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Fernando Broncano 1
T
oda identidad, personal o colectiva, tiene una dimensión social en el sentido
de que está situada en un espacio social constituido tanto por las relaciones
que articulan esa sociedad como por los componentes culturales y materia-
les que la hacen posible. Caracterizamos nuestro contexto sociohistórico como
«sociedad del conocimiento», pero tal vez debería denominarse capitalismo cogni-
tivo. Se caracteriza, como su nombre indica, por dos procesos complejos que con-
vergen en un modo de producción caracterizado por estos dos calificativos: «capi-
talismo» y «cognitivo». El término cognitivo se opone a las otras dos grandes
modalidades históricas del capitalismo: el mercantil, del siglo XVIII y gran parte del
XIX, y el industrial, que ha dominado el siglo XX hasta la llegada de la sociedad de
la información. Si observamos la secuencia, cada uno se refiere a un fenómeno que
ocupa el centro nuclear de la producción y reproducción social y económica. No
implica que otras formas económicas no sean importantes, sino que hay una nueva
que está transformando la economía y la sociedad. Así, el capitalismo mercantil no
acabó con la propiedad de la tierra como origen de buena parte del poder econó-
mico, de hecho, ocurrió lo contrario, como en el caso de Inglaterra, donde la aris-
tocracia expropió las tierras comunes. Sin embargo, fueron las sociedades mercan-
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Universidad Carlos III, Getafe (Madrid), fernando.broncano@uc3m.es
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tiles las que constituyeron las nuevas formas económicas y reestructuraron los
viejos imperios basados en el monopolio del comercio. Algo similar ocurrió con el
capitalismo industrial. Moulier Boutang, un gran teórico del capitalismo cognitivo,
observa con perspicacia que Marx y Engels, a mediados del siglo XIX, no dedicaron
su tiempo al estudio de los millones de trabajadores que, como sirvientes o campe-
sinos, constituían la mayoría de la base popular de la Inglaterra de su tiempo, sino
a los veinticinco mil obreros de la industria de Manchester. Sabían que el centro de
la economía había basculado hacia esa forma de organización de la producción que
fue la industria.
La industria estaba basada en una base material y en una social de producción:
la base material la constituyeron las máquinas. Grandes o pequeñas, las máquinas
son sistemas mecánicos de transferencia de energía, de conversión de energía de
unas modalidades en otras: química en mecánica, mecánica en eléctrica…, etc. Las
máquinas generan procesos y producen objetos que se convierten, en el modo ca-
pitalista, en mercancías. La base social fue la organización industrial del trabajo. Se
caracteriza por varios rasgos: en primer lugar, por tener como base fundamental
empresas localizadas espaciotemporalmente de manera bien definida; en segundo
lugar, por una división técnica del trabajo entre trabajadores, convertidos casi en
partes o servidores de las máquinas y una cúpula de técnicos, organizadores y ges-
tores; en tercer lugar, por una organización social del trabajo que estaba determi-
nada por la máquina. Marx había observado que una empresa industrial tenía algo
de cuartel, y tenía razón. Un orden jerárquico que terminaba en la cadena de mon-
taje (como paradigma), donde los obreros se habían transformado, mediante téc-
nicas de ordenamiento de tiempos y movimientos, en sistemas acoplados a la má-
quina. El flujo de energía, desde su extracción hasta la producción final de
mercancías, estaba en la base de esta inmensa estructura social que era la empresa
industrial y sus correspondientes cadenas de empresas de producción, transporte
y distribución.
En el capitalismo cognitivo, por supuesto, ni han desaparecido las empresas
comerciales (todo lo contrario, se han convertido en uno de los grandes sectores
determinantes de la economía) ni mucho menos las empresas industriales, casi to-
das ahora deslocalizadas en territorios menos proclives a la defensa de las necesi-
dades vitales de los obreros. Pero es la producción, distribución y uso del conoci-
miento lo que ha transformado el conjunto de los procesos económicos y sociales.
La producción del conocimiento a la escala en la que se ordena la sociedad del
conocimiento es raramente ya una producción puramente personal. Por el contra-
rio, es una producción social, comunitaria y reticular. Entre finales del siglo XIX y
comienzos del XX la ciencia irrumpió en el conjunto de la cultura y la sociedad pro-
moviendo nuevos modos de crear conocimiento. En 1939, ya en los albores de la II
Guerra Mundial, el científico y filósofo de la ciencia Jon Desmond Bernal escribió
un libro que habría de convertirse en el primer y más importante manual de política
científica. Se titulaba La función social de la ciencia. En su prólogo, observaba Ber-
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nal: «la ciencia ha dejado de ser una ocupación de nobles curiosos o de mentes in-
geniosas apoyadas por patrones ricos y se ha convertido en una industria apoyada
por grandes monopolios estatales y por el propio estado. Imperceptiblemente, esto
ha alterado el carácter de la ciencia, que ha pasado desde una base individual a una
base colectiva y ha incrementado la importancia del aparato y de la administración»
(1967, p. xi). Bernal tenía razón en que la ciencia había transformado la producción
del conocimiento en una nueva forma de producción social. Hijo de su tiempo,
pensaba que esta forma era la industrial. Estaba pensando en el laboratorio como
análogo en el terreno epistémico a la empresa en el económico. Bernal, sin embargo,
no había reparado en que esta aparente «industrialización» de la ciencia era sola-
mente parte de un proceso mucho más profundo y revolucionario.
El final de la II Guerra Mundial y la consiguiente Guerra Fría constituyeron
enormes sistemas de producción de conocimiento que fueron resultado de la con-
vergencia de varios procesos sociales con resultados epistémicos: el primero, la
creación de la universidad de masas. La educación universitaria llegó a nuevas ca-
pas de la sociedad formando una nueva cultura en buena medida determinada por
la ciencia. La universidad, por otra parte, dejó de ser una institución básicamente
educadora para incorporar como objetivo central la investigación. En segundo lu-
gar, se creó un tejido de relaciones institucionales entre laboratorios de empresas,
departamentos universitarios e instituciones estatales. En tercer lugar, la produc-
ción de conocimiento dejó de basarse en la historia intelectual del investigador,
que perseguía sus propios objetivos de forma errática para crear enormes comple-
jos de proyectos movilizadores de numerosos investigadores, ingenieros y gestores.
Por último, llegó la sociedad de la información y las tecnologías de tratamiento
de la información. Se produjo así una nueva modalidad que ha sido llamada «Nue-
va Producción del Conocimiento» (Gibbons et al., 1997), alejada de las formas más
tradicionales de las disciplinas, de la división entre ciencia básica y aplicada, entre
ciencia y empresa, entre sistema científico y político. Aparece así una nueva forma
de economía basada en la organización flexible del trabajo, más articulada por
proyectos, como si fuera una academia, que por procesos de producción tradicio-
nales, orientada a la producción de conocimiento como espacio competitivo, del
mismo modo que la ventaja en precios fue el motor de la sociedad industrial basada
en la economías de escala. La producción y distribución de conocimiento se reor-
ganizó con la llegada de las tecnologías de la información, pero sobre todo esta
reorganización produjo una nueva forma de capitalismo, el capitalismo cognitivo.
El segundo elemento que ha transformado la sociedad contemporánea ha sido
la forma capitalista de organizar la economía del conocimiento. Es necesario, aun-
que sea brevemente, detenernos un momento para señalar el lugar estratégico que
la producción, reproducción y distribución del conocimiento tienen en la nueva
economía.
Se ha caracterizado el capitalismo contemporáneo de numerosas formas, de-
pendiendo de la característica que se haya considerado central. La más usual es la
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Se nos dice constantemente que debemos ser perspicaces, que tendríamos que
ser trabajadores del conocimiento empleados por empresas intensivas en conoci-
miento que hacen negocios en la economía del conocimiento. Nuestros gobiernos
gastan miles de millones intentando crear economías del conocimiento, nuestras em-
presas alardean de su inteligencia superior y los individuos pierden décadas de su
vida montando buenos currículos y, sin embargo, esta inteligencia colectiva no pare-
ce reflejarse en las organizaciones que hemos estudiado. Mucho de lo que ocurre en
ellas fue descrito —a veces por sus mismos empleados— como estupideces. Lejos de
ser «intensivas en conocimiento» nuestras más conocidas organizaciones han deve-
nido en motores de estupidez. Hemos visto con frecuencia cómo gente perspicaz
deja de pensar y comienza a hacer cosas estúpidas, cómo dejan de hacerse preguntas,
de dar razones por sus decisiones, de prestar atención a lo que sus acciones causan.
En vez de pensamiento complejo encontramos jerga sin base, afirmaciones agresivas
o visión túnel. La reflexión, el análisis cuidadoso y la reflexión independiente de-
caen, las ideas idiotas se aceptan como válidas, si hay gente que tiene dudas rápida-
mente sus sospechas se cortan por lo sano. El resultado es que la falta de pensamien-
to se ha convertido en el modus operandi de las organizaciones de hoy día (Alvesson
y Spicer, 2016, pp. 60-69).
Instrumentalismo
Ritualismo Carrerismo
Incrementalismo Autodenigración
Religiosidad Cinismo
Esoterismo Hedonismo
Narcisismo
Historias de vida que uno escucha en la universidad que, con pequeñas varian-
tes, se repiten en todos los pasillos y tiempos de café de las instituciones de la so-
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tion=magazine®ion=rank&module=package&version=highlights&contentPlacement=3&pg-
type=sectionfront&_r=0 (10/08/2018).
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https://www.independent.co.uk/voices/us-isis-air-strikes-civilian-deaths-syria-iraq-america-
no-idea-how-many-dead-the-uncounted-a8066266.html (10/08/2018).
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De entre los varios artículos que componen el libro, es muy ilustrativo el de Richard Harper,
un antropólogo que acompaña en un trabajo etnográfico a un equipo del Fondo Monetario Interna-
cional durante una visita de unos días para examinar las cuentas de un país (Arcadia, en el artículo)
y describe todo lo que son rituales del «accounting», incluidas también qué preguntas hacen y cuáles
no hacen sobre los hechos económicos del país.
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Como otrora las tierras comunes en Inglaterra o las fuentes de materias primas
en los territorios colonizados de los siglos XVIII y XIX, también la información y el
conocimiento están sufriendo un proceso de conversión en mercancía. Este proce-
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Me refiero con este título a un proceso que así es calificado de forma creciente por la prensa
especializada en educación: https://www.timeshighereducation.com/features/is-the-academy-too-clo-
se-to-silicon-valley; http://www.pnas.org/content/111/24/8788; https://policyreview.info/articles/
news/facebook-shuts-gate-after-horse-has-bolted-and-hurts-real-research-process/786; https://www.
theguardian.com/science/2017/nov/01/cant-compete-universities-losing-best-ai-scientists
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caron métodos econométricos a este juego (Zamora Bonilla, 2004), consideran que
la competencia tiende a «garantizar» la calidad y excelencia de los resultados por-
que crea un equilibrio que se refleja en la dureza de los controles que soportan las
publicaciones científicas. El problema filosófico en esta concepción es de dos tipos.
En términos generales, identitarios, se considera que la naturaleza del sujeto
cognoscente es la de una persona que compite por lograr un beneficio personal en
la forma de reconocimiento. Parecería a primera vista que es más realista porque
no se abandona en brazos del mito de que los científicos serían una especie de án-
geles desinteresados que organizan sus vidas en aras de la verdad y que serían
«gente como los demás», que busca su propio beneficio de la forma que sea. Pero
esto es una terrible confusión. No se trata de que en el juego del conocimiento
solamente participen seres generosos y bienintencionados, no. La tasa de distribu-
ción de caracteres morales no es diferente a la del resto de la población. El error
consiste en creer que el juego del conocimiento tan solo puede existir basándose
en un cálculo de beneficios de reconocimiento. Se trata de una equivocación sobre
cómo funcionan las dependencias epistémicas en el trabajo cognitivo. Es posible
que alguien que practique la neurocirugía sea una persona deseosa de enriquecer-
se, puede que solo aspire a ganar mucho dinero y reconocimiento, pero en el mo-
mento en que entra en la sala de operaciones depende de una compleja red socio-
técnica de atención y experiencia de todo el equipo y el valor «de uso» o funcional
de esas dependencias no puede expresarse en el valor monetario o de prestigio. Es
simplemente una relación de dependencia cognitiva, emotiva, funcional y práctica.
Si en la operación cada acción estuviese motivada por su valor de cambio en el
mercado del dinero o de las ideas, el pobre paciente no tendría muchas oportuni-
dades de salir con vida del quirófano.
Aquí reside el núcleo del problema a la vez epistemológico y político de la mer-
cantilización del conocimiento. El conocimiento como producción social, o más
bien como producción individual de seres sociales, se sostiene sobre un tejido que
no puede ser teorizado como un mercado de las ideas sin distorsionar y apantallar
la naturaleza real del trabajo cognitivo. Por eso es tan central en la epistemología
política un reciente debate que se ha llevado a cabo en el ámbito de la filosofía
analítica sobre la naturaleza del testimonio como fuente de conocimiento. Aparen-
temente es un debate un tanto abstruso, pero llega al corazón de la naturaleza so-
cial del conocimiento plantea el problema allí donde debe estar. Para una tradición
que considera que el mérito del conocimiento solamente debe adscribirse al indi-
viduo, y que tiene una concepción atomista de la agencia epistémica, el testimonio
es simplemente aceptar la palabra de otro cuando uno tiene evidencia de que el
otro dice la verdad. En un mundo en el que se sospechan todos autointeresados, el
que acepta la palabra del otro sería el más listo examinando las pruebas de la vera-
cidad. Es una vieja concepción que se remonta a la teoría del sujeto epistémico que
elaboró la filosofía moderna de Descartes a Hume, que solo Thomas Reid se atre-
vió a desafiar. Sostenía Reid con toda la razón que la inmensa mayoría de conoci-
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ideas y no las personas las que se maten entre sí. El paso siguiente en esta construc-
ción lo dio el tan interesante como conservador Michael Polanyi al sostener que las
comunidades científicas reflejaban en su competencia interna entre sus miembros la
lucha por la supervivencia de las ideas. Descubrir por qué esta noción de la historia
de las ideas, científicas o no, es complejo de llevar a cabo, pues implica sumergirse
en muchas reflexiones sobre la naturaleza de las ideas; solamente apuntaré un argu-
mento en contra. Se trata de la constatación del holismo del significado. Las ideas,
los significados para expresarnos con más precisión, dependen unos de otros. Cuan-
do modificamos alguno, sea en su uso, sea en su sentido, sea en su referencia, modi-
ficamos de una forma imprevisible todas las relaciones de dependencia que lo inser-
tan en la red de la palabra. Los significados tienen mucho en común con la vida y
una de las cosas que tienen en común es precisamente la dependencia, la existencia
ecológica. Por eso las versiones baratas del darwinismo son tan peligrosas. Si des-
truimos la especie de las abejas no estamos simplemente sustituyendo una especie
por otras en competencia, posiblemente estemos dañando a todas las especies vege-
tales cuya supervivencia depende de los procesos de polinización que son un sub-
producto del modo de alimentarse que tienen las abejas. Lo mismo ocurre con las
ideas y los significados. La inmensa red de dependencias de significados crea ecosis-
temas semánticos donde proliferan en relaciones de coevolución densas redes de
significados. Así, por ejemplo, «fuerza» fue un término que se transformó cuando
apareció la física newtoniana, mucho más cuando surgió en el siglo XIX la noción de
energía, y aún más en la física cuántica y relativista. Los significados, sostenía el filó-
sofo americano Willard V. O. Quine, son como una red que conecta con el mundo
en sus periferias y transmite cambios imprevisibles e improbables por toda la red,
afectando con el tiempo a los centros, allí donde residen los significados estructura-
les que dan sentido a nuestra existencia.
Los valores de cambio y los mercados, pese a la filosofía atomista que los sus-
tenta, funcionan también de modo holístico y sistémico, pero nunca son una repre-
sentación adecuada de los valores de uso o de los significados en lo que nos impor-
ta ahora. Tienen derivas que dependen de otras fuerzas que no son los usos,
funciones y sentidos. Muchas de las dependencias son ocultas e invisibles. Nadie
cita a Einstein ahora a pesar de que sus ideas están en la base de la física contem-
poránea. El artículo más citado de la revista del primer cuartil de una cierta disci-
plina puede serlo simplemente por un efecto episódico de la moda del momento
sin tener apenas capacidad transformadora en las próximas décadas. Sin embargo,
el modelo del mercado de las ideas confunde redes diferentes y, lo que es más gra-
ve, usa las redes de valor de cambio para ocultar las redes de valor de uso.
Si se tratase solamente de un conflicto de representaciones, la controversia po-
dría quedar en un puro debate intelectual si no fuese porque ha producido trans-
formaciones profundas en las prácticas y, sobre todo, en las identidades. La más
perniciosa de todas ha sido asumir como identidad lo que era una pura relación de
la posición propia en el mercado de las ideas. En el plano institucional, las organi-
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sobre todo, una conciencia generalizada, fruto del activismo de tantas multitudes,
lo que nos ha hecho conscientes de la interdependencia. Desde la escala planetaria
a la corporal, desde la biología a la economía, hoy somos conscientes del difícil
equilibrio de los sistemas, de su fragilidad y de las irreversibilidades que inducen
las consecuencias no queridas de algunos procesos y acciones. El daño que está
causando la mercantilización del conocimiento a estos complejos sistemas se pue-
de pensar en términos ya casi evolutivos.
4. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS