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CADA PERSONA ES UNA HISTO RIA SAGRADA

PRÓLOGO
Es mi deseo de vivir con intensidad lo que me ha llevado a conocer a Jean Vanier y a través de él una nueva visión de la vida, del
hombre y de Dios.
Atraída por su testimonio y sabiduría, decidí ir a descubrir El Arca junto a él, en el lugar donde empezó. Licenciada en Geografía
e Historia, a los veintinueve años dejé mi trabajo en una galería de arte de Madrid y me fui a Trosly-Breuil. Allí he vivido duran-
te un año en una casa con otras diez personas, seis de ellas con una deficiencia mental.
Después de esta experiencia, creo más que nunca en el valor único de cada persona, sean cuales sean sus límites; en la necesidad
de construir una sociedad más humana donde todo hombre sea reconocido y encuentre su sitio ya que todos tenemos una verdad
diferente que aportar.
Las personas con una limitación intelectual me han enseñado que cuando falla la inteligencia se desarrolla más el corazón. A
través de ellos he comenzado a vivir en lo esencial. A ninguno le ha interesado mi profesión, mi situación económica o social. Les
importa más que les escuche, que les ayude a hacer su trabajo en el taller y a escribir una carta a un amigo, que celebremos jun-
tos nuestros cumpleaños, que por las noches antes de dormir demos gracias a Dios por lo que nos da cada día. En definitiva, que
les quie^ ra y que confíe en ellos como ellos confían en mí.
Durante todo este tiempo he vivido momentos muy felices y otros más duros. Lo que más me impresiona de El Arca es ver cómo
a pesar de las dificultades, muchas personas abandonadas por sus familias, sumidas en el dolor y cerradas en ellas mismas, han
empezado a reír y a abrirse a una vida nueva.
Dominique es una mujer, hija única, con una deficiencia mental de nacimiento que le impide hablar. Después de pasar treinta
años sin apenas salir de su cuarto, excepto para ir al taller, no es que fuera muy sociable, ni siquiera le gustaba dar la mano al
saludar. Este año hemos vivido juntas en la misma casa. Por las mañanas iba a despertarla a su cuarto y me acercaba a ella para
darle un beso. Dominique protestaba un poco y se frotaba la cara como si le hubiera hecho daño. A mí me hacía gracia y no me
cansaba de repetirlo. Un día se levantó, vino hacia mí y me dio la mano. Desde hace varios meses, cuando se despierta se ríe, si
está de buen humor, y luego me da un beso. Yo, después de eso, empiezo el día con mucho ánimo.
El espíritu de Jean Vanier expresado en éste y en otros libros como La comunidad. Lugar del perdón y de la fiesta, No temas amar, El
cuerpo roto, Jesús, el don del amor, Hombre y mujer los creó se ha extendido por todo el mundo y en especial en España y América
Latina a través de las Comunidades de Fe y Luz.
Araceli Moreno Mazarredo

AGRADECIMIENTOS
Quiero dedicar un reconocimiento especial a Frédéric Le- noir. Este libro ha surgido de nuestra amistad y de su apoyo. Ha sido
mejorado por su trabajo, sus sugerencias y sus críticas constructivas.
Querría también dar las gracias a Anne-Sophie Andreu, a Yves Breuil, Odile Ceyrac, Jean de la Selle, Daniel y George Dumer,
Gilíes Lecardinal, Marie-Héléne Mathieu, Claire de Mi- ribel, Alain Saint Macary, Xavier Thevenot. Con sus correcciones, suge-
rencias y consejos, todos han ayudado a que este libro sea más vivo y legible.
Quiero darle las gracias igualmente a Laurent Beccaria, de las ediciones Ron, que ha aportado sugerencias importantes para la
mejora del texto.

NOTA DEL EDITOR


La traducción de este libro ha sido cuidadosamente supervisada por el autor para salvaguardar en la edición española la especial
sensibilidad de las comunidades de El Arca hacia las personas discapacitadas. Por deseo expreso del autor se utiliza la expresión
«personas con una deficiencia mental» para referirnos a los miembros de las comunidades de El Arca.

INTRODUCCIÓN
Desde hace más de treinta años, y después de haber sido oficial de marina y profesor de filosofía, vivo en El Arca con hombres y
mujeres que tienen alguna deficiencia mental. La aventura de El Arca comenzó en 1963, cuando un dominico, el padre Thomas
Philippe, me invitó a ir a verle a Trosly- Breuil, un pueblecito que está a cien kilómetros al norte de París, cerca de Compiégne,
para que conociera a sus nuevos amigos, a personas que tenían una deficiencia mental y que vivían en una residencia en la que él
era capellán. Fui y me encontró un tanto incómodo y temeroso con estos hombres débiles y frágiles, heridos por un accidente o
una enfermedad y, sin duda, todavía más por el desprecio y el rechazo. Esta visita también me emocionó. Parecían hambrientos
de amistad y de afecto; se acercaban a mí, preguntándome con palabras o con la mirada: «¿Me amas? ¿Quieres ser mi amigo?».
También me interrogaban con su cuerpo abatido y roto: «¿Por qué? ¿Por qué estoy así? ¿Por qué no me quieren mis padres?
¿Por qué no soy como mis hermanos y hermanas?».
Así fue como me introduje en un mundo de sufrimiento completamente desconocido para mí. Impactado por ello, comencé a
visitar hospitales psiquiátricos, instituciones y asilos; conocí también a padres de personas con alguna deficiencia mental. Poco a
poco fui descubriendo su intenso sufrimiento humano y la inmensidad del problema. En las salas de los hospitales, en esa época,
centenares de hombres y mujeres daban vueltas, ociosos, con el rostro lleno de desesperación pero que se iluminaba cuando se les
miraba como a personas. Esto transformó mi vida.
En un asilo cerca de París, conocí a dos hombres que tenían una deficiencia mental: Raphaél y Philippe. Raphaél, de pequeña
estatura, había tenido una meningitis que le había dejado casi afásico y el cuerpo sin equilibrio. Philippe podía hablar pero, como
consecuencia de una encefalitis, tenía una pierna y un brazo paralizados. Ambos, a la muerte de sus padres, fueron llevados a este
asilo sin que nadie les pidiera su opinión. Después de comprar una pequeña casa un poco deteriorada en el pueblo de Trosly, y
después de haber recibido todos los permisos necesarios de las autoridades locales, invité a Raphaél y a Philippe a que vinieran a
vivir conmigo.
Así comenzó la aventura de El Arca 1. Vivíamos juntos. Todo lo hacíamos en común, la cocina, la limpieza, el jardín, los paseos,
etc. Aprendimos a conocernos. Fui consciente de la profundidad de sus sufrimientos y, en particular, del de haberse sentido
siempre como una decepción para sus padres y su entorno, de no haber sido apreciados nunca o reconocidos en todo su valor
humano. Comprendí que su gran deseo era tener amigos y vivir como los demás, según sus posibilidades.
Siempre existían prejuicios con respecto a ellos. Se les trataba de una forma distante, a veces con piedad, pero más frecuentemen-
te con desprecio. Un ancho muro les separaba de aquellos que eran llamados con un nombre terrible: «la gente normal». Me di
cuenta a priorí de que yo les miraba de la misma forma. No les escuchaba te suficiente.
Poco a poco comprendí que ante todo tenía que respetar su libertad y sus deseos.
Nuestra amistad fue haciéndose más profunda. Éramos felices viviendo juntos. Las comidas estaban llenas de alegría, eran mo-
mentos especiales, verdaderas celebraciones. Nuestro ritmo de vida era sencillo. El trabajo en la casa y en el jardín (más tarde en
los talleres), las comidas, el descanso y la oración. Raphaél y Philippe ya no eran para mí personas con una deficiencia, sino ami-
gos. Me enriquecían y creo que yo también les enriquecía a ellos. Con el paso del tiempo, otros se nos fueron uniendo. Pudimos
acoger a nuevas personas con una deficiencia mental. El Arca empezó a crecer.
Hoy, en esta primera comunidad de Trosly, estamos cerca de cuatrocientas personas: doscientas con alguna deficiencia y dos-
cientos asistentes. Vivimos juntos en una veintena de casas repartidas en varios pueblos; trabajamos en el jardín y en diversos
talleres. Entre las personas deficientes mentales, unos treinta viven en sus casas y vienen a trabajar con nosotros. Los asistentes
son célibes y casados. Cerca de la mitad de ellos están comprometidos de una forma permanente; los demás vienen aquí por pe-
ríodos que varían de tres meses a tres años.
A partir de esta primera comunidad de Trosly, un centenar de nuevas comunidades de El Arca han surgido en veintiséis países,
por los cinco continentes. Todos nos adherimos a la misma constitución que define nuestros objetivos, el espíritu y el sentido de
nuestra vida comunitaria. Las personas deficientes y los asistentes vivimos juntos en pequeñas casas integradas en los pueblos o
en un barrio de una ciudad. Formamos una nueva familia; los fuertes ayudan a los débiles y los débiles ayudan a los fuertes.
En 1971, surgieron las comunidades Fe y Luz. Marie-Hé- léne Mathíeu y yo mismo, con unos amigos, pudimos organizar una
peregrinación internacional a Lourdes para las personas deficientes mentales, sus padres y amigos. Éramos doce mil peregrinos.
Fue una explosión de alegría para todos, sobre todo para los numerosos padres que vivían dolorosamente la marginación de su
hijo o hija, Fe y Luz se hizo cargo de la organización de esta peregrinación. Hoy, en setenta países, hay más de mil doscientas
cincuenta comunidades de Fe y Luz, compuesta cada una de ellas por unas treinta personas: las personas deficientes, sus familia-
res y amigos. Los miembros de estas comunidades no viven juntos pero se reúnen regularmente una o varias veces al mes para
compartir en torno a sus sufrimientos y alegrías, vivir las fiestas y orar juntos. Las comunidades de El Arca y las de Fe y Luz
están centradas, de diferente forma, en la persona deficiente mental, considerada como un ser humano completo, capaz no sola-
mente de recibir de los demás, sino también de dar a los otros.
Tocamos aquí la paradoja de El Arca y de Fe y Luz, paradoja que constituye el centro de este libro. Las personas con una defi-
ciencia mental, tan limitadas intelectual y manualmente, con frecuencia están más dotadas que los demás en el plano afectivo y
relacional. Sus limitaciones intelectuales están compensadas por un hiperdesarrollo de ingenuidad y confianza en los demás.
Viven ajenas a una cierta corrección humana. Estos seres están más cerca de lo esencial. En nuestras sociedades competitivas que
ponen el acento en la fuerza y el valor, tienen más dificultades en encontrar su lugar y parten como perdedores en todas las com-
peticiones. Como contrapartida, dadas su necesidad y su gusto por la amistad, y por la comunión de los corazones, las personas
débiles pueden tocar la sensibilidad y transformar a las fuertes, si estas últimas quieren escuchar bien esta voz susurrante. En
nuestras sociedades fragmentadas y a veces dislocadas, en las ciudades de acero, cristal y soledad, estas limitaciones forman co-
mo un cemento que puede unir a las personas. Entonces se descubre que éstas tienen un lugar, que tienen un papel que desempe-
ñar en la curación de los corazones y en la destrucción de las barreras que separan a los seres humanos y que les impiden ser
felices...
Para reconocer realmente este lugar importante y paradójico de las personas deficientes, tan a menudo rechazadas de una forma
dramática, la experiencia me parece necesaria. Las palabras y la teoría no son suficientes, ni siquiera tos testimonios tienen mu-
cho peso. Lo que digo puede parecer ingenuo, utópico, incluso una forma de compensar una vida difícil, de encontrar un sentido a
lo absurdo. Pero no se trata de palabras. Es lo que he aprendido de la vida.
Esto no quiere decir que la vida en El Arca sea simple y fácil, inada más lejoS de eso! A veces es dura y exigente, pues no se trata
de idealizar a las personas deficientes mentales. Han sido víctimas durante su vida de tantos desprecios y violencias que, almace-
nados en ellas, pueden estallar en cualquier momento, sobre todo al comienzo de su vida comunitaria en El Arca. Es posible que
las angustias y las distintas formas de depresión permanezcan en ellas durante el resto de su vida, pues siempre existen elemen-
tos de sufrimiento ligados a la limitación. Si hay momentos exultantes, igualmente se dan momentos muy penosos.
Estas dificultades tienen a pesar de todo su lado positivo. Ponen de manifiesto, igual que me han revelado a mí y a los demás,
nuestros propios límites, nuestras vulnerabilidades, nuestra necesidad de triunfar y de ser reconocidos, nuestro orgullo, nuestros
bloqueos, todo lo que nos habíamos ocultado a nosotros mismos y a los demás antes de llegar a El Arca. Cuando se vive en co-
munidad con una cierta intensidad de vida relacional, se descubre en seguida lo que se es. i Nada se puede ocultar! Así como
existe en el corazón de cada uno una sed de comunión y de amistad, también hay heridas profundas, miedos y todo un mundo de
tinieblas que nos gobiernan de una forma subrepticia. El reconocimiento de esta parte de sombra, y su aceptación, constituye, me
parece, un primer paso hacia un verdadero conocimiento de uno mismo.
En El Arca tratamos de devolver su humanidad particular a las personas con una deficiencia, humanidad que les ha sido robada.
Se trata de crear un medio acogedor y familiar en el que cada persona pueda desarrollarse según sus posibilidades, vivir lo más
feliz posible y ser ella misma.
Algunos necesitan ser acompañados por psicólogos y psiquiatras. Han llegado hasta nosotros con turbaciones muy profundas.
Desde los comienzos de El Arca, he encontrado a hombres y mujeres competentes que me han ayudado a reflexionar sobre las
necesidades de las personas deficientes. Por eso me inicié en los conocimientos psicológicos y psicopatológicos de una forma
pragmática. Esto me ha abierto nuevos horizontes.

1He llamado a la comunidad «El Arca» en referencia al Arca de Noé que salvó a la familia humana de las aguas. La comunidad
de «El Arca» quiere llevar a bordo a las personas que tienen una deficiencia mental, tan rápidamente ahogadas en las aguas de
nuestras sociedades competitivas.
El padre Thomas Philippe, el que me invitó a Trosly en 1963, ha permanecido en el corazón de El Arca durante veintiocho años.
Siendo sacerdote, ha estado entre nosotros como el representante privilegiado de Dios, manso y humilde, lleno de compasión
hacia todos los miembros de la comunidad, sobre todo hacia los más débiles y enfermos. Estaba muy cerca de todos y era el guía
espiritual de muchos. Él, que durante largos años había sido profesor de teología y filosofía, había captado toda la verdad de las
palabras de san Pablo: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil
del mundo, para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios». Las personas con una deficien-
cia mental, normalmente incapaces de toda abstracción intelectual, con frecuencia son las más aptas para acoger la presencia del
otro; viven más de la comunión que de la competición. El padre Thomas había captado en seguida cómo esta capacidad oculta en
ellos les hacía estar más abiertos para acoger la presencia del Dios de Amor.
La vida en El Arca ha supuesto para mí una experiencia humana y espiritual profunda. Me ha hecho descubrir que el Evangelio
es realmente una buena nueva para los pobres y que la psicología y la psiquiatría pueden ayudar a las personas con dificultades a
encontrar un equilibrio, sobre todo si viven en un entorno verdaderamente humano.
Desde 1980 ya no soy el responsable de la comunidad; mi función ha cambiado. Ahora vivo de forma permanente en un hogar
con personas con una deficiencia pero paso mucho tiempo acompañando a los asistentes, es decir, escuchándoles y ayudándoles a
encontrar un sentido a su experiencia. No he leído muchos libros de psicología, pero he aprendido a escuchar a los demás. Mi
conocimiento del ser humano, de su llamada al crecimiento para «ser él mismo» y superar sus miedos, se ha ido forjando a través
de esta escucha.
Consagro mi tiempo también a ayudar a las comunidades de El Arca y Fe y Luz a nacer y a madurar en distintos países, sobre
todo en los más pobres. Para muchos, la visión de estas comunidades es muy nueva. Los padres se van transformando cuando
descubren que la vida de su hijo o de su hija tiene un sentido, que tienen su lugar en la sociedad y que pueden aportar algo a los
demás.
He tenido el privilegio de conocer numerosas culturas y religiones diferentes, de ver la belleza de cada una. Todo esto me ha
ayudado a descubrir el sentido de nuestra humanidad común y el valor de cada persona.
Este libro pretende ofrecer lo esencial de lo que he aprendido durante estos treinta años. Aspira a ser un libro de antropología.
Soy discípulo de Jesús e intento también poner mi vida bajo la luz del Evangelio. Nacido en el seno de la Iglesia católica, he sido
alimentado por ella, me he enraizado en ella, y amo esta Iglesia. Reconozco, por supuesto, sus límites que son los límites de las
personas. A todos nos cuesta trabajo seguir a Jesús de una forma auténtica.
He podido descubrir también, a lo largo de la vida comunitaria de El Arca y Fe y Luz, la belleza y la verdad que se reflejan en los
discípulos de Jesús que forman parte de otras Iglesias cristianas y en las personas que pertenecen a otras religiones o que no
profesan ninguna. Todos pertenecemos a una humanidad común. Precisamente de ella quiero hablar, sobre todo a partir de mi
propia experiencia.
Mi formación filosófica en la escuela de Aristóteles me ha ayudado mucho a poner en orden mis ideas, a distinguir lo esencial de
lo accidental o secundario. A Aristóteles le gustaba todo lo que afectaba a lo humano. Él me ha hecho estar especialmente atento
no a las ideas en primer lugar, sino a la realidad y a la experiencia. Pero difiero de Aristóteles en algunos elementos de su antro-
pología, sobre todo cuando define fundamentalmente al ser humano como «un animal racional», lo cual excluye de lo humano a
las personas con una deficiencia mental. Yo habría definido ante todo al ser humano como alguien capaz de amar.
El padre Thomas no solamente era mi guía espiritual, sino también un maestro en el plano intelectual. Estaba enraizado en el
pensamiento de santo Tomás de Aquino, aunque muy atento también a las ciencias humanas. Dos psiquiatras, el Dr. Thompson
y el Dr. Próaut, le habían abierto los ojos sobre la importancia, en particular, de la relación madre-hijo en el desarrollo de la vida
afectiva del ser humano. El padre Thomas consideraba esta relación de comunión como el fundamento de toda vida relacional,
como algo esencial para comprender la vida de fe y la vida espiritual. Me ayudó también a situar la comunión en el centro de mi
antropología
Cruzo el umbral del último tramo de mi vida, es decir, la vejez. Estas memorias no son unas memorias. No encuentro en mi exis-
tencia elementos con los que alimentar una novela. Para contar una vida, haría falta describir innumerables jornadas parecidas y
distintas por ínfimas diferencias. Haría falta imprimir sobre el papel los rostros. Entonces la vida ya no estaría ahí. Prefiero es-
cribir, sin perder el contacto con la realidad, lo que la vida me ha enseñado y en lo que creo, para servir a los que buscan, sufren y
aman.

I. Los muros
La primera vez que me encontré con personas con una deficiencia mental, descubrí la realidad de los muros, de esos que encie-
rran, de los que impiden el encuentro y el diálogo. Estos muros se encontraban en primer lugar en los hospitales psiquiátricos y
en las instituciones que visité. Raphaél y Philippe estaban escondidos tras gruesos muros. Les invité a venir a vivir conmigo a
esta pequeña casa que llamé El Arca, en el pueblo de Trosly. Daba directamente a la calle. Philippe y Raphaél daban miedo a
algunos habitantes del pueblo o inspiraban una piedad malsana a ciertos visitantes. En ocasiones me consideraban como alguien
«maravilloso» porque me ocupaba de personas «así». Conforme iba creciendo mi amistad con estos dos hombres, más herido me
sentía ante tales actitudes u observaciones. Poco a poco fui descubriendo hasta qué punto nuestra sociedad rechazaba a los hom-
bres y mujeres con una deficiencia mental, considerándolos como un fallo de la naturaleza, como infra-hu- manos. Se levantaba
un muro psicológico que no permitía que se les considerase como personas. A veces detectaba estos muros en el interior de mí
mismo, cuando no conseguía escuchar a Raphaél y a Philippe.
En 1964, cuando El Arca comenzó, había todavía muchas personas deficientes mentales escondidas en sus casas por sus padres;
los vecinos ignoraban su existencia. Una vez descubrí un adolescente en una granja, ¡encadenado en un garaje! Muchos estaban
encerrados en hospicios, en hospitales psiquiátricos, en sórdidas instituciones. En algunos hospitales existían salas lúgubres en
donde estaban amontonados aquellos que eran considerados vegetales.
Estos muros aprisionaban también a los padres que se sentían culpables a veces, o incluso como castigados por Dios. Muchos de
ellos se sentían excluidos de la Iglesia por culpa de su hijo: no podían ir a misa porque sus hijos harían demasiado ruido y moles-
tarían. En esta época, estas personas estaban excluidas de la comunión eucarística como consecuencia de su deficiencia. A menu-
do se les llamaba tontos. Formaban parte de otro mundo, un mundo sin valor humano, un mundo de anormales.
Un día, un padre vino a visitar a su hijo a mi hogar. En el transcurso de la comida, alguien hizo una observación al hijo y al pa-
dre: «Tenéis los mismos ojos». El padre, un industrial, devolvió la pelota con un tono agresivo: «No, tiene los ojos de su madre».
Como si dijera: «No hay nada en común entre él y yo». Su brutal observación, espontánea y rápida, penetró como un dardo en el
corazón de su hijo, que desapareció de la sala en cuanto terminó la comida. El padre me preguntó dónde estaba. No se había dado
cuenta del daño que le había hecho. Estoy seguro de que creía que lo había aceptado bien. En realidad, el padre seguía profunda-
mente herido por haber tenido un hijo con una deficiencia mental. No llegaba a aceptarlo y era para él una vergüenza personal.
Otro día, un hombre triste, muy normal, vino a verme. Estaba sentado en mi despacho contándome sus sinsabores y sus dificul-
tades familiares, profesionales, financieras... Alguien llama a Ja puerta e incluso antes de que me diera tiempo a responder, entra
Jean-Claude. Algunos dicen que Jean-Claude es mongólico, otros que tiene el síndrome de Down; para nosotros es Jean-Claude.
Es un hombre tranquilo, feliz, alegre (incluso aunque no le guste mucho trabajar). Coge mi mano y me dice buenos días. Después
toma la mano de «Don Normal», le dice buenos días y sale riéndose, «Don Normal» se vuelve hacia mí y me dice: «Qué pena que
haya chicos como éste». En realidad, lo triste era que «Don Normal» estaba cegado por sus propios prejuicios y su propia triste-
za. Parecía incapaz de ver la belleza, la risa y la alegría de Jean-Claude. Se había levantado un muro psicológico entre ellos.
Por supuesto que hay culturas que están más abiertas a los débiles. Pero he encontrado otras muchas en las que se burlan del
débil, lo rechazan, abusan de él, lo maltratan; se le evita y a veces se le deja morir. He visto hospicios espantosos, infestados de
ratas; hombres y mujeres medio desnudos vagando con la mirada triste para morir; centros escondidos lejos de la ciudad, casi
inaccesibles para las familias. Muros tras los cuales se oculta a los indeseables. He visto salas cerradas con llave en centros psi-
quiátricos, en donde un grupo de hombres completamente desnudos esperaban la muerte.
Las personas con una deficiencia mental, y sobre todo las que tienen una deficiencia profunda, se encuentran entre los más mar-
ginados de nuestras sociedades. Francia ha votado una ley contra la marginación de las personas deficientes. Excelente iniciativa.
Pero ha promulgado también una ley que autoriza el aborto de un niño durante todo el tiempo de duración del embarazo de la
madre, si se diagnostica una deficiencia al pequeño que va a nacer. Para el resto, el aborto sólo está permitido durante las prime-
ras quince semanas que siguen a su concepción. En el colegio, para insultar a un compañero se le llama «subnormal»2; la mayor
parte de las mujeres no soportan la idea de estar embarazadas «de un monstruo» (esta palabra se utiliza con frecuencia), y mani-
fiestan su determinación de abortar. Entre los más jóvenes percibo un creciente rechazo hacia las personas, a pesar del hecho de
que otros jóvenes se comprometen realmente con ellas. Cada vez más los débiles son considerados como una carga para la socie-
dad y da cada vez más miedo su contacto.
En algunos países hemos visto la creación de colegios especializados o a veces de escuelas integradas, de talleres para las perso-
nas con deficiencia. Se intenta vaciar las grandes instituciones y los hospitales psiquiátricos. No obstante, las personas conside-
radas reinsertadas se encuentran a menudo solas, perdidas en las grandes ciudades, encerradas en su tristeza, sin comunidad
humana. Los muros físicos han desaparecido pero los muros psicológicos permanecen.
Estos muros construidos alrededor de las personas con deficiencia son sólo la punta más visible de aquellos otros que edificamos
permanentemente para separarnos los unos de los otros.

EL MURO ENTRE FUERTES Y DÉBILES


En efecto, la debilidad da miedo. ¿No es éste el drama de tantos viejos que sienten que sus fuerzas disminuyen? Entonces surge
en ellos la ira, la rebeldía y la depresión. Ya no son personas que atraen con sus encantos y su alegría de vivir. Al contrario, a
causa de su depresión es difícil estar con ellos. Sus hijos se sienten mal al ir a verles pues sus padres critican todo y a veces se
muestran violentos con ellos. Los ancianos se dan cuenta de su agresividad, de su falta de alegría y de paz. Constatar esto no
hace más que aumentar su depresión: «Soy un peso para mis hijos». No tienen razones para vivir y corren el riesgo de encerrarse
en la tristeza, de volverse desabridos.
Pasar de sentirse con fuerzas y con capacidad física a la debilidad y a la incapacidad no es un cambio fácil de asumir. Ya hablare-
mos de esto más adelante en el capítulo dedicado a las edades de la vida. Esta transición implica cambios muy importantes en el
plano humano y es muy difícil de aceptar ya que durante toda la vida se ha querido aparentar ser fuerte, tener un puesto activo e
interesante, ser reconocido, ascender de grado, subir en la escala social. La debilidad aparece entonces como un fracaso. No tener
un puesto o una actividad reconocidos genera un vacío en el fondo del ser. Ese vacío hace surgir la angustia y la falta de confian-
za en sí mismo. Nace entonces un sentimiento de culpabilidad: «Ya no sirvo para nada». De lo alto del pedestal y del triunfo, se
cae en seguida a los abismos. De la exaltación y de la suficiencia, se sumerge rápidamente en las congojas de la depresión, de la
rebeldía, de la desesperanza, con una imagen interior herida.
¿No es ésta la razón por la que, en nuestras sociedades, en las que a menudo la fuerza y el triunfo se perciben como valores su-
premos, se crean tantas casas y hospicios para las personas mayores? No se las puede tener en casa: incomodan. A menudo las
familias no disponen del espacio necesario o no quieren crearlo. Algunas de estas casas o instituciones para ancianos son lúgu-
bres; hay poca animación; los pensionistas se aburren enormemente; no hay actividades organizadas; tienen pocas visitas. En los
países más pobres, los viejos son considerados ancianos que no hay que descuidar pues poseen la historia, son la historia. Tienen
una dignidad particular que apela al respeto. En los países industrializados, los ancianos han perdido su dignidad y su papel;
incomodan, no generan riqueza.
En nuestras sociedades ricas, se levanta un muro entre fuertes y débiles. Todos los que padecen necesidad son vistos ante todo
desde una perspectiva económica. Se ocupan de ellos profesionales, asistentes o trabajadores sociales, educadores, etc. A partir de
ese momento los ciudadanos, individual o colectivamente, ya no se sienten responsables de las personas débiles- de sus propias
familias o de su entorno. Descargan sus responsabilidades en él Estado. Por supuesto, el Estado se apoya en asociaciones priva-
das; promueve el voluntariado, pero, de una cierta forma, el sentimiento de solidaridad se pierde. Y, puesto que los cuidados de
los débiles son caros, llega un momento, en período de Crisis económica, en el que el sistema no funciona. Los débiles son un
peso insoportable; hay que eliminarlos. Son un peso que impide la realización de otros proyectos más interesantes.

EL MURO DE MIEDO EN TORNO A LA MUERTE


Mi hermana, Thérése, ha trabajado como médico durante veinticinco años en el servicio de cuidados intensivos del hospicio St.
Christopher en Londres. Me ha revelado el drama de numerosos moribundos en los hospitales, drama que había incitado a Cecily

2 «Gogole» en el original francés. (Nota del traductor.)


Saunders a crear el hospicio St. Christopher. En efecto, cuando un enfermo entra en fase terminal, llega un momento en el que ya
no se puede hacer nada desde el punto de vista médico: los órganos vitales están irremediablemente afectados. El cáncer se ha
generalizado y nada puede impedir su crecimiento. Los médicos de los hospitales se desentienden ante tales situaciones; a menu-
do prescriben dosis importantes de morfina que evitan el dolor, pero que dejan al enfermo prácticamente inconsciente. Cecily
Saunders reaccionó ante esta situación. Pensaba que el final de la vida de una persona es un momento muy importante y que
había que buscar los medios para controlar el sufrimiento para ayudar a la persona a estar lo mejor posible y a morir con el mí-
nimo dolor, pero estando plenamente consciente. Pensaba que también era necesario apoyar a la familia y a los amigos, ayudarles
a hablar con el enfermo durante las últimas horas, en la verdad, sin ocultarse detrás de ilusiones y falsas esperanzas. La mayor
parte de la gente tiene miedo a la muerte y no quiere hablar de ella. En resumidas cuentas, hay que ocultarla.
Este rechazo a la muerte existe particularmente en América en donde los cuerpos son llevados rápidamente a una sala funeraria
donde se los embellece. No se permite guardar el cuerpo en la casa. Gracias a Dios, en otros países esto no es así; todavía se pue-
de velar y orar en torno al cadáver durante algunas horas, hablar del difunto e integrar la realidad de la muerte en la casa.
En los países más pobres, la muerte es una realidad de la vida cotidiana; no puede ser ocultada, Nacer y morir forman parte de la
realidad humana, mientras que en las sociedades más sofisticadas se intenta ocultar la muerte. Constituye siempre un accidente o
una enfermedad contra los que no se ha encontrado todavía remedio. Es como si la muerte fuera un error; como si no debiera
existir. Se pone un muro entre la muerte y la vida. Freud decía que el que quiere vivir debe integrar la muerte en su vida. No se
puede vivir si, consciente o inconscientemente, se está paralizado por el miedo a la muerte.

LOS MUROS DE LAS PRISIONES


Durante los años setenta, fui invitado frecuentemente a hablar a los hombres, y a veces a las mujeres, encarcelados en las prisio-
nes de Canadá. En una prisión del Oeste incluso pude dar un retiro. Me alojaba en la cárcel, en donde tenía mi propia celda. Por
la tarde, a través de los barrotes, miraba la luna y el firmamento; ime sentía solidario con tantos hombres y mujeres encarcelados
por todo el mundo! Durante este retiro, se me invitó a pasar una tarde en el «Club 21», el club de los hombres que estaban con-
denados por asesinato a veintiún años de prisión o más. Una gran parte de ellos me habló de lo que había pasado. Fui consciente
de que si hubiera nacido en otra familia, con otra educación y en circunstancias parecidas, quizás hubiera hecho lo mismo que
ellos. Ellos estaban ahí, en un mundo sin ternura, un mundo que incita a la angustia, a la violencia, rodeados por un vasto muro.
Por un lado, los condenados, por otro, los justos, que con frecuencia juzgan severamente al hombre
que está en la cárcel. Muchos de ellos han sido condenados prácticamente desde su infancia; provenían de familias desunidas y
violentas, en situaciones de miseria y de paro; muchos eran amerindios, nativos del país, que no consiguieron encontrar un lugar
en esta sociedad occidental tan diferente a su cultura y que se instaló en su tierra.
En otra prisión de Canadá, di una conferencia sobre las personas acogidas en El Arca que han sufrido rechazo, que tienen una
imagen herida de ellas mismas. Hablando de estas personas, sabía que contaba la historia de muchos de los detenidos. Cuando
terminé mi conferencia, un hombre se levantó y comenzó a vociferar contra mí: «Tú has tenido una vida fácil. No sabes nada de
nuestras vidas. A los cuatro años, vi cómo mi madre era violada delante de mí. A los siete años, mi padre me vendió a la homose-
xualidad para conseguir dinero para beber. A los trece años, los hombres de azul (la policía) vinieron a buscarme». Y terminó
gritando: «iSi alguien más entra en la prisión y nos habla del amor, le pisotearé la cabezal».
Me quedé extrañado por el parecido entre las personas encarceladas y las que tienen una deficiencia mental. A menudo todos
ellos viven en instituciones, ocultos tras muros y puertas cerradas con llave para poder controlar las entradas y salidas. La ma-
yor parte de estas personas no ha conocido una vida de familia armoniosa, cálida, segura. Durante toda su existencia llevan los
estigmas de su estado. Así es como surgen en su corazón heridas profundas que llevan a algunas a ser agresivas y violentas, a
otras a ser depresivas, o a permanecer encerradas en sí mismas, con tendencias au- todestructivas, dirigiendo su violencia hacia sí
mismas.

EL MURO EN TORNO A LOS CAMPOS DE REFUGIADOS


Hace algún tiempo visité Eslovénia, ese pequeño país de la ex Yugoslavia, con cerca de dos millones de habitantes:
un país desde muchos puntos de vista homogéneo, independiente desde 1992. El gobierno ha acogido con valentía a decenas de
miles de refugiados de Bosnia. Pude visitar uno de esos campos de refugiados, un pequeño recinto con un centenar de personas
de mayoría musulmana. No tenían nada que hacer en todo el día, salvo sentarse y hablar entre ellos. Había un colegio para los
pequeños, pero nada para los adolescentes. La ociosidad era total. La comida les llegaba de la ciudad ya hecha. Una de las familias
me hizo entrar en su casa: se trataba de una habitación en un barracón de madera. Les pregunté si tenían esperanza. «No», me
contestaron, «nuestro pueblo ha sido totalmente destruido. No volveremos nunca más allí, pues lo hemos perdido todo». Estaba
impresionado por el desinterés de la población local hacia estos refugiados. No existían muros físicos entre el campo de refugia-
dos y su vida, pero sí un gran muro psicológico. Era como si las gentes de alrededor no quisieran conocer esta realidad. Si se
decidían a relacionarse con estos refugiados, a escuchar su historia y su situación, estarían obligados a actuar, a hacer algo, a
buscarles trabajo, al menos a hacerles la vida un poco más humana. Esto requeriría recursos humanos y financieros. Era mejor
ignorar su situación. Y, «de todas formas», me dijeron, «como son musulmanes, no podrían integrarse nunca en nuestra cultu-
ra». Algunas situaciones parecían demasiado inexplicables. Valía más dejar a los pobres en su miseria. Hablo de este campo de
Eslovénia, pero lo mismo sucede de alguna manera en cada uno de nuestros países.

LOS MUROS ENTRE LOS PUEBLOS, RAZAS Y NACIONES


En 1982 se creó una comunidad de El Arca entre los palestinos, en los territorios ocupados. Encontramos una pequeña casa que
pertenecía a Ali y Fatma, no lejos de la mezquita de Betania. Allí acogimos a Rula, luego a Ghadir y después a otras personas con
una deficiencia mental. Durante una de mis visitas a esta comunidad, me di cuenta de una forma brutal del conflicto entre israe-
líes y palestinos, del grueso y aparentemente inexpugnable muro que existe entre estos dos pueblos. Muro de miedo y de odio.
Cuando visité a un amigo judío de Jerusalén, me preguntó si no tenía miedo de vivir entre los palestinos. Tenía una visión total-
mente deformada de este pueblo. Como si, para él, cada palestino fuera una bestia peligrosa, un terrorista dispuesto a matar a
todo el mundo. Para unos, un terrorista es un criminal; para otros es un valiente combatiente en favor de la liberación. Si un día
los combatientes por la liberación toman el poder y legalizan su situación, los otros lucharán contra ellos y se convertirán enton-
ces en terroristas y criminales.
Desde el tejado de la casa de Ali, por la tarde, pudimos ver a los soldados israelíes sobre los tejados de las casas vecinas escru-
tando atentamente los aledaños. Creaban así un ambiente de terror. Eran jóvenes y también ellos tenían miedo. Muchos de nues-
tros jóvenes vecinos palestinos estaban encarcelados; algunos no sabían por qué. Las condiciones de vida en las prisiones eran
intolerables. Existe un inmenso muro entre estos dos pueblos. Después, se ha establecido un proceso de paz. ¿Será posible algún
día una cohabitación?
En 1991 fui a Auschwitz a acompañar a algunos hombres y mujeres jóvenes que me lo habían pedido. Anduvimos a través del
campo número 2, destinado en particular a la exterminación del pueblo judío. Todavía estaban los barracones en donde los hom-
bres y mujeres judíos, reducidos a esqueletos, habían esperado a que se les llevara hacia las cámaras de gas. Sus cuerpos habían
sido después quemados en los hornos crematorios y sus cenizas dispersadas por el campo. Centenares de miles de personas han
muerto en este campo, mártires de su raza. Lo peor fue que los nazis proclamaron esta obra de muerte como una misión de libe-
ración para la humanidad. Con mis compañeros, caminamos en silencio, pidiendo a Dios que arrancara de nuestros corazones
nuestros prejuicios y nuestras capacidades para hacer el mal a los demás, especialmente al diferente y al débil. ¡El ser humano se
encierra tan rápidamente en el odio, el miedo, la envidia, rechazando ver y aceptar la realidad!
En Bosnia hoy, un fuego de odio se enciende entre los serbios, los croatas y los musulmanes. Allí donde los hombres y mujeres
de diferentes razas y religiones vivían juntos más o menos en paz, actualmente causa estragos una guerra civil de una crueldad
espantosa. Los hombres se comportan como bestias salvajes, locos de odio y de deseos de venganza, movidos por el miedo y la
angustia, incapaces de detener las masacres de inocentes en un derramamiento de sangre.
Me quedo horrorizado ante las masacres en Ruanda. Estuve en este país hace ya algunos meses para vivir con las comunidades
de Fe y Luz. Hoy, muchos de mis amigos ruandeses están muertos, arrastrados como briznas de paja por el océano de las pasio-
nes humanas. Matar al otro porque es diferente es querer matar la parte de tinieblas que cada uno lleva dentro de sl
Entre los muros más terribles, nuestro siglo ha conocido el «telón de acero», un muro que aislaba marcadamente, a todos los
países bajo la dominación de la ex URSS. Detrás del telón de acero, un vasto dispositivo policial impedía que la gente se comuni-
cara libremente entre sí, una máquina de propaganda, de mentira, buscaba demostrar que sólo el comunismo era justo y llevaba a
la felicidad. Sólo lo que estuviera conforme con el régimen era verdad; lo que no estuviera en armonía con él era falso. La reali-
dad ha hecho caer este muro, pero durante mucho tiempo ha permanecido en pie, confinando a la gente en el miedo.

JERUSALÉN, CIUDAD DE DIOS Y CIUDAD DE LOS MUROS DEL ODIO


La ciudad de Jerusalén hace daño. Es una ciudad llena de convicciones. Los judíos saben que son el pueblo elegido de Yavé. Los
musulmanes saben que son los benditos de Alá. Los cristianos saben que son los escogidos de Jesús, el Salvador del mundo. Pero
no todo es tan simple. Entre los judíos los hay más ortodoxos y más liberales; entre los musulmanes están los chiítas, los sunitas
y otros grupos que descienden del profeta; entre los cristianos, están los luteranos, los anglicanos, los católicos, los ortodoxos,
los baptistas, los metodistas, los pentecostales, etc. Cada grupo tiene la certeza de poseer la verdad religiosa, la única revelación
de Dios. ¿Existen, pues, muchos dioses? ¿O bien está Él mismo dividido? Jerusalén, la ciudad de Dios, la ciudad del amor, se ha
convertido en la ciudad de la división y del odio. Los muros de Jerusalén son hermosos pero terribles. Nada tiene de extraño
entonces que muchos tiendan a rechazar la religión, viendo en ella la fuente del odio, de la guerra y del desprecio a los demás.
Incluso aquellos que no tienen religión, o los que luchan contra ella, a veces están convencidos de que son ellos los verdaderos
iluminados, pues piensan que es la religión el origen de todos los conflictos en el mundo.
Cada Iglesia grita su verdad y sabe que tiene razón. Todas las Iglesias cristianas tienen a Jesús por Señor, pero a veces parece
que hay tantos Jesús como Iglesias. Me acuerdo, una vez, cuando estaba en la pequeña capilla bajo la basílica de la Natividad en
Belén. Un sacerdote ortodoxo decía la misa. Yo rezaba allí con los peregrinos ortodoxos. En un momento determinado se pasó la
bandeja con panes benditos (no la comunión). Alguien me la ofreció, pero otro gritó: «No, a él no. Es católico». Me quedé absolu-
tamente perplejo. Un poco más tarde, sin que lo supieran los demás, una mujer se aproximó a mí y con mucha bondad, compartió
su pan bendito conmigo. Me impresionó mucho. ¿Cuántos protestantes han sufrido viendo que se les negaba la comunión en una
eucaristía católica, sin que se les diera ninguna explicación?
Las divisiones se producen también en el interior de cada Iglesia y de cada religión. Existen siempre aquellos que, buscando la
rectitud y la integridad de la fe, quieren salvaguardar a todo precio la tradición y sus ritos, la identidad de la religión, las convic-
ciones de la moral. También están aquellos otros, más abiertos, más tolerantes, que ven la importancia del contacto y de la co-
municación con los que no tienen la misma fe y que encuentran en ellos un valor y una luz reales. Los primeros ven su religión
como una fortaleza: los buenos están dentro y los malos fuera; la autoridad es soberana. Los segundos ven la religión por encima
de todo como una fuente que irriga a la humanidad, pero su apertura y su escucha pueden llevar también a una disolución pro-
gresiva de la fe. Estas dos tendencias, que pueden parecer irreconciliables en el corazón de los seres humanos, reflejan no sola-
mente la formación espiritual y teológica, sino también la psicología de las personas. Están los que tienen un carácter rígido, fijo,
conservador, más inseguro; existen otros más abiertos, a los que les gusta el riesgo, incluso lo vago o lo nebuloso, y que tienen
miedo a la autoridad. Cada uno de estos extremos se cree en la verdad y ve al otro como una amenaza. Los dos se creen la elite.
Las luchas entre estos extremos han producido catástrofes históricas, dando lugar a condenas, excomuniones, encarcelamientos
y muertos en la hoguera. Un pastor pentecostal de Moscú me dijo: «Cuando estábamos encarcelados (cristianos de confesiones
diferentes) estábamos unidos. Pero ahora que somos libres, no nos hablamos; otros muros se levantan entre nosotros. Hemos
aprendido a vivir juntos en la prisión, pero no sabemos cómo administrarnos la libertad».
En 1974, organicé un retiro ecuménico en Belfast, en Irlanda del Norte: una treintena de católicos y una treintena de protestan-
tes participaban en él. Ningún católico había hablado hasta entonces con un protestante y viceversa. Entre unos y otros se levan-
taba un vasto muro de prejuicios, de incomprensión, de ignorancia. Cada grupo estaba encerrado en su barrio de la ciudad, evi-
tando todo contacto y diálogo con el otro. Cada uno tenía sus convicciones, sus medios de información y de justificación. El otro
era forzosamente malo, peligroso; nada bueno podía salir de él. No era necesario discutir con él pues «trataría de atraparnos». El
miedo, el miedo suscitado por las falsas informaciones, por las mentiras, manipulado por el odio y por un pequeño grupo sediento
de poder, separa los pueblos, los grupos, crea los muros de los prejuicios. Las atrocidades provocan otras atrocidades; la vengan-
za llama a la venganza. Se produce una espiral de odio.
LOS MUROS ENTRE RICOS Y POBRES
Hace algún tiempo, iba por el metro de París. Un hombre entró en el vagón y se puso a gritar: «Dadme dinero. Necesito dinero.
Si no me dais dinero haré una barbaridad». Yo estaba de espaldas a este hombre, y miraba cómo los viajeros que estaban frente a
mí se enfrascaban aún más en sus periódicos y en sus libros. No querían escuchar el grito de este hombre. Le tenían miedo y
hacían como si no le vieran, como si no le oyeran. Siempre existe una cierta incomodidad cuando se está frente al mendigo o al
pobre que grita. Por esto uno se justifica: «No hay que darle dinero porque lo va a utilizar simplemente para beber o para com-
prar droga». Era seguramente el mismo miedo que llenaba el corazón del sacerdote y del levita en la parábola de Jesús del buen
samaritano3: un hombre fue atacado y golpeado por unos bandidos, en alguna parte entre Jerusalén y Jericó.
Le dejaron medio muerto. Un sacerdote y después un levita pasaron por allí; le vieron, pero continuaron su camino; tenían miedo
de pararse. Un samaritano pasó también por allí, se detuvo y se ocupó de este hombre (en la época de Cristo, los samaritanos
eran rechazados por los judíos ortodoxos por cismáticos).
Todos tenemos miedo del pobre que grita, miedo ante el hombre maltratado que está tendido en la cuneta. Si nos paramos, per-
deremos algo: tiempo, dinero, y quizá algo más; nos van a acusar probablemente de haberlo hecho nosotros... Entonces uno se
justifica diciendo: «No tengo tiempo, y como no puedo darle a todo el mundo, y de todas formas tienen lo que se merecen», etc.
No queremos ensuciarnos las manos. Quizá en lo más profundo sabemos vagamente que el pobre busca la solidaridad, la amistad
y la comunión. Pero nosotros somos pobres en capacidad de amar y en deseo de cambiar. Un muro se eleva de esta forma entre
los que están integrados en la sociedad y los que son dejados de lado, los marginados.
Jesús describe esta situación en otra parábola 4, en la de Lázaro y el hombre rico. Lázaro, un mendigo hambriento, con las piernas
llenas de úlceras, realmente hubiera querido comer las migajas que caían de la mesa del rico. Éste, en su casa, organizaba fiestas
con sus amigos; los perros comían las migajas. Un día muere Lázaro y va al seno de Abrahán, el lugar de la paz y de la dicha.
Después muere el rico y va al lugar de los tormentos. Desde allí grita a Abrahán: «Padre Abrahán, ten compasión de mí y envía a
Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas». Y Abrahán
responde: «Entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no
puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros». Este abismo psicológico entre Lázaro y el rico durante sus vidas continúa exis-
tiendo después de la muerte. El rico no podía ver a Lázaro cuando mendigaba; no le consideraba como un ser humano, como un
hermano que formaba parte de una humanidad común.
En el hinduismo encontramos una concepción fatalista de la sociedad: uno nace en una casta de la que no puede salir; cada uno
tiene su puesto en la jerarquía de la humanidad. Es una forma de justificar una situación de injusticia y de pobreza. Encontramos
algo análogo en el pensamiento griego, sobre todo en Aristóteles. Una especie de muro se establece entre los señores y los escla-
vos; es el orden de la naturaleza, se dice. Hay que dejar que esta situación subsista, si no, nos arriesgamos a crear un desorden.
Desde que se acepta la idea de que cada ser humano es una historia sagrada, que cada persona tiene sus derechos y sus responsa-
bilidades, este muro entre ricos y pobres, este muro que separa y oprime, se vuelve insostenible. Por esto, en algunos países de
América Latina y de Asia, el grito de los hombres sin tierra, sin derechos, se eleva contra las pocas familias que poseen la mayo-
ría de las tierras. En América del Norte, en Australia, los pueblos autóctonos protestan contra los que fueron a apropiarse de sus
tierras, contra los que los han oprimido y les han considerado como inferiores.
En torno al lago Michigan, sobre el que está situada la ciudad de Chicago, existe la «Gold Coast», la Costa de Oro. Está formada
por construcciones superlujosas, siendo el barrio de la gente más afortunada de la ciudad. Pero a pocas calles de allí, en el inte-
rior de la ciudad, se encuentra el barrio del pueblo negro, de casas destartaladas, de calles sucias: un mundo roto, un mundo de
violencia. Entre los barrios ricos y el gueto negro, existe un gran muro. La gente de los dos barrios no puede comunicarse entre
sí. El miedo les impide hacerlo. Los ricos tienen el poder y la policía; tienen miedo de ese mundo de pobreza. ¿Quizá se sienten
culpables de su riqueza? Los pobres viven a menudo en un mundo de depresión y de ira. Los ricos parecen ser los benditos de
Dios, y ellos los malditos, abandonados a la violencia, a la miseria y a la muerte.
En nuestra época, en todos los países, aumenta el sufrimiento terrible de los parados, de esos hombres y mujeres que pierden a
veces toda confianza en sí mismos, en su capacidad de seres humanos. Se sienten cansados. A veces van de fracaso en fracaso, de
rechazo en rechazo. Ante sus hijos sienten vergüenza de sí mismos. Un muro de tristeza los envuelve.
Se dice en los salmos (libro de la Biblia) que Dios escucha el grito del pobre. Nosotros, seres humanos, tenemos un miedo terrible
a ese grito que nos saca de nuestro confort, de nuestra seguridad y de nuestro bienestar. Evitamos a los pobres; no queremos
mirarles. Un responsable en un país de África me dijo cuando le expliqué lo que era El Arca: «Está bien que hayáis venido a
nuestro país. Hacía falta que retirarais a los locos de las calles de la ciudad». El pobre molesta, incomoda. Despierta en nosotros
sentimientos ambivalentes de piedad, de ira, de malestar interior y, tal vez, una cierta culpabilidad más o menos confesada. El
pobre revela nuestro egoísmo, nuestra pobreza humana, nuestro rechazo a ser solidarios. No es extraño que el rico se defienda e
intente esconder a los pobres tras los muros.

EL MURO DE LA COMPETITIVIDAD: SER EL MEJOR


En el colegio, como en cualquier otra parte en Ja cultura occidental, se me incitó a ser el primero. Hay que ser el mejor tanto en
los estudios como en los deportes. En la marina era necesario que me esforzara para sobresalir, para ser apreciado por los supe-
riores, para ganar y triunfar siempre, para recibir su admiración y ser promocionado, lo cual proporciona ciertos privilegios y un
salario más elevado. Cada individuo es responsable de su propio éxito.
Efectivamente la competitividad tiene sus ventajas: el deseo (la necesidad) de ser el primero nos lleva a realizar esfuerzos, a ir
hasta el límite de nuestras fuerzas. Esto permite luchar contra la pereza o contra un cierto dejarse llevar. La competitividad
activa las energías; favorece el desarrollo de las posibilidades del ser humano y, por eso mismo, las posibilidades de toda la socie-
dad y de toda la humanidad. Pero si algunos ganan, la mayor parte pierde. La cultura lleva entonces a despreciar o a rechazar a
los que no triunfan, a los que no pueden triunfar. La fuerza, la capacidad y la perfección pasan a ser los únicos valores. El que no
puede triunfar carece de valor; está descartado. Éste desarrolla entonces una imagen herida de sí mismo, se desanima y se siente
incapaz, impotente, sin valor.

1 Evangelio según san Lucas 10, 29.


4
Ibid., 16, 19.
Aristóteles dice que cuando un ser no se siente amado, necesita hacerse admirar. Si no se es ni amado ni admirado, es como si
uno muriera. El ser humano necesita la mirada de los demás, de esos que aprecian, que aman, que admiran, que confirman. Si esa
mirada faltase, o si nos despreciara, si fuera temerosa, nos rechazase, o no nos mirase (como si uno no existiera), entonces se
produciría un vacío, una angustia y una depresión. Estamos dispuestos a todo para encontrar una mirada que nos confirme y nos
dé valor.
Un amigo sacerdote, capellán de prisión, me habló de un preso que, un día, le preguntó: «¿Te gusta decir misa? ¿La dices bien?
¿Te gusta predicar? ¿Predicas bien?». Mi amigo le había respondido afirmativamente, un poco molesto por todas estas pregun-
tas. Entonces el preso le dijo: «¡Bien, yo soy el mejor ladrón de coches de Cleveland, y me gusta eso!». Si uno no se siente amado
y admirado por las fuerzas del bien, tratará de ser admirado por las fuerzas de la destrucción, y hasta del odio. iLa necesidad de
ser el más fuerte y el mejor ante los demás es muy poderosa en el corazón humano! Es una cuestión de vida o muerte.
Se tiene el deseo de ganar personalmente un premio. También se quiere que el equipo al cual uno pertenece gane. Para estar
convencido, basta ver con qué pasión algunos hombres ven en la televisión un partido de rugby o de fútbol. Gritan, aplauden,
lloran, viven mil emociones viendo a su equipo echándose sobre ese pobre trozo de cuero lleno de aire, para ganar o para perder.
Las competiciones deportivas a veces son de una belleza excepcional; son de una perfección soberbia. Muy a menudo, no obstan-
te, buscamos no la belleza, sino la identificación con el equipo que gana.
Iba un día con Nadine por las calles de Tegucigalpa, en Honduras. De repente, todo el mundo en la calle parecía volverse loco,
saltaban de alegría, se abrazaban. Nosotros no comprendíamos nada. Poco tiempo después Nadine me recordó que Honduras
jugaba al fútbol contra Guatemala. ¡Toda esa gente sobreexcitada estaba escuchando el partido en la radio!
Cuanta más carencia existe de identidad personal y de éxito, más se hunde uno en el fracaso, más necesidad hay de identificarse
con un grupo, con una clase social, un país, una raza o una religión que gane. El amor a la nación, a la raza o a la religión pueden
convertirse en un poder colosal para despertar las energías de los individuos y llevarles a la lucha, incitarles a utilizar todas sus
fuerzas para que el grupo de pertenencia gane y supere al otro.
La necesidad de ganar y de triunfar puede estar también unida al deseo de tener una función que dé privilegios, ejercer el poder,
imponer su voluntad a los demás. De esta forma, algunos ejercen el poder con el único deseo de mostrar su superioridad. Para
tener la sensación de vivir, necesitan que su poder sea claramente significativo. Ejercen el poder gritando, rechazando toda per-
misividad o concediendo permisos sólo para tener éxito. Ejercen el poder no para conseguir el bien, el desarrollo y el crecimiento
de los demás, sino para su propia gloria. Es uno de los peligros que acechan a los que quieren trabajar con los débiles: la necesi-
dad de sentirse superiores, de imponer su plan, su visión, su libertad y su superioridad.
La necesidad de ganar es tal, en general, que los más pequeños desacuerdos pueden degenerar en querellas ásperas y fútiles.
¡Cuántas discusiones hoscas sólo para demostrar que se tiene razón, y todo por cosas insignificantes! ¡Cuántas disputas entre un
marido y su mujer para demostrar que «tengo razón, y tú estás equivocado»! Sentirse impotente, estar equivocado, no triunfar,
llevan consigo un sentimiento de muerte. A veces estamos dispuestos a hacer trampas, a mentir, a utilizar toda suerte de medios
injustos e ilegales para conseguir el poder, para ser influyentes y ser reconocidos y considerados.
Esta forma de hacer trampas y de mentir para conseguir el poder y conservarlo a cualquier precio se manifiesta particularmente
en la vida política que degenera rápidamente en una lucha y en una competitividad entre partidos y candidatos. Se trata de enga-
ñar a todo el mundo, aparentar lo que haga falta con tal de obtener y conservar ese poder. Por esto los que ostentan el poder son
inaccesibles; se esconden tras sus secretarias, los jefes de gabinete, la gente que los protege, a veces para ocultar sus incompeten-
cias, su pobreza humana, su incapacidad de estar a la escucha o de utilizar el poder para servir a los demás según un fin determi-
nado.
Para algunos, la necesidad de poder parece ilimitada. Quieren extender su imperio, su radio de influencia. Los dictadores, los
jefes de la mafia son los ejemplos más evidentes de ese deseo desenfrenado de mandar, de ser como Dios y de no someterse a
nadie. En muchos de estos seres humanos se esconde un pequeño dictador. Quizá sólo ejercen el poder en un grupo restringido,
con sus propios empleados, su mujer, su marido, sus hijos, pero el dictador está ahí, dispuesto a emerger para reinar, controlar,
ser superior.
Un ancho muro separa a los que han triunfado de los que han fracasado, al hombre rico y a Lázaro. Por un lado, la vida, por el
otro, la muerte. Y es necesaria la vida a cualquier precio, incluso a costa de la verdad, de la justicia y de la compasión. Vale más
eliminar al contrincante, hacer ver que es malo, infundir sospechas sobre su moral y su vida privada, humillarle, para ganar. Pero
el número de los que están en el lado malo del muro no deja de crecer; se van uniendo. Su ira ante la injusticia se vuelve tan
grande que un día la violencia estalla. Los oprimidos toman el poder. No obstante, a su vez, oprimen a los que les han oprimido,
hasta el día en que los nuevos oprimidos hagan la revolución, y así es como la historia de la humanidad va cosechando siempre
nuevas violencias.
En nuestro universo, existe lo alto y lo bajo, el sol y la tierra, lo bello y lo feo. Inmediatamente, los seres humanos se dividen en
puros e impuros, en buenos y malos, justos y pecadores, capaces e incapaces. Un muro los separa. Los hijos de los buenos no
deben jugar con los hijos de los malos. En el lado de los puros se desarrolla un sentimiento de superioridad y de orgullo. En el
lado de los impuros, de los alcohólicos, de las personas drogadictas y de aquellas que viven una sexualidad alterada, crece un
sentimiento de culpabilidad, de confusión, de desesperación y de depresión. Tienen una imagen rota de sí mismos.
Actualmente, el sida es la enfermedad de la vergüenza. El hermano de un asistente de El Arca murió de sida un Viernes Santo,
hacia las tres de la tarde. Su padre se había negado a verle desde que tuvo conocimiento de su enfermedad. Un muro de vergüen-
za los separaba.
Quizá todos conozcamos esta historia: un jefe de una empresa grita injustamente a uno de sus empleados. Éste se siente lastima-
do, herido, pero no se atreve a responder; vuelve a su casa muy enfadado. La comida no está preparada y se enfada con su mujer,
proyectando sobre ella sus angustias e iras. Ella, a su vez, no se atreve a contestar; encuentra a su hijo cogiendo cualquier cosa
en el frigorífico y le grita. Él se calla, sale a la calle, y da una patada a un perro. La agresión se comunica así de persona a perso-
na, de grupo a grupo, de generación en generación. Provoca un miedo que a su vez suscita un deseo de destrucción. Siempre
existe un último que no puede responder; recibe la agresión de los demás y se calla, lastimado. Ésta es, con frecuencia, la situa-
ción de las personas con una deficiencia mental.
EL MIEDO A LA DIFERENCIA
Casi todos formamos parte de un grupo de gente que comparte las mismas convicciones y los mismos valores. Cada grupo (na-
cional, racial, político, religioso o antirreligioso) se considera el mejor, el poseedor de la verdad. Los otros son más o menos re-
chazados, están equivocados. Un muro nos separa de ellos. iEs tan fácil juzgar al otro pero tan difícil tener un juicio sobre uno
mismo y sobre su propio grupo! Lo diferente, lo extraño, incomoda. Lo que el otro vive, sus convicciones, sus apreciaciones de la
realidad y su forma de abordarla, sus costumbres, sus tradiciones, su lengua, sus valores religiosos son tan diferentes, que nos
molesta entenderlos, respetarlos y, sobre todo, integrarlos. Las convicciones de los que son diferentes cuestionan nuestras pro-
pias convicciones, nos hacen vacilar y siembran la duda. Y cuanto más hemos creído encontrar la vida en el sentimiento de nues-
tra propia superioridad, alimentándonos de ilusiones sobre nuestra bondad o sobre nuestro sentido de la verdad, más nos hemos
encerrado en la negativa a contemplarnos tal como somos, y más nos incomoda el extraño, el diferente. No queremos escucharle
de verdad, con un corazón abierto; si le escuchamos, es con suspicacia y con temor, interpretando sus palabras con un juicio pre-
concebido.
Estos miedos que surgen de la diferencia pueden darse entre el hombre y la mujer y entre las distintas generaciones: los padres
saben lo que es bueno para sus hijos; los adolescentes, por su parte, juzgan a sus padres; no quieren escuchar de ellos lo que de-
ben hacer; quieren actuar libremente. De esta forma, los muros se levantan entre las personas y los grupos.
Cada grupo, cada religión, cada raza, cada nación, cada persona, tiene necesidad de afirmar que es el mejor, la elite, el único que
posee la verdad, como si nuestro mundo estuviera realmente regido por las leyes de la competitividad, de la rivalidad; cada uno
quiere crecer, afirmarse, demostrar que es el primero y se arma de argumentos, incluso de metralletas y de bombas pará demos-
trarlo.

LOS MUROS QUE PROTEGEN


Los muros no son solamente realidades negativas que separan y dividen a los seres humanos. También protegen la vida y permi-
ten que crezca. El seno materno protege al pequeño ser que acaba de nacer. Los muros de una casa amparan la intimidad y la
vida de una familia; aportan seguridad. Cada persona, para vivir y prosperar, necesita un espacio privado, un espacio de soledad;
necesita defender la vida, sobre todo en los momentos de debilidad, de cansancio y de enfermedad. En general, el ser humano
tiende a protegerse, a menudo inconscientemente, de toda situación que pueda ponerle en peligro psicológico. Nos invade el
pánico si nuestro espacio privado es violado, si un extraño se acerca demasiado a nuestro cuerpo, a nuestro ser y a nuestra tierra.
Los muros protegen la vida. Y es necesario admitirlo, existen fuerzas hostiles en nuestro universo, en nuestras sociedades, de las
cuales hay que prevenirse.
De la misma manera, para vivir humanamente es necesario tener una identidad, pertenecer a un grupo que comparta los mismos
valores y que aporte una cierta seguridad. Sin esta identidad, ¿qué somos? Nos disolvemos en el caos, o en lo que los demás quie-
ren que seamos; no existimos. A veces hay que ayudar a las personas a descubrir y a profundizar en su identidad, escondiéndose
tras los muros. En seguida podrán abrirse paulatinamente a los demás.
Si los muros ponen a un individuo al abrigo de una violación o de una invasión, también protegen a los demás de sus propios
deseos destructores y de sus pasiones instintivas; impiden que la violencia vaya más allá de sí mismos. Las personas sin barreras
interiores son demasiado vulnerables; su violencia puede exteriorizarse con excesiva rapidez y hacer daño. Por este motivo, en
los hospitales psiquiátricos y en las prisiones ciertamente humanas y terapéuticas estas barreras pueden ser necesarias para cui-
dar a algunas personas y devolverles el sentido de su dignidad humana.
El peligro consiste en transformar los muros necesarios para la protección, la profundización y el crecimiento de la vida en mu-
ros de miedos, de intolerancia y de prejuicios. Así, el gran desafío para el ser humano consiste en discernir cuándo es necesario
mantener los muros protectores de la vida y cuándo hay que destruirlos para acoger a las personas diferentes y llegar a un enri-
quecimiento mutuo. ¿Cómo conseguirlo? ¿Cómo descubrir nuestra común humanidad en medio de todas nuestras diferencias?
Éste es el tema de este libro.
Me gustaría explicar ahora cómo el ser humano está hecho para la comunión y la paz e intentar comprender por qué surgen los
muros interiores. Porque los muros exteriores existen sólo para proteger los interiores. Estos muros, e incluso las barreras de
los prejuicios y del odio, no son estáticos, inmóviles, fijos; son los muros del temor y de la vida. Y la vida crece, está en movi-
miento; el miedo puede desaparecer. El muro que protege, en un momento determinado, puede convertirse en una muralla que
impide el desarrollo de la vida; y este muro que impide la vida puede desaparecer bajo el impulso de la confianza que renace.
Uno de los muros que más me impresionan es el que se construye en torno al corazón y al espíritu de la persona llamada
«psicótica». Este muro parece grueso, está hecho para proteger a la persona de las angustias insoportables provocadas frecuen-
temente por la relación con los demás. Un enfermo que sufre una psicosis oculta a menudo en lo más profundo de sí mismo una
vida particularmente rica, una sensibilidad poco común. Si esta persona está en un medio adaptado y encuentra el apoyo y la
ayuda necesarios, estos muros se vendrán abajo. La comunicación podrá ser restablecida.
El muro de Berlín desapareció sin necesidad de ningún disparo. Se derrumbó como algunos muros ruinosos, con la fuerza de la
vida y el impulso de la libertad. El muro del apartheid cayó con la fuerza de miles de hombres y mujeres como Mandela y De
Klerk, que creyeron en la libertad humana y en la comunión universal. Igualmente, está comenzando un serio proceso de paz
entre Israel y los palestinos.
En un pueblo en donde está establecida una comunidad de El Arca, había un hombre difícil, yo diría terrible. Parecía que odiaba a
las personas y a la comunidad misma. Nos gritaba y nos amenazaba. Daba miedo arremetiendo con su tractor contra la gente.
Un día, Nicolás, un hombre con una deficiencia, fue a verle para pedirle que se ocupara de su conejo durante las vacaciones. Él
aceptó. De esta forma se creó un vínculo. Paulatinamente, este hombre fue cambiando y ahora, ocasionalmente, viene a comer a
la comunidad. Los gestos amenazadores se han ido convirtiendo en gestos de amistad y de acogida. Los muros de odio y de mie-
do han desaparecido para ser reemplazados por una corriente de confianza.
II. COMUNIÓN Y HERIDA

1. LA SED DE COMUNIÓN
En mi vida ha habido tres momentos muy diferentes desde mi infancia. A los trece años, entré en la marina y pasé ocho años en
ese ambiente militar en el que la debilidad estaba desterrada, en el que era necesario ser eficaz, rápido, y ascender de grado. Más
tarde dejé ese mundo y se me abrió otro: el del pensamiento. Estudié filosofía durante muchos años. Hice el doctorado sobre la
ética aristotélica y me dediqué a la enseñanza. También allí la debilidad, la ignorancia o la incompetencia estaban proscritas: era
también un mundo de eficacia. Después, en el tercer período, descubrí a las personas débiles, a las personas con una deficiencia
mental. Quedé profundamente convulsionado por este vasto mundo de pobreza, de debilidad y de fragilidad. Entonces hice girar
mi vida hacia este universo de sufrimiento. Dejé de lado mis ideas sobre el ser humano para descubrir lo humano, lo que es ser un
hombre o una mujer.
Fui impactado profundamente en mi corazón por estos hombres, por su dolor, por su grito por ser considerados, respetados,
amados. Acogiendo a Raphaél y a Philippe, descubrí lo que era la comunión. Raphaél y Philippe no querían vivir con un antiguo
oficial de marina que da órdenes a todo el mundo y se cree superior. No querían vivir tampoco con un ex profesor de filosofía que
creía que sabía algo. Ellos querían vivir con un amigo. Y qué es un amigo sino alguien que no me juzga, no me abandona cuando
ve mis debilidades, mis límites, mis heridas, mis incapacidades y todo ese mundo roto que hay en mi interior. El amigo es el que
ve mis recursos, mis posibilidades, y quiere ayudarme a desarrollarlas. El amigo se siente simplemente feliz al vivir conmigo. Me
transmite su alegría.
Viviendo con Raphaél y Philippe, esos dos hombres tan frágiles, tan débiles, que han experimentado tantas veces el rechazo, he
descubierto la sed de comunión del ser humano. Lo verdaderamente importante con Raphaél y Philippe no eran la pedagogía y
las técnicas educativas que podía aplicar para ayudarles a ser autónomos y capaces de trabajar, sino mi actitud ante ellos. La
forma de escucharles, de mirarles con respeto y amor; la forma de tocar sus cuerpos, de responder a sus deseos; la manera de
celebrar y de reír con ellos. De esta forma era como ellos podían descubrir poco a poco su belleza, que eran valiosos, que sus
vidas tenían sentido. Durante muchos años sus padres y la sociedad les habían tenido compasión y les había dado a entender que
eran una decepción para ellos, que no tenían ningún valor humano, que eran un fallo de la naturaleza. Viviendo con ellos, trans-
mitiéndoles mi alegría, podían descubrir su unicidad, su belleza fundamental y así volver a tener confianza en sí mismos, tal y
como eran. No tenían ninguna necesidad de ser distintos a sí mismos para ser apreciados. Esto suponía un cambio radical para
ellos, un renacimiento. Pero también para mí, pues por mi cultura y mi educación era un hombre competitivo, no un hombre de
comunión. Necesitaba una conversión profunda: pero como toda conversión, todavía no ha terminado.

COMUNIÓN, GENEROSIDAD Y COLABORACIÓN


De esta forma descubrí que la comunión es muy distinta a la generosidad. La generosidad consiste en arrojar semillas de bondad,
en hacer el bien a los demás, en ejercer las virtudes heroicas, en dar dinero, en dedicarse a los demás. El generoso es fuerte, tiene
poder, hace pero no se deja tocar, no es vulnerable. Tiene una tarea que cumplir, De la misma manera, la comunión es distinta a
la educación o a la pedagogía. En la educación, si no está fundamentada en la comunión, se ayuda y se educa al otro; pero el que
educa se queda como superior. Él sabe, el otro no.
En la. comunión uno se vuelve vulnerable, se deja tocar por el otro. Se da una reciprocidad: una reciprocidad que pasa por la
mirada, por el tacto. Es un tomar y dar amor, un reconocimiento mutuo que puede hacer brotar la celebración y la sonrisa ó
puede llegar a lo profundo con la compasión y las lágrimas. La comunión se fundamenta en una confianza mutua en la que cada
uno da al otro y recibe en lo más profundo y silencioso de su ser,
He descubierto igualmente que la comunión es muy distinta a la colaboración o a la cooperación. En la colaboración, podemos
ser colegas que actuamos juntos con el mismo fin: por ejemplo, en una empresa se trabaja juntos en función de un objetivo co-
mún, pero no hay necesariamente comunión entre las personas. En la comunión, se hacen quizá cosas juntos y se colabora, pero
lo importante no es concretamente tener éxito, sino estar juntos, llevar la alegría al otro, cuidar del otro. Raphaél y Philippe me
hicieron entrar • de verdad en este mundo de la comunión. En la marina, yo no buscaba estar en comunión con los marineros. Mi
objetivo era mandarles. Yo era superior. Si eran débiles, o tenían dificultades, debía solucionar sus problemas o sancionarles. En
la enseñanza, debía decir a los estudiantes lo que tenían que hacer o aprender; yo tenía que corregir, despertar su inteligencia.
Con Raphaél y Philippe se trataba de crear un ambiente confortable en el que pudiéramos vivir en comunión unos con otros
como en una familia. Por esto es por lo que he tratado incansablemente de comprender las formas posibles de la comunión, su
origen y su finalidad.
La comunión se manifiesta en primer lugar en el amor de una madre o de un padre con su hijo. La sonrisa y la mirada del hijo
llenan de alegría el corazón de la madre, y la sonrisa y la mirada de la madre llenan de alegría el corazón del hijo. Se revelan el
uno al otro. No se sabe si la madre da más al hijo o si él hijo da más a la madre. Esta comunión se realiza a través del tacto, de la
mirada, del juego; a través de la comida, el baño, los cuidados: la madre ríe, juega, es cariñosa, y el hijo le responde con la sonrisa
y la risa, con su alegría y con el movimiento de su cuerpo.
¿Qué ocurre en este vaivén de amor? A través de su tacto, de su mirada, la madre o el padre dicen al niño: «Eres bello, eres digno
de ser amado, eres valioso, eres importante». Y lo mismo ocurre con el niño hacia su madre. El niño que mira a su madre, el niño
que ríe, manifiesta a la madre su propia belleza.
Ciertamente, por lo que respecta al niño esta comunión es incoativa, se queda en un estadio muy primitivo; no ha sido elegida
como tal. Se inserta no en su conciencia racional, sino en su conciencia de amor. Para el niño, esta comunión no es sino la prepa-
ración, el fundamento de la comunión que podrá vivir más tarde. Y en cuanto a la madre o el padre, esta comunión puede ser
falseada en cualquier momento por su deseo de poseer al niño y de utilizarlo para llenar su vacío afectivo.
Esta comunión, no obstante, es una realidad profundamente humana; constituye incluso lo más fundamental que hay en la vida y
en la psicología humana. Forma la base que va a permitir a cada uno entrar progresivamente en comunión con la realidad de su
medio humano, de los demás, del universo: ver en ellos a amigos en quienes se puede confiar y no a enemigos. El niño que no ha
vivido esta comunión no podrá tener confianza en sí mismo; vivirá en el temor y creará mecanismos de defensa y de agresión
para protegerse: el medio se volverá, o ai menos aparecerá, como un lugar hostil.
ÉRIC
Una de las personas que con más fuerza me ha revelado lo que significa la comunión se llamaba Éric. Lo encontramos en un
hospital psiquiátrico, tenía entonces dieciséis años. Era ciego, sordo, no andaba, no hablaba y no podía alimentarse solo; tenía
una profunda limitación intelectual. Sin embargo, su madre, una buena mujer, no soportaba el sufrimiento de su hijo, y no sin-
tiéndose capaz de ayudarle, le llevó a un hospital psiquiátrico cuando tenía cuatro años. Él, pequeño, pobre comó era, no podía
comprender por qué su madre ya no estaba, por qué ahora le tocaban una multitud de personas, y a veces con agresividad. Estaba
perdido. Los pocos puntos de referencia que tenía se habían esfumado. Se sentía solo en un mundo hostil.
Cuando le encontré, Éric ya había pasado doce años en el hospital psiquiátrico. Tenía unas carencias afectivas terribles. Su cora-
zón era como un gran vacío lleno de miedo y de angustia. Cuando me acercaba a él, tocaba mis manos o mis pies y después co-
menzaba a agarrarse a mí con un grito de todo su ser, dando alaridos para que alguien le tocara, para que alguien le amara. Su
grito era tan total, tan agresivo, que resultaba insoportable escucharle, recibirle. Había que liberarse de sus abrazos, uno tenía la
sensación de ser devorado. Es evidente que en el hospital se le consideraba un chico que pedía demasiado y mal; con él no había
gratificaciones. Estaba muy angustiado, se agitaba mucho, por lo que resultaba difícil de soportar para las enfermeras. De esta
forma sus angustias y agresividades fueron desarrollándose hasta un punto insostenible tanto para él como para los demás. No
estaba tranquilo, tenía incontinencia, gestos bruscos, daba gritos terribles. Claramente, se estaba formando en su interior una
imagen herida de sí mismo.
Éric vivía el drama de muchos niños que tienen una deficiencia profunda. No se les soporta. Sus padres no siempre
pueden darles el amor, la comunión, la ternura y los cuidados que necesitan. El niño pequeño no vive sino por la comunión, la
mirada y las manos de ternura de la madre. Si se encuentra solo está en peligro. No puede defenderse, es demasiado pequeño,
demasiado vulnerable, no tiene defensas. Si no se siente amado, querido, si no ocupa su lugar, vive las angustias del aislamiento.
Vive los traumatismos del miedo. Si no es amado, protegido por el amor, está en peligro de muerte. Es el drama del niño aban-
donado. Se siente solo, rechazado, cree que es porque no es bueno, porque no es digno de ser amado. Se siente culpable de existir.
Entra en el círculo vicioso de los sufrimientos interiores. Sintiendo que no se le quiere, se vuelve más angustiado, depresivo y
agresivo, se encierra cada vez más. Y así cada vez se le tiene más miedo. Está obligado a defenderse como puede en un mundo
que le es hostil.
Cuando acogemos en El Arca a alguien como Éric, lo único que hay que tratar de mostrarle es que estamos contentos de que
exista, que le amamos y le aceptamos tal y como es. Pero, ¿cómo demostrárselo si no ve ni oye? No le podemos decir nada; no se
lo podemos manifestar a través de los gestos. El único camino posible es a través del tacto. Tuve el privilegio de pasar un año
con Éric en 1981 en el hogar La Forestiére, cuando abandoné la responsabilidad en la comunidad de El Arca, y pude descubrir
que uno de los momentos más privilegiados de comunión era el del baño. Su pequeño cuerpo se relajaba y gozaba del agua ca-
liente. Era muy feliz al ser tocado y lavado. El único lenguaje que él podía entender era el de la ternura a través de las manos: un
lenguaje de dulzura, de seguridad, pero también un lenguaje que, a través de mi cuerpo y sus vibraciones, le revelaba precisa-
mente que era digno de ser amado, que era bueno y que yo era muy feliz de estar con él. Cuando le tocaba, recibía la ternura que
quería darme.
El cuerpo se constituye así en el fundamento y en el instrumento de la comunión. La comunión exige una cierta capacidad de
escucha pero se hace visible a través de la mirada y del tacto. De esta forma, por todo el cuerpo, por la mirada y la escucha, se
puede manifestar a alguien que es bello, que es inteligente, que es valioso, que es único. Cuando se escucha a un niño con interés,
se descubre que tiene algo que decir y, con frecuencia, que tiene ganas de decirlo en ese momento. Si, por el contrario, estamos
hablando todo el tiempo dicióndole al otro sin parar lo que tiene que hacer, lo que tiene que aprender, entonces este otro encon-
trará dificultades para tener confianza en sí mismo.

LA COMUNICACIÓN: EL LENGUAJE DEL AMOR


He aprendido mucho sobre el lenguaje en El Arca. Tanto en la marina como durante mis estudios, el lenguaje era para mí un
medio privilegiado para intercambiar informaciones y para discutir. A menudo, a través de los conocimientos mostramos nuestra
superioridad, discutimos para demostrar algo, dar órdenes y enseñar. También existe el lenguaje de la distensión: contamos
historias, bromeamos, hacemos el payaso para ser el centro y llamar la atención. El lenguaje de la amistad es, sobre todo, un
intercambio personal y cultural. Pero en El Arca he descubierto el lenguaje del amor, del juego, de la celebración. Hablamos para
expresar nuestra alegría de estar juntos, para dar algo de nosotros mismos, para decir al otro que le amamos, para vivir la comu-
nión. El lenguaje ya no es entonces un instrumento para la competitividad: es celebración, es revelación, es un intercambio ínti-
mo en la risa, en la sonrisa. Ciertamente este lenguaje es a menudo simbólico con las personas; hay que descodificarlo. Con ellas
hay que hablar también de los acontecimientos y mostrar los límites a los gestos violentos y asocíales, hay que exigir esfuerzos
en este o en aquel ámbito. Hay que enseñar el trabajo. Pero, ante todo, el lenguaje está al servicio de la comunión, que hace uso
de palabras sencillas.
Para la comunión, el lenguaje más importante es el no verbal: el gesto, la mirada, el tono de voz, la actitud del cuerpo. Son estas
cosas las que revelan el interés que se tiene por el otro, lo mismo que el desinterés, el desprecio y el rechazo. Para los que tienen
deficiencias en el plano del lenguaje verbal, el cuerpo se convierte en el lenguaje esencial. El grito, la violencia, los gestos auto-
destructores, al igual que los gestos de ternura, todos ellos son medios de comunicación, son portadores de un mensaje.
La madre interpreta siempre el llanto de su hijo. «Tiene hambre; le están saliendo los dientes; necesita que le quiera, que le acari-
cie; está enfadado...» De la misma forma, en El Arca se aprende a leer el rostro, los ojos, la actitud del cuerpo, el llanto, las an-
gustias, al igual que los gestos de ternura. Cuando el niño o la persona que no puede explicarse mediante la palabra sabe que es
comprendida, y que se responde a su deseo, nace en ella una nueva convicción: la convicción de que es una persona que tiene el
derecho a poseer y expresar sus deseos, que es comprendida, la convicción de ser y de tener un valor.
La pedagogía esencial en El Arca es la de la celebración: el lenguaje de la celebración, que afecta a todo el ser, al cuerpo y al espí-
ritu. Las personas como Éric tienen una imagen muy deteriorada de sí mismas, i Han estado sumidas durante tanto tiempo en la
tristeza, con un lenguaje de decepción que las ha hundido en esta imagen negativa de sí mismas! No se sienten buenas para nada.
Cuando, por el contrario, descubren la alegría a su alrededor, poco a poco descubren que también ellas son fuente de alegría, de
vida, de dicha. La imagen negativa que tienen de sí mismas se vuelve poco a poco en una imagen positiva. Cuando se trata de
adolescentes y de adultos, el lenguaje racional interviene para precisar el compromiso, la responsabilidad y el sentido mismo de
la comunión. Por lo tanto ya no es un lenguaje de amor o un lenguaje puramente no verbal. La comunión no es únicamente una
experiencia afectiva pasajera, sino una experiencia que se inserta en una historia reveladora del don del ser profundo y que apela
a una continuidad, a una fidelidad: la palabra es necesaria para precisar todo esto. A veces, la intimidad física, el beso apresurado
ahoga e impide la palabra necesaria para la comunión verdadera entre adultos. Con Raphaél y Philippe era necesario que
explicitara mi compromiso con respecto a ellos. Después de tres meses en la casa, les pregunté si querían quedarse. Me respon-
dieron: «Sí». Yo les expresé también mi «sí, podéis quedaros todo el tiempo que deseéis. Es nuestra casa».

LA COMUNIÓN: EL DON DE LA LIBERTAD


La comunión no es una fusión en la que las fronteras entre dos personas desaparecen y no se sabe quién es quién. La madre sabe
que su hijo es. Ella quiere que crezca y que sea él mismo. El niño afirma muy pronto quién es y lo que quiere. No obstante, exis-
ten falsas comuniones que provocan dependencias malsanas. La madre trata entonces de manipular afectivamente a su hijo para
impedirle que sea él mismo, para controlarle mejor. La comunión-posesión se da cuando la persona más fuerte, la más consciente,
seduce y utiliza a la débil en función de sus propias necesidades afectivas. Intenta captarle, guardarle para ella, refugiarse en él
para calmar sus propias angustias y para llenar su propio vacío. No soporta entonces su grito de libertad, su rechazo a obedecer.
No soporta que él afirme su alteridad. Esto es una caricatura de la comunión, que se produce a menudo cuando la madre siente
que le falta el afecto de su marido. En ese caso, la madre corre el peligro de ahogar la libertad del hijo, el cual descubre entonces
la alteridad como un peligro.

LA VERDADERA COMUNIÓN, POR EL CONTRARIO, EXISTE PARA QUE


el otro sea otro, crezca hacia la libertad interior y desarrolle sus dones. Es un don del corazón para que el otro sea. Es oblativa.
La madre se regocija porque su hijo es él mismo; descubre la alteridad como lo mejor del ser humano. Por esto es tan importante
el padre. No solamente vive él también la comunión con su pequeño, sino que su amor hacia su mujer permite a ésta vivir esta
comuhión oblativa con el hijo. En realidad, la verdadera comunión padres-hijos surge de la comunión entre el padre y la madre.
De esta forma, la comunjón hace que los seres no se encierren uno en el otro. Al contrario, da libertad y vida a cada uno de ellos.
Cuando vemos a la madre y al hijo, ella no está encerrada en el niño, no se aisla en la habitación, sino que va a mostrar a su hijo:
«¡Mira qué bonito es!». Y el niño, a su manera, está diciendo también: «¡Mira qué bella es!». La verdadera comunión comunica a
los demás esta misma alegría, este mismo amor, esta misma ternura, esta unidad y esta libertad vividas entre los dos.

LA COMUNIÓN INSERTA EN EL TIEMPO


Es evidente que no podía vivir en todo momento esta comunión que había descubierto paulatinamente con Raphaél y Phílippe, o
más tarde con otros como Éric. Había que hacer gran cantidad de cosas: la cocina, la limpieza, la organización de los días, las
visitas, etc. En algunos momentos Raphaél se enfurecía o vivía terribles angustias. Necesitaba también momentos de soledad
para descansar, relajarme, orar o leer. Raphaél y Phílippe también necesitaban esos momentos de soledad. La vida no es solamen-
te comunión y estimulación afectiva. Es también crecimiento, descanso y disfrute en un ambiente de paz y de seguridad. Estos
momentos de comunión son, en un día cargado de cosas, como instantes de plenitud. Como si todas las actividades del día encon-
traran su culminación en la mirada, en la risa, en esos momentos de silencio y de descanso que pueden convertirse en oración. En
La Forestiére, por la tarde antes de cenar, le ponía el pijama a Éric, y después pasábamos medía hora o tres cuartos de hora ha-
ciendo oración todos juntos en el salón, y los asistentes. A menudo me sentaba con Éric en mis rodillas; él descansaba. Y yo
descubría que también descansaba con él. No tenía ganas de hablar. Me encontraba en paz, con un gran silencio interior. Él tam-
bién estaba en paz. Yo me sentía bien. Él también se sentía bien. Era como un momento de sanación para mí. Encontraba mi
unidad interior. Sobre su rostro se esbozaba una sonrisa de paz. Su cuerpo ya no estaba agitado. Era feliz. Lo mismo ocurre con
el niño que reposa en los brazos de la madre; la madre misma descansa en esta comunión. Éstos son momentos de sanación inte-
rior tanto para uno como para el otro, el uno por el otro.
Esto también ocurre en la pareja. Lo vemos en la amistad en la que, después de haber hablado extensamente, hay como una espe-
cie de momento divino de comunión en el que se está bien con el otro. Un silencio embarga a los dos amigos, un silencio que no
se quiere romper. Este momento de paz, de amistad, de comunión se convierte en un momento de unidad en el que uno está con
el otro en la humildad, en el don de sí. Es un momento de eternidad en un mundo en el que se entremezclan la acción, el ruido, la
agresividad, la necesidad individual de mostrar lo que se vale y la búsqueda de eficacia. Dos corazones que baten alas al unísono,
dándose libertad el uno al otro. Es como si el tiempo se parase. Y, por esto, uno no puede colmar al otro. El niño continúa cre-
ciendo y descubriendo nuevas personas y el mundo; la madre, por su parte, necesita a su marido, su propio trabajo, etc. El otro
no es Dios; no puede colmar totalmente el corazón humano. Es quizá un instrumento de Dios que revela su presencia. Estos
momentos contemplativos de paz y comunión socavan el corazón humano para que pueda ser más, vivir más, buscar más y darse
más. Es una meta, pero también un punto de partida.
La comunión no es solamente un momento de silencio bendito entre dos personas; es también un medio, una actitud y una forma
de vivir y de ser con los demás. Un grupo de personas unidas que canta, juega, celebra y ora; un grupo de personas alejadas unas
de otras pero que saben que están unidas por lazos de comunión. Ciertamente estos lazos deben ser manifestados y alimentados
cada cierto tiempo, pero están ahí a través del tiempo y la distancia.

COMUNIÓN Y DEBILIDAD
La necesidad de comunión se vuelve imperiosa en una situación de debilidad, cuando no podemos actuar o colaborar más con los
demás. Cuando tenemos éxito, buscamos sobre todo la admiración. Cuando nos sentimos débiles, buscamos la comunión. Esta
debilidad puede ser la del niño, la del viejo, la de la persona enferma, la del accidentado, la de la persona que acaba de sufrir un
fracaso profesional, la de la persona con una deficiencia, la de la persona deprimida. Cuando nos sentimos débiles, no tenemos
ninguna necesidad de grandes discursos o acciones, sino de la presencia de alguien que venga hasta nosotros para tendernos una
mano y nos diga: «Me siento feliz de estar aquí contigo». Así sabemos que somos amados, no por lo que somos capaces de hacer,
sino por lo que somos. En estos momentos es cuando renace la confianza en uno mismo.
Cada vez que me encuentro un mendigo en la calle o en el metro, tengo la costumbre de meter la mano en el bolsillo y darle la
primera moneda que encuentro. Esta moneda puede ser de un franco, de dos francos, de cincuenta céntimos o de diez francos. Se
la doy mirándole y diciéndole algunas palabras. En cada ocasión se produce una mirada particular que surge del mendigo, y este
intercambio de miradas se
convierte en un momento de comunión que nos alimenta y nos hace felices a los dos. Las demás personas del metro no me miran,
tienen miedo de mi mirada. Si trato de encontrar las suyas, van a creer que busco tener una relación sexual, o que quiero robarles
algo. Todo el mundo tiene miedo. Pero el mendigo no. Puedo mirarle. Y esta simple mirada puede devolverle la confianza. Por-
que todo ser humano que pierde la confianza en sí mismo, que ha caído en el mundo del alcohol, de la droga, del fracaso familiar,
relacional o profesional, necesita de alguien que le mire como un ser humano, con ternura, con confianza. Y es este momento de
comunión el que va a permitir que la confianza en sí mismo renazca poco a poco. Cuando contamos nuestras proezas y nuestros
éxitos, somos admirados. Por el contrario, cuando compartimos las limitaciones, las fragilidades, los errores y las dificultades,
suscitamos la compasión. La humildad atrae y crea la comunión.

LOS FRUTOS DE LA COMUNIÓN


El niño que descansa en los brazos de su madre o en los de su padre, el niño que juega con ellos, que sonríe y que ríe, es una
imagen de la felicidad. Su cuerpo se dilata, su rostro resplandece, sus ojos brillan, sus manos se agitan en el amor. Se sabe amado,
por lo tanto es alguien; vive. No está solo. No necesita defenderse, a pesar de su debilidad y pequeñez. Está protegido, porque es
amado. Está seguro, en paz. Puede vivir y amar. Todo su ser está unificado en y por esta comunión.
Es el fruto de la comunión. Esta comunión que aporta un momento de felicidad, configura, como ya hemos señalado, las profun-
didades de la psicología del niño; va a permitirle avanzar en la vida con confianza en sí mismo, en los demás y en el universo.
Cuando visito los hospitales, me gusta coger en mis brazos a los niños deficientes. Abandonados a su soledad en sus pequeñas
camas de barrotes, están allí con los ojos vacíos y el rostro triste. Abro mi chaqueta, tomo al niño en mis brazos y aprieto su
cuerpo contra el mío para que reciba el calor y la vibración de mi cuerpo. Instantáneamente su cuerpo empieza a vibrar, sus bra-
zos se agitan con alegría, comienza a reír. Me hace pensar en un hombre sediento por el desierto que encuentra un oasis. Bebe,
bebe y se lleva el agua a la cara, ríe de alegría. El niño tiene sed de comunión, sin ella moriría.
Me acuerdo todavía de aquel hombre que gritaba en el metro de París. Yo estaba sentado y esperaba. De repente, vi una mano
abierta ante mi nariz. Le cogí la mano y se la apreté. Miré el rostro de este hombre joven de apenas veinticinco años, sucio, sin
afeitar, su ropa desprendía mal olor. Le pregunté su nombre, le sonreí y le puse en la mano una moneda de un franco. Este hom-
bre debió de ver que no me encontraba muy bien, pues estaba particularmente cansado. Me miró con ternura, con verdadera
dulzura en los ojos, y me dijo: «¡Estamos los dos en el mismo barco!». Después se fue, dando voces contra todo el mundo. Sentí
que la mirada que me dirigió provenía de lo más profundo de su ser. Tenía sed de poseer un nombre, de ser mirado como una
persona.
Ciertamente no fue más que un instante de comunión, pero un instante que revela la sed de cada ser humano. No creo que pudie-
ra llegar a vivir todo un día con este hombre. En efecto, al no estar colmada su sed, sin duda vive en un constante malestar que
debe expresarse a través de la ira. Pobre niño, supongo que le faltó la presencia amorosa de una madre o de un padre. Vivía en
una búsqueda continua de esa ternura que jamás tuvo. Hoy, su grito, su violencia traducían su llamada a la comunión. Pero el
instante que viví con él despertó lo más profundo que hay en mí.
Esta sed de comunión se manifiesta de una forma explosiva y dolorosa, a veces incluso brutal, con frecuencia desordenada, en la
vida social, en las grandes asambleas, en los conciertos y en las costumbres sexuales. En el corazón de cada uno de nosotros
existe tal deseo de encontrar la comunión, la ternura, el sentimiento de amar y ser amado a través de una presencia física y cor-
poral que, a veces, siendo el sexo lugar de comunión, puede producir un sentimiento de comunión pasajero. El ejercicio de la
sexualidad puede convertirse en un juego, una competición, una necesidad de poseer o de conquistar a alguien; puede llegar a ser
también algo sádico, un deseo de hacer daño a alguien. Pero la sed de comunión es, según parece, el ingrediente más importante
del deseo sexual.
Por lo tanto, la comunión es difícil. Lo más bonito que existe puede transformarse en la experiencia más dolorosa e hiriente. El
ser humano descubre poco a poco la discordancia entre su sed y sus deseos profundos, y su incapacidad de llevarlos a cabo. Inca-
pacidad que proviene de sus propios miedos y heridas y de la incapacidad de los demás de responder a esos deseos. ¿En qué con-
siste, pues, esta herida profunda que habita en el corazón del hombre?

2. NACIMIENTO DE LA HERIDA
Mis amigos Robert y Suzanne esperaban su primer hijo. A partir del sexto mes de embarazo, y sabiendo que el niño comienza ya
a oír, Robert empezó a cantarle todas las tardes una canción. Siempre la misma canción. Estuvo presente en el nacimiento de
Diane que, como todo recién nacido, expresaba sus angustias llorando. Él comenzó a cantarle la canción de todas las tardes.
Diane dejó inmediatamente de llorar y volvió la cabeza hacia su papá. Reconoció su voz. El niño existe en el seno materno. Es
para él un lugar apacible, seguro, en el cual se produce también una comunicación. El niño puede sentir si la madre está tensa o
relajada. En una etapa de su crecimiento, oye la música de su voz. Y después, un día, ese seno se vuelve muy pequeño;
el niño vive entonces el momento traumático y angustioso del nacimiento. De ese lugar seguro, bien cerrado, cálido, es arrojado
a un mundo de horizontes infinitos. Ya no está arropado ni alimentado directamente por la sangre de la madre. Está en contacto
con la luz, con el aire. Vive la angustia del aislamiento y de lo desconocido, pero todo eso termina felizmente en los brazos de la
madre. Allí encuentra la dulzura de su ternura y de su cuerpo, descansa en su seno, descubre su tacto delicado y amoroso. Este
bebé que acaba de nacer es tan frágil, tan pequeño, que no puede hacer nada por sí mismo. Solo está en peligro de muerte. No
puede alimentarse solo, no puede lavarse ni vestirse. Si tiene frío, no puede arroparse. El bebé prácticamente no puede hacer nada
excepto llorar, pedir seguridad o manifestar su alegría.
Este pequeño, después de la experiencia traumatizante del nacimiento, va a sentirse mal. Va a experimentar el hambre que le
lleva a llorar. Y la madre responde dándole el pecho; ella le alimenta. El malestar se transforma en paz, en un sentimiento de
plenitud, de dicha. El niño descubre que se responde a su llanto; está protegido, amado; descubre la comunión y la confianza en
otra persona. A través del instinto maternal, la madre comprende el grito de su hijo, si tiene hambre, si está cansado, si está
enfermo, si se siente solo... El niño siente comprendidos sus deseos y sus propias dificultades. A pesar de —¿como consecuencia
de?— su debilidad extrema, vive en paz, no tiene miedo porque es amado. Descubre que su madre le dedica una atención especial;
se da cuenta paulatinamente de que es único en el mundo para ella; es «el niño más guapo del mundo». Siente todas las vibracio-
nes que provienen de la madre, del padre, de los tíos, de las tías, de los abuelos. Descubre que es el centro de la familia, que es
amado, protegido. No hay ningún peligro. Ciertamente, esta comunión no es una comunión consciente por parte del niño, como
ya expliqué; se inserta en su conciencia de amor que va a formar la base
de todo su ser. Este amor es como un mensaje; revela al pequeño que existe. Su corazón y su cuerpo se dilatan. Vive entonces la
confianza de la comunión con su madre, que va a abrirle a la comunión con el padre, con otros niños, con los demás miembros de
la familia. Se va a prolongar en la comunión con el aire, la luz, la tierra y el agua. El mundo no es un lugar hostil, sino una espa-
cio amistoso.
Pero, en algunas circunstancias, el niño percibe que su madre no le quiere. Ella no puede responder a su grito. Se enerva, habla
con un tono colérico, su voz ya no es dulce y musical, es estridente; su cuerpo está tenso, su rostro agresivo... Todos los padres
tienen sus fragilidades, sus cansancios, sus depresiones, sus heridas afectivas, un exceso de trabajo, de preocupaciones, etc. Nin-
gún ser humano puede permanecer en un estado de acogida y de comunión constante. La madre está ocupada en otra cosa, con
otro hijo, tiene demasiado trabajo, vive un conflicto con su marido, etc. No llega a arropar a su hijo como querría. El niño descu-
bre a una madre que no es una mamá acogedora.
Con frecuencia me ha impresionado constatar en El Arca, cuando un niño empieza a correr de un lado para otro durante un acto
comunitario, cómo la madre a menudo se pone ansiosa, corre hacia el niño y se lanza hacia él como un buitre sobre su presa, lo
coge con fuerza y lo lleva a otra parte llena de angustia. Esto quizá forma parte de las heridas de la madre. Tal vez tenga miedo a
ser vista como una mala madre, como una pésima educadora. Pero el niño, que se fue espontáneamente con un espíritu de curio-
sidad, de descubrimiento, con la alegría de moverse, de avanzar, de correr solo, no comprende la violencia de su madre, que se
lanza sobre él y lo saca fuera.
El grito angustioso del niño provoca y despierta con frecuencia la angustia en los padres. Descubren que, a veces, son impotentes
ante él. El niño entonces hace mucho más que importunar, genera una suerte de violencia en los padres, despierta sus propias
angustias sobre todo por la noche, cuando interrumpe su sueño. El niño, por su parte, experimenta una forma de terror y de
pánico interior, sintiendo cómo esa agresividad se vuelve contra él. Para sobrevivir, surge en el niño una violencia que va a per-
mitirle superar la parálisis del miedo y de la culpabilidad.

LAS DIFERENTES CAUSAS DE LA HERIDA DEL CORAZÓN


En nuestra comunidad de Filipinas acogimos a Héléne: una niña —de pequeña estatura— de quince años, ciega, con un cuerpo
encogido, incapaz de mover los brazos y las piernas. La llevaron a un hospital cuando era muy pequeña. Keiko, una asistente
japonesa, se ocupaba de ella con mucho amor y cuidado; pero me confesó que era difícil. En efecto, Héléne estaba encerrada en sí
misma; no manifestaba nada, ni alegría ni enfado. Era totalmente apática. Hablamos Keiko y yo de la depresión de los niños, y la
animé a que continuara amando a Héléne, habiéndole con dulzura, tocándola con ternura. «Un día te sonreirá», le dije. Y le pedía
a Keiko que me enviara una postal el día que Héléne le sonriera. Algunos meses más tardé, recibí una postal de Keiko: «Héléne
me ha sonreído hoy... Love, Keiko».
Cuando un niño no vive la comunión con su madre y con su padre, cuando se encuentra solo, inseguro, se sumerge en la soledad
y en las angustias. La angustia es algo muy difícil de asumir para el niño. Es como una energía loca, sin un fin determinado,
como una agitación interior, un malestar. Puede hacer perder el apetito y romper el ritmo del sueño; sumerge al niño en la con-
fusión y destruye la paz y la unidad interiores. Si el niño no se siente ni amado ni deseado, esta angustia se convertirá en culpabi-
lidad. Si siente que la ira se dirige contra él, estará convencido de que es culpable y hará daño a los demás. Es demasiado para él.
No puede soportar estos sufrimientos interiores, estos malestares y angustias, ese sentimiento de culpabilidad.
El niño vive esas mismas angustias cuando la madre tiende a poseerlo, a suprimir sus deseos y su libertad; cuando quiere contro-
larlo y utilizarlo para llenar su propio vacío. El niño tiene la impresión de estar ahogado, aniquilado. El tacto de la madre se
vuelve entonces ambiguo. Es un tacto de posesión y no de seguridad y de vida. Esta forma de falsa comunión es, en algunos
aspectos, más peligrosa que el rechazo, y genera graves tensiones en el niño.
Cuando nosotros los adultos sentimos que esa angustia y ese malestar afloran en nuestro interior, podemos encontrar multitud
de diversiones: evadirnos en el trabajo, ver la televisión, telefonear a un amigo, coger un libro, hacer jogging o dar un paseo,
tomar un café en el bar de la esquina, etc. Tenemos multitud de posibilidades que nos permiten olvidar y eliminar ese sentimien-
to de malestar. Pero, ¿y el niño?, ¿qué puede hacer? Nada. Por lo tanto su cuerpo se vuelve un cuerpo angustiado, chilla. Sus
gritos van a conseguir quizá que sus padres actúen con más violencia todavía. Nos encontramos de esta manera en un círculo
vicioso en el que la angustia del niño provoca la angustia de los padres, y la angustia de los padres aumenta la angustia del niño.
Cuando digo que el niño no sabe defenderse, es verdad, pero parcialmente. No puede evadirse en el trabajo, ni llamar a un amigo,
ni ver la televisión, pero encuentra otras formas para protegerse que corren el peligro de causar estragos en el plano psicológico.
Puede evadirse, como la pequeña Hó-. léne, en su propio interior. De manera que evita comunicarse, corta sus emociones. Se
enfurruña. De alguna manera, todos hemos tenido esta experiencia: cuando nos sentimos heridos por alguien, nos recluímos en
nuestro propio interior, no queremos comunicarnos, o bien nos enfadamos. La única actitud que podía ayudar a Héléne a salir de
su prisión interior era el amor incondicional de Kaiko que le dijo: «Te quiero tal y como eres, no te juzgo, no estoy enojada con-
tigo, te quiero». Poco a poco Héléne se atrevió a ir teniendo confianza.
Otra forma que tiene el niño de protegerse es la de evadirse en los sueños. El niño puede entrar en un mundo totalmente imagi-
nario para eludir la realidad que supone para él excesivos sufrimientos: la realidad de su propio cuerpo, la realidad de la comu-
nión rota, la realidad con su madre demasiado inestable o las relaciones con su padre colérico, etc. Todo esto es demasiado duro
para el niño, él es demasiado débil. Su imaginación es una extraordinaria protección contra el sufrimiento y contra la realidad.
De esta forma, el niño se refugia en sus sueños. Crea su propio mundo al abrigo de los sufrimientos. Se esconde en sus juegos que
no son de comunión, sino de competición en los que quiere ganar. Olvida sus sufrimientos interiores.
Cuando el niño descubre que la comunión es difícil y que es fuente de sufrimiento, vive una experiencia de muerte interior, tiene
el sentimiento de carecer de valor. Surge entonces ese sentimiento de culpabilidad que es el más doloroso para el niño y, sin
lugar a dudas, el que más enraizado está en cada uno de nosotros, pues todos hemos vivido ese momento de ruptura de la comu-
nión que es fuente de angustia y de culpabilidad. Los psicólogos americanos lo llaman shame: la vergüenza. Personalmente, pre-
fiero conservar el término de culpabilidad: si no somos amados, es porque somos malos, culpables de algo. Evidentemente es una
culpabilidad psicológica y no moral. Surgen entonces en el interior del niño las primeras faltas de confianza en sf mismo. Es este
sentimiento de culpabilidad el que va a surgir durante toda su vida, confiriéndole una imagen herida de sí mismo.
Esta culpabilidad puede llegar a ser todavía mayor cuando el niño desarrolla un sentimiento de ira y un deseo de venganza con
respecto a sus padres, cuando en su momento debió protegerse de sus enfados o deseos posesivos. Sus iras son signo de vida,
pero le dan miedo también. Descubre entonces un lobo en su interior capaz de matar y de hacer daño. Ese sentimiento va a re-
forzar su culpabilidad. Va a detectar a través de sus gritos de rabia que ese lobo no quiere comunicarse con nadie: «iNo quiero
amor! ¡Detesto el amor! ¡Detesto a mamá! ¡Detesto a papá! ¡Detesto a mi hermanito! ¡Voy a romper sus juguetes!». El mundo no
es un lugar de comunión, es un lugar hostil. El niño debe defenderse de las fuerzas que lo agreden; por tanto, él agrede, contra-
ataca. Como han demostrado varios psicólogos, los cuentos de hadas son necesarios para ahuyentar ai malvado lobo que se oculta
en ellos.
Más grave que la ¡ra y la agresividad en ei niño que se defiende, es la culpabilidad en su, estado puro. El niño pretende entonces
eliminarse, hacerse daño; es culpable, es demasiado malo. La ira se vuelve contra él mismo en gestos autodestructivos.

EL AMOR POSESIVO
Hemos acogido en El Arca a hombres y mujeres con una deficiencia mental que se habían convertido en víctimas de sus madres
angustiadas. El padre frecuentemente está ausente; la madre es fuerte, dominante. Lo hace todo por su hijo. Se cree amorosa,
porque está completamente dedicada a su hijo pero, de hecho, lo destroza. No es capaz de escuchar sus deseos, de ayudarle a
progresar. ¿Existe un deseo inconsciente de que su hijo siga siendo ¡ncapaz y dependa de ella para que así pueda realizar una
buena obra y ser una buena madre? Machacar la libertad del hijo con una afectividad desbordante es a veces peor que el aban-
dono. Tal tipo de madre sabe manipular a su hijo, hacerle actuar con un sentimiento de culpabilidad o con un deseo de conseguir
«cosas buenas». Se trata entonces de falsas comuniones que son asfixiantes.
Me acuerdo de Alix, una joven que era as¡stente en El Arca. Le pregunté cómo había vivido su infancia. Me dijo que era de una
familia muy unida, que se entendía bien con sus padres. Su familia era muy religiosa, muy considerada por las autoridades ecle-
siásticas. Entonces le pregunté qué estudios hacía. Me lo dijo. Le pregunté más aún: «¿Por qué has escogido ese camino?». Ella
me respondió: «Es mi madre la que quería que hiciera esos estudios». En la medida en que la conversación fue prolongándose,
me di cuenta de que hacía todo lo que su madre quería y que ella no sabía ni quién era ni qué deseaba. Es de temer que esta joven
encuentre en su vida muchas dificultades para entrar en una verdadera comunión, pues lo que vivió con su, madre era manipula-
ción. La madre angustiada quería controlarla completamente y prolongarse en ella para realizar las cosas que ella no había podi-
do hacer. Esta joven estaba de hecho profundamente herida, con una herida de las más graves, desgraciadamente muy extendida,
la de la falsa comunión que le impedía tomar las riendas de su vida y ser lo que ella quería: un sujeto, una persona libre.
Una joven asistente de El Arca estaba particularmente unida a Marie-Pierre, una mujer con una deficiencia. Quiso llevarla a su
casa en vacaciones y que durmiera en la misma habitación. Después se dio cuenta de que se ponía celosa si otros bañaban a Ma-
rie-Pierre. Ésta, al principio, estaba feliz por esa increíble atención. Pero poco a poco parecía perder cierta alegría y espontanei-
dad. También existen relaciones que se vuelven malsanas; son cerradas; hay una carencia de libertad y de alegría. Ciertas falsas
comuniones provocadas por la inseguridad y el miedo pueden llenar un vacío interior y calmar la angustia; se convierten en una
droga. Ésta no es la verdadera comunión construida desde la confianza y capaz de dar la libertad.

EL AMOR ENGAÑOSO
No hace mucho tiempo discutía con un psicólogo responsable de un servicio de esquizofrénicos crónicos —no me gusta el tér-
mino— en un hospital psiquiátrico. Este psicólogo me decía: «Es extraño, he descubierto que han abusado sexualmente de todos
los esquizofrénicos crónicos de mi servicio cuando eran pequeños». ¿Qué es el abuso sexual? Papá está frecuentemente irritado,
es difícil, no escucha a sus hijos. Luego está el tío, que es muy amable, que alegra el corazón, que toca con afecto y que da rega-
los. Pero un día, su tacto se convierte en un tacto sexual, siente placer en el cuerpo de su sobrino o de su sobrina, intenta desper-
tar también el placer sexual en el niño, y luego le dice: «Si cuentas algo a tu madre o a tu padre, te pegaré, te mataré». El niño
descubre así esta abominable forma de la falsa comunión; el niño, que era feliz cuando se encontraba con su tío, se da cuenta de
repente de que la comunión es muy peligrosa, que el amor es falso. Se produce entonces una suerte de ruptura en el interior de su
corazón: lo que más deseaba, la comunión, se convierte en lo más peligroso y puede acarrear su muerte.
Existen también todos esos miedos en el niño cuando se produce un conflicto en su entorno; cuando hay una separación del pa-
dre y de la madre y cada uno de ellos intenta atraerlo y seducirlo con regalos. El corazón del niño está herido, dividido. Está
confuso. Rápidamente puede aprovecharse de esta situación para tener más cosas, para llevar el ascua a su sardina. La división le
hiere pero también le sirve.

EL MIEDO A AMAR
Con la aparición de la herida, de la angustia y de la culpabilidad, asistimos al nacimiento de un mundo oculto en el interior del
niño. Éste va a intentar desviar su atención de ese mundo de sufrimiento para olvidarlo, rodearlo y evitarlo. Va a tratar de recha-
zarlo en las zonas más íntimas de su ser como si nunca hubiera existido. Pero este mundo de sufrimiento está en su interior como
una especie de enfermedad oculta. Así, se eleva un muro entre ese mundo rechazado y la conciencia. A veces ese muro es grueso:
es el muro de una psicosis, que tiene sus orígenes, según parece, en lo biológico y en lo psicológico. El muro protege al niño. No
es una realidad puramente negativa. Sin él, podría morir de angustia y de temor.
La fuerza y la belleza de la naturaleza humana y de la vida residen en esta energía vital que continúa fluyendo a pesar de los
sufrimientos y de los muros; el niño crece, avanza, debe vivir y sobrevivir. Debe superar ese peso, ese sabor a muerte que hay en
su interior. Las energías no funcionan en el ámbito de la relación, de la comunión: son demasiado peligrosas. Van a estar orienta-
das hacia los logros y las actividades para demostrar que se es alguien, que es capaz de triunfar, que es admirable para él mismo,
para sus padres y para el entorno.
Así es como surge ese sufrimiento profundo en el corazón de cada ser humano, una ambivalencia con respecto al amor. Anhela-
mos la comunión —corazón a corazón— con otro ser humano, pero tenemos miedo de ella. La comunión aparece como el lugar
secreto de la dicha pues al menos en algún momento el niño ha disfrutado de ella. Pero aparece también como un lugar de muer-
te, de miedo, de culpabilidad, porque el niño ha vivido una comunión rota y falsas comuniones —manipulación afectiva y pose-
sión que han ahogado su ser y su libertad—. La alteridad aparece entonces como peligrosa.
El ser humano está obligado a evitar la comunión para poner sus energías en otra parte. Por lo tanto, se niega la comunión, no es
posible. Se convierte en un juego sin fundamento. Sartre, en El ser y la nada, afirma que el amor es un espejismo creado por un
genio maligno. Tiene la apariencia de la felicidad, la apariencia de una luna de miel pero, en realidad, es una lucha, una conquista,
una libertad que va a devorar a otra.
¿Es posible la comunión? ¿Es un espejismo creado por un genio maligno, o es el lugar de la presencia de Dios? Ésta es la cues-
tión fundamental de todo ser humano que busca la unidad, la paz, la luz, el amor, pero que está desanimado por todas las fuerzas
opuestas que se encuentran en él y en torno a él.

SER EL MEJOR
Todo ser humano —y digo bien: todo ser humano— ha tenido alguna experiencia de .esta comunión rota, falsa o imposible. En
el interior de cada uno de nosotros existe ese mundo olvidado formado de sufrimiento, muerte y culpabilif dad. La herida de cada
uno, no obstante, es más o menos grande. Pero existe una connivencia entre los que viven el fracaso: el vagabundo, el alcohólico,
el pobre, el hombre o la mujer con depresión, y los que trabajan incansablemente para conseguir su éxito personal, incluso por
grandes causas: el P-DG5, políticos, estrellas, etc. A pesar de las apariencias, el fundamento de su psicología, con toda suerte de
variantes y de matices, es idéntico. En un caso, es la depresión la que lleva a la bebida, al hundimiento, a ese sentimiento de ser
víctima y, en el otro, es igualmente la depresión la que produce una necesidad imperiosa de salvar a los demás, de ser un héroe,
de ser reconocido, para encontrar su identidad en la admiración, el poder y el éxito.
Ese malestar interior, esa culpabilidad, ese sentimiento de no valer, ese sentimiento de muerte, es como un motor que pone en
marcha al ser humano para redimir ese sentimiento de culpabilidad, y para demostrarse a sí mismo que se forma parte de una
elite, que se está entre los mejores. Esta necesidad de ganar títulos, de subir en ta escala de la promoción humana puede comen-
zar en la infancia y continuar toda la vida. Si el niño es el primero de la clase o destaca en algún deporte, sus padres van a estar
contentos. Él va a beneficiarse de una situación segura. Esta necesidad de ganar se desarrolla también, como ya hemos visto, a
través del grupo al que se pertenece. Esta búsqueda constante de éxito conlleva necesariamente ciertas turbaciones en el plano
relacional.
La imagen herida de uno mismo es una realidad personal provocada por los sufrimientos de las relaciones entre el niño y sus
padres. También es una realidad cultural y sociológica, más o menos transmitida por los sufrimientos de los padres y por la cul-
tura. Existen grupos de personas oprimidas que han sido despreciadas siempre como consecuencia de su raza, su religión, su
status social, su etnia. Este desprecio afecta a la imagen que tienen de sí mismos y a veces provoca ese sentimiento de vergüenza.

EL MURO INTERIOR
El muro psíquico que se ha creado alrededor del corazón vulnerable de cada uno de nosotros para ocultar y hacer olvidar nues-
tras heridas, nuestra pobreza fundamental, nos permite vivir y sobrevivir y hace que no nos sumerjamos en un mundo de depre-
sión y de rebeldía. Desde este muro, y llevados por la necesidad de olvidar ese mundo doloroso que hay en nuestro interior y la
necesidad de autoprobarnos, avanzamos por el camino de la vida hacia los logros, y hacia un reconocimiento de nosotros mis-
mos... o bien zozobramos en actitudes depresivas.
Detrás del muro, oculto en el inconsciente, no solamente hay aspectos negativos, fruto de la comunión rota; también se da una
búsqueda fundamental de la verdadera comunión, y de las energías latentes —que duermen— creadas para amar. Detrás del
muro está lo más herido y lo más sucio del ser humano, pero también Lo más bello; hay un potencial de alegría, de amor, pero
también un miedo enorme al amor y a los sufrimientos ligados al amor. El ser humano actúa a menudo a partir de ese muro —su
yo agresivo—, en busca de reconocimiento, huyendo sutilmente de todo lo que corre el peligro de encallar y de desvalorizarle.
Así es como sus acciones se tiñen de una especie de egoísmo arisco que se pega a la piel. Actúa para ponerse a prueba, para au-
mentar la imagen positiva de sí mismo, para su gloria. El mayor temor del ser humano es no existir, ser desvalorizado, juzgado,
condenado, rechazado como un maldito, Desde algunos puntos de vista, los filósofos pesimistas tienen razón: el ser humano está
en una constante lucha para obtener a cualquier precio —a costa de desvalorizar a los demás— el éxito y la admiración.
Ese muro separa al ser humano de su propia fuente. Ya no es como los pájaros, los peces del mar, el mundo vegetal que crecen y
dan vida desde sus propias fuentes. Los animales no llevan máscara; no están condicionados por una necesidad de tener éxito, de
ser aplaudidos y reconocidos. Cada ser vive de una forma simple y transparente. Es verdad que pueden tener miedo de algún
peligro, pero todos parecen tener confianza en sí mismos para ser lo que son. Parece que la herida del corazón humano le impide
al ser humano ser lo que es, simplemente. Se vuelve un ser competitivo que busca demostrar que forma parte de la elite, ocultan-
do sus propios límites, con lo que se convierte en víctima, careciendo de confianza en sí mismo y estando sediento de ternura.
Alejado de su propia fuente, también se encuentra separado de la fuente del universo. Ya no está al servicio del todo, del univer-
so, sino al servicio de sí mismo, por lo que se hunde en la depresión.
Ese muro es el punto de partida de todas las actividades de fuerza, de poder y de conocimiento que llevan al ser humano a estar
satisfecho de sí mismo. Se hace fuerte con todos los mécanismos de defensa y de protección que crea alrededor de su vulnerabili-
dad. Existen hombres de negocios apasionados de sus propios negocios que son incapaces de escuchar a su mujer o a sus hijos;
son incapaces incluso de comprender los sufrimientos y las necesidades del otro. Están encerrados tras su proyecto, que es lo
único que les hace vivir.

EL MURO, LA MORAL, LAS OPCIONES


Ese muro más o menos cerrado, más o menos sólido, , lo determina la historia de cada uno. No es un muro de ladrillo. Es un
muro psicológico que oculta todo lo que el niño no pudo soportar. Es más bien como un cristal sucio que permite más o menos que
pase la luz. El niño, el adolescente, puede comprender con su inteligencia, con la ayuda de la educación, que hay cosas buenas que
tiene que hacer y cosas que no tiene que hacer. Ayudar a una anciana tendida en el suelo a levantarse. No coger lo que pertenece
a otro. Puede entender, a partir de su primera relación con su madre, a partir de esa primera comunión, que su madre también es
una persona que tiene alegrías, penas, que tiene un corazón que puede estar herido. De esta forma puede reconocer el valor, la
importancia de toda persona y la necesidad de respetar a cada uno.
A través de su inteligencia puede ver que hay cosas buenas que hacer y malas que evitar, que hay personas a su alrededor que
tienen un corazón y unas necesidades. Puede incluso sentirse atraído por la generosidad, la bondad, sobre todo si ha vivido en
una familia en donde ésta existía. Por lo tanto puede realizar una opción que le lleve a hacer obras de caridad, justicia, verdad y

5 En Francia P-DG: Presidente-Director General, es decir, el mando supremo de una empresa (Nota del traductor).
luz. Igual que puede rechazar ir por este camino, si es atraído por otras realidades. Pero incluso si se orienta hacia las obras de
caridad, corre el peligro de ser sostenido por su necesidad de ser reconocido y confirmado por los demás. Siempre ese egoísmo
que se pega a la piel, o esa necesidad de ser reconocido y admirado...
Hay que reconocer que algunos niños han sufrido demasiado. Las barreras que rodean su corazón son demasiado fuertes; su
necesidad de ser reconocidos, de tener la madre o el padre amorosos que nunca tuvieron es demasiado poderosa. Han tenido que
protegerse demasiado. Quizá algún día tengan una experiencia —un flash de luz— que les ayude a descubrir que la comunión y
el amor existen; que ellos mismos son amados tal y como son. Un encuentro fortuito con una asistente social, un visitante de la
prisión, otro detenido... alguien que vea lo bueno que hay en ellos. Será toda una revelación. Ese muro psicológico no es inmóvil,
fijo y rígido; puede evolucionar y caer. El muro puede debilitarse paulatinamente para que la persona encuentre de nuevo esa
relación con su fuente.

DETRÁS DEL MURO: EL MUNDO OCULTO DEL INCONSCIENTE


Este mundo rechazado que el niño no tuvo la fuerza de llevar o de soportar permanece oculto en el fondo del ser humano. La
conciencia no tiene acceso a él. Todo parece olvidado. Por lo tanto, continúa controlando numerosas actividades humanas. Se
manifiesta a través de la ira y del miedo: pánico a ser abandonado, aplastado o ahogado por la autoridad, a través de una incapa-
cidad manifiesta de encontrar la buena distancia en una relación: se está o demasiado cerca o demasiado lejos. También a través
de una incapacidad para ver y comprender las necesidades del otro. A través de ciertos momentos de locura, de depresión, a tra-
vés de una incapacidad para estar en armonía con los demás y a través de iras irracionales ante determinadas personas.
Detrás del muro se encuentra ese mundo de angustia al que tenemos miedo y al que intentamos no mirar. No llegamos a aceptar
las pobrezas, los miedos, la vulnerabilidad que hay ocultos en él. Negamos la existencia de una parte de nosotros mismos —esa
parte en la que hemos sido heridos— que es frágil y débil. Es el mismo proceso el que nos hace ignorar la existencia de personas
pobres y desamparadas, y el que nos hace negar al pobre desamparado que hay en nuestro interior. Los gruesos muros de nues-
tro exterior encuentran sü fuente en esta separación del interior. La suciedad de las chabolas y de las prisiones es la imagen de
nuestra suciedad interior. Pero, ¿cómo acoger al pobre tanto en el exterior como en el interior de uno mismo?

3. DIFICULTADES DE LA RELACIÓN
Las consecuencias de esta herida primordial del corazón del ser humano y en consecuencia la construcción del muro psicológico
se manifiestan y son perjudiciales en las relaciones con los demás. Nos gusta comunicarnos con la gente que nos adula, nos reco-
noce y admira nuestros dones. Pero tenemos miedo de las personas que no nos reconocen, que no tienen confianza en nosotros,
que tienen miedo de nosotros, que nos juzgan e incluso nos acusan, porque perciben nuestros defectos a pesar de las máscaras y
de los personajes que hayamos construido con sumo cuidado.
Ahora veo bien cómo cuando estaba en la marina, estaba entregado al éxito y al reconocimiento de los superiores; me gustaba el
ideal y la fuerza que suponía esta vida. Mi primera preocupación no eran las personas. De igual forma, cuando dejé la marina,
quería entregarme a un ideal de paz y de vida cristiana; quería aprender filosofía y teología, pero no me interesaban fundamen-
talmente las personas. Es cierto que quería seguir a Jesús, conocerle, amarle, pero más por un ideal de vida que por vivir la comu-
nión. Me hizo falta tiempo para descubrir todas las heridas con respecto a la relación que había en mi interior, todos mis miedos
hacia los demás. Mandar, sí; enseñar, sí; obedecer, sí; aprender, sí; pero estar en comunión con los demás, ser vulnerable en rela-
ción con ellos me resultaba mucho más difícil. iHuía de las personas por un ideal! Me fue necesario un tiempo de formación espi-
ritual e intelectual para ir fortaleciéndome interiormente, para poder poner los pies en la tierra de los vivos y de las personas,
para aprender a escucharlas, a amarlas y a llegar a ser lo que soy en realidad. Todavía hoy encuentro dificultades para comuni-
carme, para no ocultarme detrás de un ideal. Me encierro fácilmente en mí mismo. Mis muros eran sólidos; poco a poco lo van
siendo menos, les una tarea tan ardua! Seguramente hay una inmensa vulnerabilidad y grandes miedos ocultos tras esos muros.
Percibo siempre cómo me invade la ira cuando, en una conversación, descubro que el otro está firme en sus posiciones intelectua-
les, políticas, sociales, filosóficas, religiosas que son radicalmente distintas a las mías, y que me agrede. Si no existe una comu-
nión o una atracción más profunda que esas diferentes posiciones, pronto descubro cómo se levantan mis mecanismos de defensa
y cómo surgen mis actitudes agresivas. Detecto que el tono de mi voz cambia. Ya no es un tono de acogida, de apertura, de escu-
cha, de ternura, sino un tono grave, más agresivo, ¿Por qué empiezan a actuar esos mecanismos de defensa? ¿Es por miedo a no
tener razón, por miedo a estar equivocado y a ser condenado? ¿Miedo a que se toquen esos prejuicios irracionales que hay en mí?
¿Miedo a que se piense que estoy encerrado en una ideología que me sirve?
A veces se produce en mí una energía fuerte, no canalizada. Se muestra como angustia o agitación. Me lleva a hacer cosas, a
organizar o a llevar a cabo mis proyectos. Me es difícil entonces permanecer, estar simplemente, estar en relación, abierto y aco-
gedor con el otro, ser vulnerable ante él, apacible y silencioso. No siempre conozco el origen de esta angustia, a veces es biológi-
ca o física (¿el hígado?), a veces psicológica, a veces espiritual. Pero está ahí, como un motor que funciona, no sabiendo cómo, ni
por qué, ni con qué fin. Me impulsa a actuar. Cuando hago cosas, tengo menos conciencia de esta angustia. La relación resulta
entonces difícil, por no decir imposible.
En esos momentos comprendo a las personas que padecen una psicosis. Cuando hay demasiada angustia acumulada, demasiada
confusión interior, hay que romper la relación; ésta parece aumentar la agitación; manifiesta la incapacidad de acoger con paz al
otro. Entonces le hacemos retroceder y la encerramos tras los muros.
En otros momentos mi cabeza está tan llena de ideas, de proyectos y de problemas, que no llego a acoger al otro ni a escucharlo;
paso de largo ante la belleza y las personas.

EL JUICIO QUE SEPARA


Durante una reunión en la que estuve presente, alguien reconocía sus dificultades en la relación: «Cuando veo rápidamente los
defectos del otro, lo juzgo, lo critico, lo rebajo, me siento superior; cuando me siento inferior, veo todas las capacidades y rique-
zas que él tiene y que yo no tengo, y me pongo celoso; entonces quiero acercarme a él para tomar sus riquezas, utilizarle para mi
bien. Tengo dificultades para establecer relaciones de igual a igual, para estar en comunión con el otro, simplemente recibiendo y
dando.»
¡Juzgamos al otro tan rápidamente! Tenemos una extraña capacidad para ver los defectos del otro, pero muchas dificultades para
ver y aceptar nuestros propios defectos. Con el juicio nos separamos de alguien, levantamos un muro entre nosotros, domina-
mos, nos consideramos superiores. Es evidente que todos tenemos miedo de aquel que, por su presencia, sus cualidades, sus acti-
tudes y sus palabras, nos manifiesta nuestras carencias y, como consecuencia, nos desvaloriza ante nuestros propios ojos, hacién-
donos palpar nuestras heridas, despertando nuestra culpabilidad. ¡Por lo tanto, debemos juzgar a esas personas, desvalorizarias,
apartarnos de ellas, antes de que seamos juzgadas por ellas)
Somos seres de relación en tanto que la relación nos sirve, en tanto que somos adulados, confirmados; mientras esa relación des-
pierta en nosotros fuerza o energía de vida. Pero cuando aparece algún malestar, cuando sentimos más o menos confusamente
que somos juzgados por el otro, se produce el miedo o la huida.
Estoy maravillado por un palabra perspicaz de Jesús: «¿Cómo miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la
viga que hay en tu ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano 6: "Deja que te saque la brizna del ojo", teniendo la viga en el tuyo?
Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano.» Todos somos pare-
cidos. Es fácil ver las debilidades del otro, pero el muro psicológico nos impide ver nuestras propias debilidades. Todos tenemos
una viga en el ojo que nos lleva a negar nuestras heridas y nuestras pobrezas. Estamos ciegos con respecto a nosotros mismos.

EL MIEDO A ABRIR NUESTROS CORAZONES


Las relaciones superficiales son fáciles: discutimos de política, de cocina, de deportes. Es como un pasatiempo, y así llenamos el
vacío. Hacemos cosas juntos: deporte, ocio, cine; colaboramos en el trabajo o en las actividades religiosas, políticas, sociales, etc.,
pero la puerta de nuestros corazones puede permanecer sólidamente cerrada. No permitimos que el otro se aproxime realmente a
nosotros. No la abrimos. No manifestamos verdaderamente quiénes somos. Sobre todo no manifestamos nuestra vulnerabilidad y
nuestras fragilidades.
Esto puede ser verdad tanto en actividades profesionales como en las de generosidad. Hacemos cosas por los demás, incluso
buenas cosas; les enseñamos, les cuidamos, les damos dinero, pero nuestro corazón permanece cerrado. Esta actitud puede ser
realmente necesaria en algunos casos. El médico no debe desvelar sus necesidades a cada enfermo; tiene un trabajo que llevar a
cabo. Por el contrario, un médico que no escucha realmente, que no percibe la angustia y el sufrimiento profundos de su enfermo,
que no tiene tiempo de acogerle tal y como es, y comprenderle, no será un buen médico. Si se queda sobre el pedestal profesional,
si sólo acoge al otro con la cabeza, pero evita acogerle con el corazón y con compasión, no podrá curarle bien. La actitud de la
compasión implica que uno se deja tocar por el otro, por sus sufrimientos, por el grito de su ser. El otro se siente entonces com-
prendido y amado en sí mismo, abre su corazón, tiene confianza. La terapia es, como consecuencia, verdadera; la curación está
más cerca. Pero la actitud de compasión requiere tiempo, paciencia, escucha; requiere una capacidad de aceptar a cada persona tal
y como es, tanto al pobre como al rico, al grato como al ingrato, al amigo o al extraño, al semejante y al diferente. Entonces se
cura a la persona y no solamente la enfermedad o una parte del cuerpo.
Todos hemos conocido hombres y mujeres absorbidos por su trabajo, esclavizados por sus responsabilidades, metidos en sus
ideas, sus libros, incapaces de escuchar, incapaces, sobre todo, de vivir la comunión. ¿De qué tienen miedo? ¿Por qué se quedan a
una cierta distancia de la gente? ¿Quizá les turba la relación? ¿Quizá tienen miedo de una relación que manipula, destruye y
ahoga? Han tenido que defenderse creando profundas barreras contra las relaciones demasiado transparentes.
La comunión es peligrosa para una persona que se siente demasiado débil, frágil e insegura. Tiene miedo de que si se le acerca
alguien con benevolencia, le vaya a tocar rápidamente sus heridas, sus tinieblas, sus pobrezas, para, finalmente, rechazarle. No
puede soportar la idea de revivir otro abandono y otro rechazo. Es mejor evitar cualquier relación que arriesgar el sufrimiento de
un nuevo abandono. Hay que mantener las barreras.
Otras personas tienen miedo de entablar una relación pensando que van a perder el control de la situación, que van a despertar
deseos en el otro, el cual se aferraría a ellas asfixiando su libertad y su independencia. Tienen miedo a ser devorados por el vacío
del otro, por su necesidad sin límites de ser amado.
La relación puede parecer igualmente peligrosa como consecuencia de los vínculos que existen entre comunión y sexualidad.
Algunos hombres huyen de las mujeres como consecuencia de una falta de integración de su propia sexualidad. El encuentro con
una mujer parece despertar en ellos tal sed de comunión, que no llegan a vivirlo sin entrar en un. mundo caótico y sin límites. Se
sienten obligados a esconderse tras los muros del poder y del saber. Por lo tanto tienden a rebajar a las mujeres, o bien a poner-
las en un pedestal en donde sean intocables. Lo mismo puede ocurrir con las mujeres que, consciente o inconscientemente, están
buscando amor y ternura. Huyen de los hombres como consecuencia de la ausencia de una fuerza y de una interioridad que les
permitiría mantener una buena distancia en la relación; huyen de ellos también porque quizá han tenido experiencias negativas
con los hombres, que sólo buscaban en ellas una relación sexual o una relación de comunión- posesión más que una relación
verdadera.
Otros se volcarán mucho en las relaciones, pero en las relaciones aparentes. Habrá multitud de palabras y de encuentros, incluso
relaciones de intimidad física, pero no podrán comprometerse de verdad en la relación porque tienen demasiada conciencia de sus
propias heridas y de su falta de amabilidad. ¿Tienen miedo de los sufrimientos que acarrea el compromiso? ¿Tienen miedo a
abrirse y a perder así cierta libertad? Me han hablado recientemente de una joven, profesionalmente competente, que decidió no
mantener nunca una relación con un hombre y no perder tiempo en el terreno afectivo. ¿Tenía demasiado miedo a ser vulnerable
ante alguien y a abrirle su corazón? Entrar en el vaivén de la comunión es algo peligroso. Supone un sufrimiento muy grande el
abrir el corazón y ser después rechazado. Pero, ¿quizá esta chica tenía miedo de no poder amar? ¿Le faltaba confianza en sí mis-
ma? ¿Tenía miedo de entrar donde no quería, miedo de fiarse, miedo de perder el control? ¿No es mejor formar una barricada
contra ese mundo emocional que se debió controlar mal en su momento? En el mundo de la relación, nunca hay una seguridad
absoluta. De todas formas, toda relación termina, al menos físicamente, con la muerte. ¿No es la muerte esa separación absoluta y
horrible? Podemos comprender a esa chica. Cerrándose en sí misma y en sus capacidades, va a privarse de lo más bello que hay
en la vida humana: la comunión de los corazones. Y después, si un día pierde su trabajo, si se encuentra incapaz de ejercer su
profesión como consecuencia de una enfermedad o de una pérdida de vigor, ¿qué le quedará? La amistad supone un riesgo pero,
¿no es arriesgada la vida? ¿No es la amistad una fuerza que nos es dada cuando gozamos de buena salud pero sobre todo también
cuando nos volvemos más pobres y débiles?

6 Mt 7, 3-5.
Existen también personas que están continuamente buscando ternura. Si no son objeto de atención amorosa, parecen caer en la
angustia, no viven. Es difícil vivir una verdadera comunión con ellas, pues tienden a manipular a los demás, incluso a desarrollar
enfermedades psicosomáticas para atraer la atención sobre ellas.

EL MIEDO AL POBRE QUE GRITA


Un día, en el bulevar Saint-Germain de París, una mujer me pidió: «¡Dame diez francos!». Me detengo. «¿Por qué necesita diez
francos? — ¡No he comido!— ¿Por qué no ha comido?» Entonces comienza a hablarme. Acababa de salir de un hospital psiquiá-
trico. Me habló un poco de su pasado, de su familia. De repente, me di cuenta de que si continuaba la conversación, que tomaba
un cariz personal, me exponía a pasar el punto irreversible de la relación. Estarla obligado a dedicarle tiempo, probablemente
mucho tiempo. Me dio miedo. Le di diez francos y me fui.
¿Por qué este miedo? Era una mujer con grandes expectativas, con graves dificultades personales, una mujer sola que había
vivido probablemente muchos abandonos. Necesitaba mucho tiempo y yo tenía mis compromisos. Con mucha frecuencia pone-
mos nuestros proyectos, nuestros programas como excusa para no ir al encuentro del pobre. Fue el caso del sacerdote y del levi-
ta en esa parábola del buen samaritano. Era mi caso también. Pero mis miedos provenían quizá del hecho de que temía no tener
éxito, no poder ayudarla, o, más profundamente, de que si entraba en la relación y la escuchaba, despertarla en ella unas necesi-
dades a las que no podría dar respuesta, necesidades de infinito. Esa mujer quizá necesitaba a un hombre que fuera padre, madre,
asistente social, amigo, hermano y, por qué no, marido. Su grito afectivo era como un abismo sin fin, era el grito del niño que hay
en ella llamando a voces a su padre y a su madre que la abandonaron o que la maltrataron. Tenía miedo de que mi vida cayera en
el inmenso abismo de sus necesidades, miedo de perder mi libertad, mi ser. Quizá también, simplemente no quería ser importu-
nado; tenía mis propios problemas y dificultades. No quería abrirme al sufrimiento del otro. «Se está mejor en casa.» Quizá ella
también, por su parte, tenía miedo. Quizá se preguntaba quién sería este hombre que entraba poco a poco en una relación con ella
y le escuchaba con seriedad. Quizá ya había sido engañada mil veces por los hombres; habi'a puesto su confianza en alguien y
después se fue. Quizá le daba pánico una relación, temiendo que el otro descubriera que era desagradable, y que la abandonase...
una vez más. Sus mecanismos de defensa podían impedirle entablar una relación. Quizá estábamos sujetos ella y yo a las dos
formas de pánico más fundamentales del corazón humano: el miedo al abandono y el miedo a ser devorado por el otro.

LA RELACIÓN QUE PROVOCA LA ANGUSTIA


Una experiencia dolorosa en El Arca me reveló con fuerza ese mundo de tinieblas que hay en mí. Se trata de Lucien, un hombre
con una deficiencia muy profunda, paralítico, sin poder hablar, incapaz de andar o de ocuparse de sí mismo y con incontinencia.
Durante treinta años había vivido con su madre, la cual se había ocupado de él con mucha paciencia y ternura. Ella le compren-
día. Descifraba cada uno de sus pequeños gestos o gritos. Respondía con amor. Era la única persona que le había tocado durante
treinta años ya que su padre había muerto cuando era joven. Un día, la madre tuvo que ser hospitalizada, y hubo que hospitalizar
también a Lucien, porque no había nadie que se ocupara de él. No entendía nada. Se veía de repente separado de aquella que le
amaba; estaba sumido en un mundo espantoso de desamparo. Como se sentía abandonado, gritaba su angustia. Así fue como vino
a El Arca. Cuando dejé la responsabilidad en la comunidad, estuve un año en el hogar de La Forestiére, en donde se acogió a
Lucien y a otras nueve personas con deficiencias profundas. A veces, Lucien penetraba en ese mundo de angustia. No se sabía
exactamente lo que desencadenaba la crisis, pero gritaba sin cesar. Sus gritos de angustia tenían un tono muy agudo; penetraban
en mí como una espada. ¿Quizá despertaban en mí la memoria de esas angustias y alaridos que tenía cuando era pequeño? No
sabíamos cómo apaciguar a Lucien, cómo ayudarle y aliviarle; no podíamos hacer nada. Su cuerpo se ponía tenso, crispado. No
podíamos acercarnos a él o tocarle. Y no queríamos darle ningún medicamento durante estas crisis. Era necesario escucharle. Yo
veía cómo emergían en mi interior no sólo mis propias angustias, sino también la violencia y el odio. Un mundo caótico se des-
pertaba en mi interior. A veces me hubiera gustado eliminarle, tirarle por la ventana. Me hubiera gustado escapar, pero no podía
porque tenía una responsabilidad en el hogar. Estaba lleno de vergüenza, de culpabilidad, de confusión.
Evidentemente, como estaba rodeado de otros asistentes, no podía hacerle daño ni golpearte; pero me resultó fácil imaginar que
pudiera haber niños maltratados por su madre o por su padre que debían ser hospitalizados en estado grave. Una madre sola, con
dos o tres niños, abandonada por su marido, depresiva, con muchas dificultades para vivir y trabajar, iestá en tal estado de inse-
guridad y fragilidad! Le cuesta trabajo soportar a sus hijos que gritan para pedir una relación, comunión y ternura. No puede
responderles, darles la ternura que necesitan, porque su pozo afectivo está vacío. Los niños continúan provocándola; gritan pi-
diendo amor. Sin que realmente lo quiera, su angustia se convierte en violencia; golpea porque no puede más. Después, prorrum-
pe en sollozos.
Hay también gente que, con su simple presencia, sin que lo quieran, provocan la angustia en el otro. Despiertan un mundo de
tinieblas en el otro. A una mujer frustrada porque no ha sido amada como mujer, y que tuvo que poner todas sus energías en el
éxito profesional, le costará trabajo soportar a una joven bella, solicitada, rodeada. La segunda revela a la primera sus carencias y
sus fallos. A una persona que ha sufrido numerosos fracasos habiendo trabajado mucho, le costará trabajo aguantar a otra que
triunfa sin trabajar. A un hombre rígido, moralista, que ha tenido que luchar contra sus propios desórdenes sexuales, le costará
trabajo soportar a una persona abierta y, según parece, muy libre en sus relaciones. Una persona que ha sufrido mucho con unos
padres autoritarios, controladores, rígidos, encuentra con frecuencia dificultades ante cualquier persona autoritaria. Una mujer
que ha sufrido abusos sexuales por parte de su padre encuentra dificultades en las relaciones con los hombres que pueden pare-
cerse a él. Quizá estas personas no podrán analizar lúcidamente las causas de estos miedos y angustias ante el otro; pero las vivi-
rán y correrán el peligro de rechazarle con violencia.
Debido a mi formación y a mi experiencia, poseo una forma de liderazgo fuerte y eficaz. Puedo tomar decisiones rápidamente.
Esta forma de dirigir es apreciada y admirada por algunos, pero he descubierto que puede poner en serias dificultades a otros. Mi
presencia, mi fuerza, despiertan en ellos angustias que no sospechaba. Mi forma de actuar les rebaja, les confirma en un senti-
miento de impotencia y de inutilidad. Sin quererlo, nuestro ser y nuestras actitudes provocan miedos y angustias en los demás.

EL MIEDO AL ENEMIGO
Esto me lleva a hablar del enemigo. Cuando hablo de enemigo no me refiero al enemigo de guerra. Me refiero a la persona cer-
cana, en mi familia, mi comunidad, mi vecindario, que suscita el miedo en m(, que me bloquea, que parece que me impide expan-
dirme y caminar hacia la libertad. Esta persona parece ahogarme, aplastarme, dominar mi vida, i Es una persona que me gustaría
que desapareciera del planeta para que yo pueda encontrar la libertad!
Lucien era para mí este enemigo. lEsos gritos de angustia despertaban mis propias angustias, angustias que parecían llenar mi
tórax, que hacían latir mi corazón con violencia, volviendo difícil mi respiración! Esta angustia desencadenaba sentimientos de
odio y de violencia sin que yo lo quisiera. No había pegado nunca a Lucien, el débil, porque no estaba solo; me encontraba en un
medio que me protegía, un medio que me llevaba a actuar según ciertas reglas; si no, habría sido deshonrado, juzgado, sumergido
en un sentimiento de vergüenza. No digo que, si hubiera estado solo, hubiera pegado a Lucien, pero es evidente que la comuni-
dad, con sus reglas y mi necesidad de mantener mi honor, me ayudaron a contener esa violencia. Esta experiencia do- lorosa que
he vivido con Lucien me ha hecho solidario con muchos hombres y mujeres encarcelados. Su violencia se desencadenó, pero no
estaban protegidos por un medio que favoreciera las reglas humanas. Su violencia les llevó entonces a matar, a hacer daño. Ellos'
han sido condenados, humillados. Yo estoy protegido. Pero en el fondo no hay ninguna diferencia entre nosotros. Tenemos la
misma capacidad para hacer daño a un débil. Descubrir nuestra capacidad de odiar y de hacer daño es muy humillante. No somos
una elite, i nada más lejos de eso! La gente que nos alaba por nuestro trabajo con las personas deficientes nos lleva a una confu-
sión todavía mayor, porque no solamente somos violentos, sino que podemos ser también unos hipócritas que llevamos máscaras.
Al mismo tiempo, esta humillación es algo bueno. Nos empuja a tocar nuestra verdad, nuestra pobreza. Y sólo la verdad puede
hacernos libres. Solamente cuando aceptamos ver y mirar ese mundo perturbado que hay en nosotros, podemos comenzar a
caminar hacia la libertad. Quizá descubrimos entonces que el enemigo no es el otro, el extraño, sino nuestros propios demonios
interiores. El enemigo está en mí. El problema no está en el otro; está en mí, ¿Cómo quitar la viga de mi propio ojo para poder
quitar la paja en el ojo ajeno? ¿Cómo admitir mi propia herida y dejar de llevar una máscara?

LAS ESPERANZAS QUE IMPIDEN LA COMUNIÓN


Una mujer casada me dijo un día: «Actualmente vivo con un hombre, pero no es lo mismo que cuando nos casamos».
Ella prosiguió: «En aquel momento estaba siempre pendiente de mí, estaba lleno de vida y de interés por todo lo que yo hacía.
Ahora, está deprimido». Qué difícil es acoger a la gente tal y como es con todo lo bueno y herido que hay en ella. Los padres
esperan mucho de sus hijos; los esposos esperan mucho el uno del otro. En El Arca, un responsable de hogar espera mucho de un
asistente nuevo. Si nos creamos una imagen del otro y no se corresponde con la realidad, nos decepcionamos y tendemos a re-
chazarlo. ¿No es lo que pasa cuando una madre da a luz un hijo con una deficiencia? No se ajusta a sus sueños. Muy a menudo,
puede no aceptarlo. La imagen que tenemos del otro, o la imagen de lo que quisiéramos que fuera, impide la comunión. Ésta echa
raíces en la realidad, no en los sueños. No podemos estar en comunión con alguien si no le aceptamos tal y como es.
Cada uno de nosotros, con nuestra historia, nuestras heridas, tenemos dificultades en las relaciones. Lo sabemos. La cuestión es
saber cómo podemos destruir esos muros que nos separan a unos de otros, para crear la comunión durante las diferentes etapas
de la vida.

III. LAS ETAPAS DE LA VIDA

1. LA INFANCIA: LA EDAD DE LA CONFIANZA


EL NIÑO, UN SER DE CONFIANZA
Yo no soy padre de familia y no he vivido con niños, aunque en algunas comunidades de El Arca, sobre todo en las de Haití,
América Latina, África y Filipinas hayamos acogido a niños, pero me he sentido motivado en determinados momentos a seguir-
les en su desarrollo humano. Sobre todo, he podido constatar la necesidad que tienen de un medio de vida seguro y amoroso para
que su crecimiento sea armonioso. Por último, la pedagogía que nos ha llevado a vivir en El Arca con los adultos es una pedago-
gía universal, aplicable a los niños y a los adultos según las diferentes modalidades.
En nuestra comunidad de Tegucigalpa (Honduras), hemos acogido a Claudia, una niña ciega y autista. Cuando era pequeña, fue
abandonada en el hospital psiquiátrico San Felipe. Llegó a la comunidad cuando tenía siete años y había perdido todos sus pun-
tos de referencia; estaba desestructurada, fragmentada, con una inseguridad total. Parecía completamente loca; gritaba por la
noche y se comía sus vestidos. Nadine, Régine y Doña María la acogieron con Marcia y Lita, que también tienen una deficiencia
mental. Conforme pasaban los meses y los años, a veces llenos de dificultades y conflictos, Claudia tuvo la oportunidad de descu-
brir que era respetada y amada, que tenía un sitio. Pudo encontrar seguridad y confianza. Actualmente, casi veinte años más
tarde, sigue autista y ciega, pero vive en paz y armonía. Trabaja en el taller, es una joven tranquila y, creo yo, feliz.
La vida de Claudia, como la de todo ser humano, es una dialéctica entre seguridad e inseguridad: demasiada seguridad asfixia, no
se vive, se está demasiado confortable, no hay riesgo, no se avanza. Pero si hay demasiaba inseguridad, con los miedos y las an-
gustias que conlleva, tampoco se vive. Para que el niño se desarrolle armoniosamente, es preciso que los miedos y los traumas
sean reducidos en la medida de lo posible: necesita una tierra sólida y tranquilizadora. Esta tierra es, en primer lugar, la calidad
de la relación con sus padres o sustitutos parentales y la calidad de la relación en la pareja; después lo será la totalidad del medio
de vida que rodea al niño.
Como la infancia es el período de la adquisición, es necesario que el niño pueda adquirir una cosa tras otra sin contradicciones.
No es bueno que una persona le diga una cosa y otra la contraria. Él tiene su lógica, lo que le permite captar las contradicciones,
pero no tiene la fuerza o la interioridad para soportarlas. Le es necesaria una cierta permanencia, regularidad y coherencia. Como
no tiene seguridad en sí mismo para avanzar en la vida, necesita encontrarla teniendo confianza en los demás, en sus padres, que
están ahí para protegerle, guiarle, confirmarle y amarle. ' Esta confianza fija las bases de la personalidad, es su raíz misma. Le
permite tener seguridad y confianza en sí mismo.
Le da la estabilidad, la fuerza y las convicciones necesarias que le permitirán poco a poco acoger e integrar lo real, descubrir
quién es, cuáles son sus raíces, su lengua, su religión, los valores y las tradiciones de su familia. Sabiendo quién es, puede descu-
brir lo que está llamado a ser.
Esta confianza exige comunicación y diálogo. El niño habla y expresa sus deseos no solamente a través de las palabras, sino
también a través de los gritos, con su cuerpo, con todo un lenguaje no verbal. Al vivir en El Arca con hombres y mujeres entre
los cuales muchos no pueden hablar, debemos estar muy atentos a este lenguaje no verbal. Si bien Claudia no hablaba, expresaba
sus deseos, su ira y sus sufrimientos a través de su cuerpo y de sus gritos. Si los deseos del niño no son escuchados o comprendi-
dos en un momento dado, ya no los volverá a expresar más. Se encerrará en sí mismo, morirá interiormente. Para que el niño
pueda vivir la confianza, necesita sentirse comprendido. Es necesario también que los padres o sustitutos parentales le hablen. Lo
peor para un niño es evitar abordar ciertos temas con él porque se dice que «no puede entenderlo». Por ejemplo, no se le habla
de la muerte de la abuela. El niño vive entonces en una cierta confusión, el mundo se vuelve caótico para él, nada tiene sentido;
pero si los padres tratan con él las cuestiones que plantea y le hablan, descubre así que el mundo y la vida tienen un sentido. En
esto radica la esperanza.
El niño que no vive una relación- de confianza y a quien no se le explica nada, se encuentra solo, terriblemente solo. Se encierra
tras los muros de sus miedos y angustias. Pierde contacto con la realidad y debe esconder cosas, mentir para vivir y sobrevivir.
El disimulo se convierte en un hábito. La única verdad que existe para él es la que inventa.

EL NIÑO NECESITA UNA EDUCACIÓN


Claudia necesitaba una educación que le ayudara a no cerrarse en sí misma, lo cual, con su autismo, era su tendencia natural.
Había que luchar con ella para que no se destruyera sino que descubriera su valor, su belleza y su capacidad de crecimiento.
Cuando se está convencido de que no se es bueno para nada, hace falta mucho tiempo y una vida relacional amorosa para descu-
brir lo contrario.
Después de varios años de vida con Nadine, Régine y Doña María, Claudia encontró una cierta paz. Pero las tres responsables no
habían considerado bueno insistir para que participara en el trabajo de la comunidad. Animadas por el médico de la comunidad,
decidieron finalmente que debía ocupar su puesto con los demás en las actividades de la casa. Esto provocó una crisis enorme.
Claudia no quería salir de su mundo, en el que encontraba un cierto confort Cuanto más se encierra un niño en su mundo, mayor
es la crisis que se produce cuando se le incita a la apertura; necesita mucha ayuda, firmeza y ánimo para que pueda dar ese paso
doloroso. Necesita tener confianza en el adulto. No se le puede obligar al niño a crecer y a abrirse con miedo. El miedo cierra; la
confianza y la comunión abren. Actualmente, Claudia trabaja en el taller con una cierta eficacia y alegría.
Una de las cosas que destruye la confianza es el doble mensaje. Éste es la manifestación de una falta de coherencia en el adulto:
exige algo al niño, pero vive lo contrario. El niño actúa con mucha frecuencia imitando al adulto en quien tiene confianza. Si hay
discordancia entre vida y palabra, el niño se sumerge en la confusión; no puede avanzar; se ve obligado a encerrarse en sí mismo.
Hace algunos años, para hacer una película de vídeo, entrevisté a unos adolescentes de quince años que tenían dificultades. Abor-
daba con ellos cuestiones más o menos difíciles hasta que les pregunté: «¿Y la droga?». Tres de ellos habían conocido este mun-
do. Les hice hablar de su experiencia. «¿Cómo reaccionaron vuestros padres?» «Se pusieron furiosos», me respondieron. «¿Y
vuestra reacción ante las iras de vuestros padres?» Uno de los jóvenes me miró con ojos vivos y dijo: «Señor, ¡mi padre es al-
cohólico!». Sentía toda su agresividad. Es como sí me dijera: «¿Cómo va a atreverse mi padre a irritarse conmigo cuando él mis-
mo es alcohólico?». Éste es el doble mensaje. Decir una cosa, vivir otra. Si el padre hubiera dicho: «Hijo mío, no hagas como yo.
Yo he hecho sufrir demasiado a tu madre», habría sido verdad y el diálogo seguiría abierto.
Un niño lo ve todo, lo percibe todo, incluso aunque no posea los conceptos y el lenguaje que le permitan verbalizarlo. Percibe
sobre todo las incoherencias y las injusticias. Éstas rompen la confianza
Una de las dificultades que se encuentran en la educación y en la vida junto a las personas con una deficiencia mental es la nece-
sidad de comprenderlas y de estar con ellas adaptándose a sus capacidades y a sus posibilidades reales, tratarlas no como a mi-
nusválidos ni como a personas que tienen pleno uso de sus facultades. En los comienzos de El Arca, caí en esa trampa por igno-
rancia. Era necesario que aprendiera a escucharlas, a tener confianza en sus juicios. Si se está con ellas realmente, entonces saben
que pueden tener confianza
Una de las mayores dificultades para los padres es modificar la educación de sus hijos según su crecimiento y su edad. A veces,
tratan a un niño de siete años como si todavía tuviera cuatro, o a un niño de diez como si tuviera seis. El niño se siente en segui-
da humillado, porque ve que sus padres no le escuchan y no le entienden, que no tienen confianza en él. Cuántas veces los padres
no se dan cuenta de los pequeños gestos de bondad y de amor que les manifiesta el niño. Esta falta de atención le hiere profun-
damente.
Pero cuando el niño se siente amado y comprendido, cuando siente que sus padres tienen confianza en él, y encuentran placer en
su presencia, cuando tienen tiempo para jugar, reír y dialogar con él, entonces el niño acepta más fácilmente las observaciones,
las amonestaciones, incluso los castigos que se le puedan imponer para su educación. El niño tiene necesidad de integrar los
límites de ciertas acciones. Necesita descubrir que hay algo que se llama la ley. Hay cosas que no debe hacer: ¡no debe pegar a su
hermanito! Igual que va a descubrir que hay cosas que tiene que hacer para ayudar a su hermanito; entonces se alegra de la ale-
gría que produce, no solamente a su hermanito, sino también a sus padres. Cuando no hay una verdadera educación, el niño sien-
te que se ha convertido en el dueño de la situación. Grita, es violento o rompe sus juguetes hasta que consigue lo que quiere.
Sabe lo que tiene que hacer para atraerlo todo hacia él. Si el niño no descubre que existen límites, le será muy difícil más tarde
mirar a los demás como personas, como sujetos que también tienen sus necesidades. Siempre tratará de ser el dueño único de la
situación para conseguir lo que quiere. Este tipo de situación es particularmente difícil y peligrosa cuando el niño vive solo con
su madre, la cual tiene una carencia afectiva como consecuencia de la ausencia o de la actitud del marido. Corre el peligro de
depender afectivamente demasiado del niño. Éste, por tanto, descubre el poder que tiene sobre ella y su capacidad de manipular-
la.
He tenido ocasión de hablar con padres de adolescentes que se drogan o que están en el mundo de la delincuencia. A veces les
resulta muy difícil mantenerse firmes, no sucumbir al chantaje y darles dinero. No viven; han estado siempre dedicados a lo que
llaman la desgracia de su hijo o hija. Quieren impedir a toda costa que su niño caiga en el abismo. Pero el niño sólo puede iniciar
la recuperación si respeta a sus padres, si confía en ellos como en los seres que tienen la llave de su autonomía. Si descubre que
sus padres le aman lo bastante como para decir no.
La educación requiere mucha perseverancia y fuerza, no una fuerza brutal, sino una fuerza de dulzura que surge de la comunión
y de la confianza: la certeza en el niño de que es comprendido, amado, y que el adulto desea su felicidad. Me quedé horrorizado
un día cuando visité una institución y vi a un educador utilizando un instrumento para producir electrochoques a un niño que se
golpeaba. La teoría que justifica esta práctica se llama «modificación del comportamiento». Para que un niño modifique su com-
portamiento o para animarle a hacerlo mejor, se le transmite una sensación desagradable o agradable según se trate de modificar
o de fortalecer un comportamiento. De esta forma, se espera que el niño en cuestión no se golpee más, porque habrá descubierto
la relación entre el hecho de golpearse y la sensación desagradable producida por el electrochoque. Evidentemente, si se ama al
niño, hay que animarle a que haga cosas buenas y desanimarle para que no haga cosas malas, y se puede utilizar para eso el sis-
tema universal de los castigos y las recompensas. Pero, en ese caso, era evidente que el educador no amaba al niño, no tenía em-
patía con él, si no, no habría podido hacerle tanto daño. El electrochoque era como una tortura. Tal sufrimiento no podía curar al
niño. Si éste se golpeaba es porque vivía unas angustias que provenían de un sentimiento de soledad, de rechazo y de culpabili-
dad. La acción del educador no podía sino reforzar sus angustias. Quizá el niño dejara de golpearse, pero para encerrarse sin
duda más todavía tras los muros de una psicosis.
La experiencia en El Arca nos muestra que no se pueden detener estos gestos de automutilación que surgen en mayor o menor
grado del miedo y del desprecio de sí sino a través de largos años de cuidados, de atención, de amor, a través de un equipo unido
y lo más permanente posible, que llegue a crear vínculos de confianza con la persona que sufre.
Lo más importante en la educación es la imitación. Cuando el niño está en comunión con sus padres y tiene confianza en ellos,
intenta imitarlos. Aprenderá también el lenguaje y los gestos esenciales de la vida. Los padres son los modelos. El niño parece
incluso detectar e imitar los defectos de los padres al igual que sus cualidades. Cuando se ama a alguien, se intenta inconsciente-
mente adoptar sus actitudes.

LA EDUCACIÓN A TRAVÉS DE LA UNIDAD DE. LA PAREJA


Amar a un niño no es exclusivamente tener una relación de confianza recíproca. Es ayudarle a desarrollarse, a que sea responsa-
ble, autónomo, a ser él mismo, libre, capaz de actuar en el amor; en suma, ayudarle a convertirse plenamente en una persona. El
afecto a un niño puede entorpecer su crecimiento hacia la libertad y la responsabilización de sí mismo. Una educación demasiado
afectiva puede volverse manipuladora; la comunión se convierte entonces en posesión.
El niño tiene necesidad de seguridad, la seguridad de ser amado. Necesita sentir el impulso de sus padres para crecer y ser res-
ponsable. Necesita sentir esa confianza. Esta educación es la mejor cuando los padres se aman, cuando existe entre ellos ternura
y unidad, cuando cada uno de ellos quiere a su hijo no desde un vacío afectivo, sino desde un corazón lleno, y cuando cada uno
ejerce la autoridad según su propio carisma, complementario al carisma del otro.
Los conflictos y las divisiones entre los padres sumergen al niño en la inseguridad y la división interior pues necesita de su padre
y de su madre. No puede comprender el conflicto; puede creer incluso que él es la causa, y culpabilizarse.
En nuestra comunidad de Burkina Faso, hemos acogido a Karim. Su madre murió al nacer él y fue llevado a un orfanato. A los
tres años tuvo una meningitis y le separaron de los demás niños. La enfermedad le dejó graves secuelas: Karim no podía ni ha-
blar ni caminar y su inteligencia estaba afectada. En el orfanato se le dejó solo durante largos años. En su angustia, comenzó a
golpearse la cabeza. Cuando llegó a nuestra comunidad, descubrió poco a poco que era amado, que era capaz de realizar ciertas
actividades. Quiso vivir. Dejó de golpearse la cabeza. Pero algunos años más tarde, cuando se produjeron conflictos entre los
asistentes, volvió a hacerlo. La falta de unidad a su alrededor le volvía a sumir en la inseguridad y en la angustia.

LA FE EN EL DESARROLLO DEL NIÑO


Una de las dificultades que tiene el niño es la de aceptar los límites de sus propios padres. Al comienzo de la vida del niño, los
padres lo son todo para él. Son Dios. Toda la vida está mediatizada por ellos. Le alimentan, protegen, instruyen, sostienen al
niño y le dan el lenguaje. Después se producen las decepciones; la comunión y los corazones son heridos y rotos por los antago-
nismos, las luchas y las iras. El niño ya no se siente comprendido. Se vuelve agresivo o depresivo. Se siente abandonado o poseí-
do. Del pedestal en el que había situado a sus padres, les hunde en los abismos. En este momento, el niño se encuentra muy solo
y corre el peligro de condenarse a sí mismo. A veces encuentra un sustento en sus hermanos y hermanas, en sus amigos del cole-
gio, en una tía, en el padrino, en la madrina o en el maestro del colegio.
Lo que, sobre todo, puede ayudarle a acoger los defectos de sus padres es una fe en Dios que le hace consciente de que, más allá
de sus fallos, hay una justicia, un amor, una luz de verdad, y que ellos no son Dios. Entonces no se siente juzgado por una ley
suprema: la de los padres, la del colegio o la de la sociedad. La vida no es una serie de obligaciones; hace falta o no hace falta
hacer esto o aquello. La vida es comunión con un Dios oculto en su corazón, un Dios que es bueno, incluso aunque los padres no
lo sean; un Dios que perdona, incluso si los padres no lo hacen. Esto va a permitir al niño situar lo absoluto en su lugar preciso,
no en sus padres, en su cultura, en su raza, en su clase social, ni siquiera en su porvenir o en sus proyectos de estudios. Esto
implica que haya sido introducido pronto en un conocimiento de Dios a través de su corazón y que haya podido vivir una comu-
nión con Él. El niño descubre entonces a Dios, no como el fruto de sus esfuerzos y de la obediencia a la ley, sino como la fuente
de su propia vida. Esta comunión con la Fuente es a veces más accesible para el niño, pues tiene menos barreras interiores, me-
nos orgullo, menos necesidad de probarse y de satisfacerse a sí mismo. En resumidas cuentas, vive más cerca de la comunión.
La fe permite que se desarrolle la conciencia personal del niño. Le permite ser él mismo, descubrir que es amado más allá de sus
padres, que posee un valor más allá de la sociedad y de lo que los demás pueden pensar p querer de él. Le permite desarrollar su
libertad interior. No necesita vivir solamente en y a través de la mirada de los demás.
Pero para que el niño viva en la fe, es necesario que ésta sea transmitida como vida y como espíritu. Cuando la religión está al
servicio solamente de la moral y del orden, y no al servicio de la comunión y del amor, se vuelve opresiva. El niño siente que sus
padres quieren que él aprenda la religión para que sea sabio, para que les obedezca más. Entonces la religión asfixia, no es más
que una serie de leyes a las que hay que someterse. El niño siente la hipocresía de esta actitud. No puede soportar una religión
falsa que está al servicio de una autoridad de control. Como contrapartida, si el niño descubre la fe como confianza en una Perso-
na, más allá de sus padres, su corazón se abre a la comunión universal.
Los padres, o los demás, sólo pueden transmitir la fe si el niño ve que la fe de sus padres (o la de los demás) les hace más humil-
des, más amorosos, más pacientes, más abiertos, más confiados, más «buenos». Les permite pedir perdón al niño cuando han sido
duros o injustos, críticos o hipócritas, cuando no han puesto en práctica lo que le exigen al niño. El niño es terriblemente sensi-
ble a la verdad. Siente la hipocresía, la mentira o las injusticias. No puede comprender cómo los padres que apelan a la fe pueden
vivir lo contrario. Es por lo que muchos niños de nuestra época rechazan la fe como si no tuviera ningún valor humano, como si
fuera una ilusión.
2. LA ADOLESCENCIA: LA EDAD DE LA BÚSQUEDA, DE LA GENEROSIDAD. DEL IDEAL
El tiempo de la adolescencia es un tiempo muy rico. Es un tiempo de búsqueda, de transición entre la tierra de la
«familia recibida» y la tierra de la «familia escogida». Es un tiempo de inestabilidad y a veces de temor, pero también de espe-
ranza.
Para mí la adolescencia estuvo dominada por mi elección de ser marino, que fue la opción por una profesión. Esta elección me
permitió abandonar a mi familia en buenas condiciones. Me fijó una motivación fuerte y clara. Me llevó a ir hasta el final de mis
fuerzas físicas y de mis capacidades humanas, a través de todo un mundo de competitividad, promoción y generosidad. Estructu-
ró también mi cuerpo y mi espíritu. Pero esta elección me empobreció en el ámbito relacional. Mis energías estaban tan dirigidas
a la eficacia y al éxito que no tenía tiempo de crecer emocionalmente y en el plano relacional fuera de las amistades que me unían
a mis hermanos oficiales.
Hablando con estudiantes de medicina y con los que se orientan hacia otras profesiones clásicas, descubro que ellos también se
sienten motivados y apasionados por sus estudios. Por eso mismo su vida está estructurada, poseen una identidad que proviene
de su futura profesión, pero que a veces va en detrimento de su vida relacional. Como contrapartida, los jóvenes que no tienen
intereses particulares ni en el deporte, ni en el arte, ni en los estudios, que no saben lo que quieren hacer más tarde, que no han
podido hacer una elección, pueden estar un poco perdidos; sus energías se dispersan. Los amigos y el tiempo libre captan toda su
atención. Por el contrario, a veces tienen una experiencia cultural y relacional más rica y pueden estar más abiertos a los demás
que los. primeros.
El sufrimiento de muchos adolescentes proviene de su falta de confianza en ellos mismos. Los adultos parecen tan seguros, tan
fuertes, tan capaces; ellos necesitan ser confirmados. Personalmente, he tenido mucha suerte. Cuando quise entrar en la marina
con trece años, en 1942, en plena guerra, tuve por supuesto que hablar de ello con mi padre. Era un tema particularmente delica-
do en un período en el que los submarinos alemanes hundían un navio aliado de cada tres, pues vivíamos en Canadá y la escuela
de futuros oficiales de la marina de guerra británica se encontraba en Inglaterra. Hacía falta, pues, atravesar el Atlántico. Mi
padre me preguntó por qué quería entrar en la marina. Yo no sé lo que le dije, pero me acuerdo de su respuesta: «Confío en ti, si
tú lo quieres, tienes que hacerlo». Me he dado cuenta mucho tiempo después de que sus palabras me dieron vida. Habría aceptado
que me dijera «espera, en pocos años podrás entrar en la escuela naval de la marina canadiense». Pero habría perdido confianza
en mis intuiciones. Su confianza en mí me dio confianza en mí mismo y ésta me ha ayudado a vivir plenamente el desafío. No
quería traicionar su confianza.

LOS AMIGOS
Hace algunos años, veinticinco adolescentes entre catorce y dieciocho años, hijos de asistentes de El Arca, se encontraron duran-
te un tiempo para compartir y hacer vida en común durante las vacaciones. Me pidieron que les hablara del sentido del sufri-
miento. Estaba maravillado de ellos. Había conocido a muchos de sus padres antes de que se casaran y i me sentía un poco como
su abuelo! Ninguno de ellos pensaba comprometerse más tarde en El Arca, pero todos expresaban su alegría de vivir en esta
comunidad. Todos habían tenido contacto con personas con una deficiencia. Existía una gran amistad entre ellos. La adolescen-
cia es el tiempo de la amistad. Los amigos son los intermediarios entre el calor y la protección familiares y la tierra nueva todavía
no escogida. La amistad es una riqueza. Abre el corazón, da seguridad, posibilita la audacia y el riesgo. Pero también es verdad
que los jóvenes pueden encerrarse tras los muros de la amistad. Estando bien juntos, los amigos se esconden así de los adultos;
ocultan a veces su desesperanza. Forman un grupo aparte.
Los adolescentes están en un proceso para dejar la tierra familiar recibida. Buscan una nueva tierra en la que puedan echar sus
raíces. Este período de transición es como un paso, un viaje. Quieren encontrar un sentido a su vida. Abandonando a sus padres,
quieren algo nuevo, mejor, más bello. Buscan un ideal de vida.

EL IDEAL
A veces crece la rebeldía en sus corazones. Algunos jóvenes no pueden aceptar los valores de sus padres. Su agresividad se vuel-
ve contra la sociedad que parece hipócrita. Se sienten traicionados. La sociedad, excesivamente organizada, no parece conceder-
les un puesto. En mayo de 1968, los jóvenes se rebelaron contra la institución demasiado pesada, contra la autoridad que aplasta.
Querían demostrar que ellos también podían tomar decisiones, hacer cosas nuevas, abrir caminos nuevos.
Actualmente me siento impresionado por los jóvenes que están inmersos en un ideal de generosidad: ideal de justicia para con los
países más pobres, ideal ecológico, ideal espiritual y de compasión, ideal de paz. Muchos están dispuestos a sacrificar su bienestar
individual para integrarse en organizaciones humanitarias. Otros están desanimados y se encierran en su desaliento. Otros, por
el contrario, quieren poner orden en una sociedad que se fragmenta comprometiéndose en movimientos políticos o religiosos,
conservadores y muy estructurados.
Mi experiencia me demuestra que hay dos tipos de ideal: uno, más orientado a las ideas y a las estructuras; otro, más orientado
hacia las personas. El primero tiende a ser militante, pretende reformar las estructuras de la sociedad y se basa en una buena
organización. El segundo acentúa la escucha, la presencia y la bondad. Los jóvenes que se comprometen con las personas tienden
a vivir más en la realidad humana que los que se comprometen con las ideas en las estructuras.
La toma de conciencia del desorden del mundo se ve acentuada en algunos jóvenes por la percepción del desorden interior que
tienen ellos mismos. Sienten la división y la confusión que provienen de las divisiones familiares, de los conflictos entre sus pa-
dres. Se sienten perdidos y frágiles por esos conflictos. Un cierto número de ellos se ven también fragmentados interiormente
por sus propios deseos sexuales y por el miedo a la muerte. El aprendizaje de la sexualidad nunca es una realidad fácil. Toda
persona está herida en su vida relacional, por lo que puede estarlo mucho más en su vida sexual.
Mace algún tiempo trabajaba con un grupo de profesores de un instituto. Cada mes abordábamos juntos cuestiones que afectaban
a los adolescentes. Un día hablamos de su desconcierto ante la sexualidad. Hay una educación sexual que se recibe en el medio
familiar además de lo que aprenden a través de la televisión; están sus propias emociones y lo que escuchan a sus amigos del
colegio. ¿Cómo ayudarles a descubrir el sentido de la sexualidad humana? Pregunté a los profesores que dónde se hablaba de ello
en el colegio. «En biología», me respondieron. Todos los profesores admitieron que no era suficiente, pero confesaron que no
sabían hablar de ello. No es extraño que tantas personas estén confusas en este terreno. ¿Qué es posible? ¿Qué está bien? ¿Qué
puntos de referencia? ¿Qué construye? ¿Qué destruye? El poder de atracción hacia el otro sexo, el poder del deseo, la necesidad
de una comunión más plena con otra persona (sobre todo si la persona vive en un ambiente conflictivo en el que no se siente
amado) llevan a algunos a tener relaciones sexuales con personas con las que no se tienen vínculos profundos de amistad; son
relaciones pasajeras, sin amor. La sexualidad aparece entonces como un poder desordenado, que no tiene sentido humano. Una
joven me dijo: «Cuando quiero destruirme trato de vivir una relación sexual que no pueda acabar en una verdadera relación».
Otra mujer, sumida en el mundo de la delincuencia, me confesó: «Cuando odio a un hombre me acuesto con él», con un sobren-
tendido «así lo tengo en mi poder»,
De esta forma, la sexualidad humana es un mundo complejo, la unión física puede tener la apariencia de comunión como la reali-
dad de la decepción, de la separación, de la desdicha. Entonces puede ser destructiva para uno mismo, para el otro. La pornogra-
fía, los sex-shops, los abusos sexuales, las violaciones, muestran hasta qué punto algo que es bello cuando es un don del corazón al
servicio de la vida y de la comunión, puede ser orientado hacia la muerte.
El sida es una enfermedad que produce mucha confusión. El esperma y la sangre, llamados a dar la vida, traen la muerte. No es
extraño que nuestro mundo se sienta perdido ante este poder que parece caótico desde muchos puntos de vista. Muchas perso-
nas, no obstante, desde su juventud, tienen la intuición de que su sexualidad tiene algo de sagrado y no quieren entregársela a
cualquiera. La sexualidad humana implica un vínculo sagrado.
Una joven que había vivido numerosas experiencias con hombres y con la droga me habló de un joven que conocía bien: «Me
ama por mí». Algunos jóvenes distinguen bien entre un verdadero y un falso amor; saben lo que es verdad. Ahí radica, por otra
parte, su fuerza. Perciben rápidamente la hipocresía y los dobles mensajes; tienen un juicio a veces muy seguro. Su sufrimiento
consiste muchas veces en sentirse demasiado débiles, demasiado incapaces de ir hacia la luz. Se les conduce hacia otra cosa. No
tienen la fuerza de amar. Ahí está la fuente de su desaliento.
Existe también el desorden de la muerte, que algunos encuentran muy pronto en su vida. Yo personalmente no he encontrado la
muerte durante mi adolescencia. Por supuesto que sabía que la muerte existía, pero no he sido afectado por la muerte de perso-
nas cercanas. He podido constatar, no obstante, ta reacción de ios jóvenes de cara a la muerte de un amigo en el colegio sobre
todo cuando se trataba de un suicidio. La muerte parecía entonces algo repulsivo e insoportable, signo del caos de nuestro mun-
do. ¿Por qué vivir un ideal y amar si todo termina con la muerte?

LA LEY Y EL GUÍA ESPIRITUAL


Muchos adolescentes, con todas sus fragilidades, quieren vivir plenamente. La vida, bajo la forma de búsqueda y de esperanza, es
fuerte en ellos. Quieren construir el porvenir. Quieren tener un lugar en el mundo a través de un ideal de vida. Sus propias fragi-
lidades, incrementadas por un sentimiento de caos tanto en su interior como en su exterior, les empujan hacia un ideal y a la
búsqueda de una ley para alcanzarlo. Pues saben que no tienen la fuerza ni la experiencia necesarias para caminar solos. Necesi-
tan una formación humana intelectual y espiritual, una disciplina que les ayude a estructurarse y a alcanzar su ideal.
Algunos de estos jóvenes entran en sectas. En Quebec, me hablaron de la existencia de ¡ochocientas sectas! Los jóvenes, frágiles
e inseguros, se sienten más tranquilos por la rigidez de la ley sectaria, por las certezas enunciadas por el gurú y todo el grupo.
No son los movimientos, políticos o religiosos, menos exigentes los que atraen hoy a la mayor parte de los jóvenes. La mayoría
quiere hacer algo bello con sus vidas, busca lugares en los que pueda encontrar un sentido a su existencia, tener una formación
humana e intelectual seria, y una disciplina que le ayude a ser más. Saben que, si quieren hacer algo bueno en la vida, tienen que
trabajar; hay que someterse a las exigencias y a la disciplina.
Esos jóvenes buscan verdaderos testigos que vivan lo que anuncian. Buscan auténticos guías que sean intermediarios entre sus
propios padres, su vida familiar y la vida en sociedad; guías que les ayuden a integrar la ley, que les hagan descubrir que la ley no
es algo abstracto, lejano, que viene de lo alto, sino que está inscrita en la realidad humana. A veces puede parecer rígida, pero es
necesaria para el desarrollo del ser humano, para encontrar una identidad clara, para permanecer abiertos a los demás, igual que
las reglas y la disciplina son necesarias en el deporte y los estudios.
Por mi parte, fui ayudado por el padre Thomas Philippe cuando dejó la marina en 1950. Desearía que muchos jóvenes pudieran
encontrar un apoyo como ése. Necesitaba ese modelo que me ayudó a descubrir cómo orientar mi propia vida, necesitaba a ese
maestro en humanidad y en filosofía para ayudarme en la formación de mi inteligencia; necesitaba a ese padre espiritual para
ayudarme en mi camino de fe, que me amó y me dio confianza en mí mismo.

BELLEZA Y POBREZA DEL ADOLESCENTE


Los adolescentes son igual de sorprendentemente tolerantes unas veces, como de terriblemente intolerantes otras. Muchos son
tolerantes, pero esa tolerancia es a veces fruto de un ideal que les ha decepcionado. No creen que las cosas puedan ir mejor. No
tienen fuerza para luchar por un mundo mejor. Al no tener un ideal, su tolerancia puede provenir de una cierta decepción, de un
cierto desaliento; puede provenir de una cierta cerrazón y de una cierta desconfianza con respecto a los adultos. Otros, por el
contrario, son terriblemente intolerantes. Critican a todo el mundo. Pueden ser muy sectarios, muy duros. A veces desarrollan
actitudes de rechazo y de violencia con los extranjeros. Pueden encerrarse en las leyes y en las convicciones, sin apertura, sin
intentar comprender.
Existe una verdadera belleza en la adolescencia; es el tiempo de la búsqueda y de la apertura, el tiempo del ideal, el tiempo de la
generosidad y del heroísmo, el tiempo orientado hacia el porvenir. A la vez, existe la pobreza de la adolescencia, los miedos a
avanzar, la falta de confianza en sí, los temores a no triunfar y la cerrazón y el rechazo a buscar. Este período puede convertirse
en una época de inmenso miedo y de debilidad, i Es tan difícil a veces echar raíces en una tierra concreta y hacer opciones! El
porvenir político y social de nuestra época ¡parece tan difícil! Cada vez hay más jóvenes en paro. Y, al mismo tiempo, los jóvenes
tienen demasiadas oportunidades de elección, iestán solicitados por tantos frentes! A veces lo quieren todo e inmediatamente, sin
esperar, sin ningún esfuerzo. Elegir es morir un poco, es renunciar a otras realidades. Por eso les cuesta trabajo establecerse.
Están en un mundo de continuos cambios; todo parece provisional, todo puede cambiar. La televisión muestra siempre nuevas
actitudes; se producen sin cesar nuevas técnicas e inventos. ¿Qué es lo permanente? Muchos jóvenes intentan vivir el instante
presente, la experiencia fuerte del hoy. ¿Cómo ayudarles entonces a tener suficiente confianza en ellos mismos para tomar las
decisiones, aceptando los lutos necesarios, y para orientarse hacia un camino de paz y de comunión, con todas las luchas que esto
pueda implicar? ¿Cómo ayudarles a vivir una esperanza?
3. EL ADULTO: LA EDAD DEL ENRAIZAMIENTO, DE LA FECUNDIDAD Y DE LA RESPONSABILIDAD
ENCONTRAR SU TIERRA
Fue en la tercera etapa de mi vida, después de mi infancia, a los treinta y seis años, cuando asumí mi primera responsabilidad en
El Arca, cuando entré realmente en la edad adulta. La marina estructuró mis capacidades de acción y, en algunos aspectos, mi
cuerpo y mis energías psíquicas y físicas. Me ayudó también a integrar la ley (ien la marina hay muchas leyes I). La espirituali-
dad que pude aprender y vivir con el padre Thomas y los conocimientos filosóficos y teológicos estructuraron y fortalecieron mi
espíritu. Todo esto me dispuso a asumir responsabilidades permanentes de cara a los demás, a encontrar una tierra en la que
pudiera dar la vida a los otros y vivir más plenamente la comunión.
En El Arca fue donde realmente empecé a comprender lo que es la vida de un adulto. El Arca acoge a muchas personas adultas
con alguna deficiencia mental, que encuentran rápidamente una tierra después de un tiempo de calma y crecimiento. El Arca
acoge igualmente a muchos asistentes entre dieciocho y treinta años por períodos .de tres meses a tres años. Todos ellos buscan
una experiencia, no han encontrado todavía su tierra definitiva y por eso la buscan. Para algunos, el enraizamiento en una tierra
es difícil, pues tienen muchas opciones. Les asusta elegir demasiado deprisa, equivocarse. A menudo tardan en tomar una deci-
sión.
Desde algunos puntos de vista, y por supuesto con excepciones, las personas con una deficiencia mental no viven mucho su ado-
lescencia. En ellos, esta búsqueda de un ideal no existe. Pasan rápidamente de la infancia a la vida del adulto y, para algunas de
ellas que tienen una deficiencia profunda, a la vida del viejo. Por esto parecen tener mayor madurez que algunos jóvenes.
Para mucha gente, igual que lo fue para mí, el primer compromiso es el de la vida profesional. Éste da ya una cierta identidad. Se
escoge durante la adolescencia, que es el tiempo de la formación y se confirma si se encuentra trabajo. La competencia estructura
el ser; es necesaria en la vida humana para ocupar un lugar en la sociedad y para tener un salario que permita vivir.
Nos acercamos aquí al drama de muchos jóvenes que están en paro. Es su identidad incipiente la que se pone en tela de juicio.
Para una persona ya estructurada, el paro es doloroso, pero sabe que es competente y que tiene un valor. Éste no es el caso de las
personas más jóvenes que pueden estar totalmente desorientadas por la imposibilidad de realizarse en un trabajo reconocido.
Otros jóvenes se estructuran y se estabilizan a través de los valores de vida: valores morales, sociales, intelectuales y religiosos.
Esta estabilidad se fortalece y se hace realidad a través de un compromiso con movimientos políticos, sociales o religiosos. Estos
jóvenes han dado el paso de una fe y de unos valores recibidos a una fe y unos valores personales. Han tomado sus decisiones en
función de esos valores. Escogen sus amigos en consecuencia.
Pero la verdadera madurez humana acontece cuando hay un compromiso y una responsabilidad con las personas; un compromiso
que vincula, que va a formar y a abrir el corazón y el espíritu. El vínculo del hombre y de la mujer en la familia es el compromiso
más extendido. Existe también la vida en comunidad y ciertos compromisos sociales y humanitarios inspirados en el amor a las
personas pobres o necesitadas. Este tipo de compromisos definitivos implican un luto y un riesgo.
Luto con respecto a la búsqueda de otras experiencias, con respecto a la libertad personal de hacer lo que se quiera; i el hombre
que se casa hace luto por millones de otras mujeres! Riesgo, pues no se sabe cómo van a evolucionar las cosas; quizá el otro (o los
otros) cambie, caiga enfermo, sea infiel; y de la misma manera uno puede también cambiar. ¿Cómo tomar una decisión definitiva
en un mundo en el que todo cambia y evoluciona tan deprisa?
En El Arca se ve lo difícil que les resulta a los asistentes comprometerse de por vida en la comunidad: es algo muy distinto a
venir a hacer una experiencia durante algunos meses o años. Para atreverse a hacer un compromiso en una comunidad, hace falta
una cierta formación humana, haber tenido en la vida modelos de compromisos permanentes felices y distendidos, haber encon-
trado un equilibrio humano y espiritual en la comunidad con el sentimiento de haber crecido interiormente y de haber sido ama-
do y apreciado.
Llega un momento (en nuestra época más cerca de los treinta años que de los veinte) en el que la persona siente como una llama-
da a echar raíces para dar frutos, a dar la vida; está cansada de las incertidumbres, de la inestabilidad, de la búsqueda y del movi-
miento; aspira a detenerse. Quiere comprometerse por fin de una manera permanente con una persona que será su compañero o
su compañera de viaje para el resto de la vida, o bien con otros en una vida comunitaria, en la que puedan formarse juntos en un
ideal. Se da cuenta de que no se trata de vivir con una persona perfecta, maravillosa, sino de aceptar su propia realidad y la del
otro. Deja el cielo del ideal y de los sueños para volverse progresivamente a la tierra. La persona es llamada entonces a ser realis-
ta, a descubrir paulatinamente los lutos que tendrá que hacer para permanecer fiel, sus dificultades relaciónales y los sufrimien-
tos humanos. Pero a través del compromiso y la comunión descubre entonces una nueva libertad y la alegría de dar la vida.

FECUNDIDAD Y PRODUCTIVIDAD
En el libro de Saint-Exupóry, el Principito dice que se es responsable de quien se ha domesticado. Uno se vuelve responsable del
corazón que se ha despertado, pero todavía más de ese pequeño corazón que se ha procreado. Comunicar la vida es una de las
necesidades más profundas de todo ser viviente. Desde el origen del mundo, la vida engendra vida, Ocultas en cada flor, en cada
fruto, en cada legumbre, en cada árbol descansan las semillas que darán lugar a miles y miles de nuevas flores, frutos, legumbres
o árboles. Aristóteles decía que los seres vivos participan de la eternidad, no individualmente, sino a través de la permanencia de
la especie y de su capacidad de dar vida a otro ser semejante.
Lo que es verdad para todos los seres vivos, es verdad de una forma particular para el ser humano. Una de las riquezas del ser
humano es la de tener hijos. Son la alegría de la familia. En la mayor parte de los países del mundo, el hijo es el tesoro y la segu-
ridad de los padres. Cuando los padres sean mayores o estén enfermos, los hijos velarán por ellos. El hijo es también el porvenir.
Si hay sexualidad y procreación, es porque también existe la muerte. La sexualidad es la respuesta a la muerte. Todo ser humano
muere pero deja tras de sí a otro, un chico o una chica, parecido a él pero diferente. Los padres se prolongan en sus hijos; por eso
los hijos son el orgullo y la deshonra de los padres.
En las sociedad más ricas, no obstante, existe un cierto temor a dar vida. Los padres se paran a menudo en las dificultades eco-
nómicas; los dos trabajan y la madre se cansa; muchas veces no encuentran una vivienda adecuada. Se ve al hijo como una rique-
za, pero también como una incomodidad y un peso económico. Yo me pregunto, de todas formas, si no hay algo más tras la caída
del índice de natalidad en nuestras sociedades más acomodadas. En las comunidades de El Arca que hay por todo el mundo, hay
muchas parejas comprometidas. Reciben sueldos mucho más bajos y tienen a menudo tres, cuatro o cinco hijos. ¿No será porque
han encontrado en la vida comunitaria de El Arca una esperanza? No tienen miedo de traer niños al mundo.
La fecundidad humana no es solamente biológica. Para procrear, hace falta que el hombre y la mujer se amen. La intimidad se-
xual y la procreación se van preparando mediante la amistad, mediante una comunión en la que se va profundizando, mediante
un conocimiento y un reconocimiento recíprocos, mediante la confianza mutua que posibilita el darse el uno al otro. Y el niño
necesita del amor entre los padres para vivir y crecer armoniosamente, convertirse en él mismo y abrirse a los demás. Necesita,
como ya hemos indicado, ser amado. Si no, se encerrará en sí mismo. Los padres le dan la vida amándole; rechazándole o pose-
yéndole, le impiden vivir. En El Arca, hemos visto demasiadas veces las consecuencias de una falta de amor, del rechazo al niño
como consecuencia de su deficiencia.
Y esta fecundidad de la vida de la pareja va más allá de los hijos. Al amarse, se irradia una calidad de vida a su alrededor.

FECUNDIDAD DE TODA RELACIÓN HUMANA


Esta fecundidad del amor no se da solamente en la familia. Está presente en toda relación humana, sobre todo en la relación de
ayuda. Un buen profesor no es solamente aquel que conoce su materia y sabe impartirla; es también el que ama, aprecia a sus
alumnos, los reconoce como personas. Su actitud respetuosa, acogedora y amorosa les da confianza y les abre a su enseñanza.
Esto es cierto igualmente para el sacerdote, para el médico, para el asistente social, para el educador, para el psicólogo, para
aquel que se compromete con los pobres en los barrios de chabolas de América Latina, etc. Esto es cierto en todo encuentro
humano. Es verdad en toda actividad en la que se colabora con los demás. O bien uno entra en una relación en la que domina, en
la que busca mostrar su superioridad, donde uno controla y, a veces, destruye y produce miedo; o bien uno permanece pasivo,
deja hacer, rechaza aceptar responsabilidades en la relación, tiende a presentar la actitud de víctima; o bien uno entra en una
relación en la que confirmal al otro, le aprecia, le da confianza y le ayuda a descubrir y{ a ejercer sus dones y a desarrollar lo
mejor que hay en él.) Sin embargo, con frecuencia, uno puede pasar de una ac-^ titud a otra. Una comunidad, una familia, un
equipo de trabajo crece cuando las relaciones son fecundas, amorosas y están llenas de confianza mutua.
La pedagogía de El Arca se sitúa precisamente ahí: en ayudar a la persona con una deficiencia a reconocer su valor único y su
belleza, ayudarla a tener confianza en sí misma y en sus propias capacidades para crecer y hacer cosas bellas, cambiar la imagen
negativa que tiene de sí misma en una imagen positiva. Así se transmite la vida. Los asistentes descubren su fecundidad. Y la
fecundidad conduce a la responsabilidad.
Los padres son responsables de sus hijos y esta responsabilidad supone una dedicación plena. El niño posee su libertad y, cre-
ciendo, la expresa cada vez más. Los padres son responsables de educar esta libertad, no de suprimirla. El niño está llamado a
crecer en libertad: libre de temor, libre para amar, libre para conocer y vivir la verdad. El oficio de padre es una tarea bonita,
pero exigente.
La fecundidad es algo muy distinto a la productividad y a la creatividad. Existe una «fecundidad» artística a veces magnífica.
Una obra de arte, un libro, una canción, una escultura, una invención, un cuadro implican una concepción, una gestación y un
alumbramiento a veces laborioso. Pero la obra permanece inerte. Está hecha, es bella. Lo vivo, por el contrario, debe ser alimen-
tado, amado, educado; no se realiza para ser admirado; no se puede dejar en un rincón si molesta; de alguna manera dependemos
de ello. La fecundidad humana está orientada hacia una persona, hacia un sujeto que está llamado también a la comunión. La
fecundidad surge de la comunión y está orientada a ella. Por esto, para algunos, la fecundidad, es decir, la comunicación de la
vida, produce miedo. Es menos exigente crear un objeto que podemos dejar de lado cuando no lo queremos, que ser responsable,
padre, madre de un niño para toda la vida. Haciéndose responsable, uno se vuelve más humano, se crece en madurez, se abre a los
demás.
No obstante, la obra de arte, como cualquier obra humana, puede favorecer la comunión o su ruptura. Desde este punto de vista
participa de la fecundidad. Existen cuadros, iconos, canciones y poemas que despiertan el corazón a la comunión. Han sido crea-
dos a partir de una experiencia de comunión y se orientan hacia ella. Por lo mismo, la arquitectura, el mobiliario de una casa
pueden favorecer o no la intimidad y el bienestar humano.
El adolescente vive el riesgo de la búsqueda. El adulto vive el riesgo del amor y de la fecundidad. A menudo aquel de quien so-
mos responsables nos conduce a donde no queremos ir. ¿No es el caso de muchos padres que han estado abiertos y se han dejado
cambiar por sus hijos?

AUTORIDAD Y RESPONSABILIDAD
La madurez humana es la capacidad de ejercer la autoridad y de asumir una responsabilidad con las personas. El adolescente
intenta echar raíces. El adulto ya lo ha hecho en una tierra concreta; de manera que puede dar fruto. Se vuelve responsable de los
demás: responsable de su mujer o de su marido, responsable de sus hijos, responsable de sus amigos y compañeros de trabajo,
responsable de los que ha ayudado, de aquellos en quienes ha despertado la vida. Y la responsabilidad implica el ejercicio de la
autoridad.
En nuestra época hay un gran temor a la autoridad y a la responsabilidad. Una persona que ejerce la autoridad es vista con fre-
cuencia como alguien que cercena la libertad de los demás para lograr un fin preestablecido. Esto puede parecer una caricatura,
pero en realidad mucha gente no sabe ejercer la autoridad. La ejercen como un mal ayudante del ejército, gritando.
He descubierto en El Arca dos formas de autoridad: la autoridad que impone, domina y controla; y la autoridad que acompaña,
escucha, atrae, libera, da confianza, da vida y ayuda al otro a crecer, a tener confianza en sí mismo y a responsabilizarse. El que
ejerce la autoridad según la primera forma sabe que tiene razón, posee un sentido del deber y quiere enseñar a los demás las
verdades humanas, religiosas y morales. Pero el otro no tiene entonces nada que decir; debe escuchar, aprender y obedecer. No
hay diálogo. La autoridad impone y se impone. El que la ejerce tiene quizá un sentido de la verdad, no busca necesariamente su
propia gloria, no quiere destruir. Pero no sabe llevar al otro en su camino, no lo respeta. No escucha; tiende a culpabilizarlo tra-
tándole como si fuera inferior.
Esta autoridad fuerte es necesaria en tiempos de crisis. Cuando hay fuego, hay que actuar rápida y eficazmente. El niño debe
saber que hay cosas que no tiene que hacer. Hay que saber ser firme y decir «no» a quien trata con desprecio y abusa de una
persona con una deficiencia. Hay que corregir las injusticias. Hay que impedir al joven que se deje llevar por la droga. En el
Evangelio se nos dice que Jesús hizo un látigo con unas cuerdas y que echó a los animales del templo, tiró las mesas de los cam-
bistas, gritó a los fariseos que imponían pesadas cargas sobre los hombros de los pobres y débiles. Inmediatamente, por supuesto,
hay que retomar el diálogo, tratar de comprender, reunirse en profundidad con los que han actuado mal e intentar responsabili-
zarlos. Igualmente, en la enseñanza, hay verdades científicas y humanas que hay que enseñar a veces con fuerza, eliminando los
errores.
Esta forma de autoridad debe ser utilizada sobre todo contra algunas personas fuertes que abusan de su poder y de su supuesta
sabiduría para destruir a los pequeños y a los inocentes, a aquellos que no pueden defenderse. Jesús dijo que más le hubiera vali-
do al poderoso que escandaliza a un pequeño alejándole del amor y de su inocencia ser arrojado al mar con una gran piedra al
cuello. ¡Fuertes palabras!
La autoridad que escucha, responsabiliza y da confianza se fundamenta en la comunión. Los padres que juegan con sus hijos
escuchándoles, amándoles, que son buenos y justos, dan confianza. Ejercen la autoridad según ese modo de confianza para que
sus hijos vivan, sean libres y crezcan en madurez. Y los niños responden a la confianza depositada en ellos.
Esta forma de autoridad no impone la verdad sino que ayuda a descubrirla. No se trata entonces de hacer aprender fórmulas sino
de ayudar al otro a experimentar interiormente la verdad contenida en las fórmulas. Esto exige un apoyo continuo y requiere
tiempo, pues se trata de encontrarse con el otro allí donde está, para que integre la verdad poco a poco según sus posibilidades y
su ritmo interior. Esta forma de autoridad ayuda al otro a tener confianza en sí mismo y en su camino interior, y le ayuda a ha-
cerse responsable.
Esta autoridad que acompaña, que camina con, da lugar a veces a una autoridad silenciosa, amorosa, oculta: una autoridad que no
hace nada, que espera, que da confianza y que, en ocasiones, vela noche y día en la angustia. El padre que sabe que no es el mo-
mento de aconsejar a su hijo porque éste es ya lo bastante maduro y debe asumir sus responsabilidades, aunque cometa errores.
Ocurre lo mismo con la madre de un hijo que está metido en la droga, recorriendo un camino de muerte. Ha ejercido la firmeza,
pero el diálogo se ha interrumpido, la comunión está rota. El hijo se ha ido. La madre espera con el corazón traspasado por el
sufrimiento. El hijo posee su libertad. La madre no puede controlarlo. Quizá un día ese hijo vuelva; habrá tocado fondo y no
podrá descender más. Sólo será posible o la muerte o la ascensión. Y la madre tiene confianza en la vida y a veces en Dios. En ese
caso, la autoridad toma el aspecto del débil y del pobre. Ya no actúa. Espera el retorno, la comunión. Quizá atraiga hacia ella el
corazón de su hijo por su pequeñez y sus lágrimas, por su corazón roto; ella, que no pudo atraer al hijo con la fuerza y la sabidu-
ría.
Conozco a algunas personas que no pueden asumir una responsabilidad activa y directa sobre los demás. No es su misión, a veces
quizá como consecuencia de su fragilidad. Por el contrario, asumen una responsabilidad indirecta sobre muchas personas me-
diante su compasión, el ofrecimiento de sus vidas y su oración. Su papel entonces está escondido como en esta tercerá forma de
autoridad. Por su pobreza y amor, juegan un papel importante en una comunidad, en el mundo.
Un padre justo y bueno dijo a un amigo: «Había cogido la costumbre de decir a mi hijo adolescente lo que tenía que hacer. Pero
la relación con él se deterioraba. Entonces tomé la decisión de cambiar de actitud y escucharle. Desde ese momento, nuestra
relación ha mejorado mucho, se ha reanudado la confianza». Es un ejemplo de dos formas de autoridad.
En el ejército se ejerce la autoridad sobre todo a través de la orden, incluso aunque se utilice frecuentemente el diálogo. En El
Arca se pretende ejercer la autoridad fundamentalmente a través del acompañamiento, pero también es necesario utilizar el
mandato.
Hay varios símbolos de una autoridad justa y buena: el jardinero, que riega y alimenta la planta, no fabrica y no controla la vida,
sino que facilita el crecimiento; el buen pastor, que conduce al rebaño y que arriesga su vida para defender a las ovejas de los
lobos, conoce a cada oveja por su nombre; con ninguna tiene una relación personal, pero es la roca sobre la que pueden apoyarse,
la fuente de agua que lava, perdona y refresca.
Algunos asistentes de El Arca tuvieron en su infancia experiencias negativas con la autoridad: bien porque el padre estaba ausen-
te, o bien porque era muy autoritario y cercenaba su libertad. Hay mucha gente que no ha experimentado la autoridad que ayuda
a los demás a levantarse, a reencontrar la confianza en ellos mismos, a ser más libres. Para ejercer bien la autoridad, que implica
una escucha real y una comprensión de los demás, hace falta tiempo, experiencia y un buen apoyo. Es necesario haber recibido o
experimentado esta forma de autoridad. Para ser un buen responsable, es importante haber vivido bajo un buen responsable.
Para saber mandar bien, hay que saber obedecer. El ejercicio de la autoridad exige humildad. La autoridad se convierte entonces
en un servicio que supera a la persona.
Es un riesgo, pues no se tiene siempre la certeza de estar ayudando al otro.
Los que han sufrido una autoridad agobiante, dominante y controladora, rechazan con mucha frecuencia cualquier tipo de auto-
ridad. La autoridad es vista como algo malo porque tiende a suprimir la libertad. Esas personas a menudo no aceptan asumir las
responsabilidades; las evitan, o bien tienden a ejercer la autoridad de una forma autoritaria. No soportan ni la confrontación que
viene «de abajo» ni la autoridad que viene «de arriba».
De la anarquía se pasa rápidamente a la dictadura. La falta de autoridad apela a menudo a una autoridad fuerte que sea segura y
que controle y domine. No es fácil encontrar el justo medio: una autoridad que escucha, que comprende, que siente y que intenta
ayudar a crecer a los demás.
En las culturas latinas se tiene la tendencia a elaborar una teoría, un ideal y, después, a imponerlo. La realidad debe ser modela-
da, cambiada, transformada, para que se parezca a la teoría, al ideal. El ideal es como el modelo, como el proyecto del arquitecto.
Las culturas anglosajonas, por el contrario, son más pragmáticas. Actúan con y en lo real, pero a menudo les falta perspectiva; no
saben muy bien por dónde van, no tienen un plan a largo plazo. La verdadera autoridad no pretende imponer un ideal sino que,
al mismo tiempo, intenta orientar la realidad hacia un fin esperable y posible; no impone, orienta.

TRABAJAR POR LA JUSTICIA


Si la fecundidad y la responsabilidad tienen lugar primero en la familia, deben prolongarse en la sociedad; la familia predispone
para el ejercicio de las virtudes sociales. Cuando el ser humano echa raíces y se establece en una tierra, cuando se vuelve fecundo
y responsable en su familia, se abre a una vida social más amplia. Ya no está rodeado solamente de compañeros como cuando era
adolescente. Descubre un mundo plural en el que hay mucho sufrimiento, desigualdades, injusticias y en donde la autoridad es
más o menos bien ejercida. Existe un consejo municipal en la ciudad; un gobierno local que toma unas decisiones más o menos
buenas y justas; en la empresa, existen sindicatos para que no se produzcan injusticias. A todos los niveles del mundo del trabajo,
del mundo político, el ser humano está llamado a ocupar su puesto para que la justicia se haga presente. Hay cosas que decir con
respecto al colegio al que van los niños, con respecto a la ordenación de la ciudad y el dispensario local, con respecto al paso de la
autopista que se va a construir, para arreglar los problemas humanos, para que los seres humanos puedan crecer armoniosamen-
te y encontrarse en la amistad y la escucha mutuas. Si ve el Evangelio como una buena nueva que da vida y esperanza, es impor-
tante que pueda comprometerse en la parroquia, ayudar a que la liturgia sea más viva, etc. Cuando uno se establece en una loca-
lidad y en una empresa, se descubren las responsabilidades en relación con los demás colegas, en relación con la sociedad y con la
organización de la que se forma parte. Si se quiere que la organización de la vida y de la sociedad sea mejor, hay que hacer algo.
Hay que ocupar un lugar en las estructuras. No hay que dejar a los demás el peso de todas las decisiones. Tiene que asumir sus
propias responsabilidades como ciudadano, como miembro de una Iglesia, como obrero, según sus competencias y sus capacida-
des de acción. Tiene que ocupar un puesto en la creación de leyes justas que permitan a los seres humanos vivir humanamente.
Se trata de encontrar y de favorecer la creación de medios en los que los seres humanos puedan vivir en paz y en confianza unos
con otros, y en donde todos puedan crecer en humanidad, en donde se sientan respetados y encuentren los medios necesarios
para comunicar, vivir y crecer. Se trata de luchar en favor de todo lo que permite un aumento de la humanidad y una verdadera
libertad y contra todo lo que deshumaniza, destruye, hace esclavo. A veces tales compromisos llevan al rechazo, al encarcela-
miento, a la tortura, a la muerte. Pero, ¿no se da entonces la fecundidad del don de la vida?

EL EJERCICIO DE LA AUTORIDAD: UNA ESCUELA DE MADURACIÓN


Es verdad que, para muchas personas, el ejercicio de la autoridad es una realidad dolorosa. Lo veo en El Arca. Después de uno o
dos años como asistente en un hogar, se le pide a alguien que sea responsable del hogar en el que hay quizá cinco personas con
una deficiencia y tres o cuatro asistentes. Al principio experimenta una cierta alegria por ser llamado a la responsabilidad: se
siente amado, apreciado y confirmado por los que le han nombrado. Esto le ayuda y le fortifica. Él descubre que tiene ciertas
capacidades para el liderazgo, pero poco a poco descubre también ios aspectos negativos. Le contestan, los demás asistentes no
tienen entusiasmo; está obligado a recordar las normas, a sacar a los demás de su letargo. Esos aspectos coercitivos de la autori-
dad le agotan. Habría querido ser simplemente amado, ya que no le gustan los conflictos. Descubre en su interior sus propias
agresividades y depresiones. Está harto, quiere dimitir y escaparse de la soledad inherente a la responsabilidad. A veces es más
fácil dejar hacer a todo el mundo y no decir nada. Cuántos padres viven la misma realidad con sus niños y sus adolescentes. Des-
pués de haber intentado utilizar la ley, la fuerza, los castigos, para obligar al joven a plegarse a las normas, dimiten, pues no
soportan los conflictos y menos aún su propia agresividad y violencia. Dejan hacer.
Personalmente he aprendido mucho desde que soy responsable de El Arca, He sufrido la responsabilidad pero, al mismo tiempo,
he tenido grandes alegrías ejerciéndola y descubriendo que a través de ella podía dar vida a los demás, Con loe años, mi forma de
ejercer la autoridad ha Ido evolucionando. Al comienzo la ejercía como en la marina: yo sabía, los demás no. Yo era el jefe, los
demás tenían que hacer lo que yo les mandaba, Era muy simple.
Esta forma de actuar agradaba a los que eran inseguros y tenían necesidad de un jefe firme. No obstante, hería a otros, más ma-
yores, que interiorizaban más, y que tenían una visión más clara de la comunidad. No me daba cuenta de hasta qué punto podía
hacer daño a algunos, siendo fuerte y tomando rápidamente las decisiones sin dejar espacio suficiente para posibles contradiccio-
nes.
Durante esta época yo me sentía inseguro debido a los miembros de la comunidad que se oponían a mí en tal o cual orientación o
decisión. Como estaba tan implicado afectivamente en la vida comunitaria, me tomaba cualquier desacuerdo como una afrenta
personal; era como si, oponiéndose a alguna decisión, se opusieran a mí. Percibía perfectamente cómo afloraban en mí la ira y una
cierta violencia interior. Evidentemente yo podía controlarlas y ocultarlas, pero estaban ahí, y eran signo de mi vulnerabilidad.
Me sentía tentado en esos momentos a dividir a los miembros de la comunidad en amigos y enemigos. He necesitado tiempo para
dar marcha atrás y tener una cierta paz Interior para comprender la importancia que tiene el hecho de que haya personas dife-
rentes en la comunidad, para respetar la diferencia y ver en ellas un valor. No era el único que tenía buenas ideas y un proyecto
para la comunidad, i Éstos debían provenir de todos nosotrosI;
En algunos momentos tendía a encerrarme en las cosas que había que hacer, me escondía tras la ley. Me alejaba de las personas
por hastío, miedo u orgullo. Cuando estamos a la escucha y dialogamos, somos más vulnerables. Los errores, faltas e incompe-
tencias se vuelven más visibles, por lo que tendemos a ocultarnos tras un programa bien fijado de antemano. Aprendía poco a
poco a dejarme corregir por los demás, por la realidad, a contar con su libertad. El peligro de toda persona que ejerce la autori-
dad es perder el contacto con las personas y encerrarse en las ideas o en los programas que quiere imponer.
El peligro que veo en algunos responsables de El Arca es el de encerrarse en un nivel administrativo y ocultarse tras la ley. Es
más sencillo, más cómodo, se corren menos riesgos, por lo menos a corto plazo. El ejercicio de la responsabilidad hacia las per-
sonas con las que se está en comunión es más complejo y peligroso. May que estar a la escucha, dialogar con ellas, dejarse corre-
gir, contar con su libertad. El peligro que corren los hombres y mujeres en política, los hombres de Iglesia o toda persona que
ostente una situación de autoridad, es el de perder el contacto con las personas, el de encerrarse en las ideas que quieren impo-
ner.
La experiencia de muchos asistentes de El Arca me demuestra que el ejercicio de la responsabilidad como sen/icio es un camino
Importante hacia la madurez humana. Pero nunca resulta fácil. Encontrar el buen camino entre la huida de las situaciones difíci-
les y conflictivas y la necesidad de imponerse y de dominar, implica un retroceso, una Interiorización, una fuerza, una paz inte-
rior, una capacidad de escucha y de diálogo y una forma de cooperar con los demás para un bien común que nos supera a todos.
Esas cualidades no están reservadas a unas cuantas personas; son necesarias para el ejercicio de cualquier forma de autoridad,
comenzando por la autoridad de los padres. Para conseguirlas hace falta tiempo y la ayuda de amigos y acompañantes en los que
se pueda confiar.

EL ADULTO: EL DESCUBRIMIENTO DE LA FALTA Y DE LA CULPABILIDAD


Si los niños y los jóvenes pueden estar paralizados por el miedo, los adolescentes por una falta de esperanza y de confianza en sí,
los adultos a veces se paralizan más o menos conscientemente por la culpabilidad que les encierra en sí mismos, les impide dar la
vida y ser responsables.
Ya hemos hablado de la culpabilidad psicológica, ese sentimiento marcado en el corazón del niño como consecuencia de un re-
chazo que le hace creer que es malo e incapaz de agradar a los demás. Esta imagen herida de uno mismo es el origen de toda la
falta de confianza que pueda tener el adulto, de todos esos miedos que impiden hablar a la gente, asumir una responsabilidad de
cara a los demás. Esta imagen herida puede ser para los demás el origen de una fuerza que les empuje a liberarse, a demostrar
con sus actividades que son admirables.
Existe también la culpabilidad moral, sobre todo vivida por el adulto que ha aceptado una responsabilidad frente a las personas.
El adolescente está casi obligado a disgustar a sus padres; debe afirmar su identidad; debe decirles no; debe separarse de ellos.
Por el contrario, el adulto que echa sus raíces en la tierra de la comunidad familiar se compromete con su mujer o su marido. Él o
ella da su palabra de amor y asume también las responsabilidades de cara a sus hijos. La madurez es responsabilidad y fecundi-
dad, pero conlleva elecciones, fidelidad, perseverancia. La madurez implica esfuerzos para ser paciente, para escuchar al otro,
preocuparse por los intereses de los demás, para no encerrarse en una cárcel de egoísmo y de convicciones en la que se cree el
centro de todo.
Se puede uno dejar seducir por sus propios egoísmos y necesidades superficiales, por un deseo de aumentar su poder, su influen-
cia, su sueldo, en detrimento de la comunión, de la comunidad y de las responsabilidades humanas. Se puede ser infiel a la palabra
y a sus responsabilidades propias. Se puede ser un mal esposo o un mal padre o una mala madre, eliminando las relaciones afecti-
vas. Se puede despreciar a los débiles y a los pobres, intentar no escuchar sus gritos, encerrarse en las propias riquezas y bienes
materiales, derrochar el dinero en cosas superficiales. Uno puede dejarse introducir en la corrupción y en la mentira. Se puede
torturar, oprimir y matar; se puede abusar de los niños. Así nace la culpabilidad moral.
Uno puede buscar excusas psicológicas a sus infidelidades; excusas que provienen de las heridas del pasado. Pero resulta que, por
sus acciones o por su indiferencia, se hiere a los demás, no se les ayuda; no se asumen las responsabilidades humanas; no se vive
la solidaridad. En lugar de ser fecundo y dar la vida, se siembra la muerte.
La culpabilidad es como un dardo punzante en la conciencia; es insoportable. Por esto la persona huye a otros sitios, a las teorías
y a las ilusiones, a una vida hiperactiva, a los placeres sin límites. Para no contemplarla, encuentra mil medios para justificarse,
condenando al otro, juzgándole. La culpabilidad no confesada sale en mil acusaciones. La sociedad, la Iglesia, los responsables,
los padres, los demás están equivocados. La persona vive entonces una especie de mentira y tiene miedo de que se descubra. Esto
la separa de la fuente de su ser e impide que se vivan unas relaciones transparentes y abiertas.
Ciertamente hay fundamentos psicológicos de la culpabilidad. La culpabilidad psicológica es la base de la culpabilidad moral.
Cuando un niño no ha sido amado y ha sido acusado de ser malo, puede estar tan seguro de que es malo que hará necesariamente
cosas «malas». Si es cierto que daña la vida de sus padres, fácilmente correrá el riesgo de dañar la vida de los demás. Solamente
cuando un niño ha tenido una experiencia de ser amado, cuando ha tenido una experiencia de su propia bondad, belleza y luz
ocultas en él, es cuando puede optar por amar y darse a los demás.
La culpabilidad moral refuerza la culpabilidad psicológica. La persona está cada vez más segura de que es mala, de que no hay
esperanza para ella. La imagen de sí misma se vuelve cada vez más herida, lo que le lleva a cometer cada vez más acciones que
siembran la muerte.
El adolescente vive en la esperanza, está buscando una tierra en la que pueda establecerse. El adulto vuelve a la tierra echando
raíces con los demás. Ahí lo vamos a ver pronto: va a tocar todas sus dificultades relaciónales, sus miedos y sus bloqueos. Va a
vivir la culpabilidad. Va a estar como obligado a reconocer todo lo que no funciona bien en él. ¿Cómo ayudarle a liberarse de la
culpabilidad para vivir la responsabilidad y la fecundidad de una forma realista y humilde?

4. La vejez: la edad de la serenidad y de los lutos


LA VEJEZ
El año pasado me jubilé oficialmente. Nacido en 1928, ahora tengo sesenta y seis años. Me siento todavía lleno de energía, pero
sé también que, progresivamente, se van a ir terminando mis funciones concretas en El Arca; es el comienzo de mi vejez, la últi-
ma etapa de mi vida.
Desde 1980 he abandonado la responsabilidad de la comunidad de El Arca; poco a poco he ido dejando toda función en la misma.
Este cambio ha supuesto a la vez un alivio y un luto. Un alivio, porque ser responsable de una comunidad tan importante como la
de Trosly-Breuil es una tarea ardua. Hay tantas cosas que hacer; no se trata solamente de hacer funcionar una institución com-
pleja, sino también de ser responsable de una comunidad, es decir, de personas. No me gustan los conflictos. Tengo tendencia a
tomarme las críticas demasiado personalmente. Un responsable debe saber resolver los conflictos y aceptar las críticas. Por lo
tanto, dejar la responsabilidad fue verdaderamente un alivio. Pero también fue un luto. Cuando se tiene la costumbre de tomar
decisiones es difícil de repente no tener que hacerlo. Cuando durante dieciséis años muchas personas se han dirigido a ti para los
asuntos comunitarios, cuesta aceptar que acudan a otro. Es duro perder el control de las personas y las situaciones.
La vejez puede ser un tiempo feliz. Algunos se comprometen a múltiples actividades que les interesan; otros se sienten liberados
por fin de las tareas de ejecución y de poder; no necesitan demostrar sus capacidades. Pueden realizar todas las cosas que no
tuvieron tiempo de hacer; pueden abrir su corazón a los demás, escucharles pues no tienen nada que perder; pueden vivir la co-
munión y dedicar tiempo a celebrar y orar. Pero hace falta tiempo para renunciar a las actividades mayores, a esas actividades
competitivas que demostraban nuestro valor y nuestra importancia. Aparece entonces un vacío en nosotros, un sentimiento de
muerte, de tristeza y de abandono. A veces me descubro lleno de ira porque me siento dañado, dejado de lado, desvalorizado,
poco reconocido. La vejez es un paso hacia la tierra de la comunión, hacia la debilidad aceptada. Se encuentra lo que se había
perdido de niño buscando una identidad de poder y de éxito; se encuentran la belleza y la sencillez de la vida cotidiana. Pero para
que la comunión en lo cotidiano llene el vacío, hay que saber pasar por momentos difíciles. Yo he tenido que pasar por ellos. He
tenido que aprender a vivir mis lutos.

EL LUTO
El luto es perder algo vital, algo que llena el espíritu, el corazón y que despierta y requiere mucha energía. Esta pérdida deja un
vacío interior. Uno se siente perdido y confuso.
La energía está ahí, en su ser, pero no tiene un objetivo que cumplir. El aburrimiento se convierte en angustia. Ya no se tienen
más puntos de referencia. Para acoger los grandes lutos de la vejez y de la muerte hay que pasar bien las otras etapas; hay que
acoger los pequeños lutos que comienzan pronto y están presentes a lo largo de toda la vida.
En El Arca vivo con hombres y mujeres que han perdido antes de haber ganado. No han gozado de salud; muchos no han tenido
familias que les hayan acogido con amor, respeto y ternura. Han vivido la sensación de vacío antes de conocer la sensación de
plenitud. Les han separado de sus padres, les han llevado a una institución o a un hospital psiquiátrico. Algunos se han negado a
crecer; se han encerrado en la tristeza y en un sentimiento de muerte. La vida no ha pasado por ellos.
Perder lo que es querido es una realidad de toda vida y de toda edad de la vida. Para el niño, nacer es perder la seguridad del
seno de la madre; es un momento de angustia. Perdiendo una seguridad se cae en la angustia pero la vida empuja hacia adelante,
se busca otra seguridad. El niño, chico o chica primogénito, pierde su puesto de hijo único cuando nace el hermano. Ya no es el
único centro de atracción; hay otro. Esto puede sumirle en la angustia, la ira, la rebeldía, pero al mismo tiempo, avanza hacia una
mayor autonomía.
No hace mucho recibí una carta de una madre que me hablaba de su hija de treinta y cinco años que se había vuelto muy agresiva
con ella. La madre no comprendía ese cambio de actitud. Su hija, con la ayuda de un terapeuta, comenzó a hacerse consciente de
su inmensa ira contra su madre, ira que surgió cuando, a la edad de dos años, su madre la trasladó a casa de su tía cuando nació
su segundo hijo. Entonces había perdido a su madre sin comprender nada. Creyó que la había abandonado. Esta ira violenta,
escondida en ella desde hacía treinta y tres años, irrumpió de repente en su conciencia. El luto provoca frecuentemente la ira. Es
importante liberarse, mediante la palabra, de esas iras ocultas en el inconsciente que uno nunca se ha atrevido a expresar. Así es
como realmente se puede llevar el luto, aceptar perder, pues se puede hablar de ello y comprender lo que pasó y, si es necesario,
perdonar a la persona en cuestión.
Uno de mis amigos estaba terminando su doctorado en filosofía. Era un hombre brillante. Se le había propuesto ya para un cargo
importante en la enseñanza en Canadá. Su porvenir estaba asegurado. Más tarde cayó enfermo y se le descubrió un tumor en el
cerebro. Después de una operación delicada, ya no pudo leer. Durante dos años vivió en la confusión, la rebeldía, la ira. Para él
era como si toda su vida se hubiera venido abajo. Estaba totalmente desorientado. Paulatinamente comenzó a descubrir las ale-
grías de la vida de relación y a escuchar a los demás. Después de dos años pudo decir a un amigo: «Ahora puedo aceptar todo lo
que ha pasado. Antes vivía para los libros y las ideas. Ahora que no puedo leer, vivo con y para las personas y soy feliz». Se
orientó hacia la escucha y el apoyo de las personas con dificultad. Había hecho el luto a la filosofía.
Estoy muy en contacto con las madres que viven el luto del hijo de sus sueños: el niño con buena salud. Cuando descubrieron
que su hijo tenía una deficiencia mental grave, su mundo interior se vino abajo. Es algo terrible e incomprensible el dar a luz un
hijo con una deficiencia profunda. En seguida los padres se sienten culpables y plantean la cuestión: «¿Qué mal he hecho para
tener un hijo así?» Es el grito, frecuentemente no formulado, de muchos padres. Los padres necesitan tiempo para acoger la
realidad, para no hundirse en la decepción. Todos vivimos con proyectos para nosotros mismos, nuestros hijos, nuestros amigos.
Si la vida no se desarrolla según nuestros esquemas, entonces aparecen la decepción, la ira, la rebeldía, la tristeza, las acusacio-
nes.
A los que se arrojan a un ideal, a veces fes llega el tiempo de la decepción, el tiempo de la dura realidad. Para algunos, el matri-
monio aparece como la dicha, esa dicha entre dos en la que se va a vivir el amor. Después llega el momento en el que uno se hace
consciente de los límites del otro y de los suyos propios; se toma conciencia de la pobreza misma del amor, que puede transfor-
marse en ira y en odio. Cuanto más grandes fueron los sueños, más dura resulta la caída.
Algunos, que se entregan a un movimiento idealista, viven esta misma decepción. Este ideal puede ser de orden político: cuántos
hombres y mujeres vieron en el comunismo un ideal de vida. Más tarde les decepcionaron la corrupción interna y las mentiras.
Igualmente están los que han sido decepcionados por una comunidad religiosa, por la Iglesia, por El Arca. Han querido dar toda
su vida a la comunidad. Después vino el descubrimiento de la realidad decepcionante: los miembros de la comunidad cerrados en
sí mismos, celosos de sus privilegios, difíciles de carácter, los conflictos internos, la autoridad mal ejercida, etc. Perder el ideal
lleva a la confusión y a la ira. Es como si se hubiera abusado de nosotros dejando entrever ante nuestros ojos un ideal que no era
sino una mera ilusión.
Uno de los mayores sufrimientos que he constatado es el de una joven que desea casarse pero no se produce el encuentro con un
hombre. Una persona me confesó que nunca podría ser feliz si no se casaba. Decía, en definitiva, que si no era elegida por alguien,
no existiría. Me esforzaba en vano en sugerir que el matrimonio no aporta siempre la felicidad, que muchos matrimonios se sepa-
ran o se vuelven conflictivos, que a veces hay muchas dificultades con los hijos, etc., nada podía desbloquearla. No es el razona-
miento lo que ayuda a alguien en el luto. Necesita otra cosa. El descubrimiento de una alegría, de otra plenitud a pesar de (o a
causa de) los duelos. No es diciéndole a una madre que su hijo con una deficiencia es guapo como será capaz de hacer ciertas
cosas y podrá desarrollar sus dones, como aceptará a su hijo. Le es necesaria una nueva experiencia que haga que «su luto se
torne en alegría». Es una promesa de Dios transmitida a Jeremías. Dios dice a su pueblo: «Y cambiaré su luto en alegría, y les
consolaré y alegraré su tristeza»7. Después de la experiencia de la vida comunitaria y de otras experiencias más interiores, la
joven que buscaba el matrimonio comenzó a descubrir que la felicidad no estaba ligada al amor de un hombre, sino que se encon-
traba en el interior de ella misma. Es una actitud con respecto a la realidad y los acontecimientos. La experiencia de Dios la ayu-
dó a descubrir quién era ella, que su vida era bella, que tenía un valor único que podía desarrollarse, que el amor y la fecundidad
que esperaba eran posibles bajo otras formas.
Un asistente de El Arca me confesó que la mayor herida de su vida era que su padre le despreciaba. En efecto, él era muy distinto
a sus hermanos, que habían triunfado y estaban bien situados. Él no había tenido éxito. La mirada de desprecio de su padre le
hacía sufrir muchísimo. Es un sufrimiento insoportable para un hijo el no responder a las expectativas de sus padres. Entonces
apareció por El Arca. No había elegido positivamente estar allí, pero no encontraba otra solución para su porvenir. Poco a poco,
descubrió la fuerza de la vida comunitaria, la visión humana y cristiana de El Arca. Descubrió su capacidad de acción, su capaci-
dad para asumir responsabilidades. Descubrió la fe y el amor de Jesús. Entonces pudo constatar que, si sus hermanos habían
triunfado exteriormente, les faltaba quizá una dimensión de alegría y de fe, y unas motivaciones profundas. Su luto se tornó en
alegría.
Los lutos de la vejez comienzan en plena vida de adulto. Existen lo que se llaman los lutos de los cuarenta años que, en realidad,
son los lutos de la adolescencia prolongada en la vida de adulto. La vida ya no está delante de uno, sino detrás. Es el descubri-
miento de que ya no se puede soñar como antes. Las elecciones ya están hechas, hay muchas menos posibilidades de cambio y de
una nueva vida. Incluso quizá se está delante de toda suerte de dificultades en la familia y en el trabajo que no se esperaban. Y
además, a veces se trabaja con personas más jóvenes que nos superan en competencia y en promoción humana. Todo esto es
signo de la vejez que se acerca. Se necesita tiempo para encontrar el ritmo de vida y el alimento espiritual necesario para cambiar

7
Jr 31, 13.
de actitud y acoger la realidad con serenidad. En ocasiones el negarse a aceptar el paso de la barrera de los cuarenta lleva al
hombre o a la mujer a revivir su adolescencia o a vivir una adolescencia que no fue vivida. Se busca entonces un nuevo riesgo
afectivo que a menudo no acaba bien. De hecho, el luto de los cuarenta es diferente para el hombre y para la mujer, pues ésta va a
vivir una experiencia de finitud con la menopausia; ya no podrá ser fecunda biológicamente.
Uno de los grandes lutos de la vida es el del honor, el hecho de ser despreciado, visto como alguien que ha traicionado una causa.
Fue el inmenso sufrimiento de Jesús después de tanto éxito: la muchedumbre que le seguía le veía como un profeta, como el Me-
sías que iba a traer la liberación al pueblo judío humillado y aplastado. Después, le rechazó. Fue incomprendido y abandonado
por sus amigos. La muchedumbre que gritaba el domingo de Ramos: «Hosanna, Hosanna al hijo de David, rey de Israel», gritaba
el viernes: «Crucifícale, crucifícale», dando a entender «Nos ha decepcionado». Es inmensamente doloroso el ser abandonado por
los amigos que han perdido la confianza en nosotros. Esto es lo que vivo con más miedo. Desde algunos puntos de vista El Arca
es un éxito, y aunque esté convencido de que todo esto no es obra mía sino de Dios, da una cierta paz y alegría saberse apoyado y
amado por tantos amigos, hermanos y hermanas, haber sido escogido por Dios para vivir esta realidad de El Arca, haber tenido
una vida plena y fecunda. Perder todo esto, perder la seguridad, la amistad y ia intimidad de los hermanos y hermanas, sentirse
devaluado, rechazado, condenado me parece el último duelo. Ser despojado en este sentido me da pánico. Al mismo tiempo, está
presente la promesa de Dios: «Cambiaré su luto en alegría».
Cuanto más nos llena algo, alguien, un proyecto, una función, la amistad y el honor, un ideal de vida que estimula y atrae, más
dura es la caída cuando esta realidad se hunde. De repente, uno se encuentra sin vida, sin ganas de vivir. Aparece 1a depresión,
un sentimiento de muerte. Uno está perdido y confuso. Hace falta entonces cierto tiempo para que las energías vuelvan, para que
se forje un nuevo proyecto, para retomar ese gusto por la vida.
Los psicólogos, y sobre todo aquellos que han acompañado a personas afectadas por un cáncer que les ha llevado a la muerte, han
descrito las diferentes etapas de la acogida de esta realidad, pero esas etapas son las mismas para todo luto. En primer lugar, el
negarse a creerlo: «iNo es posible!». Corren a otro médico. Hasta el día en que ya no pueden negar la realidad. Entonces todo se
hunde, aparece la rebeldía, la ira hacia lo real, hacia Dios y hacia el otro. Uno se encierra en la cólera: «¿Por qué yo?». Pero no se
puede quedar uno en la rebeldía, se buscan formas para salir. Se intenta cambiar la realidad negociando con Dios, con su destino.
«Si rezo tal oración, si hago tal peregrinación o si dejo de fumar, si, si, si...» Pero nada cambia y uno entonces acaba en la depre-
sión, en la tristeza. Uno se cierra, hasta el día en que pasa algo: un rayo de sol entra en el corazón, se produce un encuentro;
entonces se acoge la realidad tal como es. Se descubre que no se trata de fabricar ta realidad sino de aceptarla y descubrir en ella
una luz, un nuevo amor, una presencia. Muchos pasos que implican lutos pueden, no obstante, facilitarse si uno los prepara y tos
elige en vez de limitarse a sufrirlos. Así uno puede prepararse para dar el paso de los cuarenta o de la jubilación.

VIVIR MIS PROPIOS LUTOS


Yo mismo he tenido que pasar por los lutos, pero el tiempo del vacío no ha sido nunca muy largo porque no había consagrado
todas mis fuerzas a una única obra. Hacer nacer y dirigir la comunidad no eran mis únicas ocupaciones. Siempre he tenido in-
quietudes intelectuales. Estando en un puesto de autoridad vivía las alegrías de la comunión con los miembros de mi comunidad
y con los amigos del exterior. Desde 1968 doy retiros, anuncio el Evangelio, la buena nueva de Jesús, no solamente a las comu-
nidades de El Arca y Fe y Luz, sino a otras personas deseosas de iluminar su vida con la luz de Jesús, de liberarse de su egoísmo
y de los miedos que les paralizan, de hacer concordar su vida de fe y su vida cotidiana. También he mantenido siempre una vida
de oración y de comunión con Jesús. Ahora me siento feliz con esta vida menos condicionada por los proyectos y las ocupaciones.
Tengo menos necesidad de demostrar lo que valgo. Estoy tranquilo dejando que otros organicen y controlen.
Pero otros lutos vendrán en el futuro, cuando no tenga ya energías, cuando esté enfermo, cuando ya no tenga la posibilidad de
aportar mi ayuda mediante consejos, amistad, acompañamiento; cuando, por el contrario, tenga necesidad de la ayuda de los
demás porque me haya vuelto débil. Estos despojamientos serán necesarios para estar todavía más cerca de la realidad de mi ser,
pues estoy todavía apegado a muchas cosas, a una cierta necesidad de ser reconocido y estimado. Todavía existen mecanismos de
defensa en mi corazón; todavía hay muros que derribar para que esté más en contacto con la fuente de mi ser y me convierta en
lo que real y profundamente soy.
Para encontrar de verdad la comunión plena con Dios sé que tengo que tocar el fondo del abismo para luego resurgir con más
fuerza.
Todos estos duelos nos hacen descubrir la necesidad que tiene el ser humano de vivir las diferentes etapas, para ser plenamente
él mismo. Es necesaria la confianza del niño, la audacia y la esperanza del adolescente, la estabilidad, la fecundidad, la responsabi-
lidad del adulto —incluso aunque en cada una de estas etapas las motivaciones estén mezcladas y sean ambivalentes—. En efec-
to, en las cosas bellas que se hacen y en las luchas que se tienen por la justicia, hay una búsqueda de sí y una necesidad de pro-
barse; pero estos actos también poseen su belleza y su verdad. Son necesarios también para la realización del ser. Los lutos tam-
bién son necesarios; son como un despojarñiento: un des- pojamiento para retornar a lo esencial y a la comunión. Ya no habrá
entonces sueños, ni huidas, ni dependencia de los demás y de sus miradas admiradoras; uno ya no puede ocultarse; sólo queda la
pobreza de su ser, pero también su belleza en cuanto que persona humana, la verdad de su ser y de su conciencia ante Dios, el
encuentro de la comunión.

EL FIN DE LA VIDA
Veremos en los siguientes capítulos cómo una verdadera experiencia del Dios que se revela a nosotros en nuestra pobreza es el
medio más profundo de vivir los lutos y de superar las frustraciones de la vida, para vivir en la realidad. El peligro del ser hu-
mano es el de permanecer encerrado y centrado en sí mismo y en sus proyectos, aferrado a su reputación y a su gloria, viviendo
en un mundo imaginario. La vida humana, ya lo hemos dicho, es un camino én el que uno se convierte en lo que es, en el que uno
encuentra su identidad profunda y en el que uno se abre progresivamente a los demás. Se trata de ser, y de estar abierto. Los
lutos nos liberan de lo que nos hacía estar encerrados. Pero también el duelo, ya lo hemos indicado, puede acarrear angustias,
rebeldía y depresiones. La poda hace daño. Uno corre el riesgo entonces de encerrarse en sí mismo. Pero es también en el luto
donde puede tener lugar la renovación a través de gestos de comunión, de una experiencia de Dios. Humildemente uno se abre a
los demás, al universo, a Dios.
La última etapa de la vida es la de los duelos y las pérdidas que preparan la muerte final. Las fuerzas disminuyen, la salud ha
empeorado, la memoria se debilita, los ancianos se sienten menos capaces de afrontar los conflictos y pierden a sus amigos. Es
entonces cuando el fin de la vida se parece a los inicios: el anciano con incontinencia, que necesita ser alimentado, lavado, vestido,
que no se comunica de igual manera por la palabra sino que está en comunión con el otro a través de la mirada, el tacto, la sonri-
sa, el cuerpo, se parece al niño. Hemos sido concebidos y nacemos para la comunión. Uno se vuelve de nuevo débil y pequeño
para redescubrir el sentido de nuestra vida: la comunión.

LA VEJEZ Y LA AGONÍA
Sea cual sea la trayectoria de una vida, la vejez es la etapa del sufrimiento. Ciertamente se crece hacia una vida de dulzura y de
bondad, el retorno a la comunión y a lo humano, los abuelos rodeados de sus hijos y de sus .nietos. También hay —y quizá sea
ésta la situación más corriente hoy día en la que las familias están diseminadas— abuelos (el o la que permanece viva) que no
pueden quedarse en casa de uno de sus hijos. Se sienten solos y abandonados. En nuestros días, muchas personas mayores se
encuentran en un estado de tristeza, de vacío interior y de aislamiento. Muchos son viudos y viven cruelmente el luto por su
compañera o compañero de vida. Muchos pasan su tiempo delante de la televisión por comodidad, por matar el tiempo, o se en-
cierran en alguien, poseyéndole, evitando su libertad. Viven en el aburrimiento o en el miedo. Muchos han tenido que retirarse
en asilos, separados así del mundo, de las demás generaciones, de sus amigos, de su entorno, sin sustento cultural, afectivo o
espiritual. El sufrimiento de muchos ancianos es profundo. Se sienten inútiles, no queridos, son una carga para sus hijos. Carecen
de fuerza, de energía e interés para leer. Esperan que todo se les haga. Lo más difícil parece ser el vacío interior, la inquietud, la
angustia. Enloquecen por nada. Todos los síntomas de la comunión rota de la que ya hablamos en el niño surgen en su concien-
cia: sentimiento de culpabilidad, de falta de valor, de depresión, de rebeldía.
Últimamente he tenido el privilegio de estar cerca de dos personas mayores: mi madre y el padre Thomas. Los dos estaban, en
algunos aspectos, llenos de paz, de serenidad, capaces de acoger la realidad y a los demás, y sobre todo a las personas desampa-
radas o que se sentían solas. Pero en ellos, iqué angustia, qué sufrimiento intenso existía en determinados momentos! La pérdida
de energía, la toma de conciencia de sus límites, las faltas de delicadeza en las personas cercanas, un mundo que parecía superar-
les ó dejarles solos, impotentes, perdidos, les han llevado a veces a paroxismos de angustia y de sufrimiento interior; nadie podía
entonces unirse a ellos. ¿Qué decir de esta angustia última, de ese sentimiento terrible de ser abandonado, no querido, sentimien-
to de muerte antes de tiempo, de muerte interior? Quizá cuanto más plena ha sido la vida, llena de luz y de claridad, esa angustia,
esa duda y ese sentimiento de fracaso parecen más espantosos.
Personalmente empiezo a tener esas angustias. Cuando las noches son largas, cuando no puedo dormir, cuando no tengo energía
para pensar, orar o leer, cuando el cuerpo está tenso, electrificado; cuando caigo prisionero de la imaginación, de lo cual se saca
poco, cuando surgen los sentimientos de miedo, de pánico, de culpabilidad... i la noche parece a veces tan larga y el alba tan leja-
na!
Sí, todavía persiste la ofrenda pero, ¡parece tan frágil! La fe es como un hilo muy tenue, pero da un poco de esa esperanza que
permanece.

LA MUERTE
En las comunidades de El Arca hemos vivido muchas muertes. Hay muertes muy dulces, muy bellas, como las de Agnès, de Re-
né, de Jacqueline y de tantos otros. Se fueron debilitando paulatinamente, rodeados de sus amigos y de los demás miembros de su
hogar. Éstos hablaban regularmente entre ellos sobre su amigo moribundo, y rezaban con y por él. Después, un día, una tarde, la
pequeña llama de vida tan frágil se extinguió.
Hay muertes más dolorosas, como la de las personas que están solas en un hospital. No se la esperaba allí. La muerte nos ha sido
como robada. Los amigos no han podido rodear a la persona y decirle: «Adiós».
Después ha habido muertes violentas, terribles, impactantes. Como las de los asistentes jóvenes, llenos de vida, muertos de golpe
en un accidente de coche. Estas muertes dejan un vacío, provocan la angustia y el miedo. Son como un aldabonazo que sitúa a
cada uno ante su propia muerte: «Ése podría ser yo».
En nuestras comunidades procuramos celebrar la muerte. Celebrar quiere decir aquí no huir de ella, sino mirarla cara a cara,
hablar de ella, hablar de la persona que nos ha dejado, hablar de su belleza, hablar de nuestra esperanza cristiana, hablar también
del sufrimiento, tal vez de nuestra rebeldía. Celebrar es también la forma de velar el cuerpo, acompañar a la familia, ir al funeral.
Hace algunos años François murió de cáncer en nuestra comunidad. Estuvo muy acompañado por sus amigos, sostenido por el
padre Thomas. Murió unos instantes después de haber recibido la comunión de las manos del padre Thomas. Como de costum-
bre, velamos su cuerpo. Jacqueline, una asistente, encontró a dos personas deficientes de la comunidad que le preguntaron:
«¿Podemos ver a François?» Vinieron a la habitación y rezaron juntas. «¿Podemos abrazarle?» «Por supuesto», respondió Jac-
queline. Jean-Louis le abrazó y exclamó: «¡Mierda, está frío!». Y se fueron los dos diciéndose el uno al otro: «Mamá se va a ex-
trañar cuando le diga que he abrazado a un muerto».
Estos dos hombres, con sus propias deficiencias, pudieron encontrar así la muerte sin temor, sin drama. Pudieron integrarla
como una realidad natural. Es el camino para cada hombre y para cada mujer. Así como la vida es bella, la muerte también.
Esto no quiere decir que algunas muertes no sean un escándalo. ¡Hay masacres horribles! Existen esas muertes repentinas que
dejan un vacío profundo. Pero el escándalo es sobre todo para los que se quedan y esperan su turno.

IV. EL CRECIMIENTO HUMANO


El Arca es un lugar de crecimiento, en especial, para las personas con una deficiencia mental. Es maravilloso ver a Claudia ac-
tualmente: es una chica pacífica, segura, feliz, capaz de hacer muchas cosas. Vivió una verdadera resurrección desde su llegada a
nuestra comunidad de Tegucigalpa hace casi veinte años, cuando era una niña aparentemente loca. Muchos hombres y mujeres
de nuestros hogares encuentran poco a poco la paz interior, su propia identidad, y llegan a abrirse a los demás.
Los asistentes también crecen mucho. Descubren quiénes son, encuentran un sentido a su vida y una esperanza. Asumen respon-
sabilidades. Se abren a los demás, especialmente a aquellos que son diferentes a ellos; muchos encuentran una tierra donde su
vida profunda puede desarrollarse y dar fruto.
El crecimiento humano ocupa un lugar central en la pedagogía de El Arca; está en el centro de la realidad humana. El ser hu-
mano es un ser en crecimiento; evoluciona, crece, cambia, atraviesa dificultades, adquiere una identidad y se abre a los demás. Y
este crecimiento que comienza el día de la concepción, con la aparición de la célula inicial, en el momento de la fecundación, con-
tinúa hasta el último día, hasta el momento de la muerte, a través de los logros y de los fracasos, a través de todos los gestos de
amor, a través de todos los momentos de acción, de comunión y de sufrimiento.
La vida, o ese dinamismo inicial comunicado ya en la concepción del niño, es una realidad poderosa, oculta en la célula inicial.
Esta vida no es solamente física, permitiendo el crecimiento ineluctable del pequeño cuerpo con todos sus órganos, sino también
psíquica y espiritual. El dinamismo de la vida oculta en el cuerpo va a impulsar al pequeño ser a nacer, a esconderse en los brazos
de su madre, a gozar del amor de la madre y del padre, a avanzar en la vida, a adquirir conocimientos, a separarse de sus padres,
a amar a los demás, a abrirse al universo a través del amor y los conocimientos, a crear y a procrear. No existen varias vidas o
dinámicas de vida yuxtapuestas: una vida que fabrica el cuerpo, otra que produce la relación y otra el conocimiento y la creativi-
dad. Todo está unificado. Todo es uno; más aún, todo está contenido en esta vida oculta en la célula inicial. Ésta se encuentra en
el origen de todo movimiento; está en el origen de todo crecimiento físico pero también de toda vida relacional, de toda adquisi-
ción de conocimiento y de toda actividad espiritual.
Esta vida es como el agua que corre por un riachuelo. Hace remolinos y rodeos. Si hay un obstáculo, lo esquiva. El sufrimiento es
el primer obstáculo que encuentra, es la intolerable roca que aparece en la vida como un enemigo, como un anuncio de muerte.
La vida intenta evitar esta horrible realidad, no puede soportarla, avanza por otro sitio.
Este primer sufrimiento del niño, que causa la herida inicial, es una premonición de la muerte, pues el niño solo es demasiado
pequeño, débil y vulnerable para poder vivir. Necesita de los adultos para ser alimentado y protegido de las fuerzas hostiles de la
sociedad y de la naturaleza. Si no se siente amado, el niño vive el traumatismo del miedo a la muerte. Todo su ser se encuentra
devastado, en un estado de desconcierto y de pánico ante esta realidad horrible. La vida no puede soportar a su opuesto, a la
muerte. La vida se niega a desaparecer. Grita, se yergue, intenta protegerse, sobrevivir. A través de una fuerza oculta evita la
realidad intolerable. La lucha se lleva a cabo gracias a poderosos medios para olvidar el sufrimiento, soñando, haciendo proyec-
tos, buscando otra forma de relación distinta de la comunión, una relación en la que se busca afirmarse ante el otro, en la que se
busca la admiración y la dominación. Así, la vida continúa transcurriendo. Si la vida no es lo suficientemente fuerte o agresiva, si
no ha tenido amor, como es el caso de muchas personas que vienen a El Arca, entonces se protege tras la depresión, la locura o
los sueños. La vida ya no puede avanzar, no fluye, es como si se cerrase y ocultase. Visto desde fuera, el niño pone mala cara, se
aleja de la relación. Por dentro, es la vida como un tesoro la que se oculta, para poder retomar el camino si algún día alguien la
llama.

EL CRECIMIENTO
En la célula inicial de todo ser humano, existe ese extraño programa que va a fabricar el cuerpo del niño a semejanza del de la
madre y del padre, a semejanza de los abuelos, de los bisabuelos y de los antepasados. Esta vida se transmite de generación en
generación, a través del color de la piel, la talla del cuerpo, las enfermedades genéticas, el tipo de cerebro, etc.
En la vida se da lo determinado y también lo indeterminado. Ya hablaremos de ello más tarde. La vida está determinada —la
nariz será de tal tamaño— pero es también flexible, se acoge a la realidad, se modifica según el entorno y según la acogida o el
rechazo recibido. Se adapta. El cuerpo se desarrolla, la vida fluye si encuentra amor pero si no, se crispa, se pone en tensión ante
los obstáculos, se protege ante el miedo y el sufrimiento y los mecanismos de defensa se activan, se producen bloqueos o se llega
a hacer violenta.
El crecimiento inspirado e impulsado por la célula inicial va a continuar toda la vida, hasta el final, al menos en cuanto a la co-
munión. Se trata del crecimiento pero también del decrecimiento, A partir de los veintidós años, todos comenzamos la curva de
la debilidad. lExtraño programal iCada día mueren 100.000 células del cerebro, sin ser reemplazadas! Menos mal que hay mu-
chas. Así, cada día el cerebro, pero también el corazón, los ríñones, el hígado van deteriorándose hasta el día en que el cuerpo se
debilita de tal forma que uno de los órganos esenciales deja de funcionar, La vida se detiene en ese momento.
Decía en el capítulo anterior que estaba maravillado por la semejanza entre el comienzo y el fin de la vida, entre el niño y el an-
ciano. Pero hay una diferencia fundamental. El niño no es consciente intelectualmente; no elige. La vejez, por el contrario, llega
después de haber hecho sucesivas elecciones en la vida y es su último fruto. El anciano llega a la etapa de la debilidad teniendo
múltiples relaciones, conocimientos, experiencias, con el corazón repleto de todo lo que le ha llenado, y a veces vacío de todo lo
que le ha faltado. Avanza hacia el paso final de la muerte con el corazón lleno de encuentros, debilitado por la enfermedad, surca-
do por el sufrimiento, entregado en su pequeñez para acoger una nueva comunión.

UNA SEMILLA QUE CRECE


El otro día, comiendo en mi hogar de El Arca, Jean-Fran- gois, Christophe, Laurent y Patrick hablaban de su trabajo en el jardín
y de todas las semillas, pequeñas como granos de arena, que siembran en la tierra. Las cubren, las riegan y quince días más tarde
ven salir los pequeños tallos verdes. Les cuesta trabajo distinguir lo que son las propias semillas. ¿Es una dalia, un tomate o un
rábano? Más tarde pueden diferenciarlas. Oculta en cada una de ellas hay una vida, un misterio, una realidad que no aparecerá
hasta que se cumplan ciertas condiciones. La semilla necesita una buena tierra, espacio para crecer, agua, sol y aire. Existen dis-
tintas leyes de crecimiento para cada tipo de semilla. Para hacerlas crecer bien, para que cada una florezca y dé fruto, hace falta
un buen jardinero que conozca bien las necesidades y las leyes de cada una. Y cuando se trata de árboles frutales y de viñas, el
jardinero o el viñador se ve obligado a hacer daño al árbol. Tiene que cortarlo, herirlo, podar las ramas para que den todavía más
fruto.
Lo mismo ocurre con el ser humano. Existen leyes precisas para el crecimiento humano. Se han dado casos de niños que han
crecido entre animales (uno de ellos vive en una comunidad de El Arca), pero no han conocido un verdadero desarrollo humano,
ni han podido acceder a nuestro lenguaje. Para ser un ser humano hay que estar educado y ser amado por los humanos. Los psi-
cólogos saben que existen estas leyes de crecimiento que, si no se respetan, el niño se desarrolla mal y le cuesta trabajo vivir
humanamente. El niño tiene el derecho a recibir lo que necesita para ser él mismo, para ser humano.
Lo determinado y lo indeterminado en el crecimiento humano
i Es tan diferente el ser humano del mundo animal! i Los pájaros vuelan sin estorbos, con tal libertad, alegría y entusiasmo! Can-
tan y se comunican fácilmente entre ellos. Los peces del mar nadan, los insectos saltan, los animales corren. Todos se alimentan
y procrean—, tienen su identidad y están abiertos a recibir y a dar todo al universo. Pero esta identidad y esta apertura son
otorgadas por la naturaleza. Están determinados, programados.
No ocurre lo mismo con el ser humano. En él se encuentra la determinación física como en los animales, y también la determina-
ción psicológica. El niño bien acogido podrá vivir fácilmente la comunión y una vida de relación con los demás y con el universo.
Por el contrario, el niño mal acogido tendrá muchas más dificultades, como ya hemos indicado. Existe también una indetermina-
ción que estará en función de las elecciones que se hagan y de la libertad humana. La identidad se forma a través de las múltiples
opciones de la vida. Se elige compartir la vida con ciertos amigos, con una mujer, con un marido; se elige una profesión, ciertas
orientaciones y valores; se elige abrirse a los demás o cerrarse a ellos. Ciertamente, detrás de estas opciones hay unos instintos
psicológicos y una educación que las sustentan y las facilitan.
En este crecimiento hacia una identidad con ciertos valores, la persona va a estar determinada en gran parte por el grupo, por la
familia. Va a recibir una fe y una confianza en estos valores a través de la confianza que tiene en sus padres y a través de todos
los gestos de amor, de ternura y de celebración vividos a su lado. Se encuentra en comunión con lo más auténtico y unificado que
hay en ellos. El niño es lo suficientemente perspicaz como para alimentarse de todo lo que hay de verdad en sus padres. Se deja
empapar de su vida profunda. Es una comunicación de confianza y de comunión. Por el contrario, no podrá soportar todo lo que
es falso o tenga un doble mensaje.
Cuando existe menos comunión y autenticidad, el niño puede adherirse a ciertos valores, adquirir una cierta fe, pero esta adhe-
sión será más superficial; proviene de una necesidad de seguridad y de ser reconocido. Al ir creciendo irá optando libremente por
esta fe o, por el contrario, la rechazará. También irá eligiendo los amigos. Esos valores se profundizarán en él. Los elegirá por sí
mismo, irá apropiándose de ellos. Reflexionará sobre ellos, los confrontará con la realidad. Optará así por un sentido en su vida.

EL SENTIDO DE LA VIDA
En nuestro mundo moderno, ¿qué sentido se le puede dar a la vida?, ¿qué sentido se puede proponer? iTantas personas actual-
mente están buscando, tantas están perdidas y han perdido la referencia ética, a tantas no les satisface una vida puramente mate-
rialista, con unos placeres efímeros o con una búsqueda de poder y de éxito! Tantas entre ellas tienen una inmensa buena volun-
tad; quieren la justicia, la comunión y la paz. Pero no saben qué dirección tomar. La política resulta a menudo falsa; las religiones
con frecuencia parecen cerradas y legalistas; el comercio, la industria, la tecnología resultan deshumanizantes. Muchos jóvenes
se vuelcan, entonces en las sectas o en los movimientos políticos o religiosos integristas. ¿Cómo ayudarles a descubrir que nues-
tro mundo no es malo, y que cada uno de nosotros podemos colaborar para hacerlo más humano?
A través de mi experiencia anterior a El Arca y una vez aquí, he descubierto la importancia de dos elementos esenciales en la
vida humana y que pueden darle un sentido, tanto en personas de buena voluntad, sin religión, como en personas que buscan a
Dios sea cual sea su religión. Ser y estar abierto. Tener una identidad clara y estar abierto a los demás. La identidad se recibe a
través de la tierra, la familia, la cultura, la educación, a través de la salud física y psicológica; pero también se forma a través de la
elección de una profesión, a través de nuestros dones y capacidades, de los valores y motivaciones fundamentales de la vida, de
los amigos, de los lugares en los que uno se compromete y a través de la búsqueda de la verdad sobre uno mismo y sobre la vida.
Abrirse a los demás, sobre todo a aquellos diferentes a nosotros, es verles no como rivales o enemigos a los que se juzga o recha-
za, sino como a hermanos, hermanas en una misma humanidad, capaces de transmitirnos la luz de la verdad que se esconde en
ellos, y con quien se puede vivir en comunión.
La apertura no consiste en ser blando ni en una tolerancia sin preocuparse por la verdad ni por la justicia No es una adhesión a la
ideología de los demás; es una simpatía y apertura hacia los demás y, en particular, hacia los débiles, los pobres, los oprimidos de
cualquier raza y religión para vivir una comunión con ellos y recibir su don. Es un deseo de comprensión y de encontrar los
medios para dialogar con los que son diferentes a nosotros y con los que ejercen mal la autoridad o los que oprimen. Abrirse es
extender los brazos de nuestro corazón.
Los que no tienen identidad, los que no tienen tierra, los que no tienen unos valores claros, no pueden estar abiertos realmente a
los demás. No sabrán dar, pues no saben bien quiénes son, lo que quieren y lo que pueden hacer. Los que tienen una identidad
clara pero están encerrados en sí mismos y en su grupo tras sólidos muros, están convencidos de su rectitud; juzgan y condenan
a los que no piensan como ellos. Están en peligro de ahogarse o tienden a provocar conflictos.
Los que tienen una identidad y están abiertos a aquellos diferentes a ellos, poco a poco van a convertirse en personas de compa-
sión, de paz y de reconciliación. Mediante gestos humildes y sencillos, mediante la escucha y la bondad, van a aportar paz y uni-
dad. En su búsqueda de la comunión van a ayudar a los demás a vivir más plenamente su humanidad y a reunirse en torno al
compartir y la amistad.

CADA PERSONA TIENE SU SECRETO, SU DESTINO


Hay que ser flexible a la hora de comprender esas leyes humanas y descubrir que en cada ser vivo hay un sistema de compensa-
ción. Si la razón no puede desarrollarse a causa de una enfermedad, la energía vital fluirá en otra parte del ser. Se trata de reco-
nocer ese desarrollo diferente para que la persona pueda llegar a la plenitud de su ser y de su vida tal y como es.
La primera ley de crecimiento esencial es la del amor y la comunión. Para vivir, desarrollarse, crecer en libertad, el ser humano
necesita encontrar a otra persona que le reconozca como único, que le aliente a crecer y a llegar a ser él mismo. Sin eso él se
cierra, se defiende, e intenta demostrarse lo que vale. El ser humano necesita un ambiente de comunión, de confianza, de amistad,
para desarrollar todas sus posibilidades y para formarse. Estos encuentros de comunión y de amistad que despiertan el corazón
humano se realizan a veces en los medios más inesperados. En las cárceles y hospitales psiquiátricos; entre ios mendigos, los
niños de la calle y las mujeres víctimas de la prostitución, a través de distintas modalidades de bondad, de ternura y de un gran
respeto al otro.
Cada ser humano tiene su secreto, su misterio. Algunas vidas son largas, otras cortas. Algunas personas parecen vivir las etapas
del crecimiento, otras no. Por tanto, creo que cada uno llega a su propia madurez en el momento de la muerte. En algunos se ve
claramente el sentido de su vida, en otros difícilmente se ve. Personalmente creo en la importancia de cada persona, sean cuales
sean sus límites, su pobreza o sus dones. Hay un sentido en la vida de cada uno, aunque no se vea. Creo en la historia sagrada de
cada persona, en su belleza y su valor. Esto existe incluso aunque tenga una deficiencia profunda, como es el caso de Éric o de
Héléne.
Existe con su belleza a veces desfigurada en los hombres y mujeres de la calle, en las cárceles, en las personas metidas en la dro-
ga y el alcohol; existe también en aquellos que matan con brutalidad y que utilizan la tortura, y en los que abusan de los niños.
Cada ser es importante, es capaz de cambiar, de evolucionar, de abrirse un poco más, de responder, al amor, de acudir a un en-
cuentro de comunión. Querría transmitir esta fe en la persona humana y en sus capacidades de evolucionar, pues sin ella nuestras
sociedades corren el peligro de convertirse en algo puramente competitivo y paternalista con respecto a los débiles, encerrándo-
les en lugares asistenciales en lugar de ayudarles a ponerse en pie para abrirse a los demás. Corren el peligro de rechazar a los
que incomodan, a veces incluso de querer suprimirlos.

PARA CRECER: ACEPTARSE A SI MISMO


Cada uno, en su secreto y su misterio, con su destino particular, está llamado a crecer. Ciertamente muchos no llegan a una ple-
nitud de madurez, pero todos podemos avanzar un poco en la adquisición de una identidad y en la apertura a los demás. Lo im-
portante no es llegar a la perfección humana, nada más lejos de eso, sino ponerse en camino por y a través de gestos de apertura
y de amor, de gestos de bondad y de comunión. Cada uno, hoy, en su situación actual, en su lugar de vida y de trabajo, puede
tener estos gestos.
Ya lo hemos dicho, en el ser humano se da lo determinado y lo indeterminado. La identidad y el crecimiento humano se forjan a
través de las opciones: de la elección de los amigos y de los valores que se quiere vivir, la elección de una tierra, la elección de
aceptar responsabilidades humanas.
La primera elección que se encuentra en la base de todo crecimiento humano es la de aceptarse a si mismo; aceptar nuestra reali-
dad tal y como es, con sus dones, sus capacidades, pero también sus limites, sus heridas, sus tinieblas, sus culpabilidades, su mor-
talidad. Aceptar su pasado, su familia, su cultura, pero igualmente sus capacidades de crecer. Aceptar el universo con sus leyes, y
nuestro lugar en él. El crecimiento comienza cuando se olvidan los sueños sobre uno mismo y se acepta la propia humanidad,
limitada, pobre, pero también bella. A veces el rechazo de uñó mismo oculta nuestros verdaderos dones y capacidades. El peligro
del ser humano es el de querer ser otro o como otro, Incluso ser Dios. Se trata de ser uno mismo con sus dones, sus competen-
cias, con sus capacidades de comunión y de cooperación. Es la condición para ser feliz.
No hace mucho tiempo una joven me confesó: «Empiezo a estar contenta de ser mujer. Ahora me gusta llevar falda». Poco a poco
comenzaba a vivir, pues se aceptaba a sí misma. Hay gente que busca constantemente una posición con más responsabilidad y
viven en la frustración... hasta el día en el que aceptan que pueden vivir felices con el papel más humilde, más sencillo que tienen,
pero que se corresponde con sus dones y capacidades.

ENCONTRAR LA TIERRA Y EL BUEN ALIMENTO


Una planta sólo puede crecer si echa raíces en la tierra y en una buena tierra. Lo mismo ocurre con el ser humano. Su tierra es su
familia, su comunidad humana, la comunidad de amigos. En El Arca, algunos meses después de la muerte de su padre, Jean-
Claude, un hombre con una deficiencia, anunció en una reunión: «Ahora que mi padre ha muerto, El Arca es mi familia». Había
escogido su tierra. La familia comunica ai niño su lengua, sus valores y su cultura formando su espíritu. Hay tierras ricas, culti-
vadas, con muchos amigos; hay también tierras pobres, como en ese hangar cerca de Ouagadougou, en Burkina Faso, que acoge a
una treintena de hombres de la calle, mendigos, muchos con una deficiencia física. Ciertamente, en esta sorprendente vida comu-
nitaria, hay explosiones, peleas, pero también existe una fraternidad y un compartir.
El ser humano debe ser alimentado, alimentado físicamente, de lo contrario no tendrá energía, pero necesita el alimento del co-
razón, del espíritu y de la inteligencia. Es largo el camino hacia la profundización de su identidad y la apertura hacia los demás,
que pasa por la fecundidad y la responsabilidad. Cada uno puede zozobrar en el desánimo y en el cansancio, encerrarse en sí
mismo, en sus Iras y frustraciones, buscar compensaciones que le encierren todavía más en él mismo. Es necesario un alimento
que mantenga abierto el corazón. Es necesario también, para muchos, una comprensión intelectual —yo diría filosófica— de la
vida, del ser humano, que alimente el gusto por la verdad.
En el Evangelio, Jesús habla del Reino de Dios, del Reino del Amor, que es como una semilla arrojada en un campo. La semilla,
dice, es la palabra de vida. Algunas caen en el camino; no pueden crecer; los corazones están cerrados. Otras caen en una tierra
ligera; crecen en seguida, pero mueren casi inmediatamente. Son las personas sin raíces, sin profundidad. Cuando se presentan
las dificultades, la semilla de vida muere. Otras semillas caen en una buena tierra pero son ahogadas por las malas hierbas. Éstas,
dice Jesús, son las seducciones de la riqueza y las preocupaciones del mundo. Finalmente, otras semillas caen en buena tierra y
dan mucho fruto.
El corazón, el espíritu y la inteligencia necesitan ser despertados y alimentados. Cuando las personas perciben su fecundidad,
cuando perciben cómo pueden dar vida a los demás, quieren dar más. En efecto, en todos nosotros se encuentran el poder del
egoísmo y muchos miedos, pero cuando hay un buen alimento espiritual, surge el poder del amor. Nosotros vemos claramente en
El Arca que, si no apoyamos y ayudamos a los asistentes para que encuentren el sentido y el valor que tiene su vida cotidiana, si
no son alimentados y formados con palabras de vida y de verdad, el cansancio vence y la capacidad de escucha y de atención a los
demás disminuye. Pero si están bien alimentados, dan vida.

SERES DE COMUNIÓN, DE COOPERACIÓN Y DE COMPETENCIA


La comunión y la confianza son la base de la psicología humana. Son el fundamento de todo crecimiento ya que afecta a lo más
profundo que hay en el ser humano. Cuando vivimos la comunión, estamos y nos abrimos al otro, somos vulnerables ante él.
Podemos, por tanto, avanzar en la cooperación y la colaboración. Éstas las vivimos en primer lugar con los hermanos y herma-
nas. Quizá se dan celos entre los niños pero, poco a poco, si la familia es sana y amorosa, el niño descubre la alegría de la frater-
nidad y de la comunidad familiar. Sin esta vida fraternal, el niño corre el riesgo de tener problemas en dar ciertos pasos; se estan-
cará en las dificultades propias del hijo único, en el que todo está centrado en él. Con los hermanos y hermanas, el niño aprende a
recibir los golpes de la vida comunitaria, a compartir las alegrías y las penas de cada día, a sostenerse mutuamente. El niño des-
cubre que no está solo en el mundo, que existen otros con los que puede establecer vínculos de amistad, comienza a abrirse a los
demás, a sus iguales. Ese sentido de la cooperación va a ser profundizado en el colegio; hay que señalar, no obstante, que la ma-
yor parte de los colegios son llevados de forma competitiva; todos tienen que triunfar, ganar premios, ser los primeros, para
recibir la admiración y la confirmación de los padres. Pocos colegios se plantean una educación con sentido comunitario. Vi uno
en Calcuta, en la India, en donde los más fuertes ayudaban a los más débiles; los niños se apoyaban mutuamente. En algunas
escuelas de integración, en Canadá, en donde los niños deficientes tienen su lugar, también se da una educación hacia la comuni-
dad, la cooperación y el apoyo mutuo. Todos encuentran su sitio y tienen que desarrollar sus dones. Cada niño descubre entonces
que la diferencia no es una amenaza sino un tesoro; ello permite la colaboración. No se encuentra ya en un mundo competitivo en
el que el otro es un contrario, un enemigo potencial; el otro es un hermano o una hermana con el que se puede cooperar. Eviden-
temente, será en la edad adulta, en la familia, en la comunidad y en el mundo del trabajo en donde se podrá descubrir y profundi-
zar en la cooperación como una realidad humana importante.
Al crecer, el niño descubre sus intereses particulares y sus dones; es el comienzo del reconocimiento de sus competencias: en el
deporte, en el arte, en el bricolaje, en las actividades manuales o en las diferentes materias estudiadas en el colegio. Esos intere-
ses van a permitirle elegir una profesión, formarse y especializarse durante la adolescencia para ser poco a poco más cualificado,
al menos en un ámbito. Va a ser reconocido y admirado por sus padres, el entorno y sus amigos. Su personalidad va a ser fortale-
cida a través de sus competencias que no serán solamente las propias de la profesión, sino que podrán ser también, por ejemplo,
las de madre de familia, excelente cocinera y ama de casa. Hemos visto en El Arca cómo las personas deficientes se estructuran y
forjan un aspecto de su identidad en el trabajo.
La educación es armoniosa cuando el niño, y más adelante el adolescente y el adulto, pueden desarrollar estos tres elementos: la
comunión, la cooperación y la competencia. La comunión le abre a la relación sencilla y abierta, corazón con corazón; la coopera-
ción le abre a la vida social y comunitaria; la competencia le permite ocupar su puesto en la vida. Algunas personas, no obstante,
viven con graves carencias en el ámbito de la comunión; se encierran en sí mismas; sólo viven para la realidad, el incremento de
sus conocimientos y de sus competencias. Están llenas de proyectos. Huyen de la relación porque tienen miedo de ella. No saben
ser vulnerables en relación con los demás, maravillarse ante ellos y la naturaleza. Viven la cooperación mientras están bien reco-
nocidas en su saber hacer, y no tienen necesidad de escuchar ni de dialogar.
Igualmente, si el niño no está motivado a desarrollar sus competencias, correrá el peligro de quedarse en el nivel afectivo y emo-
cional. En un momento dado, no sabrá bien lo que puede aportar a los demás.
Para que una persona pueda crecer hacia la madurez necesaria y ocupar su puesto en la sociedad, necesita dedicar sus energías a
estos tres ámbitos. El sobredesarrollo de las competencias en detrimento de la comunión y de la cooperación impide el verdadero
crecimiento y conlleva un desequilibrio psíquico. Hay personas muy adultas en el ámbito de las competencias pero que, en el
emocional, son niños pequeños que gritan para que se les ame. Hay que confesar que muchas competencias se desarrollan en el
período de la adolescencia como consecuencia de la competición y de la necesidad de brillar, de ser el primero. Durante el período
de la madurez es cuando se puede esperar el paso hacia una competencia impregnada de comunión y de cooperación. Se convierte
entonces en una competencia verdaderamente humana, orientada hacia el bien de los demás.

ESTAR EN FORMA, DISTENDIDO


Para crecer hacia una identidad más profunda y abrirse a los demás, hay que saber también tomar distancia, estar en forma y
distendido. Si estamos llenos de proyectos y de necesidades compulsivas de triunfar y de ser apreciado, o si estamos cansados,
tensos, estresados, es difícil poderse detener para acoger a los demás y escucharles. El motor interior va demasiado deprisa. Es
imposible hacer silencio y tomar perspectiva ante nuestras motivaciones y nuestros miedos cuando estamos metidos en la acción,
i El silencio del corazón se rompe con el ruido de los motores! Crecer implica pues estar en forma, tener distendidos tanto el
cuerpo como el espíritu, estar descansados. Las tensiones interiores, al igual que el estrés, se alojan en el cuerpo e impiden que ta
luz ilumine nuestras acciones y pensamientos. Se trata pues de encontrar un ritmo de vida y el descanso necesario.
Cada vez me doy más cuenta de que muchas personas no saben descansar; en mi caso también me ha costado tiempo darme cuen-
ta de ello. El descanso es ciertamente dormir, pero no sólo eso. El sueño puede ser también una huida de la realidad, una escapa-
toria, una forma de depresión. El verdadero descanso es la renovación de nuestras energías para que nos podamos lanzar con
más fuerza, entusiasmo y esperanza a la realidad y a la lucha por la paz. Descansar es, pues, encontrar nuevas formas de energía,
es estar confirmado y apoyado en el despertar de esas energías, en la confianza en nuestra misión y en nuestro ser más profundo.
Es lo contrario a sumirse en la tristeza, en el cansancio, en la falta de confianza en uno mismo, en la duda. B descanso implica la
expansión del corazón, las celebraciones humanas y comunitarias, la risa, el canto, la alegría, el humor. El descanso es encontrar-
se bien en casa, en la comunidad y con el cuerpo.
Por mi parte, me encuentro mucho mejor desde que paso el mes de agosto en un monasterio. Hallo el descanso y el silencio com-
pleto junto con el ejercicio físico y el tiempo de oración que necesito.
Para el pueblo judío, el día del sabbat es de gran importancia. Es el día en que sólo hay que ocuparse de lo esencial, se está en
familia bajo la mirada de Dios, bajo la luz de la verdad, no para huir del trabajo de los otros seis días, sino para tener la energía
suficiente para volver a esa realidad e imprimir en ella la paz, la compasión, la verdad. Hay que saber recargar las pilas. .
A menudo, en El Arca, los jóvenes asistentes no saben soportar su cansancio físico; éste se transforma rápidamente en fatiga
psicológica y en estrés. Esta fatiga psicológica puede invadirles entonces y convertirse en un cáncer que les carcome el interior.
La fatiga física es una realidad que hay que saber acoger con prudencia; hay que saber luchar contra el desencadenamiento de la
tristeza.
El estrés surge a menudo por una falta de armonía entre las dificultades de la vida y las responsabilidades, y el apoyo, el alimento
del corazón y del espíritu y la formación que necesitamos para plantar cara a esas dificultades. El estrés produce entonces ciertos
malestares psíquicos que son más o menos insoportables. Para encontrar alivio a esos malestares interiores, la persona puede
volverse depresiva, colérica, y tratar de buscar compensaciones en el alcohol o en otras cosas; con frecuencia está excesivamente
cansada o sujeta a enfermedades psicosomáticas.
Estar distendido y en forma implica también que hemos encontrado un equilibrio entre la comunión, la cooperación y el ejercicio
de las competencias.
La noción de espacio es también importante para encontrar el descanso. Todos tenemos la necesidad de encontrar un espacio
privado, un espacio de soledad para que se produzca una verdadera interiorización. Si no lo tenemos, si nuestro espacio es robado
o violado, si estamos demasiado presionadosj caemos en la confusión. No podemos acoger ya al otro en nuestro interior, com-
prenderle y amarle. Ya no hay espacio interior. Estamos obligados a defendernos, la presión es excesiva. Para que las aguas de
nuestro corazón fluyan, para que el pozo interior sea accesible y vivo, es necesario que tengamos nuestro espacio, que haya una
paz y una cierta distensión interiores. Ese espacio interior es diferente para cada persona. Algunas necesitan vivir solas pero, en
cualquier caso, todos necesitamos un tiempo de soledad fija al día, a la semana, al mes, al año.
EL ACOMPAÑAMIENTO
Para crecer bien, algunas plantas necesitan un jardinero que las ayude a crecer derechas. De esta forma dan todavía más flores y
frutos. Las personas también necesitan un tutor: alguien que esté a su lado que las acompañe, que las ayude a vivir plenamente
su humanidad y a dar mucho fruto. De esto ya hemos hablado en el capítulo tercero. Pero este acompañamiento no es algo exclu-
sivo de los adolescentes, que necesitan este guía espiritual o maestro de lo humano como intermediario entre la vida en familia y
la vida en sociedad. Son necesarios en todas las edades. Yo personalmente he tenido el privilegio de ser acompañado durante casi
cuarenta y seis años por el padre Thomas Philippe. Nunca me dijo lo que tenía que hacer, sino que me planteaba buenas pregun-
tas y me ponía siempre ante la meta o finalidad de mi vida. Sabía que, si se deseaba suficientemente el fin, se elegirían los medios
apropiados.
En la actualidad no tengo responsabilidades propiamente dichas en mi comunidad. No obstante, acompaño mucho tanto a anti-
guos asistentes como a nuevos. No soy ni psicólogo ni sacerdote, pero tengo una cierta experiencia de la vida y de las personas.
Poseo un cierto conocimiento de lo humano y de los caminos de la vida espiritual. Mi papel de acompañante consiste en escuchar
a esos asistentes, cerca de una hora al mes a cada uno, para buscar con ellos la causa de sus dificultades humanas y comunitarias,
para comprender su significado. Se trata de unirse a ellos allí donde están y no de juzgarles a partir de un ideal o de lo que yo
pienso que deberían hacer. Se trata de ayudarles a vivir una coherencia entre lo que dicen y lo que viven, de estar en la realidad
de su humanidad, de captar y de aceptar sus dones y capacidades pero también sus límites o sus heridas y, sobre todo, de crecer
en su humanidad, su vida espiritual y en su capacidad de caminar hacia una mayor madurez, buscando el alimento espiritual e
intelectual, el sustento y el descanso que necesitan. Durante esos momentos de comunión importantes y provechosos para am-
bos, aprendo mucho sobre lo que es el ser humano y sobre las etapas de su crecimiento. Me quedo maravillado por la apertura y
la franqueza de la mayor parte de esos asistentes. A veces les ayuda lo que les digo, pero sobre todo es mi escucha la que les lleva
a verbalizar sus dificultades y sus necesidades. Reconozco también que a un cierto número de ellos les cuesta trabajo captar y
hablar de su propia realidad; parece que tienen un poco de miedo; existen barreras demasiado fuertes en su corazón y en su espí-
ritu. No llegan a expresar bien sus dificultades, sus miedos profundos. El acompañante, habitualmente, es muy dulce: a través de
la comunión que se establece entre nosotros a partir de esos encuentros desde hace años, la confianzá mutua, el deseo de verdad
sobre uno mismo y el sentido de la realidad no dejan de aumentar. Descubro lo esencial que es el acompañamiento en el creci-
miento humano.
El primer principio que he descubierto en el acompañamiento es el de ayudar a vivir en la realidad y no en los sueños, las teorías
y las ilusiones. Aceptar su propia realidad, sus limitaciones interiores, sus heridas y sus tinieblas, para no vivir constantemente
en la frustración y el estrés. No es necesario ser perfecto. Ciertamente se tiene necesidad de esperanza, de una visión de futuro,
pero esto es muy distinto a los sueños ilusorios. Éstos no tienen ningún fundamento en la realidad; son el fruto de la imagina-
ción, aislados de lo real.
Me acuerdo de un asistente que vino a verme prácticamente llorando; la víspera había sido provocado por una persona deficiente.
Entonces surgió una agresividad terrible en él. «¡Habría podido matarle!»» Le pude decir que yo también había vivido un senti-
miento semejante y que supuso un cambio en mi vida. Vi el mal potencial que existía en mí. Fue un momento de conversión. Hay
cosas en nuestro interior que no las podemos cambiar inmediatamente, que requieren su tiempo. Tenemos que negociar con el
cuerpo, con sus mecanismos de defensa y sus angustias.
Desde este punto de vista, Aristóteles me ha ayudado mucho. Él era un apasionado de lo real y de lo humano. Quería la verdad.
Ésta nos lleva a la aceptación de lo real, i A veces tengo dificultades con los aristotélicos que se encierran en el maestro y sus
ideas en lugar de estar, como él, apasionados por lo real!
Pero, en ocasiones, el otro no quiere entender la verdad ni mirar la realidad y acogerla; molestan; revelan los propios fallos que
no estamos dispuestos a aceptar. Por tanto, hay que esperar el momento propicio.
En esta realidad y en estas dificultades, existen cosas que se pueden cambiar y cosas que no se pueden cambiar. Es importante
saber distinguirlas. A veces veo a personas que luchan en vano contra lo que no pueden cambiar. Pero no ven aquella cosita, en
su vida o en su contexto, que pueden cambiar: lo posible. Quizó demasiada gente hoy está como hipnotizada por lo imposible de
la situación mundial, lo cual les impide ver lo «posible» en donde pueden actuar.
He descubierto progresivamente, principalmente a la luz de mi experiencia en El Arca, cuatro principios necesarios para el cre-
cimiento humano y también para un buen acompañamiento:
El principio de realidad: acoger lo que se es, encontrar los medios adecuados para superar las iras, las rebeldías, mirando siem-
pre lo positivo. No aferrarse a ideas preconcebidas y, sobre todo, a prejuicios y teorías. Ver en uno mismo el mecanismo de defen-
sa que impide ver la realidad, que incita a negarla. Amar y vivir el instante presente en la realidad que nos es dada.
 El principio de crecimiento: la vida está en movimiento, en evolución. Hay cosas que no podemos hacer hoy como conse-
cuencia de nuestros límites, de nuestra juventud y de nuestros miedos. Pero mañana, con el tiempo, nuevas fuerzas surgirán
en nosotros. Estamos cambiando; las demás personas también pueden cambiar. Saber esperar con paciencia. Saber amar el
tiempo, ser amigo.del tiempo.
 En fin, el principio de nutrición y el principio de finalidad. Ya lo dije más arriba, el fin de todo crecimiento humano es la
comunión, la apertura a los demás, a Dios, al mundo. Descubrir nuestra común humanidad; trabajar por un mundo en el que
haya más comunión y compasión entre los seres humanos. Pero hay que poner los medios para alcanzar el fin; hay que hacer
buenas opciones. Los deportistas y los artistas saben que tienen que llevar una vida disciplinada para alcanzar su fin.
Una de las dificultades más grandes que tienen algunos asistentes es querer y, al mismo tiempo, no querer estar en El Arca. No
siempre tienen claras sus opciones, su vocación y el sentido qué quieren dar a su vida. Cuando no estamos seguros del fin, siem-
pre costará trabajo aceptar los medios y hacer luto a algunas cosas. Si tenemos un fin claramente definido, aceptaremos más
fácilmente la disciplina, el descanso, el alimento espiritual, los amigos que necesitamos.

LA CRISIS
Para la mayor parte de nosotros, la vida está compuesta de crisis, de rupturas, de separaciones, de acontecimientos inesperados
felices o desgraciados como las enfermedades y los accidentes. La muerte continuamente está apareciendo a lo largo de la vida.
En chino, la palabra crisis quiere decir «peligro» pero también «ocasión». Quizá hay peligro de muerte pero también la ocasión
para la eclosión de una nueva vida, de un renacimiento. En griego, significa la necesidad de avanzar, de tomar una decisión para
salir de una situación bloqueada. Numerosas crisis surgen de fatigas excesivas y de una falta de armonía entre comunión, coope-
ración y competencia. Se ha puesto demasiada fuerza en una de las tres, olvidando o evitando a toda costa las demás; y la natura-
leza grita su descontento. Un hombre que dedica todas sus energías al trabajo y que olvida su vida familiar, vivirá una crisis
cuando su mujer se irrite y le amenace con dejarle si no cambia. Entonces tendrá que hacer una opción, buscar ayuda, porque su
trabajo se ha convertido en una evasión, una dependencia, un calmante para sus angustias, una forma de llenar la vida. Necesita
reencontrar la comunión.
En 1976 caí enfermo y tuve que pasarme dos meses en el hospital. Mi cuerpo gritaba pues lo había maltratado; no le había dado
el descanso y el alimento que necesitaba. Esto me sirvió de lección. Después de la enfermedad encontré un mejor equilibrio hu-
mano y un mejor ritmo de vida.
Hay accidentes, enfermedades, una depresión, a veces fracasos graves, que obligan a la persona a encontrar otras fuentes en su
interior que permanecían ocultas y adormecidas. Existen también crisis que provienen de una culpabilidad o de un malestar cre-
ciente en el corazón o en la conciencia de una persona. No puede soportar más haber ocultado un aborto o una relación sexual
fuera del matrimonio, haber mentido o estar enredado en un asunto de corrupción. La culpabilidad es como un cáncer que corroe
el interior de la persona, que paraliza la alegría y la transparencia, que impide la comunión y a veces la cooperación; hasta el día
en que se produce una explosión, el malestar se hace demasiado grande. Se convierte en un grito por volver a encontrar la co-
munión, la transparencia, la verdad sobre uno mismo. Por otra parte, existe en este ámbito una ley curiosa. La persona está como
impulsada a hacer cada vez más «burradas» para que un día la verdad estalle, y se produzca una liberación con respecto a la cul-
pabilidad disimulada. En el ámbito del mal, de la corrupción y de la mentira, no existe, según parece, desmesura; siempre hay que
ir más lejos. Están también todas las personas que parecen que dan mal ciertos pasos en su vida. El adolescente que tiene miedo
de dejar a sus padres y quiere seguir siendo un niño; el adulto que tiene miedo al compromiso, a la fecundidad, y que quiere se-
guir siendo un adolescente en continua búsqueda, sin responsabilidades. El anciano que no acepta su edad y las situaciones que
suponen un luto. Estas personas no han podido hacer buenas elecciones en los momentos oportunos, bien como consecuencia de
una falta de preparación humana y de apoyo, o bien por culpa de los miedos. Cuando el paso no está bien dado, en un momento
determinado la naturaleza grita, la angustia se vuelve demasiado grande. Están los que no han podido ver sus miedos: miedo al
fracaso, miedo a la muerte, miedo al abandono. Han pasado el tiempo huyendo de sus miedos. Después, un día, sus miedos les
dominan y tienen que buscar ayuda.
Estoy impresionado por el número de personas que están obligadas a descender a los abismos de la desesperanza y de la soledad
antes de remontar a la vida. El único lenguaje que parecen capaces de entender es un lenguaje violento de enfermedad y muerte.
Intentan no escuchar el consejo del amigo. Mientras no toquen el fondo del abismo, rechazan la ayuda pues consideran que no
tienen ninguna necesidad de ella. Creen que pueden salir de allí ellos solos. Viven entonces en la ilusión, niegan lo real. Éste era
mi caso antes de ir al hospital. A menudo acudimos al médico demasiado tarde. ¿No es ésta también la situación de las personas
que se acercan demasiado al alcohol o a la droga? Niegan la gravedad de su situación. Un hombre desde la cárcel me escribió una
carta emotiva. Había ejercido una profesión liberal con éxito; estaba casado y tenía niños; vivía bien pero, según parece, replega-
do en sí mismo y en su éxito. Me escribió: «He hecho una gran tontería». No me desveló cuál. Ingresó en prisión. Después decía:
«Fui llevado a una celda de aislamiento. Toqué el fondo de la desesperación. Lo había perdido todo. Quería morir. Y después, de
repente, hubo como una pequeña estrella de luz que penetró en mi corazón. La guardé y la miré. Ahora ha crecido». A partir de
esta experiencia que le ha transformado, este hombre ha vivido un renacimiento. Poco a poco, ha sido transformado por una fe
espiritual y el deseo de abrirse a los demás y de trabajar por ellos. Le fue necesario tocar el fondo de su ser y de su pobreza para
encontrar la ayuda del otro y también una fuerza nueva que le permitiera superar sus egoísmos, sus contradicciones internas, sus
cuí- pabilidades conscientes e inconscientes y orientarse hacia la comunión y la cooperación.
Sí, la crisis es un peligro y una ocasión de renovación, de encontrar un nuevo equilibrio y una nueva libertad interior. Pone de
manifiesto una falta de armonía y de transparencia. Es el momento de buscar la ayuda de un sacerdote, de un guía espiritual, de
un acompañante, de un amigo, de un terapeuta o de cualquier otro que nos ayude a tomar buenas decisiones, y a mirar y acoger
mejor la realidad para avanzar en la vida.
Lo que me impresiona es que, a pesar de todas las falsedades de la vida, de los pasos mal dados, de las irresponsabilidades y las
faltas de equilibrio, los seres humanos encuentran la paz con frecuencia en el momento de la muerte. Estas personas vuelven a
encontrar la comunión y la paz del comienzo de la vida al final de su existencia. Entre los dos momentos, se produjeron roturas y
sufrimientos. En el momento de la muerte de Jesús había a su lado, crucificado como él, un condenado a muerte. Habló con sim-
patía a Jesús diciéndole: «Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». Y Jesús le contestó: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo
en el Paraíso».
Una madre me contó la historia de su hijo pequeño que murió a los cinco años. A los tres años, tuvo una enfermedad que provocó
la parálisis de sus piernas. Esta parálisis se extendió por todo el cuerpo. A los cinco años estaba acostado, ciego y totalmente
paralizado. Su madre lloraba junto a él. El niño le dijo: «No llores mamá, todavía tengo un corazón para quererte». Ese pequeño,
a pesar de su corta edad, murió con madurez. Otro signo de la madurez humana es poder alegrarse de lo que se tiene, en lugar de
lamentarse de lo que no se tiene. Un signo de inmadurez es estar continuamente quejándose de lo que no se tiene y no dar gra-
cias por lo que se tiene. Muchas personas mueren con esta aceptación y esta paz. ¿No es lo esencial? La vida humana existe en
este planeta desde hace millones de años;
hubo (y habrá siempre) millones y millones de hombres. Cada uno tiene su lugar. Lo esencial se produce sobre todo en los últi-
mos momentos, cuando se acepta humildemente la realidad de la vida a través de la muerte, en la que se confía en la comunión.
Las acciones extraordinarias, fruto a menudo del elitismo y del orgullo y, a veces, de la corrupción, pasan como el viento. Los
gestos de amor que dan vida y que están en la verdad de nuestro ser permanecen en ese «sí» final a la muerte, que es también un
«sí» a la vida, un «sí» lleno de madurez y de reconocimiento.

LAS PODAS
En el capítulo dedicado a las etapas de la vida, hemos hablado de los lutos y de las heridas de la vida, de los proyectos rotos, del
trabajo perdido, de las separaciones dolorosas. Son podas a veces dolorosas; el corazón sangra. Tenemos la impresión de estar
tocando el vacío en nuestro interior, de tener un sentimiento de muerte. Algunas personas viven sufrimientos inexplicables. No
los podemos comprender: las víctimas del holocausto, las masacres de Bosnia y de Ruanda, los niños de los que han abusado
sexualmente. Y el sufrimiento mismo del odio, como el de ese hombre condenado a muerte en una prisión de Montreal por haber
matado a siete personas. Le miraba tras los barrotes, su cuerpo inmóvil, sus ojos fríos, las vibraciones que salían de él me helaban
y me paralizaban. Y, al mismo tiempo, contemplándole podía adivinar su vida. Probablemente aborrecido desde el seno materno,
abandonado, llevado a varias instituciones, se le había agredido y se le había arrestado por agredir a otros para vivir y sobrevivir.
Debió construir numerosos muros en torno a su corazón y sus emociones para defenderse. ¿Cómo puede vivir la confianza si
nadie ha tenido confianza en él? Su corazón estaba escondido lejos, detrás de todas las ruinas y barreras de su vida. Qué espanto-
sos sufrimientos le habían impuesto. Qué espantosos sufrimientos había impuesto él a los demás.
Estoy maravillado por ciertos hombres y mujeres rotos por la enfermedad o por una deficiencia pero que han asumido y acogido
poco a poco esa deficiencia o esa enfermedad, a veces muy duras. Fui invitado hace algunos años a Mon- treal a un encuentro con
hombres y mujeres con una deficiencia física. Me habían pedido que les hablara, pero ante ellos no pude decir nada. Les pedí
sobre todo que me hablasen ellos. Cada uno explicó entonces su amargura: «Tuve la polio cuando tenía diecisiete años. Al prin-
cipio, mis amigos de colegio me apoyaron mucho, después dejaron la escuela. Poco a poco dejaron de visitarme. Ahora ya no
tengo amigos. Me siento rechazado por esta sociedad tan dura». Uno tras otro fueron explicando así sus sufrimientos y su ira
con respecto a la sociedad. Después una mujer afectada por la polio habló: «¿Cómo podemos esperar que la gente de esta socie-
dad nos acepte si nosotros no les aceptamos su no aceptación hacia nosotros?». El sufrimiento le había llevado a una sabiduría
tan bella: era como si hubiera sido podada. Llevaba los frutos de la acogida y de la aceptación de sí y del amor que resplandecían
en ella. Otros, no obstante, no llegan a esa sabiduría. Incluso pueden encerrarse en la ira, la rebeldía y en un estado de sentirse
víctimas. ¿Es que nadie les ha mostrado nunca su valor, ni les ha aceptado nunca con su deficiencia?
Una joven de diecisiete años me escribió una larga carta en la que me hablaba de su vida familiar. Había sufrido mucho pues tenía
la impresión de que sus padres nunca la habían querido. Es como si ella fuera un error. Sus padres hablaban a menudo en favor
de sus hermanos y hermanas mayores, pero nunca de ella. Después fue al colegio, pero no tenía amigos. «Es como si ningún
hombre me pudiera elegir.» Era una joven que sufría una falta de afecto, cercana a la depresión. Después proseguía. Un día se fue
a un bosque. Se sentó junto a un árbol. Y «de repente», decía ella, «me invadió un sentimiento de ser amada por Dios». Una
experiencia que le permitió aceptarse a ella misma. Si era amada por Dios, podía amarse a sí misma. Amándose a sí misma, podría
quizá dejar a los demás que la amasen.
Muchos sufrimientos provienen de la decepción. Esperábamos algo que, según creíamos, nos aportaría una cierta felicidad, y ésta
nunca llegó. Sólo vemos lo negativo que hemos recibido: una enfermedad, un niño deficiente. Entonces surgen la ira y la rebel-
día. La sabiduría humana es el retorno a la tierra. No encerrarse en un ideal que hay que alcanzar sino aceptar la realidad tal y
como es. Descubrir la sabiduría y la presencia de Dios en lo real. No luchar contra la realidad sino negociar con ella. Descubrir la
semilla de la vida, las posibilidades ocultas en la realidad. Es necesario ciertamente tener "una visión de futuro y orientarse hacia
él, es necesario programar, estar atentos, ser responsables de cara al futuro, pero es preciso que esta esperanza o esta orientación
se enraice en la acogida del presente. En esto radica la sabiduría budista, pero también la cristiana. Descubrir el mensaje de Dios
en el instante presente, ser amigo del tiempo y de la realidad.
La vida no está en los recuerdos y en la nostalgia del pasado; no está en los sueños ilusorios del porvenir separados de lo real.
Está aquí y ahora en la acogida del presente, en la comunión con la tierra, el universo, las personas, uno mismo, y surge de la
realidad.
Cuando estuve en Bangladesh recibí una bonita lección. Después de una conferencia que di a un grupo de padres, amigos y edu-
cadores de personas con una deficiencia mental, un hombre se levantó. «Mi nombre es Dominique. Tengo un hijo, Vincent, que
padece una deficiencia profunda. Era un hermoso niño cuando nació, pero, a los seis meses, tuvo una gran fiebre que le provocó
convulsiones. Hoy, a los dieciséis años, tiene una deficiencia mental muy profunda. No puede hablar, ni andar, ni comer solo. Es
totalmente dependiente. Sólo puede comunicarse a través del tacto. Mi mujer y yo sufrimos mucho. Hemos pedido a Dios que
curara a nuestro Vincent. Y Dios escuchó nuestra oración, pero no de la forma que esperábamos. No ha curado a Vincent, pero
ha cambiado nuestros corazones; nos ha concedido a mi mujer y a mí la alegría y la paz de tener un hijo como él».

SER UNO MISMO


Sean cuales sean el camino, las crisis y las podas de nuestra vida, lo importante es que cada uno sea él mismo. Que no estemos
paralizados por el miedo a los demás o por lo que piensan de nosotros, o por nuestras necesidades psicológicas de ternura y po-
der.
No hace mucho tiempo un asistente de diecinueve años de una comunidad de El Arca me vino a ver. Le preguntó: «¿Qué tal estás
en la comunidad?» «Bien, pero es duro», me respondió. «Háblame de lo bueno», le dije. «Soy yo mismo», ¿No es el fin de la vida
ser uno mismo, dejar emerger de detrás de las barreras el «yo» profundo, a través de todas las etapas del crecimiento? No con-
vertirse en lo que los demás quieren que sea, no gritar para llamar su atención a toda costa. No convertirse en otro o rechazar
serlo, sino ser uno mismo a partir de lo que se es, a partir de la semilla de vida que hay en nosotros, a partir de nuestra historia y
de nuestra tierra.
Esta emergencia del «yo», este rechazo del compromiso con un mundo que aplasta a los débiles y la conciencia personal; este
rechazo a comprometerse con el mal y con todas las fuerzas de la mentira y la opresión, se hace difícil sobre todo en la vida pú-
blica aunque también en el colegio. Poncio Pilato sabía que Jesús era inocente, pero no se atrevió a liberarlo por miedo a una
revolución, por miedo a exponerse a la ira del Emperador y perder su puesto, los honores y los privilegios que le hacían vivir.
Cuando los jueces venden su conciencia y su alma al poder político, a los tiranos, para conservar sus favores, su «yo» profundo
no solamente no emergé, sino que se disuelve un poco más en el miedo. Cuando se comete una injusticia por miedo a perder el
puesto y el honor, cuando se dice una mentira por temor al conflicto o al rechazo, cuando se aceptan comisiones y propinas, es el
«yo» profundo el que se sumerge aún más en las tinieblas del ser.
A veces es muy fuerte la presión que el entorno ejerce para incitar a los jóvenes a tomar droga, o a dejarse llevar por la corriente.
Nos burlamos de aquellos que se resisten. Hay que ser fuertes para decir «no». Entonces es cuando el «yo» profundo emerge.
Igualmente, no es fácil tomar posición por la justicia y la verdad en el trabajo o en ciertos regímenes tiránicos. Pero el «yo»
emerge cuando se dice la verdad, cuando se denuncia la injusticia aun con el riesgo de perder el puesto. Sin embargo, el «yo» no
emerge realmente cuando se dice la verdad y se denuncia una injusticia para recibir honores y reconocimientos.
La sanación profunda del ser humano tiene lugar cada vez que éste opta por la verdad y la justicia y sigue su conciencia profun-
da, aun a costa de que surjan conflictos, incluso con el riesgo de perder algo y de encontrarse solo.
La emergencia del «yo» profundo no proporciona una libertad de fuerza y de poder. Esta libertad no es la del poder para juzgar,
condenar a los demás y creerse mejor. No es la libertad de la independencia que da la capacidad de hacer todo lo que se quiera; no
es la libertad de un salvador, ni siquiera la de un profeta. Es una libertad de vulnerabilidad, de capacidad de padecer, de escuchar
para comprender el sufrimiento de los demás. Es la libertad de ocupar su puesto y no el de otro en la sociedad y en el universo; es
para vivir la comunión y la compasión y transmitir la confianza y la libertad a los demás. Es la libertad de someterse a una ver-
dad y a una justicia que superan la propia persona, el grupo, y que permite unirse a los valores universales.
La emergencia del «yo» se realiza en la humildad, poco a poco, a través de todo tipo de fracasos, e incluso de errores. Es un cre-
cimiento lento y hermoso a través de todas las etapas de la vida. Por este camino se está llamado a ser paciente, a encontrar el
ritmo propio de crecimiento, teniendo confianza en el tiempo y dejando que los acontecimientos de la vida, la enfermedad, las
crisis, las lecturas, los encuentros, las separaciones, los lutos, hagan tranquilamente su obra. Cuando hay buena voluntad y una
mirada atenta para estar en la verdad, entonces todo concurre para el bien de la persona y para su crecimiento hacia la madurez
humana y espiritual.
El crecimiento humano que está orientado hacia una identidad más profunda y una apertura mayor corresponde entonces a esta
emergencia del «yo» profundo. No es algo grande y fuerte. No es quizá muy visible. No está rodeado de honores o de premios.
Es algo interior. Pertenece al orden del amor y de la fidelidad en el amor. Pertenece al orden de la confianza y de la comunión
que son un don para el otro y una acogida del otro. Este crecimiento en la comunión se da sobre todo en los pequeños y los hu-
mildes (los grandes al final de su vida se vuelven también pequeños y débiles). El crecimiento humano implica ciertamente ad-
quisiciones; pero se realiza sobre todo en el don, es una escuela del don. Se aprende a darse, a dar su corazón. Y el don final, en el
que todo se acaba, es el don del corazón que acoge al Dios de los dones, el cual acoge en sus brazos a la persona que se ha vuelto
por fin un niño.

VIVIR EN NUESTRA CULTURA MODERNA


Hemos pasado de un mundo regido por una moralidad familiar y religiosa a un mundo regido por el éxito individual y el desa-
rrollo personal; de un sentido a veces demasiado exterior de servicio a los demás, a la patria, a Dios, a una búsqueda loca del
bienestar de uno mismo; de la primacía de la moral a la primacía de la psicología y de la economía. De una moral cerrada y con
frecuencia rígida en el ámbito de las costumbres, hemos pasado a una libertad total en la que todo está permitido, en la que todo
es ofrecido como carnaza. Una sociedad llamada de comunicación que es de hecho una sociedad de conexión y de estimulación y
no una sociedad de relación. La televisión, a pesar de algunas emisiones excelentes, supone una confusión real de los valores:
¿quién es bueno o quién es malo? Tod© es posible. Un gran profesor de medicina afirmaba en los periódicos que, en su consulta,
él mataba a todos los niños prematuros con una deficiencia. Yo protesté por carta en nombre de la vida: «Usted tiene conviccio-
nes», me respondió. «Yo las estoy buscando todavía. No me atrevo a decir que poseo la verdad. Usted dice que la tiene». Casi la
misma nota me vino de un escritor francés que recomendaba la pildora a su hija con síndrome de Down para que pudiera tener
experiencias sexuales. Se sobrentiende en las dos situaciones: «Usted tiene convicciones, usted es fascista. Intenta imponer una
ley a todos». La moral, ¿no es en primer lugar y ante todo la defensa de los derechos de la persona y sobre todo de los más débi-
les de la sociedad, derecho a la vida, a la vivienda, a la educación, a los cuidados, a ser amado?
Si se niega toda moral, esto supone el fin de toda verdadera educación, de todo respeto a cada persona tal y como es. Se deja la
puerta abierta a todas las injusticias. El mundo sólo es entonces una jungla en la que cada uno se defiende y agrede como puede.
Uno de los valores, no obstante, de la sociedad actual es el dirigirlo todo a la persona individual: su libertad, su vida. La moral
familiar y religiosa tiene sus peligros y sus fallos. Podemos ocultarnos en el deber. Podemos olvidar que más allá del deber hay
una llamada a una vida plena, a una vida de amor y de comunión. El deber puede llegar hasta un desprecio de sí y del valor pro-
pio fundamental. La situación actual tiende a llevar a los seres humanos a un estado de pobreza humana, cultural, intelectual y de
fe. Muchos están saturados por las imágenes o por las informaciones. Todo queda a un nivel superficial. La mayor parte de las
personas no tienen ni tiempo ni ganas de profundizar en las cosas. Muchos hombres y mujeres son captados por algún movi-
miento para sobrevivir, para distraerse, para responder a lo inmediato. Tienden a quererlo todo y en seguida. Necesitan expe-
riencias fuertes que den vida, o apariencia de vida. En estas condiciones, es difícil encontrar verdaderos puntos de referencia. Los
apoyos que había en otros tiempos ya no existen. Pero las condiciones de vida son tan diferentes que no es posible dar marcha
atrás. La humanidad continúa su marcha bella y desastrosa a la vez. Y como yo creo que el universo y la humanidad están bien
hechos, como siempre están contenidos en ellos los elementos de equilibrio y de sanación, habrá sin duda otro camino que se
perfilará para ayudar a cada uno a encontrar su propio equilibrio, su propia paz interior. Este nuevo camino reconducirá a los
hombres al descubrimiento de una comunión más profunda que cualquier experiencia pasajera: la comunión que es también per-
manencia, alianza, fidelidad; la comunión que es creatividad y libertad; la comunión que es luz y vida. Y este nuevo camino será,
así lo espero, el descubrimiento de un Dios oculto no en los cielos y hacia el que hay que tender mediante la ascesis y el deber,
sino un Dios de amor oculto como un niño en el corazón de la materia, en el corazón del sufrimiento humano, en el corazón de la
vida cotidiana.

V. EL MEDIO HUMANO
Me ha hecho falta tiempo para descubrir mi propia tierra en la que poder crecer en el amor, afianzar mi identidad, vivir mis do-
nes y mi fecundidad y abrirme a los demás: en suma, para descubrir el papel del medio en el crecimiento humano.
Cuando era niño, era muy feliz con mi familia; mis recuerdos de la infancia son muy buenos. Por supuesto que había riñas entre
los cinco hermanos, pero también una amistad profunda. Nuestros padres nos daban seguridad; no me acuerdo de que hubiera
ningún conflicto entre ellos.
En 1942, en plena guerra, dejé la familia y Canadá para enrolarme en la marina inglesa. En efecto, en esta época se podía entrar
en la escuela naval, en la escuela de formación de los futuros oficiales, a la edad de trece años. Salí de la escuela a comienzos de
1946 para ocupar mi puesto en los navíos de guerra. La marina inglesa, al igual que la marina francesa o la canadiense, es una
institución fuerte en la que hay un gran sentido de la pertenencia. Todos estábamos orgullosos de ser marinos; nos gustaba ese
oficio y esa vida a bordo de los navíos. Los oficiales estaban unidos por una amistad y una fraternidad reales. El uniforme, los
símbolos, las tradiciones creaban un espíritu de cuerpo compacto. La vida personal, no obstante, quedaba reducida al mínimo. El
medio afianzaba en todos nosotros un espíritu de coraje, de trabajo bien hecho, de lealtad, de honestidad y de cooperación.
Cuando dejé la marina en 1950 para seguir a Jesús, descubrí el mundo de la vida espiritual y recibí una formación filosófica y
teológica. Viví entonces en la comunidad fundada por el padre Thomas Philippe, cerca de París, más como un anacoreta que
como un miembro de una comunidad. Estaba feliz con este descubrimiento de una vida de oración y de una vida intelectual lle-
vadas con una cierta austeridad. Me refugiaba tras una fuerza personal formada a través de la vida militar. Tendía a huir de las
relaciones para dedicarme únicamente a la vida del espíritu.
Fue solamente en 1964, con la fundación de El Arca, cuando descubrí la comunidad y la vida comunitaria. Al principio, como
fundador y como responsable, la vivía un poco desde el exterior. Con los años, he comenzado a descubrir en ella su sentido pro-
fundo, yo diría, su importancia para el crecimiento humano.
El Arca es una comunidad distinta de las comunidades religiosas. No somos ni mucho menos una institución profesional basada
en la competitividad; nos parecemos más a una gran familia fundamentada en un espíritu común. Estamos unidos juntos en una
fraternidad real.
Para mí era evidente que la necesidad fundamental de Raphaél y de Philippe no era ante todo la de vivir independientemente, con
una autonomía completa —esto era imposible en su caso como consecuencia de su deficiencia—* sino la de participar en una vida
de familia nueva, en una vida comunitaria en la que pudieran desarrollar al máximo sus posibilidades humanas y espirituales, en
un espíritu de libertad y apertura. Necesitaban a personas que se comprometieran con ellos y entre sí para toda la vida, con un
espíritu no de interés financiero sino de gratuidad y de amor. Viviendo de esta forma, he descubierto que esto respondía también
a una necesidad profundamente humana oculta aún en mayor medida en mí.
Durante los primeros años de El Arca visité muchas instituciones en diversos países que se ocupaban de las personas con una
deficiencia mental. Tenía necesidad de conocer lo que pasaba en otras partes. En los países escandinavos conocí a hombres y
mujeres con una deficiencia mental que viven en habitaciones o apartamentos individuales, con su propia televisión y sus botellas
de cerveza! Esta situación se me presentó como el summum de la normalización y de la integración. Ciertamente estaban mejor
que en las grandes instituciones u hospitales psiquiátricos que había visitado en Francia y, sin embargo, tenían el aspecto de
estar tristes y cerrados en sí mismos.
Cuando el ser humano está solo, se esconde y se cierra tras los muros psicológicos, ya no se comunica; la vida ya no fluye en él.
Todos tenemos necesidad de amigos. Éstos son como una seguridad, nos sostenemos mutuamente. Con ellos podemos cambiar,
arriesgarnos a vivir.
Me han dicho que el cuarenta por ciento de la población de París vive sola. Todas estas personas están entonces obligadas a
protegerse. Deben defenderse de todas las fuerzas hostiles que existen en una sociedad. Una socióloga americana inventó la
expresión cocooning en 1980 para describir esa necesidad de protección. Hoy se asiste a una nueva escalada de temor. Ya no se
trata de protegerse sino de resistir la agresión. Ella piensa que los habitantes de las ciudades van a esconderse a sus casas. En
efecto, las personas deben desarrollar su agresividad en el trabajo, el cual se vive de un modo competitivo. Hay que mostrarse
capaz y competente —y más que los demás— para tener un ascenso y un salario mejor. Cansadas por las luchas, por el metro y
el tren, las personas poseen pocas fuerzas para introducirse en la vida relacional y en la comunidad humana. Intentan distraerse
viendo la televisión, esta última fórmula de soledad, lo que acentúa su vida solitaria, su dificultad para comunicarse y ciertamente
su dificultad para crecer hacia la apertura a los demás.
Paulatinamente, viviendo en El Arca, he ido descubriendo la comunidad humana y la familia como intermediarias esenciales
entre el individuo y la sociedad, como el lugar en el que cada uno puede llegar a ser lo que es, haciendo caer las barreras que
protegen su vulnerabilidad para abrirse a los demás y, en particular, a las personas diferentes. Éstas son la tierra que necesita-
mos para vivir y crecer humanamente.

PERSONA Y SOCIEDAD
La sociedad moderna es una organización muy compleja. Para insertarse en ella de una forma activa es necesaria una formación y
una competencia. Éstas van a permitir tener un trabajo y un salario. Así se va a tener una vida personal y familiar, tiempo libre,
amistades. La vida en sociedad, ya lo hemos dicho, está regida muy a menudo según el modo competitivo: los fuertes y los com-
petentes ganan y están en la cima de la jerarquía social. Los débiles pierden y necesitan ayuda, están en la parte más baja de la
jerarquía. Cada uno intenta más o menos ascender en la escala de la promoción humana para tener más privilegios y dinero; los
que no pueden subir tienden a encerrarse en el desaliento.
Las comunidades naturales, las comunidades humanas, la familia, han ido debilitándose en nuestras sociedades ricas y modernas.
La influencia de los medios de comunicación que presentan experiencias nuevas y fuertes, la competitivi- dad, las necesidades
individualistas de triunfo y de ganar dinero, la filosofía de la libertad personal y la pérdida de los valores morales y religiosos,
han contribuido a este debilitamiento.
En su libro Les Exclus, René Lenoir habla de los niños indios de Canadá, de los autóctonos. Cuenta cómo un grupo de veinte
niños a quienes se les ha prometido un premio para el que primero responda a la pregunta: «¿Cuál es la capital de Francia?», se
juntan para intercambiar sus ideas y después gritan juntos la respuesta «París». ¿Por qué? Ellos saben que solamente hay una
oportunidad sobre veinte de ganar, pero más aún, saben que el que gane el premio pierde la comunidad, pierde la solidaridad, se
vuelve superior, abandona el grupo.
En nuestros países más ricos muchos han ganado premios pero han perdido la comunidad y la solidaridad. En los países más
pobres no han ganado ningún premio, pero han guardado a menudo ese sentido de la solidaridad.
La vida personal en la sociedad tiene lugar con los amigos. Con ellos uno puede relajarse, dejar caer sus máscaras, ser uno mis-
mo. Se puede hacer lo que se quiera; no se está sometido a una disciplina. Pero la amistad implica también un compromiso. Cier-
tamente ésta puede permanecer en un estado superficial, sin responsabilidad mutua; cuando el otro no interesa o ya no aporta
nada, se va a otra parte. Por el contrario, un verdadero amigo se siente responsable de su amigo, tanto en los días buenos como
en los malos, en el éxito como en el fracaso, la miseria y la humillación. Entonces hay compromiso. La amistad sin compromiso
no es verdaderamente amistad.
Todo ser humano necesita amigos. Raphaél y Philippe, igual que todos nosotros, necesitaban verdaderos amigos que permane-
cieran con ellos incluso a pesar de su deficiencia, y se comprometieran con ellos para el futuro. La familia y la comunidad huma-
nas son los lugares privilegiados en los que nos comprometemos juntos a vivir, compartir personalmente y sostenernos mutua-
mente. Son los lugares del encuentro personal del corazón y del amor en los que uno se vuelve vulnerable en relación con los
demás y en los que compartimos los valores y la experiencia de la vida. Hay colegios e instituciones que forman la inteligencia; la
comunidad y la familia son las escuelas del corazón, del amor y de la fidelidad a las personas, las escuelas que abren a cada uno a
los demás, a los diferentes, al perdón y al amor universal.
Yo estoy particularmente sensibilizado hoy con los sufrimientos de esos hombres y mujeres cuyo matrimonió se ha roto, ocasio-
nando una herida en su corazón. Corren el peligro de perder la confianza en ellos mismos y en su capacidad para vivir una rela-
ción. A veces demasiado rápidamente, se sumergen en otra relación porque se sienten incapaces de vivir solos. Estas personas
necesitan amigos y, en ocasiones, un buen acompañante que camine con ellas para ayudarlas a releer su historia, a reencontrar la
confianza en ellas mismas. Así, progresivamente, sus heridas cicatrizan, reencuentran la posibilidad de vivir relaciones positivas
y amorosas, que son fuente de vida para ellas y para los demás.
El peligro: los amigos, la familia y la comunidad que se encierran en sí mismos
Los amigos pueden encerrarse en sí mismos. Se halagan, se protegen mutuamente. Pueden cultivar entre ellos un sentido de
superioridad, un cierto desprecio hacia los demás. Pero la amistad puede ser también el lugar en el que uno se motiva para abrir-
se a los demás, para correr el riesgo del amor y de la lucha por la justicia.
De la misma forma, la familia puede abrir los corazones de unos a otros; puede preparar a los niños a comprometerse en la socie-
dad y a vivir las virtudes sociales; o puede convertirse en un lugar cerrado, en el que uno se protege. La familia guarda entonces
celosamente su patrimonio y sus tierras. ¿No es cierto que, en algunos países de Asia y de América Latina, el diez por ciento de
la población posee el setenta y cinco por ciento de las tierras? En efecto, en ese caso la familia desahogada puede hacer el bien a
los pobres de una forma paternalista, ocupándose de ellos cuando están enfermos o cuando tienen una necesidad apremiante,
pero no hace nada para compartir sus tierras y sus riquezas, y para cambiar una situación injusta. La familia no siempre forma a
sus miembros hacia el ejercicio de las virtudes sociales y para que se abran verdaderamente a las personas desfavorecidas. Se
comprende la reacción que viene del extremo opuesto, que intenta romper a la familia.
Igualmente existen comunidades cerradas en sí mismas, imbuidas de su verdad, elitistas. El extremo en este aspecto es la secta.
Es importante distinguir una verdadera comunidad de una secta, sobre todo para nosotros en El Arca, que a veces se nos ha
catalogado como tal. Una secta está rigurosamente cerrada; los miembros, frecuentemente personas frágiles e inseguras, venden
su libertad y su conciencia personal por una conciencia colectiva, formada por un padre, una madre, un gurú todopoderoso, con-
siderado a menudo como el enviado de Dios. Son alimentados por el miedo y los prejuicios para evitar que tengan contactos con
los que no piensan como ellos. Para estos miembros, el mundo se divide en buenos y malos, los salvados o los iluminados y los
condenados. Entre estas dos categorías existe un vasto muro: no está permitido ningún punto de apertura o de encuentro salvo
para hacer nuevos adeptos. No es posible ninguna autocrítica. Las personas encerradas en la secta han tenido la experiencia de su
propia fragilidad y de sus tinieblas; necesitan encontrar la armonía y quieren imponerla a los demás. Hay un parecido entre cier-
tas formas de fascismo de los regímenes totalitarios y las sectas. Hay que impedir a toda costa que se ejerza la libertad personal:
ésta es necesariamente mala y conduce a la anarquía y al desorden.
Debo confesar que, en los comienzos de El Arca, apenas prestaba atención a los vecinos y a la gente del pueblo; me dedicaba a
mis asuntos; tenía mi proyecto con la acogida de Raphaél y Philippe. Estábamos encerrados en nosotros mismos. Quizá al co-
mienzo de su fundación una comunidad está obligada a estar cerrada en sí misma. La vida que nace, la identidad todavía frágil,
deben ser protegidas. Pero he aprendido poco a poco la importancia de estar abiertos a los vecinos, de buscar el diálogo con ellos,
de no cerrarnos en nosotros mismos.
La verdadera comunidad, a diferencia de la secta, está al servicio de las personas, de su crecimiento hacia la madurez y la libertad
interior, para que puedan asumir libremente las responsabilidades. Si la autoridad ejercida en una comunidad es al principio im-
positiva y dominante, está llamada a convertirse en una autoridad que ayude a cada uno a crecer, a ser él mismo. Una verdadera
comunidad está abierta para dar vida a los demás, a los visitantes, a los vecinos, a los amigos, a personas diferentes. Está llamada
a insertarse en un barrio, en una provincia, en una región. Pero para dar vida a los demás, la comunidad misma debe estar viva.
En nuestra época en la que los lugares de pertenencia habituales como la familia, el pueblo, la parroquia tienden a fragmentarse e
incluso a desaparecer por una multiplicidad de razones, ¿no hay que alentar la creación, la profundiza- ción en los lugares de
pertenencia? Si no existiera este intermediario entre la persona y la sociedad, estas escuelas del corazón, las personas tendrían
cada vez más dificultades para alcanzar su madurez humana.
El desafío de El Arca es el de ser una institución que quiere ser competente, yo diría profesional, en su terapia y en su forma de
ayudar a las personas con una deficiencia a encontrar un equilibrio humano y a desarrollar todo su potencial; al mismo tiempo,
quiere ser una comunidad, es decir, un lugar en el que todos los miembros — personas con una deficiencia y asistentes— estén
vinculados y vivan entre ellos la comunión. ¿Esto es posible? En general, una institución vive de acuerdo con un modelo jerár-
quico: los responsables mayores tienen salarios más elevados, existen convenios colectivos que fijan las responsabilidades, los
privilegios y la jerarquía de los salarios. Y cada uno está protegido por las leyes laborales y los sindicatos. Todo esto es bueno y
útil, pero no favorece la vida comunitaria como tal y, sobre todo, los lazos permanentes entre las personas.
El Arca, al anunciar una visión comunitaria, está obligada a encontrar una forma de regular los salarios. Todos reciben el mismo
sueldo, salvo las personas casadas que deben alquilar o construir su vivienda. Igualmente los responsables son nombrados por
períodos limitados, generalmente de cuatro años. Después de ello pueden ser llamados a trabajar más cerca de las personas con
una deficiencia. Existe una lógica en todo esto, una lógica aceptada libremente por todos. Según la visión de El Arca, es más
humano trabajar cerca de las personas débiles y vivir la comunión con ellas que trabajar en las estructuras con responsabilidades
mayores y salarios más importantes. Todos estamos llamados a servir al cuerpo comunitario según nuestros dones y posibilida-
des. Cada uno elige libremente la comunidad con todas las ventajas y los lutos que implica, contrariamente a vivir en una institu-
ción jerarquizada con sus ventajas y sus inconvenientes.
¿Puede ser El Arca un modelo en este ámbito? ¿Podemos imaginar empresas dirigidas según un modelo comunitario? ¿Es nece-
saria siempre una jerarquía de salarios que separe a los patronos y a los obreros, al intelectual y al manual? ¿Es posible crear un
cuerpo social?

LA COMUNIDAD HUMANA: LOS ENCUENTROS INTERPERSONALES


Como ya hemos dicho, la comunión es el fundamento de la psicología humana. No obstante, por las razones que ya hemos enun-
ciado, el miedo ocupa el lugar de la confianza con mucha frecuencia. «El infierno son los demás», decía Sartre. El otro amenaza
con comerme, controlarme y poseerme, por lo que debo sumirme en una lucha sutil para comerle, controlarle y poseerle a él, o
bien permanezco escondido, temeroso, triste, seguro de no ser digno de ser amado. Caminar hacia la apertura, la comunión y la
confianza por un lado, o hacia la cerrazón y el miedo por el otro. Una sociedad verdaderamente humana está llamada a favorecer
la apertura en los demás seres humanos. Una sociedad no puede ser humana si unos tienen miedo de otros.
Cuando hablo de la comunidad en este libro, me refiero a toda asociación humana en la que no solamente hay un fin que realizar,
como en una empresa, en el ejército o en un equipo deportivo, sino también una búsqueda de que los miembros se reúnan a un
nivel personal, en donde exista el diálogo, el compartir, la fraternidad y una verdadera preocupación por los demás. Los miem-
bros no están ahí justamente para que el grupo sea fuerte, poderoso y gane terreno en nuestras sociedades competitivas; están
ahí para confiar unos en otros, para ayudar a cada uno a ser más plenamente él mismo.
Es deber de una sociedad el favorecer tanto dichos encuentros y asociaciones como el favorecer la amistad y la fidelidad en la
familia. En los países del Este, en Europa, sobre todo en la ex URSS, los ciudadanos han sufrido un régimen que intentaba a toda
costa impedir esas formas de asociación para romper la confianza entre las personas. Dividir para reinar y controlar mejor. Veo
lo difícil que es que, en esos países, la gente tenga confianza unos en otros. Necesitan tiempo para abrirse a los demás tras estos
años de represión.
Pero no solamente es en los países del Este donde existe una falta de confianza entre las personas. Muy fácilmente, incluso en
nuestras comunidades de El Arca, se pueden dividir los miembros en los que tienen una confianza total y los que tienen menos
confianza. Igualmente se pueden favorecer los aspectos de competencia, pedagogía, eficacia en detrimento del encuentro real y
amistoso entre las personas.
Existen muchos tipos de comunidad humana, con toda clase de compromisos diferentes, verbalizados o no verbalizados, que se
sitúan en ámbitos distintos. Lo esencial, como ya hemos dicho, son dos aspectos: el encuentro de los corazones, un cuidado per-
sonal para cada uno, y el fin en torno al cual las personas se congregan. Los hombres que juegan a la petanca, los maestros o
maestras de un colegio, un equipo médico, las personas de una empresa, los que se reúnen para luchar contra la tortura o para
trabajar por la paz, por una ecología sana y otras muchas agrupaciones, pueden convertirse progresivamente en una forma de
comunidad en la que se favorezcan los encuentros personales y el compromiso ¿mutuo. De la misma forma, un grupo de oración,
una asociación de ayuda a las personas sin vivienda fija, un grupo que profundiza en la Biblia, que se forma espiritualmente, pue-
de convertirse poco a poco en una comunidad o al contrario, puede alejarse de ella si sólo existe una preocupación por el fin que
tiene que realizar el grupo.
En esas comunidades de diferentes tipos, el aislamiento de las personas está superado; existe el compartir y la fraternidad. Las
personas no tienen necesidad de demostrar lo que son. Tienen el derecho a ser ellas mismas, sus mecanismos de defensa pueden
descansar. Pueden abrirse unas a otras en la comunión. Están unidas entre sí.
Esas asociaciones se acercan todavía más a las comunidades cuando no se encierran en sí mismas en una actitud elitista y supe-
rior, cuando se abren a los demás sin excluir a nadie, cuando toman conciencia de que su misión consiste en dar vida a los demás,
y sobre todo a las personas solas y desamparadas, y en colaborar con las demás comunidades y grupos humanos por el bien de la
sociedad.
Evidentemente, las comunidades como El Arca, en la que vivimos juntos bajo el mismo techo, merecen de una forma particular
ese nombre de comunidad. Pero son una excepción en nuestras sociedades, una excepción a las que algunas personas se sienten
llamadas para ser testigos del amor oculto en el corazón de las personas débiles y, por tanto, del valor de cada persona. En efec-
to, la vida comunitaria constante puede ser invivible para algunas personas que no gozan todavía de un espacio personal suficien-
te. Se puede formar parte de una comunidad sin vivir todo el tiempo juntos.
Fe y Luz tiene como misión ayudar al nacimiento y a la profundización de comunidades muy ligeras, de comunidades de apoyo.
Un grupo de personas, personas con una deficiencia, sus padres y amigos, se reúnen una o dos veces al mes y en otros momentos
para las vacaciones. Estas comunidades son lugares de comunión, de compartir, de celebración y de oración. Yo puedo dar testi-
monio del cambio radical que ha producido en sus miembros. Han sido lugares de sanación interior y de crecimiento humano.
La familia, la primera de todas las comunidades, es la más extendida y la más natural: el hombre y la mujer en su compromiso
mutuo y en su compromiso junto a sus hijos. En ella también se encuentran los dos elementos de toda comunidad: el encuentro
de los corazones, alrededor del fin de la vida en común. Si la pareja se basa únicamente en un deseo de intimidad para evitar el
aislamiento, y no en un cierto ideal de compartir la vida y los valores comunes, estará en peligro.
Lo propio de la comunidad, sea del tipo que sea, es que se convierte progresivamente en un cuerpo. No es una jerarquía regida
por la competición en donde los fuertes están arriba y los débiles y los inútiles abajo. Ya no es una amistad superficial, sin res-
ponsabilidad. En la comunidad cada uno tiene su sitio, tanto el débil como el fuerte. Cada uno posee su don, y uno no es mejor
que el otro. La analogía del cuerpo que utiliza san Pablo para describir la comunidad es muy buena. En el cuerpo humano, dice
él, hay multitud de miembros, cada uno es diferente, pero todos son importan? tes, y «los miembros del cuerpo que tenemos por
más débiles, son indispensables, y deben ser honrados». Todas las partes, cada una con su identidad, están unidas. Se pertenecen
mutuamente. Hay una responsabilidad y un compromiso mutuos.

LAS ALEGRÍAS Y LAS PENAS DE LA VIDA COMPARTIDA


Existe la alegría de romper el aislamiento, de no tener ya miedo de las propias debilidades y pobrezas. El amor, la amistad y la
fraternidad se encuentran entre las riquezas humanas más grandes. Esta alegría es grande sobre todo en el momento de la fun-
dación de la familia, en el momento de la boda; darse cuenta de que se es escogido por otro, no por la propia capacidad de acción
sino en el ser profundo, iy elegido para toda la vida! Aquí la alegría de la intimidad, del éxtasis, del amor, la necesidad profunda
de seguridad, la realización de la fecundidad y la necesidad de un estatus social se identifican plenamente. Las bodas son el signo
de la felicidad humana.
Al mismo tiempo, esta primera comunidad humana, sobre todo en nuestra época, ies tan frágil! El contexto social, el hecho de
que a menudo los dos esposos trabajen con mucho cansancio y estrés, la evolución humana y psicológica de uno y otro, la falta de
apoyo para la pareja, hace que su vida en común a veces sea muy difícil. Tras un cierto tiempo, surgen las dificultades; el otro no
es como se creía que era.
Lo mismo ocurre en la comunidad: desde el exterior una comunidad puede tener un aspecto tan bueno; hay compartires profun-
dos, una cooperación y un apoyo mutuos. Pero cuando se está dentro, ise ven en seguida todos los defectos de los demás! Al prin-
cipio idealizamos a los demás; después, cuando estamos junto a ellos, les arrojamos al abismo, sólo vemos lo negativo. Hay que
pasar por esas etapas para encontrarse con las personas tal y como son; ni son ángeles ni demonios, sino personas humanas,
bellas pero heridas, una mezcla de luz y de tinieblas. Son las personas con las que nos hemos comprometido para crecer huma-
namente y llegar a ser lo que somos.
Yo creo que existe siempre un cierto peligro en las relaciones humanas de picotear aquí y allá. Nos aprovechamos de las perso-
nas; son interesantes, encantadoras, divertidas, inteligentes, dan vida y ayudan a cualquiera. Pero, poco a poco, la novedad se va
diluyendo; las personas comienzan a mostrar otros aspectos de su carácter, el lado posesivo, agresivo o depresivo que hieren y
pueden hacer daño o despertar angustias. Cuando una relación se vuelve difícil, uno corre el riesgo de dejar tirado al otro, a no
ser que haya un compromiso y una responsabilidad mutua. Esto es la comunidad.
Se elige a los amigos pero no a los hermanos y hermanas. Igual ocurre en la comunidad, las personas nos son dadas. Ahí es don-
de radican todas las dificultades de la vida comunitaria; pues entre los miembros, unos atraen, son simpáticos, tenemos las mis-
mas ideas, sensibilidad y puntos de vista. Otros desagradan, nos son antipáticos. Tienen unas maneras de actuar, actitudes, ca-
racteres, un sentido del humor, una visión de la vida en general y de la comunidad diferentes. Hieren y despiertan angustias, su
presencia abruma o sus actitudes molestan.
En el evangelio de Lucas se habla de dos hermanas: Marta y María. Una es organizada, fuerte, dominante. La otra, más joven, es
afectiva, hipersensible, muy relacional. Dos mujeres así pueden herirse y causarse pavor mutuamente, o bien pueden completarse
reconociendo el don de la otra. En la vida comunitaria hay que dar el paso de ver al otro y a los demás como rivales, como una
amenaza, ante la cual estamos celosos y tenemos miedo, pues tienen los dones que no poseemos, a verlos como miembros de un
mismo cuerpo, distintos a mí, pero importantes y necesarios para la vida del cuerpo. La diferencia en este caso no produce miedo.
La vida en común se convierte en una verdadera escuela para crecer en el amor; es la revelación de la diferencia y de la diferencia
que incomoda y hace daño; es la manifestación de las heridas y de las tinieblas que hay en uno mismo, de la viga que tenemos-en
nuestro propio ojo, de la capacidad de juzgar y de rechazar a los demás, de nuestras dificultades para escuchar y aceptar al otro.
Esas dificultades pueden llevar a la persona a huir de la comunidad, a separarse de los que incomodan, a encerrarse en sí mismo y
a rechazar la comunicación, a acusar y a condenar a los demás; o, por el contrario, a trabajar para luchar contra el propio egoís-
mo y la necesidad de ser el centro de todo, para acoger, comprender y servir mejor al otro. Así es como la vida en común se con-
vierte en una escuela de amor y en una fuente de sanación.
Una verdadera comunidad es madura como consecuencia de una unidad que proviene del interior por la vida y la confianza mu-
tua, y no del exterior, por el miedo. Esa unidad se produce porque cada uno es respetado y encuentra su lugar; ya no hay rivali-
dad. Esta comunidad, unida por una fuerza espiritual, resplandece y está abierta a los demás; no es elitista o celosa de su poder.
Desea simplemente cumplir su misión con otras comunidades para ser mensajera de la paz en un mundo dividido.

DAR EL PASO
Entrar en una comunidad nunca es fácil. Conlleva un luto real. Para los que se casan es necesario prepararse al luto de la libertad
personal. Con frecuencia esta preparación se hace mal. La alegría de la boda, de romper nuestro aislamiento, de encontrar por fin
un compañero o compañera de vida que me elige, es tal que se olvida de mirar lo que se va a perder: el espacio privado, una parte
de libertad personal. Entrar en un cuerpo familiar o en un cuerpo comunitario supone un cambio real. Hay exigencias precisas en
la vida comunitaria; uno no toma las decisiones solo; hay reuniones, encuentros, formas de reflexionar juntos. Hay exigencias de
escucha que son todavía mayores cuando el otro
0 los otros se vuelven más débiles, enfermos, con depresión. ¡La luna de miel puede convertirse en una tormenta!
Existen personas que entran en una comunidad familiar o en otras formas de comunidad simplemente para escapar de sus pro-
pios problemas. A veces las parejas entran en una comunidad para escapar de sus problemas de pareja. Cuando descubren que la
comunidad no resuelve sus problemas, corren el peligro de acusarla y de convertirse en un problema en y para la comunidad. La
comunidad y el matrimonio no son la respuesta a todos los problemas. Son lugares de sanación y de crecimiento pero esto exige
a veces un buen acompañamiento, un guía espiritual, y en ocasiones una ayuda psicológica para evitar las catástrofes y para que
el paso del ideal y de la utopía a Jo real, lo real de los demás, de la comunidad y de sí mismo, pueda hacerse armoniosamente.
Pero la comunidad, con todas sus alegrías y sus penas, no es el fin último de la vida. Cada uno muere solo, debe abandonar la
comunidad. Y a veces las comunidades humanas se esclerotizan, se cierran. Pueden llegar a ser lugares en los que unos y otros se
protegen mutuamente, en los que se oculta la mediocridad o en donde uno se enriquece. Ya no son un lugar de crecimiento sino
de muerte; cada uno exige que la comunidad se ocupe de él, pero nadie quiere ocuparse del otro! El paso de la comunidad para sí
al don de sí para la comunidad nunca se hace de una vez para siempre; se está realizando cada día. La comunidad no es una buena
respuesta a todas las desgracias humanas; la comunidad se convierte en un desafío. Cada persona, cada día, está llamada a crecer
y a vivir nuevos lutos, a caminar hacia un don mayor de ella misma. y a veces hay que saber dejar la comunidad, incluso aceptar
ser rechazado por ella, si es necesario, para vivir en la verdad. El teólogo Bonhoeffer (ejecutado por los nazis) dice que Jesús, el
gran fundador de la comunidad, murió solo, fuera de su comunidad, rodeado por algunas personas íntimas.

ACOGIDA DE LA DIFERENCIA
Yo diría que la familia es la escuela del corazón, la escuela del amor, en la que se aprende, a veces a través de las angustias y los
miedos, a acoger la diferencia. Hoy existe una tendencia a querer borrar la diferencia: todo el mundo es parecido. Esto es cierto y
no es cierto a la vez. Las personas con una defióiencia mental, sobre todo con una deficiencia profunda, son muy distintas, incluso
aunque desde otros puntos de vista se parezcan a cualquier otra persona: tienen un corazón; tienen necesidad de amar y de ser
amadas, de actuar según sus posibilidades. Pero sus formas de comprender, de comunicar y de amar son muy diferentes. De la
misma manera el hombre y la mujer son diferentes en cuanto a sus necesidades afectivas, su forma de abordar la realidad y de
ejercer la autoridad.
Ha sido sobre todo en El Arca donde he descubierto la complementariedad que existe entre los hombres y las mujeres. Cuando
era responsable de la comunidad, siempre tenía a una mujer como corresponsable. En otras comunidades de El Arca, cuando la
responsable es una mujer, consideramos interesante que esté al lado un hombre como corresponsable. Existe una verdadera
complementariedad entre los dos. El hombre necesita a la mujer y la mujer al hombre. Por supuesto es una generalización. Se
dan otras situaciones en las que la ausencia de una persona del sexo contrario no conlleva ninguna dificultad. Yo aporto sola-
mente mi testimonio de la importancia de esta complementariedad. Es bueno que el hombre y la mujer trabajen juntos, con sus
respectivos dones y sus afectividades y agresividades diferentes.
La diferencia se sitúa en primer lugar en el ámbito del cuerpo y de la sexualidad. La mujer acoge; su sexualidad es más interior;
la sexualidad del hombre es exterior. Esas diferencias biológicas tienen sus repercusiones en el plano psicológico. Cuando el
hombre ejerce la autoridad, piensa más que nada en estructuras, programa la obra que hay que realizar; la mujer piensa más en
las personas. El hombre es más cerebral, la mujer más intuitiva, más fina, más delicada, más cercana a los detalles. Esas diferen-
cias que yo he experimentado miles de veces no son absolutas, evidentemente. ¡Existen, como ya hemos dicho más arriba, las
Marta y las María! El hombre puede ser intuitivo y la mujer cerebral. Pero esas singularidades son las más frecuentes.
El hombre a menudo intenta dominar a la mujer con su fuerza; se niega a admitir la calidad de su inteligencia; no la escucha.
Busca el poder. Pero si el hombre dedica su tiempo a acoger y a escuchar a la mujer, descubre la belleza y la verdad de la com-
plementariedad y de la cooperación; la alegría de formar parte de un cuerpo juntos. Se produce una verdadera transformación
que se opera en él. El hombre ya no está cerrado en sí mismo y en sus propios éxitos. No posee todas las luces ni toda la verdad.
El hombre y la mujer se necesitan el uno al otro. Si esta transformación se produce en la familia, puede prolongarse a todas las
actividades y a todos los encuentros humanos. Es la toma de conciencia de que formamos parte de una humanidad común; no
necesitamos ganar para ser. Los demás no son rivales sino compañeros. La vida no consiste en subir en la escala en detrimento
de las personas a las que hemos ido superando; la vida es ayudar a cada uno a ser, a encontrar su puesto único en el cuerpo: reco-
nocer el don de cada uno pero también sus dificultades.
La comunidad, dado que es el lugar del encuentro de las personas, es un lugar de sanación de los corazones. Porque estamos
comprometidos los unos con los otros, vamos a descubrir todas nuestras dificultades y todas nuestras heridas en la relación. La
sabiduría consiste en descubrir quiénes somos con nuestros límites y fragilidades ocultos. Podemos buscar entonces una ayuda o
un apoyo. Del idealismo pasamos al pesimismo, y después llegamos a ser realistas.
La unidad en una familia o en una comunidad humana no es pues fusional negándose toda diferencia: como si todo el mundo
debiera ser y pensar lo mismo. La unidad es la del cuerpo en el que cada miembro, cada parte, es diferente y aporta un don distin-
to. Pero todos están unidos en torno a un mismo fin y por un amor mutuo. Esto implica que cada uno tiene que ir siendo purifi-
cado de sus necesidades de sobresalir y de aparentar ser el mejor, e intentar abrirse y acoger el don de los demás, ser vulnerable
en relación con ellos. La unidad es una realidad que hay que trabajar constantemente.
Una pareja de El Arca me impresionó por su unidad, por la ternura y la escucha mutuas después de veinticinco años de matri-
monio. Les hablé de la importancia de su unidad para El Arca. «Esto no siempre ha sido así», me dijo el marido sonriendo. «He
tenido que trabajar mucho para construir nuestra unidad».

EL PAPEL DEL DÉBIL COMO MENSAJERO DE UNIDAD EN LA COMUNIDAD


Está claro que las comunidades de El Arca se basan en la relación de amor y de confianza entre las personas con una deficiencia y
las personas que han elegido vivir con ellas. El rostro abierto y sonriente de Marc y de Albert me impresiona profundamente. Su
confianza me atrae y despierta en mi corazón nuevas energías. No quiero y no puedo decepcionarles. Son como un ancla para mí.
Me mantienen en la fidelidad de mi ser. Me invitan a permanecer y a no dejarme seducir por el poder, la popularidad o la ambi-
ción. Vivimos entre nosotros una alianza que es un don de Dios. Creo que cada asistente que viene a El Arca vive la misma expe-
riencia. La persona débil nos conduce a lo más profundo que hay en nosotros mismos.
Al mismo tiempo he descubierto en El Arca la alegría de la confianza entre los asistentes. Es bueno haber vivido largos años con
tantos hermanos y hermanas. Pero todos sabemos que el fundamento de nuestra comunión y de nuestra unión está en las perso-
nas con una deficiencia; sin ellas no estaríamos juntos. Con ellas descubrimos nuestra fecundidad. Sus rostros alegres, sus cuer-
pos relajados, nos revelan lo que somos. Estas personas no nos poseen, no se aferran a nosotros. Confían en nosotros igual que
nosotros en ellas. Saben que tenemos nuestras ocupaciones y preocupaciones. Nos dejan partir para trabajar allí donde debemos
porque están seguras de los lazos que nos unen.
La familia nace de otra forma. El hombre y la mujer se atraen el uno al otro, su atracción mutua les lleva a querer fundar una
familia, a tener hijos. Después de un tiempo de luna de miel, de alegría y de éxtasis, de comunión y de intimidad profunda, antes
incluso de la aparición de las dificultades reales en la relación, está la concepción y el nacimiento del hijo. Se da esa alegría extra-
ordinaria de poder decir: «Mi niño»; la alegría de ser fuente de vida, de mirar la sonrisa del hijo, su confianza, su pequeño cuerpo,
de tenerlo en los brazos, de jugar con él, de sentir cómo se genera el amor maternal o paternal, de verle crecer y descubrir el
mundo. Ya no es solamente el amor y la confianza mutua los que mantienen juntos al hombre y a la mujer; son esas nuevas ener-
gías de paternidad y maternidad. Los dos juntos son fuente de vida. El pequeño es el mensajero de unidad,
Pero no todo es tan sencillo. El niño llora en mitad de la noche, despierta agresividades y puede incluso generar un conflicto
entre el padre y la madre que ven la educación de una forma diferente. Lo mismo ocurre en El Arca con la persona con una defi-
ciencia, no todo es tan sencillo; despierta igualmente agresividades y puede suscitar la división. Todas estas dificultades pueden
provocar crisis. Éstas son un peligro y una ocasión: un peligro de separación y una ocasión de encontrar una unidad más profun-
da. De todas formas, el pequeño y el débil apelan al crecimiento y a la responsabilidad; apelan a una unidad y ayudan desde ahí a
superar las divergencias superficiales para encontrar lo más fundamental.

LA COMUNIDAD: LUGAR DE LA INTEGRACIÓN DE LA SEXUALIDAD


No es fácil que el ser humano viva bien su sexualidad. Ya hemos hablado de ello más arriba. Sobre todo en el matrimonio es
donde esta integración se hace con la mayor armonía; en ella se unen el cuerpo, el espíritu y el corazón; la pasión, la ternura y la
benevolencia; el instante presente del éxtasis y la seguridad del porvenir y de la fidelidad; la intimidad, la comunión y el deseo de
fecundidad. Antes, y a veces junto a este momento maravilloso, hay una discordancia entre el corazón sediento de comunión, la
fidelidad a una relación única y los deseos o los fantasmas propiamente sexuales. Cuántos maridos me han hablado de sus dificul-
tades en este ámbito y de su atracción por las mujeres jóvenes. La integración de la sexualidad genital nunca es algo fácil. Supo-
ne un crecimiento lento que implica una fuerza de voluntad y unas opciones claras, una comunión en el amor, la preocupación
por el bien del otro y la impregnación de la sed de comunión por una nueva fuerza divina.
Hablando de la adolescencia, hemos resaltado lo dividido que está el ser humano en su propio interior: existe a la vez sed y miedo
a la comunión, a una comunión permanente; existen deseos sexuales más o menos separados de la vida relacional propiamente
dicha. Yo constato, a través de estos treinta años de vida comunitaria, que la comunidad es uno de los lugares en donde el ser
humano puede encontrar la unidad en su interior, siempre que los miembros estén profundamente unidos y se quieran entre
ellos, celebren su unidad, haya una ética clara y una vida espiritual orientada a la comunión con Dios y con las personas. Es
igualmente la experiencia que deben tener en los monasterios en dondé cada miembro aprende a integrar armoniosamente su
propia sexualidad gracias al amor fraternal.
La huida de la relación en busca de diferentes actividades intelectuales, manuales, artísticas, deportivas, etc., hacia el ejercicio del
poder, la búsqueda de honor y una imagen positiva de sí mismo, no lleva a una integración de la sexualidad como tal, sino sobre
todo a un control de la sexualidad desde el exterior, a través de su rechazo. Esto es a veces necesario. Se ponen las energías en
otros asuntos.
La vida comunitaria es esencialmente una vida de relaciones, de comunión, de ternura, de escucha y de amistad. Es, como ya
hemos dicho, una escuela del corazón que, si está inspirada en una búsqueda de comunión con Dios, responde en gran parte a la
necesidad profunda de comunión que existe en el corazón humano. Se puede entonces transformar radicalmente a las personas.
La vida de relación y el amor a los demás, se convierten en una fuente de unidad para la persona y para la persona con los demás.
Ese camino de crecimiento lleva su tiempo; ciertamente implica caídas, pero es un camino de vida, de unidad y de integración.
Cuando no hay una verdadera vida comunitaria amorosa donde se lleva a cabo la celebración, el ser humano cae más fácilmente
en su propia división interior. Al no encontrar verdaderas relaciones de comunión en la comunidad, corre el riesgo de buscar la
comunión e incluso las caricaturas de la comunión en otros lugares.
En El Arca vivimos juntos hombres y mujeres en los mismos hogares, personas con deficiencias y asistentes. ¡Evidentemente no
todo es tan sencillo! ¡No somos ingenuos! Existen dificultades, sobre todo para los jóvenes asistentes que no han trabajado estas
cuestiones y que piensan que una relación verdadera implica una intimidad física sin que haya un compromiso mutuo permanen-
te. Provienen a veces de familias rotas que han provocado una cierta ruptura en su interior. Esto les requiere tiempo para descu-
brir el camino de unidad en ellos mismos, la fuerza de la comunión del corazón y del espíritu más profunda que todo deseo se-
xual, y la vida comunitaria, una vida espiritual y una ética clara pueden ayudarles en este camino.
Estoy maravillado de ver cómo esta vida comunitaria mixta, llena de actividades interesantes y de una vida de relación amorosa
y donde se celebra la fiesta, es la fuente de equilibrio para muchas personas con una deficiencia, es una fuente de integración de
su vida sexual. Los hombres y las mujeres que han vivido toda suerte de experiencias sexuales en el hospital psiquiátrico y que
han sido profundamente perturbados por ellas, encuentran poco a poco un equilibrio.
Todo esto me confirma en la convicción de que la actividad sexual genital, separada de una vida de comunión de corazón y de
espíritu permanente es fuente de división en el ser humano, y que una vida de comunión de corazón y de espíritu permanente y
profundo es fuente de unidad, de equilibrio y de integración de los deseos y de los fantasmas sexuales. No es extraño que en una
sociedad en la que los lazos naturales de pertenencia se resquebrajan, haya una fragmentación de las personas y un incremento
de todo tipo de desviación sexual. Una sociedad que no favorece la comunión real entre los corazones ya no puede detener el
deseo de una comunión imaginaria hecha de fantasmas.

EL CUERPO COMUNITARIO, LUGAR DE CULTURA Y DE CELEBRACIÓN


La comunión siempre es el lugar de la celebración y de la alegría. No hay más que mirar a la madre y al hijo o a la pareja de no-
vios, de jóvenes esposos, o la alegría de los viejos después de años de fidelidad de amor. Son felices de estar juntos. Son las fies-
tas, las vacaciones, los cumpleaños, las salidas especiales, las que relajan los cuerpos y abren los corazones. La humanidad necesi-
ta la fiesta, i Las comunidades de El Arca y de Fe y Luz son especialistas en ta celebración! En primer lugar, la comunicación
durante las comidas en tos hogares se hace a menudo a través de la celebración y la risa; raramente hablamos de cosas serias, i
No somos intelectuales! Por supuesto hay momentos en los que hay que estar serios, hay que discutir, ver y comprender el senti-
do de las cosas. Pero lo más frecuente son las historias divertidas, la risa, los chistes, las cosas que unen y que relajan. La cele-
bración y la comunicación a través de la alegría es particularmente importante para esos hombres y mujeres que han tenido la
impresión de haber sido una fuente de tristeza para sus padres. La celebración les revela ta alegría de estar juntos: «Somos felices
de que seas tal como eres».
La celebración crea la unidad de la comunidad porque es fruto de ésta. Si una empresa produce de una forma excepcional, si un
equipo deportivo gana, si alguien es promocio- nado, hay premios, aplausos y honores. Se es considerado como el mejor, el más
fuerte. La celebración no es porque se ha ganado o porque se es el más fuerte, sino porque los miembros se aman entre ellos, son
felices juntos y cada uno tiene su puesto. La celebración brota de la unión de los corazones y de la confianza mutua.
Una comunidad humana que ya no celebra corre el riesgo de convertirse en un grupo eficaz que hace cosas. Se convierte en una
institución. Ya no es propiamente una comunidad. Cuando se dan esa confianza y ese amor recíprocos, nos gusta abrirnos los
unos a los otros, nos gusta celebrar y estar juntos. Esta celebración se da ciertamente en la sonrisa y la risa, en el compartir
sencillo y feliz, en la preocupación y ta delicadeza de los unos hacia los otros, en el aspecto relajado de una reunión, pero se con-
creta sobre todo en la comida en común. Una buena comida con un buen vino. Las palabras «compañero, acompañar» tienen sus
raíces en las dos palabras latinas cum pane, compartir el pan, el alimento, juntos. Aristóteles dice que, para ser amigos, hay que
comer un saco de sal juntos, es decir, comer muchas veces juntos.
El primer acto de comunión que cada uno ha vivido es el de beber en el seno de su madre, la cual se regocijaba en su cuerpo y en
su corazón. Alimentarse juntos es signo de comunión y de amistad. La comida es la primera de las celebraciones.
Están ios descansos y las celebraciones de cada día, pero también las celebraciones durante el año: los cumpleaños, las bodas, tos
nacimientos, los bautizos, Navidad, Pascua. Después están los grandes aniversarios, las bodas de oro, el recuerdo de tal aconte-
cimiento de la historia de una familia y de una comunidad. En El Arca aprovechamos las ocasiones con frecuencia para hacer una
fiesta. Celebramos los cumpleaños para decir al que es festejado que es un regalo muy grande para la comunidad, y para expresar
nuestra alegría de que exista; festejamos el aniversario de la fundación de la comunidad leyendo nuestra historia como una histo-
ria santa en la que ha habido intervenciones de la Providencia, y para recordar lo esencial de la comunidad.
La fiesta es también el signo de la meta final de la humanidad. Estamos hechos para la comunión y la fiesta, para la alegría y el
regocijo de cada persona. La Biblia nos presenta el fin de los tiempos como las bodas de la humanidad y de Dios, el éxtasis de la
alegría y de la celebración en Dios.
La celebración es ante todo un canto de reconocimiento, una acción de gracias. No estamos solos; formamos parte de un mismo
cuerpo; ya no hay entonces rivalidad ni com- petitividad; estamos juntos en la unidad y el amor. La primera riqueza de la huma-
nidad no es el dinero o la propiedad, sino los corazones unidos en donde los fuertes vienen a socorrer a los débiles y en donde los
débiles sostienen a los fuertes, humanos, impidiéndoles que se conviertan en guerreros. Por tanto, la celebración es una oración
que brota de la unidad en el interior de cada persona y de la unidad con Dios. La Eucaristía, que se sitúa en el corazón de toda
celebración cristiana, quiere decir «acción de gracias».
La celebración es una realidad profundamente humana que hace uso de todo lo bello: los cantos, la música con los diversos ins-
trumentos, el baile, los decorados, los vestidos de fiesta, las flores, los perfumes, la comida, el vino, etc. La creación entera se une
en un canto de alegría y de unidad.
Por supuesto que ninguna comunidad humana está perfectamente unida; hay tiranteces, tinieblas y miedos en cada corazón.
Siempre hay miembros que sufren, que se sienten marginados. La celebración muestra y significa una parte de la realidad. Signi-
fica una esperanza, un deseo de trabajar más todavía por la unidad y por la paz.
El peligro en nuestros días es que ya no se sabe celebrar. En todas partes nos encontramos el selfservice; en ciertas familias cada
uno come a su hora, pues todos tienen sus ocupaciones y sus citas. Se come deprisa. Para crear la unidad, vivir el cuerpo, hay que
saber tomarse tiempo para comer y comer bien con un buen vino; hay que saber contar historias, nuestra historia, saber reír y
cantar juntos. Hay salidas en las que se bebe, espectáculos en los que se mira, pero se ha olvidado la celebración y la comunica-
ción de la celebración. Las fiestas del pueblo con los cantos, los bailes, los vestidos tradicionales, son cosas del pasado. Las encon-
tramos en algunos pueblos de África y en otras partes. No se trata de llorar el pasado ni de hacerlo revivir, sino de que cada
familia o comunidad redescubra la forma de celebrar la comunión de los corazones, la solidaridad y la fraternidad humanas.
¿Cómo ayudar a cada familia y a cada comunidad humana a disfrutar de los domingos y de las vacaciones para ser una comuni-
dad de celebración? La televisión es seductora; con sus múltiples cadenas y los diferentes deseos y necesidades de cada uno, pue-
de destruir la comunicación e impedir la creatividad personal. Se trata de descubrir la creatividad en el corazón de cada uno, de
encontrar los juegos juntos, de descubrir los talentos y los gestos que unen. Con las cuarenta horas de trabajo, tenemos tiempo
para preparar las celebraciones, para hacer buenas fiestas. Pero se trata de quererlo y no de sucumbir a la comodidad y al hastío.
La celebración es como un canto de esperanza. Para celebrar es necesaria una esperanza, la esperanza de la belleza y de la bondad
del ser humano y de la capacidad de cada uno a abrirse al amor. Al mismo tiempo, la celebración hace crecer dicha esperanza.

TODOS NECESITAMOS UNA COMUNIDAD


La comunidad no es, pues, algo excepcional; no es exclusivamente para una elite. Es una realidad que muchas personas viven a
menudo sin desarrollarla; no llegan, pues, a profundizar ni a beneficiarse plenamente de ella. Las reuniones necesarias en una
empresa pueden llegar a ser más amistosas y personales. En lugar de mirar a la secretaria como una máquina que hace cosas, se
la puede contemplar como a una persona con un corazón. Desde que se comienza a amar y a respetar a las personas, se produce
una alegría que se comunica y unos lazos que se estrechan. Desde que se comparte de un modo más personal, desde que nos
comprometemos unos con otros, uno se vuelve responsable, se camina hacia la madurez humana; uno se hace más humano y se
descubre la comunidad, se descubre la celebración.
Cada, comunidad, cada persona, está llamada a evolucionar. Hay etapas en la vida familiar y comunitaria. Se da la concepción y el
nacimiento, después el período de la infancia y la adolescencia, y más tarde el momento de la madurez. Después de treinta años,
El Arca está en un período de maduración. Cada comunidad está llamada a encontrar y a profundizar en su identidad, la que es,
la que puede aportar a los demás, su vocación y sus carismas particulares. Y está llamada a abrirse a los demás, a colaborar con
ellos, a ser fuente de vida, de paz y de unidad en la sociedad.

OPTAR POR LA PAZ


Para tomar conciencia de que necesitamos cambiar, hay que darse cuenta primero de que hay algo que cambiar. Si no lo sabemos,
si uno se cree justo, bueno y perfecto, no nos pondremos nunca a caminar hacia una sanación interior. Sólo vamos al médico si
estamos enfermos, o si corremos el riesgo de estarlo (para un chequeo). Es la toma de conciencia de nuestros prejuicios, de nues-
tras dificultades sexuales y de relación, de nuestras divisiones interiores, de nuestras dificultades para comunicarnos, de nuestros
miedos y de nuestras iras en relación con ellos, lo que nos hace desear una curación interior. Sobre todo si ésta está motivada no
solamente por un anhelo de perfección, sino para amar más aún, para vivir la comunión y la cooperación, para ser de verdad uno
mismo y para optar por la paz.
Por supuesto que es necesario que todo ser humano sea competente según sus capacidades y sus dones. No obstante se produce
un desorden cuando uno no puede poner sus competencias al servicio de los demás, sino únicamente al servicio de la propia glo-
ria y del propio poder. Se produce un desorden cuando se tienen prejuicios, cuando se cometen errores de juicio sobre los demás,
cuando somos incapaces de escuchar y de acoger a las personas diferentes a nosotros* a los extraños; cuando somos incapaces de
perdonar. Se produce una cierta muerte interior cuando uno se encierra en sí mismo. La vida no fluye. Ya no se da la vida.
A veces esta toma de conciencia de nuestra necesidad de cambiar proviene de la toma de conciencia de la gravedad de los conflic-
tos en el mundo, en la sociedad, en el trabajo y en nuestra familia. ¿Está condenado el ser humano al conflicto continuo, al odio y
a la guerra? ¿Es posible la paz? ¿Cómo renunciar a ese espíritu de competitividad y de juicio sobre los demás que sobrevalora la
fuerza y genera el desprecio de la debilidad y de las diferencias?
De esta forma, trabajar por la unidad y la paz en el mundo ; comienza primero por uno mismo. Esto es lo que he descubierto vi-
viendo en El Arca. ¿Cómo ser reconciliador en los países lejanos si hacemos la guerra en nuestra propia casa, en nuestra propia
familia o en nuestra propia comunidad humana? Trabajar por la paz en un país lejano puede ser una huida y un rechazo a mirar
lo que está roto en uno mismo. Trabajar por la paz es acoger al que está cerca, al que irrita y enerva, al que tiene ideas diferentes,
al que parece una amenaza, al que parece desvalorizarnos, al que despierta nuestras agresividades. No se trata de juzgarle ni de
condenarle pues él también es un ser humano que busca la vida y la paz. No es un rival o un enemigo, sino ante todo un hermano
o una hermana en nuestra común humanidad, herida como nosotros.
El gran peligro que tiene el ser humano es rechazar y negar lo malo y diferente que hay en su interior. El ser humano es comple-
jo; es cuerpo y espíritu; es corazón e inteligencia; está en busca de comunión y de triunfo; está próximo a la tierra por su cuerpo,
y cerca de lo universal por su inteligencia. Es también un ser con una historia. Tiene raíces en una familia, como niño ha sido
amado y rechazado; en la vida ha tenido éxitos y fracasos; ha dado vida y también se ha negado a darla. El ser humano es una
mezcla de luz y tinieblas, de confianza y de miedo, de amor y de odio. La división se establece cuando se niega a mirar y a aceptar
la realidad de su pasado, de sus heridas, de sus prejuicios, de sus miedos. Inmediatamente niega o se muestra incapaz de mirar
todas sus carencias de amor. Huye a las ideas, las teorías, los sueños y los proyectos que captan todas sus energías; intenta justi-
ficarse, demostrar su valor; busca su renacer; tiene miedo de todo juicio y condenación, de todo lo que ponga de manifiesto sus
equivocaciones. Es como si reconocer todo lo oscuro y herido que hay en él fuera a provocar sentimientos intolerables de angus-
tia y de muerte.
Las heridas se encuentran a distintos niveles en el ser humano. Hay heridas profundas causadas por situaciones espantosas, im-
posibles de soportar para el niño: abusos sexuales, miedos de haber sido fuente de muerte y de división para sus padres, miedos
incluso de ser aniquilado por ellos. Le fue necesario ocultar tras sólidas barreras, lejos en el inconsciente, esos miedos, esas agre-
sividades y esos deseos de destruirse a sí mismo. Tuvo la necesidad de ocultarlos para poder sobrevivir. Éstos constituyen un
mundo intolerable de culpabilidad. En un momento dado, ese mundo tenebroso comienza a provocar reacciones insoportables
para uno mismo y su entorno. Para liberarse de ellos, precisa la ayuda de un buen terapeuta.
También se producen las heridas que todos tenemos; es el mundo del inconsciente formado a partir de la sed de comunión y del
miedo a dicha comunión, que es consecuencia de los primeros rechazos y de los primeros miedos del niño. Había que olvidar para
vivir. Estas heridas se sitúan en un nivel menos profundo que las primeras, por lo que las barreras son menos sólidas. El mundo
de las tinieblas que está ahí se manifiesta a través de numerosos miedos, agresividades y gestos irracionales, a través de las nece-
sidades compulsivas de ternura, de probarse, de tener razón, de ganar a toda costa, de ser admirado.
Seguidamente hay heridas que provienen de los fracasos de la vida, de las relaciones rotas, de los lutos que no se han sabido
acoger y que sumergen al individuo en una suerte de depresión o parálisis de la vida; o las que provienen de un desequilibrio
entre la búsqueda de competencia, la comunión y la cooperación. Para que estas heridas puedan ser curadas, necesitan ser acep-
tadas con la ayuda de un acompañante. También se producen las heridas de la culpabilidad moral de las que ya hemos hablado en
el capítulo sobre la vida adulta.
En este mundo de tinieblas oculto tras los muros construidos en torno a esas heridas, están la angustia, la culpabilidad y la ira.
La angustia es la causa y el fruto de la culpabilidad y de la ira, pero es también existencial y metafísica. La angustia es un senti-
miento de muerte interior. Surge porque no somos Dios, porque somos mortales, porr que no disponemos de todos los recursos
necesarios para una plenitud de vida; somos limitados, muy limitados; constantemente necesitamos a los demás. La angustia
aparece como un malestar interior, como una energía no canalizada que gira indefinidamente. Invade el cuerpo dando un senti-
miento de vacío interior que se intenta llenar a toda costa con el ruido, el alimento, el alcohol, el trabajo, el arte, con la presencia
de los demás, con un mundo imaginario, con cualquier cosa.
No se pueden suprimir siempre el sentimiento de vacío y las angustias, pero un buen acompañante puede ayudarnos a vivirlas no
de una forma destructiva sino constructiva; podemos llenar el vacío con cosas que nos ayuden a avanzar por el camino de la vida,
de la libertad y de la paz.
Tocamos aquí el origen de nuestras divisiones interiores, de nuestras ambigüedades. Queremos y no queremos. Hay en nosotros
una fuerza inconsciente que influye en nuestras actividades. Es el descubrimiento de que no somos plenamente libres, de que
incluso las actividades aparentemente más bellas, más espirituales, más justas y oblativas están mezcladas con una búsqueda de
sí. Es el descubrimiento de que todas nuestras dificultades de relación y todos nuestros prejuicios provienen de ese mundo herido
y tenebroso que existe en nuestro interior.
La unidad interior se realiza progresivamente en la medida en que comenzamos a reconocer que ese mundo existe en lo más
profundo de nosotros mismos. Ya no negamos los errores del pasado, nuestra parte de responsabilidad, nuestras infidelidades.
Comenzamos a abrir la puerta del corazón con un deseo de verdad y de reconciliación. La mayor parte del tiempo necesitamos a
ese amigo acompañante del cual hemos hablado, que puede escucharnos, ayudarnos a tener en cuenta las cosas. Volveremos más
tarde sobre esta realidad del perdón de los demás y del perdón de sí mismo.
El camino hacia la curación interior y la paz consiste en conocerse y en penetrar paulatinamente en esas tinieblas sin hundirse,
en aprender a vivir las angustias sin caer en la depresión o en el desprecio de sí, sin dejarse invadir por sentimientos de culpabi-
lidad, de muerte y de tristeza. Se trata también de continuar teniendo gestos que den vida a los demás, de trabajar por la justicia
sabiendo que nuestras motivaciones siempre serán ambiguas. Se trata de reconocer esa ambigüedad, pues somos humanos. En-
contrar la unidad interior es reconocer esas fuerzas inconscientes, descubriendo que la vida no está en el éxito exterior de los
proyectos, en el reconocimiento de los demás o en la posesión de cosas y personas que llenen el vacío interior; es reconocer que
la huida en las distracciones, la negación de la realidad, la necesidad de olvidar no pueden darnos la vida. Sólo se puede encontrar
la unidad con el deseo de vivir en la verdad, de alejar la mentira, las falsedades, las apariencias, las ilusiones y las seducciones; es
afrontar la realidad de uno mismo y de nuestro exterior con confianza y humildad. De esta forma emergerá el «yo» profundo,
escondido tras los instintos psicológicos que nos impulsan a triunfar, a poseer, a distraerse o a hundirse en la tristeza. Vamos a
aprender a aceptar el vacío y a vivirlo bien.
Poco a poco vamos a reconocer y a marcar la distancia entre los sentimientos depresivos, culpabilizadores, que surgen de ese
mundo tenebroso, y el «yo» profundo, la persona. Ya no diremos entonces: «No valgo nada, soy malo», sino «esos sentimientos
de muerte, de tristeza afloran una vez más en mi conciencia». Distanciarse así de los instintos de muerte es comenzar a vivir o a
revivir; es afirmar la esperanza.
Pero, ¿dónde encontrar las fuerzas para romper con ese ciclo que nos empuja de una forma compulsiva hacia el éxito o la depre-
sión? Esas fuerzas no surgen más que con la búsqueda de la interiorización y de la verdad en el instante presente; surgen porque
se ha comprendido que los falsos valores del éxito y de las posesiones, de la exterioridad y de los honores conllevan otra forma
de muerte: la muerte de lo más verdadero y luminoso que hay en nuestro interior, de nuestra capacidad de amar y de vivir la
comunión. Esas fuerzas nacen y se profundiza en ellas, a través de las relaciones nuevas o renovadas en la familia, en la comuni-
dad humana en la que nos insertamos, al descubrir que somos amados y reconocidos de verdad en lo más profundo de nuestra
persona, que somos aceptados con todo lo que tenemos de bueno y de herido. Las barreras que hay alrededor de nuestro corazón
comenzarán así a caer.
Nos encontramos aquí como ante un aterrizaje o una encarnación. Es el paso de un mundo de sueños y de ilusiones, de un mundo
teórico e ideal, a la realidad. Reconocer nuestra historia, nuestra vida, reconocer el mundo en que vivimos, reconocer a los otros
tal y como son, con todo lo que hay de bueno y de herido en ellos. Querámoslo o no, nosotros los hombres estamos en el mismo
barco de la vida; todos somos parecidos, con nuestra belleza, nuestra sed de paz, de comunión; también con nuestras heridas y
nuestros miedos. Todos formamos parte de la misma humanidad. Vale más que intentemos juntos crear un medio de vida y no de
muerte. Nos reencontramos entonces con nuestro cuerpo, con nuestro pasado; nos abrimos al mundo del sufrimiento en el que
vivimos. Nos atrevemos a hablar de nosotros mismos y a escuchar a los demás. Ya no tenemos necesidad de pretender ser distin-
tos de lo que somos.
Ese paso, o esa conversión, tiene frecuentemente sus orígenes en el encuentro con una persona que ha reconocido nuestra belleza
profunda, que ha captado el secreto de nuestro ser, oculto tras nuestros fallos, nuestros miedos, nuestros falsos valores y todo el
potencial de vida contenido en ese secreto. En una película sobre la vida de Jesús, María de Magdala, que la tradición ve como
una mujer víctima de la prostitución, dice de Jesús: «Me ha mirado como ningún hombre lo había hecho». Las mujeres prostitui-
das son expertas en la mirada del hombre, mirada de deseo o mirada de miedo —miedo de sus propios deseos sexuales—. Y
María de Magdala fue mirada en su secreto, en esa parte de su ser en donde ella busca un am'or verdadero, en donde ella es pura
e inocente, en donde tiene sed de ser reconocida como una persona y no como una cosa.
En mi caso este encuentro tuvo lugar con el padre Tho- mas cuando me acogió después de todos esos años que pasé en la mari-
na. Tenía la impresión de que él sabía, que adivinaba todo lo que era bueno o malo en mí —mi secreto—, que me amaba y me
aceptaba tal y como era. Fue una liberación para mí. Es maravilloso ser mirado, ser reconocido como una persona que tiene un
destino y una misión.
Es maravilloso sentir que alguien tiene confianza en ti, que no somos juzgados, condenados o desvalorizados, sino amados; que
no tenemos que demostrar nada; podemos dejar que las máscaras y los muros caigan. Un instante de comunión que despierta los
momentos de felicidad y de comunión de nuestra pequeña infancia inscritos en nuestro ser, que calma las heridas del pasado, da
confianza en uno mismo y desata nuevas energías de esperanza. Nosotros, seres humanos heridos, podemos reconocer esa mirada
de amor que penetra en lo más profundo de nosotros, igual que podemos reconocer la mirada seductora, falsa, o la mirada que
intenta utilizarnos y controlarnos.
Se trata de recobrar la comunión con un guía humano y espiritual que no va a abusar de nosotros o a acusarnos, a hacernos daño,
sino que por el contrario tiene confianza en nosotros y nos anima a avanzar en la vida. Está ahí no para suprimir nuestra liber-
tad, sino para fortificarla.
Uno encuentra su sanación interior al poder decir todo a este otro, en quien tenemos confianza, al ser plenamente acogido con
todo lo que hay de herido y roto en nosotros mismos, con todo lo que, en el pasado, era fuente de culpabilidad. La palabra es
liberadora. Atreverse a hablar porque sabemos que seremos escuchados y comprendidos es la forma más realista de hacer caer
los muros que hay alrededor de nuestro corazón. Esos muros se basan en el miedo a ser rechazados, desvalorizados, juzgados o
condenados; en el miedo a encontrarnos en el banco de los acusados. Hablar porque tenemos confianza hace que esos muros
tiemblen. El niño oculto en nosotros se libera. En fin, tenemos el derecho a ser uno mismo con nuestro pasado. Ya no hay nece-
sidad de ocultarse.
Para algunas personas esta escucha tendrá lugar con un padrino, una tía, un amigo, un sacerdote, un psicólogo, un educador, un
maestro, un guía espiritual. Se producirá entonces la revelación de su propio valor escondido tras lo que se pensaba que eran los
escombros de su vida. Esta comunión y esta mirada son las que nos llevan a reconocer a las otras personas como hermanos y
hermanas en humanidad, a atrevernos a entrar en comunicación con algunas, con las que nos hacen daño interiormente, para
ayudarlas a renacer en la esperanza de su propia belleza y en la aceptación de sus propias heridas. Es esta comunión y esta mira-
da las que van a llevarnos a querer hacer vivir, todavía más, lo más profundo que hay en nosotros, el secreto de nuestro ser.

LA INTERIORIZACIÓN
Jesús critica con vehemencia a los que pretenden ser religiosos y virtuosos haciendo oraciones y ayunos para ser bien vistos; a
los que intentan aparentar ser puros por la observancia de los ritos. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois
semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos muertos y de toda
inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de
iniquidad»8. Habría que leer todo éste capítulo 23 del evangelio de Mateo para ver la violencia de Jesús contra los que utilizan
las cosas religiosas para tener un poder espiritual y no viven interiormente lo esencial del amor, de la compasión, de la justicia y
de la fe. Ocuparse de los demás, tener caridad, trabajar en asociaciones humanitarias, estar asociado con las personas con una
deficiencia, para ser aplaudido y honrado o para afianzar una imagen buena de uno mismo, no es más que hipocresía. En lugar de
estar ahí por los demás y por su bien, se trabaja para colmar las carencias afectivas, para ser reconocido, para ejercer un poder.
Personalmente yo siento esa trampa; con cierta frecuencia me aplauden cuando doy una conferencia sobre el pobre; se me aprecia
y se me honra por El Arca. Es normal que haya un cierto reconocimiento de los actos justos y verdaderos; pero qué rápido uno
se aferra a los honores y a los aplausos; tratamos de ser glorificados. ¿Cómo permanecer en la verdad en este ámbito? En el capí-
tulo 5 del evangelio de Mateo, Jesús condena no solamente a los que matan sino a los que desean activamente matar y de quienes
surgen vibraciones de odio y de ira; condena también a los que no solamente cometen adulterio sino a los que desean activamen-
te a la mujer de otro.
No podemos encontrar nuestra unidad interior y la unidad con los demás, con los diferentes, sino interiorizando esto, no preten-
diendo ya parecer sino ser, encontrando nuestro centro, la fuente profunda de nuestro ser oculto tras nuestras barreras interio-
res.
Uno de los movimientos que más aprecio, pues he podido constatar los resultados, es el de Alcohólicos Anónimos (AA). Este
movimiento y todos los demás movimientos ligados a él tienen por finalidad liberar a los hombres y mujeres de la influencia del
alcohol. Para que esta liberación se produzca, hay que tener ante todo el deseo de salir de dicha influencia. Hay que formar parte
inmediatamente de un grupo con el que se comparta verdaderamente sus luchas y todo lo que está roto en uno mismo; es necesa-
rio también someterse y abandonarse a un poder o a una energía superior que viene de Dios. Y finalmente hay que descubrir la
propia capacidad de dar vida a los demás, apoyándoles en su lucha contra el alcohol.
AA ha captado rápidamente que tras el deseo de alcohol —deseo que para algunos se sitúa en el cuerpo y en la sangre— hay una
necesidad enorme de huir de las propias angustias y malestares interiores, de sus sentimientos de culpabilidad. Se intenta olvi-
darlo todo en el alcohol. La liberación del alcohol implica entonces la capacidad de afrontar esas angustias, de mirarlas de frente
y de hablar de ello. Esto requiere el apoyo de los demás en una vida comunitaria ligera y sencilla, y la fe en un poder superior
que da la fuerza para decir no al alcohol. Se trata entoncés de descubrir que, en el centro de uno mismo, detrás de toda la depre-
sión, hay una presencia de Dios. Escondida tras los escombros de la propia historia y de las incapacidades de hacer frente a las
situaciones, todavía existe una vida dispuesta a aflorar. Hay que velar entonces por esta vida, ocuparse de ese tesoro oculto en
nuestro ser. Es en la persona secreta, en el lugar más profundo de uno mismo donde reside el niño, el inocente, que busca el

8
Mt 23,27-28.
amor, la ternura, la pureza y la comunión, i Esa vida es tan frágil! Desde hace tiempo se le había encerrado tras los barrotes de la
prisión de su ser. Necesita mucha delicadeza y ternura. Es como un recién nacido que hay que rodear de mucho amor. Corre el
peligro de tener miedo; necesita ayuda para no hundirse de nuevo tras las barreras de sus tinieblas.
Para algunas personas abandonarse a un poder superior es rezar. Pero rezar no es fundamentalmente decir oraciones. Es abrir la
parte más íntima de uno mismo a Dios. Es descubrir que en lo más profundo del cuerpo y del ser existe una fuente y que esta
fuente es Dios. Dios es la fuerza que unifica todo el universo y que da un sentido a cada cosa. Dios es «el todo» que supera el
tiempo. Pero Dios no es simplemente una fuerza, una energía o una luz. Dios es una persona con la que podemos comunicarnos y
vivir la comunión, alguien que puede colmar nuestra sed de amar y ser amado. Dios es una persona discreta que se esconde en
nuestro interior. Él espera que nos volvamos hacia Él, porque no quiere imponer o romper nuestra libertad, para que le oigamos
murmurar: «Te amo. Eres bello, pero no lo sabes o lo has olvidado».
Tengo la impresión de que este Dios oculto en cada cosa y sobre todo en el corazón de cada persona sufre las imágenes o ídolos
que se han hecho de Él a través de los siglos, a través de una mala educación religiosa. En efecto, hemos falseado su imagen.
Hemos fabricado un dios legislador, dispuesto a castigar, un dios duro que nos culpabiliza porque no seguimos la ley; hemos
fabricado un dios que aprueba los ritos y las acciones externas pero que ignora el corazón humano. El verdadero Dios es el Dios
de la vida, el que está oculto en lo más profundo del corazón del hombre, que no juzga, que no condena. No es sobre todo un
Dios de ley sino un Dios de comunión. Es el Dios de los pobres y de los débiles manifestado por y en Jesús. Está ahí para amar,
animar, confirmar, perdonar y liberar a cada persona. Está ahí como una fuente dispuesta a brotar. Es una persona, un padre, una
madre llena de ternura; un predilecto que acoge y descansa. Jesús vino a manifestamos el rostro de ese Dios oculto: «Venid a mí
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso»» 9. «Sí alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37).
En una de nuestras comunidades está Pierre, un joven con una deficiencia mental. Un día alguien le preguntó: «¿Te gusta re-
zar?». «Sí», respondió. «¿Qué haces cuando rezas?» «Escucho.» «¿Qué es lo que Dios te dice?» «Me dice: "Tú eres mi hijo ama-
do".»
La interiorización es el descubrimiento de ese Dios como una fuente en sí, en la que uno puede beber, refrescarse y lavarse. La
interiorización consiste en liberarse de las necesidades de exteriorizar, de probarse; consiste en liberarse de las prisiones de la
tristeza y de la falta de confianza en uno mismo para descansar en la Fuente y en una comunión que da vida. Es el descubrimien-
to de que, más allá y más acá de cualquier cosa y de cualquier ley, es posible una comunión, una comunión íntima con ese Dios
que vivifica y libera nuestra propia persona, nuestro «yo» último; una comunión que es alegría y fecundidad. Cuando hemos
descubierto este nuevo poder en nuestro interior, tenemos que disciplinarnos para volver a él. Hay momentos en los que la ora-
ción es llamada, es alegría, es atractiva, es una cálida luz, es comunión y descanso. Pero hay otros momentos en los que ese Dios
oculto se esconde todavía más tras nuestras angustias, nuestros miedos y nuestras necesidades de probarnos. Es necesaria enton-
ces una cierta disciplina para venir a menudo a ponerse en el corazón de ese Dios oculto, y llamarle para que venga a socorrer-
nos.
La interiorización es crecimiento. Como ya hemos visto, el ser humano se define por el crecimiento. Y el crecimiento es lento.
Detrás de nuestras poderosas barreras se ocultan los miedos y las angustias primarias de nuestra vida, pero también la fuente de
la vida. Las angustias han provocado unas actitudes egoístas de búsqueda de uno mismo, de autodefensa, de deseos de poder, de
posesión y de ternura. Hará falta tiempo para que esas barreras se muevan y caigan por la fuerza oculta de esta fuente interior
que comienza a fluir y a impregnar todo nuestro ser. Por tanto, se produce una transformación que comienza a operarse, pero
que implica una lucha y un tiempo. Conlleva heridas, sufrimientos. Para que la viña dé frutos, muchos frutos, es preciso que las
ramas sean taladas, heridas y sangren.
La comunión con Dios y la fuerza secreta de su ser no nos encierra por tanto en lo espiritual y en una cierta alegría de paz inte-
rior, va a conducirnos al pobre, al débil, para vivir una comunión real con él.

LA BÚSQUEDA DEL HUMILDE, DEL PEQUEÑO, DEL DIFERENTE


La curación interior tiene lugar cuando comenzamos a modificar nuestras costumbres de búsqueda constante de poder, de segu-
ridad, de posesión, de alegría, de tener razón; y la manera con la cual rechazamos y despreciamos a ciertas personas o grupos de
personas. Ya lo hemos dicho: el ser humano establece una jerarquía social en todas las culturas. Arriba están los éxitos, los hono-
res, los privilegios, los poderosos; abajo están los perdidos, los incapaces, los pobres, los inútiles, las personas con una deficiencia.
Esta clasificación puede hacerse también según los sexos: el hombre es más fuerte que la mujer; o según las razas, las religiones,
las nacionalidades, la salud física o mental, los niveles de inteligencia, de educación, de posesiones, etc. En general, todo lo que
posibilita el poder: dinero, capacidades, fuerza, etc., es visto como más favorable que la impotencia o la debilidad; el trabajo inte-
lectual es más noble que el trabajo manual, al igual que la razón es más noble que el cuerpo. Las barreras psicológicas confirman
esta jerarquía; han sido creadas para ocultar la debilidad, la culpabilidad y para demostrar la excelencia de los fuertes.
Se trata pues de debilitar esos muros o esas barreras para liberar a todo el mundo de esos prejuicios, liberar la fuente de vida en
cada uno de ellos y abrirles a los dones de los demás. Para esto hay que ir en el sentido opuesto, en el sentido del encuentro y de
la comunión, con los que despreciábamos y rechazábamos o con quien no se le hacía ningún caso.
Este encuentro con la gente limitada, diferente y pobre, con las personas de otra clase o de otra raza, comienza a menudo con
tener gestos de generosidad que pueden prolongarse en la escucha, el diálogo y la comunión. Al principio este encuentro puede
parecer difícil, incluso imposible; somos tan diferentes. Yo mismo he vivido esas dificultades en los comienzos de El Arca. El
encuentro desestabiliza nuestro sistema de valores y nuestras convicciones. Implica una apertura para acoger lo diferente —y un
a priori favorable de que es un ser humano único, importante—, un hermano o una hermana en humanidad.
Pero cuando nos acercamos a él, intentando penetrar a través de un muro de miedos y prejuicios, quizá con la ayuda de una ter-
cera persona, podemos tocar el corazón. Así se despierta en uno mismo la compasión. La primera vez contemplamos a ese pobre
como otro yo mismo, no le juzgamos; comenzamos a comprender sus sufrimientos y lo que vive. Es una persona, como uno mis-
mo es una persona; tiene un corazón y una sensibilidad que también han sido heridos. Esta comunión, o encuentro, es una reali-
dad bella y misteriosa. Es como si los mecanismos de defensa cayeran por un momento. Pone a cada uno en un estado de vulne-
rabilidad y de apertura, hasta tal punto que no se sabe bien adonde puede llevar. En ella hay algo de divino, de supra e infrarra-
cional, como una presencia de Dios. Uno se hace pobre ante el otro. Se descubre que no se tiene nada externo para dar; solamente

,0 Mt 11,28.
el corazón, la amistad, la presencia. Y todo esto ocurre con pocas palabras, a través de la mirada y del tacto. En ese momento es
cuando se descubre que en esta persona debilitada, desamparada, existe una luz que brilla, que escuchándole uno se enriquece, se
aprende algo de lo humano y de Dios. Es un momento de comunión que es fuente de curación para los dos.
Pero no hay que idealizar a los pobres. Lo sé por experiencia en El Arca. En ciertas personas hay muchas heridas, depresiones y
agresividades. Han sufrido demasiada violencia y rechazos. Se les ha mentido demasiado. No siempre se dan esos momentos de
comunión. A veces los primeros momentos de un encuentro son dulces pero, como consecuencia de ello, las expectativas irreali-
zables y los elementos de turbación se vuelven claros como el día. No llegamos a responder a las expectativas de algunos. Sus
deseos son demasiado grandes. Aparece la agresividad y hay explosiones.

SER CURADO POR EL DÉBIL


Cuando veo a un hombre fuerte que es eficaz y que es capaz, al volver a su casa, de ponerse a cuatro patas para jugar con sus
hijos, de reír con ellos, haciéndose un niño con ellos, me digo que este padre es humano, profundamente humano. No mira a sus
hijos desde lo alto de un pedestal de autoridad y de saber. Se deja llevar por su pe- queñez.
En El Arca y en las comunidades de Fe y Luz, no pretendemos fundamentalmente estar para las personas con una deficiencia
mental, sino estar con ellas; intentamos crear vínculos, reír juntos, celebrar la vida juntos, ser felices juntos. Por supuesto es
necesaria una buena pedagogía y una buena educación; se puede evidentemente enseñarles cosas; necesitan buenos cuidados.
Pero les hacen falta sobre todo esos vínculos de comunión y de amistad en los que uno se vuelve vulnerable ante el otro. Enton-
ces se produce la fiesta de los corazones. La persona empobrecida ya no es un pobre, es una persona. Descubre que puede dar y
así da alegría y vida; percibe que el otro es feliz de reencontrarla. Tocamos aquí el misterio de la comunión.
Jesús dice a sus amigos y discípulos que no inviten a su mesa a los miembros de su familia, a los vecinos ricos, a sus amigos, sino
a los pobres, a los lisiados, a los enfermos, a los ciegos 10. Y «dichosos seréis entonces, benditos de Dios». Comer en la misma
mesa que los pobres, los «inútiles» es, en el lenguaje bíblico, ser su amigo, entrar en comunión con ellos. Esto es lo que tratamos
de hacer en El Arca y en Fe y Luz.
Un responsable de El Arca me hablaba de su madre que tiene la enfermedad de Alzheimer. Se ha vuelto muy pequeña y pobre: ya
no sabía comer o vestirse sola. Incluso no podía lavarse los dientes: «Pero es de mi padre de quien quiero hablarle», me decía.
Era un hombre fuerte, eficaz, estructurado, que trabajaba mucho, hasta el punto de que no se entretenía con las personas. Tenía
demasiadas cosas que hacer y que organizar. Pero no quiso llevar a mi madre al hospital. Quiso que se quedara en casa y él la
cuidaba. Le daba de comer, le lavaba los dientes. Y ahora mi padre está completamente transformado por ella. Se ha convertido
en un hombre tierno y bueno». Esto no quiere decir que ese padre ya no fuera capaz de ser eficaz. Comenzó a desarrollar otro
aspecto de su ser: su ternura hacia una persona desvalida, su capacidad de escucharla, de comprenderla, de estar en comunión con
ella.
Ternura no significa sentimentalismo ni emotividad. Es dulzura y bondad que no dan miedo. Es delicadeza que manifiesta al otro
que se le considera importante, poseedor de un valor.
La ternura se revela en el tono de voz, en la forma de tocar. No es blandura sino una fuerza segura transmitida a través de los
ojos y las manos. Es una actitud del cuerpo, siempre atento al cuerpo del otro. La ternura no se impone, no es agresiva, es dulce
y humilde. No es una orden. La ternura está llena de respeto. No es seductora. Es una escucha y un tacto que suscitan y despier-
tan las energías en el corazón y el cuerpo del otro. Transmite vida y libertad. Da ganas de vivir. La ternura es la madre que baña
a su hijo mostrándole su belleza; es la enfermera que toca y cuida una herida haciendo el mínimo daño posible.
La ternura no se opone a la competencia y a una cierta eficacia. Al contrario. Cuando se da de comer o cuando se baña a alguien,
también es necesario ser competente y eficaz. i No se trata de dejar caer al otro, de hacerle daño o de dejarle sucio! La ternura y
la comunión están llamadas a arropar a la competencia.
Un día miraba a un hombre con una deficiencia. En su mano tenía un pajarito herido. Había hecho de su mano un nido, no dema-
siado abierto para que el pájaro no cayera, pero no demasiado cerrado para no aplastarle. El nido es un lugar seguro en donde el
pájaro puede crecer para volar un día hacia la libertad. Los brazos de una madre son un nido para el niño, no para retenerle sino
para darle la seguridad para que un día pueda levantar el vuelo. Así es la ternura.
Nosotros estamos acostumbrados a que el débil necesite del fuerte. Está claro.- Es evidente. Pero la unidad interior, la curación
interior, se realiza cuando el fuerte descubre que necesita al débil. El débil despierta y revela su corazón; despierta las energías
de ternura y de compasión, de bondad y de comunión. Despierta la fuente. Es la pequeña madre con la enfermedad de Alzheimer
la que ha despertado la fuente profunda del ser de su marido; ha hecho emerger su «yo» profundo. Acogiendo con ternura a su
mujer tan débil, su marido, el fuerte, ha comenzado a acoger su propia debilidad, lo débil, el niño —y el niño herido— que hay en
él. Ha descubierto así que tenía derecho a tener fallos y debilidades, que no tenía necesidad de ser siempre fuerte, de ganar, de
triunfar y de dominar. Podía ser vulnerable. No tenía necesidad de llevar una máscara para parecer quien no era. Podía ser él
mismo. Esta transformación implica sucesivas muertes interiores, sufrimientos, quizá momentos de rebeldía: no todo es simple.
Hacen falta tiempo y esfuerzos continuos para ser fiel a la comunión. Pero esto conlleva el descubrimiento de su verdadera hu-
manidad: una liberación interior profunda. Descubriendo la belleza y la luz ocultas en el débil, el fuerte comienza a descubrir la
belleza y la luz en su propia debilidad. Más aún, descubre la debilidad como el lugar privilegiado del amor y la comunión, el
lugar privilegiado donde reside Dios. Descubre el Dios oculto en la pequenez. Es una liberación todavía mayor.
Nos encontramos ante el descubrimiento fundamental de las comunidades de El Arca y de Fe y Luz, que les da una espiritualidad
concreta y clara y que las hace a la vez muy nuevas y muy frágiles. Este descubrimiento no puede ser estructurado o impuesto.
No está en el orden de la ley; es un don gratuito: el débil comunica una presencia. En mi comunidad hemos acogido a Antonio,
que tiene veinticinco años; su cuerpo es pequeño y está herido, completamente retorcido. No puede ni andar, ni hablar, ni comer
solo. Físicamente es débil y corre el peligro de no vivir mucho tiempo. Constantemente está con el oxígeno. Pero, al mismo
tiempo, Antonio es un rayo de sol. Cuando uno se acerca a él y le llama por su nombre, sus ojos brillan de confianza y su rostro
estalla en una sonrisa. Es tan guapo. Su peque- ñez, su confianza y su belleza atraen los corazones. Se tienen ganas de estar con
él. El pobre molesta pero también despierta el corazón. Evidentemente Antonio nos incomoda; es tan pobre; necesita un apoyo
competente y constante, tanto por el día como por la noche. Necesita que le laven y le den de comer. Necesita que alguien esté a
su lado. Pero también despierta el corazón de los asistentes; los transforma y les hace descubrir una nueva dimensión de la hu-

" LC 14,
manidad. Les introduce no en un mundo de acción y de competitividad sino en un mundo de contemplación, de presencia y de
ternura. Antonio no pide dinero, ni conocimientos, ni un poder o un puesto; pide esencialmente una comunicación, ternura. Quizá
manifiesta el rostro de Dios, un Dios que no arregla todos nuestros problemas con la fuerza o con un poder extraordinario, sino
un Dios que mendiga nuestros corazones, que llama a la comunión.
Antonio es un ejemplo chocante, revelador de la comunión. En otros esta revelación es menos visible. Hay personas con una
deficiencia que necesitan un trabajo interesante y remunerado. Quieren una cierta independencia y una cierta autonomía. Se trata
de ayudarles a adquirirlas, incluso si sus capacidades son limitadas. Pero en el fondo de ellos mismos existe un poder de confian-
za en los demás y una llamada a la comunión que las personas plenamente desarrolladas en el plano intelectual y manual, según
parece, han olvidado o rechazado. Es esta confianza en los demás la que se trata de despertar y acoger, pues abre a la comunión.
En las personas con una deficiencia mental existe una sed y un deseo de comunión mayor que de ordinario. Es el misterio de su
ser; tienen menos barreras y orgullo. Igual que Antonio, pero de una forma diferente, incomodan y. despiertan.
Otras personas con una deficiencia mental están más angustiadas. Están encerradas en la psicosis desde su infancia. Su sed de
comunión está muy escondida tras sólidos muros; tienen tanto miedo a la relación que no resulta fácil ni para ellas ni para su
entorno. Sus miedos, sus bloqueos, a veces sus violencias, dan miedo. Suscitan la angustia más que la comunión. Por lo tanto, si
se comprende su modo de funcionar y su forma de comunicarse, si se aceptan los rechazos iniciales, se descubrirá un corazón
sediento de comunión.
Esta sed de comunión existe también en las personas violentas muy heridas por el abandono. A veces tienen tal rebeldía, tal
capacidad de manipulación que no es fácil acercarse a ellas; hace falta una fuerza interior y formar parte de un equipo terapéutico
para poder aproximarse a ellas de verdad. Los que visitan a las personas en estado terminal con remedios paliativos señalan
cómo esos encuentros les transforman. Evidentemente con ellas se habla más rápidamente de lo esencial, uno se encuentra a un
nivel más profundo y personal. Las personas que se sienten débiles dejan caer las barreras más rápidamente; no intentan demos-
trar nada ni ocultarse tras las máscaras. No pueden ocultar su debilidad. Existe una gran verdad en su compartir y en sus reac-
ciones. Y la verdad hace libre.
Hace algunos años me invitaron a dar un retiro a Fort Simpson, al norte de Canadá, junto al pueblo Deny. Fue una experiencia
fuerte para mí estar con esos hombres y mujeres. Algunos vivían de la caza, con sus rostros marcados por el frío, el trabajo y los
largos viajes. Mis conferencias fueron traducidas frase por frase a la lengua deny. En un momento determinado me dijeron: «Se
sabrá si dices la verdad, cuando nuestros ancianos tengan sueños». ¡Debí pasar el examen de los sueños, porque me pidieron que
volviera! Estos pueblos autóctonos han sufrido mucho, no solamente por culpa de los conquistadores blancos sino a veces tam-
bién por los misioneros que les consideraron paganos, seres que estaban lejos de Dios. Era necesario que esos hombres y mujeres
dejaran sus símbolos y sus ritos religiosos para recibir los de la verdadera religión venida de Europa. Ahora, felizmente, aunque
un poco tarde, se empieza a captar que Dios estaba presente en ese pueblo mucho antes de la llegada de los blancos: era un pue-
blo profundamente creyente y religioso, con un sentido profundo de Dios y a menudo llevado por sueños inspirados por Dios.
También tienen un sentido profundo de lo humano, de la tierra. Desde hace demasiado tiempo se les ha dejado al margen. Y sin
embargo, ¡tienen tanto que enseñar a la sociedad occidental que perdió el sentido de lo humano, de la comunidad humana y de la
tierra! Una vez más la piedra desechada por los arquitectos se ha convertido en la piedra angular. Los que son rechazados llevan
en sí mismos los elementos necesarios para la curación de aquellos que les rechazaron.

ESTAR DISPONIBLE
La dificultad en este ámbito no consiste tanto en detenerse y escuchar a una persona diferente. Ciertamente existe el miedo del
encuentro, el miedo a volverse vulnerable, el miedo incluso de que el otro abuse de nosotros, pero, más profundamente, existe el
miedo por todas las consecuencias. Convertirse en amigo de un pobre no es algo anodino. Es fácil visitar a presos en la cárcel.
Cuando están en prisión, hay horas fijas de visita; uno está protegido por los guardias. Es fácil escucharles, dialogar con ellos,
entablar una relación de amistad con ellos. El problema viene después, cuando dejan la cárcel. Quizá vengan a hacernos una
visita, sobre todo si nos hemos hecho amigos, no a las horas fijas, sino en medio de la noche. ¿Estamos dispuestos a que nos in-
comoden así y a vivir todas las consecuencias de la comunión?
Si damos pan a la persona hambrienta que llama a la puerta, ¿no nos arriesgamos a que vuelva otra vez? El hambre surge de
nuevo rápidamente, demasiado rápidamente. Uno entabla una relación con alguien desamparado con una serie de consecuencias,
consecuencias que afectan al empleo del tiempo, a la disponibilidad, a las responsabilidades ya tomadas, o quizá simplemente a la
posibilidad psicológica y afectiva de acoger a otra persona en nuestro interior.
Hay que optar. ¿Estamos dispuestos a orientar nuestra vida de otra forma, a renunciar a algunas actividades, a algunos momen-
tos de ocio o a algunas distracciones, incluso a una ciérta forma de trabajo que gusta, a algunas amistades superficiales, para vivir
una nueva forma de relación? Estas renuncias no son fáciles, exigen una fuerza nueva. ¿Son posibles sin encontrar nuevos ami-
gos, una nueva comunidad, nuevos hermanos y hermanas, que nos den el apoyo necesario y el aliento y nos animen? En efecto,
esta relación, en la que se descubre a la persona desvalida, sus sufrimientos, su grito, su necesidad profunda, conduce a nuevos
caminos en los que las barreras del corazón comienzan a caer, en los que uno se vuelve un hombre o una mujer de paz, de recon-
ciliación. Sobre este camino, de una forma muy inesperada, me condujeron Raphaél y Philippe. Un camino de liberación, de paz
interior, un camino de esperanza.

UNA TRANSFORMACIÓN INTERIOR


Para mucha gente acomodada, estabilizada en su trabajo, su familia, sus amigos, su status social, sus responsabilidades, su fe, no
habrá posiblemente grandes opciones que hacer que impliquen cambios de vida y de costumbres. Ciertamente la comunión con
tal persona enferma o con una deficiencia, tal persona en prisión o en una casa de acogida, va a implicar ciertos cambios y ciertas
renuncias con respecto al ocio y a los placeres que nos ofrecen. Pero, más profundamente, esta comunión puede entrañar una
conversión en relación con ciertos valores que han parecido esenciales hasta ese momento. ¡Tan a menudo estamos motivados
por el honor, la promoción y la integración en un grupo social! El corolario de todo esto es un cierto desprecio a los pobres, a los
extranjeros, a los marginados, a los demás. Incluso si teóricamente no se les desprecia, en la práctica se les rechaza, no se busca
su compañía, sino al contrario.
Después se da el encuentro. Se da una comunión que se establece con alguien marginado, más pobre, de otro nivel social, un
extranjero. Quizá no se tiene mucho tiempo para dedicárselo a él, pero se reconoce un vínculo de comunión. Este descubrimiento
de la belleza y de los sufrimientos del pobre que, hasta ese momento, ha sido más o menos despreciado o ignorado, puede romper
la escala de valores y ¡os prejuicios. Se descubre que vive los valores de verdad, de bondad, de sencillez que quizá uno mismo no
vive, se descubre que está cerca de Dios.
Hay personas cuya vida ha cambiado por el encuentro con un hombre o una mujer musulmanes, que viven profundamente su fe y
su vida de oración. El desprecio se torna en admiración y respeto. Igualmente, los que se hacen amigos de una persona con una
deficiencia mental pueden ponerse en el camino de una transformación y, de todas formas, se sentirán ofendidos y consternados
por la ley que permite el aborto de un niño con una deficiencia en el seno de la madre hasta poco tiempo antes del nacimiento. Lo
que hasta ahora se veía como un problema que resolver, como un drama que evitar, alguien rechazado por la sociedad, ahora se
ve como una luz y una fuente de vida. Éstos son entonces los fundamentos de una cierta visión o jerarquía social que se desenca-
jan. Se descubre por primera vez la belleza del ser humano, de todo ser humano, la belleza de nuestra humanidad fuera de toda
jerarquía por la raza, el sexo, la religión, la clase social, la nacionalidad, la fuerza, la inteligencia. Si hay una jerarquía, es la del
corazón, la del amor. Esta jerarquía no puede ser juzgada, porque es el secreto de cada persona. Es el secreto de Dios.
Esta comunión es la apertura del corazón. Es la grieta que se produce en las barreras del corazón y de nuestros mecanismos de
defensa. Nos abre a otro mundo. Nos hace descubrir que no podemos dividir el mundo de acuerdo con una jerarquía social; que
no están por un lado los buenos y por otro los malos. Rompe las ideologías y los prejuicios de clase, de raza y de familia. Pone de
manifiesto la mentira de nuestra sociedad y de las escalas sociales.
Esta grieta no es algo fácil de realizar, sobre todo cuando una persona se define por su grupo social, étnico, religioso, nacional,
por su lugar en ese grupo y por los valores de dicho grupo. Cuando no se cree suficientemente en uno mismo, en la conciencia
personal y en la misión en cuanto persona, se tiende a aprovecharse de cada signo para probar el propio valor, la superioridad.
Nos cuesta trabajo dejar caer los prejuicios y convertirnos en amigo de alguien rechazado y excluido por el grupo social al cual
nos adherimos.
La comunión con el pobre, con el extranjero, es un gesto personal del «yo» que emerge; no es la acción de un grupo; puede estar
incluso en contradicción con la visión del grupo. Afirma otra realidad, otro valor, otra apertura. Desestabiliza esa convicción de
que la pertenencia al grupo es el valor último. Esta conversión que es una afirmación del «yo» personal más allá del grupo, pue-
de venir acompañada de profundas angustias. Podría conllevar las mismas angustias que las que surgirían en un ruso que hubie-
ra intentado entrar en contacto con un extranjero que visitara Moscú en la época estaliniana, o en un americano que hubiera
tenido un amigo comunista en los tiempos de la caza de los comunistas, o que un católico que hubiera rezado en una iglesia pro-
testante antes del Vaticano II, o que un joven de un grupo de duros y fuertes que se dedicase a una persona con una deficiencia
mental. Ocurrirá lo mismo con una persona individualista y cínica, rodeada de amigos cínicos, que afirma su deseo de seguir a
Jesús en una Iglesia para ser más plenamente ella misma, para acceder a una libertad interior mayor. Uno se convierte entonces
en sospechoso; no se es considerado en el grupo como alguien bueno, seguro; se desvía de la línea de partida. Uno se separa de
los otros; se afirma o se testimonia una verdad que no es la del grupo; se afirma el primado de la conciencia personal sobre la
conciencia colectiva. Se afirma el «yo» personal.

LA ACOGIDA DEL ENEMIGO


Los antagonismos entre los seres humanos son el sino de la historia de la humanidad. Son las consecuencias de esa necesidad
profunda inscrita en el corazón de cada hombre, de cada mujer, de cada grupo humano, de cada lugar de pertenencia, de afirmar
y demostrar que es el mejor, el más fuerte, el más cercano a Dios. Están insertos en toda competición. Están los que ganan y los
que pierden.
La historia de la humanidad es una historia de guerras y de opresión. Un pueblo que intenta suprimir a otro, tomar su tierra y
reducirlo a la esclavitud. Entonces surgen en el corazón de los oprimidos el odio y la necesidad de venganza. Se produce el grito
por vivir, el grito por la libertad, el deseo de suprimir al opresor y a los que son percibidos como tales. Así se perfilan los muros
del odio, de la depresión y del rechazo a vivir. Para que la humanidad, cada grupo o lugar de pertenencia y cada persona salga de
ese círculo infernal de competitividad, de rivalidad y de guerra, es necesario encontrar la reconciliación con el enemigo. El
enemigo es justamente el que ha querido suprimir a otra persona o a otro grupo para obtener el poder y el control. Es al que se
quiere a su vez suprimir para conseguir la libertad. Es necesario, no obstante, matizar lo que acabo de decir. Se dan ciertamente
antagonismos y prejuicios entre personas y pueblos. Pero a menudo éstos han sido magnificados por una propaganda malsana y
mentirosa, promovida por los que están en el poder y quieren extender su dominio. Es fácil sembrar el miedo y el odio en el
corazón de un pueblo cuando el poder controla los medios de comunicación. En el Líbano, musulmanes y cristianos vivían codo
con codo en numerosas ciudades y pueblos del país; igualmente las diferentes etnias en Ruanda, en Bosnia y en Irlanda del Norte.
Después, por razones políticas y militares, se crea la suspicacia y el miedo que generan el odio. Los soldados combaten por leal-
tad a su grupo y a menudo porque no pueden hacer otra cosa. Pero en el corazón del pueblo no hay odio, al menos al inicio de los
conflictos; sólo existe un deseo de paz.
Existe el enemigo de un pueblo o de una raza, pero también el enemigo de una persona; no se trata entonces de alguien de un
país lejano, sino de alguien próximo a ella, en su entorno, en el trabajo, en la familia, el barrio, la comunidad, etc. Aparece como
una amenaza a su libertad, a su desarrollo personal; alguien que la desvaloriza, la margina, que le hace daño y provoca en ella la
ira, la angustia o el miedo y una especie de depresión. Tal enemigo no siempre puede ser nombrado o percibido como tal. Una
madre posesiva puede impedir que se desarrolle la libertad de su hijo. Entonces ella es el enemigo de su hijo. Para que el ser
humano crezca por el camino de la apertura y del amor universal debe tomar conciencia de que tiene enemigos: las personas a las
que no quiere ver o con las que no quiere dialogar; hay algunas a las que a uno le gustaría ver desaparecer del mapa.
Ya he mencionado que, para crecer hacia la curación interior, tenemos que darnos cuenta de que estamos heridos, enfermos en el
corazón y en la vida de relación; hay que tomar conciencia de las tinieblas que habitan en nuestro interior. Igualmente, para
orientarse hacia las obras de paz y de reconciliación, hay que tomar conciencia de que tenemos enemigos e identificarlos.
Cuando se busca la curación interior y la unidad interior, cuando se quiere ser un artífice de la paz, es importante identificar al
enemigo. Cuál es la persona que más se detesta, la que se intenta evitar a toda costa, a quien nos cuesta perdonar, que despierta
en sí malestar, miedos, iras que pueden tornarse en odio. Una mujer me confesó durante un retiro que descubría que su enemigo
era su marido. «Él es feliz cuando puede utilizarme para todo lo que atañe a la casa, la comida, la ropa, la educación de los niños e
incluso su vida sexual. Pero no me escucha nunca; no considera nunca ni mi inteligencia ni mis puntos de vista. Siento que sur-
gen en mí terribles iras contra él. No sé qué hacer con toda esta agresividad.» Quizá también para el marido la mujer era su
enemiga, pero no se atrevía o no podía tomar conciencia de ello. Otra mujer, una joven estudiante universitaria, me confesó que
odiaba a su padre, profesor de filosofía en un colegio católico, muy estimado por las autoridades eclesiásticas, admirado como un
hombre virtuoso, honesto y religioso. «Cuando entra en casa, se encierra en su habitación para leer libros y no me habla nunca;
no me escucha jamás. ¡Le odio!»
Ya he explicado el mecanismo de defensa que crea el niño como consecuencia de la comunión rota. Este mecanismo de defensa le
lleva a dividir a la humanidad en buenos y malos.
Y después, un día, en el momento propicio, se produce como un despertar, un sentimiento nuevo, un deseo de cambiar. El espec-
táculo de los conflictos horribles de la guerra, del odio, de la opresión y de la muerte despierta un deseo de trabajar por la paz en
su propio medio, i Es necesario que las cosas cambien! Ya hay bastantes conflictos. Uno se plantea entonces la cuestión: ¿está en
mi' el problema? ¿Tendré que ir a ver a un psicólogo, a un sacerdote o a un terapeuta cualquiera? Se produce como un sentimien-
to de que el enemigo está en mí. ¿Qué hay que hacer entonces? Es el momento preciso para hablar con alguien, hablar de sus
iras, de sus aversiones, de sus miedos, hablar de. quienes se evita o detesta. Descubrir una lógica en todo esto, las constantes. En
algunas mujeres quizá existe un miedo a los hombres, porque se someten demasiado fácilmente a ellos; otras personas intentan
con demasiada frecuencia parecer víctimas acusadoras de los demás. Para algunos hombres, la mujer es el enemigo porque revela
el caos que tienen en su interior; en otras personas se da la necesidad de dominar y de controlar, porque tienen miedo a ser débi-
les, a estar inseguros. Para otros, la autoridad es siempre el enemigo; han tenido malas experiencias con sus padres. Nace enton-
ces un deseo de verdad, de libertad, de romper con esta lógica, de no vivir más con el miedo al otro o con el apego a la adulación;
es el deseo de ser él mismo, de no ser controlado por los miedos y las heridas del pasado. Es un momento de gracia y de luz. De
ahí brota ese deseo de reconciliación y de paz. ¿Quién puede cambiar mi corazón de piedra, basado en el miedo, en un corazón de
carne con el que me vuelvo vulnerable ante el otro? ¿Cómo puede el enemigo transformarse en amigo?

¿PUEDE LO IMPOSIBLE CONVERTIRSE EN POSIBLE?


Como ya hemos indicado en partes precedentes, para respetar, acoger y amar al otro, tenemos que reconocer nuestra humanidad
común, el aspecto sagrado de cada persona, tanto de la más débil, la más pobre, como de la más fuerte y la más rica. Sin esta
visión y esta convicción de base, no puede haber una verdadera fuerza moral ni un avance hacia la paz y la unidad de la humani-
dad. Junto con esta convicción antropológica es necesario que exista también una convicción de esperanza. El ser humano, por
herido que esté, no está avocado a la división, a la opresión y al odio. En la humanidad entera, como en el cuerpo humano, como
en el universo, existen poderes de curación y factores de equilibrio que permiten la circulación de la vida. Están esos hombres y
mujeres, guías espirituales, testigos del amor, profetas de paz y de reconciliación, que pueden ayudar a las personas a encontrar
su fuente en el Dios de la paz. Esos hombres y esas mujeres hunden sus raíces en una visión de fe, y en la llamada de la humani-
dad hacia la unidad. Ellos van a permitirle al ser humano plantar cara a los conflictos.
El proceso de reconciliación con el enemigo, la transformación de aquel a quien se rechaza en aquel a quien se respeta y se escu-
cha, encuentra frecuentemente su punto de partida en esta visión de fe, de confianza y en esta convicción de que hay un poder
divino oculto en el corazón del ser humano que conduce a la humanidad hacia la unidad y la paz. Pero exige también la determi-
nación de avanzar, de hacer esfuerzos concretos y de luchar para no ser dominado por el miedo, la depresión y el hastío. Estos
esfuerzos que constituyen el perdón comienzan por el rechazo a querer que el enemigo sea eliminado, que muera o desaparezca;
comienzan por el reconocimiento de que tiene derecho a existir y a vivir pues es un ser humano con un corazón y una sensibili-
dad; tiene derecho a ser él mismo, con sus límites, su pobreza y también sus dones. Este reconocimiento implica gestos concre-
tos: no hablar mal de él ni intentar rebajarle. Ciertamente el enemigo despierta miedos y bloqueos, no se le ama en su sensibili-
dad, no se le tiene simpatía. Pero esto no impide que tenga derecho a ser y a vivir, a tener un sitio, a poder crecer, evolucionar,
cambiar, etc. Al mismo tiempo se trata de aprender a pensar con benevolencia de esta persona, a considerar que hay algo bueno
en ella. Ver, pensar, considerar lo que hay de positivo en él y no machacar lo negativo constituye la lucha del perdón.
Después se trata de hacer el esfuerzo por comprender al enemigo en su historia, sus heridas, sus fragilidades. Dirigir el juicio que
conduce a la ira y al odio, a la compasión. Se trata de ayudar a la hija encolerizada con su padre para que descubra que él ha sido
herido por su propio padre, que ha habido un vacío en él, un miedo a la relación. Sus actitudes de huida con respecto a su hija son
el fruto de las heridas causadas por el abuelo. Si la hija puede comprender esto, su ira se transformará poco a poco en compasión.
Hace algún tiempo me encontraba en un monasterio. En el refectorio de un monasterio no se habla. Delante de mí había una
señora de unos cincuenta y cinco años, muy bien vestida. Pero icomía como un animal! Mirándola cómo comía, surgieron en mí
sentimientos de ira y de irritación. ¿Por qué sus actitudes o su forma de comer despertaron en mí tales sentimientos? Constataba
que, yo mismo, tenía un problema. Entonces viendo que perdía la paz, intenté comprender. La mujer estaba evidentemente an-
gustiada y sufría. Su forma de comer provenía seguramente de sus angustias. Así, en mi interior, pude transformar el rechazo en
compasión.
El proceso de transformación del enemigo en alguien que se respeta y acepta es un proceso que requiere tiempo, esfuerzos y una
disciplina. La paz no viene de lo alto del cielo; viene, ciertamente, de esa fuerza oculta de Dios pero viene también por los miles
de esfuerzos que se hacen cada día, los esfuerzos para aceptar al otro tal y como es, de perdonarle, de aceptarse también a sí mis-
mo con las propias heridas y fragilidades, descubrir que el enemigo está en uno mismo, descubrir también cómo sobrellevar
positivamente las propias heridas, miedos y angustias.
Estoy impactado por la Comunidad de Reconciliación de Corrymeela, en Irlanda del Norte. Fundada por un pastor de la Iglesia
presbiteriana, tiene como fin la reconciliación entre católicos y protestantes que están en lucha en ese país. Acoge, por ejemplo,
durante un fin de semana una quincena de madres católicas cuyos hijos o maridos han sido matados por los paramilitares unio-
nistas y una quincena de madres protestantes cuyos hijos o maridos han sido matados por el I.R.A. Estas treinta madres de fami-
lia lloran, oran y comparten su sufrimiento juntas. Descubren un camino de paz y de reconciliación.
Un asistente de El Arca al que yo acompaño, me contó su deseo de perdonar a su padre. Éste, muy autoritario y absorbente, le
había hecho sufrir mucho. Le animé en este camino de reconciliación e incluso le sugerí que hablaran. «No», me contestó, «es
demasiado pronto. Me siento todavía excesivamente frágil e inseguro. Mi padre es un hombre fuerte al que le cuesta trabajo
escuchar. Es preciso que interiormente me fortifique antes del encuentro. Si voy a verle hoy, me arriesgo a que me machaque.
Dentro de algunos años quizá sea posible.» Admiré la sabiduría de este joven. Ha vivido interiormente el perdón y la reconcilia-
ción, pero necesitaba esperar la plenitud de la misma y, para esto, era necesario que los dos estuvieran preparados. El hijo deberá
fortificarse interiormente y el. padre debilitarse un poco antes de que pueda llegar a escuchar a su hijo. El perdón no es una
realidad que se da de golpe. Es un proceso que requiere tiempo. El conflicto surge de la herida del padre y de la herida y de la
fragilidad del hijo. Asumir una herida requiere su tiempo.
Una joven encarcelada como consecuencia del falso testimonio de un hombre, vivió una conversión profunda a partir de una
experiencia de Dios. La religiosa que hizo de instrumento en esta conversión le habló un día del perdón cara a cara con este
hombre. «No, no puedo. Me ha hecho demasiado daño.» No obstante, añadió: «Pero rezo cada día para que Dios le perdone». A
veces las personas han sufrido demasiado. No pueden perdonar én su sensibilidad, pero no buscan la venganza ni la muerte del
otro. Quieren que los que han cometido injusticias encuentren la verdad y la justicia, encuentren a Dios. Jesús, clavado en la
cruz, gritó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Muchas personas que cometen asesinatos y abusan de los niños
no saben lo que hacen.
El Evangelio nos ofrece un mandamiento de Jesús: «Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien,
bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os persigan». Estas palabras dirigidas a los galileos perseguidos por los roma-
nos, debieron chocarles. «¿Cómo amar a esos brutos orgullosos, a esos sin Dios?» Y Jesús insiste: «Es fácil amar a los que os
aman, incluso los sin Dios pueden amar así. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos...». Evidentemente ninguno de nosotros
podemos amar al que abusa de nosotros, al que nos desvaloriza, al que nos excluye de la vida social. Pero estas palabras de Jesús
son también una promesa. Es como si dijera: «Yo sé que tú solo no puedes perdonar. El otro te ha hecho demasiado daño. Pero si
quieres, te daré una nueva fuerza para hacer lo imposible, te daré mi Espíritu, pero solamente si tú quieres...». Se trata no de
encerrarse en una actitud estática de víctima, llena de ira, de odio y de deseos de venganza, sino de abrir el corazón al Espíritu de
Jesús que sana poco a poco nuestros bloqueos y nuestros miedos, y nos ayuda a realizar los esfuerzos necesarios para que cami-
nemos por el camino de la paz.

LA RESOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS


Aprender a resolver conflictos es hoy una verdadera urgencia: conflictos en el ámbito de la familia, conflictos entre el hombre y
la mujer, entre padres e hijos, en el trabajo, en el seno de las organizaciones, de las asociaciones y de las comunidades humanas,
conflictos entre países, razas, religiones. Se producen a menudo, iayl, rupturas y bloqueos entre las partes concernientes. Surgen
entonces los muros del juicio y de los prejuicios, a veces incluso los muros del odio. En el conflicto, está el ganador aparente y el
perdedor. A veces es el ganador, sobre todo si ha ganado por la fuerza y el poder, el que se toma en perdedor; la culpabilidad y la
mentira ocultas en su corazón le destruyen por dentro. He aquí algunos principios que he descubierto en este sentido en El Arca
durante todos estos años:
 No huir nunca ante un enemigo o un conflicto. Tratar de enfrentarse con él en el momento adecuado. No minimizar el con-
flicto, ni pretender que no es grave, por miedo a mirarlo cara a cara. Un fuego pequeño es fácil de apagar. Más tarde, cuando
se ha convertido en un gran incendio, es más difícil. El conflicto, igual que la crisis, es un signo de vida. Puede preparar un
nuevo tiempo de paz y de unidad. El conflicto oculto, no confesado, que se torna en tristeza, depresión y muerte interior, es
más peligroso que los conflictos visibles. Pero es preciso tomar este último en serio.
 Escuchar. Escuchar a todo el mundo y comprender lo que está diciendo. Comprender su punto de vista, captar las heridas
producidas. Escuchar también a la autoridad, a aquel que tiene el poder, y comprender en dónde se sitúan sus miedos a ser
cuestionado, pues a menudo aquel que ostenta el poder se encuentra a la defensiva.
 Tratar de captar lo que pertenece al orden objetivo y lo que pertenece al orden subjetivo. ¿Qué es lo que concierne a una
realidad exterior a las personas, qué conflictos existen entre las personalidades? Porque siempre se dan esos dos aspectos en
un conflicto. Hay elementos subjetivos y emotivos, y también elementos objetivos del desacuerdo. En la resolución de un
conflicto hay que intentar captar esos dos aspectos. Cuando una de las partes tiene una necesidad compulsiva de ganar y-de
extender el dominio de su poder, hay que evitar que en la resolución del conflicto pierda la cara. Cada uno debe tener la im-
presión de haber ganado algo y descubrir que es más beneficiosa y saludable la cooperación que la guerra. Si no el uno o el
otro continuarán el conflicto.
Hace falta tiempo para comprender los elementos objetivos de un conflicto, pues a menudo se dan a las mismas palabras sentidos
diferentes. Los conflictos entre las diferentes Iglesias cristianas no son solamente de orden emotivo. Hay también teologías e
interpretaciones de la Biblia diferentes. Hay que tomarse el tiempo necesario para comprender la posición del otro, su punto de
vista y por qué concede tanta importancia a tal aspecto.
Por esto, en comunidad, es bueno tener unas reglas que precisen la visión, los fines, el espíritu de la misma, y una constitución
que determine la manera de gobernarla. Si se está de acuerdo con esos fundamentos, existen entonces unos puntos de referencia
que permiten avanzar juntos.
 Existen conflictos que surgen de una terrible inseguridad en una persona. Esta inseguridad ha sido contenida a través de un
puesto, de posesiones, a veces mediante la posesión de otra persona, de convicciones y de ritos religiosos, de actividades par-
ticulares, etc. Retirad lo que ha con- tenidcr la inseguridad y habrá una explosión de angustia; la inseguridad o el vacío inte-
rior son demasiado insoportables. La persona no tiene la interioridad suficiente como para canalizar la angustia y el senti-
miento de culpabilidad. Necesita de ese apoyo exterior que los oculta. La persona que vive el luto de una responsabilidad o
de una actividad puede llegar a tener una violencia inaudita contra otro o contra sí misma.
La explosión puede llegar a ser, no obstante, la ocasión de la curación si la persona se siente lo suficientemente escuchada y res-
petada, si acepta ser ayudada en sus angustias por personas capaces y fuertes. Si rechaza la ayuda, corre el peligro de debatirse
como una loca para encontrar la realidad de la que dependía para calmar las angustias. A veces esas personas vacilan entre el
papel de «salvador» de una institución, de una comunidad o de una persona, y el papel de víctima que les dé un cierto status; los
demás son culpables. Es como si no aceptara ser una persona como los demás.
— Muchos conflictos surgen también del hecho de que hay en uno o en otro expectativas diferentes. Si uno espera algo de al-
guien y no lo consigue, se decepciona y se irrita. Pero si el otro no lo sabía o no estaba de acuerdo para hacerlo así, se producirá
necesariamente un conflicto. El contrato aceptado por las dos partes es importante para evitar los conflictos. Pero con frecuencia
no queremos tener un contrato. Queremos pasar desapercibidos en lo afectivo y en lo espiritual; tenemos miedo de lo racional y
de la ley; tenemos miedo de precisar lo que queremos o esperamos. Por tanto, rechazamos situarnos en el ámbito de la justicia y
del derecho de las personas.
En general, muchos conflictos se solucionan cuando unos y otros pueden expresarse libremente, juntos, en un ambiente seguro o
con alguien que inspire confianza a todos. Cuando tiene lugar la escucha y la expresión más objetiva de sus necesidades y espe-
ranzas sin apasionamientos, se produce a menudo una posibilidad para la paz. Para esto hacen falta animadores o moderadores
competentes y aceptados por las partes en conflicto.
No obstante hay personas que parecen rechazar todo compromiso; sus a priori y sus prejuicios están demasiado anclados en su
propia carne. Se niegan a admitir que existe algo bueno en el otro. Rechazan el diálogo y son incapaces de abandonar ciertas
convicciones suyas para abrirse al otro. Deben ser ganadores o serán víctimas, llenos de odio y de deseo de venganza. En esas
situaciones, son necesarias a la vez mucha paciencia y mucha sabiduría para albergar la esperanza de un cambio.
En nuestra época de divisiones, es importante que haya hombres y mujeres formados en la resolución de conflictos, que tengan la
interioridad y la sabiduría necesarias para escuchar las partes opuestas, para captar lo que las une para que los miedos y prejui-
cios caigan y cada uno encuentre la ayuda necesaria para dar un paso hacia el otro. Sería importante que hubiera cada vez más
lugares que enseñasen los caminos de la paz y la manera de abordar y de resolver los conflictos. Esos caminos incluso se debe-
rían enseñar a los niños en él colegio. Nuestro mundo se está convirtiendo cada vez más en un lugar de violencia y conflictos;
hay que saber cómo ocupar su puesto en ese mundo y no evadirse de él.
No obstante hay que confesar que existen ciertos conflictos entre las personas que no se llegan a resolver. Se hacen demasiado
daño la una a la otra; se provocan recíprocamente demasiados miedos y angustias. No llegan a admitir sus propias heridas. La
única solución se encuentra entonces en la separación que puede posibilitar un espacio a ambos para encontrar la paz y tomar un
poco de perspectiva.

HACER REPROCHES
He descubierto en El Arca el arte de hacer reproches. Cuando uno tiene un cargo de autoridad y es responsable, a veces es nece-
sario hacer reproches al que ha actuado mal, por ignorancia, pasión o mala voluntad, poco importa. Hay gestos antisociales, pro-
vocadores, que es imposible ignorar en una persona; de lo contrario, corren el riesgo de aumentar. La persona que actúa así espe-
ra más o menos conscientemente que se le diga algo, que se fijen los parámetros de su comportamiento. He aquí algunos puntos
a este respecto:
 Evitar siempre hacer un reproche desde la ira y la propia herida, sino más bien esperar a estar con paz. En un hogar de El
Arca, por ejemplo, se decide que Pierre despierte a los demás y prepare el desayuno a las siete. A las 7.30 h. el responsable
llega, Pierre no está en su sitio,1 el desayuno no está preparado y todo el mundo está todavía en la cama. Muy descontento,
el responsable sube a la habitación de Pierre, llama a la puerta y grita con ira. Pero quizá Pierre ha estado enfermo durante
la noche. Vale más esperar tranquilamente y después, en el momento adecuado, preguntar con interés y compasión lo que ha
pasado. Se trata sobre todo de pedir explicaciones antes que de acusar. Primero hay que clarificar los hechos y las motiva-
ciones.
 No hacer nunca un reproche sin primero hacer sentir a la persona que se le aprecia y se le quiere. Es inútil que tenga la im-
presión de que se le rechaza, que se crea que no posee ningún valor. Esto hace más difícil la acogida del reproche. Pues lo
que se quiere no es humillar a la persona, sino por el contrario ayudarla a evolucionar y a actuar mejor en el futuro.
 Es bueno hacer ver a la persona que uno mismo comete errores. No se habla así desde una posición de superioridad, desde
un pedestal. Uno mismo es un hermano o hermana que tiene también fallos y que quiere ayudar al otro a evolucionar porque
se le aprecia y se cree que tiene mucho que aportar.
 En el transcurso del proceso hay una actitud de fondo: creer en la persona a quien se hace el reproche y ayudarla a evolucio-
nar positivamente hacia una libertad mayor, a ser más coherente y verdadera, a descubrir sus capacidades pero también sus
heridas y dificultades particulares.

LA NO VIOLENCIA
La no violencia es una actitud ante alguien (o ante un grupo) que es agresivo o que oprime, para ayudarle a evolucionar hacia un
sentido mayor de la justicia y de la verdad, sin juzgarle como malo, sin querer agredirlo con violencia. La no violencia es una
respuesta a la violencia destinada a despertar la conciencia del opresor. Ella es importante por tanto, en todo conflicto, al igual
que ante un enemigo en el momento de hacer reproches. Implica que la propia agresividad esté como penetrada por un amor
hacia el opresor y la convicción de que no es totalmente malo, que hay algo bueno en él y que puede cambiar. No se busca la
muerte sino la vida. La violencia como respuesta a la violencia surge la mayor parte de las veces del miedo y de las propias heri-
das: hay que defenderse o atacar para evitar ser machacado. La no violencia nace del amor. Las personas como Gandhi, Martin
Luther King, Dorothy Day, Jean y Hidelgarde Goss-Mayr y muchos otros han desarrollado no solamente la espiritualidad y la
filosofía de la no violencia, sino también las tácticas necesarias para que la no violencia triunfe en las situaciones difíciles en el
plano político y social.
Yo mismo he sido testigo exterior de una acción de no violencia en Brasil, en 1974. Junto con Robert y Nadine, fui invitado al
consulado canadiense de Sáo Paulo para cenar con Alphonse Perez, Hildegarde Goss-Mayr, Mario Calvario de Jesús, tres testi-
gos de la no violencia. La tarde fue apasionante (ia pesar del cansancio que me embargaba!). Al día siguiente por la mañana, el
sacerdote canadiense en cuya casa Robert, Nadine y yo nos alojábamos, recibió un telefonazo. Era la mujer de Mario Calvario de
Jesús, que nos decía que su marido no había ido a casa esa noche y que pensaba que había sido detenido. Después de algunas
llamadas telefónicas, el sacerdote verificó que sus sospechas eran ciertas: su marido y las otras dos personas habían sido deteni-
dos después de la cena. Habían vuelto al aeropuerto a buscar sus maletas que habían llegado en otro avión procedente de Buenos
Aires. Esas maletas estaban llenas de literatura sobre la no violencia. Durante varias horas, fueron interrogados en condiciones
de tortura psicológica: gritos, amenazas, etc. Hacia las cuatro de la mañana, los tres se reencontraron. Les llevaron café. Decidie-
ron comer y rezar por sus opresores para que cambiaran. Hacia las quince horas los tres fueron liberados bajo la presión del
cardenal Ams, que había informado a todas las embajadas y periódicos. Poco tiempo después, fuimos a casa de Mario Calvario de
Jesús, el cual nos contó con detalle los acontecimientos de la noche.
No tengo personalmente ninguna experiencia directa de la no violencia como arma en el plano político y social. El éxito de este
arma implica la utilización de los medios de comunicación y, por eso mismo, el apoyo de numerosas personas que hacen presión
sobre el opresor. Yo tengo como contrapartida una cierta experiencia de la no violencia como medio de hacer sucumbir la violen-
cia de las personas y, sobre todo, de ciertas personas con una deficiencia que hemos acogido en El Arca que provenían de hospi-
tales psiquiátricos; Para algunos, la violencia es un lenguaje que llama la atención, una atención necesaria para tener el senti-
miento de ser. Es un grito que surge de la angustia y de la imagen herida de uno mismo. Es también signo de vida y esperanza.
Si se da esta atención de una forma positiva y acogedora, sin responder con la violencia sino con la dulzura y la comprensión,
muy frecuentemente desaparece la violencia.
Una vez fui abordado en una calle de Trosly por un hombre del pueblo, grande y fuerte, que estaba fuera de sí. Daba voces con-
tra El Arca, contra las personas con una deficiencia a las que detestaba, y contra mí mismo, que era igualmente detestado. Me
mostraba el puño e intentaba darme miedo. Lo consiguió: tenía mucho miedo; mi corazón latía terriblemente. Pero, al mismo
tiempo, era incapaz de huir. Estaba como clavado en el suelo. Me golpeó con su puño en la oreja, pero no demasiado fuerte pues
hubiera podido tumbarme. Me escuché a mí mismo diciendo: «Puede golpearme una vez más si quiere». Él me miró con estupor.
Hubo un silencio, después me tendió* la mano y me invitó a entrar en su casa. Mi cuerpo temblaba pero le seguí. Había tenido
mucho miedo pero no lo había manifestado a causa de una fuerza que provenía de otra parte, y fue él quien acabó con esta situa-
ción de violencia.
No digo que un hombre decidido a matar se achante siempre ante la no violencia. Hay tantos casos singulares. Todo lo que yo sé
es que si se trata a un violento como a un humano y no como a una bestia feroz, hay posibilidades de que responda como un hu-
mano. Esto implica que no hay que darle miedo y que se intente dialogar con él como con un ser humano. Pero no tener miedo y
no dar miedo no es una cuestión de voluntad. Se trata de una fuerza que viene de fuera, de lo alto, como en el caso de los Alcohó-
licos Anónimos.

RESOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS EN EL PLANO POLÍTICO


En muchos conflictos o situaciones de opresión, la violencia estalla después de años y años en los que el opresor se ha negado a
escuchar o a dialogar. La violencia es un lenguaje del que se hace uso porque no se puede utilizar la palabra. Ocurre lo mismo en
ciertas situaciones personales. Un amigo enfermo mental estaba en un hospital psiquiátrico cerca de París. En el transcurso de
una visita, le pregunté si había visto al psicólogo del servicio: «¿Es difícil verle?». Sonrió y respondió: «Sé cómo hacerlo. Creo
una crisis, me vuelvo violento y en seguida le veo». La violencia es un lenguaje, una llamada, un grito.
En muchos conflictos políticos se pasa por una cierta violencia —una violencia que no se puede suprimir—- para obligar al opre-
sor a escuchar, a dialogar. Sudáfrica es un caso preciso en el que se ha debido pasar por la violencia (con el apoyo también de las
potencias internacionales) para llegar a la democracia y a la paz. Han sido necesarios también muchos hombres y mujeres en
Sudáfrica, profetas de la paz, que se han atrevido a actuar con la no violencia utilizando los medios legales para hacer ceder la
voluntad de los opresores. Como contrapartida, otras violencias, gritos por la libertad, han sido aniquilados con todavía más
violencia: los autóctonos de la isla de Haití y de la República Dominicana han muerto por las enfermedades traídas de Europa y
por las armas de los españoles y franceses. Los aborígenes de Australia han sido masacrados por los invasores blancos.
Los muros que separan a los grupos se debilitan cuando los hombres y las mujeres reconocen su humanidad común. Los prejui-
cios comienzan a derrumbarse, la vida es anunciada. Las personas enemigas comienzan a escucharse porque han descubierto una
realidad más allá de la victoria de cualquiera de las partes: la belleza de todo ser humano, sea cual sea su cultura, su raza, sus
deficiencias, y la belleza de la cooperación entre las personas.

DE LAS ESTRELLAS A LA TIERRA


La vida humana pasa por fases muy diferentes, de la debilidad a la debilidad, del seno de la madre al seno de la tierra, pasando
por fases de actividad y de luz, por fases de pérdida de actividad y de luz y, por lo tanto, de sufrimiento. El niño pequeño vive el
instante presente en una relación en la que la carne y el cuerpo tienen un lugar primordial. Es el tiempo de la relación, de cora-
zón a corazón, a través de un cuerpo a cuerpo. Es el juego, la risa, la celebración del amor. Es el tiempo de la comunión en la
confianza y la sencillez. Después viene el tiempo en que se separa de los padres. La vida empuja al niño hacia adelante; ha sido
herido en el ámbito de la comunión y del amor. Crece, busca la luz; desconfía de la relación. Busca una identidad diferente de las
de sus padres. Es el tiempo de la intolerancia, de la búsqueda del ideal y de los amigos, la necesidad de probarse, el tiempo de la
formación. Quiere hacer las cosas mejor que sus padres» Quiere descubrir por sí mismo un nuevo camino. Va hacia lo universal y
lo ideal, seguro (aunque también inseguro e inquieto) de su bondad y de sus capacidades; seguro también del valor de su grupo.
Abandona el nido y todo lo que es pequeño para sobresalir, para ser grande, para triunfar.
En esta subida hacia lo ideal, el reconocimiento, el poder, tienden a aplastar a los demás. Tiende, sin quererlo necesariamente, a
crear la división, a reforzar el doble mundo de los fuertes y los débiles, de los ricos y los pobres, de los que triunfan y de los que
viven el fracaso.
Y después, en un momento determinado, echa sus raíces en la tierra; vive una alianza con los demás en familia o en una comuni-
dad, descubre su fecundidad. Entonces, del ideal desciende a la tierra. Descubre cómo en sus búsquedas demasiado personales ha
sido portador de división. Descubre sus propias heridas y sus miedos fundamentales. Desea encontrar la paz en su interior, ser
mensajero de paz y de reconciliación en su propia vida, su familia, su entorno, en su país, su Iglesia y en el mundo. La división
basada a menudo en prejuicios y miedos conlleva injusticias, la guerra, el odio, la muerte. ¿No existe un camino hacia la unidad y
la paz en el que cada uno, sean cuales sean sus dones, sus límites y sus debilidades, pueda encontrar su puesto y vivir? Es enton-
ces cuando descubre que el camino de la paz no consiste en subir hacia la luz en una búsqueda de poder, de reconocimiento y de
un deslumbramiento cada vez mayor. El camino de la paz consiste en el descenso hacia el pequeño y el débil. Éste es el misterio y
la paradoja.
Frecuentemente el adolescente ha huido de la tierra de su cuerpo y de su corazón. Ha tenido miedo de la comunión, igual que ha
tenido miedo de sus propias fuerzas sexuales que parecen llevar consigo elementos caóticos. Era necesario que encontrara su ser,
su propia identidad, para que progresivamente, como adulto, pudiera encontrar la tierra de su cuerpo y de su corazón, la relación
de comunión y de compasión a través de los gestos concretos y humildes de ternura. Lo que ha evitado como adolescente, la
comunión, la ternura, se convierte en lo que necesita para encontrar la unidad interior y para dar vida. Es una conversión, un
cambio de marcha. Dios y lo universal no están en el cielo y las estrellas, no se encuentran en las teorías, en las ideologías, en los
ideales, están ocultos en la persona concreta, en la tierra de la carne, en el barro, en la materia. Están ocultos en los pobres y los
débiles que gritan ante todo por el reconocimiento y la comunión.
Igual que lo más puro y lo más limpio surge de lo podrido: el vino y el alcohol, de los frutos fermentados; la penicilina, de la
gangrena; igual que la tierra es alimentada por los excrementos de los animales y por las hojas muertas; así la curación del cora-
zón y de nuestras divisiones interiores se realiza en la medida en la que entramos en comunión con todo lo que hemos rechazado,
con todo lo que nos da miedo: el pobre, el enemigo, el débil, el diferente a nosotros. Es la vuelta a la tierra, la materia, el barro.
Pues oculta en esta tierra hay una luz. Este retorno tiene lugar en la humildad, palabra que viene de humus, la tierra.
Así descubrimos que tenemos necesidad los unos de los otros; formamos parte de una humanidad común, de un cuerpo universal,
en el que cada ser humano es importante y tiene un lugar. No estamos hechos para ser héroes soli- tarios, gente «admirable»,
sino para ser plenamente y profundamente humanos cada uno en su sitio, con sus dones y sus límites en el cuerpo de la humani-
dad. Si olvidamos nuestra tierra, la tierra de nuestro planeta, la tierra de nuestros cuerpos y de nuestros corazones; si creemos
que sólo somos voluntad, inteligencia, espíritu, conciencia de nosotros mismos, poder, entonces iremos hacia la explosión. Si
queremos lo grande y lo universal poniéndonos en un pedestal y si nos olvidamos de la persona pequeña, débil, con un cuerpo
frágil destinado a la enfermedad y a la muerte, que necesita cuidados, alimento, esparcimiento y amistad, entonces todo se rom-
perá. La gran tentación del ser humano es la de ser seducido por el poder y negarse a la comunión con su vulnerabilidad y su
pequeñez. Pero si tomamos el camino del corazón y de la comunión con las personas reales, podremos reconstruir juntos la tie-
rra.
Pero, confesémoslo, esta tierra es un valle de lágrimas y sufrimiento. Existe la enfermedad y la muerte; existen divisiones, odio,
opresión y guerras; existen injusticias y desigualdades. En cada persona se produce un combate entre la guerra y la paz, la luz y
las tinieblas, la confianza y el miedo, el altruismo y el egoísmo, la apertura y la cerrazón. Ante el sufrimiento, la enfermedad, la
muerte, la debilidad, puede haber un despertar y uha llamada al amor y a la compasión, igual que puede haber una huida a las
ideas y teorías y, como consecuencia, al endurecimiento del corazón.
El descenso a la tierra es también un descenso al barro de las tinieblas, de los miedos y de las heridas que hay en nuestro inte-
rior. La conversión de la vía competitiva a la vía del corazón y de la comunión implica que se pasa por los miedos a ser poseído,
por las angustias y los sentimientos de culpabilidad. El pobre y el vulnerable exteriormente revelan al pobre y al vulnerable en
su interior. Para descubrir la verdadera comunión en la que no se posee al otro, se debe pasar por una cierta muerte en la que se
tiene confianza y uno se abandona, porque es también un cierto abandono. Sólo se puede hacer de verdad si se acepta ser amado
por Dios, gratuitamente, incondicionalmente, en el barro y la pobreza radical de la criatura, en su impotencia y sus culpabilida-
des. Es la revelación primera y última. Ya no hay necesidad de defenderse. Se es perdonado y amado. Es el retomo a la fuente, a
la paz y al éxtasis interior, silencioso, de la comunión. Dios se hace carne en nosotros. Ya no está presente, luminoso en el cielo,
sino humildemente en el barro.
Hoy la humanidad está cambiando. Con la tecnología podemos hacerlo todo, salvo conseguir que en nuestro planeta haya más
amor y seamos más felices. La tecnología proporciona el progreso material y seduce a la humanidad. Ha salido hacia la conquista
de la luna y de las estrellas. ¿No hace falta ahora volver a la tierra, redescubrir lo humano, mirar juntos al débil y al pobre, para
que nuestros corazones puedan ser tocados y nuestra inteligencia despierte por la compasión?
Pero este retorno a la tierra, a lo humano, a la comunión con las personas implica, como ya hemos dicho, una conversión. ¿Qué
acontecimiento podría desencadenar tal cambio?
¿Cómo emprender este nuevo viaje y optar por la paz? ¿Cómo descubrir que la luz y la curación se encuentran en lo que se ha
despreciado y rechazado como sucio, feo y tenebroso? ¿Qué experiencia de luz, de amor, de paz interior hace falta tener para
poder efectuar ese cambio de actitud y de mirada? En el libro de Oseas hay un texto que nos puede ayudar. El profeta ofrecía,
siete siglos antes de nuestra era, esta palabra de Dios: «Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón.
Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta de esperanza» 1a.
El valle de Akor (que significa valle de desgracia) era una de las gargantas cerca de Jericó, famosas por ser peligrosas. El pueblo
judío las bordeaba por miedo. Este valle era ciertamente una guarida de bandidos, pero igualmente de bestias salvajes, de ser-
pientes y de escorpiones. Y he aquí que el profeta anuncia que Dios, después de un encuentro amoroso, en el que hablará al cora-
zón de la persona, hará de este valle una puerta de esperanza; ya no será un lugar maldito que hay que evitar. Si se penetra en él,
se descubrirá que conduce a la vida, Si como consecuencia de un encuentro con la ternura de Dios, nos atrevemos a penetrar en
el mundo de nuestras propias tinieblas, allí donde rondan nuestros demonios; si nos atrevemos a penetrar en el mundo del sufri-
miento y de la pobreza de nuestro exterior, entonces seremos liberados de nuestros miedos y de nuestras necesidades de huir
lejos. Nos convertiremos en portadores de esperanza.

2 Cfr, sus libritos sobre Les Áges de la vie, Saint Paul, París, 1994.

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