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Capítulo III

El universo estético

1. LAS FRONTERAS DE LA VIVENCIA ESTÉTICA

La descripción que acabamos de hacer puede hallar objeciones. Se nos dirá


quizá que hemos hecho de la experiencia estética un estado psíquico esotérico1
y fantasmal2; que la conciencia común no atestigua algunas de las propiedades
descritas, tales como el rapto del espíritu o el sentimiento de nostalgia, y que,
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cuando éstas se dan, no caracterizan a la vivencia estética como tal.


No es fácil responder a esta objeción, porque uno de los problemas hoy
planteados a nuestra disciplina es este de fijar las fronteras de la experiencia
estética. El análisis de nuestras emociones ante la obra de arte nos revela que
los caracteres descritos se observan tanto más claramente cuanto más alta juz-
gamos la densidad estética de tales obras. Quizá sea poco científico definir un
estado psicológico subrayando lo más extraordinario como lo más caracterís-
tico. Nosotros mantenemos nuestra posición apoyados en que ciertos estados
de conciencia estética son más ricos y complejos de lo que una atención su-
perficial estima; que ahí, en la simple complacencia con que nos detenemos a
contemplar una ánfora griega o a leer una cancioncilla de Góngora, están ya,
implícitamente y como en crisálida, esos caracteres de embeleso absoluto y de
sofocante añoranza que sólo son evidentes en las supremas experiencias.
Por otra parte, al describir la vivencia estética, nos hemos referido casi
exclusivamente a la contemplación, y hemos analizado nuestros sentimientos
al escuchar la Pastoral o al mirar la Pietà de Florencia. Nos hemos ceñido,
pues, a la experiencia contemplativa, una experiencia que implica una alteri-
dad entre el yo y el objeto. Pero ¿toda experiencia estética tiene esta estructura
bipolar y es una especie de confrontación entre un yo contemplador y un ob-

1 J. DEWEY, El arte como experiencia c. 1.


2 I. A. RICHARDS, Principles of Art Criticism c.2.
Plazaola, Juan. <i>Introducción a la estética historia, teoría, textos (4a. ed.)</i>, Publicaciones de la Universidad de
Deusto, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/universidadviusp/detail.action?docID=3214173.
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jeto contemplado? ¿Por qué no calificar de bella toda experiencia de felicidad


que colme nuestra sensibilidad y nuestro espíritu? ¿No es éste el lenguaje del
hombre de la calle, que habla de «hermosas experiencias», de momentos in-
deciblemente bellos? La apuesta de Fausto con Mefistófeles (en la versión de
Goethe) se centraba en su esforzado anhelo de buscar siempre un más-allá y
no decir nunca al momento fugaz de la existencia: «¡Detente, eres tan bello!»,
Los naturalistas de la estética pretenden, efectivamente, poner la experiencia
estética en la alacena de las vivencias caseras. Bastaría, según ellos, velar
para que, a partir de los sentidos animales, se continuara una experiencia que
incorporara sensaciones, sentimientos, imágenes e intuiciones en una perfecta
interacción del organismo con su ambiente3. ¿No será ése el máximo fracaso
de la humanidad, el haber montado esta gigantesca civilización tecnológica
sobre una vida personal verdaderamente raquítica? Quizá bastaría guardar
nuestra actividad de toda dispersión, conservar su calor de densidad orgánica
y vital, evitarle los vacíos y las fisuras mecánicas que abren en esa plenitud de
sus operaciones la rutina, la esquematización, la pereza.
San Agustín enumeraba las artes cuyo resultado coincide con la actividad
misma, agrupando el baile, la carrera y la lucha4. No era, pues, para él tanto
la figura estética del danzante y de sus movimientos en cuanto contemplables,
donde él veía la razón de una clasificación, cuanto la plenitud de una acción
centrada en sí misma, unificando el recuerdo de la acción pretérita y la ex-
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pectación del movimiento futuro en la densidad vital del momento presente.


Tal vez radique aquí también la explicación de las afirmaciones de ciertos
poetas y artistas contemporáneos que intentan «aumentar la conciencia de las
operaciones del espíritu»5 y que, observándose a sí mismos, han confesado
tener más satisfacción en el esfuerzo de realización de la obra artística que en
la obra misma6.
Algunos pretenden que la experiencia del pensamiento tiene su propia ca-
lidad estética. Difiere de aquellas experiencias que son reconocidas como es-
téticas, pero sólo en su materia. La del arte está hecha de cualidades sensibles;
la del pensamiento está compuesta de signos o símbolos que no poseen una
intrínseca calidad, pero sustituyen a cosas que pueden, en otras experiencias,
ser experimentadas cualitativamente. Los clásicos situaban a la lógica, como
una de las artes, junto a la música. Probablemente, eso se debe a que eran
más sensibles que nosotros al hechizo implícito en esa marcha clara, precisa

3 J. DEWEY o.c., p. 22: «El hombre puede hundirse al nivel de las bestias, pero tiene también

la posibilidad de llevar a alturas incógnitas y sin precedentes esa unidad de sensibilidad y del
impulso, del cerebro, del ojo y del oído, que ejemplifica la vida animal».
4 De doctr. chr. II 30,47 (PL 34,57): «Quarum omnis effectus est actio, sicut saltationum

et cursionum et lustaminum: harum ergo cunctarum artium de praeteritis experimenta faciunt


etiam futura coniici; nam nullus earum artifex membra movet in operando, nisi praeteritorum
memoriam cum futurorum expectatione contexat».
5 P. VALÉRY. Cf. «Bulletin de la Soc. Fr. de Philos.» (1928) p. 21.
6 P. VALÉRY, préface de Monsieur Teste: Oeuvres II (La Pléyade) p. 10.
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y cuasi-rítmica del razonamiento buscando su forma. El pensamiento poseído


y conducido hasta la meta constituye ya una especie de poiesis. «Si partimos
del conocimiento y pretendemos que éste se desarrolle a sí mismo íntegra-
mente —escribe un neoescolástico—, no puede hacerlo sin ser estético y sin
recurrir al arte y la belleza... No hay arte sin una plenitud de conciencia y de
inteligencia, no hay conocimiento acabado sin arte. El arte es conocimiento, y
el conocimiento es arte»7.
John Dewey ha desarrollado su tesis naturalista aplicándola igualmente no
sólo a la experiencia mental, sino también a la emocional y a la moral. El
defecto de la moralidad tradicional, según él, fue el haberla presentado como
algo negativo, el no haber presentado el cumplimiento del deber como una ex-
periencia integradora, desde el sentido más inferior hasta el acto volitivo más
sublime y heroico. Nuestro comportamiento es lerdo. Dejamos que las cosas
«nos ocurran», no las dominamos incluyéndolas o excluyéndolas con concien-
cia total y decisión perfecta, con pleno dominio de nuestras facultades. En to-
dos los órdenes, sensible, emocional, volitivo e intelectual, y a un nivel tanto
individual como social, puede y debe darse esa suma e integración de acción
y receptividad, de memoria y esperanza. Incluso, según Dewey, no falta a ese
tipo de experiencia perfecta lo que caracteriza la experiencia estética tradicio-
nalmente concebida: la forma. La forma no es exclusiva de los objetos rotula-
dos como obra de arte. La forma es el carácter de toda experiencia —filosófica,
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comercial, laboral, política, etc.— cuyas partes se ligan entre sí, sintetizando
el pasado y el futuro en el instante presente y llevando a la máxima intensidad
y dando el juego máximo a esas fuerzas que llevan la vivencia de un aconteci-
miento, de un objeto o de una situación hasta su cumplimiento integral.
Dewey se esfuerza en demostrarnos que toda experiencia sobre todo si
es práctica, puede alcanzar valor estético en el momento en que llega a su
plenitud total. Pero la objeción surge espontánea: ¿Con qué frecuencia puede
darse ese cumplimiento total de la experiencia en esta vida mortal? Sin duda
hay instantes de plenitud en cualquier experiencia humana, y justamente se
han desarrollado paralelismos entre la experiencia artística y la experiencia
amorosa, entre la intuición artística y la científica, entre la visión estética y la
mística, etc. El escepticismo nos gana cuando se nos quiere demostrar que esa
experiencia beatífica es o puede ser normal y universal. Nos hace la impresión
de que Dewey recae en la utopía de tantos que han querido convencernos de
la realidad de un ideal. Y la razón decisiva que nos demuestra que esta expe-
riencia no puede constituir el temple general de una vida es que, como obser-
va Morpurgo-Tagliabue, todo el proceso integrador de la acción, en la teoría
naturalista, obliga a considerar y tratar el medio como fin. «Se goza de una
acción realizándola, se la consume en la acción»8, Es el esteticismo. Ahora

7 ANDRÉ MARC, Dialéctica de la afirmación p. 266.


8 L’Esthétique contemporaine p. 212.
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bien, la actitud esteticista es rara por definición. Es rara en muchos intereses


(algunos superiores) al puro gozo de la vivencia estética y porque el hombre
no puede situarse continuamente en esa actitud, que, por lo mismo, debería
llamarse narcisista. Al arte y al vivir estético se le ha llamado el «domingo de
la vida humana»; pero el domingo sólo tiene sentido cuando en la semana hay
seis días que no lo son.
Los naturalistas que reducen el arte a la experiencia perfecta no se dan
cuenta de un hecho elemental para quien considera lo que es el arte respecto a
la vida real: la vida estética libera impulsos y resuelve tensiones que no hallan
liberación ni solución en la vida. Los conflictos que no se concilian en la exis-
tencia real del individuo o de la sociedad, se concilian en el arte. La piedad y
el terror no se equilibran en las tragedias de la vida, sino únicamente en las del
teatro. Si eso ocurre en la vida, no se trata de existencia vivida, sino de vida
contemplada, ni práctica ni estética, sino solamente ambigua. Entre relaciones
existenciales y relaciones estéticas hay una diferencia que ningún empirista
puede suprimir9.
La contemplación de una forma parece, pues, uno de los elementos nece-
sarios y esenciales de una experiencia verdaderamente estética y el que la ca-
racteriza frente a otros tipos de experiencias existenciales. Problema distinto
es el de determinar en qué relación de distanciamiento, fusión o identificación
deben concebirse el sujeto y el objeto. Formalistas, endopáticos o fenomenó-
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logos resolverán este problema de diferente forma, y, según esa explicación,


ensayarán una u otra definición de belleza.

2. LA BELLEZA Y SUS ESPECIES

Las definiciones de belleza han sido tantas, tan variadas y aun tan opuestas
en el curso de la historia del pensamiento occidental, que una opción no tiene
garantías de ser definitiva. La dificultad principal en esta cuestión nace de que lo
que se pretende definir y se designa con los nombres de kalovn, pulchrum, bello,
etc., no es siempre lo mismo en la mente de cada uno. Con demasiada frecuencia
los que discuten sobre lo bello se están refiriendo a cosas distintas10.
Plotino comienza su tratadito sobre lo bello (el libro VI de la primera
enéada) refiriéndose a tres grados o modos de belleza: «Lo bello se halla,

9 MORPURGO-TAGLIABUE, ibid., p. 223.


10 Con humor y con cierto sarcasmo contra la alegre vaguedad terminológica con que se
escribe frecuentemente de temas estéticos, dicen C. K. Ogden e I. A. Richards: «Aun un literato
dándole tiempo, debe ver que, si decimos con el poeta: “La belleza es la verdad, la verdad belle-
za; esto es todo lo que sabes sobre la tierra y todo lo que necesitas saber”, no es necesario que
estemos hablando acerca de lo mismo que el autor que dice: “El pellejo del rinoceronte puede
ser admirado por lo apropiado que es a su fin; pero, como apenas indica vitalidad, se le considera
menos hermoso que una piel que exhibe los cambiantes efectos de la elasticidad muscular”» (El
significado del significado 2.a ed. [Buenos Aires 1964] p. 153).
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