayoc. Todos se encuentan inscritos en el triángulo formado por los cerros Tláloc,
Tlamacas y Tezcutzingo y están ligados por un complejo sistema de regadío que con-
diciona la definición local del territorio (Palerm y Wolf, 1972: 114, 130; Pérez Lizaur,
1975: 13-14).
La Sierra de Texcoco era una de las cuatro subregiones que integraban el Acolhua-
can septentrional prehispánico —junto a la llanura, el somontano y la franja erosio-
nada—. Estaba localizado entre el lago de Texcoco, el río Nexquipayac, los cerros de
Tezoyuca y las serranías del Tezontlaxtle y Patlachique; las sierras de San Telmo, Tla-
macas, Tláloc, Telapón, Ocotepec y el valle entre Ocotepec y el cerro de Chimalhua-
can, al norte de los ríos Chapingo y Texcoco (Palerm y Wolf, 1972: 112-113).
El área habitada se sitúa hoy sobre los 2 650 metros y cuenta con terrenos fértiles
y bosques de huejotes (salix), encinos (quercus), cedros (cupressus), oyameles (abies) y
ailes (alnus). La agricultura ha introducido milpas de temporal y de riego, árboles
frutales y magueyes que trazan las lindes entre cultivos. Allí resplandecen el maíz, las
habas y las flores ornamentales; junto a las acequias y manantiales crecen huejotes y
más raramente ailes. Entre los 3 500 y los 4 000 metros se extiende el monte de ocotes
(pinus) y, en las cumbres, hacia los 4 000 metros, prosperan los prados de gramíneas
formando el zacatonal alpino (González Rodrigo, 1993: 34-39).
En el paisaje destacan los cerros bajos. Al oeste, tres elevaciones separan a la Sierra
de Texcoco del somontano: Tezcutzingo, Tecuiclachi y el cerro de Purificación. Al
oriente se yerguen los cerros comunitarios: Tlaxomulco y Tlapahuetzia son los cerros
tutelares de San Jerónimo y Guadalupe Amanalco; Tlamacas, de San Juan Totolapan;
Tecuani, Coacoxco y Malinali, de Santa María Tecuanulco y Tlapahuetzian, Coacalli
y Tepechichilco, de Santa Catarina del Monte (inegi, 2000a: 14). Sin embargo, el

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64 David Lorente y Fernández

Monte Tláloc es la mayor prominencia del horizonte y, con sus 4 120 metros de altura,
preside la jerarquía de las elevaciones en la Sierra. También existen pequeñas peñas sobre
las laderas, en claros de vegetación, cerca de las cimas, en una accidentada topografía
ligada a la concepción mítica de los manantiales.
El clima es templado subhúmedo en la zona poblada y semifrío subhúmedo en los
bosques del Monte Tláloc, con una temperatura media de 16 °C (inegi, 2000a: 6). La
estación seca comprende de noviembre a abril, y en ella las heladas, las nieves y los vien-
tos del oeste barren las alturas; en la húmeda, de mayo a finales de octubre, cae entre el
80 y el 90% de la precipitación anual. Las lluvias son más intensas en las montañas —en
el Monte Tláloc alcanzan los 1 100 mm— y en las comunidades la media es de 600 mm
(González Rodrigo, 1993: 33-34). Por un periodo de tiempo considerablemente largo,
de 140 a 180 días, las nubes cubren el cielo y descargan tormentas eléctricas y granizadas,
y el eco de los truenos reverbera en las montañas de manera permanente manifiestando
el poder de los meteoros. No obstante, en ciertos años la situación se invierte y la sequía
asola la zona. La altura de la Sierra Nevada obstruye la llegada de las nubes traídas por
los vientos Alisios desde el Atlántico y la sequía afecta a todo el Valle de México (Palerm
y Wolf, 1972: 115). La Sierra de Texcoco se vuelve entonces un medio árido, de tierra
pardusca, con magueyes y nopales agostados; los manantiales y canales destacan entre
ellos con un verdor y una fertilidad opuestos a la sequedad circundante.

FIGURA 2.1
La región de la Sierra de Texcoco y sus comunidades

Estado
de México D.F.

Tepetlaoxtoc
San Juan Totolapan
Texcoco San Jerónimo Amanalco
Santa María Tecuanulco
Santa Catarina del Monte
San Pablo Ixcayoc
San Miguel Catlinchan Cerro Tlaloc

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 65

El asentamiento

Las casas se diseminan entre los campos de cultivo trazando un tapiz verdiblanco. Las
calles serpentean en torno a un centro formado por la iglesia y su atrio, la delegación,
la posta médica y algunas tiendas. Las viviendas, que poseen topónimos en náhuatl o
nombres de santos, tienen de tres a cuatro cuartos cuyas puertas dan a un patio descu-
bierto. Las antiguas son de adobe con techo de teja o cartón e incluyen un temascal
unido a un horno de pan. Las modernas son de cemento con techos y suelos de este
material, y edificios de dos o tres pisos con ventanas de aluminio y garaje. Existen
conjuntos de casas rodeadas de terreno, y también casas aisladas entre terrenos, vivien-
das entre milpas verdes y canales de regadío. Desde 1970 la mayoría cuenta con luz
eléctrica, alcantarillado y agua corriente; la línea telefónica es de instalación reciente.
El asentamiento semidisperso ha mostrado una relativa estabilidad histórica. En
ello ha influido la ocupación original de la Sierra, es decir, la fundación prehispánica
de los pueblos, que no seguía el trazado reticular de las congregaciones sino que se
ajustaba a la distribución irregular del área irrigada, y el sistema agrícola a ella asociado
—tipo de parcelas y régimen de propiedad de la tierra—.1 Así, hoy como ayer, Ama-
nalco, Tecuanulco y Santa Catarina se localizan a la misma altura, la del curso de las
acequias principales, los 2 700 metros. El creciente poblamiento del área, que ha pa-
sado de 4 500 habitantes en 19602 a 16 000 en 2009,3 ha respetado este patrón y no
ha desfigurado el paisaje.
Las escuelas primarias —escuelas rurales— se remontan a la década de 1930.4 En
los años setenta se construyeron varias secundarias. Amanalco y Santa Catarina cuentan
con primaria y secundaria en sus barrios principales. La construcción de las secundarias
se debió al gobierno estatal o federal, pero el mantenimiento de los edificios y del mo-
biliario corre a cargo del pueblo. Como muestra de modernidad, Amanalco y Tecuanul-
co tienen hoy primarias de educación bilingüe náhuatl-castellano dirigidas por maestros
locales, que contribuyen a recordar las raíces nahuas de la región.
Las iglesias son edificios del siglo xviii orientados hacia el oeste y con grandes
atrios ceremoniales; su interior alberga a los santos patronos. Todas son atendidas por
el cura de Amanalco, a la jurisdicción de cuya parroquia pertenece el territorio serrano.
1
Puede abundarse sobre esta hipótesis en Pérez Lizaur (1975: 183-187).
2
Véanse los datos pertenecientes al censo de 1960 proporcionados por Pérez Lizaur (1975: 14).
3
El censo de inegi (2000b), en el que me baso, se debe tomar como una orientación provisional debido a
las discrepancias que presenta con el registro —más fiable— de los respectivos centros de salud de
cada pueblo.
4
Así sucedió por ejemplo en Santa María Tecuanulco (Palerm Viqueira, 1993: 85). En Amanalco la
primera escuela se remonta a 1966 (Pérez Lizaur, 1975: 33).

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66 David Lorente y Fernández

Hay también capillas en las lindes externas de los pueblos. Los cementerios, emplazados
siempre al oeste, están alineados con los pórticos de los templos.
La ciudad de Texcoco constituye la capital regional. Situada a veinte kilómetros, es el
centro del transporte y del comercio serranos. Representa el lugar de compraventa de
productos: se venden flores y objetos artesanales y se adquiere la despensa semanal. Mu-
chos nahuas trabajan allí y otros viajan a México para desempeñarse como asalariados
—músicos, albañiles o policías— en una migración cotidiana e itinerante pueblo-ciudad.
Además es frecuente viajar a Texcoco para transbordar y tomar un microbús que conduz-
ca a otra comunidad, pues el transporte interno en la Sierra es escaso. En ocasiones esta
comunicación se efectúa a pie por una red de veredas que vinculan a los pueblos. Duran-
te las fiestas patronales, por esta red de veredas transitan los serranos y las procesiones que
visitan las iglesias de las comunidades vecinas.
De este modo, existe una articulación del territorio en dos niveles sucesivos que re-
percuten en la concepción de la identidad: por un lado, hacia el interior, las veredas y el
sistema de regadío prehispánico —que luego veremos— favorecen la cohesión de la Sierra
y su constitución como microrregión; por otro, la relación cotidiana con Texcoco propicia
su identificación frente a lo ajeno, la convergencia de las comunidades serranas en un
espacio exterior y su identidad, reflejada por la urbe como en espejo, de región cultural.

FIGURA 2.2
Paisaje de la Sierra en la estación seca

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 67

Perspectiva etnohistórica regional

Poblamiento chichimeca e Imperio texcocano

El Acolhuacan septentrional fue un área secundaria en los periodos Clásico de Teotihua-


can y Tolteca debido a su cultivo de roza y temporal, economía inestable, baja demogra-
fía, ausencia de núcleos urbanos considerables y zonas despobladas o casi despobladas en
los valles serranos (Palerm y Wolf, 1972: 118). Sin embargo en 1244 sobrevino un
cambio de rumbo. Coincidiendo con la caída del Imperio tolteca llegaron al Acolhuacan
grupos chichimecas procedentes del norte. Eran de filiación pame y estaban dirigidos
por Xólotl. Allí hallaron toltecas y convivieron pacíficamente por el reparto geográfico.
Los chichimecas se asentaron en el somontano y la sierra y se dedicaron a la caza —el
Códice Xólotl marca con arcos y flechas los movimientos de estos grupos y su vida
nómada-cazadora—, y los agricultores toltecas ocuparon la llanura y los valles del so-
montano por disposición de los señores chichimecas. Dos formas de vida entraron en
contacto: nómadas y sedentarios, cazadores y agricultores. Después sucedió un periodo
inestable por el intento tolteca de convertir a los chichimecas en agricultores, que se re-
sistieron a la aculturación impuesta, la inmigración de grupos toltecas y la reducción de
su territorio por el aumento de la población agrícola. Era 1318 y en Texcoco, la capital
recién fundada, regía el rey chichimeca Quinatzin Ininatzin (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 60).
A este periodo sucedieron los reinados de Techotlalla e Ixtlilxóchitl. En el del
último ocurrió un hecho decisivo para la constitución de la Sierra de Texcoco: la ciudad
fue atacada por la coalición de enemigos de Azcapotzalco al mando del tepaneca Tezo-
zómoc y la unidad política de la zona se vio sacudida. Nezahualcóyotl, el joven herede-
ro al trono, hijo de Ixtlilxóchitl, huyó al destierro escapando de los ejércitos tepanecas
seguido por los señores aliados de Texcoco hacia Tlaxcala y Huexotzingo. La huida de
Nezahualcóyotl fue una peregrinación casi mítica por varias poblaciones y cerros del
área, donde a menudo se refugió para pernoctar, y coincidió con la erupción del volcán
Popocatépetl.5 Cuando atravesaba la Sierra de Texcoco se detuvo para fundar varias
poblaciones —muchos de los actuales pueblos serranos— donde asentó a sus acompa-
ñantes, grupos procedentes de Tezcutzingo y Oxtotipac que se establecieron en 1418
al pie de la cadena montañosa (Coy, citado en González Rodrigo, 1993: 23). Nezahual-
cóyotl dirigió la ocupación semidispersa del territorio —distinta del trazado reticular
de los pueblos de indios creados posteriormente por los sacerdotes en la Colonia— que
respondió a un factor decisivo: la distribución irregular del área irrigada. Las poblacio-

5
Véase el periplo ilustrado en las planchas vii, viii, ix y x del Códice Xólotl (1980: 89-123).

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68 David Lorente y Fernández

nes respetaron la franja de humedad de los manantiales de San Francisco, cuyo nivel se
sitúa sobre los 2 700 metros (Pérez Lizaur, 1975: 14, 183-187). La Sierra de Texcoco tuvo así
al monarca Nezahualcóyotl y al agua inscritos en sus propios orígenes.
En 1431 Nezahualcóyotl regresó del destierro y, ya en el trono, restableció la unidad
destruida por Tezozómoc tras vencer a la coalición de Azcapotzalco. Entonces el Estado
texcocano se consolidó políticamente y se suprimieron las últimas resistencias a la toltequi-
zación: se obligó a los chichimecas a dedicarse a la agricultura, cambiar de dieta, concentrar-
se en pueblos y casarse con los toltecas de las familias nobles (Palerm y Wolf, 1972: 140). Los
cantos de Nezahualcóyotl reflejan un periodo de armonía y prosperidad general. Su legitimi-
dad como gobernante era total y no procedía sólo de su designación como sucesor al trono o
de sus éxitos militares. Los Anales de Cuauhtitlán (1992: fol. 36; 1945: 40) narran un episodio
que vincula leyenda e historia: cuando de niño Nezahualcóyotl se estaba ahogando en el lago
de Texcoco, los dioses de la lluvia lo rescataron y lo llevaron volando hasta la cima del Monte
Tláloc. Allí lo lavaron con ceniza y agua divina y le anunciaron el éxito en sus empresas futu-
ras, tendría en sus manos la ciudad de Texcoco. Una conexión asociaba autoridad terrenal y
poder divino con el agua y la fertilidad. Nezahualcóyotl era el escogido de los dioses, un ele-
gido al que las divinidades pluviales le conferían la legitimidad. Nuevamente el agua surgía
asociada a la historia del área: rey y gobierno fueron bendecidos por los tlaloque.
Y la importancía del agua aparecería una vez más. En 1454 el Valle de México sufrió
una serie de inundaciones, presiones demográficas y falta de tierras de cultivo que provoca-
ron una hambruna de grandes proporciones. Se crearon regadíos en muchos lugares del
valle de México, y en Texcoco el monarca Nezahualcóyotl dirigió la construcción de un
sistema particular: un complejo de terrazas y canales asociado con manantiales y destinado
a transformar en agricultura intensiva la antigua agricultura extensiva de roza y temporal.
Sus repercusiones fueron extensas. Por un lado, surtía los jardines palaciegos del monarca en
el Cerro Tezcutzingo, un centro ritual consagrado a rendir culto al líquido vital. Por otro,
integraba las comunidades y asimilaba las fronteras del Imperio a los límites del área de
irrigación. Las consecuencias no se hicieron esperar: crecimiento demográfico, especializa-
ción artesanal, comercio y desarrollo urbano (Palerm y Wolf, 1972: 144, 121). Texcoco
derivó de zona marginal en un área clave. A comienzos del siglo xv el Imperio reunía
540 000 habitantes (Pérez Lizaur, 1975: 53) y se convirtió en el segundo más importante
después del de Tenochtitlán. Aliado con éste y Tacuba, formaría la Triple Alianza.
Simultáneamente el Señorío de Coatlinchán, floreciente de 1300 a 1375 y al que estu-
vo subordinado en un principio Texcoco, decayó cuando los tlatelolca conquistaron Chi-
malhuacán-Atenco para entregarlo al dominio tepaneca. Cambiaron las relaciones de poder
y Texcoco se convirtió en el eje con el que Nezahualcóyotl ejerció su influencia en el Acol-
huacan y sirvió a los fines expansionistas de los mexica. Para mejorar el control político
organizó el valle de Teotihuacan en pueblos tributarios —Otumba, Tepeapulco,

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 69

Tlaquilpa, Acolman, Teotihuacan, Tequicistlan y Tepexpan— sometidos a sus dictados


(Gibson, 1967: 22).
Al morir Nezahualcóyotl en 1472 subió al poder su hijo Nezahualpilli y, con la
muerte del último rey de la dinastía chichimeca, surgieron disputas entre sus tres hijos
por la sucesión al trono, que acabarían provocando la decadencia del imperio (Ixtli-
lxóchitl, 1952, II: 240). La caída de Texcoco coincidió con el proceso de conquista de
México.

FIGURA 2.3
Nezahualcóyotl guerrero, según el Códice Ixtlilxóchitl

Fuente: Códice Ixtlilxóchitl (1996: lámina 106r del facsímil).

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70 David Lorente y Fernández

De la Colonia al siglo xix

Al conquistar Texcoco los españoles dominaron poblaciones y señoríos. Sin enbargo,


mantuvieron la estructura política existente y las relaciones entre poblaciones súbdi-
tas como constelación alrededor del sistema de riego. Además conservaron los límites
entre el valle de Teotihuacan y las porciones meridional y septentrional del Acolhua-
can, y dejaron Texcoco como cabecera rodeada por los pueblos sujetos (Gibson,
1967). No obstante, la región sufrió una desarticulación respecto a la sociedad domi-
nante y pasó nuevamente de constituir un área clave a integrar una zona marginal
(Palerm y Wolf, 1972: 148).
Los españoles concentraron las tierras indígenas en grandes extensiones gracias a
las mercedes del Virreinato y así surgieron haciendas pulqueras, agrícolas y ganaderas
que alteraron la producción local. Se introdujeron cereales como el trigo y la cebada,
animales como ovejas, caballos, vacas y cerdos, y prendas de lana de tradición europea,
todos extraños para los nahuas. ¿Supuso esto una transformación radical? En absoluto.
Las plantas locales no desaparecieron pues las nuevas ocuparon otros terrenos (Palerm
Viqueira, 1993: 39-40). Además, las haciendas trigueras aumentaron el cultivo de maíz
para pagar a los peones y, gracias seguramente a la pervivencia del cereal, la cosmovisión
nahua continuó reproduciéndose soterrada en el seno de los trigales. Curiosamente,
en otras regiones de México el maíz fue totalmente marginado en la Colonia (Palerm
Viqueira, 1993: 42). Las haciendas pulqueras y ganaderas surgieron entre los pueblos
de Tepetlaoxtoc, Apipilhuasco y Totolapan, pero se expandieron hasta absorber tierras,
bosques y fuentes de agua pertenecientes a las comunidades, y los nahuas tuvieron que
trabajar en ellas para lograr satisfacer su precaria economía de subsistencia (González
Rodrigo, 1993: 23).
Hasta mediados del siglo xvii las haciendas perjudicaron levemente a los pueblos,
pero luego invadieron la zona. Surgieron tres importantes: Nuestra Señora de la Con-
cepción Chapingo, San Bartolomé del Monte y Tierra Blanca. La primera reunió otras
tantas adquiridas por la Compañía de Jesús en 1699 y fue administrada por los jesui-
tas hasta su expulsión en 1767, cuando pasó a sucesivos particulares hasta que, en
1901, alcanzó una extensión definitiva de 15 378 hectáreas desde la planicie hasta la
Sierra. Esta hacienda ocupó Santa Catarina del Monte (González Rodrigo, 1993: 23-
24). Las haciendas de Tierra Blanca y San Bartolomé absorbieron parte del territorio
de Amanalco y Tecuanulco (Pérez Lizaur, 1975: 54). Todas cultivaban trigo como
cereal principal, cebada, maíz y arvejón, y criaban ovejas para vender la lana. Por pre-
siones españolas los indígenas fueron adoptando las variedades de plantas y animales
que habían sido introducidos en la Nueva España.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 71

En el siglo xviii6 la sierra vivió de la explotación forestal y del cultivo de regadío


como continuación de la época de Nezahualcóyotl. Pero las haciendas trataron de
obtener más manantiales y tierras irrigadas.7 Los “jueces de aguas” actuaban ad hoc
como intercesores en los pleitos locales.
Durante el siglo xix siguieron las mismas actividades económicas: peonaje y agri-
cultura de regadío en pequeñas parcelas de maíz, frijol, haba, arvejón y cebada. En el
Porfiriato los pueblos mantuvieron el acceso al agua pese a las leyes de baldíos y la re-
gulación efectuada por las haciendas (Palerm Viqueira, 1993: 44).
Y el siglo culminó con un aumento demográfico. La sierra se recuperó de las epi-
demias producidas por la conquista en 150 años, de 1750 a 1900. Además, llegaron
pobladores nuevos, los nahuas de la llanura y el somontano carentes de tierras que se
instalaron en la zona (Pérez Lizaur, 1975: 53-54).

El siglo xx: la restitución de tierras

El siglo xx marcó la recuperación del territorio. Con el reparto agrario la sierra pasó de
la concentración y producción en haciendas a las pequeñas parcelas indígenas. El gobier-
no repartió terrenos de temporal (sin riego) y de monte (destinados al cultivo de roza),
lo que produjo numerosos conflictos. En 1960 Santa Catarina reclamó una serie de
tierras absorbidas por la hacienda de Chapingo, cercana a Amanalco y Tecuanulco, que
estas comuniadades pretendían, y pleiteó duramente hasta que el Departamento Agrario
intervino y las tituló a su favor (González Rodrigo, 1993: 29). Fue un caso significativo
pues en toda la sierra la creación de ejidos favoreció el surgimiento de grupos antagónicos
—ejidatarios frente a comuneros—, cuyos continuos reclamos de tierras siguen gene-
rando conflictos actualmente.
Además, parte de la tierra repartida sirvió para acoger a los nahuas que habían
sido peones de hacienda antes de la Revolución y que ahora obtuvieron propiedades
y pudieron establecerse y sembrar.
Después, hacia mediados de siglo, tuvo lugar un traslado de los cultivos: los des-
tinados al consumo —maíz, arvejón, habas— se llevaron a las parcelas de temporal,
y en las de regadío se sembraron plantas más intensivas como flores ornamentales
6
Santa Catarina albergaba 540 habitantes (González Rodrigo, 1993: 25) y Amanalco cerca de 324
(Pérez Lizaur, 1975: 54).
7
En el caso de Santa Catarina, “durante el tiempo que transcurrió desde la expulsión de los jesuitas
hasta 1884, la comunidad tuvo en posesión el agua de los manantiales ‘Texapo’, ‘Tlalicocomane’,
‘Atexca’ y ‘Tlatecilla’” (González Rodrigo, 1993: 25-26, 28).

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destinadas al comercio (Palerm Viqueira, 1993: 44). La creación de carreteras permi-


tió vender los productos y facilitó el trabajo de los serranos en las urbes de México y
Texcoco. El incremento de la escolaridad, la instalación del tendido eléctrico, el agua
corriente, los centros de salud y el drenaje, junto a la disminución de los aspectos de
la identidad indígena más visibles —el uso del idioma náhuatl y la vestimenta tradi-
cional, entre otros— tuvieron lugar también durante esta época (1960-1970).

a confi uración cultural actual

Los nahuas y la identidad étnica serrana

Hoy la identidad étnica del área plantea desafíos a las categorías convencionales. En 1980
Lastra de Suárez clasificó lingüísticamente a la sierra en la subárea dialectal nuclear del
náhuatl moderno perteneciente al náhuatl central que se habla en el Distrito Federal,
Estado de México, Tlaxcala, Morelos, Guerrero y parte de Puebla (1980: 5; 1986: 213).
Halló “hablantes jóvenes y hasta niños” y notó que la fonología y morfología no habían
cambiado mucho desde el siglo xvi. Desaparecieron la voz pasiva y ciertos sufijos deri-
vativos, y la composición se empobreció. La sintaxis calcó construcciones y tomó prepo-
siciones, conjunciones y adverbios españoles, así como términos para acciones y objetos
nuevos de la vida diaria. Pero al valorar los aspectos estructurales y relegar la influencia
del español, concluyó: “lo que queda es un lenguaje que se emplea en la vida familiar que
no debe distar mucho del que hablaban los súbditos de Nezahualcóyotl. Difiere, sí, del
lenguaje de los sacerdotes y de los señores que equivaldría al náhuatl clásico, pero no
debe de diferir tanto de la lengua de la gente común” (Lastra de Suárez, 1980: 6).8
Según el inegi, hoy sólo hablan náhuatl 1 905 de los 15 976 pobladores serranos
(2000b). Pero la cifra debe tomarse con cuidado. En trabajo de campo observé que el
náhuatl se restringe a los ámbitos estrictamente privados y domésticos, por lo que re-
sulta difícil evaluar su empleo; nunca lo escuché en la vida colectiva comunitaria. Al-
gunos vecinos me dijeron que no sabían hablarlo pero que lo entendían, y ciertos
adolescentes y adultos lo habían aprendido tardíamente, siendo monolingües de cas-
tellano en su infancia. El panorama revela múltiples y sutiles diferencias entre com-
prensión, práctica y aprendizaje; además las escuelas bilingües no parecen tener

8
Hacia 1960 la población de Amanalco y Tecuanulco era bilingüe (Pérez Lizaur, 1975: 34; Palerm
Viqueira, 1993: 80); en Santa Catarina vivían ancianas monolingües de náhuatl (González Rodrigo,
1993: 47).

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demasiada incidencia, los niños allí se intimidan y la adquisición del náhuatl ocurre
en el seno de los grupos domésticos.9
Y el panorama se complica aún más porque los serranos que hablan náhuatl niegan
hacerlo y no lo esgrimen públicamente como una seña de identidad. El vínculo coti-
diano con Texcoco les ha enseñado que el náhuatl puede estigmatizarlos como “gente
de la Sierra”, “montañeses”, “pies rajados”, términos peyorativos para designar al “indio”,
y oponerlos a otros pueblos vecinos tenidos por “más civilizados”. En esta percepción
debió influir también la campaña de escolarización iniciada por el Estado en 1930 que
vio al náhuatl como un “atraso” y un “freno” al proyecto de nación dirigido a convertir
México en un país “moderno” (véase Robichaux, 2005b).
Pero es posible ofrecer una estimación general. Según mis observaciones, el náhuatl
es hablado hoy por al menos dos tercios de los vecinos mayores de 40 años de Amanalco,
Tecuanulco y Santa Catarina. Descubrí jóvenes que lo estaban aprendiendo y escuché
que se consideraba a la colonia Guadalupe Amanalco, donde todos los habitantes —283
según el inegi (2000b)—son bilingües, como un lugar donde se habla “un buen ná-
huatl”. Por su parte, los pueblos de San Pablo Ixayoc y Totolapan han perdido la lengua.
Otro rasgo identitario importante es el atuendo tradicional que se usó hasta 1950-
60 y que incluía camisa de algodón, calzón de manta y huaraches para los hombres, y
blusa bordada, falda de lana y faja para las mujeres, que iban descalzas y llevaban el
pelo recogido en dos gruesas trenzas, además de lucir aretes y collares (Pérez Lizaur,
1975: 16; Palerm y Wolf, 1972: 145). Curiosamente, hasta 1980 los ancianos de Santa
Catarina llevaban oculto su atuendo tradicional bajo otro similar al urbano, y las ancia-
nas usaban su blusa bordada, algunas aún las guardan en sus roperos. Hoy el atuendo
es similar al de los habitantes de Texcoco o de la ciudad de México, con la salvedad de
que los hombres usan sombrero tejano y camisa con motivos charros. Este estilo se ha
convertido en un marcador externo y en ocasiones se instrumentaliza como un signo
de adscripción serrana. Por ejemplo, en 2004 los vecinos de Amanalco bajaron a Tex-
coco a protestar por el aumento del precio del transporte público armados con palos y
“sombrerudos”. Asumiendo estratégicamente el estereotipo que tenían de ellos, hicieron
presión ostentando su carácter “serrano y violento”. Se autorrepresentaron como “in-
dios” deliberadamente para lograr sus fines.

9
Al exponer a una informante las causas a las que yo atribuía el hecho —que tenían que ver con el
ámbito doméstico de la casa y la intensidad de la interacción, vinculada además con el afecto—, ella
argumentó que en realidad en la escuela se aprendía menos porque a la gente le daba “pena” (vergüenza)
hablarlo en público frente a otros niños que se reían de la pronunciación, y que en casa esto no sucedía.
El argumento parece remitir a estímulos y censuras típicas de “la pedagogía indígena nahua”
(Chamoux, 1992) y abre sugerentes vetas de análisis al respecto.

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Y este carácter lábil de la identidad se amplía al notar la taxonomía local que los serra-
nos manejan para clasificar los diferentes grados de indianidad de los pueblos vecinos
y de sí mismos. De “más indio” a “menos indio” figuran: el uso de la lengua náhuatl y
el peinado femenino en trenzas, las viviendas de adobe, los modales demasiado respe-
tuosos y el uso de la comida en las fiestas —si es abundante y preparada para llevar en
itacate se considera más “tradicional”—. La colonia Guadalupe se tiene por la pobla-
ción “más india”, después le siguen Amanalco y Santa Catarina, luego Santa María y
finalmente Totolapan e Ixayoc. Una mujer de Santa María dijo al respecto: “aquí está
un poco más civilizado el pueblo, allá [en Amanalco] se ven las mujeres con sus tren-
zas... son más como indígenas”.10 En este sentido el motivo de que la cosmología refe-
rida a los manantiales se mantenga en secreto es precisamente su inmenso poder como
adscriptor étnico e identitario: los ahuaques y el tesiftero son figuras nativas clave, y las
creencias y ritos que los circundan expresan “lo nahua” por excelencia. La autopercep-
ción de la cosmovisión a través de criterios externos conduce a la ocultación y al silen-
cio.
Asociado con estas categorías, pero en positivo, debe considerarse un núcleo de
rasgos culturales que los serranos conciben como comunes y definitorios de su perte-
nencia a una región cultural. Son conscientes de la especificidad de sus pueblos y de sus
semejanzas internas. Aunque lógicamente no lo explican con tal abstracción, lo expre-
san citando las actividades económicas compartidas —la venta de flores y la música
profesional—, el uso de la lengua náhuatl, la circulación de mujeres entre pueblos por
los matrimonios mixtos —la endogamia regional— y la interrelación religiosa en las
fiestas patronales, cuando las comunidades vecinas acuden al pueblo en cuestión y
comparten colectivamente el banquete en honor del santo patrono.
Pero el criterio por excelencia para considerar a la zona como región es sin duda
el sistema prehispánico de regadío que envuelve como una red a la Sierra.

Todos estos pueblos —me explicaron— son igual, son lo mismo: los matrimonios y
bodas, los compadrazgos, las fiestas y las autoridades tradicionales; además, compar-
timos el agua de riego y contamos con una única junta comunitaria para el control
colectivo.

Así, el regadío sirve para definir a los nahuas como serranos; quizá sea el único
criterio estable, innegociable y duradero que ellos mismos han asumido a lo largo de
la historia. Además es un criterio sumamente importante pues manifiesta la noción y
percepción internas de una continuidad geográfica y cultural respecto al pasado, así como

10
Véase un desarrollo sobre diferentes sistemas locales de clasificación étnica en Robichaux (2005b: 72).

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 75

una acusada conciencia de historicidad (Good, 2004a; 2005b). El regadío define el


sentido de pertenencia a una región compartida y brinda la capacidad de reproducción
a la cultura serrana. La figura del monarca Nezahualcóyotl, sobre la que volveremos
después extensamente, es uno de los ejes de este horizonte referencial que sitúa a los
nahuas en el tiempo y en el espacio y les permite orientarse en el devenir de los cam-
bios. Su memoria colectiva retiene una imagen muy precisa: los manantiales y canales
con los que mantuvieron en la época prehispánica, y hoy siguen manteniendo, rela-
ciones productivas y simbólicas.
En suma, todo lo expuesto obliga a concluir que los serranos no encajan bien en
una serie de categorías teóricas elaboradas por la etnología mesoamericanista para
afrontar los retos planteados por las complejidades de la etnicidad. Nos estamos refi-
riendo, por ejemplo, al continuo indio-mestizo con el que Nutini e Isaac describen en
el medio poblano-tlaxcalteca el paso de las comunidades desde un “polo indio” a otro
“mestizo” mediante procesos de modernización-secularización (1974: 432-444); a la
noción de postnahua acuñada por Mulhare para estudiar zonas de Puebla con “pobla-
ción indígena que, hasta principios del siglo xx, hablaba náhuatl, usaba un vestuario
distintivo y se ganaba la vida trabajando en las milpas” (2003: 268), o a la de “sedi-
mento” empleada por Morayta y otros autores para esclarecer la identidad de los ac-
tuales pobladores de Morelos, que no son susceptibles de clasificarse ni como nahuas
ni como mestizos pues perdieron la lengua pero mantienen importantes elementos de
su cultura (Morayta et al., 2003).
En el caso de la Sierra de Texcoco considero, en suma, que la población puede ser
denominada abiertamente nahua siempre que se conciba este término como dinámi-
co y sensible a los procesos de cambio integrados y reelaborados continuamente a
partir de una tradición histórica previa.

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FIGURA 2.4
Mujeres hablantes de náhuatl, Santa Catarina del Monte

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El parentesco

El parentesco serrano se expresa en los grupos domésticos cuya composición depende


de la fase de su ciclo de desarrollo: pueden ser familias extensas si los padres viven con
sus hijos y los hijos de éstos, o nucleares si los hijos acaban de casarse y formar su hogar.
Tras la boda el hombre lleva a la mujer a vivir a casa de sus padres y luego construye
una vivienda independiente en un terreno heredado del padre y situado en su “rumbo”,
a donde ambos se mudan.11 La excepción es el ultimogénito varón o xocoyote que
permanece en la vivienda paterna, cuida a los padres en su vejez y a cambio hereda la
casa (Robichaux, 2002: 308-309).
La tendencia patrilineal liga a los grupos domésticos con el territorio. Con el
tiempo y las bodas el rumbo paterno va llenándose de casas primero de hijos y luego
de nietos formando una “patrilínea limitada localizada”, es decir, un conjunto de
grupos domésticos ligados territorialmente por vínculos agnaticios (Robichaux,
2005a). El nombre en náhuatl de la casa paterna se transfiere a las otras y designa a
toda la patrilínea —familia Durán-casa Teopanixpa—, y gracias a él los vecinos pueden
determinar la pertenencia de un individuo a un grupo de parentesco.
La cercanía de la patrilínea permite que las familias se ayuden o trabajen juntas
cotidianamente —al sembrar o recoger la cosecha, por ejemplo, o al construir vivien-
das— formando un grupo doméstico unificado como unidad productiva (Taggart,
1975: 78-79; Good, 2005a: 277). Pero ciertos rituales anuales importantes reúnen a
toda la patrilínea: en la celebración del Día de Muertos las familias acuden a casa del
abuelo para elaborar colectivamente el pan destinado a los difuntos; así celebran sus
lazos y se consolidan.
Naturalmente, según esta lógica la herencia de los terrenos es masculina. Las
mujeres pueden recibir propiedades si carecen de hermanos, pero el ideal es que la
tierra permanezca atesorada por la patrilínea (Robichaux, 2003). Dijo un serrano:
“darle tierras a la mujer es como regalárselas al marido”.
La residencia virilocal persigue que la tierra no se fraccione. El hombre permane-
ce con su familia y la mujer se desplaza. O cambia de casa o cambia de pueblo. La
endogamia local se completa con la endogamia regional: la Sierra forma un continuum
por el que las mujeres transitan al casarse para ir a vivir con el marido —si el hombre
reside con sus suegros es censurado y recibe el nombre de “nuero”; no obstante, puede
ocurrir si la mujer es xocoyota—.12
11
El término “rumbo” hace referencia a los terrenos que circundan la casa paterna.
12
Las mujeres xocoyotas u herederas permanecen en su casa y, lógicamente, el marido debe trasladarse a
vivir allí. El término “nuero”, en náhuatl soamontli (el mismo que para nuera), indica la transgresión
cultural de la norma estipulada de la residencia postmarital virilocal.

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78 David Lorente y Fernández

El matrimonio es un rito de paso femenino: la mujer deja a su familia para inte-


grarse en el grupo y en el pueblo del esposo. En Amanalco el grupo de la novia lo llama
mona:miquita, “encontrar a un hombre”, y el del novio mosowa:wtia, “incorporarse
una mujer” (Peralta, 1994). La ceremonia ilustra el tránsito: tres fiestas sucesivas en las
casas del padrino, los padres de la novia y los del novio marcan el paso de la mujer
desde su casa a la del marido donde es recibida, sahumada con copal ante al altar do-
méstico e incorporada al hogar.

FIGURA 2.5
Boda en Santa María Tecuanulco

También se produce en ocasiones el “robo de la novia”. Entonces el hombre lleva


a la mujer a vivir a su casa sin “pedírsela” a sus suegros. Pero a la larga el resultado es
equivalente. La familia del novio envía a la de la mujer una cesta con pan, plátanos,
naranjas, un cirio y una botella de vino (“el contento”) para indicar que está instalada
“con bien”. La canasta es idéntica a la del pedimento matrimonial. Esto revela que la
unión, más que por la boda, se legitima por la cohabitación, por la residencia virilocal
de la mujer y por su inserción en la patrilínea. El traslado es un hecho público y la
pareja queda reconocida.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 79

La unión inaugura una serie de lazos sociales sumamente importantes para la


pareja. Primero crea un compadrazgo entre las familias del padrino, los padres de la
novia y los del novio formando un agregado social mayor. Pero después, al ir naciendo
los hijos, la pareja ampliará sus relaciones comunitarias ad infinitum mediante com-
padrazgos sucesivos. El padrino de boda será el padrino de bautizo de los niños y
mediará en los conflictos que puedan surgir entre ellos; luego vendrán los compadres
de confirmación, primera comunión y matrimonio para los hijos, todos “de primer
grado”. Los de “segundo grado” incluirán las bendiciones de la casa, coche e imágenes
religiosas, los de 15 años y los de graduación para hijas e hijos.
La lógica del compadrazgo se basa en los principios de “respeto” (icatlasotla) y “agra-
decimiento” (tlasocamachiliztli). Los compadres establecen vínculos susceptibles de ser
retribuidos. Dicho sucintamente, icatlasotla implica dar, entregar, donar, que lleva consi-
go la acción de devolver, denominada tlasocamachiliztli o “agradecimiento”.13 Muchos
recursos sirven de sustancia a esta relación: puede ser comida, ayuda, trabajo, servicios e
incluso las palabras en un saludo. El compadrazgo persigue articular personas y formar
entidades que cooperen en todos los ámbitos, sintiéndose unidas y protegidas por los lazos
comunes. Los compadres se saludan con términos parentales (“usted”, “hermano”,
“compadrito”)14 y se besan la mano alternativamente para expresar “respeto”. Tenerlos es
fundamental para convertirse en un buen vecino, para participar en las fiestas, contar con
apoyos y, en definitiva, para ser una auténtica persona nahua: sólo un individuo relacio-
nista es detentador de conductas morales apropiadas (Good, 2005b; Taggart, 2003).
Todas las relaciones de parentesco comunitario, ritual o convencional, se renuevan
el Día de Muertos, cuando al culto familiar a los antepasados se le aúna la reunión de
la patrilínea en casa del abuelo paterno, y los vecinos que fueron pedidos como padri-
nos visitan a sus compadres para entregarles un canasto con fruta, pan, velas y una
botella de vino15 idéntico al que recibieron el día del pedimento. En la festividad se

13
También en la vecina Tlaxcala rural Nutini y Bell reconocen la cooperación, el respeto y la confianza
como principios centrales del compadrazgo (Nutini y Bell, 1989: 211). Sobre la institución del
compadrazgo y su relación con el “respeto” en otras regiones nahuas, pueden consultarse, entre otros, los
análisis de Chamoux (1987: 123-143) sobre Huauchinango, en Puebla, y de Montoya Briones (1964:
97-100) sobre Atla, otra comunidad de Puebla.
14
En Amanalco, los compadres se saludan con tres sufijos honoríficos nahuas: -ton, -kon, -tzin, cuando
se trata de compadrazgos de “primer grado”. El habla de compadrazgos de “segundo grado” incorpora
el exhortativo -ma, junto con las marcas honoríficas: -lo y -owa (Peralta, 1998: 387-389). El lenguaje
ritual o religioso del compadrazgo está, pues, muy desarrollado en esta comunidad.
15
La ceremonia tiene lugar el día 2 de noviembre a partir de las 12 de la tarde, cuando los difuntos
abandonan los pueblos y la comida ofrecida en los altares puede ser entregada a los compadres. En
Tecuanulco es denominada “las saludadas”.

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celebra a los difuntos, se refuerza el vínculo patrilineal y se recrea la institución del com-
padrazgo en un momento privilegiado de reproducción social. Los vivos y los muertos
conviven en una fiesta colectiva.
Y esta producción de relaciones encuentra su bien más preciado en los niños, que
las familias conciben como la realización vital más acabada. Al nacer, la partera les entre-
ga a los padres el ombligo y la placenta. Entonces los padres entierran la placenta en el
patio de la casa y, si el niño es varón, llevan el ombligo al monte y lo entierran con el fin
de que “salga muy bueno para cuidar borregos, sembrar y recoger leña”; si es mujer, lo
ocultan debajo del fogón o del metate para que sea un ama de casa entregada a sus hijos
y buena cocinera, en suma, una mujer hogareña. Desde la perspectiva de los nahuas, si
el entierro ritual de la placenta inscribe al niño en el grupo doméstico, la manipulación
simbólica del ombligo persigue convertirlo en “persona”.16 La vida del niño transcurrirá
así ligada a su familia y desempeñando en compañía de otros las tareas propias de su sexo.
La vida de los niños está marcada por las “ayudas”. En el tiempo extraescolar, y según
su edad, los varones sacan a pastar el ganado y acompañan al padre en las labores agríco-
las y la explotación forestal. Las niñas ayudan en las tareas de cocina, limpieza y crianza
de sus hermanos menores, y recogen agua o lavan la ropa en los arroyos. “Ayudar” y
“trabajar” constituyen el núcleo central del concepto de infancia. La categoría de niño es
un hecho social y no un vínculo consanguíneo asumido a priori. Un niño adoptado es
hijo legítimo de los padres a quienes brinda su trabajo. Los padres entregan a cambio
alimento, dinero, ropa, material escolar, cuidados, atenciones, y el niño se siente

16
En Cuetzalan, el cordón umbilical del varón se cuelga de las ramas de un árbol, que a partir de entonces
se convierte en su protector; el de una niña se coloca bajo el metate para que de adulta sea fértil y
alimente bien a su familia (Aramoni Burguete, 1990: 196-197). Escribe Olavarrieta sobre los Tuxtlas:
“El ombligo del recién nacido se cauteriza con un calvo caliente, y junto con la placenta, debe
enterrarse en una de las esquinas de la casa, donde persona alguna pise sobre ellos. Otros informantes
piensan que el patio de la casa es el lugar donde debe llevarse a cabo el enterramiento. Este tratamiento
especial para cordón umbilical y placenta tiene consecuencias importantes para la futura salud del
recién nacido. Una vieja partera empírica, muy conocida en San Andrés Tuxtla, opinaba que la gente
se debilitaría cada vez más, dado que en los hospitales arrojan a la basura los elementos citados. Los
niños, entonces, resultan de ‘espíritu débil’, muy dados a enfermar. Otra informante manifestó que
era indebido que en los hospitales ‘tiren todo eso; porque es parte de uno, como el niño’ (1977: 107,
énfasis añadido). Según Montoya Briones, “El cordón umbilical y la placenta —itehuícal— se
entierran en el solar […]; el hoyo lo practica el padre del niño y la partera se encarga de enterrar el
itehuícal; encima se pone un poco de cal dibujando una cruz, lo que permitirá localizar el lugar sin
dificultad el día del pakilistli, cuando los padrinos [de bautizo] del niño bailen con él a su alrededor.”
Los padrinos bailan “cargándolo, a fin de que ‘crezca fuerte y sano’” (1964: 102, 99). Todos estos
ejemplos muestran la importancia de la manipulación ritual del ombligo y la placenta en la
construcción social del niño como “persona”.

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reconocido y querido por ellos. El nexo paterno-filial se construye a través de inter-


cambios recíprocos y se basa en una relación de interdependencia: el niño es “hijo” si
ayuda a unos “padres” que se convierten en tales por recibir su trabajo y dotarlo de
bienes (Magazine y Ramírez, 2007; Taggart, 2003; Good, 2005a: 288-289).
La clasificación del ciclo de edad no escapa a esta lógica y, según las ayudas que
realiza, se designa al niño pilziquitl (un recién nacido menor de ocho días sin bautizar),
conetl (infante de ocho días), piltonconetl (el niño entre 5 y 8-10 años) y telpocatl o
ixpocatl (el o la joven de más de 10 años). A partir de ahí el muchacho es tlacamelahuac
(“ya no es niño, es casado”). En efecto, el matrimonio marcará definitivamente su
paso al estatus de adulto: tlacatl y sohuatl, hombre y mujer.17

La economía

Hasta 1960 la agricultura fue la ocupación principal y hoy complementa la economía


familiar. En las milpas de temporal y de riego se cultiva maíz (Zea mays),18 haba (Vicia
faba), frijol (Phaseolus vulgaris) y arvejón (Pisum sativum var. arvense), base de la dieta;
flores de agarrando (Agapanthus africanus Hoffmans) y cempasúchil (Tagetes erecta)
para vender en los pueblos cercanos; árboles frutales —manzano (Pyrus malus), peral
(Pyrus communis) y durazno (Prunus persica Sieb. y Zucc.)— destinados al consumo
o la venta y algunos magueyes (Agave atrovirens Karw.) para obtener aguamiel y pulque
y cocer bajo tierra en sus hojas el guiso de cordero denominado barbacoa.
Las milpas de riego permiten afrontar las lluvias tardías o las heladas tempranas. En
febrero se riegan, después se barbechan con arado de yunta o tractor, se trazan surcos a
45 cm y se vuelven a regar. Las semillas se remojan antes en agua con cal y se depositan
tres o cuatro en agujeros practicados con una pala. “Yo mismo la selecciono, la desgrano
y guardo de la cosecha anterior para mi semilla”, dijo un campesino. Quince días después
se rompen los surcos y se cubre la planta con más tierra, y a los quince días se deshierba
y se forman montículos bajo las matas para fortalecer su crecimiento. Hasta la cosecha,
recogida en octubre, no se precisa otro trabajo. Sólo se riega al principio, y cuando llegan

17
Montoya Briones documenta en Atla seis grupos de edad bien definidos: el cúnetl (desde el nacimiento
a los 2 ó 3 años); el piltontli o telpócatl, y la piltontli o ichpócatl (de los 4-5 a los 12 ó 13 años), el
telpochtontli y la ichpochtoltli (de los 13-14 a los 16-17 años), el telpochtli y la ichpochtli (de los 17-18 a
los 22-23 años), el tlácatl y la sóatl (de los 24-25 a los 50-60), y el tectli y la tosi’tzi (de los 60 años en
adelante) (Montoya Briones, 1964: 103-104).
18
Principalmente dos variedades: el istac o blanco grande y el tlahualconetl o blanco chico, y
esporádicamente el hiauitl o azul y el pinto (González Rodrigo, 1993: 64). Para una clasificación
botánica de las plantas serranas, véase González Rodrigo (1993: 63-72, 93-109).

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82 David Lorente y Fernández

las lluvias se cierran los canales pues se considera que “el buen maíz es el que nace y
crece gracias al ‘agua del cielo’ ”.19 Así los cultivos de regadío se vuelven de temporal
y serán las lluvias las que verdaderamente logren y hagan granar la cosecha.
En las tierras de monte y de temporal, más expuestas a riesgos, se cultiva haba,
frijol y arvejón, que se siembran en abril-mayo y se recogen en octubre-noviembre;
cebada (Hordeum vulgare), con siembra en junio-julio y cosecha en octubre-noviem-
bre, y trigo (Triticum aestivum), de abril-mayo a octubre-noviembre. Pero el cultivo
que ocupa la mayoría de los terrenos y posee un acusado simbolismo en la vida ritual
es el maíz: en febrero-marzo se barbecha la tierra y en abril se esperan las primeras
lluvias para empezar a sembrar. Hacia finales de junio la mata empieza a “jilotear”, en
agosto aparecen los primeros elotes —“tiernitos, como de leche”— y en octubre se
recogen las mazorcas.
La explotación forestal incluía en el pasado la elaboración de carbón y hoy abarca
la extracción de madera con motosierras —causa de deforestación—, tierra, arbustos
de “perlilla” para confeccionar artesanías que se venden en la ciudad de México o Tex-
coco y leña para el consumo local. Esta situación se remonta a mediados del siglo xviii.20
La ganadería es de tipo menor e incluye ovejas y borregos para elaborar barbacoa
y vender en la zona; animales de tiro y de carga —mulas, burros, caballos—, muy
apreciados y objeto de un intenso comercio interno, utilizados en el trabajo agrícola y
la explotación forestal; cerdos que se consumen con deleite en las celebraciones ritua-
les —bodas, 15 años— y se crían y venden en el área, y exiguos rebaños de cabras
para el consumo. Las ovejas las pastorean los niños y el resto del ganado se nutre de
forraje y cultivos domésticos (cebada). Muchas familias cuentan con gallinas y pavos.
A menudo los animales sirven como un capital que puede ser vendido, intercambiado
o devuelto para saldar una deuda, y su estiércol se usa como abono natural.
Dos actividades surgidas hacia 1940 —la venta de flores y la música profesional—
son hoy la actividad principal. La venta de flores nació con la apertura de la carretera
a Texcoco, que permitió adquirir nuevas semillas e ir luego a los mercados urbanos a
vender las flores.21 Actualmente su cultivo se ha reducido a milpas dispersas y los na-
huas se limitan a comprar las flores en los mercados de México —La Merced, Jamaica,
Central de Abastos de Iztapalapa— y a revenderlas como ambulantes en Texcoco y los
19
Esta cita, tomada de Pérez Lizaur (1975: 41) y escuchada por mí a menudo, resulta sumamente
significativa en términos simbólicos, pues refiere indirectamente la primacía mítica de la lluvia sobre
el regadío.
20
La mayoría de los habitantes describen a sus antepasados como carboneros o leñeros, dedicados
principalmente a la explotación del bosque.
21
Así ocurrió en Tecuanulco (Palerm Viqueira, 1993: 127) y en Santa Catarina (González Rodrigo,
1993: 67-68).

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 83

pueblos del llano. Compran a 15-20 pesos las docenas de rosas, claveles, helionoras,
gladiolos, astromelias y nubes, y las revenden a 30-40 pesos. Las flores se buscan con-
tinuamente con fines rituales —bautizos, bodas, 15 años—. Ciertas familias se han
especializado en arreglos florales y “portadas” para el adorno de las iglesias de la región.
La música profesional surgió hacia 1940 en Tecuanulco con orquestas de viento
—oboe, flauta, corno inglés, clarinete— pero la habían precedido las bandas aztecas
de chirimía, tarola y teponaztle, más tradicionales. Las orquestas tocan en los pueblos
y algunos músicos trabajan en las bandas oficiales del ejército, la policía, la marina y
las delegaciones del Distrito Federal (Palerm Viqueira, 1993: 118-121). Otros acceden
al conservatorio de la capital tras haber concluido su formación en el pueblo y se con-
sagran como músicos profesionales. Recientemente han surgido grupos de música
ranchera o bandas sinaloenses con trombones, tubas, saxofones y baterías, que son
popularmente aclamadas y solicitadas en otros estados —Tlaxcala, Puebla, Hidalgo,
Morelos, Veracruz—, cuyos autobuses colorean las calles de los pueblos en los breves
periodos de descanso que interrumpen las giras; sus integrantes regresan después con
cuantiosos ingresos. El envidiable sueldo de los músicos y el hecho de que el oficio se
transmita de padres a hijos explican la proliferación de bandas y orquestas en toda la
Sierra. El 22 de noviembre los pueblos celebran por todo lo alto la fiesta patronal
de Santa Cecilia, y la imagen de la santa preside los altares de las casas entre ramos de
flores blancas cultivadas por los serranos. Venta de flores y música están presentes y
articuladas en numerosos grupos domésticos del área.
Ambas actividades implican conexiones con el exterior, y un contacto continuado
y una vinculación activa con la sociedad dominante. A ellas se le suman el trabajo
asalariado de albañiles, policías y comerciantes así como sirvientas domésticas en una
migración itinerante a las urbes de México y Texcoco; la manufactura de ropa en ta-
lleres domésticos con máquinas de coser que se vende a Chiconcoac y una migración
minoritaria a Estados Unidos por parte de algunos pobladores del área. Hay que
añadir finalmente que las distintas actividades se imbrican en el seno de los grupos
domésticos de manera complementaria —autoconsumo e ingresos— según la diversa
especialización de sus miembros y de la estación, determinada por el ciclo festivo.

El sistema hidráulico texcocano: el agua en el paisaje

Hasta aquí hemos abundado en la descripción del contexto histórico y social de la


Sierra, pero hemos dejado de lado el análisis de su complejo sistema de regadío. Es
preciso examinarlo ahora en detalle para completar el panorama. Vimos ya que el apo-
geo del Imperio texcocano se debió a un triple proceso de aculturación chichimeca,

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84 David Lorente y Fernández

integración política y obras hidráulicas (Palerm y Wolf, 1972: 122) que pervivieron
tras la Conquista y actualmente constituyen un aspecto central de la delimitación
geográfica regional de la Sierra.
Comenzaron el año 1 Conejo (1454) como revela el Códice en Cruz mostrando
la construcción del Tezcutzingo y un niño desnudo vomitando un líquido, símbolo
de la sequía y la hambruna que sufría el Valle de México (Palerm y Wolf, 1972: 140).
Nezahualcóyotl creó un sistema de regadío con canales y acueductos22 que además de
afrontar las calamidades reforzó la centralización política del área integrando a las
comunidades en una estructura de “constelación”. Según Palerm y Wolf, esta “conste-
lación” se distinguía del “regadío local” pues los pueblos no tenían acceso directo al
agua y dependían de una institución central para su distribución reglamentaria (1972:
143-144). La constelación de Texcoco fue de las mayores de México y reunía dos di-
mensiones. La primera era de carácter ritual o ceremonial y remitía al culto al agua y
a la celebración de la fertilidad vegetal —en las albercas, fuentes y jardines que ador-
naban el Cerro Tezcutzingo— y la segunda era de orden material e incluía el sistema
de irrigación formado por tres ramales y destinado a la producción de alimentos.
Ambas formaban las dos caras de una misma moneda. Para mostrar la importancia del
agua en la geografía, las páginas que siguen presentarán las dos dimensiones del siste-
ma siguiendo este orden.

FIGURA 2.6
Cerro del Tezcutzingo

22
La construcción del sistema se prolongó durante el reinado de su heredero, Nezahualpilli.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 85

El complejo del Cerro Tezcutzingo

La construcción del sistema fue coetánea a la del complejo del Cerro Tezcutzingo, una
elevación cónica de 300 metros que fue perfilada y urbanizada para albergar la resi-
dencia y el lugar de recreo del monarca Nezahualcóyotl. Multitud de palacios y jardi-
nes surgían entre acequias, estanques y fuentes con surtidores borbollantes tallados en
la roca viva. Nos dice Ixtlilxóchitl:

De los jardines, el más ameno y de curiosidades fue el bosque de Tetzcotzinco, porque


además de la cerca tan grande que tenía para subir a la cumbre de él y andarlo todo,
tenía sus gradas, parte de ellas hechas de argamasa, parte labrada en la misma peña; y
el agua que se traía para las fuentes, pilas, baños y caños que se repartían para el riego
de las flores y arboledas de este bosque, para poderla traer desde su nacimiento, fué
menester hacer fuertes y altísimas murallas de argamasa desde unas sierras á otras, de
increíble grandeza, sobre la cual hizo una tarjea hasta venir á dar en lo más alto del
bosque. (1952, II: 210)

Para facilitar que el agua fluyera desde los manantiales de la Sierra de Tláloc se
aplanaron montes, se rellenaron valles y se erigieron dos acueductos: uno al norte de
Ixayoc que surcaba las crestas de los cerros hasta el Tezcutzingo y otro que discurría
desde el cerro de Metecatl (Chavero, 1902: 619; Palerm y Wolf, 1972: 137).23 De ellos
partía una serie de canales internos tapizados de obsidiana fina y brazaletes de jade y
de oro24 que distribuían el agua en diversas áreas:

A las espaldas de la cumbre de él [Tezcutzingo], en el primer estanque, estaba una


peña […] y de allí se repartía esta agua en dos partes, que la una iba cercando y ro-
deando el bosque por la parte del Norte, y la otra por la del Sur […] Un poquito más
abajo estaban tres albercas de agua, y en la del medio estaban en sus bordos tres ranas
esculpidas y labradas en la misma peña […] y por un lado otra alberca […] y por el
lado izquierdo que caía hacia la parte del Sur estaba otra alberca […] y de esta alberca
salía un caño de agua que saltando sobre de unas peñas salpicaba el agua, que iba a
caer en un jardín de todas flores olorosas de tierra caliente, que parecía que llovía con
la precipitación y golpe que daba el agua sobre la peña. Tras de este jardín se seguían
los baños hechos y labrados de peña viva […] luego […] estaban el alcazar y palacios
que el rey tenía en el bosque […] plantados de diversidad de árboles y flores odorífe-
ras; y en ellos diversidad de aves. (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 210-212)

23
Puede verse este punto más detalladamente en los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y Barlow, 1946).
24
“in quetzalitztli, in chalchiuhmaquiztli” en los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y Barlow, 1946: 114).

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86 David Lorente y Fernández

FIGURA 2.7
El Baño de la Reina

Pero ¿qué representaba exactamente el jardín? Diversos autores han ofrecido res-
puestas interesantes. Podía ser “un paisaje ritual tallado en la roca” similar a los de otros
lugares de la Cuenca de México que integraban edificaciones y relieves labrados en
piedra viva con jardines de plantas exóticas; éstos solían contener modelos en miniatu-
ra tallados en roca (“maquetas”) que representaban cerritos terraceados con pocitas en
su cima en las que el agua vertida escurría simulando la caída de lluvia o aguas de irri-
gación fluyendo por canales (Broda y Robles, 2004: 277; Broda, 1997b: 10). Curiosa-
mente una de estas maquetas con terrazas y escaleras diminutas fue hallada en las
inmediaciones del Tezcutzingo (Cook de Leonhard, 1955). En consonancia con ello,
el cerro era seguramente un espacio ritual tornado en “microcosmos artificial” o “siste-
ma hidráulico en miniatura” que reproducía “los flujos, las caídas y las lluvias de ma-
nera ingeniosa” (Pasztory, 1983; Espinosa, 1996: 378-380). Servían al culto los caños
y surtidores, pues “parecía que llovía con la precipitación y golpe que daba el agua sobre
la peña”, y las tres ranas esculpidas que cuidaban las albercas. El conjunto simbolizaba
la turbulencia de los arroyos y la caída de las tormentas de forma integrada: el poder
vivificante del agua en su movimiento y diversidad. Además los jardines adyacentes
estaban estrechamente relacionados con las divinidades acuáticas e incluían numerosas
especies consideradas como “plantas de los dioses” (Heyden, 1983), convirtiendo el
lugar en un espacio ceremonial consagrado a la pareja Tláloc-Chalchiuhtlicue (Musset,
1992: 129). La recreación cosmológica era completa.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 87

Pero el culto al agua se articulaba a su vez con la historia personal de Nezahualcó-


yotl y la memoria del área en una misma unidad conceptual. En el primer estanque
había una peña

y esculpida en ella en circunferencia los años desde que había nacido el rey Nezahual-
coyotzin hasta la edad de aquel tiempo, y por la parte de afuera los años, en fin de
cada uno de ellos […] las cosas más memorables que hizo; y por dentro de la rueda
esculpidas sus armas. (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 210)

Esta vinculación del rey con el agua no puede resultar extraña si se recuerda el episodio
infantil en el que Nezahualcóyotl estaba ahogándose en el lago de Texcoco y fue rescatado
por los dioses tlaloque, llevado en vuelo hasta el Monte Tláloc y bañado con agua divina
en un acto sobrenatural de entronización; se le confirió el poder terrenal y se le vaticinó el
gobierno de la ciudad de Texcoco (Anales de Cuauhtitlán, 1945: 4). ¿Era el culto al agua en
el Tezcutzingo un modo de reclamar esta legitimidad otorgada al monarca por los tlaloque?
La inscripción de su figura en medio de los estanques resulta sugerente.
Pero las albercas también simbolizaban la memoria histórica de su imperio. Los
tres estanques se identificaban con enclaves importantes: el primero o Baño del Rey
con el lago de Texcoco y la cabeza del impero, el segundo o Baño de la Reina con “la
ciudad de Tenacoyan que fue la cabecera del imperio de los chichimecas” y el tercero
y último con la antigua ciudad de Tula, “cabecera del imperio de los tultecas” (Ixtlil-
xóchitl, 1952, II: 211). El cerro integraba el culto al agua y la historia del área en una
estructura indisoluble, imbricando la cosmología del regadío y la historia humana
(Espinosa, 1996: 380).
Por encima de los jardines ascendían 520 escalones de caracol hasta la cima donde
se hallaba el salón del trono, una pila, una cueva que se introducía dentro del cerro y,
esculpido en la cúspide en una peña, un león o coyote acostado y mirando al oriente
de cuya boca asomaba un rostro que era el retrato del rey. La heráldica de Nezahual-
cóyotl presidía todo el conjunto.
En el bosque aledaño estaban su alcázar y sus palacios donde “había, entre otras
muchas salas, aposentos y retretes, una muy grandísima, y delante de ella un patio, en
el cual recibía á los reyes de México y Tlacopan, y á otros grandes señores cuando se
iban á holgar con él, y en el patio se hacían las danzas y algunas representaciones de
gusto y entretenimientos” (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 212).
El complejo requería mucha gente para su servicio, adorno y limpieza y de ello “se
ocupaban los pueblos que caían cerca de la corte por sus turnos y tandas […], tenien-
do cada provincia y pueblo á su cargo el jardín, bosque ó labranza que le era señalado”
(Ixtlilxóchitl, 1952, II: 209-210). Los nahuas de la Sierra ascendían al lugar para

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88 David Lorente y Fernández

realizar estas labores, y así se fueron familiarizando con sus instalaciones. Viendo correr
más abajo entre sus milpas los espejeantes canales notaron el nexo entre el agua que
surtía a los jardines palaciegos y la que se distribuía regionalmente por sus pueblos de
acuerdo a las normas dictadas por el monarca y consignadas en los Títulos de Tetzcu-
tzingo (McAfee y Barlow, 1946); la portentosa fertilidad del agua sólo podía atribuir-
se a su carácter divino y al poder del monarca.
El complejo pervivió hasta 1539. Ese año el nieto de Nezahualcóyotl, don Carlos
Ometochtzin, que vivía en una casa de su abuelo, fue acusado por la Inquisición de
rendir culto a los ídolos que allí había. Esto desencadenó una campaña serrana de
extirpación de idolatrías a cargo del obispo Juan de Zumárraga que terminó con la
destrucción del lugar:

en siete días del mes de julio del dicho año [1539], su Señoría Reverendísima […] fue á
la sierra que se dice Tezcucingo, en la cual había muchas figuras de ídolos esculpidas en las
peñas, á las cuales su Señoría mandó deshacerles las figuras y quebrallas, y á las que no se
pudiesen quebrallas, que les diesen fuego, para que después de quemarlas se pudiesen
quebrar y deshacer; é por su mandado los indios que iban con los principales los comen-
zaron á quebrallar y á quitarles las formas é figuras de las caras […]; y su Señoría les man-
dó que todos se deshiciesen de manera que no quedase memoria de ellos. (agn, 1910: 29)

Pero la memoria pervivió entre los serranos y aún hoy, cuando el cerro surge de-
solado a los ojos del visitante y sólo ciertos canales y estanques intactos dan una idea
aproximada de lo que debió constituir en su tiempo, los nahuas lo señalan en la dis-
tancia y explican con contundencia: “los Baños de Nezahualcóyotl, así lo llamamos;
ahí se bañaba el monarca en las albercas”, refiriendo la relación inextricable que el rey
parecía sostener con el agua.

anantiales canales y acueductos: la confi uración lo al del sistema

Si el Tezcutzingo era una isla de verdor en el paisaje, a su alrededor se extendía el rega-


dío. El sistema estaba formado por tres subsistemas a la manera de un árbol dotado de
tres ramas. Las Relaciones de Pomar (1891), los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y
Barlow, 1946) y el recorrido de área realizado por Palerm y Wolf en 1954 (1972)
permiten reconstruir con exactitud estos ramales.25 Significativamente todos siguen

25
Otros trabajos más recientes, como los de Virrichaga Cardida (2002), Alboites (2002) y Boehm de
Lameiras (2000), completan certeramente el panorama.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 89

funcionando. Además muchos de los canales corren hoy por los viejos cauces. Sin
embargo, dos aspectos diferencian la situación prehispánica de la actual. Primero, la
extensión regional del sistema era antes mucho mayor, a juzgar por los acueductos y
terrazas abandonados en ciertos cerros.26 Segundo —y esto no deja de resultar relevan-
te—, la Sierra contaba entonces con menos cantidad de agua que en la actualidad.
Estar cerca de los manantiales de abastecimiento les ha permitido a los serranos apro-
piarse de parte del agua que antes irrigaba otras regiones (Palerm Viqueira, 1995).
Ya he sugerido que el macrosistema era un árbol con tres ramas. Imaginemos que
el árbol tiene su copa al oeste y sus raíces al este. Las tres ramas se corresponden, por
lo tanto, con el sistema norte, el sistema central y el sistema sur (véase la figura 2.8).
Describamos ahora estos sistemas pero concentrándonos en los que recorren la Sierra:

FIGURA 2.8
El macrosistema regional con sus tres subsistemas

Purificación Apipilhuasco
San Juan Colonia
Totolapan Guadalupe Amanalco

San Jerónimo
San Miguel Amanalco 1
Tlaixpan
San Nicolás
Tlaminca Sta. María
Tecuanulco

Nativitas

San Dieguito Sta. Catarina


del Monte

Tequexquinahuac
Huexotla

Metros San Pablo Ixayoc


0 500 1000 1500 2000

Sierra 3
de Texcoco
Canales en Sistemas de regadío
funcionamiento
Canales
1 Sistema central
Abandonados
2 Sistema norte
Manantiales
Monte Tláloc 3 Sistema sur

Fuente: Imagen basada en la fotografía aérea de Parsons (1971: 146).

26
El caudal general ha disminuido al ser entubados ciertos manantiales para abastecer a la ciudad de
Texcoco, y es posible que esta tendencia continúe con la extensión creciente de la ciudad de México
(Palerm y Wolf, 1972: 125; Palerm Viqueira, 1993: 37; 1995: 178).

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90 David Lorente y Fernández

1) El sistema norte se nutre de un manantial situado en la Sierra de Tláloc y surte a


San Juan Totolapan (el primer pueblo serrano) para desaguar luego en el río Hondo.
Es, pues, un regadío muy restringido.27 En la época prehispánica recibía también agua
del valle de Teotihuacan (Palerm y Wolf, 1972: 125; Palerm Viqueira, 1993: 39).
2) El sistema central se alimenta de los manantiales de San Francisco, en San Jeró-
nimo Amanalco. De allí fluye hasta una bifurcación situada a 10 km denominada “el
Partidor” donde el agua se divide en dos: a) el canal Hueyapan o Río Papalotla, que
baja por un barranco y se pierde en los pueblos del somontano y la llanura sin afectar
a la Sierra, y b) el río Coxcacoaco o ramal suroeste28 que recorre San Jerónimo Amanalco,
Santa María Tecuanulco y Santa Catarina del Monte (segundo, tercero y cuarto pue-
blos serranos). Pero sólo el primero depende directamente del sistema; los últimos
cuentan con regadíos independientes y manantiales de los que toman el agua de riego
y consumo. Veamos la situación en cada caso:
Amanalco conecta su regadío al ramal suroeste y se nutre de los manantiales de San
Francisco. Las acequias cruzan el pueblo surcando parcelas y caminos e irrigando la
vegetación circundante. En cuanto a la colonia Guadalupe, en 2006 su “junta de
aguas” reclamó y cercó un pequeño manantial para abastecer de agua corriente a las
viviendas. También estaba excavando un depósito en los límites superiores del pueblo.
Santa María tiene cinco manantiales: cuatro al este —Atitla, Tepitzoc, Pinahuisac
y Cuauhpexco— y uno al oeste —Atlmeya—. Hasta 1960 mantenía dos regadíos
independientes: uno partía de los manantiales de Atlacopilco y Achicolohuayan e
irrigaba la mitad cuauhpichca, próxima a Amanalco, y el otro se nutría del manantial
Atitla y surtía a la mitad acolco, vecina a Santa Catarina. Dos depósitos y una red de
canales y acequias cubrían las mitades respectivas cortando al pueblo en dos con un
eje Este-Oeste (Palerm Viqueira, 1993: 48-49). Hoy el sistema, más atenuado, conti-
núa vigente.
Santa Catarina tiene cinco manantiales: tres en la sierra —Tlalicocomane, Atexca
y Tlaltecilla— y dos en el ejido —Agua de Paloma y Tlatentilontitla—.29 Los últimos
se usan para obtener agua potable y lavar la ropa pero los primeros están canalizados
y, como en Santa María, forman regadíos independientes dentro del pueblo, tres en

27
También irriga a la comunidad de Santo Tomás Apipilhuasco, que no consideramos en este estudio
por ocupar otras áreas territoriales y contar con rasgos culturales diferentes de los de la Sierra.
28
Este ramal se nutría también del manantial Atexca o Atejaque, que en 1935-1937 fue entubado para
abastecer de agua potable a la ciudad de Texcoco; el hecho “acarreó consecuencias penosas para el área
y creó desconfianza para tratar con extraños cualquier tema referente al agua y a los manantiales” (Pérez
Lizaur, 1975; 1975: 38).
29
Tras la iglesia del pueblo todos desembocan en los ríos Tlantecactli y Magdalena, que confluyen
después entre los pueblos de Tlaixpan y Tlaminca formando el río Palmilla.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 91

este caso. Una caja recolectora descubierta encauza el agua hasta un caño y un depó-
sito profundo. De allí parten dos canales que surcan el pueblo en dirección Este-
Oeste irradiando acequias secundarias que alcanzan los campos de cultivo. Las acequias
terciarias distribuyen el agua entre las parcelas. Los depósitos se llenan de noche y
desaguan de día; las acequias secundarias y terciarias funcionan sólo en la época de
lluvias, al principio de la cual se “desazolvan” para facilitar el libre flujo del agua (Gon-
zález Rodrigo, 1993: 61-63).
Como Santa María y Santa Catarina tienen sus propios regadíos no toman agua
del ramal suroeste que, se recordará, venía fluyendo directo desde Amanalco y ahora,
tras haber recorrido los pueblos, abandona la Sierra en un giro brusco: el ramal des-
ciende hacia el somontano y las lejanas tierras de la llanura (Palerm Viqueira, 1993:
38; Palerm y Wolf, 1972: 133-134).
3)Finalmente, el sistema sur o del Tezcutzingo nace en el manantial Texapo del
monte Quetzaltepec y riega a San Pablo Ixayoc (el último pueblo serrano). Dos acue-
ductos pasaban en la época prehispánica sobre el pueblo: el “Caño quebrado”, que
regaba otras regiones, y el “Caño corto”, que enlazaba el cerro Metecatl con el Tezcu-
tzingo abasteciendo del agua necesaria a sus jardines palaciegos (Palerm y Wolf, 1972:
124; Palerm Viqueira, 1993: 39).
Una visión panorámica resume la situación en la Sierra. El sistema norte riega a
Totolapan. El sistema central —su ramal suroeste— riega a San Jerónimo y Guadalupe
Amanalco, tangencialmente a este último por contar con manantiales propios. Santa
María y Santa Catarina quedan al margen del sistema regional por tener regadíos in-
dependientes. Y a San Pablo Ixayoc lo abastece el sistema sur o del Tezcutzingo.
El paisaje comunitario conforma una auténtica geografía del agua.

El gobierno del agua

Pero no sólo el cauce de los regadíos sino también su control revela una continuidad
histórica sorprendente. Nezahualcóyotl dictó leyes para el gobierno del agua que in-
cluían su distribución y el acceso a los manantiales. Los denominados Títulos de Tetz-
cutzingo son un documento valiosísimo para determinar cuán poco han cambiado las
cosas desde entonces. En ellos Xochipantzin o Xochiquelzalzin, hijo natural del rey y
uno de los presidentes de los consejos, le pide al monarca: “Concédenos agua, para
que beban los niños [sus hijos de V.]”.30 Siendo el representante de los chichimecas

30
Reproduzco en notas al pie el original en náhuatl: “10. ma tepitzin xitechmonemactili in atzintli, 11.
in conizque in mopilhuantzitzin” (McAfee y Barlow, 1946: 112).

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92 David Lorente y Fernández

acude a Nezahualcóyotl buscando los recursos necesarios para su pueblo. Él lo condu-


ce al lugar y, en un verdadero acto fundacional del regadío, proclama: “Hijo mío. Aquín
está todo enterrado, llebese lagua que ya es de V. […] que los cerros se los doy enteros”.31
A continuación cita una serie de cerros y pueblos haciendo el reparto hasta llegar a la
Sierra: “y es llamada la gente de Tecuanolco, súbditos de Nezahualcóyotl: el primero
se llama Xochitonal, y el segundo Coacos; y la gente de Amanalco, mis servidores
fuertes”.32 Por fin anuncia dirigiéndose a todos sus súbditos: “Y esta agua nadie se la
va a quitar porque es propiedad real; esta agua servirá a todos mis hijos que están en
mi pueblo Texcoco” (1946: 113).33
Existía, se aprecia, una total dependencia del rey. La gente elevaba ruegos y solici-
tudes para obtener el agua y Nezahualcóyotl, erigido en protector paternal que infun-
día tranquilidad, concedía o denegaba las peticiones. Tenía aguadores reputados que
actuaban como reguladores o “jueces de aguas”, pautaban los turnos y resolvían los
pleitos entre vecinos.34
En una situación que no deja de resultar paradójica, con la conquista y la Colonia
las cosas no cambiaron en exceso. Los virreyes españoles respetaron las ordenanzas de
Nezahualcóyotl y los nahuas tuvieron que seguir reclamando el agua al Estado —aun-
que ahora se trataba de la Corona española— desde unas comunidades cada vez más
constreñidas por las haciendas (Pérez Lizaur, 1975: 38; Palerm y Wolf, 1972: 145).
Cuatro siglos más se mantuvo la continuidad sin detenerse. En 1930 la Reforma
Agraria dictó nuevos reglamentos de reparto que no eran sino una prolongación de los
creados por el monarca: indicaban el volumen de agua al que tenían derecho los po-
bladores, el origen y el carácter permanente o torrencial de las fuentes (Palerm Viquei-
ra, 1995: 176). Sin embargo, en 1950 el regadío se descentralizó por primera vez y
pasó a grupos locales de comisionados, pero esto no afectó sustancialmente a la regu-
lación del sistema (Palerm y Wolf, 1972: 123, 145).

31
“31. Nopiltzine, ca ye nican in toctoc, 32. ma xicma [sic] xicmohuiquilli in atl, ca ye motlatquitzin
[...], 34. ca yehuantinin in tepeme in nimitznemactia” (McAfee y Barlow, 1946: 112-113, énfasis
añadido).
32
“121. Auh in Tecuanalcotlaca imacehualhuan in Nezahualcoyotzin, 122. inic ce itoca Xochitonal,
123. inic ome itoca quacoz, 124. Auh in Amanalcotlaca notequipanocahuan, 125. ichcac chiuhque
[sic]” (McAfee y Barlow, 1946: 118).
33
“47. ca nel oncan anmechtequipanozque inixquichtin nopilhuantzintzin, 48. inompa cate in tlatoca
altepetl Tetzcoco” (McAfee y Barlow, 1946: 113).
34
Los aguadores aparecían representados en los códices con un pie introducido en el agua indicando la
estrecha relación con este elemento (comunicación personal de Andrés Medina, iia-unam, 31 de enero
de 2008). Éstos fueron designados por Nezahualcóyotl y aparecen nombrados en los Títulos de
Tetzcutzingo.

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Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco 93

En 1970 la Secretaría de Recursos Hidráulicos del Departamento Agrario dictó


nuevas disposiciones que establecían la creación de una “junta regional del río” en
Amanalco en la que participaban las comunidades usuarias y cuyo fin principal era el
reparto conjunto —un intento por recobrar la centralización perdida, aunque a menor
escala— (Pérez Lizaur, 1975: 39). La junta continúa vigente y reúne a representantes
de los pueblos del área.
Hoy asistimos a dos hechos paralelos. Pese a la existencia de la “junta regional del
río” la falta de una centralización tan eficaz como la de Nezahualcóyotl y la colonial
ha debilitado la gestión regional. Gracias a ello los nahuas han acaparado progresiva-
mente pequeños manantiales y escurrimientos cercanos a sus comunidades que antes
alimentaban al sistema general.35 La Sierra se ha visto favorecida en detrimento de otras
regiones, y esto ocasiona continuos pleitos con los pueblos del somontano en los que
se recurre con frecuencia a la intercesión del Estado (Rodríguez Rojo, 1995; Gómez
Sahagún, 1992).36 En suma, la situación actual no revela “un sistema moribundo”
pero sí un panorama “más fracturado, con intervención de menos comunidades —
aunque quizá no de menor cantidad de agua y área total regada—, donde cada pueblo
controla su [propia] fuente de agua” (Palerm Viqueira, 1995: 177).
Contrastando con el debilitamiento exterior, en el interior de la Sierra la organi-
zación es muy cohesiva; existe el deber de asumir cargos, participar en faenas y pagar
cuotas.
Amanalco tiene una junta de agua con un representante, nombrado por el presi-
dente municipal, con cargo trienal. Lo ayudan seis aguadores que abren y cierran los
caños de las parcelas vigilando que nadie riegue cuando no le corresponde ni más de
lo dispuesto —si ocurre avisan al delegado que envía al vigilante y multa al infractor—.
La junta organiza también las faenas para el “desazolve” de canales y atiende el depó-
sito de distribución. Todos los regantes del pueblo deben participar en ellas (Pérez
Lizaur, 1975: 39).
Santa María controla sus regadíos independientes. Cada mitad tiene un aguador
o juez de aguas con cargo trienal que indica el día de riego para cada parcela. El acceso
al agua depende de cooperar en las mayordomías que organizan la vida religiosa (Pa-
lerm Viqueira, 1993: 56, 95, 96).

35
Éstos no aparecían en los reglamentos de 1920, dictados tras el Reparto, donde casi exclusivamente
se citan los manantiales de San Francisco que dan origen al macrosistema, lo que creaba un vacío legal
sobre su propiedad verdadera (Palerm Viqueira, 1995).
36
Una excepción interesante al entramado de conflictos regionales es el caso del pueblo somontano de
Santa Inés, que coopera en la fiesta patronal de Amanalco donde nacen los manantiales que abastecen
su subsistema (Palerm Viqueira, 1995: 176).

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94 David Lorente y Fernández

También Santa Catarina controla sus arroyos y regadíos y no depende de la orga-


nización intercomunitaria (González Rodrigo, 1993: 61). Su junta de aguas dirige el
arreglo de caños y depósitos, cada manantial tiene su comité y los hogares pagan 50
pesos por el mantenimiento. Sólo quienes participan en mayordomías y faenas pueden
acceder al riego.
En marzo, el lunes anterior al miércoles de ceniza, los nahuas celebran el agua. La
fiesta se llama Apantla (canales) y su es finalidad “celebrar la limpia de caños” y “darle
gracias a Dios por el agua que nos está socorriendo”. Primero las comunidades asisten
a misa y después sus delegados dirigen un recorrido por los manantiales; tras ellos van,
en orden, las comitivas de los arroyos, los vecinos que limpian los canales y acequias y
finalmente una banda de músicos que alegra las veredas. Entonces todos comparten
una comida en casa del aguador y ofrendan flores en los arroyos y cisternas. Como
cierre, a medio día el pueblo entero concurre en la delegación donde se celebra un
banquete colectivo.37
La limpieza de canales sintetiza la importancia del agua: el sistema en la Sierra, su
organización cohesiva y la agricultura intensiva. También elementos muy antiguos
como el uso del mes mesoamericano de veinte días al repartir las tandas38 y la figura
del juez-aguador encargado de presidir las faenas y resolver los pleitos. La fiesta con-
densa, por tanto, una profunda memoria colectiva vinculada con el agua.

37
En el ritual de Santa Catarina, que pude documentar con mayor minuciosidad, los grupos integran
comitivas relacionadas con todos los manantiales.
38
Palerm y Wolf (1972: 123, 145) registraron este hecho en 1960; en la actualidad el empleo del mes
de veinte días sigue vigente en muchos pueblos.

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Capítulo 3
Los ahuaques, “dueños del agua”

Las concepciones anímicas: corazón, alma, espíritus-espíritu1

En el sistema de regadío serrano habitan los ahuaques o espíritus “dueños del agua”.
Para comprender el concepto local de ahuaque es importante referirse primero a
las concepciones que los habitantes de la Sierra tienen acerca de la composición espi-
ritual del ser humano, debido a la estrecha relación que existe entre dichas deidades y
ciertas entidades anímicas que integran a la persona.
Aunque existe gran variabilidad en las concepciones, no sólo entre legos y ritua-
listas sino incluso entre individuos, hay ciertos puntos comunes que se pueden desta-
car. No obstante, debe considerarse que lo que propongo en este apartado no deja de
ser una abstracción heurística basada en una heterogeneidad de datos etnográficos
—obtenidos en entrevistas con numerosos informantes profanos, dos curanderas y un
granicero—, es decir: un indicio de sistematización y no un conocimiento difundido
homogéneamente y sin matices entre el conjunto de la población.
De acuerdo con esto, la mayoría de los habitantes de la Sierra considera que los
seres humanos poseen, además del cuerpo físico formado por carne, órganos y huesos,
dos entidades anímicas que forman un complejo articulado. La primera es el “alma” que
reside en el “corazón” (yolotl), con el que se identifica estrechamente (“alma-corazón”).2
Esta entidad, llamada en náhuatl anmancon, ianimancn, animancon o animanconco por
diversos informantes profanos, dota de vida al individuo y, al morir, experimenta una
transformación que la convierte en “almita” o “animita”, entidad que vive en el cielo y

1
Los términos “alma”, “espíritus”, “espíritu”, “esencia” y “aroma” aparecerán señalados entre comillas para
destacar que, a pesar de que se trata de términos castellanos, los serranos les confieren un significado
autóctono propio; desde una perspectiva lingüística podríamos decir que se trata de significantes
castellanos dotados de un significado endémico nahua. Es decir, que el léxico castellano encubre
concepciones nativas. Sin embargo, con objeto de no recargar de excasivas comillas el resto del libro, estos
términos sólo aparecerán destacados así cuando sean presentados en este capítulo.
2
El alma es la entidad principal. Es la entidad que produce e insufla la vida en el cuerpo: “ye on yoltoc, ‘está
vivo’: yoltoc”, me dijo una curandera, gracias al alma vivimos. Es, pues, el principio vital. El concepto de
alma aparece asociado siempre con el corazón, del que se considera a menudo sinónimo —las personas
se señalan significativamente el pecho al pronunciar esta palabra—, a pesar de que existe un sustantivo
específico, yolotl, para denominar a este órgano. El alma se manifiesta en el corazón a través del “latido”.

95

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96 David Lorente y Fernández

regresa a la tierra el Día de Muertos. Una curandera de Santa Catarina refirió la exis-
tencia de personas de corazón “débil” (amoquixicoa ianimancn) y “fuerte” (resistiroa
ianimancn). Las emociones se gestan en el corazón y las de corazón “fuerte” poseen
“latido fuerte” y mirada intensa, y son “muy berrinchudas, muy corajientas, muy alte-
radas”; otra curandera hermana de la anterior me dijo que estos corazones a veces están
recubiertos de pelo y que caracterizan a los curanderos más poderosos, así como a los
graniceros. Las personas de corazón “débil” tienen tendencia a la preocupación y a sufrir
de enfermedad de “espanto” (maughtia), que produce la alteración de los pulsos.
Ligado al corazón existe, como segunda entidad, un conjunto indeterminado de
“espíritus” ubicados en las coyunturas o zonas anatómicas donde late el pulso. En esta
idea coincidieron todos mis informantes: los “espíritus” constituyen extremidades o
prolongaciones del alma, irradiaciones de ésta en el cuerpo. La primera curandera a la
que me referí me dijo en una entrevista: “es la misma ‘cadenita’ que tenemos del cora-
zón y el pulso, porque si ya no trabaja el corazón, ya no trabajan los pulsos”. Y añadió
aludiendo al complejo: “es lo mismo el corazón, los pulsos, los espíritus”. Ilustra este
hecho que los términos nahuas para “alma” y “espíritus” son idénticos. En una charla
informal sostenida con una mujer de Tecuanulco ésta me explicó que, debido a que la cabeza,
el corazón, la sangre y las articulaciones donde late el pulso, principalmente la muñeca
y el interior del codo, son regiones calientes, al igual que todos los lugares donde puede
tomarse la temperatura —axilas, paladar, bajo la lengua y entre las piernas—, los es-
píritus constituyen asimismo entidades anímicas de naturaleza “caliente”. Lo corrobo-
ró don Cruz, el granicero con el que trabajé extensamente, diciendo que los espíritus
eran como “un resuellito calientito”, como una emanación gaseosa que podía detec-
tarse por su calor.
El “grupo de espíritus” conforma una entidad antropomorfa que reproduce el
aspecto físico de la persona que lo contiene; alberga también su conciencia, su volun-
tad y sus sentimientos. Fuera del organismo es un ente en miniatura que sólo pueden per-
cibir los especialistas rituales, como los graniceros. Aunque los espíritus pueden
ausentarse del cuerpo de forma individual debido a un “espanto” —fuerte impresión
emocional—, puede ocurrir que “todos” se pierdan simultáneamente. Estos casos
patógenos son graves debido a que el cuerpo subsiste sólo durante un periodo limita-
do de tiempo mantenido por el “alma-corazón”. Si el grupo de espíritus —llamado en
ocasiones “espíritu” en singular— no es recuperado, el cuerpo muere. Un aspecto
problemático para el pensamiento científico es que suele ocurrir, debido a una atribu-
ción metonímica, que un sólo espíritu se conciba como el grupo de espíritus, es decir,
que en un sólo elemento esté contenida la totalidad. La ausencia de espíritus se mani-
fiesta en la falta de pulsos, debido a que la sangre (iatl) es concebida como su vehículo.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 97

El espíritu puede abandonar el cuerpo por enfermedad o en sueños y vagar por el


terreno circundante, o puede ser proyectado fuera del cuerpo por los brujos y grani-
ceros. Esto ocurre porque el grupo de espíritus o espíritu representa el principio que
confiere la dimensión social al individuo. El espíritu conforma el “operador social” que
hace de los seres humanos comunes “personas” dotadas de conductas culturalmente
apropiadas. Una vez desencarnado, el espíritu es tan humano como su propietario:
puede entablar con otros seres vínculos de intercambio recíproco, que es el principio
central nahua que sirve para definir a la “persona”.3 Y esto nos introduce directamente
en el tema de los ahuaques. Un ahuaque no es sino, stricto sensu, un espíritu humano
apresado en los manantiales o en los arroyos que fue separado del cuerpo. Privado de él,
el organismo de la víctima queda reducido en el pueblo a un estado de “locura”, de
enajenación social —como un semihumano autómata—, en espera de una muerte
cercana. Pero lo verdaderamente “humano” pasa al mundo del agua. Al recopilar nu-
merosos relatos sobre agresiones producidas por los ahuaques reparé en que la “locura”
del cuerpo del enfermo implicaba una suspensión terrenal de sus relaciones sociales.
Un organismo sin espíritu actuaba sin principios. Una mujer me explicó que el espí-
ritu de su hijo había sido apresado por los ahuaques en un arroyo y que desde entonces
su hijo “les había perdido el respeto” a ella y a su marido, que “no aceptaba comida” y
“rompía cosas” —su cuerpo había enloquecido—. Pero la sociabilidad estaba allí don-
de se encontraba el espíritu, pues en el interior del manantial el hijo mantenía relacio-
nes legítimas con los ahuaques, recibía de ellos el alimento y convivía. Entonces la
diferencia sustancial entre los ahuaques y los serranos la constituye la presencia o la
ausencia de un “cuerpo”—tonacayo—,4 es decir, de un envoltorio configurado por

3
Sobre el concepto nahua de persona pueden consultarse, entre otros, los estudios de Good (2005a;
2005b), Taggart (1983; 2007), Chamoux (1996) y Magazine y Ramírez (2007). En su dimensión
social y relacional, el concepto nahua de persona parece estar cercano a la definición que Marilyn
Strathern propuso para la persona en Melanesia: un “dividuo” que concentra en sí mismo un conjunto
de relaciones sociales similares a las que componen la sociedad; la persona sería así un ser productor de
relaciones que continuamente objetiva y da a conocer (Strathern, 1988; véase también la sección “El
parentesco” del capítulo 2). El concepto occidental de persona, proveniente de la tradición romana
—un sujeto indivisible, integrado y limitado; un individuo, en suma—, en el sentido que le confiere
Mauss (1979a), dista radicalmente de la concepción nahua.
4
En la Sierra la noción de cuerpo humano es problemática. ¿Qué es un cuerpo? En un primer momento
tonacayo, “nuestra carne”, podría referir la masa corporal de músculos, órganos y huesos que los humanos
poseemos. Tonacayo aparece traducido en el Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana y
castellana de Alonso de Molina como “cuerpo humano, o nuestra carne” (Molina, 2004: 149). Pero la
noción, en Texcoco, parece ir más allá. Surrallés ofrece una interesante crítica de la traducción que hace
Molina: llama “opción materialista” a la estrategia seguida por este clérigo, y continuada después en el
léxico náhuatl, que consiste “en evitar el concepto ‘cuerpo’ sin más consideraciones, traduciendo el

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98 David Lorente y Fernández

carne, huesos y órganos. El motivo central por el que se afirma que los ahuaques son
“humanos” es porque son, verdaderamente, seres humanos desencarnados. La identi-
ficación entre personalidad y espíritu es explícita en los ritos curativos cuando éste es
invocado con el nombre del paciente.
Vimos que la constitución anímica de los serranos estaba compuesta por un alma
y un espíritu.5 Veamos ahora su escatología. Al morir un nahua su “alma-corazón” irá

concepto de “cuerpo humano” por un término que significa “carne” o, en todo caso, estrechamente
emparentado con éste, de manera que prevalece un sentido de cuerpo asociado al soporte material de tejidos
y substancias orgánicas que lo conforman como entidad fisiológica del ser vivo” (2010: 69-70, énfasis
añadido). El “cuerpo” en general, y el cuerpo humano en particular, sugiere Surrallés, es una realidad que
para los nahuas va seguramente más allá del limitado concepto de “carne”.
En efecto, esto es lo que sucede en Texcoco. Para los serranos el cuerpo o tonacayo tiene, se podría
decir, dos dimensiones: es cobertura del binomio anímico (del alma y de los espíritus), y es un complejo
circuito interno con su morfología y fisiología. Es continente y es contenido, es forma y es substancia,
es carcasa y es materia.
El cuerpo como contenido y sustancia, como interioridad orgánica, carnal, existe y la concepción se
emplea sobre todo en contextos asociados con la alimentación y con ciertas dolencias que afectan
prioritariamente a los órganos —como la diarrea o el coraje, por ejemplo—. Los nahuas pueden señalar
entonces el nombre y ubicación de los órganos, sus funciones, morfología, etc.
Pero en lo que concierne a la relación del ser humano con los ahuaques —que es lo que nos compete
aquí—, el cuerpo es entendido en su dimensión de “envoltorio”. El cuerpo humano aparece más, en este
contexto, como carcasa o receptáculo que como interioridad orgánica. El cuerpo es el envoltorio del alma
y los espíritus o, en definitiva, del espíritu. En este sentido, una curandera me explicó que el organismo,
“lleno por el espíritu”, es “como un globito, es como un vestido. Una ropa”. El comentario no es trivial ni
metafórico. El cuerpo es “la ropa” o “el vestido” del espíritu, que lo llena “como el aire a un globo”. Pero
no es cualquier envoltorio; es un envoltorio antropomorfo e impregnado de la esencia de los espíritus-
espíritu de su poseedor. Esta dimensión del cuerpo nahua como “vestido” parece corresponderse con la
concepción general de los otomíes, para quienes, según indica Galinier, “lo importante es la esencia y la
forma del cuerpo, no su substancia. Es más fácil entender[lo] si guardamos en la mente el hecho de que
los otomíes piensan en términos de ‘pieles’ o de ‘envolturas’, cargadas de energía y no de carne y de
órganos vitales. Curiosamente, los otomíes no se interesan mucho en la interioridad del cuerpo, quiero
decir en los órganos que lo componen. Focalizan su atención sobre un punto crucial: cómo actuar
sobre la piel” (2008: 101). Entre los nahuas de Texcoco las dos dimensiones o concepciones del cuerpo
—complejo orgánico o vestido— dependen de los contextos.
5
Al contrario de lo que sucede en otras regiones nahuas de México, en la Sierra el término “sombra” es
desconocido y no se emplea; tampoco se hace referencia a un alter ego o animal compañero que habite
en el exterior de la persona. El fenómeno del tonal zoomorfo con el que un sujeto mantiene relaciones
de coesencia no me fue referido por nadie, ni personas legas ni ritualistas. Si existió en el pasado y se
perdió en el presente no pude saberlo, pero a juzgar por lo coherente y profundo de las otras concepciones
se podría pensar que la ausencia o inexistencia es antigua. Tampoco escuché de personas que
compartieran una identidad anímica con plantas, rocas o cuerpos celestes. Sobre el término “sombra”,
y simplemente en forma de apunte, se pueden citar diferentes interpretaciones. Según Aguirre Beltrán,
“este concepto negro de la sombra persiste hoy día en el país, no sólo entre la población mestiza, sino

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Los ahuaques, “dueños del agua” 99

a residir al cielo y regresará anualmente a la tierra para ser alimentada por sus parientes,
pero el espíritu se desintegrará. No obstante, si le fue sustraído en vida a su dueño irá
a habitar algún dominio sobrenatural, envejecerá y concluirá su existencia vital en una
comunidad extraterrena. El espíritu no es una entidad tan duradera como el alma.6
Una vez disociados del organismo, ambos llevan destinos independientes.

aun en comunidades indígenas que, tal vez por haber estado en íntima relación con núcleos negros, la
usan en sustitución del antiguo y propio concepto de tonalli” (1973: 110). Signorini y Lupo asocian,
en la Sierra Norte de Puebla, la entidad anímica oscura, fría y antropomorfa que habita dentro del
hombre, el ecahuil, con el concepto de “sombra” (1989: 78). En el pueblo de Tecoxpa, Milpa Alta,
Madsen registra que, dependiendo del resultado de la lucha entablada por Dios y el diablo al nacer un
niño, el infante puede tener “sombra buena” (si gana el primero) o “sombra pesada” (si gana el segundo)
(Madsen, 1960: 78-79). También los nahuas de Mixela y de las comunidades aledañas, en Guerrero,
emplean el término “sombra” para designar a la entidad anímica que puede salir del organismo y
“perderse” ocasionando enfermedades (Weitlaner, 1961). Los nahuas de Veracruz asimilan la “sombra”
con el principio vital transportado por la sangre (García de León, 1969: 228).
6
Las nociones de la Sierra de Texcoco concuerdan con las de otras regiones nahuas. Veamos algunos
ejemplos. En la Sierra Norte de Puebla, Signorini y Lupo registran, junto a una tercera, dos congruentes:
el yolo o alma ubicada en el corazón y asociada a la vida, la conciencia y la racionalidad; y el ecahuil que
es frío, fraccionable, antropomorfo, mortal y está distribuido por todo el cuerpo (1989: 46-79). La
presencia de un alma identificada con el corazón parece estar sumamente extendida y ser general entre
los nahuas. La entidad anímica separable y asociada al alma-corazón recibe distintos nombres según
las áreas: espíritu en Tepoztlán (Lewis, 1960: 278) y Hueyapan (Álvarez Heydenreich, 1987: 99-100);
tonal (Knab, 1991: 34; Aramoni, 1990: 50-51; Báez Cubero, 2008: 60) e itonal (Montoya Briones,
1964: 165) en la Sierra Norte de Puebla; espíritus o tlamachiliz en Acuexcomac, Puebla (Faguetti, 2002:
98); tomayolojmej o corazones del espíritu en el pueblo veracruzado de Mecayapan (Münch Galindo,
1983: 201) y tonalli en áreas como el norte de Veracruz (Sansdtrom, 1991: 258), el municipio de
Chicontepec (Gómez, 2003: 105) y la comunidad de Huauchinango, en Puebla (Chamoux, 1989).
Para una revisión general de estas concepciones, véase la síntesis de Martínez González (2007).
Significativamente, el estudio sistemático de McKeever Furst asocia los conceptos prehispánicos de
yolía y tonalli con las nociones coloniales y contemporáneas de “alma” y “espíritu” tomadas del castellano
(véase Furst, 1995). En cuanto a las concepciones prehispánicas, López Austin distingue en su célebre
estudio tres: 1) El teyolía alojado en el corazón e identificado con el impulso vital, el conocimiento, la
volición, la afectividad, la memoria y las emociones, que al morir la persona emprendía el viaje a uno
de los cuatro destinos ultraterrenos (1996, I: 252-257). 2) El tonalli, que ligaba al hombre con el cosmos
y definía el valor, el temperamento, el destino, la personalidad y el nombre; caliente y luminoso,
regulaba el calor corporal. Podía tener la forma del cuerpo humano pero era invisible y se concentraba
en la cabeza y el cerebro; también se separaba por voluntad propia o enfermedad pero la pérdida
prolongada llevaba a la muerte y debía ser recuperado. Su destino final no estaba claro y en ciertos casos
vagaba por la tierra (1996, I: 223-252). 3) El ihiyotl, por último, era gaseoso, se ubicaba en el hígado
y regía el equilibrio emocional; salía con fines benéficos o dañinos en forma de emanación luminosa
enviada por los nahualli y tras la muerte se metamorfoseaba en fantasmas (1996, I: 257-262).
El teyolía y el tonalli parecen corresponderse bastante bien con las nociones texcocanas de “alma” y
“espíritu”.

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100 David Lorente y Fernández

¿Pero qué sucede, desde el punto de vista ontológico, con el resto de los seres y
objetos?
En la Sierra de Texcoco sólo los seres humanos se conciben dotados de “alma-
corazón”. Plantas, animales, rocas y objetos poseen únicamente una entidad anímica
que los habita muy similar al espíritu de los humanos. Como ocurre con el espíritu
humano, también es una entidad fraccionable, separable del cuerpo, mortal, asume
en el exterior un aspecto reducido y es invisible en condiciones normales. Conserva
además las mismas cualidades y propiedades constitutivas del soporte material que los
contiene, lo que hace que los nahuas designen con el mismo nombre al vegetal, al
animal o al objeto, y a la entidad anímica que lo habita: así llaman “cedro” a la entidad
del árbol de cedro y “barda” a la sustancia espiritual de este objeto. El granicero don
Cruz se refirió a las entidades de humanos, plantas, animales y objetos con el término
de “resuello”, indicando su naturaleza gaseosa y el sonido tenue que podían emitir.
Pero los serranos profanos recurren a un término genérico bastante explícito y las
designan “esencias”.
Los animales y especialmente el ganado doméstico tienen igualmente una esencia
llamada “espíritu” como en el caso de los humanos. Ésta se vincula con la sangre que
vivifica el cuerpo, activa el movimiento y el crecimiento y desaparece con la muerte
indicando la ausencia de la entidad espiritual. Que los animales cuentan con “espíritu”
y “espíritus” lo atestigua la creencia de que pueden sufrir “espanto” y manifestar ataques
de “locura” si varios espíritus les son retirados —como sucede, se vio, con los huma-
nos—. El espíritu separado es como “un animalito chiquito”, como “caballos, vacas,
burros pequeñitos” que pueden ser devueltos por el ritualista a su organismo original.
En el caso de las plantas, frutas y semillas la “esencia” se asocia e identifica con el
“aroma” —una curandera me dijo que era ahuiyaquiliztli, “unidad de aroma”, y agre-
gó que “el aroma es un conjunto de aromas diferentes”; y cabe preguntarse: ¿así como
el espíritu humano es un conjunto de espíritus diferentes?—. Como la mayoría de las
“esencias”, el “aroma” puede abandonar el vegetal de manera natural sin afectar su
constitución física —“no se ve a simple vista”—, pero sin él la planta morirá y la semi-
lla perderá su facultad de germinación.7 En el exterior es perecedero y tiene una dura-
ción limitada. La mayoría de la gente común sabe esto y está familiarizada con las
prácticas que lo involucran: hombres y mujeres, niños y ancianos así me lo explicaron
mientras preparaban sus altares de Día de Muertos —las “almas-animitas” retiran y
consumen estos aromas—. En el caso de los árboles la esencia se identifica con la sabia,

7
Al igual que sucedía con los animales y los seres humanos, las plantas pueden sufrir “espanto” y perder
su entidad espiritual.

RAZZIA OK.indb 100 22/03/12 13:40


Los ahuaques, “dueños del agua” 101

que les infunde vida y desaparece al secarse, como me dijeron abiertamente muchos
campesinos al preguntarles sobre ello, y como sucedía con la sangre del animal.
Los objetos naturales y los hechos por el hombre presentan también una “esencia”
en miniatura que reproduce sus rasgos. Puede separarse o ser retirada por seres sobre-
naturales, que prefieren objetos nuevos en los que la esencia se mantiene inalterada o
menos afectada que si hubieran sido usados e impregnados del espíritu de la persona
propietaria. Esto explica que los objetos de la ofrenda —ayates de fibras de maguey
para cargar comida, ropa, platos o cubiertos— del día de Muertos sean “nuevos”; sólo
así los seres receptores podrán apropiarse de la entidad.
Por otro lado, a menudo rocas, cerros y montes principales se creen habitados por
entidades o “esencias” que se identifican estrechamente con ellos; y en ciertos casos
—se verá luego— representan deidades. Las rocas y montes “existen y tienen vitali-
dad”. Su esencia se desdobla en réplicas coesenciales, se antropomorfiza y, en última
instancia, adquiere el carácter de divinidad ancestral.8 Las esencias pétreas se distinguen
del espíritu humano y de las otras esencias en que son inmortales y susceptibles de
afectar la vida de los demás.
Resumiendo. Las esencias son réplicas con la forma y propiedades del cuerpo
contenedor; poseen la misma textura, cualidades y atributos que las identifican con el
objeto o el ser viviente. Son separables, vaporosas, fluidas e inasibles, pero corpóreas
—aunque no tanto como sus cuerpos— y todas se consideran “calientes”.9 Una cu-
randera recurrió al espíritu humano como ejemplo paradigmático para explicarme lo
que eran las esencias. Dijo:

[El espíritu humano] es un doble cuerpo pero que está adentro, que es el que nos está
dando vida. Y si esto lo perdemos o se llega a perder en parte, pues decaemos. Igual es
con los animales, las plantas y todas las cosas.

8
Los nahuas de Atla, Puebla, creen igualmente que en los cerros viven “señores aires” que constituían
las “almas” de los cerros o tonaltepetl (Montoya Briones, 1964: 160).
9
Muchas de estas concepciones encuentran similitudes en otras regiones nahuas actuales. En Guerrero,
por ejemplo, los “olores” y los “sabores” de la comida se consideran tlazohtic, su “esencia” o “espíritu”
(Good, 2004b: 163). En la Sierra Norte de Puebla los humanos, las plantas y los objetos poseen tonal,
energía caliente que se identifica con el “aroma”, el “sabor”, el “espíritu” o la “esencia” (Lupo, 1995a:
120-121, 166). En la época prehispánica estas “esencias” parecían estar representadas por el tonalli,
del que ya se habló en la nota 6: la energía caliente asociada al sol que, como fuerza vital, habitaba
humanos, animales, plantas y objetos confiriéndoles sus propiedades últimas y haciéndolas deseables
para los dioses y los seres sobrenaturales (López Austin, 1996, I: 251, 82-83).

RAZZIA OK.indb 101 22/03/12 13:40


102 David Lorente y Fernández

Los ahuaques como deidades del agua humanizadas

Cuando comencé mis investigaciones a menudo preguntaba a la gente de los pueblos


qué eran exactamente los ahuaques, dónde radicaba su naturaleza, qué dominios les
pertenecían y con qué procesos de la naturaleza estaban asociados. Naturalmente, no
lo hacía directamente: creaba situaciones conversacionales en las que pudieran emerger
con libertad estos temas aludiendo a la época de lluvias y los manantiales. Así pude
reunir una serie de definiciones relativamente espontáneas que sirvieron como punto
de partida sobre el que profundizar y delinear un dominio semántico más amplio.
Muchas mujeres y hombres de alrededor de 40 años que encontré en la calle o en
la puerta de sus casas y los ancianos que acudían a la mía me dijeron: “son personas
como nosotros”, “son humanos”, “así como personas pero en chiquito”, “son una ge-
neración viva”, “es gente pero quién sabe de dónde, se encuentran simplemente en el
manantial”. Al ahondar en el aspecto humano de estos seres me explicaron que había
mujeres y hombres de todas las edades —“hay grandes y mujeres y hombres, pero
todo chiquito”— viviendo en el agua. Añadieron que los adultos se casaban, tenían
hijos que nacían, crecían y finalmente morían por agresiones humanas o muerte na-
tural. Un granicero de Santa Catarina les había contado a sus vecinos que se inició
precisamente por comer la fruta de una “ofrenda de Muertos” en miniatura que halló
de niño cerca de un manantial. Así el mundo de los ahuaques con su ciclo de vida era
un reflejo del mundo humano terrenal o tlalticpac que existía en la Sierra.
Pero el término “humano” tenía un sentido más trascendente y profundo que el
que sugería esta comparación inicial. Cuando la mayoría de los nahuas afirmaba que
los ahuaques eran humanos se refería exactamente a que eran los espíritus deificados
de ciertos seres humanos. Esto me llevó a investigar las nociones anímicas que expuse
arriba. Los ahuaques se concebían como el conjunto de espíritus o espíritu de indivi-
duos muertos o a veces vivos.
Entre los individuos muertos que se convertían en ahuaques se incluian los niños
de pecho, llamados piltziquitl, que morían sin bautizar. Ser “criaturas sin pecado”10
recién nacidas a la vida —como “elotes tiernitos, inconclusos”—11 los hacía una presa
deseada de los ahuaques existentes. Una vez obtenidos por diversos medios, iban a
residir al arroyo.

10
De forma similar, los nahuas de Guerrero consideran que los niños difuntos traen la lluvia y dan
fertilidad a las milpas porque son seres “ligeros” y “sin pecado” dado que, al no haber comido maíz,
nunca contrajeron una “deuda” (pecado) con la tierra (Good, 2001a: 274).
11
Recuérdese la concepción mexica de los tlaloques como mazorcas o dueños del maíz, que se vio en el
capítulo 1.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 103

También las personas que habían sido fulminadas por rayos. A los que morían con
la descarga les era retirado el espíritu con el rayo y transportado al manantial, donde
se desenvolvía como ahuaque.
Y entre los vivos se tornaba ahuaque el espíritu de las personas que habían sido
“agarradas” —privadas de esta entidad— en el agua. Se las llamaba “enduendadas” o
“encantadas” y se consideraba que su espíritu vivía como ahuaque mientras el granice-
ro no lo recuperara, y que permanecía allí como tal en caso de morir el cuerpo. Su
curación suponía una rica fuente de información para los vecinos debido a que en
sueños las víctimas experimentaban las vivencias de su entidad en aquél lugar y podían
describirlas más tarde al regresar-despertar en su pueblo.12
También se convertía en ahuaque el espíritu del granicero durante el proceso de
iniciación, cuando era proyectado temporalmente fuera del cuerpo. Durante toda su
vida estos viajes se repetían asiduamente. Al morir el ritualista, la entidad pasaba a
integrar definitivamente el mundo del agua.
En suma, la descorporeización que hace de un serrano un ahuaque puede venir
marcada por la muerte del organismo, como en los casos de los bebés y los fulminados,
pero también puede ser transitoria, como sucede con los enfermos del agua y el grani-
cero si sus cuerpos subsisten en la tierra.
Retomemos la cuestión inicial. La humanidad de los ahuaques —ser “personas”,
ser “gente”— se debía a dos factores: seguían un ciclo de vida y poseían un origen hu-
mano. Pero un tercer aspecto, señalado por los informantes comunes y que humaniza
a los ahuaques, es que debido a que el espíritu alberga la conciencia y personalidad del
individuo, mantiene su identidad específica tras la muerte y esto redunda en la con-
ceptualización de un inframundo poblado por entidades individuadas y definidas,
distintivas, personalizadas. Incluso los ahuaques “nacidos” en el agua, hijos de aquellos
espíritus humanos vivos o muertos que fueron trasladados allí y que carecen de ascen-
dencia humana directa, responden a esta característica.

12
Véase más adelante el capítulo 4, sección “Los episodios terapéuticos”.

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104 David Lorente y Fernández

FIGURA 3.1
“El loquito Enrique”. Un individuo cuyo espíritu fue apresado por los ahuaques

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Los ahuaques, “dueños del agua” 105

El interior del manantial: morfología del inframundo

Los ahuaques se conciben como “aire de adentro del agua” por su naturaleza física,
según explicó una curandera de Santa Catarina en una entrevista, pues los espíritus
son “como una nubecita”, pero se diferencian de la entidad patógena denominada
“aire” o yeyecatl que en la Sierra de Texcoco se vincula al diablo, del cual se cree una
emanación directa.13
El término ahuaque significa “dueño del agua”, según todos los serranos pudieron
decirme, y refiere el poder que ostentan estos seres sobre dicho elemento. Aunque
existe también el término tiochi (“dios de la lluvia”, de tiohuitl, lluvia) en Santa Cata-
rina, el de ahuaque está más ampliamente difundido en la región.14 Otros términos
son los de “niños”, “duendes”, “chaparritos” o “muñequitos” con los que los nahuas
indican el pequeño tamaño distintivo que les atribuyen (de unos 8 a 20 cm).
Se afirma que estos seres habitan toda clase de cursos y masas de agua: los jagüe-
yes dejados por la lluvia en las concavidades del terreno, los charcos, las piletas, los
pozos, los tanques domésticos, el complejo sistema de canales que surca la Sierra y
sobre todo los manantiales, que representan el ámbito paradigmático al que todos
mis informantes —legos y especialistas— se refirieron como lugar principal del que
los otros sólo constituían “réplicas”. Cuando la gente nombraba a los ahuaques citaba
los manantiales, aunque después consideraba que poblaban también otros ámbitos y
dominios del agua.

13
Sobre el concepto de “aire” en otras regiones nahuas, véanse, entre otros, Montoya Briones (1964: 158-
165 y 1981), Signorini y Lupo (1989: 136-157) y Lupo (1999) para el caso de Puebla; Álvarez
Heydenreich (1987: 121-134), Huicochea (1997), Maldonado (2001) y Morayta (1997), para el de
Morelos; Weitlaner (1961) para el de Guerrero; y Sandstrom (1978) y Guido Münch (1983: 202) para
el de Veracruz. Sobre el consepto de “aire” en la época prehispánica, véase López Austin (1970).
14
Es significativo constatar que se trata del mismo término que en la época prehispánica designaba a
uno de los auxiliares de Tláloc (véase el capítulo 1, sección “Los auxiliares de Tláloc”).

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106 David Lorente y Fernández

FIGURA 3.2
Cerca de “El Partidor”. Los manantiales de San Francisco, hábitat de los ahuaques

El interior del manantial constituye un espacio al que sólo se accede oníricamen-


te. Los informantes profanos lo conocían por las descripciones de los vecinos enfermos
que en sueños habían arribado a este lugar; las descripciones eran nítidas y recurrentes.
Los graniceros tenían una experiencia más directa debido a que viajaban a él a menu-
do con distintos fines: recibir instrucciones de los ahuaques, obtener predicciones
climáticas, realizar intercambios nutricios y recuperar los espíritus de sus pacientes.
Los arroyos albergan “un gran jardín”. Don Cruz me explicó en una charla que
seguía la dinámica de la instrucción al neófito: “tú ya conoces el Partidor, por aquí el
manantial ya has venido, ése lo sueñas, todo es puro jardín, todo. Sí, todo, todo: no-
pales... ¡Jardín!”. Una anciana de Tecuanulco oyó de un granicero fallecido que bajo el
pantano del manantial de Atitla “había ¡puro calabacita, todo verdura!: arvejones ver-
des, habas verdes y todo verde”. Otras personas citaron la abundancia de flores, como
la variedad de botones blancos llamada huihuilan que es “la flor de los ahuaques”.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 107

También existía —según pude inferir de los episodios curativos descritos por parientes
de enfermos y especialistas, que grabé y transcribí con detalle— todo un mundo de
abundancia poblado de milpas, viviendas, varias especies de ganado, ovejas, vacas,
borregos; coches, carreteras, tractores, tendidos de luz eléctrica, joyas y oro, kioscos,
edificios municipales, pirámides e incluso una línea de tren que, según había visto una
señora centellada de Santa Catarina, “daba servicio” de manera muy similar a la del
metro de la ciudad de México —la aparición de nuevos objetos en la Sierra era para-
lela a su inserción en el manantial—.15
Dentro del agua los ahuaques siguen una estructura jerárquica en cuya cima se
halla la Reina Xochitl, entidad femenina de cabello largo y oscuro peinado en trenzas.
Es muy hermosa y vive en un palacio rodeada de sirvientes. Algunos habitantes de
Amanalco la describieron como “inventora del pulque” —bajo el agua hay plantaciones
de magueyes—. Bajo ella se encuentran los científicos, la policía y el ejército, autorida-
des civiles y religiosas como mayordomos, fiscales y delegados —imagen del sistema de
cargos de la Sierra—, herreros, músicos y vendedores y, en el escalafón último, los sir-
vientes del palacio. Como se desprende de los episodios terapéuticos, los ahuaques
pueden transitar parcialmente por esta jerarquía, ascender o sufrir degradaciones. Por
lo común en el interior del agua conforman parejas —como en la vida cotidiana de la
Sierra, el ideal social es el matrimonio y resulta extraña la soltería—, y en caso de care-
cer de cónyuge recurren a los rayos para obtenerlo entre los vivos. Debe explicarse aquí
—como me explicaron a mí algunos informantes comunes, hombres y mujeres, a los
que expuse mis dudas— que la misma conceptualización se reproduce autónomamen-
te en cada cuerpo de agua, e incluso en cada recodo del manantial, a manera de innu-
merables réplicas: sociedades ahuaques con Reinas vecinas unas de otras.
Además de seres que atraviesan el ciclo de vida y poseen pequeño tamaño, los
ahuaques son entidades de aspecto atractivo, “todos bien guapos, bien elegantes”, a
menudo güeros como extranjeros, pero también nativos morenos. Se dice que “andan
bien vestidos”, y los nahuas adultos y los niños me dijeron que con traje de charro. Los
ahuaques varones usan sombrero, camisa, pantalón y botas, además de gabán; las mu-
jeres blusa, falda y rebozo, y en Amanalco escuché que semejaban “chinas poblanas”.
Su atuendo manifiesta el concepto local de riqueza —el charro asociado a la ganadería
y a las haciendas, presente en la Sierra desde la Colonia—,16 de poder y hasta de res-
plandor, de brillo metálico, que gobierna la noción del inframundo. Por otro lado, y
esto sólo lo refirió don Cruz, los ahuaques hablan en náhuatl o en otomí —quizá un

15
Autores como Aramoni Burguete (1990), Good (2001b), Knab (1991) y Neff (2001), entre otros,
han registrado distintas versiones contemporáneas del inframundo en diversas regiones nahuas.
16
Véase el capítulo 2, sección “De la Colonia al siglo xix”.

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108 David Lorente y Fernández

rasgo relativo a la antigüedad del sistema, pues el Códice Xólotl informa que poblaban
la zona grupos otomíes que fueron asimilados posteriormente por chichimecas llegados
del norte (1980: 33-34, 41, 80)—. Sin embargo, el común de los nahuas y los enfer-
mos afirman que se expresan en castellano.17
El manantial se considera un lugar inverso a la superficie terrestre en dos sentidos:
es un lugar donde abunda el dinero, que se nombra en millones y no en pesos —por
lo que, al curar, el granicero debe convertir el precio que los ahuaques fijan por el es-
píritu apresado en millones y cobrarlo efectivamente en pesos a la familia del enfer-
mo—, y es un lugar oscuro a pesar de la abundancia vegetal —don Cruz me contó que
llevaba una luz en sus viajes oníricos para poder orientarse.
Y que se trate de un lugar oscuro, y por tanto “frío”, es relevante pues los ahuaques
—cuya naturaleza térmica es otra ya que al recuperar el espíritu del enfermo el grani-
cero lo percibe como “un resuellito calientito”— necesitan recibir la luz y el calor del
sol. A las doce del día, “cuando el sol llega siempre a la cabeza”, momento “caliente”
por excelencia, emergen cerca de la superficie en sitios donde mana el agua, donde
fluye, en cascaditas para asolearse y “alimentarse” de los rayos solares. Una mujer a la
que habían enfermado y pudo ver a los ahuaques realizando una gran fiesta y “bailan-
do en el agua” me dijo que era “el momento de su felicidad”. Además del sol, todos
saben que a las doce del mediodía los ahuaques se nutren de aromas de frutas y semillas
en pequeños trastes de barro —“ollitas, platitos, cazuelitas”— dispuestos sobre “mesi-
tas” bajo la superficie del agua. La gente escucha música en las cercanías, pues los
ahuaques tocan chirimía, guitarras y tambores, según don Cruz: “a las doce del día
está tocando la tamborazo; se escucha, cuando están comiendo está tocando”.
El momento en que los ahuaques se alimentan se considera una hora en la que la
gente no debe ir al manantial. Las mujeres evitan lavar trastes y ropa y los niños reco-
ger agua. La mayoría de los episodios terapéuticos tienen como desencadenante el
acceso de alguien que, inadvertidamente —el mundo del agua resulta invisible—
aplasta a los ahuaques, pisa los trastes, voltea las mesas, destruye las propiedades de
estos seres —coches, casas, delegaciones, kioscos, postes de la luz; la emergencia de los
ahuaques implica simultáneamente la de todo el inframundo, que más que “abrirse” a
las doce parece subir literalmente a la superficie— y es “castigado” con la captura de
uno o varios espíritus que quedan confinados en el agua. En otros casos, según me
advirtió una mujer de Amanalco con la que visité un arroyo, las personas que tiran o
revuelven las piedras del cauce pueden recibir como castigo la descarga de rayos o un

17
Quizá la noción de un idioma distinto, ininteligible para la mayoría de los serranos, manifiesta la
cualidad de otredad radical de estos seres.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 109

chorro de granizo arrojado por los ahuaques. De una u otra forma, la agresión implica
la intervención terapéutica del granicero.
Sin embargo, un aspecto que conviene destacar aquí es que el mundo del interior
del manantial se considera compuesto de “esencias”. Constituye un mundo espiritual en
el que no sólo los ahuaques representan “espíritus”, sino que todos los objetos del agua
son en realidad “esencias” procedentes de objetos reales, de los que mantienen su for-
ma física en miniatura, sus propiedades y cualidades. Aunque resultan invisibles para la
mayoría de los humanos, las “esencias” del interior del manantial tienen una dimensión
material en el sentido de que son perecederas y pueden destruirse. Lo mismo ocurre con
los “aromas” de las plantas de los que se alimentan los ahuaques, y con el “espíritu” de los
animales que habitan en el inframundo. El aspecto corpóreo y contingente se manifies-
ta en los episodios terapéuticos y revela —esto es clave— un mundo cuyos elementos
deben renovarse con asiduidad.
Al preguntar sobre ello a hombres y mujeres de varios pueblos no me respondieron
directamente, pero sugirieron que los elementos del mundo de los ahuaques procedían
de “otro lugar”. Nadie aceptó mi idea de que pudieran originarse en el agua. El manantial
era un punto de destino y no de origen, por lo menos no de origen de seres, dijeron.
Aunque los ahuaques y sus animales se reproducían en el manantial, siempre era necesa-
ria la introducción de seres foráneos. Cuando pregunté más, terminaron señalando a
tlalticpac, la superficie terrestre, el mundo del hombre, como lugar de origen posible.
Y este aspecto resulta clave. La naturaleza carencial del inframundo, en apariencia
un mero dato etnográfico, se reveló central al vincularse causalmente con la concepción
de los procesos climáticos y con la significación profunda de los meteoros, al grado de
constituir la pieza angular que relaciona estos elementos con el funcionamiento general
del cosmos. Para los nahuas de la Sierra existe un gran proceso atmosférico regido por
dos principios: el complejo rayos-granizo, del cual los ahuaques se sirven para surtir al
inframundo de esencias (animales, vegetales y humanas) tomadas violentamente del
mundo terrestre; y las donaciones de lluvia que envían como retribución necesaria para
el desarrollo de la vida en tlalticpac. Ambos principios forman un ciclo de reciprocidad
regido por los ahuaques y las deidades mayores que los gobiernan, que impulsa el discu-
rrir y la regeneración periódica del cosmos.

El granizo y el rayo o el gran proceso atmosférico de extracción de las esencias

Aunque la época de lluvias o xopanistli suele considerarse como un tiempo de abun-


dancia ligado a la fertilidad —se abordará la lluvia benéfica en el apartado siguiente—,
también es concebido como un periodo gobernado por la enfermedad y el infortunio.

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110 David Lorente y Fernández

Cuando en mi trabajo de campo recorría las calles antes de una tormenta vi muchas
veces a los vecinos interrumpir sus conversaciones y ocultarse en sus casas. El pueblo
quedaba vacío en pocos minutos. Tardé tiempo en entender su actitud temerosa.
Después, revisando las entrevistas realizadas con informantes comunes, reparé en que
se debía a los rayos. Cuando pude plantearle el tema a don Cruz, me dijo que los
ahuaques sólo “trabajaban” en la época de lluvias; en la de secas “no estaban en cham-
ba”. Con el término “trabajar” se refería a que enviaban los rayos y el granizo para
obtener las esencias necesarias con las que abastecerse y subsistir todo el año. No ex-
presó la idea en estos términos, sino que habló extensamente de la acción de los rayos
y el granizo, y de cómo retirarlos. Su conceptualización, como la de numerosos cam-
pesinos y mujeres con los que hablé después, era que los meteoros rapiñaban las esen-
cias de los seres y objetos destruyendo el continente que las albergaba.
La gente consideraba obvio que la caída del granizo (tesihuitl) coincidiera con el
periodo de maduración de las cosechas. El granizo era el “arvejón” que recibían los
ahuaques de las deidades mayores que los regían en concepto de “comida”. Las grani-
zadas se debían a dos motivos: 1) a que se les caía sin advertirlo cuando lo estaban
consumiendo en las nubes en su “charola”, o 2) a que lo “aventaban cuando ya no
tenían semillas”. Es decir, que por falta de comida tiraban su “arvejón” a la tierra.
Mientras don Cruz me explicó ambas versiones, la segunda era la que el resto de mis
informantes manejaba. Al preguntarle a don Cruz por qué tiraban el “arvejón” si pre-
cisamente les quedaba poco, me dijo: “Tiran su comida de ellos porque quieren venir
a comer la semilla del que está en la Tierra Humanidad”, del ser humano. Un campe-
sino de Santa Catarina coincidió en ello al decir: “Como son espíritus, yo pienso que
ellos cosechan, ellos lo llevan, se lo llevan el aroma de la planta, pero aquí a nosotros
pues la planta nos la destruye, y a nosotros nos hace falta”. Los ahuaques arrojaban
cascadas de semillas sobre los cultivos, pero lo que los nahuas veían eran tormentas de
granizo que arrasaban sus sembradíos. Con sus propias “semillas” los ahuaques cose-
chaban las semillas de los serranos.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 111

FIGURA 3.3
Una tormenta de granizo amenaza los sembradíos de Santa Catarina del Monte

La metáfora de la “cosecha” (cacocui) resulta muy aclaratoria. Según don Cruz y el


campesino, lo que los ahuaques se llevaban era el “aroma”, es decir, la esencia de las semi-
llas o plantas destruidas por el granizo. Sin tener que preguntarle más, don Cruz comple-
tó su explicación diciendo: “cuando tiran su arvejón de ellos es su olor de la semilla lo que
llevan, su olor lo llevan porque de eso viene el aire con granizos con aire cuando caen”. Es
decir, que lo colectan y transportan, dos acciones que definen la “cosecha”. Y también lo
almacenan, otra acción comprendida en el ciclo de la cosecha; el consumo de los aromas
no es inmediato. Una curandera de Santa Catarina me explicó: “se lo llevan para que
tengan ellos para su temporada, para que tengan provisión, para embodegarlo”.
Sin embargo, la imagen de la cosecha implica también un hurto. Los ahuaques no
sólo roban las semillas cultivadas por los serranos; también se apropian del trabajo hu-
mano continuado gracias al cual han crecido las plantas. Surge así una competencia
explícita entre los serranos y los ahuaques por el sustento. Decía el campesino: “aquí a
nosotros pues la planta nos la destruyen, y a nosotros nos hace falta”. Para explicar este
robo la gente recurría con frecuencia a una analogía con otro tipo de seres, las “almas”
de los difuntos ordinarios que también se alimentan de aromas: “Haga cuenta es como
el Día de Muertos que en los pueblos ponen una ofrenda, entonces van a venir las ánimas

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112 David Lorente y Fernández

o las animitas que según todo el olor se lo llevan”. Pero introducían una diferencia sus-
tancial. El proceso de recogida era igual, dijo una mujer, “pero al destruir las milpas, ellos
son más directos que los difuntos”. Es decir, el Día de Muertos se ofrecía a las “animitas”
una ofrenda nutricia con productos de la milpa. Sin embargo, los ahuaques no esperaban
ofrenda, eran directos, rapiñaban violentamente los productos de los campos, destru-
yéndolos. El ser los espíritus “más directos” —explicó la mujer— radicaba en que no
aguardaban el ofrecimiento humano: “no esperan que se lo des, te lo quitan”.18
Pero la noción del aroma tomado por los ahuaques “rompiendo” las plantas no se
limita a las semillas, sino que abarca todos los vegetales: manzanas, peras, aguacates,
ciruelas, duraznos, calabazas, hortalizas en general y flores que se cultivan en la Sierra,
como las de agapando y cempasúchil. En realidad, existe una asociación común entre
el granizo y los vegetales que a menudo está implícita en los comentarios. Esta asocia-
ción llevó a la curandera de Santa Catarina a considerar a los ahuaques como “dueños
de los sembradíos” —en el sentido de que tenían poder sobre ellos, al igual que sobre
el agua de la que son “dueños”— y concluir diciendo que los humanos estaban a su
merced: “en tiempo de aguas vienen y sueltan el granizazo, con eso ya se llevan la se-
milla. Ellos se despachan”.
Junto al granizo concebido como comida de los ahuaques con la que a su vez éstos
obtienen el sustento, mucha gente mencionó el poder del rayo. Un anciano de Ama-
nalco que limpiaba su milpa me dijo que era el “arma” de los ahuaques, con él tomaban
sustancias y “castigaban”. La curandera de Santa Catarina, explicando lo que había
oído a un granicero fallecido, lo comparó con “el látigo de un charro con el que sustrae
las cosas” y lo asoció al atuendo de estos seres. El rayo eran los “flecos de los gabanes”
en el caso de los ahuaques hombres, y de los “rebozos” en el de las mujeres, que bajaban
zigzagueando a la tierra al echarlos a su espalda; el azote era el trueno (tlacocomoca).
Don Cruz, por su parte, dijo que los rayos eran “pelotas con las que jugaban los ahua-
ques; que caían y botaban”.19
Existen numerosos relatos que ilustran el empleo de los rayos por estos seres, al-
gunos míticos y otros basados en vivencias concretas. Las funciones que pude inferir
son seis.
La primera función de los rayos es obtener espíritus humanos y llevarlos al ma-
nantial como “trabajadores”.20 Una idea extendida en la Sierra es que los ahuaques
fulminan a personas virtuosas o con oficios valorados, cuyos espíritus conservan los

18
Veremos esto en detalle en el capítulo 4 al describir las ofrendas sustitutorias que entregan los graniceros.
19
“Van tirando, van tirando, y dice que la pelota va botando”.
20
Es interesante el vínculo de esta creencia con las nociones mexicas de los tlaloques que mataban a los
hombres muy buenos para llevarlos al Tlalocan (véase el capítulo 1, sección “Los auxiliares de Tláloc”).

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Los ahuaques, “dueños del agua” 113

rasgos y van a habitar el inframundo. “Si una persona se la llevan —dijo un anciano
aludiendo a un vecino muerto por rayo— para algo les va a servir”. En junio de 2004,
durante mi trabajo de campo, fallecieron en Santa Catarina dos hombres: uno era
herrero, fabricante de ventanas, el otro era músico guitarrista. Los ancianos con los
que hablé lo vieron lógico. “Yo pienso —dijo uno— que ellos se dieron cuenta: éste
está bueno pa’nosotros para esto, como músico” (recuérdese que los ahuaques tocan
música cuando se nutren en el agua). Don Cruz habló de un fulminado al que le tra-
jeron para que lo reviviera: “lo llevaron, pues lo quieren allá para un jardinero, para un
chalán”. Cuando los ahuaques requerían numerosos trabajadores, dijo después, “pasa-
ban los huracanes en el pueblo, para que se desaparezca el pueblo; apenas se mueren,
para ellos” —aquí asimiló la acción del huracán con el rayo—. Y concluyó: “de toda la
República los tienen que agarrar al menos unos diez cada año”. En este mismo sentido
escuché que en ocasiones los ahuaques fulminaban a mujeres embarazadas para que
sus hijos espíritus nacieran en el interior del agua.
La segunda función del rayo es capturar el espíritu de ciertos individuos que se
convertirán en graniceros. Con el rayo el espíritu viaja como ahuaque al arroyo y re-
torna nuevamente al cuerpo en otro rayo. El trabajo del ritualista se desplegará en la
tierra y no en el interior del inframundo.
La tercera es una función matrimonial. Con el rayo los ahuaques solteros capturan
espíritus humanos para “casarse” con ellos. En la colonia Guadalupe Amanalco regis-
tré un relato ilustrativo. Fidencio Peralta, un joven de 32 años fulminado, cuyo espí-
ritu vivía como ahuaque en el manantial San Francisco, era soltero y buscaba mujer.
Un día, dos vecinos del pueblo, Trinidad y su esposa, subieron al cerro a apacentar sus
borregos. Trinidad encendió el fuego y se sentó a esperar. Fidencio, que había ascen-
dido al cielo, los espiaba desde una nube. Pensando que junto al fuego debía hallarse
la mujer —a la que vio antes y le resultó atractiva—, envió un rayo y mató por equi-
vocación a Trinidad, cuyo espíritu llevó consigo al manantial. Pero una vez allí, al
descubrir su error, lo regresó inmediatamente al cuerpo en otro rayo. Así revivió Tri-
nidad y pudo contar en el pueblo el episodio. Estas ideas explican bastante bien el
temor de las mujeres serranas a peinarse en las tormentas: el cabello largo y negro ca-
racteriza a la Reina Xochitl y, al evocarla peinándose, las mujeres podrían despertar el
interés de los ahuaques —la Reina es el ideal de belleza femenina en el inframundo—.
Cuando los ahuaques capturan un espíritu con el rayo, la acción en sí se equipara al
“matrimonio” (mo tenamicti) y se cree que va seguido de grandes descargas de truenos
y relámpagos en una gran fiesta sobrenatural.
La cuarta función consiste en robar violentamente las esencias animales. Los
espíritus animales apresados con el rayo se incorporan al inframundo para reproducirse
y formar el ganado y los animales domésticos de los ahuaques. Los campesinos saben

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114 David Lorente y Fernández

que sus mejores animales corren peligro en las tormentas; desde las nubes son vigila-
dos y evaluados. Pero los ahuaques matan también animales con fines nutricios. Un
hombre de Santa Catarina lo expresó claramente: “Cuando los duendes o el rayo caen,
se dirigen digamos a algún animalito, y, al matar ese animalito para ellos es su alimen-
to, porque no la carne sino que el espíritu del animal se lo llevan”. Es decir, que consu-
men el espíritu en el arroyo. En el verano de 2004 un anciano de Santa Catarina
exclamó: “¡Aquí apenas se chingaron un rebaño de borregos, 30 ó 40 borregos, na’
más con un rayo!” El rayo había “chupado toda la sangre” y quedaron “secos”.
La quinta función es obtener esencias de árboles. Mientras las plantas menores
son destruidas por el granizo, los árboles reciben rayos. Nadie pudo aclararme esto,
quizá la distinción radique en la mayor o menor resistencia de la cobertura vegetal
que recubre en cada caso a las esencias. Los árboles preferidos son los huejotes, que
crecen cerca del agua y entre cuyas raíces se dice que viven los ahuaques; oyameles,
pinos y ocotes —árboles resinosos—, y encinos. Con el rayo son trasplantados al
inframundo o se usan como leña. Un hombre explicó: “cuando los ahuaques quieren
un árbol, pues nomás ven cuál es, ¡sobre ése!” Otro que escuchaba añadió: “cayó un
rayo encima del árbol y se lo llevaron, el cedro se secó; los esos chaparritos le dieron
con el rayo y se lo llevaron” —nótese que, al decir que se secó, el anciano identificaba
la sabia del árbol con su “esencia”—. También oí a menudo que los ahuaques fulmi-
naban nopales y magueyes; su esencia era llevada al manantial. Según la curandera de
Santa Catarina “entonces ellos ya son dueños de ese maguey y nosotros como seres
vivientes ya no podemos usarlo”. También refirió que mediante el rayo “podían fer-
mentar el pulque” y llevarlo a su mundo, donde era consumido en las fiestas —la
Reina Xochitl, se vio, es considerada la inventora del pulque—.
La sexta y última función del rayo es la destrucción de objetos. Las esencias de los
objetos robados de la superficie terrestre conforman los objetos que poseen los ahua-
ques; sus ciudades, viviendas y vehículos tienen un referente en la Sierra. En julio de
2004 un hombre de Santa Catarina dijo de un pueblo cercano: “cayó un rayo en el
pavimento y lo abrieron, como barranca lo hicieron, ¡les gustó su carretera!”. Otro
añadió que meses antes había caído un rayo en la delegación de Santa Catarina: “Un
cacho de la barda también se lo llevaron, lo partieron”. Ambos creían firmemente que
la carretera y la barda se hallaban actualmente en el interior de un manantial. Final-
mente, en una intensa tormenta, el anciano con quien vivía en el pueblo dijo espon-
táneamente que los ahuaques eran “amigos de la luz”. Hacía un año habían caído rayos
en un transformador y en un tractor de un vecino, los ahuaques querían “chupar su
energía” pues; “también hacían su luz ahí”, en el interior del arroyo.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 115

Los espíritus atrapados en el agua: semejanza con la acción del rayo

Resumamos. Los ahuaques recurren al rayo con seis propósitos: 1) obtener trabajado-
res, 2) reclutar graniceros, 3) apresar cónyuges adecuados, 4) capturar animales, 5)
transplantar árboles y 6) apropiarse de objetos y energía. Pero en ciertos casos también
se procuran lo que precisan directamente en el agua. La diferencia es ésta: los árboles,
los objetos y la energía deben ir a buscarlos donde se encuentren, pero a los animales
y a los humanos pueden atraparlos en el arroyo si éstos se aproximan a él. Dicho más
concretamente: los trabajadores, los graniceros, los cónyuges y el ganado pueden
obtenerlos sin moverse del manantial. Veamos a continuación lo que ocurre con ellos.
Si los ahuaques ven aproximarse al agua a un serrano, hombre o mujer, que por
sus características personales, edad o aspecto físico, representa un cónyuge potencial,
capturan su espíritu con rapidez a través del “espanto”. Significativamente, en estos
casos se establece una relación entre lo que ocurre en el manantial y lo que acontece
en el cielo. Los truenos y relámpagos preceden o suceden a la agresión en la que los
ahuaques retienen el espíritu de su agrado. En la orilla del agua la reacción de la vícti-
ma es inmediata: empieza a oír música y a bailar, a “enchuecarse”, e indefectiblemen-
te dice que “se va a casar”. En el cielo los truenos anuncian la boda; en el interior del
arroyo el espíritu asiste a la ceremonia; donde quiera que se encuentre, el cuerpo de la
víctima, postrado, verbaliza y describe lo que ocurre. Por lo común, el tesiftero busca
el espíritu atrapado, “casado”, en el mismo lugar de la agresión, pero también puede
ocurrir que un rayo lo haya trasladado a otro arroyo cercano. La homología entre
ambos fenómenos, rayo y ataque en el agua, surge así explícita.
De la multitud de relatos que recogí hay uno que ilustra muy bien estos “matri-
monios”. Trata sobre un niño al que por su belleza deseaba una mujer ahuaque, lo que
supone el caso inverso al de Fidencio Peralta citado antes. Allí era un varón ahuaque
el que buscaba a una mujer; aquí es una mujer ahuaque la que trata de capturar el es-
píritu de un hombre, un niño, que es de su agrado. Me narró la historia una mujer de
40 años de Tecuanulco el 24 de abril de 2004:

Tengo un hermano que era así de chiquito [de seis años], que de por sí es güerito mi
hermano, chaparrito, delgadito. Y viera que allá donde el terreno de mi papá hay un
caño que pasa así y mi hermano se iba mucho por allá… Y el granicero que había allá le
decía a mi mamá: ¡Cuida a tu hijo, porque hay una güera que se lo quiere llevar, no le
dejes que baje porque se lo quiere llevar! Y viera que mi hermano de chiquito no era muy
enfermizo, pero después ya que estaba un poquito más grande seguido se enfermaba,
seguido se enfermaba.... Luego pasaba caminando cuando caía el aguacero así, ¡las ba-
rrancas casi se derramaban de tanta agua! se bajaba e iba a ver, va viendo, va viendo,

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116 David Lorente y Fernández

todo el agua lo seguía [en su recorrido]. Y o sea, hasta ya teníamos miedo porque siem-
pre decía [mi mamá]: ¡Cuando vean la nube metan a su hermano y no lo dejen salir!
Porque ese señor siempre decía que lo cuidáramos, porque la güera se lo quería llevar.

Nótese que, aunque se trata de un niño de seis años, la mujer ahuaque lo percibe
como a un igual, es decir, como a un adulto —ahuaques y espíritus se conciben como
niños por su tamaño, aunque comprenden distintas edades—, y por ello el matrimo-
nio entre ambos resulta posible.
En cuanto a la obtención de trabajadores, los ahuaques precisan herreros, músicos
y jardineros, como se vio arriba, pero también jóvenes atractivas para sustituir a las
Reinas Xochitl fallecidas. Veamos la descripción autobiográfica de una mujer de 40
años de Santa Catarina que fue “agarrada” por los ahuaques en el manantial de Atla-
colihuian, al norte del pueblo. La grabé la noche del 31 de mayo de 2004:

Tenía yo el pelo hasta acá [indica su cintura], la trenza, de niña. Para lavarme el pelo me
lo tenían que lavar así parada, porque ni me podía hincar ni nada, no alcanzaba la trenza
a que me la lavaran. Mis tías me bañaban. Y cuando ya estaba yo un poco más grande,
pues iba a bañarme solita. Aquí ahorita, donde están los lavaderos, esa agüita que está
corriendo allí era puro caño, donde venía toda la gente a lavar. Y ese día fui, y eran las 12
del día. A las 12 del día no puede estar na’más una sola persona porque le agarran los
duendes, dicen que es para ellos la hora de su felicidad. A mí me tocó a esas horas... Yo
fui, y me lavé el pelo, y cuando ya me estoy lavando bien enjuagada y agarro el agua y me
echo y no, pues no cae nada —entonces eran los sartenes [latas] de la sardina, con eso
ocupábamos para nuestras bandejas—. Y otra vez vuelvo a agarrar y no, no me cae nada
de agua. ¡No me caía! Y ahora ¿por qué? Me limpio los ojos, me quito el jabón... ¡Y cuan-
do los veo! No pues eran como... ¡Vi así, están todos ahí en el agua! ¡Todos bien guapos,
bien elegantes! Todos los niños ahí bailando en el agua; otros ya me dan unos jarritos
chiquitos, sus platitos. Unos niñitos así, vestidos de charro, elegantes, bien elegantes y...
¡Cómo! Ya me ofrecen la comida, me ofrecen todo lo que tienen. Yo cuando vi eso... ¡No
hombre, agarré y me fui con el jabón en el pelo! Porque les gustaba la trenza, por eso me
querían agarrar. Lo que querían era mi trenza. Querían que fuera yo la Reina para ellos.

La ausencia de una Reina en un caño o arroyo implica la necesidad de obtener una


del mundo humano, sea mediante el rayo o capturando a la mujer en el agua.21 En no-
21
Un aspecto de los relatos quizá no fortuito es que en ambos casos se trata de niños; el primero, de seis
años de edad, y el último, de ocho —la narradora se comparó con su hijo presente—. Los textos
muestran que los ahuaques los percibían no como tales, sino como adultos —puede asumirse que la
mujer “güera” quería casarse con el niño—, cuyos espíritus serían en cierto modo análogos. Los

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Los ahuaques, “dueños del agua” 117

viembre de 2004 me dijeron en Santa Catarina que hacía poco que había muerto una
jóven “que estaba muy bonita” en el mismo lugar cuando había ido a recoger agua.
Pero, además de cónyuges y trabajadores, los ahuaques apresan también en el
agua espíritus animales para engrosar su ganado. En San Juan Totolapan escuché que a
mediodía los pastores alejaban a sus ovejas de los manantiales, y que los graniceros
realizaban antiguamente una ceremonia con las vacas para que, cuando fueran a
beber al arroyo, no las “agarraran” los ahuaques. Sabían que podían perder sus espí-
ritus y que entonces “se volvían locas” como sucedía con las personas. Dijo don Cruz
tras consultarle: “cuando están caminando los duendes, por decir a las doce, cuando
están la nubes, si se descuida un animal y va corriendo a tomar agua, lo agarran
aunque sea un corderito, y ya con eso se lo llevan”.
Es decir, que en los tres casos el espíritu se incorporaba al manantial como sucedía
con la acción del rayo.22

Las donaciones de lluvia: los ahuaques como “hijos” del dios Tláloc

Para los nahuas el granizo, el rayo y el manantial están asociados con la depredación
de los ahuaques. Además, cuando los relacionan con estos tres ámbitos, los serranos
consideran a los ahuaques de dos formas: 1) como entes sumamente diferenciados,
individuados y heterogéneos, dotados de edades distintas según su posición en el ciclo
vital, y 2) como habitantes de multitud de sociedades diferentes, réplicas unas de otras,
regidas por sus respectivas Reinas Xochitl. Desde esta dimensión lo que más claramen-
te enfatizan los serranos es su carácter “caprichoso y poderoso”, que se manifiesta en
su rapacidad destructiva.
Pero existe una dimensión complementaria que identifica a los ahuaques como
proveedores de lluvia y fertilidad. Desde esta perspectiva no son seres depredadores ni
agresivos sino que se dedican a entregar los dones necesarios para que la vida se desarro-
lle en la tierra, tlalticpac. Los ahuaques no son entonces definidos por su heterogeneidad
o diversidad internas ni por formar infinitas sociedades. Son considerados genéricamen-
te como una única comunidad. Integran un gran conjunto. Esta macro-comunidad
unificada de ahuaques obedece a las divinidades mayores asociadas a los cerros, seres

ahuaques, como se vio y revelan los testimonios, son considerados “niños” aunque comprenden
distintas edades.
22
Al preguntarle si podía él curarlos, me dijo que procedía de manera semejante a cuando se trataba de un
enfermo humano.

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118 David Lorente y Fernández

masculinos cuyo origen se remonta a tiempos antiguos, algunos a periodos históricos


concretos.23
Un dato revelador al respecto es el término “niño” que se asigna a los ahuaques.
Mientras en otras regiones de tradición nahua varios autores —Álvarez Heydenreich,
1987: 125; Glockner, 2000: 143; Huicochea, 1997; Ingham, 1990: 171; Morayta, 1997;
Maldonado, 2001; etcétera.— 24 han notado que los seres pluviales recibían esta deno-
minación, que atribuían a su pequeño tamaño y al hecho de que probablemente consti-
tuían reminiscencias de los niños sacrificados y convertidos en tlaloques entre los mexica,
en la Sierra de Texcoco el término “niño” parece implicar otros aspectos. Obviamente los
ahuaques son “niños” por su pequeño tamaño. Sin enbargo, en el contexto de la produc-
ción de lluvia es necesario explorar localmente este término para saber a qué se refieren
exactamente los informantes al emplear el concepto.
Como se vio en el apartado “El parentesco” del capítulo 2, en la Sierra los niños se
conciben como seres sociales que deben ayudar al grupo doméstico aportando trabajo y
cumpliendo ciertas tareas —sacar a pastar los borregos los varones, y lavar la ropa, los
trastes o recoger agua en los manantiales las niñas—. La ayuda infantil integra parte de
los intercambios recíprocos establecidos con los padres; a cambio los niños reciben co-
mida, ropa, los gastos de la boda y una herencia. La interacción paterno-filial se crea y se
define según esta interdependencia y se apoya en el concepto de “respeto” que implica
trabajar juntos, responder correctamente, obedecer y cooperar . Los términos que se usan
en la Sierra para los niños son pitziquitl para los de pecho; conetl para los bebés; pipilton-
ton para los de ocho o diez años, y piltontli para los de entre quince y veinte. Se dice que,
de una manera u otra, todos son “niños” porque sus acciones responden a la relación de
colaboración recíproca que establecen con los padres.
En lo que respecta a los ahuaques, se los llama ahuaquicocome, “niños del agua”, lo
cual remite a los bebés (conetl), aunque como se vio en testimonios previos, parecen más
bien representar niños de seis u ocho años. Lo importante de esta idea es que, según mis
datos etnográficos, con ella muchos habitantes serranos quieren referir un aspecto social
más que físico: los ahuaques, en su dimensión benéfica y portadora de lluvia fecundante,
23
Señalemos un aspecto relevante: mientras la primera dimensión -la del granizo y los rayos- es dominio
común entre la población serrana, la segunda conforma un ámbito privativo del especialista en sus
matices concretos, aunque en su sentido global es sabido o asumido a grandes rasgos e implícitamente
por todos.
24
Estos autores se han centrado principalmente en la región de Morelos. Tenemos también el caso de
espíritus pluviales-“niños” en Puebla (véase Lupo, 1995a: 249-250, 1999, 2001, por ejemplo), y en
otras muchas regiones nahuas. Sin embargo, los autores referidos le han atribuido al concepto “niño” un
significado meramente morfológico, físico, alusivo a su pequeño tamaño, y no han solido considerar
la posibilidad de que el término pudiera remitir a otros aspectos, como a la conceptualización local del
sistema de parentesco, etc.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 119

se identifican con “hijos” que “ayudan” o “trabajan” para su padre. Esta asociación im-
plícita surgió en varias ocasiones durante mis entrevistas. Pero ¿quiénes fungen al respec-
to como “padres”?
Muchas personas me dijeron, al explorar las ideas sobre el origen de la lluvia, que ésta
escaseaba en la Sierra tras el traslado de la estatua de Tláloc a la ciudad de México. Se tra-
taba en realidad de la estatua del pueblo de San Miguel Coatlinchán llevada en 1964 al
Museo Nacional de Antropología, pero en la memoria colectiva se “confundía” con la que
se erigía sobre la cima del Monte Tláloc. La “confusión” resulta sumamente interesante ya
que, como se vio antes, el ídolo del Monte se ligaba a las lluvias regionales y era el lugar
ritual de la importante fiesta pluvial de Huey Tozoztli donde se realizaban sacrificios de
niños.25 En la memoria histórica del área la estatua había sido reubicada míticamente allí
donde, de acuerdo a las concepciones serranas, debía estar. ¿Pero a qué puede deberse esta
confusión? ¿Por qué confundir una estatua con otra? La respuesta es sencilla. Debido a que
existe una experiencia local de continuos robos o destrucciones y reposiciones de la estatua
del Monte, que puede contribuir a reforzar esta concepción. Citaré dos fuentes. En el
Proceso inquisitorial del Cacique de Texcoco Don Carlos Ometochtzin se dice:

tuvieron noticia que antiguamente, en dicha sierra, solía estar el dicho Tlaloc, que era
dios del agoa, adonde toda la tierra solía acudir por agoa […]; y que en tiempo de las
guerras antiguas entre Guaxocingo, y México y Tlascala y Texcuco, los de Guaxocingo,
por hacer enojo a los de México, habían quebrado el dicho ídolo Tlaloc en la dicha sierra;
y que después su tío de Montezuma, que se decia Auizoca […] lo hizo adobar y poner […];
y después lo tornaron a tener mucha reverencia y veneración, porque era muy anti-
quisimo. (agn, 1910: 22, énfasis añadido)

En las Relaciones de Pomar se indica que

Nezahualpitzintli […] por mejorar al ídolo de piedra que estaba en el monte, mandó
hacer otro mayor, de piedra negra y más dura y pesada, de la grandeza y estatura de un
cuerpo humano, y […] poner éste en su lugar. Y que andando el tiempo fue hecho pe-
dazos por un rayo que dio en él, y atribuyéndolo á milagro, tornaron á poner el otro
antiguo, desenterrándolo de donde lo tenían enterrado cerca de allí. (1891: 15, énfasis
añadido)

Es decir, que fueron comunes las restituciones de la estatua y su ausencia del Cerro
por ciertos periodos. Según Morante, quien describe fotografías del alpinista Guiller-

25
Véase la sección “El culto a los cerros y al agua en el paisaje” del capítulo 1.

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120 David Lorente y Fernández

mo Ortiz, “restos de dicha imagen todavía se encontraban en la cúspide en 1928”


(1997: 125-126).
Retornando a los testimonios de mis informantes, un comentario se repetía: “Des-
de que se llevaron la piedra pues ya no lleve igual, y sin en cambio, en la capital, ¡cómo
llueve!”. Don Cruz exclamó quejándose: “El Tláloc no es del arte, no para Chapulte-
pec, no para digamos el Museo, eso es para el agua. Por eso a cada rato, cuando quiere
llover [en la Sierra], primero tiene que llover en México”.
En una conversación con un anciano de Santa Catarina surgió la conexión: Tláloc,
“el dios del agua” —me dijo— era “el mero papá de los duendes”. Con la idea retomé
mis entrevistas; la curandera del pueblo indicó que, en efecto, Tláloc era “el padre de
familia que lleva el dominio”, el control sobre sus “hijos” ahuaques.

FIGURA 3.4
“El molcajete”. Una dimensión de Tláloc “padre” trasladada a la ciudad de México

Pero la noción de Tláloc resulta polisémica y reúne diferentes acepciones en la Sierra.


En una ocasión don Cruz indicó que la estatua trasladada al museo era el “molcajete” de

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Los ahuaques, “dueños del agua” 121

Tláloc, mientras que en la cima del Cerro continuaba existiendo otra menor —una
roca natural de un metro de alto— que era su “tejolote”.26 Tláloc era ambas y el Cerro.
Pero en el “tejolote” moraba Nezahualcóyotl, advocación de Tláloc con quien se iden-
tificaba estrechamente. Esta complejidad de asociaciones y proyecciones muestra la
naturaleza flexible y reconciliable de la creencia. Como en la tradición prehispánica,
la deidad poseía numerosos desdoblamientos coesenciales o “réplicas”;27 esto explicaba
que continuara lloviendo en la zona a pesar de que la estatua se encontraba en la capi-
tal, que lloviera menos o que primero tuviera que llover allí.
Según don Cruz, Tláloc-Nezahualcóyotl era un Rey del Mar, una deidad que
moraba en el interior del Cerro desde la creación del mundo. Al explicarme la cons-
trucción del santuario —el antiguo templo de Tláloc formado por una calzada y un
muro rectangular en torno al patio, bien conservado en la actualidad—, al que él había
subido hacia 1990, dijo: “Está como callejones de pura piedra, pero eso nadie [ningún
ser humano] lo hizo esos callejones, sino eso lo hizo el Nezahualcóyotl en aquel tiem-
po […], pues el Rey Nezahualcóyotl era dios [léase, un dios]”. Explicó que el “tejolote”
donde vivía Nezahualcóyotl se encontraba cerca de “un agujero como de tres metros
de hondo con un charquito de unos veinte litros de agua —era la estación húmeda—
al fondo”. En la piedra podía verse “retratada la imagen de Nezahualcóyotl”, aunque
no había sido tallada por el hombre.
La presencia del dios-monarca continuaba desde que éste, en las primeras eras de
la creación, cuando el mundo estaba aún sumergido en la “noche”, había creado el
templo y había lanzado grandes piedras desde el Monte para crear el Templo Mayor
de Tenochtitlán: “dicen que una piedra nomás con un fondazo la llevaba hasta México
llegaba, ¡mira! Las piedras que hay allá en México por el centro, Nezahualcóyotl lo
hizo”. En la conversación matizó: “dicen que más antes el tejolote, el molcajete, estaban
aquí cuando comía, aquí comía él, aquí en Tláloc”.
El pozo o sumidero del recinto constituía el acceso a un mundo subterráneo po-
blado de vegetación y sumergido en el agua. Broda, que visitó el lugar en 1984, dice:
“dentro del recinto se percibe aún una grieta artificialmente trabajada que se llena de
agua durante la mayor parte del año y evoca la impresión de conducir al interior del
cerro” (1989: 41). Un granicero de otra región explicó: “cuando viene el tiempo bue-
no, sube el agua, y cuando no viene bueno, baja”. Para don Cruz existía una conexión
subterránea del Monte Tláloc con los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, hacia el
sur, y con el Tláloc Cónetl —un pequeño cerro próximo a Amanalco llamado Tláloc

26
“Molcajete” significa mortero y “tejolote”, mazo de almirez o majadero.
27
Véanse las secciones “Tláloc-Chalchiuhtlicue: las divinidades acuáticas” y “Los auxiliares de Tláloc”
del capítulo 1.

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122 David Lorente y Fernández

Chico o Tláloc Niño, lo cual no deja de ser significativo, respecto al cerro mayor—
hacia el norte.28 Todos los cerros estaban a su vez “comunicados” con el mar, que él
creía llenaba el interior de Tláloc y dejaba escapar su sonido a través del agujero: “Ése
está haciendo como resuello con aire, este nomás está haciendo ‘huuuuuhhh’, está
como resonando”.
El Monte Tláloc como fuente o reserva de agua desde la cual ésta se distribuía a
través de manantiales, arroyos y ríos por la Sierra, y de las lluvias que regaban la zona,
era un motivo recurrente e implícito en las conversaciones. La gente común no sabía
decir más, pero concebía al Monte Tláloc como un lugar de origen de las aguas, como
una suerte de eje o referente central en el paisaje ritual serrano. Don Cruz sabía de la
participación de los ahuaques en la producción de lluvia, y dijo: “viven adentro, son
los cuidadores allí, allí cuidan, porque ahorita, como es tiempo de lluvia, ahorita Tlá-
loc está pura nube, nublina”.

FIGURA 3.5
El Monte Tláloc envuelto en nubes, visto desde el cerro Tezcutzingo

28
El Tláloc Conetl es un cerro próximo a Amanalco llamado también Tláloc Chico o Tláloc Niño respecto
al cerro mayor, lo que es significativo pues parece reproducir la idea de Tláloc-padre asociado a sus hijos-
ahuaques.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 123

Según explicó, el padre Tláloc dependía de sus hijos ahuaques para hacer la lluvia.
Éstos emergían del interior del cerro por el agujero o por las cuevas de su cima y sus
laderas y ascendían al cielo cargados del agua del mar que llenaba el Monte. Desde allí,
dijo, “ellos comienzan a gurgujear con su boca, lo soplan también el agua, está llovien-
do ya. No más uno o dos, ya todos los que están”. Los ahuaques creaban las nubes y las
desplazaban “para todas las entidades”. Cuando terminaba de llover aparecía el arcoíris
(cosamaloc), creado por los ahuaques “como un resuello de ellos pero nomás pintado
de colores, de verde con azul y rojo, ése nomás pues lo soplan ellos cuando ya se des-
piden, es como el aliento de nosotros”.
Aunque Tláloc-Nezahualcóyotl era el Rey del Mar que regía a los ahuaques de la
región serrana, existían también otros Reyes que interactuaban con él en la zona. Ca-
da uno tenía a su cargo un grupo de “chalanes”, es decir, de “hijos” o ayudantes que
producían la lluvia. En el Popocatépetl, dijo don Cruz —y ningún informante profa-
no me habló jamás de estos seres— habita el Rey del Trueno que “se comunica” sub-
terráneamente con Tláloc, “por eso cada año hay agua”. En la Volcana Iztaccíhuatl
mora una Reina considerada “la mamá”, quizá la contraparte femenina de Tláloc como
“padre”, aunque esto no pude explorarlo. En el cerro Tlamacas, por último, habita
también un Rey del Mar que hace que se arremolinen las nubes en su cumbre cuando
iba a llover, aunque cabe pensar que su influencia esté subordinada al inmenso poder
de Tláloc-Nezahualcóyotl.
De cualquier forma, estos Reyes se concebían como “padres” de los ahuaques, que
debían “trabajar” para ellos produciendo la lluvia. En este sentido eran “niños”. Pero
en la Sierra dominaba Tláloc-Nezahualcóyotl. A cambio del trabajo o como retribución,
don Cruz me dijo que el Rey del Mar Tláloc-Nezahualcóyotl le proporcionaba a los
ahuaques su alimento, el “granizo” al que llamaba “arvejón”, para que lo prepararan o
“cocinaran”. “El Rey del Mar les manda pa’ que hagan la comida”, dijo. Esta retribu-
ción alimenticia definía la relación de paternidad de Tláloc con los ahuaques y estable-
cía un vínculo recíproco basado en la interdependencia. Permitía entender los
conceptos de “padre-Tláloc” “hijos-ahuaques” en términos de intercambios.29
Vemos así que desde la perspectiva pluvial los ahuaques se conciben como seres
benéficos, lo que explica su ambivalencia respecto al tipo de meteoros producidos. Son
entidades que dan la lluvia y hacen crecer las milpas. La lluvia se considera el más
29
Cabe destacar que también en la Sierra Norte de Puebla los nahuas conceptualizan la relación entre
Nánáhuatzin, héroe cultural y relámpago antropomorfo asociado a San Juan Bautista, y sus rayos auxi-
liares o quiyahtéomeh en términos de “padre” e “hijos”. Nánáhuatzin se considera “el padre o el capitán”
de los quiyahtéomeh “con cuya ayuda trae agua del mar para hacer crecer las plantas” (Taggart, 1997:
48). También en Tlaxcala los muertos por rayo que ayudan a la Malinche en sus funciones atmosféricas
son concebidos como “hijos” que deben trabajar a su servicio (Robichaux, 1997: 16; 2008: 405).

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124 David Lorente y Fernández

preciado don que los espíritus otorgan a los seres de tlalticpac, pues activa la regenera-
ción periódica del mundo y su continuidad. Como principio fecundante impulsa la
multiplicación de todos los seres y los bienes terrenales del hombre —árboles, mague-
yes, animales domésticos, ganado, cultivos de temporal, etcétera.—. A su vez, se asocia
con el agua de manantial contenida en los cerros que fluye por los canales y permite el
desarrollo de los cultivos de regadío. Las lluvias y las aguas que fluyen sobre la tierra se
asociaron en la mente de un campesino cuando me refirió expresivamente: “donde hay
agua hay vida” resumiendo el concepto.
Por último hay que indicar que el Monte Tláloc no supone únicamente el eje
central del paisaje ritual serrano por constituir el lugar de origen de la lluvia. Como
inferí de las observaciones de don Cruz, muchos espíritus humanos capturados en los
arroyos no permanecen en los lugares de la agresión. Por medio de la corriente o
de los rayos los ahuaques los conducen al interior del Monte, donde se acumulan
como si se tratara de una inmensa bodega.
¿Pero a qué se debe este hecho, por qué se acumulan los espíritus en el Monte?
Según explicó don Cruz, al inicio de cada época de lluvias Tláloc-Nezahualcóyotl
cambia, siguiendo un orden muy similar al de un sistema de cargos, a los trabajadores
ahuaques que han ocupado durante ese año los arroyos por los nuevos espíritus huma-
nos almacenados dentro del Monte. Dijo don Cruz al respecto: “ésos no todo el tiem-
po están aquí dentro de las venas de agua, los cambia cada año [Tláloc] cuando
comienza a tronar”. Le pregunté que cómo lo hacía y explicó: “los vienen a dejar los
duendes adonde hay charcos de agua, los deja la nube cuando truena, los reparten
cuando cae el rayo”. Y añadió sintéticamente: “los ahuaques llevan a los espíritus hu-
manos en las nubes, y entonces andan jugando con la pelota [una forma de denominar
al rayo] en el cielo, y cuando le dan una patada, el rayo ya cae abajo [con el espíritu]:
na’más truena y ahí queda [en un cauce de agua].”30
De esta manera los nuevos espíritus repartidos trabajan como “aguadores” regando
la lluvia, pero también se transforman en “policías” y “presidentes municipales” que
regulan la distribución del agua en los arroyos y controlan el acceso de los extraños
infligiendo castigos. “Cuando ya llueve, en un charquito de agua, en las piletas de agua
siempre hay soldados y policías ahí”, dijo don Cruz, “tiene que haber vigilantes que lo
cuidan el agua”. La renovación del sistema espiritual de los manantiales precisa así, en
última instancia, de los espíritus humanos apresados cada año en la Sierra por los
ahuaques. La depredación anual genera las condiciones necesarias para la reproducción
integral de la vida.

30
También la Reina de la Volcana Iztaccíhuatl, dijo, “tiene sus chalanes allí [dentro], sus espíritu [humanos],
y cuando ya trabajan [los ahuaques] ya los reparte, porque allí viven”.

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Los ahuaques, “dueños del agua” 125

Resumamos ahora panorámicamente la concepción atmosférica nahua. Las tor-


mentas se presentan para los serranos como procesos cósmicos complejos en los que
ocurren dos acciones simultáneas: por un lado, los ahuaques reparten la lluvia fecun-
dante concebida como un don de vida, y por otro rapiñan con los rayos y el granizo
esencias y espíritus para permitir el funcionamiento del inframundo. Ambas acciones
son simultáneas y contribuyen a explicar el carácter ambiguo de los ahuaques, a la vez
benéfico y dañino. Don Cruz lo expresó con precisión en dos testimonios reveladores.
Primero me explicó que, en las tormentas,

hay maestros [que] los llevan [a ciertos ahuaques] para que ellos trabajen, lo tiren el
agua; y los demás andan jugando para que truene, para que a ver a dónde le van a
[enviar el rayo] a uno, lo llegan a atrapar su espíritu para que lo lleven para esos cha-
lanes [es decir, para que se convierta en ahuaque].

Y a finales de enero de 2005, en plena estación seca, corroboró:

Entonces ahorita están calladitos. Ahorita hasta cuando ya va a comenzar […] a llover,
pues va a comenzar a tronar; eso ya revive. Ya lo reviven [los ahuaques] el tiempo”.

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Capítulo 4
Los tesifteros, “conocedores del tiempo”

El concepto de tesiftero

El complejo climático que se acaba de describir y al que los serranos denominan “el
tiempo” es conocido por ciertos especialistas rituales llamados tesifteros. Durante mi
trabajo de campo en la Sierra tardé aproximadamente un año en averiguar la existencia
de uno de estos ritualistas, a pesar de que todo el mundo afirmaba que habían muerto.
Se decía que antiguamente —calculé que hacia la década de 1970— los pueblos con-
taban con un total de tres a cinco, pero que hoy día habían desaparecido. Sin embargo,
al narrar episodios terapéuticos los habitantes aludían veladamente a tesifteros vivos.
En mis investigaciones entrevisté a la hija de Juan Velázquez, conocido granicero
fallecido de Santa Catarina; a una anciana hermana de otro en Tecuanulco; a don
Antonio, granicero de Santa Catarina anciano y privado de memoria, y finalmente a
don Cruz, que tenía 63 años y ejercía activamente su trabajo. Gran parte de la infor-
mación que presento en este apartado se debe a él. Por otro lado, muchos vecinos
conservaban en el recuerdo acciones de tesifteros de sus comunidades que habían escu-
chado a sus padres o vivido de niños. Supe de la existencia de dos ritualistas más, uno
en Amanalco y otro en Santa Catarina —lo cual elevaba a tres su número en la Sie-
rra—, pero nunca me fue posible acceder a ellos ni conocer sus nombres.
El término tesiftero parece derivar del náhuatl tesihuitl (granizo) y del sufijo español
-ero, y podría proceder del vocablo clásico teciuhtlazqui reportado por Sahagún (1999, lib.
VII, cap. vii: 436-437) que Garibay “asocia al aztequismo ‘tecihuero’, es decir, granicero”
(en Espinosa Pineda, 1997: 94), y López Austin traduce como “el que arroja el granizo”
(1967: 100). En la Sierra designa a individuos dotados del poder para conjurar —“atajar”,
retirar, alejar— este elemento, aunque poseen otras atribuciones que ahora trataré.
Los tesifteros son hombres o mujeres de “corazón fuerte” que reciben de los ahua-
ques el don para conjurar el granizo, retirar los rayos, los fuertes vientos, los aguaceros
y las diferentes clases de nubes que originan las tormentas: las “víboras” o “culebras de
agua” (mexcoatl), oscuras y semejantes a tornados o remolinos descendentes que arra-
san las milpas; las de granizo propiamente dichas, grisáceas y con el vientre ennegre-
cido, y las “bolas de nubes” (mextolontli) generadoras de tempestades eléctricas.
También se los considera capacitados para curar “enfermedades de lluvia” producidas
por los ahuaques (a los “agarrados” en el agua o fulminados), por lo que se los designa

127

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128 David Lorente y Fernández

“graniceros-curanderos”, y por último poseen atributos para pedir la lluvia. A su vez


participan en la organización comunitaria ocupando cargos civiles pero que constitu-
yen posiciones de mediación entre el ámbito de los ahuaques y el mundo ordinario.
Por ejemplo, don Cruz cumplía en 2005 el cargo de aguador y distribuía el agua de
riego; además, dirigía la construcción de un depósito para su comunidad surtido por un
manantial y presidía las cuadrillas encargadas de la limpieza de los otros existentes (podía
persuadir a los ahuaques para que permitieran la entrada de los vecinos en sus dominios).
En realidad, todas estas funciones pueden subsumirse en la capacidad de “conocer
el tiempo” que los vecinos les atribuyen. Los tesifteros son “personas que lo entienden el
tiempo”, que “saben del tiempo”. Desde una perspectiva etnográfica puede decirse que
son ritualistas que ejercen una función comunicativa: frente a la lógica depredadora de
los rayos y del granizo enviado por los ahuaques, los tesifteros constituyen el medio o
canal a través del cual a la sociedad humana le es dado controlar u ordenar el flujo de
sustancias y esencias entre regiones del cosmos. Los tesifteros pueden establecer acuerdos
con los ahuaques para preservar los bienes de los vivos y defender sus intereses, o pueden
librar al hombre de la dependencia ciega de sus requerimientos y caprichos.
A menudo los tesifteros gozan de invisibilidad social en sus pueblos. La primera
ocasión que visité a don Cruz consulté a una partera local sobre su paradero. Ella me
previno: “Pero no vaya preguntando a la gente por el granicero; diga que busca a don
Cruz porque le han dicho que sabe curar, y que usted lo busca porque quiere que le
cure”. Me sorprendió su advertencia. Más tarde entendí ciertas cosas. En primer lugar,
don Cruz acababa de ser “agarrado” por los ahuaques en una curación complicada y se
estaba recuperando de la enfermedad, lo cual lo convertía en una persona “peligrosa” o
“contaminante” en el pueblo. En segundo lugar, don Cruz no era sólo granicero. Du-
rante la conversación referida, el marido de la partera había dicho: “don Cruz, que
cura y sabe el tiempo, también de huesos sabe”. Días después bajó la voz cuando habla-
ba de él: “martes y viernes ellos oyen —dijo—, porque es el día de los brujos”. La idea
me fue confirmada por el propio don Cruz un año después, cuando en una de mis
primeras visitas me ofreció: “te puedo enseñar a echar y te puedo enseñar a curar”. Es
decir que, además de tesiftero, curandero y huesero, sabía “echar brujerías”.
La hija de Juan Velázquez, el reputado tesiftero de Santa Catarina muerto hacia
1980, contó del fallecimiento de su padre y de su trabajo:

Había tres [graniceros] aquí en el pueblo, pero la verdad ya no viven… Pero el que así
sabía más, mi papá. Sí, porque luego así se enfermaban y ya venían, ¡fue hasta el Dis-
trito! O sea que era naturista, con hierbas los curaba. De aigre, de las enfermedades
que antes decían de mala enfermedad, como brujería, pues curaba de eso. Él sabía, o
sea que yo ya fui creciendo y ya lo fui viendo, pues él ya sabía. Él tenía su don, por eso

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 129

le digo que él ya de nacimiento, de nacimiento así ya él sabía hacer [las cosas]. […]
Pues la verdad cuando murió quién sabe qué es lo que tuvo, porque él ahora sí que les
jalaba la enfermedad con la boca, toda sí los chupaba [a los enfermos]. No sabíamos si
en verdad nada lo pasaba o a lo mejor sí se pasaba algo de materias, porque sacaba
materias así feo haga de cuenta que salía pues así como pus, que lo que le sacaba pues
lo escupía, pero para saber si algo no se le pasaba.

Esta actividad corría paralela a su trabajo de “atajar” el tiempo y recuperar espíri-


tus de personas que habían sido atrapadas por los ahuaques en el arroyo.
Los dos ejemplos son suficientes para mostrar que la de tesiftero no es una categoría
“pura”, sino que incluye diversas actividades que lo convierten en un personaje de ca-
rácter ambivalente en su comunidad. La exposición a poderes ambiguos lo inviste en
un manipulador del bien y del mal, de las fuerzas benéficas y dañinas. Mucha gente con
la que hablé me dijo: “los tesifteros son malos, son peligrosos”. Pregunté a una mujer
por qué lo decía: “porque no hablan [distendidamente] así como ahorita nosotros es-
tamos platicando”.
Un hombre de Tecuanulco contó de un tesiftero al que conoció de niño: “es un
señor que nomás con la pura mirada dicen que lo dejaba a uno quieto ahí, o sea daba
miedo verlo, vaya; no es una persona normal como uno de nosotros”.
Este miedo se acrecentaba ante las competencias o luchas locales que entablaban
los tesifteros de diferentes pueblos, en las que se enviaban mutuamente las nubes de
granizo hasta que éste caía en la comunidad del adversario y destruía la cosecha.
Sin embargo, también el aspecto benéfico era comúnmente reconocido. El mismo
hombre de Tecuanulco refirió sobre el tesiftero: “Cuando murió ese señor de aquí pues
lógicamente se juntó mucha gente, porque para ellos, a pesar de que era peligroso el
señor, era bueno porque les cuidaba sus siembras, provocaba que lloviera”. Esta idea
del “cuidado” está muy extendida entre la gente de la Sierra (“aquí lo querían bastante
a ese señor porque cuidaba”). El propio don Cruz me explicó: “yo me responsabilizo de
las semillas, te responsabilizas de atajar cada año para que no caiga recio el granizo”.
También concebía la cura de enfermos como una obligación que le exigían los ahua-
ques y a la que no podía resistirse. Dicho sucintamente, preservar las semillas de su
pueblo y velar por la integridad física de los vecinos constituía el centro de su trabajo.

Reclutamiento y disociación anímica: el espíritu-ahuaque

Aunque existen diferentes modos de llamado o reclutamiento entre los tesifteros, todos
tienen en común que, a través de ellos, el espíritu del individuo es sustraído del cuerpo
y, durante un estado de muerte simbólica, trasladado al interior del manantial.

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130 David Lorente y Fernández

Las formas más comunes de vocación son dos: el golpe de rayo y la enfermedad.
Revisando distintos relatos reparé en que, aunque en ocasiones la primera origina “ata-
jadores” y la segunda “curanderos” —pero se vio que los tesifteros aúnan ambas funcio-
nes—, las dos suelen articularse y considerarse equivalentes en el mismo proceso
personal. El golpe de rayo constituye el más común. Don Cruz me dijo que el rayo debe
pegar en cuatro ocasiones al elegido, como muestra su propia historia individual —la
veremos después—. El golpe puede ser espontáneo o provocado por el neófito que desea
recibir el don. Para propiciarlo basta su decisión personal. “Si tienes el deseo —dijo don
Cruz— se te va a caer después, no se sabe cuándo y no se sabe en qué parte —y añadió—,
no se sabe en qué parte pero para que te registres tienes que tener, cuatro rayazos, cuatro
rayos, ésa es la verdad”.
Es posible que la imagen de los cuatro rayos se encuentre asociada a los rumbos
cardinales, así el reclutamiento inscribiría al ritualista en el espacio convirtiéndolo en un
centro permanente capaz de instaurar, donde quiera que se encuentre, una comunicación
entre los planos del cosmos. La función comunicativa antes referida hallaría una expre-
sión en esta imagen del tesiftero como axis mundi —como abertura o canal entre tlalti-
cpac, cielo e inframundo— que permite regular el flujo cósmico de sustancias entre los
ahuaques y los seres humanos (esencias, aromas, ofrendas).
Pero además, según los nahuas, cada impacto implica en realidad dos descargas.
Dijo un anciano: “les cae el rayo, truena y está allí el cuerpo, luego vuelve a tronar y revi-
ve”. Se cree que la primera roba el espíritu y la segunda lo regresa. En el intermedio
permanece como ahuaque en el manantial. Es decir, que no se trata de la intrusión de
una fuerza divina del rayo en la víctima, sino del establecimiento de un “puente” a través
del cual el espíritu elegido viaja al mundo espiritual. A partir de la primera experiencia
el viaje puede repetirse, y en eso consistirá la iniciación. Cuando la persona permanece
inconsciente sólo un tesiftero puede moverla; si lo hiciera un profano, su organismo, su
cuerpo, moriría y el espíritu-ahuaque quedaría confinado en el agua.
En cuanto al reclutamiento por enfermedad, éste puede asumir la forma de diversas
dolencias consideradas todas como “enfermedades de lluvia”. Lo más común es que el
elegido sea “agarrado” en el manantial a las doce del mediodía. Los enfermos “enduen-
dados” o “encantados” en el agua son tratados por un tesiftero que en sueños descubre
los motivos de su captura y ayuda en la iniciación del paciente, o le advierte del peligro
de ésta si posee un “corazón débil” (“si son de corazón blandito pues hasta él se puede
encantar”). El perder de manera recurrente el espíritu en las proximidades del agua re-
presenta una clara evidencia de que un sujeto posee el don y un signo de que la iniciación
resulta inevitable (lo veremos después al describir la vocación de don Cruz).1
1
Otro tipo de dolencia es la resultante de comer el granizo caído del cielo, motivo por el cual la persona
es susceptible de ser elegida —así le ocurrió a un muchacho curado por don Cruz—.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 131

Un caso de enfermedad interesante fue el de un granicero de Santa Catarina al que


aludí anteriormente al tratar el ciclo vital de los ahuaques. Lo narró una curandera del
pueblo, quien lo había conocido bien. Siendo él un niño chiquito

lo mandó su mama a traer leña por el monte, y fue a encontrar, por acá por las peñas,
una mesa de Día de Muertos [en miniatura, propiedad de los ahuaques,] con toda la
ofrenda, y había plátano, pan, naranja, mole, dulce de calabaza, todos sus manjares, y
llegó y ‘¡ay, está hasta humeante, está calientito!’ y se lo jincó, se lo comió. Y que ‘¡no,
pues ya me llené; no, pues aquí hay pan...! ’[…]; ‘ay, pues aquí hay plátanos...’ Agarra,
se los echa en el seno [de la camisa; y] la naranja. Y ya se vino pa’ su casa; busca la leña
y ya se vino. Llegó a la casa de sus papás y ya le dio sueño; al instante luego luego se
durmió. Que le dice su mamá: ‘¡Juan, Juan, ven acá! —dice—, ¡ven a comer, hijo! ¿Ya
te cansastes?’ ‘Sí; no tengo hambre, mamá’. ‘¡Ay!, [recuerda el niño entusiasmado] ¿y
mis plátanos?’, que los va buscando sus plátanos y sus naranjas que traía dentro de su
camisita... ¡Que ya se hizo nube, y granizo! El plátano se convirtió en nube y la naran-
ja se hizo en granizo. Ya lo traía aquí dentro de su ropa, pero ya [derretido]. Ah, que en
eso de que se durmió [...] que le gritan [los ahuaques]: ‘¡Tatajuan, tatajuan, gualan,
gualan!’, ‘¡Juan, Juan, vente!’ Pero le hablan en náhuatl, así como hablaban ellos, pues
del otro mundo igual le hablaban así al chamaquito, que le dicen: ‘¡Tatajuan, gualan,
gualan, tatajuan!’ Que se están burlando de él, en la azotea se asoman para donde está
durmiendo el niño; sí, que le gritan, le dicen, se están burlando de él, se ríen de él, del
chiquillo. De allí ya no pudo hablar, que empezó a hablar gangoso como si le apretaran
la garganta... Cuando se levanta, le habla a su mamá y ya le contesta como si tuviera
anginas, como si estuviera mal de las amígdalas y que bien ronco, pues allí se le iba a
morir con esa ronquera. Nunca más se compuso, por los duendes. Y ya se entregó, se
dio para granicero. Y que veía que se pone la nube muy fea ya se vestía y, ¿qué es lo que
hacía?, sus rituales para contestarles y correrlos que se vayan para otro lado.2

Sucede que tanto el golpe de rayo como la enfermedad —que además de constituir
el llamado se vinculan estrechamente con la iniciación—, producen la disociación del

2
Este episodio muestra la estrecha asociación entre la enfermedad y la iniciación, y entre la iniciación
y el alimento. La enfermedad sobreviene al ingerir la persona sustancias que no pertenecen a su mundo
—los plátanos y las naranjas son en realidad nubes y granizo— y cuya asimilación implica adscribirse
a otros dominios. Comer la comida de los ahuaques convierte al niño en ahuaque; la enfermedad pone
de manifiesto este proceso de metamorfosis: “Desde allí ya no pudo hablar, que empezó a hablar
gangoso como si le apretaran la garganta […]. Nunca más se compuso, por los duendes”. Después
veremos que el uso de comidas especiales es una de las prerrogativas de los tesifteros (véase el apartado
“Iniciación onírica y compadrazgo con los ahuaques” de este capítulo).

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132 David Lorente y Fernández

espíritu del elegido. Por medios que nadie supo explicarme se transmuta en ahuaque
y confiere al ritualista una naturaleza dual: parte de él se asimila al mundo humano y
la otra al espiritual. A diferencia de los seres humanos y de los espíritus, su existencia
transcurre simultáneamente en ambos mundos, es a la vez hombre y ahuaque, habita
tlalticpac y el manantial. Precisamente este rasgo lo erige en mediador.
Además del llamado, existen ciertas señales que indican que un individuo posee
el don, que de esta forma se considera innato, según diferentes personas pudieron
decirme. La hija de un hombre que había muerto sin concluir su iniciación me con-
fesó que temía mirar las nubes de tormenta: “¡Qué tal si los veo —exclamó—, qué tal
si tengo el don!”. Ver a los ahuaques implica haber recibido el don de nacimiento. Don
Cruz me dijo una vez que efectivamente “ellos se enseñan cuando tiene uno su destino”
y que no era posible verlos de otro modo.3 Por otro lado, añadió que la persona podía
mostrar en la palma de la mano derecha “las Estrellas del Mar”, configuración de líneas
asociada al poder de los ahuaques. Don Cruz podía averiguarlo escrutando la mano,
como sucedió en una ocasión en que lo visité acompañado de una joven de Tecuanul-
co. Tener estas Estrellas del Mar en la palma revelaba igualmente haber nacido en
posesión del don (las Estrellas del Mar remitían a los Reyes del Mar, es decir, a los
“padres” que rigen a los ahuaques, en especial a Tláloc-Nezahualcóyotl, y figuran en la
oración contra el granizo que veremos después).
También registré tres casos en los que se concebía la transmisión bilateral. Junto
a la mujer referida, que temía mirar a las nubes de tormenta, y a la hija de Juan Veláz-
quez, que me reveló que en ciertas ocasiones conjuraba las nubes con un crucifijo,
entrevisté a la hija ya anciana del tesiftero Cruz Alonso de Tecuanulco. Tanto Cruz
Alonso como uno de su hijos habían recibido el don y trabajaban juntos. En casos
semejantes la gente no aceptaba la acción del rayo ni la enfermedad el don era innato
y heredado: “su don lo trajo, trajo un don para eso”, se decía.
Así pues, el don puede obtenerse a través del llamado por rayo o enfermedad,
venir de nacimiento o recibirse por transmisión hereditaria indistinta entre hombres
y mujeres.
A continuación presento el relato iniciático de don Cruz, el tesiftero con el que
trabajé estrechamente, que muestra interrelacionadas algunas de las nociones expues-
tas aquí.

3
En una ocasión don Cruz lo expresó en negativo: “Aquí un hombre al que estaba yo enseñando de
granicero [y que no tenía el don de nacimiento] pensaba: ‘Voy a ver si de veras los veo a estos duendecitos’.
Le digo: ‘No, nunca los vas a ver. Los vas a ver en sueños. Pero así en natural por decir tú vas a hablar con
ellos, no. Vas a hablar al agua…’”

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 133

La vocación de don Cruz: un ejemplo de iniciación por rayo y enfermedad

Grabé el testimonio de don Cruz en dos sesiones los días 30 de enero y 12 de julio de
2005; él lo narró espontáneamente en un momento de nuestras conversaciones. Lo
que presento a continuación es una versión que aúna ambas, pues constituyen relatos
complementarios. Contó don Cruz:

Yo nací en San Jerónimo. Con este año llevo 38 años [viviendo en la Colonia, a don-
de me me mudé]. Pues exactamente hace 38 años se me cayó el rayó allá donde están
las últimas casitas.
Cuando primerito no quería yo enseñarme, iba yo por allá en el río y muchas
veces me enfermé, me agarraron. Me agarraron mi[s] espíritus. Me dolía mi cabeza,
mis manos ya se hincharon por aquí [las muñecas y los brazos], me quitaron mis es-
píritus, ya no tenía yo. Tuve una suegra, su mamá de mi esposa sabía curar, entonces
me curó. Entonces a las ocho veces [que] me enfermé, ya me dice: “Tú mejor te vas a
enseñar, porque si no te vas a seguir enfermando, y después pues te vas a morir”. Le
digo: “¿Cómo? ¡Pero pues yo no sé nada!”. Dice: “Sí, tú tienes tu don. Nomás que te
pones abusado. Es que ahorita te enfermas, pero tienes [debes tener] cuidado por
dónde vas: si te vas al monte, cuando comienza ya la lluvia, por decir vas a leñar o vas
a cuidar, cuando llevas tus animales ya los echas rápido, echas carga y ya te vienes, y
te vienes rezando pa’ que no te caiga el rayo”. Pues ¡cuándo me acordaba yo! ¡Hacía
así al rato y, después, ni madres! Siempre.
En esos años, pues como no tenemos terrenos, más hectáreas de momento no
hemos sacado, dice mi mujer: “Ya no hay maíz, ya trae para echarle al ascón para
martajar”. ¡Cuál! Ahora sí lo fui a traer a Santo Tomás Apipilhuasco en una tienda, fui
como a las cuatro, me fui corriendo para cuando oscureció pues ya verme subiendo
adonde están las últimas casitas, en la veredita. ¡Ya está tronando, ya va tronando!
Hasta cuando truena parece hasta que alumbra en el cerro de allí [el Tlamacas]. Digo:
¡Híjoles, me va a agarrar! Y aquí ya chispea el agua. Así que agarro once kilitos de mi
maíz, con un costal y con un ayate de plástico, entonces ya vengo caminando [con la
carga a la espalda]… ¡Híjole! Así lo paso un montoncito de magueicitos chiquititos
asina… Qué cosa, ¡cuando aparece alguna nube y me dio un pinche rayo por acá asina
[en el hombro y el brazo izquierdos] y que me tumba encima de los magueyes! ¡Y que
se me cae el pinche rayo encima de mí! Así que voy yo cargando mi muletita del maíz,
¡se me fue a caer encima de los magueyes! No, cuando me levanté… ¡pues el chinga-
dazo que me dieron pero así en la cabeza…! Pero no me fui a caer así boca abajo, sino
que me fui a caer asina, boca arriba, me botaron… Cuando me levanté ya está salien-
do sangre de la nariz. Fui a llegar, voy sangrando… De nada me piqué de los magueyes,

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134 David Lorente y Fernández

nada. Me botaron nomás, ahí me botaron. Digo, pues a lo mejor así me va a donar,
me voy a morir. Nomás como que me escamé y ya; me levanté y ya me fui. ¿Qué sería?
Ponle 80 metros, 100 metros para llegar a la casita hasta acá arriba. Y aquí ya está
comenzando a llover. Ahí llego, pues ya, aquí está mi señora —ya era noche, pues ya
se acostaron—, me humeó con unos pelos de gallina, les quitó las plumas y lo quemó
tantito con lumbre, me humearon y ya con esto para que no me espante; y tomé agua
rápido, y ya con eso ya. Ni enfermé; nada. Ni siquiera por decir alguna parte me
rasguñaron del rayo, nada. Nomás así me hicieron como un escarmiento para que
yo... como un toquecito en realidad.
Después fui a traer [el espíritu de] una persona hasta el bosque, hasta el monte;
estaba en el manantial. En aquella reforestación de allá me fueron a dejar, allá me
dieron otro. Me lo querían quitar, me dieron un chingadazo, un toque, hasta me fui a
caer aquí, hasta allí me fue a botar dentro del tepetate, por eso me rasguñé todo, me
rasguñé, ¡pero no lo solté!, así lo llevé y ya lo fui a dejar [el espíritu] hasta San Jeróni-
mo. Les dije a los chalanes, dos chalanes [se llevan] —que uno tiene que ir adelante y
uno atrás—, cuando ya me caí, que me levanten.
Dos veces [me pegó el rayo] y otra vez allí, por cerca del río [el Partidor] fue
donde me tocó otro. Fui de viaje y ya me agarró por allí la lluvia, por allí me tocó otro.
Y otro [más] en el monte, me iba a tocar encima de un árbol, pero como me quité del
árbol no me tocó en el arce. El árbol ese sí lo sonrrojaron bien. Sí, pero ya nomás
medio me tocó, ya no [me pegó directamente]… Ya después mejor ya me enseñé
todo bien [aceptó el don].

Cada párrafo del testimonio corresponde a una etapa distinta de la iniciación. En


un primer momento don Cruz se enferma cada vez que va al manantial, los ahuaques
capturan sus espíritus. Su suegra, conocedora del tema, le advierte con sobresalto sobre
la necesidad de iniciarse: “tienes tu don”. Pero él ignora el consejo y es alcanzado por
un rayo, “un toquecito en realidad”. Entonces lo cura su esposa, que también había
aprendido de su madre, la suegra, sahumándolo para evitar el espanto. Después recibe
un segundo rayo de los ahuaques, cuando ya curaba y recuperaba espíritus de enfermos.
Un tercer rayo lo alcanza en el Partidor, y el cuarto y último en el monte; así cumplió
los cuatro rayos necesarios. “Después mejor ya me enseñé todo bien”, dijo. Asumió su
destino y se entregó a los ahuaques.
Un aspecto sumamente interesante de la historia de don Cruz es que, al narrarla,
asociara el episodio del impacto del primer rayo con una crisis familiar que en ese
momento estaba atravesando, y que determinó su traslado desde San Jerónimo Ama-
nalco a la colonia Guadalupe, donde estableció su vivienda. Esta asociación temporal
es reveladora por lo que explica sobre el contexto y las condiciones sociales que influ-

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 135

yen en la iniciación. Crisis vital e iniciación mística van de la mano en el testimonio


de don Cruz. Retomemos la narración:

¡No, pues yo tuve problemas con mis jefes y con mi mamá! Un hermano mío, era mayor,
me odió mucho, por eso nos peleamos allá en San Jerónimo en la casa de mis jefes, de
noche, y al amanecer a estas horas ya me corretearon con todo y mi señora, y apenas el
chamaco tenía… ¡quince días hacía que se alivió mi esposa del parto! Casi ya me sacaron
a mí denuncia. Y ya nomás se le encargué a la señora en una parte con unas hermanas,
y ya pues dime dónde pedir mi herencia que me la dieron que sea de ejido. Allá tenía
su solar mi papá, tenía su lotecito pa’que me lo hubiera dado allí de herencia, pero como
ya lo tenemos mi denunciada, pues tienes este pedacito hasta acá arriba, ¡pues hasta acá
arriba! ¡Ahorita ya se ve pueblo, pero esos años hágase de cuenta… ¡como por aquí en
el bosque ya! Y había árboles, de estos árboles de encina: siete árboles. Dice [su padre]:
‘Pues aquí va a hacer un ranchito, abajo en este árbol lo hace un ranchito para vivir’.
Digo: ‘Sí. Pues ya me dio usted hasta acá, pues ni modo. Si usted tiene por ahí, hasta el
bosque, hasta el monte me va usted a dar y no tiene, pues tengo que vivir allá, porque
qué cosa no tengo…’ [Ríe] Pues oye, me conformé. ¡Pues ahí me lo dieron!
Ya me vine. Hice tres tres días para formar un jacalito y ya. Ya acarreé unos palitos,
así con hierba lo hice para un lado, fui a comprar los cartones y ya vine a tapar. Tenía
dos burritos y los pasé a traer; teníamos allá unos pollitos, allá tenía mi señora unos
pípilos, ya los echo en unas cajas, y mis cobijas y mis petates, ya traigo y nos venimos,
a estas horas [temprano] nos venimos. Allá por allá en la desviación voy, descargo otra
vuelta y le digo a mi señora que allá me espere y voy a traer cartón allá en Apipilhuasco.
Ya lo pasé a traer, llego como a las tres de la tarde, desde aquí ya va a chispear el agua,
salimos en el mes de agosto, en tiempos de lluvia… Ya está lloviznando, y luego ella
todavía no aguanta a agarrar las cosas pa’que me ayude; ya el chamaquito ya lo acostó
así, con unos costalitos de jarcia, de hilo de maguey. Así lo tendemos y las cobijas écha-
le y ya subió mi mujer arriba para lavar la casa, el tejado y ya se vio na’más un lado y ya
la cocina, y ya pasamos la vida así.

He querido citar este extenso testimonio porque contextualiza el llamado y presen-


ta la posición marginal en que don Cruz comenzó su vida una vez abandonó la residen-
cia paterna. Esta situación subalterna coincide con el primer golpe del rayo, cuando
contaba 23 años (actualmente tiene 63). La coincidencia de ambas situaciones, su rela-
ción causal quizás, lleva a preguntarse si el papel de granicero le ofreció a don Cruz una
suerte de recurso catártico para resolver o manejar su crisis personal y reconducir su es-
tatus dañado, haciéndose, gracias a la iniciación, con una posición de poder en el seno
de su nueva comunidad.

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136 David Lorente y Fernández

Iniciación onírica y compadrazgo con los ahuaque

Una vez recibido el llamado y aceptado el don, la iniciación del tesiftero sucede a través
de los sueños. El proceso de aprendizaje es solitario y en él no participan otros tesifteros,
a diferencia de lo que sucede en Tlaxcala y Morelos.4 Muchas veces el neófito recibe
instrucciones del ritualista que lo trató, como remedios usados en curaciones, imple-
mentos rituales, oraciones y diversos elementos ligados a su experiencia particular, pero
el resto del aprendizaje es un proceso individual. Una vez le pregunté a don Cruz quién
le había enseñado: “Nadie, nomás en sueños —contestó—. Yo sueño”. Me explicó que
tras los impactos del rayo estaba platicando con los ahuaques cuando su mujer, asus-
tada, lo despertó: “si me hubiera dejado, cuando hubiera llovido no me hubiera yo
mojado”. Contó de un tesiftero de Amanalco que atajaba el granizo sin mojarse y
concluyó: “Y yo siempre me cobijo porque me mojo. Por eso todavía me faltó otro
cachito. ¡Me despertaron, pues ya no!”

En los sueños sucede que el espíritu del tesiftero deja el cuerpo y, en forma de
ahuaque, viaja al interior del manantial, donde recibe instrucciones. “Vas a soñar
—dijo don Cruz— que estás jugando dentro del agua y lo vas a ver el muñequito, por
ahí está. Está yendo dentro del agua. Ya se pasó a meter un muñequito. Y si no te pasa
a hacer asina [saluda con la mano], y si no, nomás te pasa, pa’que lo veas tú”. Los mu-
ñequitos son espíritus-ahuaques que le instruyen en el control atmosférico y la curación.
Los ahuaques establecen con él una relación particular: alimentan al ritualista
como demostración de “amistad”. Lo vimos en el caso de la mujer elegida como Reina
Xochitl: “ya me dan unos jarritos chiquitos, sus platitos […], me ofrecen la comida, me
ofrecen todo lo que tienen”. El vínculo creado con el alimento persigue convertir al
tesiftero en su pariente ritual. Muchos informantes profanos señalaron esto, y utilizaron
el término “compadrito” para definir la relación. Ésta se sustenta en una serie de deberes
condensados en el concepto “respeto” (icatlasotla), principalmente el uso de términos
parentales —“usted”, “compadre”, “hermano”, etc.—, la ayuda mutua y, quizá clave,
la retribución del alimento —el “agradecimiento” o tlasocamachiliztli—, aspectos aná-
logos a los que rigen el compadrazgo en la Sierra.
Una anciana de Tecuanulco narró el testimonio de un tesiftero fallecido, revelador
a este respecto:

4
Véanse los apartados “Tlaxcala rural” y “Morelos” del capítulo 1.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 137

Telésforo le platicaba a mi difunto esposo que iba por allá en Atitla [un manantial], y
nomás se paraba en una piedra así, nomás tosía y cuando siente ya se metió en una
casa. Pero pues cuál casa si allá no hay casas mas que sólo pantano, que había así harta
agua. Dice que nomás saludaba: ‘¡Compadritós!’ Que dice: ‘¿Ande están, compadri-
tós?’ Y ya le responden, ya se metió… quién sabe cómo. Ya se mete en el pantano, ya
está abajo. Pero yo creo que no siente o quién sabe cómo le hace. Y allá cuando llega
es que dice: ‘¡Gayeyeloc, compadritos!’ Y ya le responden, ya lo llaman, que les dice de
compadritos a los duendes, que son compadritos los duendes del granicero. Luego ve que
hay puro calabacita, ¡todo verdura, todo verdura hay! Y luego ya lo llaman allá hartas
muchachas bonitas —que hay grandes y muchachas y hombres, pero todo chiquito—
y le dan de comer habas verdes, arvejones verdes y todo verde, nada más que de su
comida, la comida le dan. Todo eso desabrido, nada de sal, no tienen, puro desabrido.
Hasta le decía [Telésforo a mi esposo]: ‘Ya tengo hambre, ahora sí yo ya me voy, voy a
comer allí con mis gentes’. ‘¿Adónde?’ ‘Pues allá en Atitla. Yo voy a comer allá con mis
compadritos. Llego y me dan de comer. Lo que no me gusta es [que la comida no tiene]
nada de sal, puro desabrido me dan los arvejones verdes y las habas verdes a comer’.
Luego para salir también nomás tose, nomás hace ‘Jrm, jrm’, y dice: ‘Inoj, compadri-
tos’. ¡Cómo está eso, que les hablaba en mexicano y le hablaban en mexicano, todo en
mexicano le hablaban como le hablábamos aquí! Luego dice que ya le dieron de comer
y ya se viene. Nomás tose otra vez y les dice: ‘¡Tlasocamate [gracias] compadritos!’ Y
luego ya se pierde él, y ya cuando... yo creo que se duerme o quién sabe... cuando
despierta ya está otra vez por aquí en el terreno, ya para en la orilla del pantano.

Diferentes aspectos destacan en el relato. El intercambio y el consumo conjunto


de alimentos constituyen y definen la relación entre el tesiftero y los ahuaques, que se
concibe como un proceso que debe ser reactualizado periódicamente.5
Los tesifteros, que en sueños son con frecuencia alimentados por los ahuaques,
retribuyen en estos intercambios nutricios en determinadas ocasiones rituales. Las

5
Nociones nahuas de otras áreas complementan estas ideas. En Guerrero, por ejemplo, “la comida y el
consumo de la comida […] representan la dependencia mutua”, y “el compromiso de nutrirse mu-
tuamente implica un endeudamiento permanente” (Good, 2001a: 278-279). En los mitos de la
Sierra Norte de Puebla los seres humanos y los “rayos” (quiyahtéomeh) entablan vínculos a través de com-
partir e intercambiar alimentos, actos que denotan “respeto” y “amistad”. Según Taggart, en la vida ordi-
naria de la Sierra Norte de Puebla las relaciones se establecen predominantemente en “banquetes rituales”
donde compadres y parientes intercambian la comida de sus platos para crear vínculos ceremoniales,
que renuevan después durante el Día de Muertos y en otros momentos clave del ciclo vital (nacimientos,
bautizos, matrimonios, defunciones). Rechazar el alimento ofrecido implica, por tanto, abandonar la
intimidad (Taggart, 1997: 146 y ss.), etc.

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138 David Lorente y Fernández

principales son dos: durante las curaciones, cuando don Cruz dijo no poder comer
“frutas” debido a que debía compartir en las ofrendas terapéuticas su “aroma” con los
ahuaques. Él depositaba las frutas sobre una charola dentro el agua, ámbito donde su
espíritu también podía acceder: “entonces —me explicó aclarando el motivo—, haga
de cuenta comemos juntos con ese mismo olor”. Otra ocasión para estas retribuciones es
en los ritos para “atajar” el granizo —como se verá extensamente más adelante—,
donde la promesa de una ofrenda nutricia es usada por el ritualista para persuadir a los
espíritus de que alejen las nubes destructoras de los campos cultivados: “Ahora no —
exclama el tesiftero en su oración advirtiendo a los ahuaques—: más después tenemos
que comer”.
Estos intercambios recíprocos que permiten establecer no sólo un contacto con
los ahuaques sino lograr su colaboración radican en la naturaleza del tesiftero como ser
dual. Al poseer atributos humanos y espirituales, el tesiftero puede establecer vínculos
con entidades ontológicamente otras. En su dimensión de ahuaque o espíritu separable
puede nutrirse de aromas, sean de plantas terrestres o de los que se hallan en el interior
del manantial (los vegetales del relato son en realidad esencias inasibles), que represen-
tan olores de frutas y semillas extraídas del mundo humano. A su vez, el tesiftero cons-
tituye un ser humano que se alimenta en la tierra con sus semejantes. El estatus
ambiguo y la capacidad de proyectar al exterior su espíritu-ahuaque, adquiridos en la
iniciación, confieren al tesiftero el carácter específico de mediador o de intermediario
que lo define como ritualista.6

6
Sin embargo, en ocasiones este compadrazgo sostenido colectivamente con los ahuaques —todos los
ahuaques son sus compadres— es reforzado por medio de una relación contraída espefícamente con uno
de ellos. Entonces, en el interior del manantial el granicero recibe una “esposa espiritual”. De modo
similar al descrito al referir los episodios de enfermedad, el granicero se “casa” con una mujer ahuaque.
La diferencia sustancial entre ambos casos es que, mientras en el primero la víctima apresada se asimila
definitivamente al mundo del agua suspendiendo sus lazos terrenales, en el segundo el ritualista conserva
simultáneamente a sus esposas serrana y espiritual. El dualismo ontológico del granicero se ve así
redoblado: al igual que consume aromas en el arroyo y semillas sobre la tierra, posee una familia y una
esposa terrestres, e hijos y cónyuge ahuaque en interior del manantial. Según se desprende lógicamente,
con la mujer ahuaque deberá mantener intercambios de comida y relaciones sexuales —categorías
conceptuales que pueden llegar a asimilarse u homologarse frecuentemente entre los nahuas— y lo
mismo sucederá con su esposa humana. La poliginia del granicero es, pues, una segunda cualidad que
lo acredita como intercesor. Ningún serrano ordinario puede mantener dos esposas, con sus respectivas
familias, en distintos planos del cosmos ni frecuentarlas continuamente realizando visitas alternas. Al
respecto puede decirse sin reparos que el tesiftero lleva una doble vida, pues sus dos mujeres ocupan
puestos legítimos semejantes —no se trata de un amancebamiento que coloque, mediante un tratamiento
privilegiado, a una mujer “primera” por encima de la “segunda”; es una poligamia simétrica—. No
obstante, al igual que sucedía con el compadrazgo y el alimento, cuando el granicero realice ceremonias

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 139

Aunado a la comida recibida de los ahuaques en los sueños el tesiftero es iniciado


en un segundo sentido: es “registrado”. Dijo don Cruz del tesiftero que atajaba el gra-
nizo sin mojarse: “está bien registrado el señor, lo ayudan sus compañeros”. Registrarse
implica adquirir una serie de conocimientos prácticos asociados a la profesión. Uno
de ellos lo conforma la asignación del territorio en el que actuará. Al parecer, hay áreas
concretas a las que cada uno es adscrito. En San Jerónimo existía una “organización”
de pedidores de lluvia cuyos miembros se hallaban “registrados” en el Monte Tláloc,
al contrario de lo que le sucedía a don Cruz quien, cuando tenía que recuperar enfer-
mos en este lugar, debía recurrir a ellos y solicitar su permiso —se verá luego—. Otro
aspecto de “registrarse” es la obtención de un implemento ritual específico con el que
se desempeña el trabajo. A menudo se trata de una palma bendita de Domingo de
Ramos pero también puede ser una vara de membrillo, un machete, un crucifijo o los
propios dedos de la mano derecha (el pulgar sobre el índice) formando una “cruz”
—ambas en el caso de don Cruz—. Los implementos rituales son entregados en sueños
y el ritualista los consigue en la vigilia. A su lado figura una serie de oraciones, súplicas,
recetas médicas, movimientos rituales, avisos, sanciones, predicciones climáticas, etc.,
que el tesiftero recibe oportunamente.7

“Atajar el tiempo”: retirar los meteoros dañinos

La práctica que identifica y define a los tesifteros es “atajar el tiempo”, que designa el
acto de “retirar” meteoros nocivos —granizo, rayos, lluvias torrenciales— a espacios
donde no perjudiquen a los humanos. En sus sueños los ahuaques les proporcionan
información atmosférica (“los sueñas, por eso ya lo atajas el agua”) a modo de pronós-

con el objeto de recuperar espíritus de enfermos, o rituales para expulsar el granizo de las comunidades,
deberá reforzar sus lazos con el mundo del agua y establecer una separación respecto al mundo serrano
terrenal. Tendrá, en suma, que respetar proscripciones maritales equivalentes a las prohibiciones nutricias.
Estará obligado a atenerse a la abstinencia sexual con su mujer terrenal y mantener relaciones carnales
únicamente con su mujer ahuaque.
7
Sobre los sueños de los “tiemperos” de Morelos ha escrito Glockner: “Agarrar el sueño no sólo implica
permanecer dormido hasta captar el mensaje completo, no sólo cumple un papel pasivo, se refiere
también a introducir y ejercer la voluntad dentro del sueño, a tomar decisiones que permitan lograr
cierto control de la circunstancia onírica” (2000: 134). Un aspecto clave en este sentido es que parte
importante de la iniciación consiste en aprender a soñar: “Yo sueño”, dio como respuesta don Cruz a
mi pregunta, vinculando el acto de “soñar” con un viaje extracorpóreo. También los antiguos nahuas
creían que “el hombre podía salir de los estrictos límites de su mundo para visitar las moradas de los
sobrenaturales. El viaje más común era el del tonalli del durmiente. El tonalli podía comunicarse con
dioses y muertos en la nebulosa vida de los sueños” (López Austin, 1996, I: 411).

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140 David Lorente y Fernández

ticos. En febrero, al caer los primeros rayos, don Cruz comenzaba a soñar que atajaba
el granizo, “aunque no es cierto” —no lo atajaba en la realidad, sólo era sueño, quería
decir—, pero aquello indicaba el comienzo de la estación de lluvias y de su trabajo.
Ésta era una “obligación”, según contó: “por decir las once o las diez de la noche o la
una de la mañana si oyes que ya truena demasiado te tienes que levantar porque eso te
va a arrastrar”. Hace unos 17 años, dijo: “estaba yo durmiendo adentro y como a las
once y media vino tronando, vino el granizo, y ¡pas!, pues me levantaron adentro de
la cobija luego la lumbre, hazte cuenta en medio de la cobija se fue a caer. Y me salí
para atajarle a ese granizo”.8
Los métodos conjuratorios aúnan la recitación de una oración con la mirada fija
en la nube y el uso de algún implemento ritual. Con él se le dirigen ademanes violen-
tos e imperativos (en caso de la palma, la vara de membrillo o el machete) o simple-
mente se lo esgrime hacia la nube (si se usa el crucifijo o los dedos en cruz). Mientras
el tesiftero efectúa su ritual nadie puede mirarlo; me dijeron que los ahuaques castigan
al curioso con un rayo. “Cuando los graniceros veían a los chamacos afuera —contó
una anciana— pues les pegaban: ¡que se vayan allá adentro [a su casa]!”
La oración, recibida en sueños, puede considerarse una formalización espontánea
del pensamiento —no inducida entonces por el antropólogo— que, además de expre-
sar la “cosmología vivida” y una exégesis del rito, ofrece información muy valiosa sobre
la naturaleza del ritualista y el procedimiento con que se establece la mediación (véase
Lupo, 1995a).9
En el caso de don Cruz pude grabar su oración en dos ocasiones diferentes (el 10
de abril de 2004 y el 30 de enero de 2005), cuando me la comunicó directamente con
fines de instrucción. Para analizarla correctamente debe situarse en el contexto de su
enunciación. Volvamos a la situación en que los ahuaques sobrevuelan los sembradíos
dispuestos a arrojar sus “semillas”. En el cielo conforman ejércitos de espíritus ham-
brientos, huestes ávidas de aromas preparadas para iniciar la “cosecha”. Se alojan en el
interior de diferentes clases de nubes —culebras de agua (mexcoatl) descendentes que

8
Éste podía caer, además de en el campo, en las calles de las ciudades y entonces don Cruz debía retirarlo
igualmente y hacerle frente. Sin embargo se cuidaba de ocultar sus ademanes para no resultar
descubierto por los extraños. Según dijo: “Yo he ido a México por la Merced y, cuando me toca por
allá, cuando estoy por allá, pues a veces lo atajo… Hago mi cruz [con los dedos] en [el bolsillo de] mi
chamarra, lo hago y voy paseando y paseando… Y luego se va pasando. En mi chamarra que uso yo, aquí
en los bolsillos sumo las manos… ¡Le atajo!... Y, si pegó el rayo, le atajó pero bien, le atajo yo bien.”
9
Lupo ha propuesto llamar a esta categoría de textos rituales “súplicas” considerando los siguientes
criterios: sus fines utilitarios, la actitud psicológica que expresan, la falta de forma preestablecida e
inmutable y el pronunciarse acompañadas de acciones rituales dirigidas a las potencias divinas para
lograr su protección o su ayuda (Lupo, 1995a: 79-93).

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 141

arrasan las milpas; nubes de granizo con el vientre oscurecido, y bolas de nubes
(mextolontli) generadoras de tempestades eléctricas— todas llenas de “arvejón”.

FIGURA 4.1
Una tormenta de granizo se cierne sobre Santa Catarina del Monte

El granicero acude entonces sin demora a las milpas y, esgrimiendo su palma


bendita de Domingo de Ramos o un crucifijo de madera, trata de entablar un diálogo
simultáneo con los ahuaques y los humanos con el propósito de alcanzar un acuerdo
y evitar el desastre. Este diálogo, que siempre recita en castellano, es en sí el texto de la
oración. En ella el granicero adopta alternativamente las voces y los discursos de los
ahuaques y de los seres humanos en un entramado que resulta, a primera vista, difícil
de comprender. La complejidad radica precisamente en su polifonía, es decir, en el
hecho de no saberse a ciencia cierta, en cada momento, quién está hablando y con
quién.10 Los enunciadores y los destinatarios fluctúan sin que existan apenas marcado-
10
Este carácter dialógico y polifónico del texto resulta sumamente interesante. Refiriéndose a las oraciones
tzeltales, escribe Pitarch: “la polifonía se halla hasta tal punto desarrollada […] que el rezador no sólo entra
en relación de diálogo con sus personajes en un plano de igualdad, sino que por momentos resulta
prácticamente imposible identificar qué personaje está hablando. En líneas muy generales, no es fácil
reconocer en la narrativa tzeltal a quien pertenece la voz de lo que acaba de ser dicho, y aún en la
conversación cotidiana parafrasear es un recurso muy común. Pero en el caso de los ensalmos se
convierte en un problema mayor. En mi experiencia, ésta es una de las mayores dificultades que

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142 David Lorente y Fernández

res textuales que permitan identificar la transición. En la oración el granicero puede


expresarse, por ejemplo, en forma de ahuaque y dirigirse a los espíritus, o como ahua-
que y dirigirse a los seres humanos; o ser un enunciador humano que se comunica con
los espíritus o, por último, conversar como serrano con los propios seres humanos. Es
decir, que en la oración existen dos enunciadores —el granicero-ahuaque y el
granicero-humano— y dos destinatarios —los ahuaques y los humanos— que se com-
binan de cuatro formas:

Enunciadores [E] Destinatarios [D]

Granicero-ahuaque habla con los humanos


Granicero-ahuaque habla con los ahuaques
Granicero-humano habla con los humanos
Granicero-humano habla con los ahuaques

Estas cuatro posibilidades son constitutivas y necesarias para efectuar la intercesión.


Tratando de proporcionar una suerte de clave de lectura, en el análisis que
desarrollaré a continuación utilizaré distintas tipografías con el fin de distinguir clara-
mente a cada enunciador. Recurriré a las negritas cuando el granicero hable en forma
de ahuaque y a las cursivas cuando lo haga como humano (véase arriba [E]). El proble-
ma de los interlocutores-destinatarios ahuaques o humanos a los que éste se dirige
respectivamente como ahuaque o humano (véase arriba [D]) lo abordaré en el análisis.
Una breve indicación es necesaria: debido a que la oración no constituye en absoluto
un texto dogmático ni estereotipado recitado de memoria, permite infinitas variantes
producidas in situ a partir del mismo esquema ordenador (Lupo, 1995a: 97). Por ello,
el análisis comprenderá simultáneamente las dos versiones que me proporcionó don
Cruz, que varían levemente en algunos aspectos.11

enfrentan la transcripción y traducción de un texto de curación. En ciertas oraciones, los rezadores


hablan con seis o siete personajes a la vez; ni siquiera los cancunqueros […] podían distinguir siempre
quien era el autor de que se había dicho” (1996: 246-247). El problema en el caso de don Cruz es que
él mismo es varios personajes al mismo tiempo —es ahuaque y es un nahua serrano— es decir, que en
su cuerpo confluyen varios enunciadores y diferentes identidades, que se muestran de manera sucesiva.
11
En la transcripción considero los tiempos y ritmos de ejecución a la vez que el sentido del discurso, ambos
ligados a la expresividad y la efectividad ritual. Sobre los aspectos métricos y rítmicos de las oraciones
mesoamericanas, véanse Lupo (1995a: 110) y Montemayor (1999: 53).

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 143

Versión A

[1a] Virgen de Santa Bárbara, ayúdame,


protégeme,
ayúdame para retirar a mis hermanos duendes,
que los duendes quieren [comer con el granizo las semillas],
[5a] [y son] muy fuertes para [que por medio d]el hermano bendito se va[ya]n a ir;
ese espíritu [es muy fuerte] pa’ que lo lleve yo,
trato de retirar a los hermanos que trabajan para otro lado.
Y hago un esfuerzo, mi destino viene por mí,
tengo que hablar con ellos, mis hermanos duendes:
[10a] ¡Retírense, retírense ustedes por allí a un lugar con más trabajo!
En estas semillas,
cuando coman, comamos,
tantitos arvejones, comida de arvejones,
tenemos que pedir permiso para comer y para sacar en donde hay,
[15a] aquí tenemos poquitos; no podemos dar a los hermanos
que viven en la Tierra Humanidad.
Yo, como hermanos,
yo tengo mi espíritu con ustedes,
hago un esfuerzo para ustedes,
[20a] vamos a sacar sacrificio por allá,
sacar [qué] comer, qué comer para nosotros,
porque también tenemos hambre como ustedes;
también [nosotros] comemos juntos.
Yo y ustedes les voy a convidar después,
[25a] ahora no,
más después tenemos que comer.

Versión B

[1b] La Virgen Santa Bárbara, ayúdame.


Señora Virgen Santa Bárbara, ayúdame,
protégeme,
ayúdame [para] que se retiren estos hermanos duendes,
[5b] porque aquí no queremos que caiga su arvejón de ellos,
porque es su comida,

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144 David Lorente y Fernández

que puede perjudicar en éstas nuestras semillas.


Nosotros no queremos que se caiga,
retírelo, que se vayan a otro lado nuestros hermanos duendes.
[10b] Ayúdame Señora Virgen Santa Bárbara,
protégeme,
ayúdame con la Estrella del Mar [para] que se retiren los hermanos duendes,
porque no podemos regañarles,
que se vayan retirando poco a poco.

En las dos versiones don Cruz comienza hablando como humano: se dirige a
Santa Bárbara, patrona del rayo y de su oficio, para que le ayude y le proteja en la tarea
de retirar a los ahuaques, que son “muy fuertes” para él.12
A continuación explica —dirigiéndose a la santa y a la vez a los seres humanos en
la versión B— el motivo de su petición: “porque aquí no queremos que caiga su arve-
jón de ellos / porque es su comida / que puede perjudicar en estas nuestras semillas”
(5-7b). El granicero es un humano que vela por los cultivos. Continúa: “Nosotros no
queremos que se caiga, retírelo que se vayan a otro lado nuestros hermanos duendes”
(8-9b). Entonces añade, en la versión A, una explicación dirigida a los serranos: “Y
hago un esfuerzo, mi destino viene por mí, tengo que hablar con ellos, mis hermanos
duendes” (8-9a). El esfuerzo y el destino no son otra cosa que su obligación insoslaya-
ble de interceder.
A partir de ese momento el ritualista se torna ahuaque y habla con los espíritus
como tal, de igual a igual:

¡Retírense, retírense ustedes por allí a un lugar con más trabajo!


En estas semillas,
cuando coman, comamos,
tantitos arvejones, comida de arvejones,
tenemos que pedir permiso para comer y para sacar en donde hay (10-14a)

Se reconoce ahuaque necesitado de alimento adoptando la posición de los espíri-


tus: “cuando coman, comamos […], comida de arvejones…”. Sin embargo, su punto de
vista ahuaque responde a un propósito estrictamente humano: proteger las semillas de los
serranos —también él, recuérdese, participa de esa comunidad. Por eso añade: “tenemos

12
Las Estrellas del Mar, a las que el granicero solicita ayuda en la versión B, hacen referencia al Rey del
Mar Tláloc-Nezahualcóyotl y, como se vio, aparecen trazadas en la palma de la mano derecha de ciertas
personas indicando que nacieron en posesión del don.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 145

que pedir permiso para comer y para sacar en donde hay”. No es correcto enviar el
arvejón devastadoramente sobre las milpas ya maduras; existe una forma respetuosa
de proceder.
Adopta entonces el discurso de los serranos y se erige en su representante ante los
ahuaques, esgrimiendo una educada disculpa: “aquí tenemos poquitos [arvejones cul-
tivados]; no [les] podemos dar a los hermanos [ahuaques] que viven en la Tierra Hu-
manidad” (15-16a). Nótese que, en su voz, los serranos no tratan de rechazar
simplemente a los espíritus, sino de persuadirlos con humildad: “tenemos poquitos”
para compartir.
Nuevamente recobra su dimensión ahuaque y habla con los ahuaques:

Yo, como hermanos,


yo tengo mi espíritu con ustedes,
hago un esfuerzo para ustedes,
vamos a sacar sacrificio por allá,
sacar [qué] comer, qué comer para nosotros (17-21a)

Siendo él mismo un ahuaque necesitado de alimento, hará “un esfuerzo” para sus
semejantes destinado a conseguir el sustento en otro lugar, “por allá” (no en los cultivos).
Entonces, todavía expresándose como ahuaque, se erige en representante de los
ahuaques y se dirige a los seres humanos para lograr obtener su comprensión: les tra-
duce el punto de vista de los espíritus y los define en los mismos términos sociales que
hacen de los serranos seres humanos. Recurre a dos principios de identificación:

porque también [nosotros] tenemos hambre como ustedes;


también [nosotros] comemos juntos. (22-23a)

En efecto, los ahuaques son seres humanos necesitados de alimento y, al igual que
los serranos de las comunidades terrestres, viven de acuerdo a claros principios de or-
ganización social: “como ustedes”, “tenemos hambre” y “comemos juntos”. Es decir:
necesitan sustento y consumirlo colectivamente los convierte en un agregado social
unificado, una comunidad espiritual de humanos muy semejante a las de los serranos
(Good, 2004a: 136-138; 2005b).
Traducida la percepción de los seres humanos a los ahuaques —tenemos pocas
semillas cultivadas para compartir—, y de los ahuaques a los humanos —somos
sujetos sociales con necesidad de alimentación—, léase, efectuada la intercesión a
través de la recíproca comprensión, el ritualista procede a resolver definitivamente el
conflicto: entregará a los ahuaques una ofrenda sustitutoria, una dotación de susten-

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146 David Lorente y Fernández

to que evitará que se lo procuren ellos mismos expoliando las milpas. El granicero
anuncia:

Yo y ustedes les voy a convidar después,


ahora no,
más después tenemos que comer (24-26a).

“Ahora no”, les convidará “después”. Con anterioridad ya les había ofrecido su
ayuda para obtener el alimento en otro lugar; ahora se lo proporcionará, y comerá en
comunión con ellos —reactualizando su relación de compadrazgo—, gracias a la
ofrenda de aromas que colocará en el interior del manantial. Además realizará un
doble trabajo: les donará sustento a los espíritus y lo depositará, ahorrándoles el tras-
lado, directamente en el interior del manantial.
El conflicto intergrupal por el alimento queda resuelto. Los humanos preservan
sus semillas y los ahuaques son abastecidos en el arroyo. El granicero es un experto en
el arte de la política cósmica. Con su actuación de abogado polifónico representa a las
partes en litigio y alcanza finalmente un estado general de convivencia pacífica entre
comunidades de seres que son estrictamente humanos.
Pero volvamos brevemente a la versión B, abandonada hasta ahora, donde encon-
tramos una alternativa real pero poco recomendable —más bien nefasta— a la inter-
cesión del ritualista. En las últimas líneas, el granicero les advierte como humano a los
serranos:

porque no podemos regañarles [a los ahuaques],


que se vayan retirando poco a poco (13-14b).

¿Qué quiere decir el ritualista con el término “regañar”? Cuando exploré el con-
cepto en la Sierra muchos informantes asociaron “regañar” con “pegar” o “reprender”,
acciones que persiguen dirigir las conductas por la fuerza y no mediante la colaboración
respetuosa. “Regañar” supone para los nahuas imponerse y someter.13 En el contexto
de la oración, el término alude a una práctica común en la Sierra destinada a ahuyen-

13
Es decir, acciones que persiguen dirigir las conductas por la fuerza y no mediante el principio de
reciprocidad, y que en ocasiones implican la ausencia de “respeto”. La curandera de Santa Catarina,
usando esta expresión en un contexto semejante, contó acerca de un rito terapéutico en el que, utilizando
una vara de membrillo, conducía el espíritu perdido del enfermo hasta el muñeco-recipiente que le
permitiría después retornarlo al paciente (se verá luego en detalle). Comparó el espíritu con “una criatura
que se regaña” debido a que había que “asustarla y pegarla” para que accediera a obedecer.

RAZZIA OK.indb 146 22/03/12 13:40


Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 147

tar el granizo. Opuesta a la acción del tesiftero, o por lo menos de signo contrario, se
me explicó la costumbre de “espantar” el granizo, la tempestad y la “víbora de agua”
con la quema de plantas de tepopozitli,14 venas y colitas de chile pasilla; pelo, uñas y
cuernos de borrego y de res o, si se carece de ello, plásticos y neumáticos de vehículos.
A ello se le suma el lanzamiento de cohetes llamados “graniceros”, llenos de pólvora y
potentes, hacia las nubes por los fiscales en las iglesias. El propósito es que el humo
acre y maloliente de todas estas sustancias, al elevarse hacia el cielo, repela a los ahua-
ques que se nutren de aromas (“¡no les gusta el olor!”).
Pero esta acción defensiva, esta guerra declarada a los espíritus no busca en ningún
momento comprender el punto de vista de los ahuaques, reparar en que se trata de
espíritus humanos con necesidad de alimentarse, sino que antepone los intereses de
los serranos y su propia percepción del fenómeno: el granizo como un ente hostil que
destruye sus milpas. En lugar de buscar conciliarlos a través del respeto y la reciproci-
dad, es decir, de la lógica de intercesión basada en el compadrazgo que el granicero
sostiene con los ahuaques y que se traduce en la entrega de una ofrenda sustitutoria,
los nahuas los enfrentan directamente y los rechazan, combatiendo agresión con agre-
sión. Los nahuas se defienden. Entonces los ahuaques huyen efectivamente y se logra
el objetivo, pero se anula la posibilidad de su intervención necesaria en ocasiones fu-
turas —como, por ejemplo, cuando se precise de sus donaciones de lluvia—. ¿Cómo
contar entonces con la colaboración de una comunidad de espíritus contrariados y
embravecidos? No brindarán apoyo.
Así la intervención polifónica del tesiftero no logra únicamente solucionar un con-
flicto inmediato —retirar el granizo—. Manteniendo las buenas relaciones mediante el
conocimiento generalizado y la comprensión y aceptación recíproca de intereses, abre
las puertas a una relación estable y controlada con los espíritus que propicie su partici-
pación voluntaria en cualquier empresa. Antes que quebrar los vínculos, los fortalece y
salvaguarda. Advirtiendo a los serranos sobre los inmensos peligros que podría desatar
el “regaño”, el tesiftero evita una situación potencial de “violencia colectiva” (Galinier,
1990a: 157) y les enseña un principio ético nahua: la redistribución de recursos a todas
las escalas. No es extraño entonces que los serranos le paguen sus servicios precisamen-
te con semillas —“medio cuartillo de maíz o habita o arvejón, lo que halla de alimen-
to”—, las mismas que, en forma de ofrenda, el tesiftero entregará a los ahuaques en el
arroyo cerrando el ciclo. El pago y la ofrenda reciben el nombre náhuatl de tlaxtlahui-
lli (“la deuda pagada”) e indican la gratitud duplicada. Es preciso reconciliar, y no
dividir, si se persigue regular las relaciones para que todos los habitantes humanos del
cosmos salgan beneficiados.

14
El arbusto de flores amarillas Haplopappus venetus [Gray.] Blacke, también llamado “pegajosa”.

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148 David Lorente y Fernández

Los serranos me dijeron que el estipendio del granicero tenía la función de “agra-
decerle el haber cuidado las milpas”. Hacia 1970 en Santa María era de 5 a 10 pesos o
de “medio cuartillo de maíz o habita o arvejón”. En Santa Catarina “la gente coope-
raba de a 5 centavos, de a 10 centavos, o lo que sea su voluntad” en esa época. Cuando
le pregunté a don Cruz exclamó: “¡No, ¡nada!”, él no cobraba pero los tesifteros de
Amanalco recibían hacia 1960 unos 5 pesos, “y si no tienes dinero nada más un po-
quito de trigo”. Al respecto un hombre de Tecuanulco narró un episodio significativo.
Cuando él era niño había un granicero que

cuando ya había elotes, era libre de ir a donde él quisiera y juntar sin que nadie le pudiera
decir nada. Cosechaba él pa’ comer. Y dicen que un día un señor lo regañó; le dice: “¡Oye,
por qué estás juntando mis elotes!” […] Y éste no le respondió, más que le aventó sus elotes
y se fue. Según dicen que en la tarde pegó una granizada nada más en el puro terreno ése,
donde le acabó completamente lo que tenía sembrado. ¡Eh, na’más en su puritito lugar, no
cayó otro lado, nada más ahí en su terreno dél, allí le acabó toda la siembra el granizo!

Es decir, que el granicero empleaba su poder como coerción. Y éste no es un caso


aislado. En ocasiones los tesifteros, según ilustrán los testimonios etnográficos, emplea-
ban este poder en “competencias regionales” para manifestar públicamente quién era
el más hábil y enérgico. Estas competencias muestran a la vez el carácter ambiguo de
los ritualistas, que cuidan las milpas pero también pueden destruirlas, y el control co-
munitario al que están sometidos. Contó don Cruz:

En una ocasión aquí en San Jerónimo estaban cuatro graniceros y se contrapuntearon


[compitieron], se emborracharon, tomaron pulque… Querían saber quién es más
hábil… Entonces, ¡pa’ que quieres!... todo lo arrasó el granizo. Y los delegados, todos
los principales los mandaron a llamar, los llevaron así amarrados por detrás con el
lazo [las manos a la espalda] y los pusieron a cargar piedra. De la iglesia hasta el río.
Agarraban dos piedras cada quien y las amarraban con lazo para que no se caiga. Y la
gente los veía… Mi mamá iba a llevar la tortilla para darles. ¡Cuál! ¡Les quitaban la
tortilla de la boca cuando estaban masticando!

La hija de Juan Velázquez me contó sobre su padre:

Esos tres graniceros que había aquí y el de Tierra Blanca, y otro de por ahí arriba, creo
dicen que apostaron a que si le echaban el granizo a mi papá. Dicen: ‘Pues apostamos’.
Y esa vez no, pues venía bien duro. Echaban pa’cá y él pa’llá, para el pueblo de ese

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 149

lado, al centro. Y entonces él, pues ya se avisa que era de los chingones; no, que agarra y
que se los manda pa’llá, y había trigales, cebadales... ¡Pues todo se lo fregó el granizo,
y por acá no granizó! Entonces cuando lo vimos ya lo vienen a traer, lo van a encerrar.
Sí, lo iban a meter a la cárcel, que porque hizo eso. Y él les decía: ‘Si ustedes dijeron
que apostáramos. ¡No hay que rajarse!’. ¡No! Creo que un rato nomás lo habían me-
tido a la cárcel y lo sacaron. Dice mi papá: ‘¿No me van a sacar? ¡No me salgo de acá
pero verán al rato!’ Sí los amenazaba.

El orgullo de la hija por su padre expresa bien el efecto de esta “competición”; es


probable que el estatus del tesiftero creciera una vez superada la cárcel o la ira de sus
vecinos por la cosecha perdida. Al fin y al cabo, se había mostrado en el pueblo como
uno de los “fregones” y proclamado a la gente su poder personal. Cuando mis infor-
mantes aludían a los casos terapéuticos siempre indicaban si se trataba de un tesiftero
“de los buenos”. No obstante, en Amanalco supe de varios que habían sido asesinados
públicamente a manos de sus vecinos.

Las peticiones de lluvia en el Monte Tláloc

Una segunda función del tesiftero consiste en pedir la lluvia. En la actualidad no supe
de ninguno que lo hiciera, pero grabé testimonios de tesifteros que realizaron peticiones
hacia 1970. El lugar indicado era la cima del Monte Tláloc, en el interior de las ruinas
del santuario prehispánico consagrado a Tláloc. Broda (1991, 1989), Morante (1997:
109-111), Wicke y Horcasitas (1957), Iwaniszewski (1994), Townsed y Solís (1991)
y Rickards (1929), entre otros, han descrito el lugar, que posee una calzada de unos 50
metros y un espacio rectangular limitado por los restos de un muro. En la descripción
de don Cruz, presentada en el apartado “Las donaciones de lluvia: los ahuaques como
‘hijos’ del dios Tláloc”, se vio que destacan allí el sumidero que se llena de agua con las
lluvias y la piedra “tejolote” donde habita Nezahualcóyotl.
Aunque don Cruz no se hallaba capacitado para pedir la lluvia, contó que había
acompañado en una ocasión a una “organización” de pedidores de lluvia que ejercía
su función en el Monte. Este grupo, hoy disuelto, lo integraban tres o cuatro indivi-
duos y estaba presidido por una anciana. Los miembros del grupo “estaban registrados
como los dueños” en el “tejolote” de Tláloc. “Los hermanos espirituales —dijo— lo
aclaman la imagen de Nezahualcóyotl, tienen su estatua”, “allí adoran ellos”. Para so-
licitar la lluvia “más antes iban a hacer su oración allá” y depositaban al pie de la piedra
“una ofrenda de flores”. La organización entonaba alabanzas al dios-monarca y la an-
ciana disponía al pie de la estatua los ramos de flores, que eran principalmente de la

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150 David Lorente y Fernández

especie denominada “nube”, cuyos diminutos y blancos capullos se identifican con las
gotas de lluvia. Don Cruz insistió en que la ofrenda era para el Rey del Mar Tláloc-
Nezahualcóyotl, que moraba en el Cerro, pero que repartía el olor de las flores entre
sus hijos ahuaques.
Por otro lado, en Santa Catarina oí a menudo de un tesiftero (una mujer citó a Juan
Velázquez) fallecido hacia 1980, que también “solicitaba” la lluvia. Empleaba el pozo
del recinto en sus peticiones. Varias personas me dijeron que venían a buscarlo de los
pueblos circundantes. Él pedía una cooperación comunitaria en dinero y compraba una
ofrenda compuesta de pan, plátanos, naranjas, guayabas y mole, sahumerio y una cera.
Acompañado por varios vecinos voluntarios, aparejaba la carga sobre un burro y em-
prendía el ascenso al Cerro. Después de seis horas de viaje, ya cerca de la cumbre, se
distanciaba de sus acompañantes —“aquí me esperan”— antes de alcanzar el santuario.
Llevando en solitario un chiquihuite,15 atravesaba el recinto y alcanzaba el sumidero.
“En ese hoyo —me indicó un informante del pueblo— se bajaba y dejaba la ofrenda”.
Cuando aparecía de nuevo con el canasto “ya traía habas verdes, calabaza, toda clase de
hortaliza, nuevecito, verde, como si lo fuera a cambiar”; añadió “era en tiempo de agua,
y ahí en el cerro estaba todo bien seco alrededor. No sé qué pacto tenía [con los ahua-
ques], pero llegaba abajo y lo entregaba y se platicaba, dicen que eran grandes compadres
del señor”. Decía luego el granicero a los vecinos: “No querían los compadres, pero ya
les insistí. Como ya les dejé la canasta no dijeron que no”. “Y añadía: ‘¡Vámonos!’ Que no
había nada de nubes. ‘¡Vámonos, porque ya me respondieron que sí va a llover! ¡Vámo-
nos!’ Que llegaban al medio camino y ya se están poniendo las nubes, para [que el mo-
mento en] que llegaran por aquí [por el pueblo ya caía] un aguacerazo...”
El relato es revelador, entre otras cosas, porque ilustra el interior del Monte como
un ámbito semejante al manantial y explicita la lógica de la ofrenda. El aspecto ilumi-
nador del relato es la frase: “No querían los compadres, pero ya les insistí. Como ya les
dejé la canasta no dijeron que no”.16 Es decir, que mediante el principio de intercambio
y reciprocidad se obligaba a los ahuaques a donar la lluvia como retribución a la
ofrenda de alimento. La ofrenda se designa tlaxtlahuis. Los nahuas me tradujeron el
término como “pagar una deuda” y “mo tlaxtlahuis”, la primera persona del presente
de indicativo, como “voy a pagar”.17
15
Cesto o canasta de mimbre sin asas; el término procede del náhuatl chiquihuitl.
16
La entrega del chiquihuite o canasta con alimento, se vio, evoca el rito de intercambio entre compadres
celebrado en la Sierra en Todos Santos. Rituales análogos han sido registrados por Morayta (1997:
227), Barrios (1949: 67-69), Good (2001b) y Reyes y Christensen (1990: 55-59) en otras regiones
de tradición nahua.
17
En la época prehispánica los sacrificios mexicas de niños se denominaban nextlahualli, “la deuda pagada”,
pues eran concebidos como un contrato entre los hombres y los tlaloques destinados a traer la lluvia

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 151

El compadrazgo ahuaques-tesiftero y la entrega de alimentos nos traslada rápida-


mente a la relación paterno-filial que sostienen Tláloc y los ahuaques. Dos relaciones
de parentesco operan en el mismo contexto. Tláloc obtenía la lluvia entregando comi-
da a sus hijos, el “arvejón” que éstos tiraban como “granizo”. Pero no era sólo el ali-
mento lo que hacía enviar la lluvia a los ahuaques, sino el enmarcarse esta donación en
el vínculo paterno-filial del que resultaba constitutivo. Y el compadrazgo entre tesifte-
ro y ahuaques funciona de igual manera: existen intercambios recíprocos y donación
de alimentos. El tesiftero se identifica con Tláloc al pedir la lluvia, aunque parece in-
vertir de algún modo el procedimiento nutricio del dios. Dicho sucintamente, si
Tláloc entregaba alimento a los ahuaques una vez que éstos habían repartido la lluvia,
el tesiftero les proporciona el sustento antes de que envíen el agua. Tláloc lo entrega a
posteriori, y el tesiftero se lo adelanta. La lógica es la misma, el orden es el inverso. Al
igual que los ahuaques son “hijos” de Tláloc y deben obedecerlo, son los “compadres”
del granicero y deben corresponderlo. Las relaciones de parentesco se basan en un
principio semejante: ambas producen las acciones de los otros en un contexto prede-
finido de colaboración recíproca. “Eran grandes compadres del señor”, decía el vecino.
“Como ya les dejé la canasta no dijeron que no”, decía el granicero. No es entonces
propiamente la comida o los bienes sino la deuda, lo que desencadena la concesión.
La ofrenda genera una actitud de retribución. Sólo actuando el tesiftero como compa-
dre, con una lógica no demasiado diferente de la utilizada por el padre Tláloc-Neza-
hualcóyotl, puede lograr que los ahuaques envíen la lluvia.
Volviendo a la ceremonia. Cuando el granicero descendía por las laderas del cerro
se envolvía en una capa de lluvia, en un petate pluvial. Los vecinos lo alcanzaban te-
merosos, aguardando el resultado. “Vámonos”, les urgía él apresurando su paso…. Las
nubes se arremolinaban en torno al cerro. “¡Vámonos!”, les gritaba entonces sobre el
rumor creciente del agua… “¡Vámonos, porque ya me respondieron que sí va a llover!”
En ese momento descargaba un fuerte aguacero en el que las ráfagas de gotas de
lluvia golpeaban el suelo. La vida comenzaba a fluir.

(Broda, 1971: 276; 2001: 297-300). En Topilejo, Estado de México, el término para ofrenda es
igualmente ixtlahuis, “voy a pagar” (Robles, 1997: 162). El diccionario de Molina registra
significativamente la entrada tlaxtlaualiztli como “el acto de pagar o restituir algo” (2004: 146).

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152 David Lorente y Fernández

Los episodios terapéuticos

La curación del golpe de rayo

La función terapéutica del tesiftero se orienta en varios sentidos. El primero es curar


“rayados”, personas a las que les pegó el rayo. Don Cruz me explicó que para mitigar
el impacto del rayo en el neófito que lo invoca voluntariamente —es decir, en la per-
sona que desea recibir el don de los ahuaques— le suministra “agua temperante” com-
prada en las vinaterías:18 “ésa es para el organismo, se puede ir tomando pa’ que no te
espantes”. El agua actúa fortaleciendo el sistema integrado por el alma-corazón y los
espíritus, lo va reconfortando y endureciendo. Actúa, pues, como profilaxis.
Cuando le cae el rayo a una persona ésta es levantada por el tesiftero en el lugar del
impacto, limpiada con ruda y con huevo y “pulsada” para averiguar el número de es-
píritus faltantes. Se la sahúma quemando plumas de gallina, como se vio en la inicia-
ción de don Cruz, para que el hedor aplicado al cuerpo del enfermo se transmita a su
espíritu que está retenido en las nubes o en el interior de agua. El tesiftero inicia enton-
ces un viaje para localizar el espíritu, trocarlo por una ofrenda y llevarlo de regreso al
cuerpo del paciente en un viaje psicopompo.
El caso de María Guillermina es paradigmático al respecto. Fue fulminada por un
rayo a comienzos de 2006 y curada por don Cruz. Aunque la mujer estaba predesti-
nada a convertirse en granicera, no terminó de iniciarse por completo y, una vez cura-
da, acabó desempeñando únicamente algunas funciones conjuratorias.
Las cosas sucedieron así. Guillermina “estaba lavando los trastes en su casa junto
a la puerta de fierro y le dieron su toque porque tenía su don [de nacimiento], su
crucecita aquí [en la muñeca]”. Don Cruz fue a buscarla al lugar, la llevó hasta su casa
y procedió a aplicarle el tratamiento: “Fui a ver a la paciente cómo se encontraba. La
limpié. Y su espíritu le busqué si tiene o no tiene”. Guillermina no tenía ninguno;
todos habían sido sustraídos por los ahuaques. Entonces don Cruz emprendió un
viaje místico a la región celeste para rescatarlo de las nubes en las que los ahuaques lo
conducían hacia un arroyo, donde lo iban a confinar. Había que interceptar la nube.
El asunto requería tranquilidad y pericia onírica:

Pa’ que regrese voy a preguntar adónde se encuentra, en sueños voy a buscar. Entonces
está arriba [en el cielo] con los duendes, lo tienen allí. Y les fui a avisar [a sus parientes

18
“También se consigue allá en San Miguel de los Milagros, por San Martín, cuando va uno a la feria; dan
adentro del templo, antes daban afuera. Agua, agua santa. Ahí cerca nace el agüita; con ese le das nomás
asinito con un vasito…”

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 153

que], cuando ya trabaje yo, que no se espante la señora, porque se llegan a espantar.
Cuando llueve van a decir que cuando truena se va a espantar… Cuando truene no
te espantes María Guillermina, voy a regresar pero no voy a venir solito, nomás voy a
regresar [con tu espíritu] en mi espíritu va a regresar.

El espíritu-ahuaque de Don Cruz alcanzó la nube y encontró al espíritu de Gui-


llermina, pero no pudo obtenerlo fácilmente. Les pertenecía a los ahuaques y él tuvo
que entregar una ofrenda sustitutoria pues no querían devolverlo “así nomás” gratui-
tamente. Dedicó cierto tiempo a averiguar cuál era la adecuada. Me explicó que en
estas situaciones la ofrenda puede consistir en dos cosas: en objetos materiales y ali-
mentos, o en ciertas actuaciones o imitaciones que debe interpretar el tesiftero. El
rescate de María Guillermina requirió una puesta en escena especial; los ahuaques le
pidieron a don Cruz “un trabajo”:

Estoy soñando que ya me platicaron los duendes que, si antes de las 20 pa’ las 12 me
baño, me lo dejan el espíritu… ¡Ah, caramba! Me levanto y así pues me desnudo y
rápido me saco el recipiente de agua al patio y ya… ¡A bañarse! Así con agua. Enton-
ces aquí cuando salí está lloviendo… Tuve yo que bañarme para después otra vuelta
irme a acostar.

Bañarse en el agua e imitar así la vida acuática de los ahuaques —desenvolverse en


líquido como éstos en el manantial— implica convertirse en ahuaque.19 La actuación
de don Cruz va más allá de una simple representación simbólica. Dado que una parte
del tesiftero es en sí misma ahuaque, el acto de sumergirse en el agua potencia la dimen-
sión ahuaque del ritualista. El tesiftero se vuelve en ese momento ahuaque. Este repro-
ducir las actitudes o los atributos de los espíritus para identificarse es una ofrenda en
sí misma. Además, el baño tiene lugar en una situación especial: los ahuaques descargan
una tormenta cuando don Cruz sale al patio para bañarse (“entonces aquí cuando
salí está lloviendo”). El tesiftero se baña en una tormenta, pareciendo así imitar a los
ahuaques produciendo la lluvia o alojados en el arroyo. Reforzando su condición de
ahuaque, regresa a la cama donde procede a efectuar el viaje onírico de rescate. Enton-
ces reza una oración particular. En esta oración don Cruz encomienda el espíritu de

19
Más adelante veremos otro ejemplo de esta ofrenda-identificación o “trabajo” en la que el tesiftero lleva
a cabo acciones que lo identifican metonímicamente con los ahuaques. En el apartado “Ceremonias en
el Monte Tláloc: el remolino actuado y las botellas con semillas” el tesiftero, para recuperar el espíritu
de un enfermo, hace girar un palo sobre su cabeza y se convierte, visual y auditivamente, en un
“remolino”.

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154 David Lorente y Fernández

Guillermina a su auxiliar, el señor Jesús Médico,20 para que lo cuide y lo proteja mien-
tras don Cruz conduce a la entidad liberada hasta el cuerpo de la enferma:

[1] Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre,
venga [el espíritu de la enferma a] nuestro reino,
mi señor Jesús Médico,
acompáñame,
[5] en mis manos encomiendo mi espíritu [el de la enferma],
va a regresar.
María Guillermina, con su espíritu,
Guillermina no te espantes,
porque se va a regresar tu espíritu santo [retenido en el cielo]
[10] que no te espantes
que los hermanos duendes ya me lo dieron tu espíritu
que yo cumplo con los mandamientos,
con lo que me mandan,
ya va a llegar,
[15] estará sana,
pero no te espantes;
ahorita se va a regresar tu espíritu así en tu sueño.21

La oración constituye una interesante versión sui generis del Padrenuestro. Como
se observa, don Cruz ha realizado una reinterpretación temática mediante el cual una
oración de origen católico ha sido adaptada y reconvertida en la narración de un viaje
psicopompo, en la descripción del regreso de un espíritu apresado por los ahuaques al
cuerpo del paciente afectado. La resignificación de la oración es una operación de in-
geniería cosmológica que nos revela cómo los nahuas pueden hacer suyos elementos
que podrían resultar en un primer momento ajenos a su mundo. Esto en cuanto al
género de la oración. Por otro lado, es sencillo descubrir que este texto presenta algu-
nas características temáticas y estructurales semejantes a las de la oración para conjurar
el granizo analizada más arriba. Al desglosar el argumento del texto en secuencias
resulta más claro. Resumamos el orden de las acciones. En primer lugar, don Cruz le
pide ayuda y asistencia a Jesús Médico, un protector, para tener más fuerza y lograr la

20
Jesús Médico es una de las figuras a las que don Cruz convoca y apela en sus curaciones; no solo en
las que competen a los ahuaques, sino en la mayoría de las terapias (susto, mal de ojo, etc.) que realiza.
21
Grabé esta oración en castellano el 19 de marzo de 2006. Don Cruz añadió al terminar: “ya sueño
que se regresa su espíritu para sí misma; ya regresó”.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 155

colaboración eficaz de los ahuaques, y también para que le acompañe en su regreso con
el espíritu22 (líneas 3-4). Después anticipa lo que va a suceder: el retorno deseado del
espíritu, retenido en el cielo, al cuerpo de la paciente, evitando así su apropiación
definitiva por los ahuaques y su pérdida irremediable para la enferma (“Guillermina
no te espantes, porque se va a regresar tu espíritu santo”) (8-9). Añade don Cruz que
ya obtuvo efectivamente el espíritu apresado del mundo de los ahuaques (“que los
hermanos duendes ya me lo dieron tu espíritu”), y explica que esto se debió a la reali-
zación de la ofrenda (“que yo cumplo con los mandamientos / con lo que me mandan”)
(12-13). La expresión “cumplo con lo que me mandan” indica que obtuvo el espíritu
respetando la lógica ritual de intercambio-reciprocidad que rige su relación con los
ahuaques. Al final de la oración, y para tranquilizar a la paciente, don Cruz le explica
cómo va a tener lugar el retorno: “ahorita se va a regresar tu espíritu así en tu sueño”
(línea 17).
Gracias a la actuación de don Cruz y al efecto preformativo de la oración, el espí-
ritu custodiado desciende del cielo y se instala adecuadamente en el cuerpo de Gui-
llermina.23

Los enfermos capturados en el manantial

Ciertos individuos son atrapados en el arroyo bien por cometer una transgresión, bien
por ser requeridos como trabajadores, cónyuges o Reinas Xochitl.
Sucede que, tras acudir al arroyo, la víctima recibe un “jalón”, un tirón, y en oca-
siones trastabillea y cae o simplemente siente un malestar o mareo. Por la violenta
succión los ahuaques han extraído un fragmento o la totalidad de su espíritu. Entonces
la víctima sufre fiebre, pérdida de conciencia, conductas antisociales, y comienza a
describir lo que su espíritu observa en el agua.
Persuadidos, los parientes visitan rápidamente a un tesiftero. Éste realizará una lim-
pia con huevo: recorre sus extremidades y frota en cruz las coyunturas, a veces a distan-
cia. Luego rompe el huevo en un vaso de agua. Si en la clara se forma un “remolino de
nubes” es señal de que se trata de un “enfermo de lluvia”, es decir, que al paciente lo

22
En este sentido las posiciones de Jesús Médico y Santa Bárbara son simétricas en ambos textos: se trata
de figuras intercesoras entre el especialista y los ahuaques.
23
Los días siguientes Guillermina, recuperada, dio al fin visos de ejercer su vocación. Contó don Cruz
reconfortado: “le dije que nomás cuando vea la lluvia, por decir, en esos cerros, si ya lo ve que se están
arrimando las nubes pa’lla, le haga así en cruz [hacia el cielo, con su mano,] y ya se va a ir retirando el
granizo, se va a ir en los cerros… Dice pues que así ya lo hizo, ¡y dice que sí le obedeció!”

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156 David Lorente y Fernández

agredieron los ahuaques. Entonces el tesiftero pulsa al paciente en muñecas, codos,


sienes, nuca, rodillas y tobillos; la ausencia de un pulso revela la falta del espíritu co-
rrespondiente. El tesiftero le suministra al enfermo remedios de plantas calientes, tés y
limpias de ruda, tlacopacle y hierba de bastón, pues la ausencia del espíritu, también
caliente, produce el enfriamiento repentino del cuerpo.
Luego ofrece un diagnóstico a la familia del enfermo. Puede ocurrir, por un lado,
que la víctima haya sufrido únicamente un golpe de los ahuaques en cierta parte del
cuerpo y entonces recibirá algunas limpias con plantas calientes como se vio arriba.
Éste es un caso sencillo. Pero puede también suceder, por otro, que el enfermo haya
tardado demasiado en ser llevado por sus parientes al tesiftero y que su estado resulte
irreversible (pues su espíritu se habrá perdido en el agua). Entonces el ritualista eva-
luará si tratarlo o no por miedo a que su muerte lo involucre, y si fallece será enterrado
en un ataúd con una penca de maguey, emblema de los ahuaques, y granizará en el
lugar donde enfermó, “ya como despedida”. Por último, lo más común es que un
enfermo pueda recobrarse por completo si el tesiftero recupera su espíritu del mundo
del agua, y es aquí donde intervienen las ofrendas.
En este caso, los días siguientes a la consulta el tesiftero dormirá solo, sin su mujer,
para soñar la ubicación del espíritu sin que nadie lo perturbe. En un viaje onírico al-
canzará el manantial, rastreará su paradero y buscará a un espíritu que tiene el mismo
rostro del enfermo:

Vas a soñar la muchacha —dijo don Cruz—, te está viendo adentro del agua. Vas a
soñar dónde está, en qué paraje estás, porque tienes el paciente, entonces ya respon-
sable vas a estar.

Después acude físicamente al lugar para preguntarle a los ahuaques el sitio exacto
donde lo tienen confinado, así como los daños que causó el enfermo o los objetos que
desean por su liberación.
Don Cruz remonta el arroyo con la ropa remangada. En cada una de las piedras
del cauce que actúan como “puertas” se detiene a indagar, tocando con los nudillos.

Tienes que agacharte y vas a preguntar en esa cuevita, tienes que agacharte adentro
del agua, quién sabe si hay unas piedras, si no despacito buscas piedras pa’que te aco-
modes a escuchar. Cuando le platicas al agua va a burbujear, va a tener un resuello,
está yendo el agua. Cuando ya le platicas al agua si por allí hay un hermano castigado
se toca [con los nudillos en la piedra]: ¿Estéesté huanetzés? Entonces, ya cuando el agua
ya más grita, como agarra más resuello, entonces está saliendo aquí el agua, se pregun-
ta: ¿Disqui disquic chacuasc disteses, edauct nahuacteses, one mactin si cacsistn? Él va a

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 157

decir, el agua, estás dentro del agua, se oye. Él va a decir: sic huilcroz siconactitiz, él lo
va a decir eso: “Aquí no hay nada”. Entonces yo ya digo: “Conoc caneis. Con canesia”.
Eso se dice: “con permiso”, ése es otomí. Entonces ya voy a otro lado andando en el
agua [buscando el espíritu]. Hay que ir despacito…

El tesiftero continúa su búsqueda revisando otros lugares:

Eso te tardas unas dos horas, tres horas adentro del agua tienes que buscar, vas a encon-
trar. Y, cuando vas a ver dónde está, va a salir un gurgujito de agua. Entonces ya despa-
cito te fijas en qué dirección. Eso ya está, el espíritu ahí estará. Por decir ya gurgujeó. Va
a salir como un globito, como un gurgujito va a subir, y donde está el gurgujito ya vas a
ver un animalito por allí, se sube y se baja… un animalito como tipo capulincito, y si
no como tipos arañas24 allí están, allá te van a dar señas allí. Cuando va asina, brinca
asina, brinca asina, otra vuelta así va [girando en la superficie del agua] ellos lo están
cuidando el espíritu. Los animalitos son sus trabajadores, los animalitos te van a dar señas…

A través de los insectos denominados “arañas” o “gallinas”, los ahuaques custodian


los espíritus cautivos que residen en el interior del arroyo.

Y, cuando se busca, [en] varios [lugares] burbujea el agua donde están espíritus casti-
gados y no va nadie por ellos. Pero cuando uno [los] busca, busca los que estoy res-
ponsabilizado… los otros enfermos [es decir: los cuerpos de aquellos espíritus
perdidos] ya se murieron. Nadie pregunta por ellos…

Al hallar el espíritu, don Cruz revisa el lugar y busca un enclave apropiado para
instalar la ofrenda. Luego regresa a su casa para soñar el contenido, que responde a los
daños producidos por la víctima en el mundo del agua —si fue ésta la causa de la
agresión—, o a los objetos que los ahuaques quieren como rescate por el espíritu —si
lo robaron para convertirlo en trabajador, cónyuge o Reina Xochitl—. El sueño es
equiparado con el trabajo de un abogado que intercede entre el enfermo y los ahuaques.

Tienes que soñar todo y que se te grabe en la cabeza qué es lo que soñaste. Cuando
tienes el enfermo tienes que dormir aparte, no con la señora. Con mi señora yo duer-
mo aparte para ver qué cosa voy a soñar; entonces ya lo vas a soñar, ya lo estás soñan-
do, ya te acuerdas qué cosas les vas a llevar: una monjita, una torre [de la luz] con los

24
Seguramente don Cruz se está refiriendo a una variedad de insectos acuáticos que se asemejan a la
araña denominada “capulina”.

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158 David Lorente y Fernández

cables, una pirámide, un quiosco con jardín, un jacal [una cabaña] asina [pequeñito]
y la Reina, todo lo que sueñas así, todo tienes que hacer…

También sueña el dinero que cobra a la familia del paciente por la ofrenda, un
precio fijado por los ahuaques en “millones” que él debe convertir en pesos:

Tienes que soñar en cuánto te lo van a dejar llevarte [el espíritu]: 5 000 o 6 000. A
los pesos les nombran [los ahuaques en] millones [es decir, por miles], no [en simples]
pesos. Por eso se lleva la lista cuando se compra el regalo: cuánto gastamos de fruta y
naranjas, nísperos, sísperos, unos carritos de cerámica, unos muñecos de cerámica,
todas las cosas…

Con la lista va a los mercados de Texcoco o México, D.F., entre ellos el de Sono-
ra, para adquirir los productos, que deben corresponder exactamente al referente
onírico. Suele invertir días enteros en encontrarlos. Los objetos son de dos clases:
objetos acabados y materiales para fabricar objetos complejos.
Los objetos acabados incluyen muñequitos humanos y animales, carritos y traste-
citos. Los muñequitos son representaciones de autoridades y personajes del mundo
ahuaque: policías, soldados, monjitas y reinas. Los carritos, vehículos que se les atribuyen,
coches-patrulla o camiones principalmente. Las figuras de animales remiten al ganado
doméstico: chivitos, ovejas o caballos. Los trastecitos son ollitas, cazuelitas, jarritas y
vacinitos. El tamaño de todos ellos es un aspecto central: se trata de miniaturas acordes
a un mundo de seres pequeños identificados con niños. El material depende de los ob-
jetos: las figuras antropomorfas y zoomorfas deben ser de cerámica o de vidrio, brillantes,
delicadas y con buen acabado; los vehículos pueden ser de metal o de plástico y siempre
juguetes armados con esmero; las vajillas serán de barro. Existen dos criterios clave: deben
ser objetos nuevos y de calidad superior. Los ahuaques son seres exigentes que sólo acep-
tan objetos sofisticados, lujosos, caros a un mundo de riqueza y suntuosidad:

Si sueñas una charola con unos muñequitos de cerámica brillosos —hay hasta de 30
pesos cada muñequito en Texcoco—, a veces tienes que ir a buscarlos hasta México.
No se encuentran pronto… ¡No! Hace dos años me reveló una monjita, así está ha-
ciendo [las manos juntas, rezando] y con su vestido blanquito con una manta negra
en su cabeza, así la tenemos que buscar adonde sea… ¡Pero cómo padece uno! ¡Pasea,
pasea…! En Texcoco no hay; vamos a México, no hay. Se busca por decir a donde
venden cosas de cerámicas, pero donde venden cosas para boda (Figura 15). Ya hasta
anochece, vamos a una parte Texcoco… ¡y allá qué lo vemos! ¡Pinche, es éste el que
ya encontramos! Ya fuimos hasta México y no lo encontramos. Costó 60 pesos y
hasta México anduvimos…

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 159

FIGURA 4.2
Objetos expuestos en una tienda de miniaturas para boda
que podrían ser utilizados para una ofrenda

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160 David Lorente y Fernández

Los muñequitos y carritos se compran por unidades y cuestan de 30, 35, 50, 60
a 150 pesos. La charola donde se instalan los objetos, elemento central de la ofrenda,
es una bandeja de cerámica, plástico o vidrio que sirve de base sobre la que se asienta
lo ofrecido. Debe ser también de la mejor calidad:

Yo he venido a dejar en los manantiales unas charolas de cristal, si no de esas de plás-


tico. Pero que esté limpiecito, que esté nuevecito y bonito, ¡sí! Charolas de fierro no,
de plástico o de cerámica. ¡Pero charolas que cuesten de 200 pesos pa’rriba, no chin-
gaderas! Ahora sí, pa’que sirva de medicina. Si te vale una charola por decir 10 pesos,
15 pesos, ¡eso no va a servir! Se va a seguir enfermando el enfermo y no se alivia…

Los últimos elementos de los objetos acabados son las frutas y semillas. Don Cruz
busca piezas pequeñas y olorosas, maduras, a escala de las mayores, que valen de 10 a
30 pesos. Las semillas son habas, lentejas, arvejones, maíz, y deben ser frescas y sus-
ceptibles de liberar su aroma:

Compro las semillas, dos duraznos, dos manzanas pero bien recientes, bien duritas,
¡ahora sí, especiales!, y dos peras, dos ciruelas, dos mangos, dos naranjas, dos guayabas,
cosas de fruta… y luego, si me lo piden también, níspero [pero éste se da] hasta por
el mes de octubre, noviembre. Eso, si [es que] hay, [también compro] un cuarto de
sísperos…

Tras comprar los objetos acabados, busca los materiales para fabricar objetos com-
plejos. Ciertos elementos soñados no están a la venta y don Cruz debe ser creativo e
innovador para afrontar el problema. La ofrenda es dinámica y se modifica paralela-
mente a la vida material serrana, exigiendo miniaturas desconocidas en el pasado. Una
vez don Cruz tuvo que confeccionar un kiosco con “palillos de paleta tipo casita”. Otra vez
había afrontado el pedido de una cama y un colchón, y en una tercera el de una torre
de la luz. Estas creaciones ilustran bien el diseño original y personalista de los objetos:

Me pidieron una cama y un colchón. ¿Con su colchón cómo se va a hacer, a ver?


Tienes que hacerle de unos 50 cm o de 1 metro. ¿Y cómo va a ser la cama, eh? [riendo]
¡Híjole! No, está difícil. Tuve que buscarle la manera: compré 25 metros de piula y
unas varas pero asinitas, derechitas, allá en San Jerónimo las venden y lo consiguieron
los parientes del enfermo. Compraron creo 6. Les dije: pero derechitos y blanquitos,
bien. Lo vamos a hacer, y lo hice. Hice sus patitas, los clavé encima y lo hice así el
cuadrito, y luego lo paré. Entonces ya lo fui tejiendo la piula para que tenga como
resorte. Y compré la manta de color –también me lo pidieron-, con cuadros así bien

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 161

rosita y con floreado. Entonces compré estopa a 20 pesos, 1 kilo y medio, ¡es un chin-
go! Ya nomás la tendí encima y otra vuelta la tela encima. Un metro y medio pedí, lo
que sobró lo traje. Allá lo hice en su casa de la mujer [enferma], no vine ese día [a la
mía], no vine, sí. Porque eso se hace en casa del paciente, aunque sea detrás de la casa o,
si no, adentro…

En una ocasión también me pidieron una torre de la luz con el cable, y le digo: ¿cómo
voy a hacer? Entonces compre triplay [una base de madera] y así clavé el palito encima,
y compré 10 metros de chaquira, puro especial la chaquira, y luego ya aquí a los lados
se vino a poner pero puro listón de charney25 pero [de] ése brilloso; no compré seda
sino charney brilloso…

La meticulosidad al elaborar los objetos es equivalente a la alta calidad de las minia-


turas. “Pero hechecito bien, porque nomás al chingadazo no te reciben —dijo don
Cruz—. Luego se regresa el espíritu, otra vuelta sigue enfermo el paciente”.
Al confeccionar la ofrenda la familia del enfermo interviene sólo comprando objetos;
su elaboración es tarea exclusiva del tesiftero. Únicamente un neófito iniciándose le ayu-
dará en ciertos detalles, y cobrará 100 pesos diarios. La familia del enfermo contratará
también a un “chalán”, que cuidará la ofrenda y ayudará a traer del manantial el muñeco-
recipiente con el espíritu —se verá luego—, y cobrará 100 pesos por día de trabajo.
El uso del dinero en el proceso terapéutico es decisivo e interviene activamente en
la eficacia de la curación. Veamoslo por etapas: 1) en sueños los ahuaques fijan el precio
exigido por la liberación del enfermo; 2) el granicero se lo pide a la familia; 3) en sueños
los ahuaques le revelan también los objetos de la ofrenda; 4) la familia hace una lista; 5)
el granicero compra los objetos; 6) luego resta el dinero gastado en ellos del precio de
liberación del espíritu fijado por los ahuaques, y lo que sobró se lo entrega al enfermo
como medicina que contribuye a su curación. 7) Finalmente el granicero fija sus hono-
rarios atendiendo a la gravedad del paciente, a la peligrosidad del caso y al tiempo in-
vertido en la curación. Don Cruz lo ejemplificó con un episodio sucedido en 2005:

Los duendes me pidieron 1 000 pesos [por el espíritu]. Esos 1 000 pesos les toca a la
familia del paciente. Después, los objetos para la ofrenda que en sueños se van pidien-
do, que lo vayan anotando los parientes para que, cuando ya está sano el paciente y
me van a preguntar cuánto, les digo: “Pues la lista, ¿cuánto es?” Si se gastaron 700 u
800 pesos [en la ofrenda], allá en el manantial con 7 millones sacamos a ese enfermo.
Es allá millones, no pesos. “¿Saben qué? 7 millones se gastó en esto; ése [el dinero

25
Un tipo de tejido sintético.

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sobrante] es del enfermo”. Si sobraron 200 ó 300 [pesos del precio inicial pedido por
los ahuaques], eso haga de cuenta no se debe de agarrar para otra persona. Mejor, si ya
come, que le compren sus golosinas de él, eso ya es solamente para el paciente. Si no,
no se le va a quitar la enfermedad…26

Y sobre sus honorarios añadió:

Hasta 2 000 se puede pedir, o 1 500. Aquí un muchacho me lo trajeron con el coche,
ya está loco, le amarraron sus manos con un lazo y sus pies pa’que no patee… Y así,
aunque sea loco, yo lo atendí. ¡Pues a ése sí le cobré! Me ocuparon durante dos me-
ses… Pero sí les cobré 2 000 pesos ¡Es que estaba pesado ese caso!

Disposición y estructuración de la ofrenda

Una comitiva de vecinos acompaña al tesiftero al lugar. Llevan las miniaturas de los
ahuaques clandestinamente, a menudo por la noche para evitar ser vistos. Pocos pueden
presenciar el ritual, pues todo lo referente a los ahuaques debe mantenerse en secreto.
Caminan en hilera y hacen poco ruido. Alcanzan el manantial. Don Cruz, con respeto,
pide permiso a los ahuaques por la ofrenda que va a colocar. Los vecinos permanecen a
distancia prudencial con los objetos. Entonces don Cruz elige el sitio para instalarla.
La ofrenda tiene una dimensión variable que afecta su disposición. Como o bien
busca la restitución del daño causado por un enfermo específico, o bien constituye un
rescate concreto, uno de sus principios es la personalización. La ofrenda es contextual,
individualiza o personaliza un caso singular, y responde ya sea a los objetos que pisó el
paciente, ya sea al rescate exigido, y su configuración se ajusta a menudo al sitio del
inframundo al que accedió. El tipo, cantidad y colocación de las figuras es precisa y se
ciñe al sueño del tesiftero, que es inducido por los ahuaques.
Pero asociado con este aspecto variable existen ciertas constantes en su instalación.
Hay dos formas principales de emplazamiento: si el manantial lo permite, lo ideal es
introducir la ofrenda en el agua y fijarla en el fondo, en el lugar exacto donde está el
espíritu, generalmente un sitio de fuerte corriente; pero si el fondo tiene mucho relie-
ve y no lo permite, la ofrenda se puede colocar fuera del agua, sobre piedras redondas
y planas en medio del cauce. Don Cruz dijo que el agua debía rodearlas como a una
“mesita” en la corriente, a cuyo turbulento alrededor emergían los ahuaques.

26
Es decir, los ahuaques pidieron 1 000 pesos por el espíritu apresado, la ofrenda le costó a don Cruz entre
700 y 800 pesos, y los 200 o 300 restantes se los dio al enfermo.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 163

Eso se busca donde está escondido, así para que nadie entre. Cuando no puede uno
dejar [la ofrenda sumergida] donde está pasando harto agua, entonces se buscan unas
piedras grandes y se hace como una mesita así formaditos, y se pone [encima] una charo-
la [una losa horizontal sobre las otras]: el agua así está pasando [alrededor]…

FIGURA 4.3
“Mesitas” de piedra en la corriente para la disposición de la ofrenda

La ofrenda contiene dos clases de ingredientes o componentes principales. Unos


son las miniaturas antropomorfas y zoomorfas, los cochecitos y las construcciones;
otros son las flores, las frutas y las semillas. Los primeros sirven para restituir las pro-
piedades de los ahuaques que fueron dañadas por el enfermo o para integrar el rescate,
y el tesiftero las coloca actuando como un abogado que representa al cliente. Las flores,
las frutas y las semillas, es decir, sus aromas, son el banquete que vincula al tesiftero con
los ahuaques permitiendo la mediación, y constituyen dones de su autoría; son un
instrumento del tesiftero.
El orden de las miniaturas es el siguiente: si la ofrenda se sumerge en el agua, la
disposición deriva del sueño del tesiftero. Policías y soldaditos, monjitas, reinas, chivi-
tos y ovejitas, arbolitos, carritos, camioncitos, candeleros, petatitos, ollitas, cazuelitas,

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164 David Lorente y Fernández

platitos y cubiertitos se instalan junto a chaquiras entre viviendas, postes de luz, casas
de gobierno y estancias del palacio. En medio del manantial el tesiftero las mete en el
agua mientras se las pasa un vecino solícito, y las dispone sobre una o varias charolas
o patenas que constituyen la base. Vista desde la orilla, dijo un vecino, la ofrenda se
asemeja a una de las imágenes del inframundo soñadas por el ritualista, y que los se-
rranos conocen por tradición oral.
Pero si la ofrenda se prepara en las “mesitas” de piedra sobre el agua, primero se
instala una o varias charolas a modo de base y en esta superficie se colocan los objetos.
En la parte superior, de espaldas a la corriente, van los camiones, cochecitos, trastecitos,
candeleros, soldados, la reina y la monjita, animales de cristal, chaquiras y, alternados
entre ellos, las construcciones: el kiosco con jardín, la torre de la luz, la pirámide, la
cama y el colchón o secciones del palacio. Su diseño y distribución se basan igualmen-
te en sueños del tesiftero.
Las flores y las frutas presentan mayor regularidad. La fruta se pone siempre con-
tada y por parejas: dos duraznos, dos manzanas, dos peras, dos ciruelas, dos mangos,
dos naranjas, dos guayabas, dos nísperos, dos sísperos. Esto no ocurre con los objetos
y puede indicar el dualismo masculino-femenino de los ahuaques, que siempre forman
parejas.27 Junto a la fruta se ponen pequeños montones de semillas —lentejas, arroz,
maíz, habas, frijoles y hojas de nopal— y flores blancas como nubes, margaritas, gla-
diolos y también ramilletes de huihuilan, que es la flor de los ahuaques.28 El propósito
es que todas ellas liberen en el agua sus aromas.
El tesiftero convoca entonces a los ahuaques a comer: avisa que ya entregó el don
del paciente y los llama a compartir el banquete. Dado que las sustancias olorosas y los
aromas adscriben al tesiftero al mundo del agua, logrando su identificación con los
ahuaques, los días en que el tesiftero realice curaciones los “dueños del agua” le prohi-
birán consumir frutas olorosas en su vida ordinaria.29 Si pretende interceder ante ellos,
deberá reforzar su pertenencia a esa comunidad. En esos días la naturaleza del tesiftero
se acercará más al mundo ahuaque.30 Dijo don Cruz:

27
Llama la atención que las frutas sean los únicos ingredientes contados (emparejados) de las ofrendas.
28
Cuando la ofrenda se entrega dentro del agua, las frutas, flores y semillas flanquean las miniaturas. Si
se pone sobre las piedras, van en la zona inferior de la charola o fuera de ella directamente sobre las piedras,
trazando así un límite espacial entre objetos y productos vegetales.
29
En ciertos lugares, los graniceros están sometidos a restricciones alimenticias y no deben comer vegetales
durante la estación húmeda (véanse Schumann Gálvez, 1997: 308 y González Montes, 1997: 323), aunque
la costumbre se explica porque no pueden consumir aquellos productos que están destinados a cuidar.
30
El aroma es propiamente un “don” de su autoría: se asocia al “respeto” que rige su “compadrazgo” con
los ahuaques y constituye el eje lógico que rige la mediación, pues alude a los principios de intercambio
y reciprocidad que subyacen al proceder ceremonial.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 165

Cuando ya comiences a curar no debes de comer, te van a prohibir comer, cosas de


frutas. Yo no como casi guayaba, naranja casi, plátano, no, no me gusta. Aunque no
cure, pero de todas maneras ya me acostumbré.

Fruta, flores y semillas logran la unificación entre el tesiftero y los ahuaques a través
de una comida-comunión. Ya se vio al analizar la oración contra el granizo que la co-
mensalidad define a los grupos sociales, y que la comunidad humana y el mundo
ahuaque se constituyen y oponen a un tiempo por consumir productos vegetales, se-
millas o aromas. Nutrirse de aromas permite al tesiftero interceder ante los ahuaques.
Sólo quien come lo que ellos comen pertenece a su mundo y puede cerrar el pacto de
entrega del espíritu. Sucede así:

Cuando llego, entonces haga de cuenta comemos juntos con ese mismo olor. Cuando les
platico [a los ahuaques], cuando ya entrego [la ofrenda], ya na’ más les platico que aquí
ya está [colocada], que ya lo pusieron adentro [del agua]. [Entonces] yo no como así
por decir voy a comer; así nomás puro resuello, así resuello [dijo llevándose la mano
hacia la nariz].

Y ligado a la entrega de la ofrenda está su permanencia en el agua. Para ser ritual-


mente eficaz, la ofrenda no debe alterarse o modificarse en un plazo definido, de una
a dos semanas.31 Durante este tiempo la asimilan los ahuaques y preparan la liberación
del espíritu. Para impedir que el ganado o los vecinos pisen o roben la ofrenda, la fa-
milia del enfermo contrata a un chalán vigilante. Don Cruz explicó:

31
La espera hace que la esencia sea aceptada por los ahuaques, algo clave en la curación. Sólo si la ofrenda
se efectúa correctamente podrá ir el tesiftero con el muñeco-recipiente a obtener el espíritu. En la misma
región fray Diego Durán describe la fiesta de Huey tozoztli celebrada en la cumbre del Monte Tláloc,
y señala algo significativo:
[los reyes asistentes] constituían una compañía de cien soldados, de los más valientes y valerosos
que hallaban, con un capitán, y dejábanlos en guarda de toda aquella rica ofrenda y abundante
comida que allí se había ofrecido, a causa de que los enemigos, que eran los de Huextzingo y
Tlaxcala no viniesen a robar y saltear. […] Esta guardia duraba hasta que toda aquella comida
y cestillos y jícaras se podrían y las plumas se podrían con la humedad […] la cual [guardia]
remudaban casa seis días, para lo cual había señalados pueblos de los más cercanos, para que proveyesen
de soldados […] (Durán 1984, I: 85, énfasis añadido)
Esta necesidad de que la ofrenda permanezca cierto tiempo en el lugar podría revelar una continuidad
histórica en el área, y encontrarse asociada con la eficacia ritual de la misma y su adecuada recepción por
la divinidad.

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166 David Lorente y Fernández

Hay que espiarle pa’ que no lo peguen, pa’ que no le vayan a dar de jarrazos al obsequio
que se va a dejar. Si no se enferma más [el paciente]. Hay que decir a la familia: ¿Saben
qué?, van a ocupar un chalán para que, en una semana, quien la esté rondando no se
acerque por allí, porque está ahí delicado. Ni reses ni borregos, nada de nada donde
se deja. Allí que lo cuide. ¿Saben qué?, allí hay un regalo. Que [vigile] unos cuatro o
cinco días mientras la persona reacciona y ya no está loca ya…

El divorcio terapéutico y el muñeco-recipiente: la recuperación del espíritu

Pero la entrega de la ofrenda no logra por sí misma la liberación del espíritu. La causa
es que, al ser atrapado, el espíritu traslada sus relaciones sociales del mundo terrenal al
manantial. El espíritu humano es asimilado a una comunidad ahuaque. Pese a que
existen múltiples lazos subacuáticos, el que mejor revela lo que sucede es el vínculo del
matrimonio. Véase un ejemplo. Un hombre apresado trasladará sus relaciones de in-
tercambio recíproco de su esposa o su familia humana a su compañera y su familia
espiritual: no recibirá el alimento que aquélla le prepare en su casa terrestre y explica-
rá que no tiene hambre porque fue alimentado por el espíritu ahuaque del agua, con
el que ahora está casado. Dijo un serrano sobre un pariente afectado:

“Él ya no tenía oficio para su familia, ahora tendría que ser para la güera [el ahuaque
femenino del agua], así como su mujer; y dice que hasta tiene hijos allí”. Cuando su
mujer serrana iba a darle de comer, decía con desagrado: “apenas me vas a dar, si mi
mujer ya me dio”. Y se pasaba hasta tres días sin comer porque era su mujer ahuaque
y no la humana quien le daba “todo lo necesario”.

Una mujer contó de su hijo:

Eso me dijo el [granicero] don Enrique, me dice: ‘¿sabe qué, señora? No va a tener
remedio su hijo, porque, ¿sabe qué?, su hijo ya se va a casar con la Reina Xochitl’. Le
digo: ‘¿cómo se va a casar?’ Dice: ‘ya no lo dejan. Y a él ya le gustó la Reina’. Yo le digo:
‘¡Híjole!’; y yo le lloraba. Y ahí lo tengo tirado [al espíritu de mi hijo en el manantial];
ya es tirado.

En los episodios de enfermedad la consumación de la alianza está estrechamente


ligada al consumo del alimento, al hecho de ser alimentado, nutrido, por la pareja.
También en la vida serrana ambas resultan inseparables: en el pedimento matrimonial,
y posteriormente en las demostraciones de afecto y la construcción del amor conyugal,
el hecho de alimentar y de intercambiar alimentos entre los cónyuges, o de consumirlos

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 167

conjuntamente a través de la comensalidad, resultan de por sí constitutivos y contri-


buyen al establecimiento y a la definición social de la relación.32 Lo mismo sucede en
el manantial.
Por eso en la curación el granicero debe romper de algún modo estos lazos para
recuperar al enfermo. Se sirve de un procedimiento contundente: suministra al espí-
ritu atrapado olores apestosos para generar desavenencias en sus relaciones conyugales,
con el fin de que su consorte espiritual lo repudie y se disuelva el matrimonio. Enton-
ces el espíritu-ahuaque, rechazado, será degradado en la jerarquía del agua y colocado
en una situación de marginación social que facilita su regreso. ¿Pero cómo consigue el
tesiftero suministrarle los olores apestosos al espíritu? Principalmente de dos maneras.
Por un lado, dándole de beber al enfermo hierbas consideradas como “calientes” y
apestosas revueltas en atole de maseca —ruda, toronjil blanco y morado; flores de
Joncón, manita y plátano; pionilla, copacle, hierba de bastón, valeriana, espinosilla,
contrahierba e ingochina—.33 Por otro lado, sahumando el cuerpo del paciente con
cuernos de borrego o de chivo o plumas de gallina quemadas en un brasero bajo su
cama. La idea es que el olor apestoso aplicado al cuerpo se transmite al espíritu confi-
nado en el agua. Dijo la madre referida:

Como se le dieron [a mi hijo] las cosas olorosas, lo soltaron, allí ya no lo quisieron.


Allí ya no lo quiso la Reina Xochitl, porque ya estaba apestoso. Le dice, ‘hueles a co-
chino’. […] Y dicen que cuando ya lo fueron a traer [su espíritu] ya no estaba con la
Reina, que ya andaba de barrendero, que lo mandaban que barra en [el corral de] los
animales. Ya no lo tenían allí adentro [del palacio], porque primero lo tenían adentro
con la Reina.

La curación y la recuperación del espíritu consisten pues, finalmente —y más allá


de la ofrenda—, en generar un “divorcio”. El tesiftero tratará de llevar a cabo la ruptu-
ra del vínculo conyugal que, concebido como “enfermedad” por los serranos, ligaba al
espíritu apresado al mundo del agua. En el contexto de la agresión, no se trata sólo de
intercambiar al espíritu por una ofrenda, sino de desarraigarlo, de sustraerlo de una
comunidad a la que ha sido asimilado para devolverlo al cuerpo y a la comunidad se-
rrana original a la que pertenecía. La curación es una disputa por la adscripción final

32
Véanse al respecto Taggart (1975, 2007: 95-112), Chamoux (1987: 120-121) y Good (2003), así como
el apartado titulado “El parentesco” del capítulo 2. En los casos de agresión en el manantial, el consumo
del alimento y la alianza matrimonial surgen con frecuencia aunados y constituyen metáforas equivalentes
que pueden intercambiarse o sustituirse entre sí.
33
Sustancia que se adquiere en las hierberías y se cree elaborada de sesos humanos.

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168 David Lorente y Fernández

de la persona; superando los límites corporales, un serrano puede cambiar de grupo


social; los ahuaques apresan nahuas en un intento desaforado por generar parientes o
incorporar sujetos a sus redes comunitarias. Los olores apestosos son una estrategia
para forzar el retorno. Estrictamente hablando, lo que está en juego es a qué comuni-
dad termina perteneciendo el espíritu. En los casos en que el cautivo no se haya casado
en el agua y las relaciones sociales comunitarias que mantenga allí sean otras, el pro-
cedimiento de los olores apestosos servirá igualmente para romperlas y propiciar la
expulsión.
¿Qué sucede a continuación? Pasadas las dos semanas, puesta la ofrenda y sahu-
mado el enfermo, el tesiftero acude a la orilla del agua. Sabe que el acto de deificación
producido por la agresión sobrenatural, que transformó al espíritu de un serrano or-
dinario en una divinidad del agua, puede ser revertido y entonces el ahuaque devuelto
a su cuerpo humano se convierte nuevamente en un nahua. El granicero ordenará
gritando en la orilla: “¡Vente Juan —el espíritu recibe el nombre de la víctima, pues
alberga su conciencia y personalidad—, porque tú no eres de acá! ¡Tú no eres de acá!
¡Salte, salte!” Precisamente, en el traslado desde el manantial hasta su casa el espíritu
recobrado debe ser ya corporeizado, y para ello el granicero confecciona un “muñeco-
recipiente” antropomorfo —es decir, un “cuerpo”— con la ropa del enfermo, en el
que la entidad salida del agua se introduce.34 No puede dejar de pensarse, entonces, en
la homología explícita que se establece entre el “cuerpo” del ser humano (nuestra
carne, tonacayo) y la “ropa” (timatli) —configurada además en forma de muñeco— con
la que éste se ha vestido: albergado en su ropa humana, el espíritu ya no es tanto un
ahuaque como un serrano. Dijo una ritualista:

Vamos a hacer un muñeco con la ropa de la misma persona, porque es la ropa con que
el espíritu se ha vestido; le hacemos las manguitas, los brazos, las manos, la cabeza, las
piernas, los pies. […] Entonces [durante el camino de regreso] es cuando el espíritu
pienso yo que es cuando se impregna a la ropa. Dice: ‘Ay, ¡pues esto es mío!’ [reconoce
su ropa humana y, a través de ella, su cuerpo perdido]. Pues, cuando el espíritu viene,
[el muñeco] pesa lo de veinte kilos, mínimo quince kilos, el peso prácticamente de la

34
Es interesante que el uso del muñeco traza una conexión explícita entre el espíritu de la persona como
entidad antropomorfa y reducida (el muñeco mide unos 50 cm) y el concepto de los ahuaques como seres
pequeños o niños. También ilustra la conexión física entre espíritu y cuerpo: los golpes del muñeco los
siente a la vez el enfermo. Por otro lado, el procedimiento parece evocar cierta parte del rito funerario
mexica llamado quitonaltía, en la que, de acuerdo con López Austin (1996, I: 367), se ponía una efigie de
madera del muerto sobre la caja con los restos incinerados. Su función era atraer “las dispersas fracciones
del tonalli, que así pasarían al interior […] para ser conservadas”. Significativamente también se hacía esta
efigie “cuando no se recuperaba el cuerpo hundido entre las aguas” (López Austin, 1996, I: 367-368).

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 169

persona o de la criatura que uno llega a traer, porque luego llegan a adelgazarse… A
la hora de ya traerlo aquí así [a la casa del enfermo] ya en el lapso del tiempo ya es
donde se viene sintiendo cómo pesa, se viene impregnando [es decir, el espíritu se
calza su ropa y se va convirtiendo, a través de la posesión de un cuerpo, parcialmente
en un humano, en un serrano].

Don Cruz explicó algunos pormenores de este traslado:

Dos chalanes se llevan, que uno tiene que ir adelante y uno atrás. Y el que va delante,
si alguna persona está por ahí y me va a preguntar [alguna cosa mientras voy cargando
el muñeco], que le diga que no me platique porque no se puede. Eso, hágase de cuenta,
es malo. De que lo agarres el espíritu no debes de saludar ni una persona, tú eres mudo
y ya. Hasta cuando ya le entregaste el espíritu pues le puedes contestar al paciente…

Este proceso se completa posteriormente cuando el muñeco-recipiente es deposi-


tado en la cama junto al enfermo, y entonces el espíritu allí alojado transita y se insta-
la definitivamente en el (verdadero) cuerpo físico de la persona.
Terminada la ceremonia, el tesiftero limpia al enfermo los días siguientes con
huevo y plantas “calientes” hasta que se recupera por completo. Los casos terapéuticos
muestran así que la conversión de un serrano en ahuaque y de un ahuaque en serrano
—ambos esencialmente humanos— es reversible. Pero existe una condición insosla-
yable: que el espíritu apresado proceda de un cuerpo terrestre al que poder regresar.
Un ahuaque nacido en el agua será por completo ahuaque y pertenecerá para siempre
a esta comunidad. Por ejemplo, en el caso de que el espíritu de la víctima procrease
hijos con un ahuaque cuando estuvo cautivo en el manantial —es decir, que el enfermo
dejase descendencia en el agua—, una vez rescatado por el granicero deberá resignarse
a su pérdida. El ritualista podrá liberar al enfermo, pero no a su descendencia. Los
hijos quedarán en el manantial. Dijo la madre antes referida:

Y dicen que [el espíritu de mi hijo] se recargó sobre de la Reina, por eso creo que mi
hijo su retoño fue a dejar allá, allá en el agua. Algún retoño suyo quedó allá, cuando
lo fueron a sacar.

Un ejemplo de caso de curación: Juan de Amanalco

Para ilustrar todo lo expuesto anteriormente transcribo a continuación el caso de


Juan, un joven de Amanalco agarrado por los ahuaques y curado por don Cruz con
la ayuda del granicero don Enrique. Se trató de un episodio complejo que tuvo lugar
en las proximidades del manantial San Francisco. Lo narró la madre de Juan, en su

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170 David Lorente y Fernández

casa, el 9 de abril de 2004, cuando tuve oportunidad de grabarlo. También estaba


presente su marido. Comienza la narración la mujer mencionando a los ahuaques:

Allí estaban comiendo todos a la hora de la merienda, policías y patrulleros, y Juan


fue a llegar y fue a voltearlo todo: la mesa, carritos, un coche de los patrulleros, la
Reina dicen que la apachurró, quedó quebrada o no sé qué... Todo el desastre que
vino a hacer allí, todo se pagó; nos costó harto [dinero] el chavo para que se aliviara…
Esos señoritos [los ahuaques] pidieron un quiosco, hizo don Cruz el quiosco, y pidie-
ron los chivitos de cristal, los fueron a comprar a Texcoco mi hijo Zaca y don Cruz, y
hartas cosas de semillas. Pidieron semillas de lenteja, arroz, ¡harto, harto, harto!, fruta
—pero de a poquitos—, pidieron carritos igual, se entregaron dos de plástico, pidie-
ron una Reina de cristal, ¡una Reina bonita!... Dice el don Enrique: ‘¡Uhhhh, ya los
fueron a enriquecer a ésos! ¡Harto les fueron a enriquecer! ¡Los fue a enriquecer el Juan!’
Y ya lo fueron a dejar todo, ni modo; los entregaron allá con los duendes. Adentro del
agua los llevaron, y lo fueron a sacar por espiritual a mi hijo.
Después me dijo el don Enrique: ‘¿Sabe qué, señora? No va a tener remedio su hijo.
Porque, ¿sabe qué? Su hijo ya se va a casar con la Reina Xochitl’. Le digo: ‘¿Cómo que
se va a casar?’ Dice: ‘Ya no lo dejan. Y a él ya le gustó la Reina’. Yo le digo: ‘¡Híjole!’, y
yo le lloraba. Y ahí lo tengo tirado a mi hijo; ya es tirado. Y ahora, ¿cómo le hago? Y
que le digo a su hermano: ‘¿Sabes qué, hijo? —es el mayor el chamaco, y es casado
ya—, ¿sabes qué, mi hijo? Dice: ‘¿Qué mamá?’. Le digo: ‘Ya se va a oscurecer, ¡y tu
hermano mira cómo está! Ya no responde, ya no va a tener remedio, que porque ya se
va a casar con la Reina de allá del agua’. Y que a mi hijo lo iban a agarrar para científico.
Y para esa mañana se concentró el señor, y habló en el señor. Hablaba el señor
pero era la Reina, le prestó su cuerpo el señor don Enrique. Entonces habló la Reina
Xochitl. Ya no sabía yo cómo recibirlo, cómo atenderlo; le ayuda nomás su propia
esposa. Rápido eché por el suelo perfume de Siete Machos y amoniaco así preparado,
lo eché así y luego ya habló. Eran las siete de la mañana. Dijo que ya no lo iban a
dejar, ya estaba comprometido con ella; le dio dos besos y ya están amarrados ahí, pues
ya no lo deja. Dice: ‘¡Viera señora, pero qué de riqueza hay!’ Ya le gustó a Juan estar.
Dice: ‘¡Viera cómo brilla, y qué riqueza tienen!’ [Y ella]: ¡Pero cómo va a estar allí en
el agua el Juan! Y que dicen: ‘Ya no tiene remedio’.
Agarraron don Cruz y don Enrique y se vinieron por su lado, y aquí llueve y llue-
ve y llueve, y hasta relampagueaba, hasta como que chicoteaba por allá, y que le digo
a mi Zaca: ‘¿Sabes qué, hijo? Ve a traer —¡apúntalo!—: toronjil blanco, toronjil mo-
rado, flor de Joncón, flor de manita, flor de plátano, pionilla, copacle, hierba de
bastón, valeriana, espinosilla, contrahierba y el ingochina’ (ése dicen que es de los
sesos de personas, se compra en las hierberías, ya viene preparado; ése es para el senti-

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 171

do porque es muy apestoso). Todo eso le di a mi hijo, puras hierbas calientes, y son
fuertes de olorosas; eso le ayudó bastante a mi Juan que estaba abajo del agua, pues
ese ya es airoso, es cosa de aire de adentro del agua. Revolvía yo en el atole de maseca
y le daba así como medicamento. ¡Y eso sí se lo comía pero comía! ¡Comía retebien
mi chamaco! Aunque sea así perdido, pero comía bien.
Como se le dieron las cosas olorosas, lo soltaron, allí ya no lo quisieron. Allí ya no
lo quiso la Reina, porque ya estaba apestoso. Le dice: ‘¡Hueles a cochino!’ Y luego
después, cuando llegaron a otro día... ‘¿Qué pasó?’, dijeron el señor don Enrique y el
don Cruz, ‘¿pero cómo le hizo, señora? ¿Qué le hizo?’ Le digo: ‘Ustedes lo vinieron a
limpiar y ustedes me dijeron que ya no había remedio. ¿Seguro lo entregaron, verdad?
¿Lo entregaron?’ Dicen: ‘No, él nomás se entregó’. ‘La señora sabe’, ahí ellos me dije-
ron, ‘¡sí sabe la señora!’. Y entonces les digo: ‘No, don Cruz, no, don Enrique, yo no
sé curar, pues es de curiosidad que nomás lo agarré, y como dicen que ya no lo van a
dejar, yo ya metí mano, señor’. Dicen: ‘¡Estuvo bien, estuvo bien, señora! ¡Estuvo bien!
¿Qué le dio?’ Digo: ‘Nomás la hierba de bastón, el copacle, la pionilla y el ingochina,
la contrahierba y la valeriana’ (porque también la valeriana es apestosa). Pero pues se
alivió, gracias a Dios.
Y dicen que cuando ya lo fueron a traer mi hijo ya no estaba con la Reina, que ya
andaba de barrendero; que lo mandaban que barra en [el corral de] los animales. Ya
no lo tenían allí adentro [del palacio], porque primero lo tenían adentro con la Reina.
Y dicen que se recargó sobre de la Reina, por eso creo que mi hijo su retoño fue a dejar
allá en el agua. Algún retoño [un hijo suyo] quedó allá, cuando lo fueron a sacar.
Habló el don Enrique [a su espíritu en el manantial, pegándole con una vara] y le
dice: ‘¡Ven, Juan!’ Na’ más cuatro varazos le da... ‘¡Vente, Juan, porque tú no eres de
acá! ¡Salte, salte!’ Y dice mi señor que estaba refeo adonde se metió el don Enrique y
lo sacó al Juan. Lo fue cargando [el espíritu] uno de mis primos, dicen que nomás lo
agarró [con sus manos], quién sabe cómo le hizo. No llevaron muñeco, puro espíritu
lo llevaron; dicen que así fuerte lo llevó en las manos el que se encargó de cargarlo.
Ocuparon como quince personas, alrededor estuvieron. Los dos graniceros iban atrás
de él con sus varas, y que nadie va a estar [detrás de ellos]. Y lo vienen trayendo como
un animalito. Nosotros, yo y su hermano, pues nos quedamos en la casa a cuidarlo. Y
allá en casa lo estaba viendo el Juan [todo lo que sucedía en el manantial], porque yo
nomás me fijaba que le decía a su tío [que también estaba en el manantial]: ‘Me agarras
recio, tío Miguel, me agarras recio y me aguantas así chingón, ¡o te doy un cacahua-
tazo!’ Así estaba hablando. Y le digo a su hermano: ‘¡Ya lo están agarrando!’ Los veía;
hablaba su boca, su cuerpo, y por eso ya me di cuenta que sí lo tenían allí, porque
dice: ‘¡Me agarras recio, tío Miguel, o te doy un pinche cacahuatazo!’ Y se movía, se
movía [el cuerpo de Juan en la casa], y su hermano pues lo apachurraba y yo también.

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172 David Lorente y Fernández

Le digo: ‘¡Estate, estate, Juan! ¿Pa’ qué le vas a pegar a tu tío? ¡Déjalo que te agarre tu
tío, déjalo!’

Cuando llegaron a la casa, don Cruz y don Enrique devolvieron el espíritu al


cuerpo abriendo con cuidado las manos sobre él; le dieron a beber agua bendita y lo
acostaron a dormir.
Días después, cuando se repuso por completo, Juan acomodaba con gran elegan-
cia las cosas de la casa como si todavía estuviera bajo el agua en el palacio con la Reina
Xochitl, y miraba a su alrededor alzando el cuello altivamente, con orgullo. Sin em-
bargo, el joven había quedado impedido intelectualmente y no quiso estudiar más,
sólo quería trabajar: “Los duendes le quitaron la sabiduría —dijo su padre—, media
memoria, porque no quiso cumplir con ellos”.

Pero todo eso le dimos —continuó su madre—: espinas de nopal, espinas de bolitas,
de varias espinas... Todo lo corté y lo quemé y lo molí, y le di todo eso de tomar; es para
que se ponga fuerte el espíritu. Por eso digo que ahorita es como valiente, es broncudo,
es malo el chavo. Que digamos no es malo, sino que es fuerte el carácter. Cuando le
cae alguien platica bien, y cuando no, mejor nomás pasa... Porque él ahorita trabaja,
es muy aparte; hasta se enoja con sus hermanos. Y por eso yo lo veo que es decidido.
Le digo: ‘¿No aprendiste algo del agua, hijo?’ Dice: ‘¿Para qué cabrón...?’ —es grosero,
eh— ‘¡Pa’ qué chingaos voy a querer esas chingaderas!’ Le digo: ‘¡Ahoriiita!, pero antes
te gustaba [la vida del agua], ¿verdad?’
No sé si recuerda lo que vivió allí, pero no platica. Es como que así... Cambió
bastante mi hijo, cambió bastante. ¡Bastante, bastante de que se enfermó!

Ceremonias en el Monte Tláloc: el remolino actuado y las botellas con semillas

Pero las curaciones no terminan aquí. En el caso de que los parientes tarden en hallar
al tesiftero o éste en liberar al espíritu del enfermo, el ente convertido en ahuaque es
trasladado por los cursos de agua o por los rayos al interior del Monte Tláloc. La cu-
ración tendrá lugar entonces allí.35 Como sabemos, el motivo de este traslado es que
Tláloc-Nezahualcóyotl reúne en el Monte a los espíritus humanos apresados cada año
para sustituir con ellos, como en un sistema de cargos, a los ahuaques que cuidaban los

35
Recuérdese que, una vez almacenados en el Monte, los espíritus son repartidos mediante rayos, al
comienzo de cada año, en los manantiales y canales del sistema de regadío.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 173

manantiales. Esto es precisamente lo que trata de evitar el tesiftero. El Monte es el úl-


timo lugar donde puede interceptarlos y rescatarlos.
Se vio al describir los ritos de lluvia que en la cima del Monte hay un monolito o
tejolote ligado a la imagen de Nezahualcóyotl y un pozo-sumidero que se abre su cima,
dentro del cual habitan los ahuaques cuidadores.
En las curaciones el tesiftero trata de recuperar el espíritu atrapado precisamente en
ese lugar, que constituye la vía privilegiada de acceso al interior poblado de vegetales y
de agua. En 2005 pude grabar la narración de un ritual ilustrativo que me contó don
Cruz y que presento aquí. Fijémonos en el mapa de la figura 4.4. Lo dibujó el granice-
ro y recoge las diferentes secuencias del episodio y la topografía de la cima del Monte.
Explicó:

Una sobrina mía le agarraron su espíritu aquí en la joya en el manantial; entonces,


cuando vino por Texcoco el trueno y pasó por allá, la pasaron a traer, se lo llevaron
porque lo querían ya ganar, lo llevaron hasta allá a Tláloc —ya está prisionero—, y
como no estoy registrado yo allá, entonces hay unas personas que están registradas
allá, pues entonces les rogué.

FIGURA 4.4
Mapa de la cima del Monte Tláloc con las secuencias de la ceremonia terapéutica

5 1. Ubicación del tesiftero


1 durante la ceremonia.
2. El ‘tejolote’, donde los hermanos
7 hacen oración.
3. El pozo-sumidero donde
se encuentra el espíritu cautivo.
4. Cruces sobre la cerca de piedra.
5. Lugar de entrega del espíritu
al tesiftero.
6. Recinto del santuario
del Monte Tláloc.
7. Calzada de acceso al recinto.

Fuente: Plano elaborado por el tesiftero don Cruz el 19 de marzo de 2006.

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174 David Lorente y Fernández

Don Cruz pidió permiso a la organización de pedidores de lluvia de Amanalco


—llamada los hermanos espirituales y registrada en la cima— para acceder al lugar.
Por su carácter foráneo tuvo que retirarse cerca del muro [detalle 1] para no desenca-
denar la lluvia en el santuario. Continuó:

Aquí está la piedra donde hacen oración [el tejolote: detalle 2], y allí estaba un agujero
como de tres metros [el pozo-sumidero: detalle 3]. Cuando fuimos, tiene como diez
años [fue hacia 1995], para recuperar el espíritu me bajé allá abajo, despacito bajé los
tres metros para agarrar cruces el agua, pues ahí está el agüita en el agujero, hasta allí
ves el resuello del mar. Entonces tuve yo que entrar a platicar con el agua para que me
lo entreguen el espíritu. Mientras, ellos [los hermanos espirituales, cinco vecinos enca-
bezados por una anciana] rezaban [propiciando a los ahuaques].
Y después —así está como pelado 300 metros alrededor, y harto aire, y hartas cruces
de palos, palitos en cruz [25 habían dispuesto los hermanos espirituales] arriba de la
cerca de piedra [detalle 4]—, después me dieron una vara de membrillo delgada [de
1.50 metros] y tuve que hacer el trabajo: ando [girándola sobre la cabeza] para que
haga el resuello como helicóptero, anda haciendo resuello la vara, y a cada crucecita
tengo que pedirle gracias con la vara. Tengo que abrazarla... Y ya otra vuelta me man-
dan, otra vuelta...
Y [luego ya me mandan también] arriba por la carretera [la calzada] para seguir
corriendo, haga de cuenta como un helicóptero, vas haciendo así [girando el palo sobre
su cabeza], pero así [más fuerte], corriendo, y llegas a donde está la cruz [dice abriendo
los brazos]: así lo abrazas...

Concluída su acción, don Cruz fue ante el tejolote donde los hermanos le entrega-
ron el espíritu [detalle 5] para llevarlo —alojado en sus manos, sin usar el muñeco—
hasta el paciente. Explicó:

Lo traje desde allá para acá, pero nomás aguanté como tres kilómetros caminando,
nomás haga de cuenta tres kilómetros por aquí en el puro cerro y ya me cansé dema-
siado, y comenzaron a hablar las señoras, señores —fueron, creo, veinticinco [acom-
pañándome]—. Después ya me trajeron donde está la camioneta y ya [llegué hasta la
casa de la enferma]. Porque eso [el espíritu] se trae así, aquí [en la palma cerrada de la
mano] se trae el espíritu; hay que amarrar bien, apachurrar pa’ que no se te... cuando
se abren tus manos, ya se regresó el espíritu [al Monte], ya no [se puede recuperar]. Y
donde estaba la enferma, mi sobrina, se lo fui desparramando con oraciones, por decir
en su cabeza o en sus pies, despacito se lo va despejando [soltando, liberando] así.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 175

Pero volvamos a la ceremonia. El tesiftero la interpretó como sigue: su acción de rotar


el palo sobre la cabeza remitía a la representación auditiva y visual de un remolino que
gira sobre sí mismo y alrededor de las cruces. Este acto, en sí, era el obsequio. “Es
para convencerlos a los espíritus de los ahuaques —dijo—; es como una ofrenda. ¿Va
a hacer un trabajo el tesiftero? El espíritu ya lo vamos a entregar, que lo lleve”. En el
ritual el remolino actúa como una metonimia de los ahuaques: la acción los caracte-
riza, y remedarla produce la identificación directa. El granicero reproduce el símbolo
característico de los dueños del agua y, haciéndolo, se convierte en uno de ellos. Ésta
es una acepción de la ofrenda: el tesiftero-ahuaque-remolino. Pero el remolino es po-
lisémico. Existe una segunda acepción: como agregó el ritualista, girando el palo sobre
su cabeza también imitaba “el látigo de un charro”, y los flecos de los gabanes o rebo-
zos de los ahuaques proyectados hacia la tierra son precisamente los rayos, “como el
látigo de un charro que sustrae las cosas”. Así, el remolino es también el rayo. Y aún
surgió una tercera: antes ya había hablado de los resuellos que se oyen tanto donde
hay espíritus cautivos en el arroyo como en el pozo-sumidero del recinto, sugiriendo
la presencia velada de los ahuaques dentro del agua. En el ritual, el sonido surgido al
girar el palo, perseguido deliberadamente en la acción, remitía al campo semántico
del manantial y del agua. Era el remolino-agua-manantial. El remolino representaba
una imagen polisémica que reunía a los ahuaques, al rayo y al agua en la misma figura
simbólica. Sin duda, una ofrenda muy compleja.
¿Y las cruces sobre la cerca de piedra? Éstas parecen remitir o representar a los ahua-
ques, pues también se mencionan vinculadas al agua del sumidero con la que conversa el
granicero. Las cruces —como los tepictoton prehispánicos (Durán, 1984, I: 82)— están
dispuestas en círculo alrededor de la roca central o tejolote que encarna al Rey del Mar
Nezahualcóyotl [véanse los detalles 2 y 4 del mapa]. Esto podría expresar la idea ya refe-
rida de hijos o chalanes al servicio de aquél. Los ahuaques son, se dijo, los cuidadores o
custodios del cerro, como lo son de los manantiales, y por eso el tesiftero debe abrazar
estas cruces —crucecitas hechas en miniatura— y “pedirles gracias con la vara” en su
ofrenda-imitación del remolino-ahuaque-manantial-látigo-rayo para recuperar el espíritu.
Pero en las curaciones se entregan también otro tipo de ofrendas. Los tesifteros regis-
trados suben a la cima del Monte en solitario y ofrecen principalmente botellas con se-
millas. Dejan las botellas llenas hasta la mitad, destapadas y cada una con un contenido
específico —maíz, trigo, cebada, arvejón—. Estas ofrendas, halladas en la cima por
varios autores,36 no remiten a ritos de petición de lluvia ni de fertilidad como se ha
creído a menudo. La idea fue rechazada rotundamente por don Cruz cuando le sugerí

36
Véanse Broda (1991: 476-477), Glockner (1996: 77), Morante (1997: 128-129) y Townsend y Solís (1991: 27).

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176 David Lorente y Fernández

tal posibilidad. Las semillas, son, dijo, “para curación”. “Como te digo —añadió—,
eso lo van a dejar [para curar a] los que se enferman los [tesifteros] que están registrados
allá. Si [los ahuaques] piden semillas lo van a dejar, su resuello que lo coman, su olor
de la semilla”. El hecho de que las botellas estén destapadas y ubicadas en el patio del
recinto, cerca del pozo-tejolote donde viven los ahuaques, tiene una razón: entregarles
el alimento a los ahuaques directamente en su morada, casi en el mismo lugar en que
se introducía el tesiftero con la canasta en las peticiones de lluvia. Un hombre que las
vio hacia 1999 dijo evocadoramente:

Allá, en esa parte de Tláloc, estaban unas botellas llenas de cebada, de trigo y de maíz
y arvejón. Cada frasco era como una marca de semillas. [Las semillas] están secas, así
nada más están en los frascos, no crea que ya se bajó o ya se lo comieron, no no, no se ve
nada… haga de cuenta yo pienso que es como el día de Muertos que en los pueblos
ponen una ofrenda, entonces van a venir las ánimas o las animitas que según todo el
olor se lo llevan…

Es interesante notar que estas botellas se instalan precisamente sobre rocas o lajas
de piedra, soportes horizontales como “charolas” que parecen asociarse estrechamente
con las piedras redondas del manantial donde se despliegan las ofrendas, o con las
“piedras-puertas” del cauce donde el tesiftero buscaba el espíritu y bajo las que, se vio,
habitan los ahuaques. Al indagar sobre este aspecto en el Cerro, don Cruz anunció
enigmáticamente: “allí pura piedra hay, pura piedra, arriba del Cerro, pura piedra”.
Esta relevancia simbólica de las piedras podría vincularse también, aunque quizá
de una manera indirecta, con los términos que designan a las rocas asociadas con Tláloc
(el tejolote y el molcajete) que constituyen un instrumento culinario. En este sentido,
don Cruz trató de explicarme que, antes de que el molcajete fuese llevado al Museo,
cuando ambas piedras estaban aún juntas en la cima, Nezahualcóyotl “comía” en este
lugar —se entiende que obtenía el aroma de las semillas al triturarlas—. En la descrip-
ción clásica de Bautista Pomar sobre el ídolo de Tlaloc de la cima del Cerro se dice que
éste tenía un recipiente con hule en la cabeza lleno “de todas las semillas de las que usan
y se mantienen los naturales, como era maíz blanco, negro, colorado y amarillo, y fri-
joles de muchos géneros y colores, y chía, huautli y michhuautli, y ají de todas las
suertes que podían haber los que lo tenía á cargo, renovándole cada año á cierto tiempo”
(Pomar, 1891: 15). También en el Proceso inquisitorial del Cacique de Texcoco se indica
de “dicho ídolo, que se dice Tlaloc, que era de piedra, y por el cuerpo estaba revuelto y
embadurnado con ole, y chía, y maíz, é cyetl, é cuautle, y otras semillas, y parescía ser
de muchos días puesto aquel embadurnamiento porque estaba podrido” (agn, 1910:
25). Llama la atención este hecho. ¿Se alimentaba el Tláloc prehispánico de semillas

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 177

como hace algunos años parecía hacerlo Nezahualcóyotl empleando el molcajete y el


tejolote? No podemos saberlo. Lo que sí sabemos es que hoy los hijos de Nezahualcóyotl,
los ahuaques, subsisten de semillas, que no son sino estrictamente recipientes de aromas.
Pero lo relevante es que el Monte sigue siendo el lugar de alimentación por exce-
lencia. Antiguamente Nezahualcóyotl molía sus semillas en la cima. Actualmente les
da a los ahuaques su comida-arvejón por ayudarle en la producción de lluvia. Y hoy el
tesiftero les entrega a los ahuaques semillas en el mismo lugar en que lo hace el podero-
so Rey del Mar. El tesiftero asume el papel de Tláloc y les proporciona comida a los
ahuaques para hacerlos “trabajar”. Pero el fin no es ahora que dispensen la lluvia, sino
que liberen a su cautivo. El tesiftero instala las botellas con semillas. Los ahuaques de-
vuelven el espíritu apresado y obtienen de él los aromas que llevarán, sirviéndose de
las corrientes de aire, al interior del Monte por el pozo-sumidero y hasta los manan-
tiales y arroyos de la Sierra que irradian de sus laderas y estribaciones.
El espíritu del enfermo, recuperado, volverá a su cuerpo físico y se salvará de ser
repartido en los canales y manantiales del sistema de irrigación texcocano para incor-
porarse al destacamento de cuidadores.

Hacia una interpretación contextual de las ofrendas

En el sistema de meteorología nahua serrano las tres categorías de ofrendas —conjura-


torias, petitorias y terapéuticas— tienen un propósito clave: suplantar el proceso at-
mosférico de extracción de las esencias. Las nociones de granizo-rayos, por un lado, y
de ofrenda, por otro, son opuestas. La diferencia estriba en si existe o no destrucción en
la apropiación. Mientras los ahuaques rapiñan las esencias de los seres y objetos de la
superficie terrestre destruyendo sus cuerpos —devastando una milpa, fulminando un
animal o una casa—, la entrega de esencias mediante ofrendas no implica una destruc-
ción. Y si el granizo y el rayo roban además el “trabajo” humano invertido en producir
los objetos o contribuir al crecimiento del ganado y las plantas, las ofrendas conllevan
la entrega voluntaria del mismo. De esta forma, a través de las ofrendas, conjura el
tesiftero la rapiña de los ahuaques, convierte una situación potencial de depredación en
una relación de colaboración recíproca en la que los contradones no son agonísticos.
Revierte el expolio en intercambio pacífico.37 Se puede establecer la equivalencia:

37
La concepción de los nahuas de Texcoco se encuentra en parte en sintonía con la noción de ofreda de
otras regiones nahuas. Para los nahuas de Río Balsas, en Guerrero, la ofrenda es “la forma más directa en
que los vivos dan su trabajo a los muertos”, que dependen directamente de aquéllos para subsistir (Good,
2004b: 159); los objetos y la comida expresan el trabajo y la fuerza y demuestran “amor y respeto” por

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178 David Lorente y Fernández

granizo-rayo = agresión = robo del trabajo humano


ofrenda = no agresión = don de los seres humanos

Las ofrendas les permiten a los serranos, por medio del tesiftero, entregarles esencias
a los ahuaques; pero no sólo eso, también suministrárselas dentro del agua, en su mundo.
Las ofrendas les brindan a los ahuaques las esencias que necesitan sin perjudicar a los hu-
manos, y les ahorran el trabajo de obtenerlas sobre la tierra y de trasladarlas al manantial.
Centrémonos en su pequeño tamaño: las ofrendas son miniaturas. La noción de
esencia robada por los ahuaques con los rayos y el granizo involucra la creencia en una
dimensión separable, invisible y material común a animales, plantas y objetos, que
reproduce sus cualidades y atributos. Y es de acuerdo con esta lógica que el tesiftero
recurre a un procedimiento ritual adecuado para brindárselas a los ahuaques: ofrecer
objetos pequeños. Como explicó don Cruz, es al dejarlos bajo el agua o en las inmedia-
ciones del manantial cuando ocurre la transformación ritual y se libera una esencia tan
reducida como la que procedería del objeto original (de un palacio de gobierno o un
borreguito, por ejemplo). Existen, como es lógico, ciertas condiciones: que se trate de
objetos nuevos, que estén hechos del material adecuado y que los ofrezca él. Veámoslo.
Que se trate de objetos nuevos se debe a que aquellos que han sido usados retienen
la esencia del poseedor. Lo ejemplifica perfectamente el uso del muñeco-recipiente,
cuya ropa, impregnada del espíritu de su dueño, sigue perteneciéndole en parte. Pero
con las ofrendas el efecto buscado es el inverso: que sean objetos vírgenes para que los
ahuaques puedan apropiarse de sus esencias inalteradas.
En cuanto a los materiales adecuados, la cerámica y el cristal predominan y se em-
plean por ser “brillosos”. Las figurillas que despiden destellos de luz en el arroyo se
identifican fácilmente con sus esencias interiores que son de naturaleza “caliente”. Las
figurillas brillantes son potencialmente esencias. Pero también hay otro motivo para
esta intención en que las miniaturas sean reflectantes: que refracten los rayos del sol.
Don Cruz llamó a las charolas que usaba como base de las ofrendas “patenas”. Colo-
cados sobre ellas todos los objetos brillaban. Así las ofrendas son en sí mismas un
banquete de rayos de sol del que se alimentan los ahuaques. Al mismo tiempo que se
apoderan de las esencias de los objetos consumen los rayos solares (recuérdese que el

quien las recibe (2004a: 140). Para los nahuas de la Sierra Norte de Puebla, según Lupo, las ofrendas
constituyen un “vehículo de fuerza” (1995a: 166). Otros trabajos sugerentes sobre el tema son los de
Dehouve (2007), que plantea una metodología precisa para analizar las ofrendas, y el de Graulich y
Olivier (2004), que trata el tema de la comensalidad y de la naturaleza problemática de las esencias, con
los que la etnoteoría serrana aquí analizada, que replantea en varios sentido el tema del “pago de la deuda”
y el sistema de intercambios recíprocos (Mauss, 1979b), puede ser contrastada.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 179

interior del agua es un ámbito frío y oscuro). La ofrenda es, desde esta perspectiva,
algo polisémico y complejo: se inscribe en el campo semántico calórico-lumínico y
nutricio, persigue entregar esencias calientes pero también iluminar y alimentar. Se
ofrendan miniaturas-esencias y se entrega sol.
La misma lógica se aplica a las construcciones a escala, que se envuelven con fibras
brillantes o se decoran con chaquira. Decía don Cruz de la torre de la luz: “compré
diez metros de chaquira, puro especial la chaquira, y […] a los lados ya se vino a poner
puro listón de charney pero [de] ése brilloso; no compré seda sino charney brilloso”.
El brillo no atañe entonces únicamente a las figurillas de cristal o de vidrio. Figurillas,
construcciones y la propia charola brillan, destellan.
En suma, los objetos deben ser pequeños, brillantes, y deben ser entregados por el
tesiftero —que es el único conocedor de estos secretos— para que liberen sus esencias.
En cuanto a sus funciones, la mayoría de los objetos ofrendados son instrumentos de
uso de los ahuaques. Esto sucede con algunas miniaturas, como los trastecitos de barro,
por ejemplo.38 Pero donde mejor se aprecia este hecho es con las construcciones a escala.
Las torres de la luz, pirámides, quioscos y jardines en miniatura que el tesiftero confeccio-
na hoy, y con las que abastece de mobiliario el mundo del agua, parecen mantener una
curiosa relación con las maquetas prehispánicas halladas en el Altiplano Central. Las
maquetas son “modelos en miniatura esculpidos en piedra”, en general de escaleras, es-
tructuras piramidales, pocitas, canales e incluso juegos de pelota que estaban asociadas al
culto a los dioses pluviales como deidades de los cerros y de la fertilidad agrícola (Broda,
1997b: 149, 142-143). Se encontraban en sitios de culto tallados en roca. Algunas ma-
quetas reproducían cerritos terraceados con pocitas en la cima en las que el agua vertida
escurría simulando la lluvia o las aguas de irrigación fluyendo por canales. Se cree que
servían para ritos propiciatorios de carácter ambiental y cosmológico realizados en lugares
estratégicos (1997b: 143, 148). Para los tesifteros serranos actuales, las ofrendas en minia-
tura son utensilios, edificios y viviendas para el inframundo, es decir, son objetos “de uso”
de los ahuaques; su función principal es abastecer el inframundo entregando utensilios y
residencias. Quizá las antiguas maquetas, de las que existen algunas en el cercano Cerro
de Tezcutzingo,39 tuvieran un propósito ritual semejante, y así asistimos a una continuidad.

38
Cabe señalar que el uso de “vajillas en miniatura” está ampliamente documentado en la época prehispánica.
Al celebrar a los hombres fulminados y ahogados en Tepeilhuitl, “la fiesta de los cerros”, la gente les ofrecía
a los tlaloque vajillas en miniatura “cual los dioses eran, porque eran tan bajas que no subían de una
jicarilla para que bebiesen los dioses, unas escudillejas y platillos y ollillas y contizuelas” (Durán, 1984,
I: 167; véase Broda, 2001: 300).
39
Una maqueta provista de escaleras, cercana al Tezcutzingo, fue registrada por Cook de Leonhard y
reproducida por Broda (1997a: 64 y comunicación personal de 2007). Sobre las construcciones en
miniatura existentes en este cerro, véase el apartado “El complejo del Cerro Tezcutzingo” del capítulo 2.

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180 David Lorente y Fernández

Sigamos con los materiales y los objetos. Otro ingrediente sumamente importan-
te son las flores, frutas y semillas. Éstas son liberadoras de aromas por excelencia, el
sustento ahuaque junto a los rayos solares. Flores, frutas y semillas se identifican con
las miniaturas porque también constituyen recipientes, contenedores o cápsulas de las
esencias ofrendadas. Pero los vegetales tienen además otra función. Son “instrumentos
de relaciones sociales”. Son la herramienta con la cual el tesiftero logra adscribirse a la
comunidad ahuaque, es decir, asimilarse a la sociedad del agua para llegar a un acuer-
do o negociar con los espíritus “de igual a igual”. Esta función sociológica de las
ofrendas como adscriptores o como un medio para poder formar parte de otras comu-
nidades “humanas” pondría resultar extraña. Pero no lo es en un doble sentido: por
un lado, explica por qué únicamente el tesiftero puede entregar ofrendas a los ahuaques;
por otro, clarifica el motivo de que las flores, frutas y semillas sean dones de su autoría
(es decir, que su cantidad y disposición acepte cierto margen de libertad, al contrario
de lo que ocurre con los objetos que aparecen en los sueños, que deben ofrecerse con
exactitud). Los aromas son el instrumento que el tesiftero utiliza para crear una alianza
intercomunitaria. El banquete unificador permite al tesiftero salvar la barrera ontoló-
gica, pactar y entregarles a los ahuaques los bienes que necesitan. Los aromas vegetales
son, pues, dones y mediadores al mismo tiempo.
El propósito de las ofrendas es evitar la rapacidad. Pero unas veces lo hacen di-
recta y otras indirectamente. Las ofrendas para conjurar el granizo y las ofrendas que
se emplean en los episodios terapéuticos lo hacen directamente: entregan dones
para evitar que los ahuaques los arrebaten violentamente. La diferencia es que las
ofrendas conjuratorias tratan de evitar la agresión y las terapéuticas actúan a poste-
riori. Es decir, las conjuratorias previenen la depredación y las terapéuticas revierten
una agresión consumada: entregan objetos para recuperar el espíritu del enfermo.
Las ofrendas que conjuran la agresión indirectamente son las que persiguen pedir la
lluvia. Estas ofrendas donan a los ahuaques bienes alimenticios a cambio del agua,
pero en última instancia se trata de bienes que los espíritus precisan y acabarían
rapiñando por sí mismos (aromas vegetales). Sin embargo, las ofrendas terapéuticas
conjuran también la depredación de manera indirecta. Siempre buscan liberar el
espíritu apresado; no obstante, los bienes que entregan a cambio del mismo abaste-
cen de objetos y de comida el inframundo atenuando los expolios posteriores. Al
perder los ahuaques un espíritu humano —un cónyuge, un trabajador, una Reina
Xochitl potenciales—, ganan sin embargo multitud de riquezas: viviendas, palacios,
ganados, vehículos y semillas. El tesiftero surte de bienes el manantial y evita destruc-
toras depredaciones con rayos y con granizo. Los objetos que reciben los ahuaques
para que devuelvan el espíritu habrían terminado apropiándoselos ellos mismos por
sus medios.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 181

En los casos en que el enfermo pisó una parcela del inframundo, la ofrenda no
implica un pago estereotipado a priori sino la reparación de un daño concreto. En las
ocasiones en que el enfermo fue apresado para convertirse en un trabajador o en un
cónyuge, la ofrenda-rescate que entrega el tesiftero tampoco es algo estandarizado. En
ambos casos la ofrenda refleja la configuración local del inframundo y, junto a repre-
sentarlo con los objetos, ciertamente lo recrea. La ofrenda es un microcosmos que re-
nueva el lugar específico donde se deposita. Su misma instalación es un proceso
demiúrgico-performativo. El tesiftero reconstruye fragmentos concretos del inframun-
do que ha visto previamente en sus sueños.
Para los vecinos y ayudantes que le acompañan la ofrenda es una suerte de diorama
en el que aparecen las miniaturas ahuaques formando escenas. Es una imagen visual y fí-
sica del ámbito onírico, exclusivo del tesiftero, que mediante las miniaturas y modelos la
gente puede observar. La ofrenda representa visualmente un mundo oculto y esotérico y
hace accesible a los no iniciados lo que éstos no alcanzarían a ver. Por eso actúa como un
eficaz mecanismo que reproduce socialmente y legitima la cosmovisión. Asistiendo a la
disposición de una ofrenda, los nahuas aprenden acerca del mundo del agua en la Sierra.
Finalmente, al renovar el inframundo —dañado por la víctima, gastado en su
devenir cotidiano—, la ofrenda sostiene el equilibrio y el orden del cosmos. El tesifte-
ro posibilita la reproducción del universo en su papel mediador: proporciona a los
ahuaques, representando a la comunidad, los bienes que necesitan para vivir. Su actua-
ción logra revertir un sistema rapaz y asimétrico de obtención de recursos para con-
vertirlo en una dinámica en la que los dones no sean agonísticos, consigue establecer
un mercado en el que la transacción ponderada sustituye a la guerra. Mitigando la
necesidad de agresiones, se erige en una suerte de controlador o de gestor de una peli-
grosa situación potencial de “violencia colectiva”.40

El tesiftero, aguador

Pero existe una última función del tesiftero. Además de retirar el granizo, pedir la lluvia
y curar enfermos, el tesiftero posee atribuciones vinculadas con la organización comu-
nitaria, participa activamente en la gestión civil del pueblo. En ocasiones desempeña

40
Hablando acerca de los rituales otomíes nos dice Galinier: “el chamán es un gestor de la violencia y, como
tal, su margen de acción es considerable. Su actividad se sitúa en el corazón de una dialéctica del orden
y el desorden, orden por establecer, desorden por dominar”. Los chamanes están “atrapados entre
diferentes flujos de energía que debe[n] canalizar, y que constituyen la condición primera tanto para el
resurgimiento de la vida como para su destrucción” (Galinier, 1990a: 157).

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182 David Lorente y Fernández

el cargo de aguador, y entonces se le confiere la potestad de dirigir todo lo relacionado


con los manantiales, los canales y la distribución local del agua. En tiempos de Neza-
hualcóyotl los aguadores eran representados en los códices con un pie introducido en
el agua, indicando así la estrecha relación;41 fungían como reguladores o jueces de aguas
que controlaban el riego y resolvían los pleitos vecinales. Los Títulos de Tetzcutzingo
los presentan como personajes destacados e investidos de poder por Nezahualcóyotl
(MacAffee y Barlow, 1946).42
En este sentido, una atribución de don Cruz en 2005 era precisamente su cargo
de aguador. La colonia Guadalupe había emprendido la construcción de un depósito de
agua y don Cruz había sido designado para dirigir el trabajo y coordinar las faenas
colectivas. Una mañana tuve la oportunidad de acompañarlo al depósito, localizado
en el bosque, una especie de fosa excavada bajo su dirección hacía algunos meses.
Caminando a lo largo de la orilla don Cruz me explicó:

Aquí estamos sacando el agua… —señaló una especie de acequias, de unos 2 metros
de ancho por 1,30 de profundidad, cavadas en forma de caminos, que dejaban en su
centro un círculo; probablemente serían unidas entre sí y vaciada la tierra interior. En
algunas partes se había juntado el agua del subsuelo. Caminando delante de mí, don
Cruz recorría la orilla mirando complacido al interior—:
Lo estuve revisando ayer… Ahorita soy aguador, por eso ya se hizo esto. Aquí con
33 voluntarios estamos sacando este trabajo. Estamos trabajando cada ocho días…
entonces el agua pues va hasta adentro. Tenemos que rascar otro metro más, pero
para el lunes aquí va a llegar… —señaló la altura con la mano y añadió—:
Y entraron aquí los duendes, esos mis hermanos, porque se dice hermano, así así se
llama: hermanos duendes, se habla de hermanos duendes o ahuaques. Pa’ proteger. Ahora
sí pa’ que nos quede bien el pozo de agua para beber. Y todo eso tiene que ser de los duendes,
mis hermanos… y ya me dijeron si quiero sacar el depósito que saque yo el radio así, en
sueños me dijeron. Tengo que sacar tres metros… y aquí una estaca y un hilo para sacar el
radio. Hay que sacar un centro, un radio va a salir, así está… —lo dibuja con un palito
sobre el suelo de tierra—.Y precisamente por eso me hablaron [en sueños los ahuaques], pa’
que haga yo esto…

41
Comunicación personal de Andrés Medina (iia-unam, 31-1-2008).
42
No olvidemos que la “junta del río” creada en 1970 en Amanalco era una renovación de instituciones
prehispánicas: reconocía la necesidad de una gestión colectiva y relativamente centralizada del complejo
de regadío.

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Los tesifteros, “conocedores del tiempo” 183

Y es que aquí, si la tienen que agarrar [a una persona], pues es cosa mía. Porque si
una persona se cae mientras está rascando, pues entonces yo me responsabilizo para sacarla.
Ahora sí para que no se enferme.
Vinieron hartas gentes, ¡toda, toda la comunidad! Ahorita si ya estuviera limpie-
cita el agua pues entonces se entuba y ya está saliendo donde tiene que salir… haga
de cuenta una vena, de aquí sale… Porque para tomarla del Partidor se requiere
bomba, y no hay lana. Pero gracias a Dios hay vena, lo vamos a dejar el agua un tiem-
pecito para que se asiente, pa’que se saque el betún [el limo], sí.43

El relato es sumamente revelador. Don Cruz preside la construcción del depósito


siguiendo las instrucciones oníricas de los ahuaques: traza el radio y la circunferencia
del depósito sirviéndose de una estaca y un hilo, según las indicaciones dadas por los
“dueños del agua” en sueños. El proyecto es pues, nótese, en última instancia una obra
que les pertenece a los ahuaques: “todo eso tiene que ser de los duendes, mis hermanos”.
Don Cruz solo actúa como intercesor —“y precisamente por eso me hablaron, pa’ que
haga yo esto”—, interviniendo ante la comunidad y coordinando las faenas para que,
bajo su supervisión, todos los hombres participen por grupos cavando y extrayendo la
tierra. Es decir, su tarea es ocuparse de la planificación de la obra y de orquestar el
trabajo colectivo. Es algo así como un ingeniero. Pero no cualquier ingeniero: es un
experto que cuenta con el apoyo y con el respaldo de los ahuaques a la hora de mani-
pular lo que tiene que ver con el agua. Al mismo tiempo, y como contraparte, es capaz
de reducir las agresiones de estos seres o de proteger o incluso curar a los vecinos si es
necesario. “Y es que aquí, si la tienen que agarrar [a una persona], pues es cosa mía.
Porque si una persona se cae mientras está rascando, pues entonces yo me responsabi-
lizo para sacarla. Ahora sí para que no se enferme”.
Son entonces cuatro aspectos relacionados los que engloba su función de aguador.
Los tres primeros se vinculan con la ingeniería civil: recibir las instrucciones de los
ahuaques; dirigir la construcción de la obra y coordinar el trabajo colectivo. El último
aspecto se vincula con su dimensión de terapeuta: velar por la protección y la integri-
dad de los vecinos para que no sean agredidos por los ahuaques mientras realizan la
obra, y rescatar sus espíritus en caso de resultar necesario.
Pero como aguador don Cruz se ocupaba también de otras cosas. Conversaba y
pedía permiso a los ahuaques antes de que los vecinos del pueblo hicieran la limpieza
de depósitos y cisternas, y se encargaba de regular el reparto del agua.
Todas estas funciones complementan las tareas cosmológicas del tesiftero. Si atajar
el granizo, pedir la lluvia y curar enfermos son las actividades más metafísicas del

43
Grabé el testimonio de don Cruz el 12 de julio de 2005.

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184 David Lorente y Fernández

tesiftero, gestionar los aspectos materiales y cotidianos de la existencia, como el acceso


a los depósitos, la organización del trabajo y el reparto del agua, dependen de su fun-
ción civil. Pero no pueden disociarse. Sus dos series de ocupaciones revelan bien que
el cosmos nahua es una realidad indisoluble en la que la dimensión simbólica y la vida
social se hallan regidas por una misma lógica.

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Capítulo 5
¿Puede pensarse en la continuidad del complejo?
Una perspectiva desde la recreación simbólica y la infancia

Cuando reflexionamos sobre todo lo expuesto surge una pregunta inevitable: ¿son los
ahuaques y el tesiftero instancias en extinción o un sistema dotado de larga vida?, ¿es-
tamos ante una cosmovisión vigorosa y activa o ante un complejo decadente? En sus
discursos los nahuas parecen defender su desaparición inminente y su anacronía. Pero
procedamos con cuidado. El paradigma de la aculturación y de la secularización, del
que parecen hacer eco los serranos de manera tan convincente, es hoy sistemáticamen-
te revisado y refutado por las teorías antropológicas. Preguntarse acerca de lo que su-
cederá en el futuro no es arbitrario, es consustancial al propio sistema. Plantearse la
pregunta obliga a afrontar la definición de un concepto de cultura, de cambio, y en
suma a investigar con detalle los procesos de reproducción cultural y de transmisión y
renovación social de los saberes cosmológicos.1
Para alcanzar una respuesta adecuada seguiré a continuación dos vías de análisis.
Estudiaré las recreaciones internas de contenido a las que se ha visto sometido histó-
ricamente el sistema, y examinaré la manera en que se reproduce en el seno de los
grupos domésticos del área. Mostraré, en suma, cómo el complejo ahuaques-tesiftero
constituye un mecanismo indígena de registro de la memoria histórica colectiva. Pero
también revelaré cómo este mecanismo de registro permite efectuar recreaciones y
cómo asimila dinámicamente los cambios, al tiempo que incorpora y hace suyos cier-
tos valores no-indígenas del mundo moderno. Por otro lado, analizaré cómo los niños
de la generación actual son depositarios de un saber mítico-ritual que les es transmi-
tido informalmente a través del sistema de parentesco y de la narrativa oral. En sínte-
sis, la recreación interna, por un lado, y la reproducción intergeneracional, por otro,
sugieren que se trata de una cosmología resistente, adaptante y flexible que mira sin
reparos hacia el futuro.

1
Sobre estos planeamientos aplicados a diferentes grupos mesoamericanos véanse, entre otros, Good
(2004a: 149; 2001a), Neurath (1998; 2002) y Galinier (1990a: 47-104).

185

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186 David Lorente y Fernández

Recreaciones internas

Nezahualcóyotl es Tláloc en la Sierra de Texcoco.


La cosmovisión como memoria histórica

Nada mejor para mostrar el dinamismo histórico del complejo que recurrir a un mito.
En cierta ocasión, don Cruz trató de explicarme quién era Nezahualcóyotl. Para ello
relató un mito que tenía un valor explicativo suplementario, pues ponía en evidencia
el mecanismo por el cual se incorporan, o se modifican simbólicamente, ciertos ele-
mentos en el sistema. Lo transcribo literalmente:

Arriba del Cerro [Tláloc] —comenzó— están unos carriles como caminos y una cerca
de lado; están como callejones de pura piedra [se refería a los vestigios del santuario pre-
hispánico consagrado a Tláloc de la cima del cerro] pero eso nadie lo hizo esos callejones
sino el Nezahualcóyotl en aquel tiempo. Es su trabajo ahí. Pues el rey Nezahualcóyotl era
[un] dios. Según [dicen] quería ganarle al [otro] dios, pero [el otro] dios dijo que ya no,
por eso ya no sucedió…
—¿Y cómo quería ganarle, qué iba a suceder? —le pregunté.
Pues él hacía sus trabajos. Porque el [otro] dios y el Nezahualcóyotl hicieron su
competencia: quién es el primero, quién primero gana. Ganó el Nezahualcóyotl porque
hasta allá en México cómo hizo su trabajo, y el [otro] dios [perdió], porque en Puebla
está éste… Cholula le decimos; en Cholula hay unas iglesias, están muchas, porque [ese]
dios no le apuró para hacer las obras. Y [él y] Nezahualcóyotl hicieron su competencia,
quién primero lo acaba. Si la obra lo acaba rápido [Nezahualcóyotl] y al amanecer ya
está, [a] él le toca México y, si no, si hubiera acabado primero [el otro dios que hizo las
iglesias] de Puebla, ahorita [en] Puebla hubiera estado México y en México pues hubiera
estado Puebla. Entonces fueron competenciados… Y por eso nosotros nunca trabajamos
así de noche. Pero [como] pues [ellos] eran como dios [como dioses], ellos pudieron
trabajar a esas horas, de noche…
Porque ése [Nezahualcóyotl] —continuó—, aquí derecho está el [Monte] Tláloc
—señalando hacia el cerro con el dedo—, […] dicen que una piedra nomás con un
fondazo lo llevaba hasta México llegaba, ¡mira! Las piedras que hay allá en México por el
centro [se refería a las ruinas del Templo Mayor de Tenochtitlán]… ¿Qué? Vemos tantito
las piedras pero eso nadie lo hizo. Solamente Nezahualcóyotl lo hizo, ¡sí! Así nosotros [las
personas comunes] no lo hicimos. Bueno, quién sabe quiénes son los que hicieron pero
las piedras [de allí son] grandisísimas y dicen que nomás grandes [que] el hombro [suyo],
dicen que nomás con un mano ya las tiraba hasta allá, de noche [lo] hacía…

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 187

—¿Era de noche? —le pregunté.


Era de noche. Por decir ya está la tierra [creada] allí.

La estructura y el argumento de este mito moderno resultan sumamente inte-


resantes. A simple vista posee todos los ingredientes de un relato indígena de
creación. Dos deidades tutelares compiten entre sí tratando de imponerse la una a
la otra: el premio es el territorio ya sea de la ciudad o del Valle de México —la región
es difusa—. El resultado es que Nezahualcóyotl, más rápido que el otro dios, con-
cluye la confección de sus construcciones y puede instalarlas allí, mientras que su
adversario tiene que asentarlas en Cholula —esto aclara la conclusión de don Cruz:
de haber ocurrido al revés, “[en] Puebla hubiera estado México y en México hubie-
ra estado Puebla”—. Ambos dioses trabajaban en una era cosmogónica primigenia
y nocturna en la que la superficie terrestre ya había sido creada; el amanecer estaba
próximo.
Pero el aspecto central de la historia es la fusión, la estrecha identificación, de la
figura del tlatoani Nezahualcóyotl con la del dios Tláloc. ¿Por qué asociar estrecha-
mente al monarca con una divinidad regional vinculada con la lluvia? ¿Qué ha llevado
a los nahuas a establecer semejante correspondencia? Lo que a primera vista podría
parecer un contrasentido supone un enigma etnográfico en el que vale la pena dete-
nerse. Si en la Sierra Nezahualcóyotl es Tláloc deben existir razones profundas que lo
atestigüen: transferencias y analogías coherentes, reveladoras, que articulen dos campos
semánticos relativamente diferentes en un heterogéneo, autóctono y original persona-
je mítico.
El relato de don Cruz aporta las claves. Concebido sin duda como un gigante por
el tamaño desmesurado de sus hombros, Nezahualcóyotl actúa como un rey fundador
erigiendo dos enclaves rituales atribuidos al dios Tláloc: el santuario prehispánico de
la cima del Monte Tláloc —los “callejones de pura piedra” a los que se refiere el tesif-
tero— y las “piedras grandisísimas” del centro de la ciudad de México que son el
Templo Mayor de Tenochtitlán. No es preciso describir aquí con detalle ambos lugares
ni las estatuas sagradas que albergaban y a las que se rendía culto (Durán 1984, I: 84),
quizá las más importantes vinculadas con dicha deidad. Una estatua de Tláloc era
venerada en el Monte durante el rito de petición de lluvias celebrado en Huey tozozt-
li y otra estatua de Tláloc acompañaba, sobre una pirámide, a Huitzilopochtli en el
Templo Mayor de Tenochtitlán (López Austin y López Luján, 2009; Broda, 1991).
Pero el mito es sutil, afinado: el alineamiento visual entre el Monte Tláloc y el Templo
Mayor lo ejemplifica la trayectoria de las piedras lanzadas por el monarca desde su
cima. Gracias a estudios recientes sabemos de las líneas visuales y astronómicas signi-

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188 David Lorente y Fernández

ficativas, probablemente rituales, que existían entre ambos emplazamientos en los que
se realizaban festividades correlativas,2 que ya aparecen esbozadas en el relato.
Pero ¿por qué Nezahualcóyotl ocupa el lugar de Tláloc y se fusiona con él? Pode-
mos señalar cuatro aspectos que en la memoria histórica serrana han permitido tal
amalgama: la historia personal del tlatoani; su estrecha relación con el agua; el vincu-
larse su figura con piedras y el constituir un “dador de vida”. Vayamos por partes.
En cuanto a la historia personal de Nezahualcóyotl, un episodio biográfico infan-
til nos lo presenta jugando en la orilla del lago de Texcoco; despistado, cae en el agua
y, a punto de ahogarse, es rescatado y llevado surcando el cielo por los tlaloque hasta la
cima del Monte Tláloc. Allí es limpiado con ceniza y agua divina, y se le anuncia el
éxito en sus empresas futuras. El rey tendrá en sus manos la ciudad de Texcoco. La
anécdota, referida en los Anales de Cuauhtitlán, atestigua que el monte mítico no era
sólo el lugar donde los gobernantes acudían a rendir culto a la divinidad, sino el en-
clave donde algunos de ellos recibían el poder, el don del gobierno legítimo. Entonces
la elección o intervención sobrenatural de los ministros de Tláloc parece atribuir un
carácter extraordinario y semidivino a Nezahualcóyotl, que es presentado biográfica-
mente como un individuo bendecido por los dioses del agua, “escogido”. Estamos
ante una conexión mitológica, precursora, del actual Tláloc-Nezahualcóyotl. Existen
deslizamientos semánticos entre los dominios referidos: los atributos pluviales de
Tláloc-cerro y Nezahualcóyotl-tlatoani pueden traslaparse.

Así se entretenía jugando Nezahualcóyotl,


pero, una vez, se cayó en el agua.
Y dicen que de allí lo sacaron
los hombres-búhos, los magos;
vinieron a tomarlo, lo llevaron
allá, al Poyauhtécatl [el Monte Tláloc],
al Monte del Señor de la niebla.
Allí fue él a hacer penitencia y merecimiento.
Estando allí, según se dice,
lo ungieron con agua divina,
con el calor del fuego.
Y así le ordenaron, le dijeron:

2
Véase el estudio de López Austin y López Luján (2009) que asocia el monte sagrado como imagen
arquetípica de la cosmovisión mesoamericana con la configuración arquitectónica del Templo Mayor
de Tenochtitlán. También los trabajo de Broda (1991; 2001a) y los capítulos del volumen compilado
por Broda, Iwaniszewski y Montero (2001).

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 189

tú, tú serás,
a ti te ordenamos, éste es tu encargo,
así, para ti, en tu mano,
habrá de quedar la ciudad [de Texcoco].
Enseguida los magos lo regresaron
al lugar de donde lo habían traído
(Anales de Cuauhtitlán, 1992: fol. 36; 1945: 40).

La relación del rey con el agua, de la que ya se habló anteriormente, es otro factor
que contribuyó sin duda a propiciar esta fusión. Nezahualcóyotl presidió la construc-
ción del sistema de regadío texcocano que permitió afrontar las sequías e intensificar
la agricultura, y dictó los Títulos de Tetzcutzingo para regularlo. Les dio a sus súbditos
los cerros de los que brotaba el agua —“Aquín está todo enterrado […] que los cerros
se los doy enteros” (McAfee y Barlow, 1946: 112-113)—, y controló qué pueblos la
recibían, en qué orden y de qué modo. Constructor y gestor del sistema, en el mito ha
pasado a edificar los templos consagrados al dios Tláloc.
Respecto a su relación con las piedras, Nezahualcóyotl era representado en efigies
al igual que Tláloc. Los serranos que conocían el ídolo de Tláloc de la cima del Mon-
te también sabían de la existencia de retratos líticos del monarca en el cerro de Tezcu-
tzingo. De hecho, muchas de las piedras de los jardines de recreo del rey se asociaban
con sus gestas y sus hazañas, con deidades, y también con peñas sobre las que caía y
saltaba el agua semejando la lluvia (véase el capítulo 2). La que coronaba el lugar sim-
plemente lo retrataba, y otras representaban estatuas del Rey y de la Reina (agn, 1910:
29). La destrucción de estas instalaciones por el Inquisidor Fray Juan de Zumárraga al
considerarlas idólatras no deja de ser significativa. Durante la campaña de extirpación
de idolatrías suscitada en 1539 por el culto a los ídolos que practicaba el nieto de
Nezahualcóyotl, don Carlos Ometochtzin, que vivía en una casa de su abuelo, Zumá-
rraga terminó descubriendo la vigencia del culto serrano a Tláloc en la cima del Mon-
te. Recorrió con sus ayudantes la región y,

en la sierra que se dice Tlaloc, hallaron un ídolo de piedra que se dice Tlaloc, y lo
quebraron, que era el ídolo, el dios del agua, que cuando no llovía é había necesidad
de agua, iban á la dicha sierra á ofrecerle al dicho Tlaloc, así de México como de Tez-
cuco, Chalco y Guaxocingo, Chilula, y Tascala, é de toda la comarca […] al cual dicho
ídolo hallaron enterrado debaxo de tierra, y lo quebraron […] y que los días pasados,
cuando había falta de agua, algunos indios de Tezcuco que iban á tratar á Guaxocingo
y Tascala decían que lo desenterraban, diciendo que por los de Tezcuco no llovía
porque habían quebrado al dios Tlaloc, dios del agua, y que por su causa morían todos

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190 David Lorente y Fernández

de hambre […] y porque supieron que en la sierra donde solía estar el ídolo Tlaloc
salía humo, enviaron allá indios á ver lo que era, y hallaron muchos papeles con sangre,
y copal, y una codorniz, é otras cosas de sacrificio […] y no pudieron veer quien lo
hacía […] é lo sacaron y estaba adobado con hilo de alambre y con hilo de oro y de
cobre, y juntadas las piezas por donde se parescía que había sido quebrado y tornado
á adobar […] E otro si, exsibieron una piedra verde chalchuy con una figura por la
una parte, que dicen es cuenta de seis días, que el dicho ídolo tenía en la frente […]
y allí hacia Guaxocingo en una parte hallaron mucha sangre fresca, que parescía ha-
berse sacrificado alguno muchacho de poco acá, según la sangre. (agn, 1910: 21-23)

El proceso inquisitorial revela, entre líneas y soterrado, un hecho contundente:


que tanto el tribunal como los propios nahuas consideraban el culto a las piedras de la
casa de Nezahualcóyotl y de la cima del Monte asociados al monarca y pertenecientes
al mismo complejo: el culto serrano a Tláloc. La destrucción de las instalaciones del
Tezcutzingo y del ídolo del Monte fue coetánea.
Finalmente está el hecho de que Nezahualcóyotl, al igual que Tláloc, constituía
un “dador de vida”. De manera semejante a cómo los serranos trataban al dios para
obtener sus dones pluviales, se dirigían al rey para rogarle la concesión del agua. En el
Himno a Tláloc registrado por Sahagún escuchamos a los macehuales, la gente del
pueblo, suplicándole al dios:

¡Oh señor nuestro, dolor de nosotros que vivimos, que las cosas de nuestro manteni-
miento por tierra se van, todo se pierde y todo se seca, parece que está empolvorizado
y revuelto con telas de arañas por la falta de agua!
¡Oh dolor de los tristes maceguales y gente baja!, ya se pierden de hambre, todos
andan desemejados y desfigurados! […]
Y la gente toda pierde el seso, y se mueren por la falta de agua; todos perecen sin
quedar nadie.
Es también, señor, gran dolor ver toda la haz de la tierra seca, ni puede criar ni
producir las yerbas ni los árboles, ni cosa ninguna que pueda servir de mantenimiento;-
solía como padre y madre criarnos, y darnos leche con los mantenimientos y yerbas y
frutos que en ella se criaban, y ahora todo está seco, todo está perdido […] (Sahagún,
lib. vi, cap. viii, 1999: 316).

En los Títulos de Tetzcutzingo Nezahualcóyotl, en una actitud paternal que debió


infundir sin duda tranquilidad, y de manera similar a la del propio Tláloc, proclama-
ba atendiendo a los ruegos y peticiones de regadío de los serranos: “Y esta agua nadie
se la va a quitar, porque es propiedad real; esta agua servirá a todos mis hijos que están

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 191

en mi pueblo Texcoco” (McAfee y Barlow, 1946: 113). La vida de los nahuas, de sus
animales y sus cosechas, dependía en última instancia de los dones de Nezahualcóyotl:
el agua era “propiedad real” y la dispensaba él3.
Esta relación con el agua, el ser un dador de vida, es fundamental. La deificación
de Nezahualcóyotl, por sí sola, no es un gran problema. El rey ya se nos presenta his-
tóricamente divinizado. Según López Austin, “hay suficientes indicios para asegurar
su naturaleza de hombre-dios” (1998: 131). Nezahualcóyotl cumple todos los requi-
sitos: es guía de peregrinación, fundador de pueblos, gobernante, se le atribuyen actos
milagrosos, posee poder de transformación, tiene una vida polifacética caracterizada
por funciones múltiples —poeta, guerrero, estratega, ingeniero, juez y gestor—,4 cons-
tituye un representante de los dioses y, en su propia biografía, encontramos una elec-
ción divina, casi una iniciación. Había sido deificado por su prestigio y sus obras;
además, “a los personajes señalados y de valor se les pedía agua y larga vida” (López
Austin, 1998: 109-116, 131).
Pero que Nezahualcóyotl fuera un hombre-dios no significa que fuera Tláloc.
Aunque el tránsito de Nezahualcóyotl-rey a Nezahualcóyotl-Tláloc era un proceso
lógico. Toda la vida en la Sierra gira en torno al agua que permite la subsistencia. Su
amalgama con Tláloc puede ser resuelto por la dimensión simbólica y las relaciones
sociales: ¿cuál ha sido históricamente la relación de los nahuas con el agua, y cómo se
lograba el acceso? Social y cosmológicamente, mediante peticiones e instancias. Se
pedía a personajes únicos, poderosos, paternales, que la concedían o no a su antojo:
un monarca y un dios. Como afirma Danièle Dehouve, hay que tener en cuenta “que
las autoridades políticas, ayer y hoy […], y las deidades […], son vistas y tratadas del
mismo modo” (2007: 61-62). La dependencia nahua de los dadores de vida regionales
—antes dos, ahora únicamente uno­— continúa siendo muy estrecha. Son imprescin-
dibles para la existencia. Entonces es lógico “el deseo de confusión que tienen los
mismos relatores. Se quiere creer, se necesita que los perfiles de distinción de ciertos
personajes se desdibujen, se prolonguen en el tiempo, se unan ya no simplemente a
los primeros caudillos, sino a los dioses creadores” (López Austin, 1998: 113). La
memoria nahua es antigua: los antecesores de los serranos custodiaron seguramente
las ofrendas de la cima del Monte Tláloc tras los sacrificios de niños, y también se
ocuparon de limpiar, adornar y servir en los palacios del Tezcutzingo (Ixtlilxóchitl,
1952, II: 209-210). Conociendo todos los referentes empíricos, sabían que la vida y

3
Además, mientras Tláloc otorgaba poder divino a sacerdotes y magos locales para que intercedieran ante los
hombres, el rey contaba con un destacamento de aguadores que regulaban el regadío.
4
Sobre Nezahualcóyotl poeta, véanse Garibay (2000) y León Portilla (1956, 1967), y sobre su vida polifacética,
la biografía de Martínez (2006).

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la obra del rey eran integramente trasladables al mundo de los dioses del agua: estatuas,
vergeles y hasta turnos de reparto. Los atributos acuáticos y los campos semánticos
podían fusionarse.
Pero Nezahualcóyotl no constituye un caso aislado para mostrar cómo la cosmo-
visión se reelabora recurriendo a la memoria histórica. Existe otro: la Reina Xochitl.
Nezahualcóyotl es el padre que gobierna regionalmente a los ahuaques, y la Reina
Xochitl preside las sociedades de ahuaques de los arroyos. No son pareja, pero se divi-
den espacios y funciones. ¿Cómo surge el personaje? Por un proceso que integra ele-
mentos míticos e históricos atendiendo a una “complementariedad acuática”.
Que la Reina constituye una advocación sui generis de la divinidad prehispánica
Chalchiuhtlicue en su versión Xochiquetzal parece quedar fuera de duda por su des-
cripción y funciones. En la mitología nahua Xochiquetzal, divinidad de las flores, la
belleza y el amor, pero también del pulque, fue la primera esposa de Tláloc hasta que
Tezcatlipoca se la robó. Entonces Tláloc contrajo nupcias con Chalchiuhtlicue, “la
diosa del agua de las fuentes, los ríos y los lagos” (Broda, 1971: 308-309, 260). Xochi-
quetzal era próxima a Chalchiuhtlicue, pues ambas se vinculaban con las deidades
tlaloque.5 En cuanto a “la pareja de Tláloc y Chalchiuhtlicue”, con frecuencia se la
concebía como una forma de expresar el desdoblamiento de la misma deidad, que
incluía la “separación del elemento masculino del femenino”: Tláloc representaba al
masculino, al “agua celeste”, mientras que Chalchiuhtlicue encarnaba al femenino,
“los arroyos, ríos y lagos” (López Austin, 2000: 178), algo que resulta muy adecuado a
la pareja Nezahualcóyotl-Reina Xochitl. Su complemetación es evidente. Asociada a
las aguas horizontales, al maguey y al pulque, la Reina Xochitl transmite un eco míti-
co distinguible.
Pero, al igual que Nezahualcóyotl, posee un referente empírico comprobable; exis-
tió una Reina Xochitl histórica. Veámoslo. El cronista Alva Ixtlilxóchitl describe en su
Relación de los reyes tultecas y de su destrucción que un caballero que inventó “la miel
prieta del maguey”, conocido como Papantzin, fue con su hija llamada Xóchitl al pa-
lacio del rey tolteca Tecpancaltzin a llevarle de regalo el pulque. Entonces el monarca

tuvo en mucho este regalo [el pulque] y se aficionó mucho de esta doncella que se
decía Xochitl por su belleza, que quiere decir rosa y flor, y les mandó que le hicieran
placer de hacerle otra vez este regalo, y que su hija lo trajera ella sola con alguna cria-
da; y los padres no cayendo en lo que podía suceder, se holgaron mucho y le dieron

5
De hecho, en ciertos mitos Chalchiuhtlicue era considerada también la “hermana mayor” de los tlaloque
(Broda, 1971: 260).

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 193

la palabra de que así lo harían; y pasando algunos días vino al palacio la doncella con
una criada. (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 43)

Pero Tecpancaltzin ya no la dejó escapar

y trató con ella cómo él había días que estaba aficionado de ella, rogándole le cum-
pliera sus deseos, que él le daba su palabra de hacer muchas mercedes á sus padres y á
ella: por consiguiente, en estas demandas y respuestas estuvieron un buen rato, hasta
que la doncella, visto que no tenía remedio, hubo de hacer lo que el rey le mandaba;
y cumplidos sus torpes deseos, la hizo llevar á un lugarcito pequeño fuera de la ciudad,
poniéndole muchas guardias; y envió á decir á sus padres cómo la había dado á ciertas
señoras para que la adoctrinaran, porque la quería casar con un rey vecino suyo en
recompensa del regalo que le había traído, y que no tuvieran pena, que hicieran cuen-
ta que la tenían en su casa; y con esto les hizo muchas mercedes y les dio ciertos
pueblos y vasallos para que fueran señores de ellos y sus descendientes; y sus padres,
aunque lo sintieron mucho, disimularon, que como dicen, donde hay fuerza, derecho
se pierde: y el rey iba á menudo á ver á la señora Xuchitl su dama, que estaba en un
lugarcito muy fuerte, sobre un cerro que se decía Palpan, servida y regalada, al fin
como cosa del rey monarca Tulteca, la cual en muy poco tiempo se empreñó y parió
un hijo que le puso su padre por nombre Meconetzin, que quiere decir niño del maguey,
á significación de la invención y virtudes del maguey. (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 44)

Tras años sin verla, preocupado y ansioso, el padre decidió allanar la fortaleza
donde su hija estaba “encastillada”, logró entrar y se encontró con el niño; furioso por
el ultraje

á otro día fue a ver al rey, quejándose de la afrenta que le había hecho. El rey lo con-
soló y le dijo que no tuviese pena, que en haber sido cosa del rey no incurría en nin-
guna afrenta, además de que el niño sería su heredero, porque no tenía voluntad de
tomar estado con ninguna señora […] y mandó que cada y cuando quisiesen él y su
mujer y deudos, pudiesen ir á ver á la Xuchitl su hija, con tal que no había de salir de
aquel lugar ni lo había de saber persona ninguna (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 45).

Como el padre era “de sangre noble” y del mismo linaje que el rey Tecpancaltzin,
el hijo de Xochitl, Meconetzin, llamado también Topiltzin, heredó el trono de los
toltecas y fue su último rey hasta que sobrevino la destrucción de esta nación (Ixtlilxó-
chitl, 1952, I: 46-75). Topitzin sobrevivió al ataque de tres reyes enemigos, en los que
murieron asesinados Xóchil y Tecpancaltzin, y logró escapar hacia Xico “diciendo á

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sus vasallos […], que de allí á quinientos doce años volvería de nuevo á esta tierra en el
año de Ce Acatl, y castigaría á los descendientes de los reyes sus competidores”. De
Xico huyó de noche a Tlalpan

donde vivió después casi treinta años, servido y regalado de los Tlalpaltecas, y murió
de edad de ciento y cuatro años, dejando constituídas muchas leyes que después su
descendiente Netzahualcoyotzin [Nezahualcóyotl] las confirmó. (1952, I: 55)

El relato termina enfatizando el mensaje significativo, la profecía mesiánica:

Este rey [hijo de Xochitl] dicen muchos indios que está todavía [vivo] en Xico, y no
se fue á Tlapalla, [al igual que sucedió] con Netzahualcoyotzin y Netzahualpiltzintli
[hijo de Nezahualcóyotl], reyes de Tescuco, sus descendientes […] porque fueron los
más valerosos y de grandes hazañas que cuantos reyes han tenido los Tultecas y Chi-
chimecas […], que todavía creen que han de salir de allí en algún tiempo […] que ha
de volver el rey [los reyes], […] y que está[n] vivo[s], lo cual se ha de creer que es
mentira y fábula. (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 55-56)

Así pues, la relación de la Reina Xóchitl aporta elementos no sólo para entender
por qué su figura acabó asimilada a la cosmovisión serrana, sino para comprender un
hecho fundamental: la existencia actual de Nezahualcóyotl y de sí misma. Procedamos
por partes. ¿Por qué Xochitl se amalgamó con una divinidad prehispánica de las aguas?
Cuatro elementos del relato parecen hacerla corresponder con la Reina de los ahuaques:
la inmensa belleza de la doncella, su relación con el pulque, su condición de encasti-
llada y el pertenecer al linaje real que heredaría Nezahualcóyotl. Veámoslo.
La belleza legendaria de Xóchitl, “que quiere decir rosa y flor”, asociada también
con Xochiquetzal, la plasman los mitos serranos donde la Reina del agua es una joven
de largas y hermosas trenzas que representa el ideal femenino en el inframundo. La Reina
se define por su belleza. La mujer que de pequeña se salvó de ser convertida en
Reina Xochitl mezclaba, en su relato anteriormente expuesto, el temor que experi-
mentó ante la perspectiva de ser apresada por los ahuaques con cierta coquetería orgu-
llosa: la habían elegido por su hermosura — “querían que fuera yo la Reina para ellos”,
dijo.
El vínculo entre la Reina serrana y el maguey surge de forma esplícita: la Xochitl
del agua es “la inventora del pulque”, según afirman los nahuas, y fulminando los
magueyes con los rayos los ahuaques hacen el pulque para animar sus fiestas del ma-
nantial. El consumo del pulque es general entre los ahuaques, y con frecuencia se
identifican con el símbolo del maguey. Por ejemplo, cuando un enfermo muere debi-

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 195

do a que fue a trapado en el agua y el tesiftero no lorgó curarlo, “es enterrado en el ataúd
acompañado de una penca de maguey” para indicar que les pertenece a estos seres.6
La condición real que hoy Xóchitl tiene en los mitos y el habitar y gobernar súbdi-
tos desde un palacio encuentra su referente en la historia. La hija de Papantzin fue
“encastillada” en una fortaleza a la que sus padres podían irla a visitar “con tal que no
había de salir de aquel lugar”; sin embargo, no vivía allí pobremente sino “servida y re-
galada”. La Xochitl actual no es prisionera de un palacio sino que parece haberse con-
vertido en dueña y señora. La multitud de ahuaques vasallos es coherente: Tecpancaltzin
hizo a sus padres “muchas mercedes y les dio ciertos pueblos y vasallos para que fueran
señores de ellos y sus descendientes”. En consecuencia Xóchitl y sus padres se transfor-
maron en señores con feudo. Además, al reconocer el monarca a Meconetzin, el hijo del
maguey, como heredero legítimo confería también a su Xóchitl el estatus de reina.
Finalmente Meconetzin o Topiltzin, el hijo de Xóchitl, fue el último monarca
tolteca y dejó “constituídas muchas leyes que después su descendiente Netzahualcoyo-
tzin [Nezahualcóyotl] las confirmó”. Un linaje común unía a ambos personajes que
“fueron los más valerosos y de grandes hazañas que cuantos reyes han tenido los Tul-
tecas y Chichimecas”. Xóchitl, a través de su hijo, estaba vinculada con el propio
Nezahualcóyotl.
Se impone, pues, una conclusión: las dos principales figuras de la cosmovisión
tienen una ascendencia histórica, y esto lleva a pensar que el recuerdo de un pasado
prehispánico muy remoto parece sin duda alimentar las creencias serranas actuales.
Nezahualcóyotl y Xóchitl son los únicos personajes que tienen un nombre propio, y
poseen un sustrato constatable de protagonistas de la vida y de las gestas texcocanas.
Las fuentes documentales permiten rastrear el referente empírico, que los nahuas
mantienen con bastante fidelidad en su memoria.
¿Pero por qué retenerlos, por qué utilizarlos como materia prima de futuras re-
creaciones? Ixtlilxóchitl nos da la clave: un mito mesiánico, una esperanza sostenida
en su retorno que, negando su muerte terrena, afirmó su inmortalidad. “Dicen muchos
indios —anota el cronista— que está[n] todavía [vivos] […] que todavía creen que
han de salir de allí en algún tiempo […] que ha de volver el rey [los reyes], […] y que
está[n] vivo[s], lo cual se ha de creer que es mentira y fábula”. Pero los indios no lo
tenían por tal; era verdad. En la sierra la vitalidad de Nezahualcóyotl resulta hoy obvia.

6
Curiosamente, también en el pueblo texcocano de Tepetlaoxtoc, asentado en la región de la llanura,
el personaje de la Reina Xochitl continúa en la memoria colectiva y aparece actualmente en la
celebración teatralizada de la mayordomía de los tlachiqueros asociada con el pulque (Ramírez
Cortés, 2010).

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Su obra revela la presencia del pasado en el presente o, más precisamente aún, una
concepción que liga la actualidad temporal con los orígenes y hace actuar hoy día a
una divinidad ancestral. Los nahuas, señalando el Tezcutzingo, cuentan cómo se ba-
ñaba el rey en las albercas; y al hablar de los manantiales explican que la Reina Xochitl
vive en este lugar.
El deseo mesiánico se ha cumplido íntegramente por una vía inesperada: un sin-
cretismo endógeno que ha trabajado con materiales autóctonos; los elementos que
participan en esta recreación son serranos; se trata de una elaboración cultural interna.
La memoria nahua, se aprecia, es un refinado mecanismo capaz de consignar, significar
y recrear simbólicamente acontecimientos, espacios y figuras históricas en el seno de
la cosmovisión, logrando delinear, coherentemente, su continuidad.
Este proceso continuará seguramente en el futuro incorporando otros aspectos
congruentes de la historia local.

La modernidad asimilada: mercancías e individualismo en el inframundo

Otra forma en que el sistema ha lidiado dinámicamente con los cambios tiene que ver
con ciertos valores y presiones introducidos por la modernidad. La Sierra, se vió, ha
sufrido transformaciones drásticas desde las décadas de 1960 y 1970 como la electri-
ficación, el trazado de carreteras y la introducción progresiva de vehículos y mercancías.
Lo sorprendente es que, antes incluso de que muchos de estos elementos se incorpo-
raran a la vida cotidiana, ya habían sido asimilados al manantial. Los ahuaques se
“adelantaban” en la adopción de las novedades. En 2004, un hombre de 64 años me
contó que, mientras limpiaba de niño un depósito en el terreno de su padre, allá por
1950 —calculé—, había hallado un cochecito de caucho que un tesiftero avezado
había entregado como ofrenda a los ahuaques. ¡En 1950, cuando en la Sierra se des-
plazaban tovavía descalzos y a pie! El tesiftero de entonces había empleado los materia-
les disponibles en esos años —láminas de caucho— para fabricar el vehículo. Hoy
existen miniaturas de juguete que don Cruz compra en las tiendas, pero debe recurrir
a su ingenio para confeccionar objetos insospechados: torres de la luz con mástiles,
kioscos y hasta las vías de un metro subterráneo. Como ya sugerí anteriormente, es
muy posible que estos objetos constituyan recreaciones de las “maquetas” prehispáni-
cas que incluían juegos de pelota, pocitas, terrazas y escaleras. Un registro minucioso
de las ofrendas permite, desde la etnografía, tomarle el pulso y evaluar históricamente
en la Sierra la incorporación material de los cambios. Las miniaturas constituyen un
espejo o una fotografía que posibilita documentar las sucesivas transformaciones del
inframundo.

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Las mercancías y los objetos introducidos por la sociedad de consumo exigen hoy
a los nahuas disponer de cuantiosos ingresos para adquirirlos, y son bienes deseados
en sí mismos —en ocasiones, inútiles— por el prestigio que confieren al propietario.
Una vivienda de cemento —no de adobe— rebosante de objetos modernos expresa
riqueza y prosperidad. En consecuencia, los ahuaques son, por extensión, el paradigma
de esta invasión mercantil en su mayor esplendor. No hay cosa nueva por extraña que
sea ni por absurda que parezca que no encuentre cabida en el inframundo. Cualquier
innovación material será apresada y adoptada allí, lo que revela una asunción explícita
de lo inexorables y “naturales” que son los cambios. Ninguna invención es marginada
de la vida serrana ni desentona con la naturaleza de un inframundo que evoluciona al
compás del “progreso”. Por ejemplo, en cierta ocasión pregunté a un nahua si, además
de robar con rayos la energía eléctrica de los transformadores, los ahuaques podían
producirla en el manantial. Sorprendido de que alguien desconociese el proceso tan
elemental y evidente de producción de la electricidad, me explicó:

La corriente [eléctrica] también es de agua. Porque ¿de dónde está saliendo, a ver? ¿No
está enterrado hasta adentro lo que mantiene la luz? [indicaba los postes con cables
que recorren los pueblos] ¡Ahá! Porque hace contacto contra la tierra. La tierra y el
agua. ¿Cómo? ¿Cómo va a haber luz? Es una parte de corriente y una parte de agua. ¡Sí!
¡Porque no crea que nomás pura tierra, no! Es tierra y agua.

Los ahuaques —concluyó el vecino— no la producían pero podían robarla fulmi-


nando los postes. La electricidad era afín a los elementos que constituían el mundo de
los ahuaques y resultaba absolutamente coherente con su esquema; no era algo ajeno
y perturbador. ¿Qué había de extraño en una fuerza que surgía de la combinación
subterránea de la tierra y del agua? Era un elemento telúrico que lógicamente encajaba
con la composición del inframundo. La teoría nahua de la electricidad que ofrecía
este ejemplo es muy significativa: revela la manera espontánea en que el pensamiento
indígena pone en juego principios explicativos existentes y actúa sobre un caso con-
creto para dar sentido a la novedad. No hay contradicción, sino un sencillo ejercicio
mental, bastante espontáneo, que explica y reconcilia con lo existente el elemento,
para nosotros, ajeno. Varios ejemplos de este tipo pueden encontrarse en la etnografía.
Por otro lado, y unido a esta introducción de elementos y mercancías foráneos,
está la exposición de los serranos a los valores “modernos”. La sociedad capitalista y
globalizada tiende a propiciar el individualismo como principio ético necesario para
su funcionamiento y desarrollo. Y algo que desconcierta a un serrano de un citadino
desde el comienzo es precisamente esto, su sorprendente autonomía, su iniciativa ra-
dical, su desenvoltura al pretender hacer las cosas “solo”. Este modo de proceder es

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198 David Lorente y Fernández

esencialmente opuesto a la manera serrana de conducirse, que implica colaborar con


otros y constituir personas relacionales.7 Pero este individualismo foráneo que resulta
tan estridente con la lógica nahua, tan distanciado de su noción de persona, no les es
ajeno por completo. Desplazado de la vida social, halla un lugar para prosperar en el
inframundo. Porque cabe destacar que, en este sentido, los ahuaques son sólo parcial-
mente nahuas. Crean vínculos recíprocos, sí, generan intercambios, responden a con-
signas paternas o trazan lazos de compadrazgo, pero su depredación y su rapacidad
insaciables son moralmente no-serranas. Los ahuaques son más proclives que los na-
huas a satisfacer sus deseos ignorando las convenciones sociales e incurriendo en ac-
ciones extrañas —que una mujer ahuaque despose a su marido y no viceversa, por
ejemplo—. Por eso los nahuas los consideran “caprichosos” y los dotan de una capa-
cidad de agencia y de iniciativa individual mayor que la suya, dispuesta siempre a ig-
norar los preceptos de convivencia estipulados. Una mujer lo explicó del siguiente
modo. Opuso la conducta de los ahuaques a la de los difuntos humanos ordinarios,
llamados “almitas”, diciendo que los primeros eran “más directos”. Así quería destacar
una diferencia radical: si con las “almitas” era sencillo relacionarse, pues venían cada
año a su casa en Día de Muertos para ser alimentadas por los vivos, los ahuaques eran
rapaces y agresivos —“no esperan que se lo des, te lo quitan”, agregó—. “Almitas” y
ahuaques eran para ella humanos —ambos derivan de distintos componentes anímicos
de la persona: las almitas son el “alma-corazón” o animancon que sobrevive al morir
un nahua y los ahuaques espíritus desencarnados en vida de la persona—. Pero su
humanidad difería: las “almitas” eran más humanas que los ahuaques, al menos mo-
ralmente. Los ahuaques eran “individualistas”, algo que resta grados de humanidad
para los nahuas. Que el modelo étnico del espíritu ahuaque sea el del “mestizo” —ves-
tido de charro, armado con un látigo, rodeado de riquezas—, que actúa de modo
egoísta y se procura sin contemplaciones lo que precisa, sugiere esta idea. Si los muer-
tos ordinarios son estrictamente humanos, los ahuaques son humanos mestizos, “se-
rranos güeros”. Los muertos son humanos recíprocos, y los ahuaques, depredadores
agresivos. Las formas de actuar no-nahuas encuentran un eco en el inframundo; no se
trata de comportamientos inventados.
Así pues, los valores del mundo moderno y del manantial parecen corresponderse,
y es allí donde los nahuas sitúan la ética capitalista y le dan sentido. Lo ajeno se ase-
meja considerablemente al mundo acuático de la Sierra. La independencia, la acción
individual orientada a fines más que a personas, el trato “agresivo” que los nahuas
censuran de los modales de la ciudad de México, forman parte del inframundo. Al fin

7
Véase el estudio de Roger Magazine, que muestra cómo esta forma relacional de concebir a las personas
domina también en las comunidades consideradas como más “mestizas” de Texcoco (Magazine, 2011).

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 199

y al cabo las víctimas de los dueños del agua, durante el proceso en que son tratadas,
se conducen en su vida ordinaria de igual manera —“quieren y exigen”, “gritan”, “son
irrespetuosas”, “rompen cosas” o caminan impetuosas y altaneras, “soberbias”—. Las
personas curadas lo hacen también algunos días hasta que recobran el modo normal
de conducirse en la tierra (véase el ejemplo de Juan). El protocolo seguido por el tesif-
tero con los ahuaques ofrece pautas de cómo es posible afrontar y manejar o conjurar
dichas conductas. Si el individualismo foráneo es agresivo, existen formas locales de
revertirlo, maneras nahuas de manejar el egoísmo y la rapacidad para transformarlos
en situaciones inocuas.
Volvamos ahora a las preguntas con las que comienza el capítulo para ofrecer una
respuesta. ¿Estamos ante una cosmovisión vigorosa y activa o ante un complejo decaden-
te? ¿Son los ahuaques y el tesiftero instancias en extinción o un sistema dotado de larga
vida? Parece obvio que la cosmovisión serrana constituye un sistema dinámico y adap-
tante, pues se transforma y se recrea internamente. Construida esta cosmovisión sobre
una tradición de larga duración, está provista de una lógica interna que le permite repen-
sar lo propio y adoptar lo fornáneo, incorporar nuevos elementos o recrear los antiguos,
pero sólo si resultan coherentes con la conceptualización general cósmica de los nahuas.8
No obstante, para completar esta respuesta es preciso estudiar a continuación la
reproducción social del sistema, es decir, su transmisión cotidiana.

Infancia y transmisión cultural9

¿Se reproduce el complejo en la actualidad? Y si es así ¿cómo pasa, cómo se vierte so-
cialmente de una generación a la siguiente? ¿Cuál es el proceso por el cuál los saberes
míticos se transmiten y se difunden?
La respuesta a estas preguntas vino por una vía indirecta, es decir, siguiendo un
procedimiento que en un principio trataba de afrontar otro problema. Al comenzar mi
investigación muchos adultos afirmaban que con la introducción de la luz eléctrica y el

8
Esta plasticidad de la lógica local está en sintonía con el concepto de “núcleo duro” que López Austin
(2001: 58-64) propone como motor de transformación y continuidad de la cosmovisión meso-
americana
9
Muchas de las ideas presentadas en los apartados sobre transmisión y educación infantil fueron discutidas
con Barbara Rogoff y Ruth Paradise en el marco de las reuniones del University of California Presidential
Workshop on Intent Community Participation, celebradas en 2006, 2007, 2009 y 2010. Agradezco a
ambas investigadoras sus finas observaciones y comentarios. Agradezco también a Barbara Rogoff las
facilidades brindadas para obtener la beca núm. 0837898 de la National Science Foundation de Estados
Unidos que me permitió analizar, y redactar con detalle, parte de los materiales recogidos en campo.

RAZZIA OK.indb 199 22/03/12 13:40


200 David Lorente y Fernández

agua potable la pretérita noción de “espíritus del agua” resultaba obsoleta. En un discur-
so que parecía reflejar el planteamiento teórico de los propios antropólogos, los nahuas
sugerían que el proceso de transformación económica había implicado una eficaz secu-
larización. Pero ciertos indicios apuntaban en otro sentido. Así fue como acudí a los
niños que, según había comprobado, tenían un exahustivo conocimiento de la vida
comunitaria. Comencé a realizar cuestionarios en una escuela de Santa María a los alum-
nos de entre 10 y 13 años basándome en la etnografía previa reunida sobre el terreno.
Estos cuestionarios poseían cuatro secciones temáticas y progresivas: la primera
trataba sobre los familiares con los que el niño se relacionaba cotidianamente y con los
que compartía el espacio doméstico. Considerando que el sistema de parentesco nahua
acentúa la residencia virilocal, así como la vecindad de los parientes patrilineales en
terrenos heredados por el abuelo (véase el capítulo 2), este hecho resultaba relevante
para las pautas de transmisión, y por ello, de generalización del conocimiento. El niño
recibía un saber que se encontraba ampliamente extendido entre los adultos. La segun-
da parte del cuestionario indagaba si los niños conocían historias sobre los ahuaques y
podían reproducirlas por escrito. El resultado fue una compilación de alrededor de un
centenar de relatos, llenos de datos interesantes y novedosos. La tercera parte abordaba,
en consecuencia, la relación entre categoría de parientes y momento del día en que les
narraban las historias, lo que derivó en el inventario de una serie de circunstancias co-
municativas adecuadas para la transmisión. La cuarta parte, por último, exploraba la
existencia de tesifteros conocidos por los niños, pero ésta resultó infructuosa. Sin embar-
go, la información general contradecía significativamente los remisos y disuasorios co-
mentarios de los adultos. El sistema no estaba desapareciendo, y los niños recibían un
saber sorpresivamente amplio y preciso sobre el mundo de los ahuaques y el granicero.
Como decía, este procedimiento tuvo un carácter preliminar y fue una forma de
salvar el silencio inicial por otras vías. Aplicar los cuestionarios me ofreció las claves
del sistema cosmológico y me permitió continuar con mi trabajo. Posteriormente,
cuando reconduje la investigación hacia el mundo de los adultos, la cuestión de la
reproducción del conocimiento descubierta empleando los cuestionarios pasó a un
primer término. Sin buscarlo, resultó que las encuestas infantiles iluminaban dos
aspectos fundamentales: el papel que desempeñaban las narrativas orales como trans-
misoras privilegiadas del conocimiento, y la participación integral de los niños en la
vida comunitaria. Basándome en ambos afiné los cuestionarios y los apliqué a una
muestra de niños bastante más amplia. Pensé que este método permitiría delinear un
panorama objetivo y sincrónico de la situación en que el complejo ahuaques-tesiftero
era comunicado a la generación actual. No obstante, para ello tuve que indagar pri-
mero en ambos aspectos: la tradición oral y el estatus del niño en la comunidad.

RAZZIA OK.indb 200 22/03/12 13:40


¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 201

La tradición oral

Aunque existen estudios en la etnología mesoamericanista sobre la transmisión y la re-


producción de la cultura, sea a través de la vida ceremonial y las expresiones artísticas
(Good, 2001a; 2004a), sea de las denominadas “pedagogías indígenas” y el “saber hacer”
(Chamoux, 1992), el tema no ha sido muy desarrollado y sabemos relativamente poco
sobre lo que concierne al ámbito de la transmisión de los valores y las ideas. Esto puede
deberse en parte a que existe una tendencia a abordar la transmisión de la cosmovisión
y de los complejos míticos principalmente desde el punto de vista de la práctica ritual.
Así, una vigorosa corriente teórica ha considerado los procesos ceremoniales como me-
dios de enculturación privilegiados con los que los actores introyectan amplios conglo-
merados de concepciones mediante la asunción de un “modelo cognoscitivo” (Galinier,
1990a: 32-33). Desde esta concepción el ritual es considerado como “el punto de cris-
talización y de activación de la visión indígena del mundo” (Galinier, 2001: 456).
Aunque no existen elementos contundentes que nos lleven a pensar que esto no sea
así en la mayoría de los casos, sobre todo cuando se trata de comunidades indígenas
donde el ritual involucra la participación colectiva de amplios sectores de la población,
el postulado atestigua la escasa atención concedida al papel que, como medio de trans-
misión de la cultura, desempeña la tradición oral.10
No obstante lo anterior, en el caso del sistema atmosférico de la Sierra de Texcoco
hay aspectos de la cosmovisión que resultan difíciles de asimilar en el contexto ritual, ya
que éste se limita a las ceremonias de curación y a la manipulación ritual de la meteoro-
logía, operaciones dirigidas por ritualistas que poseen un carácter fuertemente privado y
se encuentran restringidas socialmente. Exceptuando los escasos individuos que partici-
pan en estos rituales —aunque los hay efectivamente, como hemos visto en testimonios
previos—, el aprendizaje sobre los ahuaques suele tener lugar por otros medios. De mis
informantes serranos sólo cinco habían participado en una ceremonia de curación, seis
habían hallado ofrendas en los manantiales y cuatro habían experimentado un encuentro
con los ahuaques. No conseguí hablar con nadie que hubiese logrado ver a don Cruz
retirar el granizo —“¡es peligroso!”, me dijeron—. ¿Cómo aprendían entonces los
nahuas sobre los ahuaques? “Nos cuentan”, “se dice”, “a un vecino mío le pasó” —eran
las respuestas.
En este sentido, el problema central involucrado en la transmisión de los saberes
míticos, como es el saber sobre los ahuaques, es precisamente el carácter “contraintui-

10
Dos excepciones son los trabajos de James Taggart The Bear and His Sons: Masculinity in Spanish and
Mexican Folktales (1997) y Nahuat Myth and Social Structure (1983), así como el de William Merrill
Almas Rarámuris (1992), al que me referiré más adelante.

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202 David Lorente y Fernández

tivo” de estos conocimientos, según el término de los antropólogos cognitivistas. El


hecho de que sean creencias “contraintuitivas” implica que no pueden aprenderse por
observación directa o empírica ni por inferencia de la realidad cotidiana. Pero no sólo
eso; a menudo contradicen también la realidad perceptible, por eso son “contra-intui-
tivas”. No obstante, estos saberes contraintuitivos “pueden ser aprendidos sin ser en-
señados” cuando se transmiten en contextos cotidianos y se inscriben en situaciones y
representaciones ordinarias y verídicas.11 En el caso de los ahuaques, su carácter con-
traintuitivo se plasma fundamentalmente en el hecho de que son “invisibles” para las
personas comunes. La creencia no se deriva de la observación. Y esto coloca la comu-
nicación oral en un lugar central. La mayoría de los serranos aprende sobre los ahuaques
escuchando los relatos que otras personas les refieren acerca de estos seres, es decir,
oyendo anécdotas, fragmentos, historias completas, episodios terapéuticos, relatos del
tesiftero, sueños, recetas médicas, etcétera, en fin, testimonios verbalizados.
Así, la comunicación verbal es la manera más común por la que los habitantes de
la zona son instruidos en un proceso irregular, implícito e informal que se prolonga a
lo largo de su vida de manera permanente. Lo escuchado por un serrano en la infancia
puede tener sentido muchos años después, al completar información fragmentaria
acumulada para sacar a la luz un complejo mucho mayor, configurado más afinada-
mente y articulado. Un ejemplo significativo puede servir para explicar este proceso.
La noche del 9 de abril de 2004 me encontraba escuchando a la madre de Juan, el
protagonista del episodio terapéutico transcrito en el apartado “Un caso de curación:
Juan de Amanalco” del capítulo 4. La madre narraba la historia de su hijo, que como
se recordará había sido apresado por los ahuaques y había contraído nupcias con la
Reina Xochitl. Absorta en su historia, alcanzó un punto en que reflexionaba en voz
alta sobre cómo había logrado usar los remedios correctos cuando los dos graniceros
que curaban a su hijo, don Cruz y don Enrique, se daban por vencidos. En este mo-
mento de crisis la mujer había sabido los remedios y había sorprendido incluso a los
ritualistas con su conocimiento: “La señora sabe”, ahí ellos me dijeron, “¡sí sabe la
señora!”, le habían dicho. Emocionada, en este punto de la narración la mujer se de-
tuvo y, vuelta hacia su marido presente, exclamó: “¡Se me hace que ahí aprendí, viejo;
ahí aprendí!” Dijo que acababa de recordar cómo cuando era niña, un granicero del
pueblo había curado a su hermana del mismo modo, usando las mismas plantas, y que
ante el trance de perder definitivamente a su hijo, habia “sabido” el remedio. Reflexio-
nando en voz alta, la mujer se explicaba a sí misma, y me explicaba a mí, el proceso
indirecto de transmisión-aprendizaje del conocimiento a través de enunciados sobre

11
Para más información sobre esta forma de aprendizaje de las creencias, véanse Atran y Sperber (1991)
y Sperber (2005).

RAZZIA OK.indb 202 22/03/12 13:40


¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 203

los ahuaques oídos, y en apariencia olvidados, alguna vez. “¡No me di cuenta hasta
ahora!”, exclamó. Y no era la única: muchos serranos recordaban con detalle episodios
insignificantes sobre los ahuaques, algunos de los cuales habían escuchado de niños.
Ahora bien, este proceso pedagógico comienza, según pude registrar, en las pri-
meras etapas de la infancia, cuando los niños se incorporan a la vida familiar y comu-
nitaria. Por ello, para explicar detalladamente más adelante cómo tiene lugar la
transmisión de las creencias a la generación actual, es necesario aclarar primero cómo
transcurre la existencia cotidiana de los niños de la Sierra.

Los niños en la familia y en la comunidad:


el contexto de la educación formal e informal

Durante mi investigación residí con varias familias. Dos de ellas tenían niños. Una era
de Santa María y la otra de Santa Catarina. Además viví de cerca la crianza de los hijos
de los vecinos. Documenté la vida cotidiana de un pequeño de nueve y de una joven
de doce, y la de un infante de cinco. Fue sólo una pequeña muestra de la sociedad
serrana, pues las parejas de cuarenta años cuentan con un promedio de tres a cuatro
hijos, y la población infantil en la zona es considerable.
Los tres niños con los que viví realizaban tareas según su edad. El de cinco años
acompañaba a su padre en las labores agrícolas cargando una bolsita de semillas y ca-
minando torpemente tras él por los surcos. El pequeño de nueve pastoreaba un exiguo
rebaño de borregos y la niña de doce hacía tortillas y se encargaba de traer agua del
manantial. Muchas veces fui con ellos y pude comprobar la resolución y seriedad con
la que se entregaban a sus labores.
En el área los niños se encuentran en estrecho contacto con el medio geográfico
y, desde una edad temprana, comienzan a interactuar con el paisaje, y dentro de él con
los manantiales. Como se vio en el capítulo 2 al hablar sobre el concepto de infancia,
los niños deben realizar toda una serie de tareas concebidas como “ayuda” prestada al
grupo doméstico. Casi desde el nacimiento cooperan con su trabajo y es a la edad de
seis a doce años cuando los niños empiezan a acompañar a su padre en las labores
agrícolas, a sacar a pastar el ganado —ovejas, cabras, borregos— y a obtener productos
forestales. En sus recorridos se relacionan con los aspectos distinguidos del paisaje y
aprenden el nombre y la ubicación de los cerros y manantiales, las diferentes especies
de plantas y la denominación de las viviendas y los terrenos de sus vecinos (con fre-
cuencia en náhuatl). También reconocen los lugares sagrados del paisaje donde son
depositadas ofrendas en ocasiones rituales: las cruces azules que indican los lugares de
agua, los montículos de piedras blancas en cuya limpieza y arreglo participan la víspera

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204 David Lorente y Fernández

del 3 de mayo (día de la Santa Cruz), etcétera. Las niñas, por su parte, tienen circuitos
más restringidos y suelen participar en las tareas domésticas y recoger agua o lavar la
ropa y en ocasiones los trastes en los manantiales. Son grandes conocedoras del relieve
de estos lugares y distinguen con precisión los afloramientos de agua y los distintos
accidentes de sus cursos.
Pero niños y niñas conocen también importantes aspectos de la vida comunitaria. En
el caso de los santos que se hospedan temporalmente en las viviendas, presiden las urnas
en los traslados y tocan las campanillas por los caminos. Participan en las fiestas asistiendo
a sus padres en la organización, y en las mayordomías vigilan la recaudación del dinero o
contribuyen directamente en la elaboración de los arreglos. Un niño me explicó:

He visto cómo se ayudan todos los que vivimos aquí. Haciendo juntas en la delegación
organizan a los mayordomos para adornar la iglesia con frutas y flores y hacer una
portada en la entrada con flores y dulces.

Otro agregó:

Decomisan a varias personas o mayordomos que se encargan de la iglesia y pasan a


cobrar [por las casas] para comprar las cosas necesarias; con los mayordomos se orga-
niza también la gente para asear la iglesia.

Participar en la vida comunitaria es un requisito para la educación moral de la


persona. El niño crece en una trama de deberes y obligaciones que le instan a conver-
tirse en un nahua. El discurso pedagógico del “respeto” cumple un importante papel
al respecto. Todos los miembros de la comunidad están encargados de incidir en su
formación, aunque es la familia cercana la que ejerce una influencia mayor.
En el seno de la familia el respeto se vuelve una actitud constitutiva. Padres e hijos
sostienen un vínculo de interdependencia. En este sentido son “respetuosos” los hijos
que responden con corrección a sus padres —“devuelven” las palabras recibidas—,
aceptan el alimento preparado por éstos y “ayudan” en la vida doméstica cumpliendo
las actividades prescritas que ya se indicaron.

En pocas palabras —escribe Taggart refiriéndose a los nahuas de la Sierra Norte de


Puebla—, inculcar el respeto (icnoliz) es engendrar al niño para formarle como un ser
humano (tacatiliya) para que tenga misericordia (teicneliliz) gracias a la cual el niño o
la niña responden con consideración y son obedientes. Inculcar el icnoliz es un acto
de amor (tazohtaliz). (Taggart, 2003: 4)

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 205

Según este mismo autor, ser respetuoso tiene que ver con el verbo icnelia, que es
“hacer bien a sí mismo, hacer bien a otro”, y específicamente se relaciona con “el be-
neficio hecho a otros” (Taggart, 2003: 2).12 No en vano Molina traduce el verbo ixtilia
como “respetar a otro” (2004: 47). El “respeto” tiene que ver con la cualidad relacional
del individuo en su dimensión incluyente y constructiva.13
Pero este beneficio no implica únicamente al otro al que la persona se dirige, sino
también las repercusiones que emanan de sus actos y cómo éstas pueden afectar a
terceros, sea para bien o para mal. Ser respetuoso es cuidar las consecuencias de las
obras a diferentes niveles, y esto hace que inculcar respeto en los niños sea tan decisivo
para adecuarlos a la vida comunitaria. El niño debe comprender que sólo es “persona”
si pertenece —es decir, si contribuye y entrega el valor de sus relaciones— al grupo, y
el grupo puede incluir tanto a la familia nuclear como a la extensa, a los muertos, al
pueblo o al grupo de las comunidades que integran la región. El respeto permite crear
lazos a todos los niveles pues, emanando del individuo, involucra a su familia, a sus
parientes lejanos, a la propia comunidad y finalmente a los difuntos y a las deidades.
Para inculcar “respeto” los nahuas emplean sentencias morales en sus conversacio-
nes cotidianas, que pueden adoptar la forma de breves comentarios circunstanciales o
de historias más elaboradas. En ambos casos no constituyen exhortaciones formaliza-
das dotadas de una estructura fija. Son contextuales y surgen flexibles en los instantes
apropiados. Puede recurrirse a ellas en cualquier situación siempre y cuando la inten-
ción edificante y el público se correspondan, y esto beneficia a los niños que participan
en la vida serrana sin restricciones.14 Naturalmente, éste es el marco donde tiene lugar
buena parte de la transmisión del complejo ahuaques-tesiftero, conocimiento de por sí
relacionado con el respeto.
Pero los niños tienen una educación paralela y asisten al colegio desde las ocho de
la mañana hasta la una de la tarde. Las clases reúnen a unos veinte alumnos, separados
en primaria y secundaria, que son instruidos por dos o tres maestros del pueblo o fo-
ráneos. El conjunto de las asignaturas responde sucintamente, en su didáctica y con-

12
Taggart se basa en el diccionario de Frances Karttunen (1985: 220) para establecer esta correspondencia.
13
“El respeto (mauetzotl) —nos dice Chamoux— es una calidad positiva de las personas, que un individuo
tiene o no. Lo tiene si cumple escrupulosamente con sus obligaciones familiares, comunales y religiosas
con cortesía y generosidad. Es un cualli tlacatl, o buena gente” (1987: 348).
14
Indica Fortes sobre los africanos tallensi: “el proceso de educación [...] resulta inteligible cuando se
reconoce que la esfera social de los adultos y los niños es unitaria e indivisible [...]. Nada del universo
del comportamiento adulto se esconde a los niños o les está prohibido. Son parte activa y responsable
de la estructura social, del sistema económico, del sistema ritual e ideológico [...] el niño es orientado
desde el principio hacia la misma realidad de sus padres y tiene los mismos materiales físicos y sociales
para su desarrollo instintivo y cognitivo” (Fortes, 1970: 205).

RAZZIA OK.indb 205 22/03/12 13:40


206 David Lorente y Fernández

FIGURA 5.1
Participación Infantil en una procesión en honor a Santa Cecilia, patrona de los músicos,
San Jerónimo Amanalco

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 207

tenido, a los parámetros de instrucción formal establecidos por el Estado y dirigidos a


formarlos como buenos ciudadanos adoptando una cultura de carácter “mestizo”.
Según el proceso de cambio forzado de identidad que caracterizó la política educativa
mexicana desde el siglo xx,15 los maestros tienen muy claro que pretenden hacerlos
“evolucionar”, alejándolos en lo posible de su condición subalterna, es decir, del mun-
do indígena campesino de tradición nahua.
Los niños deben expresarse en español y vestir uniforme y, entre los valores que
reciben en las escuelas, destaca un concepto de “respeto” muy diferente del que gobier-
na su existencia cotidiana. El respeto cobra en la escuela otro sentido: se impregna del
contenido mestizo de tradición española.16 El maestro lo enseña a través de la disposición
de las aulas y las intervenciones por turnos que deben mantener un orden basado en la
jerarquía. Se impone un esquema de preguntas y respuestas, de observancia de las cate-
gorías de grado y edad, de maneras de conducirse y desplazarse que poco tienen que ver
con las nociones sociales nahuas. Esta formación afecta todas las facetas del contexto
escolar, desde la dinámica de enseñanza hasta el comportamiento en los recreos. Sin
embargo, destacaremos dos situaciones que resultan especialmente ilustrativas.
Cada lunes, a las ocho en punto de la mañana, antes de entrar en el aula, los alum-
nos se distribuyen formando filas frente al edificio. Éstas separan a los alumnos de
primaria de los de secundaria y, en una segunda división, a los niños de las niñas.
Tiene lugar entonces la ceremonia de “rendir los honores a la bandera”. El maestro ha
seleccionado para la ocasión, dentro del grupo al que le toque, al niño más destacado
por su comportamiento y calificaciones para que sea el abanderado. Este reconocimien-
to es un privilegio que se ostenta con orgullo. Enarbolando la bandera mexicana el
niño recorre el patio. Suenan las marchas militares interpretadas por otros alumnos
mientras todos los asistentes saludan marcialmente con la mano cruzada sobre el pecho.

15
Escribe Robichaux acerca del “proceso de cambio forzado de identidad”: “Parecería que la idea de
Manuel Gamio de que el español debía ser la vía de acceso a la civilización occidental en México se
impuso de tal modo que, en el sistema escolar de la última mitad del siglo xx y en la mentalidad de
los profesores, ya no había lugar para el náhuatl, ni siquiera para el recreo y mucho menos en el salón
para dar explicaciones en esa lengua a aquellos chicos que tenían dificultades de comprensión de la
materia. Si agregamos la presencia de la televisión que, desde fines de los setenta, se generalizó […],
podemos considerar como lógicas la aceptación y la profundización en la comunidad de un sistema
de valores identificado con la modernidad en el cual se confirmaba cada vez más la superioridad de la
cultura mestiza nacional y la ventaja de suprimir ‘lo indio’. En el contexto de la creciente desvalorización
de las actividades rurales con la imperante política nacional de la industrialización —en paralelo con
el contexto local de una rápida proliferación del trabajo asalariado—, la nueva pauta quedó muy clara
para todos” (Robichaux, 2005: 80, véase también la p. 95).
16
Véase un contraste entre los valores morales nahuas y mestizos en los relatos analizados por Taggart
(1983 y 1997).

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208 David Lorente y Fernández

FIGURA 5.2
i os en el patio de una escuela ensayando para la fiesta de fin de curso

No es difícil descubrir en esta representación estereotipada de carácter militar los


signos del respeto mestizo. Reina la jerarquía en todos los niveles: las filas atienden a
las divisiones por grado escolar y sexo, cada semana preside el acto una clase, en ella
un niño es ensalzado por su comportamiento adecuado y sus méritos para que cargue
la bandera y recorra el recreo. Las marchas militares ritman el paso. La bandera, el
emblema de la identidad nacional, es reverenciada como símbolo máximo de respeto.
El acto tiene evidentes repercusiones para los niños: una noción muy estereotipada y
precisa de conducta es aplicable a todas las situaciones en el seno de las escuelas. El
respeto mestizo rige el colegio.

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 209

Otro ejemplo. Todo el año los niños han estado sometidos a diversas manifesta-
ciones del mismo principio. En junio llega el fin de curso. La ceremonia de clausura
es un acto importante. Los alumnos ensayan coreografías para representar un “baila-
ble” ante sus padres. Una de estas escenificaciones, registrada en Santa María, ofreció
material muy interesante.
Los niños lucían camisa y calzón blancos y las niñas trenzas y faldas, calzando
todos huaraches (sandalias). Se habían convertido en “inditos”. Habían asumido en
un disfraz los rasgos identitarios que el pensamiento mestizo confiere unilateralmen-
te a los indígenas, proyectaban la mirada del “otro” sobre sí mismos. El maestro
aparecía muy orgulloso y los padres encantados. “Mira mi hija qué linda —dijo una
madre—: me costó bastante hacerle las trenzas”. Observé sorprendido. No lograba
entender lo que ocurría. ¿Los nahuas serranos disfrazados de nahuas? ¿Vestidos de
indígenas como si fueran mestizos? Sin duda era un acto moderno: sólo un no-indí-
gena podía adoptar ese disfraz caricaturesco para jugar a ser, durante un rato, “indio”.
Actuando así representaban a los indígenas de otras áreas, ellos ya no lo eran. Descon-
certado, acudí a los adultos con mis dudas. Y aprendí lo siguiente: la escolarización se
ajusta al deseo de la mayoría de los padres de que sus hijos estudien e ingresen en la
universidad o en los conservatorios de música de la capital. El de músico es un trabajo
bien pagado y confiere un estatus social considerable. Asistir a la escuela, por tanto,
también. Pero además, la educación formal se considera muy útil: proporciona formas
de conducta para valerse en el medio urbano, palía la discriminación étnica y separa
al niño de la imagen del “indio”, tan estigmatizante para los serranos que han apren-
dido a ocultar el uso del náhuatl desde hace tiempo y avanzan ahora decididos, al
menos exteriormente, a convertirse en “mexicanos” modernos. Su actitud revela en
gran parte el deseo de no ser censurados socialmente dentro y fuera de sus comuni-
dades con términos despectivos.
Quizá un foráneo podría ver en esta “doble educación” una contradicción eviden-
te, pero en realidad no lo es. No existe oposición insalvable entre la educación indíge-
na del respeto y la formación escolar desindianizadora. Ambas son usadas con
distintos propósitos. La escuela brinda pautas que permiten actuar hacia fuera, mien-
tras que los valores indígenas se exigen en la existencia serrana interna. Además, a un
nivel profundo el respeto nahua no puede cuestionarse porque es algo “natural”, “da-
do”, constitutivo de la persona y no fácilmente objetivable. La educación del respeto
ejercida a través de los hechos y los relatos constituye la vida del niño, es en sí su infan-
cia. Fuera de la escuela, el niño “pertenece” a distintos parientes que ejercen sobre él
una presión moralizadora.

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210 David Lorente y Fernández

FIGURA 5.3
Saliendo del colegio, San Jerónimo Amanalco

El papel de los parientes en la transmisión del conocimiento

¿Cómo se reproduce entonces el conocimiento sobre los ahuaques? ¿Lo adquieren los
niños actuales? Partiendo de la compleja pedagogía serrana diseñé nuevos cuestiona-
rios. En 2004 y 2005 visité tres centros de primaria —dos de Santa María y uno de
Santa Catarina— y apliqué una encuesta de 47 preguntas repartidas en tres secciones.
La primera sección sondeaba la composición del grupo doméstico —parientes corre-
sidenciales, patrilíneas, actividades económicas—; la segunda preguntaba historias
sobre ahuaques y graniceros, y la tercera exploraba las situaciones cotidianas en que los
niños socializan con los adultos y escuchan historias.
La muestra incluía 167 escolares, niños y niñas de los últimos cursos, de entre 10
y 13 años, pero ofrecía información sobre una población bastante mayor, unos mil
parientes. Al sistematizar el resultado surgieron patrones generalizables en toda el área
y congruentes con lo que había observado en el trabajo de campo. Veámoslo.

RAZZIA OK.indb 210 22/03/12 13:40


¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 211

El 97.3 % de los niños, la casi totalidad, poseía un conocimiento general sobre los
ahuaques, conocía su aspecto, su comportamiento y los lugares donde habitan. El 30.6 %
sabía que existían especialistas rituales asociados a los “dueños del agua” llamados
graniceros —aunque ignoraban el término náhuatl de tesiftero—.
Tras esta apreciación inicial, ciertas preguntas iluminaban el proceso de transmisión.
Estas preguntas ponían en relación las historias sobre los ahuaques que sabía el niño con
los parientes del grupo doméstico y los momentos del día en los que las escuchaba. Las
respuestas a estas preguntas asociaban los narradores con los contextos, relacionaban
parientes del niño, actividades y horas del día. Ofrecían regularidades en varios aspectos.
Reparé en que existía un orden recurrente cuando el niño indicaba los parientes que le
contaban historias y las circunstancias comunicativas. Había, en suma, patrones implí-
citos en la transmisión, que se repetían significativamente.
Por orden de importancia, el sujeto que ocupaba el primer lugar en la transmisión
de los relatos era comúnmente el padre (92.5%). En estos casos la narración tenía
lugar por la noche antes de que el niño se fuera a dormir, durante el desayuno, y en
menor medida durante la comida o cuando ambos trabajaban juntos. Al padre le
seguía el abuelo paterno (en un 86.8% de los casos), quien refería las historias al niño
por la noche, durante la cena o antes de que el niño se fuera a dormir, y durante el
desayuno. Después se encontraban el tío y la tía (en un 82%), que narraban los epi-
sodios principalmente en el desayuno o, en menor medida, durante un amplio espec-
tro de situaciones que incluían la comida, la noche, las visitas al manantial y los
paseos. Los amigos y los hermanos (ambos identificados y en un 79.6%) representaban
los cuartos narradores. Los amigos, por un lado, contaban relatos cuando iban al
manantial, en el desayuno y en la comida; los hermanos, por otro, lo hacían casi
siempre por la noche y durante el desayuno, y en menor medida cuando paseaban o
trabajaban juntos. Después se encontraba la madre (en un 68.2%), que transmitía las
historias por la noche y en el desayuno. La abuela paterna ocupaba el sexto lugar (un
61%) y las refería en el manantial y durante la comida. Le seguían el abuelo y la abue-
la materna (en un 52.7%), que relataban en distintos contextos: el abuelo en el desa-
yuno, la comida, cuando paseaban o trabajaban juntos, y la abuela en el desayuno o
cuando iba con el niño de paseo o al manantial. Finalmente, los narradores más es-
porádicos eran los primos (en un 41.9 %), que contaban al niño historias en cualquier
momento; los vecinos (en un 26.3 %), que lo hacían por la noche y en el desayuno;
otras personas de la comunidad (en un 14.9 % de los casos), para las que no se señala-
ban los contextos, y por último los cuñados y las sobrinas (en un 7.7 %).
Este orden se repetía en los diversos cuestionarios, pese a que, como señalaron los
niños, diferentes narradores se combinaran a lo largo del día. Para captar en perspec-
tiva esta situación, véase el cuadro 5.1.

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212 David Lorente y Fernández

CUADRO 5.1
Transmisión de relatos sobre ahuaques a los niños de entre 10 y 13 años de edad
Cantidad
Proporción de niños
Narrador (%) sobre el total Situación
Muestra:
167 niños
1. Padre 95.2 159 noche, desayuno, comida, trabajando juntos
2. Abuelo paterno 86.8 145 noche, desayuno
3. Tío y tía paternos 82 137 noche, desayuno, comida, manantial, paseos
4. Amigos y hermanos 79.6 133 noche, desayuno, comida, manantial, paseos,
trabajando juntos
5. Madre 62.8 105 noche, desayuno
6. Abuela paterna 61 102 comida, manantial
7. Abuelo desayuno, comida, paseo, trabajando juntos,
y abuela maternos 52.7 88 desayuno, manantial, paseo
8. Primos 41.9 70 noche, desayuno, comida, manantial,
trabajando juntos
9. Vecinos 26.3 44 noche, desayuno
10. Otras personas
de la comunidad 14.9 25
11. Cuñados y sobrinas 7.7 13 trabajando juntos, paseo, manantial

Fuente: David Lorente y Fernández, información de campo, 2004-2005.

De este panorama cuantitativo se desprenden varias conclusiones relevantes.


En primer lugar, que no parece existir una correlación entre el sexo del niño y el del
pariente que le narra la historia, es decir, que no existe una transmisión por grupos o
líneas de género (del tipo las mujeres educan a las niñas y los hombres a los niños, por
ejemplo). Esto se debe al papel preponderante que ejerce el sistema de parentesco nahua
en la transmisión. El aspecto que domina es la corresidencia —los parientes que viven
juntos— y la patrilínea —los parientes agnáticos o masculinos distribuidos en viviendas
y terrenos alrededor de la casa del niño, como se vió en el capítulo 2—. El hecho de que
los principales narradores sean parientes patrilineales se explica claramente: son aquellos
con los que el niño convive habitualmente. La familia materna queda en otro “rumbo”,
quizá en un pueblo vecino. Padre, abuelos paternos y tíos viven muy frecuentemente
bajo el mismo techo o, si no, en las inmediaciones. Como el niño se desplaza a diario
entre las casas haciendo mandados y como los parientes paternos acuden a la suya, está

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 213

muy expuesto a las narraciones de aquéllos. La patrilinealidad y la corresidencia o resi-


dencia cercana condicionan entonces fuertemente la transmisión de los relatos. Los
parientes y vecinos que no pertenecen al grupo doméstico cumplen una función auxiliar.
En segundo lugar, la corresidencia y la convivencia con la patrilínea explica que
los contextos domésticos privilegiados de transmisión sean principalmente tres: du-
rante el desayuno, en la comida, y a lo largo de la cena o en conversaciones nocturnas. Los
niños reciben las historias por la noche o durante el desayuno debido a que, o bien
pasan estos momentos en otras unidades residenciales cercanas a la suya por su conti-
nuo trasiego entre ellas, o bien los parientes patrilineales vecinos acuden a desayunar,
comer o cenar a la casa del niño. Esto se vincula estrechamente con el continuo mo-
vimiento de niños y parientes entre unidades residenciales que se observa en la Sierra.
Algo semejante escribe William Merrill sobre los rarámuri o tarahumaras: “los temas
más teóricos [...] a menudo se discuten mientras descansan los miembros de la familia,
en las noches antes de irse a dormir o muy temprano por las mañanas” (1992: 98).
En tercer lugar, y asociado a lo anterior, es coherente que los más importantes
contextos de transmisión coincidan también con las actividades cotidianas, en especial
con las domésticas, y en particular con el trabajo —en su acepción más amplia—. El
niño trabaja a lo largo del día con diferentes tipos de parientes, y estas situaciones
compartidas son muy propicias para la narración de las historias: un niño acompaña al
abuelo a su casa para realizar ciertas tareas o ayuda a su tío paterno en algún trabajo. Al
respecto, gran número de etnografías sobre comunidades nahuas de México coinciden
en señalar que el compartir las actividades productivas y/o el consumo, o el vínculo
social de “trabajar juntos”, resultan tan o más significativos y relevantes para sus miem-
bros que residir conjuntamente —Good (2005a), Magazine y Ramírez (2007), Regehr
(2005), Taggart (1975: 78-79)—, y esto mismo parece ocurrir en la transmisión.
En cuarto lugar, es relevante que las historias que los parientes cuentan a los niños no
se las cuentan a ellos exclusivamente. Más del 90% de los cuestionarios revelan la presencia
activa de otros sujetos cuando el niño escuchó el relato. Las narrativas surgen en contextos
domésticos en los que varios parientes participan simultáneamente en el intercambio de
conocimientos. Vimos que los periodos temporales más propicios para esto son el mo-
mento antes de acostarse a dormir o de salir a trabajar o a la escuela por la mañana. Se
trata de situaciones de convivencia familiar caracterizadas por el consumo compartido
del alimento, expresión de la unidad y dependencia mutua de los parientes. Y además
están las comidas propiamente dichas, que son por definición actos colectivos, ya que
comer uno en solitario tiene connotaciones sociales negativas entre los nahuas. Las co-
yunturas domesticas constituyen, pues, un espacio de socialización compartido intergeneracio-
nalmente que propicia una amplia difusión de los conocimientos verbalizados. En estos
contextos, como suele ocurrir en la vida serrana, no se separa lo que se considera apto

RAZZIA OK.indb 213 22/03/12 13:40


214 David Lorente y Fernández

para los niños de las conversaciones con “temas de adultos”; no hay omisiones de ninguna
clase ni “adecuaciones infantiles”. Tampoco se hacen concesiones especiales a su presencia
y se habla de todo con normalidad y sin censuras. Al respecto Marie-Noëlle Chamoux
explica sobre los nahuas de Huauchinango, en Puebla: “Nada, o casi nada, de la actividad
de los adultos se oculta voluntariamente a un grupo de edad o a un grupo de género. Por
lo que respecta a los niños, este rasgo ha sido frecuentemente señalado […] el acceso a
los saberes no está protegido especialmente; se encuentra al alcance de todos bajo una
sola condición: la participación en la vida familiar y comunitaria” (1992: 76).
Los contextos en los que se consume comida son también momentos cargados de
una intensa emotividad. En la privacidad del hogar se discuten aspectos clave de la
existencia serrana y también otros relacionados con la enfermedad y con el sentido de
la vida en general, como son las historias sobre los ahuaques, aunque estos comentarios
adopten con frecuencia el carácter de chismes. Se cuentan anécdotas desordenadas
cuya intensidad alerta a los presentes de que hay en juego información de la que deben
imperiosamente enterarse. Presenciar estas sesiones me sirvió para entender las res-
puestas que los niños ofrecían en las encuestas.
En quinto lugar, es significativo que, con un porcentaje igual al de los hermanos,
los amigos ocupen el cuarto lugar en la transmisión. Esto revela que habitualmente los
niños intercambian entre sí las historias que les narran sus parientes. De esta forma
actúan activamente como partícipes de un proceso de enseñanza-aprendizaje en el que,
al tiempo que confrontan los relatos, negocian y alcanzan acuerdos sobre el contenido
y el significado de los mismos. Los amigos son una suerte de “nudos” en los que con-
vergen grandes redes parentales de narrativas.17 A su vez, este tipo de transmisión
contribuye a la homogeneización interfamiliar del conocimiento y a la generación de
regularidad en el corpus teórico de los individuos.
Resumiendo el panorama y dicho con otras palabras, el saber sobre los ahuaques
que reciben los niños constituye un conocimiento fragmentado, disperso e irregular que
no opera a través de formas institucionalizadas de transmisión. Así, frente al conocimiento
teórico que los niños reciben diariamente en la escuela en un contexto de educación
formal, las creencias y otros saberes míticos van surgiendo cotidianamente de manera
asistemática, sin orden predecible ni regulación. Constituyen, podría decirse, una
pedagogía implícita.
Esta transmisión fragmentada e informal del saber también ha sido registrada por
Merrill entre los tarahumaras:

17
Este hecho fue uno de los motivos que me llevó a aplicar los cuestionarios en las escuelas.

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 215

Los rarámuris no mantienen instituciones educativas formales para instruir a sus hijos
en ese conocimiento —escribe—. La enseñanza [...] es en extremo informal, por lo
general se realiza dentro del contexto familiar, utilizando ejemplos o en breves aseve-
raciones más que explicaciones detalladas. (1992: 98)

Y otro tanto ha señalado Good entre los nahuas de Río Balsas, en Guerrero, don-
de, según afirma la autora,

muchas de las ideas y los conceptos clave acerca de los lugares sagrados, los rituales y
la percepción de la naturaleza se transmiten de manera casual. No hay ninguna ins-
trucción formal; los conocimientos importantes pueden salir en cualquier plática,
inclusive en las borracheras. No sólo el investigador sino los nahuas mismos se enteran
casi por accidente de ciertos aspectos de la cosmovisión si están presentes cuando se
aborda un tema. (2001a: 287)

Y sobre los nahuas de Huauchinango, en Puebla, argumenta Chamoux:

el tiempo y el espacio del aprendizaje no están predefinidos: cualquier momento y


cualquier lugar son propicios de antemano, y son las circunstancias concretas los que
los transforman momentáneamente en tiempos y espacios para la transmisión […] la
duración de lo que podríamos denominar los actos elementales de enseñanza […]
puede abarcar desde algunos segundos hasta varias horas consecutivas. (1992: 75)

Esta imprevisibilidad es la que explica que la transmisión del conocimiento sobre


los ahuaques se encuentre disociada de su aplicación práctica inmediata. Considerando
por ejemplo el hecho de que el 76% de los niños frecuenta el manantial al menos un
día a la semana para jugar, y que alrededor de una quinta parte, el 16%, acude allí
para realizar actividades domésticas —lavar la ropa, los trastes, recoger agua para beber
o abrevar los animales—, sorpende que ninguno de ellos señale haber oído las historias,
podría decirse que a modo de advertencia, al salir de casa para acudir a este lugar. No
se trata de un saber de aplicación inmediata. La conversión de los relatos sobre ahua-
ques en conocimiento la veremos en breve.

El contenido de las historias y la naturaleza del conocimiento

¿Pero de qué historias se trata exactamente? ¿Qué clase de narraciones se transmiten?


Y sobre todo ¿cómo se transforman en conocimiento en la mente del niño?

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216 David Lorente y Fernández

Los relatos sobre ahuaques no son mitos ni cuentos populares, no constituyen


textos sumamente estandarizados ni fijos.18 Son generalmente relatos terapéuticos,
narraciones de episodios de curación. Presentan una estructura argumental recurrente
y un conjunto de caracteres formales o retóricos constantes. Podrían definirse como
relatos mitológicos pero ofrecen una curiosa mezcla; en ellos no es fácil distinguir lo
anecdótico —o lo empírico para los nahuas— de lo maravilloso, establecer límites
nítidos entre lo verídico y lo mágico. Estos relatos combinan descripciones topográfi-
cas del entorno circundante y referencias a personas nahuas concretas con la irrupción
cotidiana de lo inesperado y lo sobrenatural.19 Mezclan lo visible y lo invisible, el
mundo terrenal o tlalticpac con las interioridades del manantial. Se trata de testimonios
o historias personales.
El argumento suele ser el siguiente: el narrador o un vecino del pueblo experimen-
ta un encuentro directo con los ahuaques. Su estructura se repite:

1) alguien de la Sierra acude a un arroyo o a cualquier curso o cuerpo de agua,


2) y pisa inadvertidamente las propiedades en miniatura de los ahuaques o a los
propios ahuaques,
3) cuando regresa a su casa acusa los síntomas del “espanto” o robo del espíritu,
4) entonces descubre lo que hizo por boca de un granicero, un pariente o por los
propios ahuaques que se lo dicen en sueños,
5) luego restituye los objetos rotos por nuevos y recobra el espíritu y la salud,
6) o no los restituye y muere.

18
Sobre las características formales y argumentales del cuento indígena, véase Montemayor (1998).
19
No existe una clasificación nativa específica de estos relatos; los nahuas no los asignan a un género
concreto de la narrativa oral. En este sentido es útil recurrir a una observación de Taggart a propósito
de lo que los antropólogos denominan “mitos” entre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla: “la palabra
‘mito’ alberga una carga que no encaja muy bien con los relatos que circulan en la tradición oral de los
nahuat de Huitzilan [...]. El problema es que las narraciones que circulan en la tradición oral de
los nahuat mezclan las características que definen las clases de relatos clasificados por los flokloristas
[mitos, leyendas y cuentos populares]. Desde el punto de vista de los nahuat —señala Taggart—, todos
son lecciones o neixcuitilmeh con las que ‘comprenden el mundo’ tanto visible como invisible. Todos son
verídicos, pero la diferencia clave es que unos tratan de personajes conocidos personalmente y otros no.
Desde el punto de vista externo a la cultura de los nahuat, unos son variantes de cuentos populares [...].
Otros son testimonios o historias personales que incluyen sueños a través de los cuales un hombre o
una mujer puede comprender el mundo invisible. Por lo tanto, sería más exacto introducir la palabra
‘lección’ o neixcuitil en lugar de la de mito, que posee una carga conceptual externa a la cultura nahuat”
(Taggart, 2010: 124).

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 217

Los episodios incluyen una serie de constantes:

— el enclave acuático,
— la corporeidad del mundo de los ahuaques (que puede ser aplastado),
— la naturaleza hostil de estos seres (roban el espíritu),
— el procedimiento terapéutico (la restitución de los objetos rotos por nuevos y, en
ocasiones, la intervención del tesiftero, a veces desnominado “brujo”),
— y la curación o el fallecimiento de la víctima como posibles desenlaces.20

Pero también incluyen elementos variables:

— la víctima involucrada (el propio narrador, un pariente, un vecino),


— el escenario (un manantial, un pozo, un caño, un jaguey, etc.),
— y la descripción física de los ahuaques (que son llamados con diferentes términos:
niñitos, muñequitos, hombrecitos, y presentados con distintas vestimentas).

CUADRO 5.2
Características estructurales del contenido de los relatos
Constantes Variables
Enclave acuático Víctimas involucradas:
narrador, parientes, vecinos
Inframundo corpóreo y material Escenario del espisodio:
manantial, pozo, caño, barranca
Hostilidad de los ahuaques Situaciones involucradas en el episodio
Castigo de los ahuaques Descripción de los ahuaques:
denominación tama o fisonom a
Procedimientos terapéuticos:
reemplazar objetos rotos por nuevos,
intervención del granicero
Transgresión vs. restitución
Desenlaces posibles:
curación o muerte de la víctima

Fuente: David Lorente y Fernández, información de campo, 2004-2005.

20
Si se comparan los relatos de los adultos con las narraciones que los niños incluyen en los cuestionarios
se aprecian interesante diferencias. Los niños omiten ciertas secuencias de los episodios terapéuticos
—los pormenores de la intervención del tesiftero, la búsqueda, recuperación y restitución del espíritu
cautivo, etc.— y abstraen el contenido del episodio a su mínima expresión.

RAZZIA OK.indb 217 22/03/12 13:40


218 David Lorente y Fernández

Estos elementos constantes y variables se muestran en el cuadro 2. El tema central


de los episodios —expresado en las vajillas de barro que la víctima quiebra y debe re-
poner— es claro y enuncia que los equilibrios alterados deben ser restituidos. Esta mora-
leja de la restitución está estrechamente relacionada con el concepto de “respeto”. El
proceder sin respeto origina castigos, la muerte o la transformación ontológica del
transgresor en ahuaque. Según Taggart (1983), entre los nahuat de la Sierra Norte de
Puebla el destino de quienes proceden sin respeto no puede ser otro que su aniquila-
ción por las fuerzas de la naturaleza.
Algunos ejemplos sirven para entender el tipo de información que reciben los
niños. A continuación se muestran algunas narraciones tal y como las reprodujeron
los niños en los cuestonarios (la transcripción es literal y mantiene los errores ortográ-
ficos del material original):

Bueno [,] mi papá me dijo que una ves un señor le conto a mi papá lo que le avia sucedi-
do. Una ves el señor venia por el manantial y que vio como los duendes estaban jugando
[;] el no pudo ver los juguetes y piso un juguete [,] no le importo y se fue a su casa, en la
noche se sentia mal y tenia mucha calentura el nadie lo podia curar, hasta que lo llevaron
con un brujo y el lo curo y le dijo que vaya a dejar juguetes para que le perdonaran y jamas
se volvio a enfermar. (Norma Hernández Cornejo, 12 años, sexto de primaria)

Una señora que queria sacar su borego del pozo escucho que rompia algo[,] no le tomo
importancia y se fue a su casa [;] entonces en la noche soño q’ un duende le decia q’
tenia q’ pagar la puerta q’ les habia roto sino no se iba a curar [,] entonces la señora lo
hizo y ya no se sintio mal. (Iván Clavijo Martínez, 12 años, sexto de primaria)

Había un señor llamado Juan [que] y ba al monte [,] un dia fue’ al monte y le agarro
el agua [,] se atajo en un arbol [,] cuando paso ya se hiba y piso un charco [,] hay
eestaban los duendes [;] el señor piso sus trastes y los duendes se enojaron mucho [;]
el señor llego a su casa y se puso muy enfermo y murio [,] dicen que los duendes hi-
cieron eso. (Samantha Isabel Soto Velázquez, 10 años, quinto de primaria)

Aqui en el pueblo hay una pequeña cascada donde dicen que hay duendes y que una
ves una niña fue en la tarde [y] se tardo tanto que la tuvieron que ir a traer [,] la lleva-
ron al doctor y disen que tuvo contacto con los duendes [.] al otro dia llevo fruta y sus
juguetes [,] cuando la fueron a buscar estaba sola y estaba como burlandose. (Erica
Alejandra Martínez Herrera, 11 años, quinto de primaria)

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 219

La diferencia entre los elementos constantes y variables es clave, pues confiere al


relato el estatus de verdad y lo hace pedagógicamente eficaz. Ya se vio que las llamadas
creencias “contraintuitivas”, como son las de los ahuaques, no pueden deducirse de la
experiencia empírica y, para transmitirse, deben inscribirse en enunciados y en con-
textos cotidianos. En los relatos que los niños escuchan de los adultos, los principios
constantes albergan la carga mítica. Los principios variables les confieren a los primeros
verdad. Gracias a ellos los relatos acrecientan su dimensión verídica y se transforman
en descripciones y en testimonios de sucesos “reales”, y los relatores se convierten, en
consecuencia, en testigos. ¿Pero cómo? Mediante el uso de “marcadores de verdad”, es
decir, de ciertos recursos formales tomados de la realidad circundante como pueden
ser el nombre personal de las víctimas, ciertos elementos topográficos conocidos,
la denominación concreta de un manantial o un paraje, etc. Pero también una cate-
goría de marcas verbales del tipo “dicen”, “se cuenta”, “mi mamá vio”, “aquí en el
pueblo hay…”, etc. Con estos marcadores la verdad se desplaza de las circunstancias
“reales” y “objetivas” al contenido mítico de los relatos. Se desliza del contexto verídico
del episodio a sus entresijos y a los sucesos. Los niños saben que son reales, que son
ciertos, pues todo en ellos es conocido y próximo.
Aceptada la verdad de los relatos, centrémonos en un punto. Las narraciones ac-
túan metonímicamente y transmiten más información de la que enuncian. Merrill,
que estudió la reproducción cultural entre los rarámuris del norte de México, señaló que
“el conocimiento tácito y el conocimiento inconsciente incluyen ideas fundamentales
que son presupuestas lógicamente por muchas otras ideas. La expresión explícita de
cualquiera de estas ideas conlleva la transmisión indirecta del conocimiento tácito e
inconsciente” (Merrill, 1992: 97). En otras palabras, que la información transmitida
oralmente comunica conocimientos implícitos que no se manifiestan. Otro tanto se-
ñala Gossen sobre el lenguaje ritual tzotzil:

Unas pocas palabras clave, acomodadas formalmente, […] transmiten más informa-
ción que una simple exposición en prosa de un concepto. Cuanto mayor es el signifi-
cado simbólico de un intercambio social, más condensado y redundante es el
lenguaje empleado. (Gossen, 1979: 242)

En este sentido, los relatos sobre ahuaques aplican la metonimia y la sinécdoque a


“una imagen para representar un universo mucho más amplio de conceptos y relaciones”
(Merrill, 1992: 130). Por ejemplo, nombrar las vajillas en miniatura de los ahuaques o
su mera aparición en el relato sugiere el complejo moral nahua de transgresión-restitu-
ción que rige el contacto con lo sobrenatural y remite a una conceptualización de las
ofrendas, pero también revela que los ahuaques son seres pequeños y que su mundo es

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220 David Lorente y Fernández

análogo al nuestro; los cursos de agua evocan accesos al inframundo y aluden a comple-
jas concepciones míticas sobre la conformación de la estructura del cosmos; el “robo del
espíritu” posee implicaciones ontológicas vinculadas a la constitución espiritual del ser
humano, etc. Toda una cosmovisión puede ser así transmitida a partir de un número
discreto de imágenes que condensen —a la manera de los símbolos rituales dominantes
de Turner (1999)— una multiplicidad de referentes. Además, estas “imágenes colectivas”
coinciden con las que los nahuas emplean en el discurso ordinario y el ritual (Taggart,
1983: 1). Los niños pueden así encontrar fácilmente elementos explicativos en otros
lugares, y no únicamente en los relatos que los adultos les refieren.
No obstante, además de concebir las historias como complejos de elementos mí-
ticos o imágenes, debe considerarse —siguiendo a Merrill— que son “las relaciones
lógicas entre las ideas [...] las que permiten la creación del conocimiento” (1992: 137).
Contemplados desde aquí, los relatos constituyen una suerte de modelos de relaciones
lógicas culturalmente establecidos. Dichos modelos sirven para explicarle al niño el
motivo de que ciertos elementos culturales (quebrar las vasijas de los ahuaques y perder
el espíritu, por ejemplo) “van juntos” —utilizando la expresión de Lévi-Strauss— y
aluden a formas específicas de agrupar las cosas y los seres para “introducir un comien-
zo de orden en el universo” (Lévi-Strauss, 2001: 24). Al escucharlos y asumir su con-
tenido, los niños aprenden a articular asociaciones abstractas y a establecer correspondencias,
asimilando la cosmovisión no sólo como cuerpo de conocimientos teóricos sino como
un operador cognitivo.
De esta forma, y en resumen, más allá de transmitir información sobre los ahuaques
es la lógica que subyace a los relatos la que contribuye a generar el conocimiento, pues
confiere a los niños una matriz de significados a través de la cual conceptualizar y repre-
sentar el mundo, percibirlo y orientar su acción en él. Los relatos no enseñan sobre los
ahuaques y el complejo por repetición, por exposición reiterada a los mismos enunciados.
Forman la materia prima de la que el niño extrae, mediante inferencias, una serie de
principios fácilmente utilizables en diversos contextos. Constituyen los rudimentos del
esquema que permite al individuo adquirir más conocimientos o profundizar en los
propios, logrando un cuadro cosmológico cada vez más englobante y completo. El es-
quema que el niño elabora por medio de los relatos comienza a forjarse en la infancia, y
va ampliándose a lo largo de la vida en un proceso constante de afinación progresiva.
Este esquema cognitivo resulta fundamental: por un lado, facilita los futuros aprendiza-
jes concertando los aspectos novedosos con los sabidos y adecuándolos para su ajuste
(López Austin, 2001: 61); por otro, conforma un modelo con el que poder ir entendien-
do los personajes, complejidades e interconexiones de la cosmovisión nahua.

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 221

Que los niños serranos escuchen relatos sobre ahuaques es una garantía de que el
complejo seguirá transmitiéndose y reproduciéndose, es decir, vigente en los años
venideros.

Algunas consideraciones sobre los mecanismos de transmisión del complejo

La transmisión del complejo a la generación actual puede resumirse como sigue:

1. En la Sierra el conocimiento acerca de los ahuaques se hace accesible al aprendiza-


je a través de historias, que son testimonios de episodios terapéuticos y no un
cuerpo de información teóricamente elaborada.
2. Las historias se transmiten en el interior del grupo doméstico concebido en términos de
filiación patrilineal —padre, abuelo paterno, tíos— vinculada a la residencia localizada
en el rumbo paterno. En el espacio-tiempo específico de la narración, diferentes gene-
raciones de parientes comparten simultáneamente el mismo conocimiento.
3. La información recibida verticalmente al interior del grupo doméstico se reproduce
horizontalmente entre los niños —hermanos y amigos— de la misma generación.
4. Las historias refieren episodios concretos y los niños construyen progresivamente
el conocimiento a través de un proceso fragmentado y discontinuo de instrucción.
Por medio de la acumulación de elementos y de la inducción, logran abstraer incons-
cientemente un modelo articulado.
5. Los testimonios contienen formulaciones sobre los principios sociales axiomáticos,
como el valor nahua del “respeto” que subyace al concepto de persona y fundamen-
ta el orden cósmico.
6. Dado que los testimonios expresan nociones espacio-temporales de orden cosmoló-
gico y diversas representaciones simbólicas socialmente compartidas, pueden comu-
nicar simultáneamente información referida a los ahuaques y una cosmovisión más
amplia.
7. Sirviéndose de los ejes argumentales de los relatos, los niños asimilan la cosmovisión
como un operador cognitivo, es decir, como una forma de pensamiento específica que
se manifiesta en el empleo de la analogía —relaciones lógicas arbitrarias entre ele-
mentos culturales—.
8. En este sentido, las historias actúan como modelos culturales estructurantes que con-
figuran o “educan” el pensamiento del niño, proporcionándole una matriz explica-
tiva y cognitiva para representarse una parte del mundo, percibirlo y orientar su
acción en él.

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222 David Lorente y Fernández

Historias sobre ahuaques reproducidas en los cuestionarios escolares

Se incluye a continuación una breve recopilación de relatos obtenidos en los cues-


tionarios escolares que puede resultar ilustrativa. La información fue recabada en
Santa María Tecuanulco y Santa Catarina del Monte en 2004 y 2005. La transcrip-
ción es literal y mantiene los errores ortográficos del material original. Considere el
lector que “duende” y ahuaque son sinónimos, y “brujo” y granicero o tesiftero
equivalentes.

Una vez mi abuelita encontro unos trastecitos que eran de los duendes los piso y en
la noche tuvo pesadillas. (Gerardo Moreno Miranda, 12 años, sexto de primaria)

Una ves un señor yba pasado por la barranca y rompio los objetos de ellos [,] los
duendes se enojaron y le mandaron una maldición, el señor a un tiempo después
enfermo y por poco moria y una señora que curaba le dijo que era una maldición [,]
el señor recordo, la señora le dijo que compusiera lo que abia echo el señor lo hiso y
después se curo. (Paola Elicalde Amador, 12 años, sexto de primaria)

Un dia una señora andaba lavando la ropa en un de posito y los duendes de jaron sus
trastes [,] la señora rompio un plato y la señora escucho unas voces diciendo que le
isiera dos platos por que sino a la ivan a matar [;] la señora mando hacer 2 platitos de
porcelana y la señora llevo los platitos con los duendes. (Sandra Dulce Espejel Clavi-
jo, 11 años, quinto de primaria)

Un dia fuimos con toda mi familia al monte [,] era tiempo de chambusquinas [,] vi-
mos un ardilla y la corretaonos y abia un oyo [,] mi hermana se metio al oyo y disen
el que la curo que los duendes es[taban] comiendo y les rompio su platitos [;] tenia
que ir a dejar otros nuevos [,] eso es todo. (Agustín Torres Reyes Linares, 11 años,
sexto de primaria)

Un dia un muchacho fue a un rio y escucho unas boses [,] fue a ver y vio a unos hom-
brecitos que estaban jugando en un lago [;] el muchacho se aserco y les rompio sus
traste, los duendes se enojarón y le empezaron a decir groserias, el muchacho llego a
su casa y se empezo a sentir mal, lo llevarón con un curandero y le dijo que los duen-
des le estaban haciendo mal, al día siguiente le fue a dejar unos trastes a los duendes
[,] se contentarón y le quitaron el mal. (Karen Joseline Zepeda Reyes, 11 años, quinto
de primaria)

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¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? 223

Dicen que la mama de un señor que vive por mi casa, que todos los días se iva a bañar
al rio, que tenía el cabello muy largo, lo extendia en en el agua y un día la agarraron y
la mataron [.] cuando su hijo la vio dicen que se volvió loco y ahora cada que se ocul-
ta el sol empieza a decir groserías [,] a beces la gente que viene se asusta [,] nosotros
ya no [;] a beces pienzan que los duendes le hablan y por eso empieza a maldecir.
(Erica Alejandra Martínez Herrera, 12 años, sexto de primaria)

Mi mamá me dijo que hay un loquito llamado Enrique [,] dice que fue a bañarse con
su mamá [,] a la mamá la jalaron de los cabellos y el niño Enrique la jalo [,] la mamá
murio y enrique quedo traumado porque le dijeron que volverían por el [;] hasta
orita sigue llendo a bañarse. (Yazmín Buendía Juárez, 11 años, sexto de primaria). [El
“loquito llamado Enrique” es el personaje que aparece retratado en la Figura 9 del
capítulo 3, y del que se habla también en la introducción]

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Epílogo
Rapacidad celeste y lluvia fecundante.
a vida los rayos y el uir de las esencias

Plantear una síntesis resumida del argumento de esta investigación no constituiría unas
conclusiones adecuadas. Antes bien, resulta más pertinente tratar de enfocar el tema
desde un nivel de mayor de abstracción, es decir, desde una conceptualización lo más
englobante y totalizadora posible de la cosmología nahua. ¿Qué significa en última
instancia el complejo de etnometeorología serrano?, ¿cuáles son las razones por las que
ha continuado reproduciéndose hasta la actualidad?, ¿qué factores lo relacionan estre-
chamente con el concepto local de cultura?
Puede considerarse que la concepción atmosférica serrana constituye, en última
instancia, una etnoteoría nahua sobre la vida. Los elementos que la conforman, como
los ahuaques y el tesiftero, y la serie de creencias y prácticas asociadas a ellos, no agotan
el sentido que la noción de “tiempo” reviste para los nahuas. El “tiempo” es sumamen-
te englobante. El sistema de etnometeorología serrano reúne ejes diversos como la
noción —humana o no— de persona, los procesos de salud-enfermedad, la circulación
global de sustancias, la definición de comunidad-grupo social y una amplia serie de
concepciones relativas a la categorización de los seres y a la utilización de las ofrendas;
se trata, en suma, de una formulación que remite a los aspectos más determinantes de
la memoria histórica nahua y de la identidad colectiva. La relevancia y profundidad
de todas estas concepciones locales influye en las capacidades creativas y de adaptación,
y en el vigor de que da muestras hoy el sistema.
Las páginas precedentes describieron con detalle este sistema; abordemos ahora el
entramado de “el tiempo” desde otra perspectiva: como una etnoteoría general sobre
la vida o un gran ciclo cósmico de la vida. Esta etnoteoría se encuentra articulada por
distintos niveles.
Para los nahuas la noción primaria de vida está estrechamente asociada al concep-
to de “esencias”. Todos los seres vivos y los objetos inertes para nosotros albergan para
los nahuas “un doble cuerpo pero que está [alojado] adentro, que es el que les está
dando vida”. Las esencias fundamentan la ontología indígena y dotan de vida. Los
nahuas consideran las esencias como un “doble cuerpo” por dos motivos: porque tie-
nen cierta consistencia material, y porque ostentan la misma forma física que el recep-
táculo que las contiene. En este sentido tanto las semillas destruidas por el granizo
como los animales y objetos fulminados en las tormentas son buenos ejemplos de lo

225

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226 David Lorente y Fernández

que constituye un cuerpo sin vida. Los seres individuales “pierden” la vida si se vacían
de esencia y persisten como cápsulas huecas, restos inertes.
Pero los nahuas no muestran excesivo interés por este nivel ni formulan teorías
metafísicas sobre el origen de las esencias. Aunque se preocupan por el bienestar de sus
parientes, sus animales y sus cosechas, en el plano de la especulación filosófica el mis-
terio de la vida individual les resulta intrascendente.
Lo que sí constituye una preocupación indígena es la noción secundaria de vida,
más englobante y completa. Las esencias son inalienables y están sometidas a una
continua circulación. Se caracterizan por su capacidad de cruzar umbrales ontológicos
y adecuarse a otros niveles del cosmos. No se adscriben por siempre a sus cuerpos o
envoltorios terrenales y pueden viajar, desplazarse generando un entramado vital más
complejo. Las esencias son extracorpóreas y por eso el mundo de los ahuaques no es
sino una sociedad humana desencarnada. Pero sólo parcialmente desencarnada, pues
el hecho de que los espíritus posean cuerpos los hace susceptibles de morir aplastados
o por consunción corporal natural (lo mismo sucede con el resto de los seres y objetos).
Los nahuas tratan de comprender la interacción entre humanos “vivos” y “muer-
tos” en la reproducción de la vida. En este nivel las esencias se relacionan directamen-
te con la existencia global del cosmos. Conocer la dinámica atmosférica ofrece las
claves para incidir ritualmente sobre ella y equilibrarla.
La noción secundaria de vida y el fluir de las “esencias” se reflejan en las tormentas.
Las tormentas activan dos principios opuestos y complementarios: el robo de esencias
terrenas con los rayos y el granizo para restituir periódicamente los elementos perece-
deros del inframundo y el don de la lluvia que, en un movimiento inverso, es retribui-
do a la tierra para lograr su fertilidad. En esta dialéctica el desarrollo de la vida serrana
posibilita la vida del inframundo y la vida de los ahuaques en el arroyo sustenta la vida
terrestre. Los dos planos del cosmos son carenciales y necesitan cada uno del otro
para sobrevivir, lo que origina su dependencia mutua.
Consideradas con mayor abstracción, las tormentas constituyen un sistema asimé-
trico de intercambio recíproco de dones. El intercambio asimétrico se basa en dos prin-
cipios centrales: violencia y obligatoriedad. Se trata de un sistema agonístico pues en
él la reciprocidad es activada por el motor de la rapacidad predatoria. La rapacidad
activa la reciprocidad de forma directa: el contradón sucede a la predación como acción

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Epílogo. Rapacidad celeste y lluvia fecundante 227

que echa a andar el sistema.1 El término “razzia cósmica” adoptado en el libro destaca
esta primacía de la agresión: a la rapiña divina sucederá el contradón imprescindible.2
Pero los ejes poseen valores opuestos en la jerarquía cosmológica. La lluvia, por
un lado, y los rayos y el granizo, por otro, no son iguales para los nahuas. Difieren
moral y cualitativamente. En este sentido no constituyen un caso aislado. Diferentes
autores han explorado etnográficamente en México las cosmologías caracterizadas por
un “dualismo inarmónico” en las que la interacción de principios opuestos produce
jerarquía. Johannes Neurath ha documentado en la cosmología huichola una lógica
según la cual “las oposiciones siempre crean una jerarquía tal que la parte de mayor
rango incluye a la otra”, lo que implica que una parte “es sistemáticamente devaluada,
al tiempo que la otra se enaltece” (2001: 480). Por su parte, Jacques Galinier ha seña-
lado entre los otomíes una situación semejante, a la que denomina “dualismo asimé-
trico”, y que consiste en “la oposición desigual macho/hembra y la idea de sacrificio,

1
Esta formulación parece recordar de algún modo —o más bien constituir una variante sui generis, dado
que una de las partes involucradas en el intercambio depreda los bienes de la otra, además de donar—,
lo que Marcel Mauss llamó prestaciones totales agonísticas o de rivalidades. “Las prestaciones totales
desiguales —escribe— corresponden a un sistema de rivalidades entre gentes obligadas a la reciprocidad”
(1974: 230). Y añade: “Estas instituciones desembocan en acontecimientos considerables, incluyendo
formas relativas de mercado: es decir, desembocan en circuitos complejos” (1974: 230). En su clasificación
de los distintos sistemas de intercambios en las sociedades tradicionales, Mauss adopta el término de
“prestaciones totales” para destacar la especial naturaleza de estos intercambios, que ni son voluntarios
ni puramente económicos, pero sí establecidos entre grandes colectividades. Existen sistemas de pres-
taciones totales de igualdad relativa y de igualdad completa, que suelen darse en sociedades de mitades
complementarias. “Generalmente —escribe—, la prestación total es de valor igual; A debe todo a B,
quien a su vez le debe todo a C” (1974: 228). Pero existen también “sistemas de prestaciones totales
agonísticas”. Éstos actúan entre personas o grupos que intercambian dones y contradones con un carácter
acusado de rivalidad y de competición, en suma, de enfrentamiento (véase Godelier, 1998: 61-64; Mauss,
1979b: 160-163). La rivalidad y el antagonismo activan el sistema agonístico; en su interior el intercambio
violento de “dones contractuales” establece relaciones y nexos perpetuos. “Este maximum regular de
reciprocidad indirecta puede ir muy lejos, incluso hasta la destrucción de las riquezas” (1974: 228). En
el caso de la cosmología atmosférica de la Sierra de Texcoco, encontramos un intercambio de esencias
terrenas —rapiñadas obligatoriamente a los hombres— a cambio de agua pluvial y terrestre fecundante
—cedida libremente por los ahuaques—.
2
La teoría nahua de Texcoco concilia una ideología del intercambio con el hecho de que la concepción
del universo y de las relaciones entre los seres es profundamente agonística. El intercambio convive con
la depredación o, más bien, encuentra en la depredación su condición necesaria. En este sentido, Danièle
Dehouve ha visto en esta dimensión del sistema atmosférico, concretamente en lo que se refiere a la
depredación que realizan los ahuaques de espíritus humanos en los arroyos, una expresión de la lógica
venatoria o de cacería que parece ocultarse tras la ideología agrícola mesoamericana. Según Dehouve, la
etnografía y la etnohistoria revelan “cómo un ‘modelo cinegético’ fue aplicado […] a la agricultura” en
Mesoamérica (2008: 3).

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228 David Lorente y Fernández

de disolución necesaria de un elemento masculino al contacto de su complemento


femenino, como modo de permitir el surgimiento de la vida y de conjurar la entropía
y la muerte” (1990a: 41). Es decir, que existe la primacía de uno de los elementos sobre
el otro en el seno de la lógica dualista que impregna la totalidad del cosmos.
En el caso de la Sierra de Texcoco es el agua —pluvial o corriente— la que posee
connotaciones esencialmente positivas y la que se antepone a la destrucción produci-
da por los ahuaques pese a ser ésta la que —según se acepta— legitima y fundamenta
el sistema. El agua es enaltecida y los rayos y el granizo devaluados, aunque asumidos
como vitalmente necesarios.
Retornando al tema de las esencias, para los nahuas la vida está definida porque
el flujo de esencias —dependiente por entero de la distribución colectiva— es finito,
limitado, restringido. No parece posible reproducir esencias ad infinitum. Las comu-
nidades de ahuaques y humanos deben compartir los recursos. Los ahuaques precisan
sustancias terrenas como los propios seres humanos, y esto convierte la existencia en
una lucha sin fin o en un proceso de negociación ajustado. En última instancia el caos
podría colapsar un sistema cuya inestabilidad aparente resulta ordenada. Y el granice-
ro surge como el árbitro de la vida: mantiene a las sociedades separadas para que la
supervivencia mutua no afecte su vitalidad respectiva. Intercediendo ante los ahuaques,
el granicero regula el flujo del clima y distribuye los recursos vitales disponibles. Ambas
sociedades se nutren de semillas; aplacar con una ofrenda a los ahuaques resuelve sus
necesidades sin dañar a los humanos. Así es posible preservar la vida evitando un gra-
ve estado de agresiones colectivas.
Pero cierto grado de violencia es inevitable. De la muerte surge la vida. Los ahua-
ques necesitan en última instancia depredar para sobrevivir y entregar la lluvia a los
hombres. Las agresiones pueden mitigarse pero no eliminarse por completo. No obs-
tante, debe apreciarse que el sistema de meteorología nahua serrano no implica un
simple dualismo. No nos hallamos en este caso ante un proceso lineal del tipo vida-
muerte-vida. Podemos olvidarnos del tópico, tan frecuente en la etnología mesoame-
ricanista, que separa temporalmente la vida de la muerte haciéndolas corresponder con
las dos estaciones. En la Sierra de Texcoco no encontramos una suerte de dicotomía
en términos de época de lluvias=muerte, época de secas=vida. Las lluvias son la verda-
dera época viva del año; las secas, un paréntesis de espera. Las lluvias son la vida y la
muerte simultaneas, y las secas, letargo.
Porque es en las tormentas eléctricas cuando el cosmos se recrea en todos los ni-
veles y los seres viven y mueren en un movimiento alternante que parece bastarse a sí
mismo —muriendo y viviendo, viviendo y muriendo—, sin principio ni fin.

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La razzia cósmica.
Una concepción nahua sobre el clima.
Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco
fue editado en el año de 2011 y se terminó
de imprimir en el mes de enero de 2012,
en los talleres de Gráfica Creatividad y Diseño, S.A.,
Av. Plutarco Elías Calles, núm. 1321 A., Col. Miravalle,
Delegación Benito Juárez, México, D.F., C.P. 03580
El tiraje consta de 1000 ejemplares.

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