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Citar como:
Guerra, Diego. “La hora de los hornos. Imágenes y palabras en la retórica cremacionista argentina de los
años veinte” en Las redes del arte: intercambios, procesos y trayectos en la circulación de las
imágenes. VII Congreso Internacional de Teoría e Historia de las Artes y XV Jornadas CAIA. Buenos
Aires, Centro Argentino de Investigadores de Arte, 2013, pp. 351-363.
La hora de los hornos. Imágenes y palabras en la retórica cremacionista argentina de los
años veinte
“Sucede con los restos humanos lo que con los retratos de familia”, escribía Eduardo Wilde en
su Curso de higiene pública de 1878. En efecto, unos y otros, señalaba el médico, diputado
autonomista y ocasional comentarista de arte en un pasaje veladamente sarmientino,1
Publicadas en los años fundacionales del higienismo argentino, estas palabras serían retomadas
medio siglo más tarde por quienes se consideraban sus herederos legítimos en la defensa de una
causa cuyo objeto nos resulta hoy tan llamativo como indicador de las articulaciones entre
medicina, reforma social y crítica de arte que tiñeron la conformación del Estado moderno en la
Argentina. Nos referimos a la cremación.
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Reflexionar sobre algunos aspectos de este fenómeno, presente en un soporte tan ajeno a las
publicaciones de temática estrictamente artística como reveladoras del estatuto de la imagen en
la prensa, es el objeto del presente trabajo.
El fuego purificador
El discurso que defendía la cremación desde el punto de vista sanitario ganó terreno en la
Argentina a partir de la década de 1870, cuando los fundadores de la medicina higienista local
se hicieron eco de los debates que, de modo creciente, atravesaban el ámbito científico de los
países centrales. Acciones como la construcción de los primeros hornos crematorios o la
incineración de una víctima de fiebre amarilla en la Casa de Aislamiento en 1884 formaron
parte, a su vez, del complejo proceso de conformación de un Estado liberal y laico que durante
las décadas finales del siglo XIX desató no pocos conflictos, como el que llevó a la ruptura de
relaciones con el Vaticano a partir de la sanción de las leyes de educación pública laica y
creación del Registro Civil en 1884. En ese clima –atravesado también por la reforma del
sistema de cementerios impulsada por el intendente Torcuato de Alvear– la defensa de la
cremación adquirió los rasgos de una verdadera batalla cultural, especialmente desde su
proscripción por la Iglesia en 1886. Ese año se construyeron crematorios en Buenos Aires y La
Plata, y en 1887 Buenos Aires se convirtió en la primera ciudad del mundo en establecer la
cremación obligatoria para los cadáveres no reclamados en los hospitales, así como los de
víctimas de epidemias.3
Fue en este contexto –consecuencia última de la actitud ilustrada ante la muerte caracterizada
por Philippe Ariès, pero también de la creciente importancia de los criterios biologicistas y
médicos en las políticas estatales de control social4– que el movimiento cremacionista
argentino cobró un fuerte impulso durante la década de 1920, cuando fue fundada (en 1922) la
Asociación Argentina de Cremación, conformada por un grupo de médicos, intelectuales y
referentes políticos mayormente integrados a los cuadros medios del funcionariado estatal.
En ese contexto, y en lo que parece haber sido –dada la injerencia de sus miembros en las
reformas a la legislación sobre cementerios y crematorios introducidas en esos años– la etapa
políticamente más fructífera de la Asociación, ésta editó entre 1923 y 1930 un Boletín bimestral
ilustrado, de circulación gratuita y cuyo objetivo principal era concientizar al público sobre las
ventajas de la cremación como forma de disponer de los restos humanos.
3
Heredero asumido de Wilde, Ramos Mejía, José Penna y otros padres fundadores cuya obra
contribuyó a difundir, el Boletín emprendió una entusiasta campaña de difusión a través de la
publicación de artículos, conferencias, estadísticas y otros materiales destinados no sólo a
mostrar las bondades –desde sanitarias y económicas a estéticas– de la incineración de
cadáveres, sino también evidenciar su aval (desde la producción de textos o la simple voluntad
de ser cremado) por una amplia lista de personalidades de prestigio en el mundo moderno,
desde los médicos y escritores mencionados hasta políticos como Juan B. Justo y José
Ingenieros, escritores como Mauritius Maeterlinck y estrellas del espectáculo como Isadora
Duncan.
En ese contexto –y en sintonía con el entusiasmo con que los medios de prensa de la época se
volcaban a la imagen como recurso potenciado por su reproducción mecánica masiva– los
responsables del Boletín prestaron una especial atención a lo visual como herramienta de
persuasión. Atención que se hace evidente en la abundancia y variedad de imágenes con que
ilustraban sus artículos, pero también en la recurrencia con que el lenguaje escrito de éstos –
atento a lo que señala Michel Foucault sobre la irreductibilidad mutua entre palabra e imagen
en Las palabras y las cosas5– completaba y enriquecía su sentido mediante écfrasis, metáforas
y otras referencias fuertemente visuales a los fenómenos descriptos. Esto resulta
particularmente llamativo por el modo en que aun procesos como la muerte, la descomposición
y la cremación son presentados desde la palabra como otros tantos hechos inscriptos en el
terreno de la representación visual e, incluso, en el de la estética, en un lugar que, como se verá
a continuación, resulta tanto o más central a sus argumentaciones como las reivindicaciones de
saneamiento del espacio urbano o la racionalidad económica recurrentemente invocadas.
Desde el primer número los artículos del Boletín aparecen profusamente ilustrados con una
amplia variedad de fotografías, gráficos y dibujos que evidencian la intención de producir una
publicación amena, de lenguaje accesible para un público no iniciado y, sobre todo, persuasivo
desde el punto de vista propagandístico. Así lo explicita un editorial publicado en el último
número, que recuerda que
las publicaciones europeas sobre cremación se reducen a una simple memoria de las
actividades societarias, acompañada de un balance del estado económico (...). Tales
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publicaciones no pueden llenar su verdadera finalidad de propaganda, pues las memorias
de por sí pesadas, no se leen o dicen muy poco (...) los temas deben desarrollarse en
forma sencilla, utilizando palabras fáciles y usuales y tratando de hacer interesantes
tópicos que para muchos resultan no sólo áridos, sino fuera de lugar.6
Esta preocupación por llegar de modo efectivo a un amplio espectro de lectores se traducía en
una cuidadosa presentación visual, como se desprende de la comparación con equivalentes
europeos como el Bulletin de la Societé pour la Propagation de l’Incinération, de frecuencia
anual y, hasta 1939, desprovista de imágenes a lo largo de cuarenta páginas mayormente
dedicadas, como indicaba el editorial, a la minuta de la asamblea anual de la asociación
cremacionista francesa, la actualización de la lista de socios y alguna que otra noticia de
actualidad y estadísticas sobre el tema. El Boletín argentino se diferenciaba claramente de este
panorama ya desde las 7 páginas ilustradas del total de 36 del primer número –relación que
llegará hasta un pico de 41 páginas ilustradas en el total de 108 del penúltimo, sólo siete años
después– y su diagramación sencilla pero dinámica, que permite a la mirada errante del lector
moderno apoyarse en las variaciones tipográficas, los textos destacados mediante recuadros y,
especialmente, un variado repertorio de imágenes.
Los retratos de cremacionistas destacados –Penna, Wilde, Ingenieros, Ramos Mejía, entre
muchos otros– convivían en el Boletín con fotograbados de cementerios, columbarios y
crematorios de todo el mundo, así como con documentos ilustrativos de los ritos funerarios de
otras culturas presentes y pasadas –desde las momias del antiguo Egipto o los enterratorios en
iglesias del Buenos Aires colonial hasta las Torres del Silencio del Bombay contemporáneo– y,
last but not least, registros fotográficos de la predicación con el ejemplo llevada a cabo por los
líderes de la causa cuando, llegado el turno, ordenaban ser cremados en una ceremonia
desprovista de toda pompa.7 A esto debe sumarse los numerosos y detallados croquis, plantas y
alzados de los últimos modelos de hornos crematorios con los que los responsables del Boletín
buscaban familiarizar al público disipando, de paso –como lo hacía el Crematorio Municipal
abriendo sus puertas cada 1 y 2 de noviembre–, el temor popular a la confusión o mezcla de
cenizas; y, finalmente, los cuadros y gráficos de barras que mostraban la evolución estadística
de la cremación en la Argentina y el mundo.
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Boletín las ofrecía en préstamo –al igual que su biblioteca– a todo el que quisiera utilizarlas
para ilustrar conferencias sobre cremación.
Ahora bien, este aprovechamiento del peso retórico de las imágenes se articulaba a su vez con
una recurrente presencia, en los textos impresos, de referencias perceptivas más o menos
explícitas –sonoras, olfativas, táctiles y muy especialmente, visuales– en artículos destinados a
presentar a sus lectores, del modo más vívido posible, los horrores y peligros que implicaba la
descomposición de cadáveres en el marco de las prácticas funerarias tradicionales. En ese
sentido, los colaboradores y editores del Boletín mostraron una clara conciencia de la necesidad
de interpelar de manera efectiva la sensibilidad del público, más allá de la lógica argumentativa
en torno a la falta de espacios en los cementerios o los altos costos de un funeral promedio.
Así, ya el segundo número nos ofrece un claro indicador de la clase de temores que se buscaba
estimular, en un pasaje de José Ramos Mejía reproducido en grandes caracteres en un recuadro
a página completa, y donde se recordaba el anonimato, “el desprecio y el escarnio
inconsciente” con que los obreros del cementerio, embrutecidos por la rutina de su trabajo,
depositaban un cuerpo de cualquier condición social en su tumba “con grandes voces y con
ademanes desagradablemente varoniles”.
hay algo más cruel todavía: imaginémonos por un momento un cuerpo en putrefacción,
azul, verde, lívido, amarillo el rostro y las carnes de los miembros deformados y hasta
en actitudes ridículas por la desigual descomposición de los músculos; el rostro antes
apacible y bello de un anciano de fisonomía dulcísima y amable, hinchado y
brutalmente desfigurado por el edema final de la descomposición, la cara y el cuerpecito
blanco y transparente de un niño querido con la carne perfumada por ese olor peculiar a
las carnes lozanas de los niños, abultado como una vejiga, arrojando por la boca
líquidos inmundos e inspirando la más atroz repugnancia al padre mismo.10
6
Repetido en infinidad de textos publicados por el Boletín, este tipo de argumentación articulaba
el énfasis en el carácter minucioso de la descripción de tales horrores con una plena confianza –
propia del entusiasmo de la prensa ilustrada de la época ante los poderes de la imagen 11– en la
capacidad de persuasión que la sola visión de estos fenómenos portaría en sí misma:
… fue mi padre quien me hizo cremacionista, fue la visión de su ataúd, cuando lo abrí
para reducir sus restos, fue aquello tan horrendo que desde muy joven pensé en las
ventajas de la cremación.12
¡Oh!, ¡si la ley obligara, después de tres meses de ser inhumados, a reabrir todas las
tumbas y asegurarse del estado de los cuerpos! En menos de seis meses la cremación
sería invocada por todos, como libertadora de la putrefacción.13
Un segundo desplegable, inserto en el número siguiente, continuaba en esta línea, aunque con
un recurso tanto más extremo cuanto correlativo de las descripciones citadas más arriba.
Dispuesto de manera de aprovechar los dos despliegues sucesivos de la lámina para el juego de
contraposiciones entre lo oculto y lo visible, el primer pliegue presentaba bajo el título “Lo que
el público ve” la fotografía de un lujoso ataúd cerrado junto a la descripción de sus
características y su costo promedio. Sobre él, recuerda el texto, “los deudos colocan el tributo
de su cariño a la madre, al padre, a la esposa, a la novia, etc., pensando que está ahí dentro,
tranquilo, dormido, bello, hermoso como lo dejó cuando le diera el último beso”.
Y en efecto, al terminar de desplegar la lámina nos encontramos con doce explícitas fotografías
en primer plano, que exhiben otros tantos rostros de personas de ambos sexos en diversos
grados de descomposición.
Dos o tres parecen bebés, el resto, adultos. La mayoría tiene la boca abierta, por la que han
expulsado los líquidos que bañan algunos de los rostros, hinchados y deformados. Un hombre
fallecido diez días antes ya no tiene ojos. Otro, con dos meses, aún tiene cabello, cejas y bigote.
Un cuerpo con cinco meses de muerto exhibe ya una calavera casi limpia, rodeada de la escoria
producto del proceso, mientras que en la mujer de al lado, que lleva tres años, todavía son
reconocibles el cabello largo y suelto, los ojos y buena parte del rostro. Anónimas, todas las
imágenes llevan un pie de foto donde se consigna brevemente el tiempo pasado desde su
muerte –de dos días a tres años– y la causa del deceso.
Tan shockeante como indudablemente persuasiva para sus autores, esta galería de los horrores
de la descomposición continuaba una línea inaugurada en el número anterior, donde –dos
páginas antes de la lámina de insectos y larvas– se contraponía los fotograbados de una momia
antigua, un cadáver moderno en descomposición y una elegante urna sobre una mesa estilo art
déco, junto a epígrafes que comparaban el “espectáculo desagradable y horrendo” que
constituían las primeras, con la “veneración y respeto” inspiradas por las cenizas contenidas en
la última, obtenidas –en una reveladora asociación entre cremación, modernidad y optimización
de los tiempos– “en sólo treinta minutos”. La apelación a la segunda persona (“¿Qué prefiere
Vd...?”) es también aquí el centro de la argumentación.17
8
desde entonces en el Crematorio de la Chacarita, que Baca dirigía en la época de publicación de
las imágenes.
Según marcaba la ley, la totalidad de las cremaciones realizadas en esos años –casi todas
obligatorias según se establecía para los cuerpos no reclamados, así como para los muertos por
enfermedades infecciosas y otros casos de riesgo sanitario– fueron precedidas por la confección
de una ficha donde se consignaba los datos disponibles del difunto (nombre, edad,
nacionalidad, etc.) junto a la fecha y causa de muerte y el diagnóstico del médico tratante. Al
pie de estos datos se adhería una fotografía del cadáver, tomada, por lo que se ve en el único
volumen al que tuvimos acceso, según parámetros análogos a los de las fotos reproducidas en el
Boletín. En nuestro caso, ocho de las doce fotografías pertenecen a cadáveres de un mes o
menos de fallecidos; el resto oscila entre los dos y cinco meses y sólo el último data de tres
años. Las fechas sugieren que en su mayoría se trataría de cuerpos enviados desde los
hospitales –la mitad de las muertes se debe a enfermedades que implican un tratamiento
médico, como cáncer o tuberculosis– y que los más antiguos podrían ser cuerpos exhumados
para su cremación en circunstancias excepcionales pero frecuentes, como el desalojo de una
tumba.
En cualquier caso, este origen de las fotografías añade una interesante dimensión al tinte entre
admonitorio y disciplinario que contienen las políticas de lo visual sostenidas por el Boletín. Si,
como ha sido recurrentemente señalado en los últimos años,19 el género fotográfico de retrato
post-mortem que se desarrolló en casi todo el mundo occidental desde mediados del siglo XIX
ratificaba póstumamente la valoración social detentada por los individuos e inscripta en sus
retratos fotográficos realizados en vida, su contraste con las fotografías estandarizadas de
cadáveres anónimos o abandonados en los hospitales nos remite al doble funcionamiento
propuesto por Alan Sekula para la articulación decimonónica entre retratos comerciales de
estudio y retratos policiales o antropológicos, ligados a una dinámica científico-coercitiva del
poder estatal.20
En sintonía con el double horrible invocado por Bruno Bertherat para la fotografía en la
Morgue parisina,21 el peligro de estigmatización subyacente a galerías de criminales como la de
Bertillon, con sus estandarizados y bien conocidos parámetros de toma (peligro que, para
Sekula, la estética del retrato “honorífico” de estudio buscaba conjurar) pareciera tener aquí su
correlato exacto en la posibilidad de ser fotografiado en circunstancias tan penosas como la de
la eliminación compulsiva e imprevista de las honras encarnadas en el mausoleo, la lápida que
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resguarda la identidad y la tapa del ataúd que protege de las miradas el proceso íntimo de la
desintegración natural del propio cuerpo.
En ese sentido, las fotografías reproducidas por la revista ofrecen un referente visual a las
abundantes evocaciones de sus artículos, no sólo de una “ley que obligue” a los ciudadanos a
contrariar el efecto del rito de transición enfrentándose a los restos putrefactos de sus seres
queridos. Sino también, del fantasma –presente en historias como la de la novia santafesina
accidentalmente forzada a observar a su prometido, a quien meses antes “había visto por última
vez como dormido en el ataúd (...) deformado por la hinchazón y con hedor a podredumbre” 22–
de que circunstancias que somos incapaces de controlar nos conviertan en espectadores de
nuestra propia caída fuera del orden social, encarnada, tras la muerte, en el peor de los horrores
posibles.
En ese sentido puede ser interesante señalar el modo en que la propia cremación es ubicada, en
ocasiones, al interior de estos procesos de representación. Si la comparación de Wilde con los
retratos recordaba la correlatividad entre la desactivación del retrato como inscripción visual
del recuerdo y el incremento de la distancia generacional entre el retratado y sus descendientes,
el artículo de Francisco Frangella publicado en el número 12 destacaba el poder de los
crematorios para perpetuar una memoria de la que sólo nos queda, tras el entierro, “de positivo
tal vez algún retrato [fotográfico] que continuamente se va borrando”.25
10
Esta contraposición entre el carácter perecedero de la fotografía y la invariabilidad temporal de
las cenizas asume un tinte significativamente fotográfico en el texto de Ramos Mejía –aquel de
las “fisonomías dulcísimas y amables” desfiguradas por la descomposición– al señalar que el
fuego del horno “toma al cuerpo todavía con el reflejo de la vida, la forma inalterable, el
rostro tibio de la última caricia impresa en el rostro” y conserva, como si de un baño fijador se
tratara, “incólume e inmaculado ese recuerdo amado”.26
Si, como hemos señalado en otra parte, las reflexiones sobre fotografía de comienzos del siglo
XX con frecuencia asumieron la forma de metáforas, écfrasis y referencias más o menos
sesgadas en textos literarios y científicos cuyo objeto central era otro,27 estas y otras
reflexiones, publicadas en el Boletín y escritas por quienes alternaron el ejercicio de la
medicina con la función pública, el periodismo y la crítica de arte, nos recuerdan la importancia
de profundizar la reconstrucción de las interacciones entre uno y otro campo disciplinar.
Esto resulta particularmente relevante en relación con las implicaciones estéticas presentes en
los artículos del Boletín, fuertemente críticos del “rastacuerismo cosmopolita” que sus autores,
comprometidos con el espíritu modernista de su época, denunciaban en los “ornamentos
propios de confitería cursi”, el “arte que se ostenta (...) del más pésimo gusto” y las
“inscripciones que de todo dicen y a nadie interesan”, tan abundantes en los mausoleos de los
cementerios tradicionales.28
“Cuánto más bella sería”, evoca un artículo cuya utopía higienista anticipa el minimalismo
finisecular del cementerio parque, una ciudad que reemplazara las necrópolis por “parques
floridos, con artísticas obras de arte (sic), con fuentes que refresquen el ambiente en los días de
sol, con hermosos árboles de variedad infinita” y donde veamos “levantarse en medio de ellos
los poéticos montículos columbarios”, sin cruces, mausoleos ni otros recordatorios visibles de
la muerte.29 “Hagamos de cada cementerio un parque”, insiste un pie de página a modo de
lema, mientras otra nota describe las salas del crematorio como una verdadera “exposición de
artículos de arte” donde “se ha puesto tal gusto en la preparación de los cofres, pequeños o
grandes, destinados a guardar las cenizas, que cada uno de ellos es una obra de arte”.30
Conclusiones
Equiparar la antesala de un crematorio con una galería de arte formó parte sin dudas de esta
exagerada proliferación de referencias estéticas con que se buscaba legitimar una modalidad de
11
enterratorios y ritos funerarios mucho más despojada que lo que el público estaba
acostumbrado a ver. Pero la comparación resulta un tanto menos descabellada si recordamos el
entusiasmo con que los cremacionistas argentinos se volcaron, en su afán de aprovechar el
potencial didáctico de la imagen de todas las maneras posibles, hacia la concepción de
proyectos como el del Museo del Crematorio o la sección Cremación del Museo de la Higiene
en el Pabellón de las Rosas de Palermo, nunca concretados, pero que revelan el interés de los
miembros de la Asociación por reproducir las experiencias recientes de exposiciones suizas y
soviéticas, de los que el Boletín daba cuenta en reportajes fotográficos.31 Estas iniciativas de los
cremacionistas se emparentaban con su participación en la creación de museos científicos como
el de la Clínica Obstétrica y Ginecológica, del mismo modo en que el proyecto –no sabemos si
concretado– de Baca de producir una película documental sobre la cremación se enmarcaba en
un amplio contexto de vulgarización científica a través del cine, como lo muestra la exitosa
realización contemporánea de films sobre los riesgos infecciosos de la mosca doméstica, el
cáncer y el paludismo.32
Así, el afán cremacionista por concientizar al público demostró un amplio interés por lo visual
que estuvo lejos de limitarse a la utilización de imágenes propiamente dichas, para echar mano
de una amplia gama de recursos textuales –écfrasis, metáforas y valoraciones de las prácticas
mortuorias desde categorías tomadas de las bellas artes– que acabó por constituir un interesante
muestrario de indicadores del estatuto de lo visual en la conformación de los dispositivos
masivos de puesta en circulación y consumo de imágenes, dentro y fuera de los circuitos
comunicativos estrictamente ligados al mundo artístico.
1
Nos referimos, claro, al episodio relatado por Domingo Faustino Sarmiento en Recuerdos de provincia, cuando las
incidencias de la Revolución de Mayo en la vida privada acarrearon, en el hogar paterno del autor, el desplazamiento de dos
cuadros de santos colgados en la sala al espacio más privado y menos visible del cuarto de su madre. Sarmiento, D. F.
Recuerdos de provincia. Santiago, Julio Belín, 1850.
2
Wilde, E. “Curso de hygiene pública” (1878) en Obras completas – Primera parte: científicas. Volumen tercero. Buenos
Aires, UBA, 1914, p. 232.
3
Ibidem, p. 28.
4
Ariès, P. Essais sur l’histoire de la mort. París, Seuil, 1975 y L’homme devant la mort. París, Seuil, 1977; Salessi, J. Médicos
maleantes y maricas: higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación argentina (Buenos Aires: 1871-
1914). Buenos Aires, Viterbo, 1995.
5
Imagen y palabra, señala Foucault, “son irreductibles una a otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside
jamás en lo que se dice y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se
está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las relaciones de
sintaxis”. Foucault, M. Las palabras y las cosas. México, Siglo XXI, 1984, p. 19.
6
Boletín de la Asociación Argentina de Cremación (en adelante BAAC), 13/14, 1928-1930, p. 46.
7
Cfr. la cobertura de los funerales de José Ingenieros y Juan B. Justo en el número 12, 1928.
8
Cfr. Números 2/3 (1923) y 10 (1926).
12
9
En el número 2/3 (1923) se publica la lista completa de 142 diapositivas.
10
BAAC, 2/3, 1923, p. 6.
11
Lila Caimari señala este carácter instrumental atribuido a la imagen como una característica central de la actitud sostenida
por la primera revista ilustrada de circulación masiva en la Argentina, Caras y Caretas, en la publicación de explícitas
fotografías de víctimas de asesinato de las que se esperaba que, al grabar en la memoria el horror del crimen, contribuyeran de
modo decisivo a la captura y castigo de sus responsables. Caimari, L. Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la
Argentina, 1880-1955. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004. Cfr. también Szir, S. El semanario popular ilustrado Caras y Caretas y
las transformaciones del paisaje cultural de la modernidad. Buenos Aires 1898-1908. Tesis de doctorado en Historia del Arte,
UBA, Buenos Aires, 2012.
12
BAAC, 4/5, 1923, p. 7. Énfasis nuestro.
13
BAAC, 7, 1924, p. 4.
14
BAAC, 6, 1923-1924, p. 6.
15
BAAC, 4/5, 1923, desplegable central.
16
BAAC, 6, 1923-1924, desplegable central. Énfasis, mayúsculas y subrayado en el original.
17
BAAC, 4/5, 1923.
18
Bulletin de la Societé pour la Propagation de l’Incinération, 12, 1893, desplegable central.
19
Ruby, J. Secure the shadow. Death and photography in America. Cambridge, MIT Press, 1995; De la Cruz Lichet, V.
Retratos fotográficos post-mortem en Galicia (Siglos XIX y XX). Tesis de doctorado, Universidad Complutense de Madrid,
2010; Orlando, M. Ripartire dagli addii. Uno studio sulla fotografia post-mortem. Milan, MJM, 2010.
20
Sekula, A. “The body and the archive” en Bolton, R. (Ed.) The contest of meaning: critical histories of photography.
Cambridge, MIT Press, 1992.
21
Bertherat, B. La Morgue de Paris au XIXe siècle (1804-1907). Tesis de doctorado en Historia, Université Paris I. París, 2002.
22
BAAC, 12, 1928, p. 69.
23
Guerra, D. “Deliciosas criaturas sepultadas. El cuerpo femenino y la mercantilización del luto en la Argentina” en X
Congreso Argentino de Antropología Social. Buenos Aires, CAAS, 2011, en http://www.xcaas.org.ar.
24
BAAC, 12, 1928, p. 69.
25
Ibidem, p. 78.
26
BAAC, 2/3, 1923, p. 6. Énfasis nuestro.
27
Guerra, Diego. “A pesar de que la mía es historia… Naturalismo e imaginarios fotográficos en la literatura argentina del
ochenta” en V Congreso Internacional de Teoría e Historia del Arte. Buenos Aires, CAIA, 2009.
28
BAAC, 10, 1926, p. 4.
29
Ibidem.
30
BAAC, 13/14, 1928-1930, p. 26.
31
BAAC, 7 (1924) y 8 (1924-1925).
32
Félix-Didier, P. La mosca y sus peligros, texto inédito, Buenos Aires, 2012.
13