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PRÓLOGO
Es mi deseo de vivir con intensidad lo que me ha llevado a conocer a Jean Vanier y a través de él una nueva visión de la vida, del
hombre y de Dios.
Atraída por su testimonio y sabiduría, decidí ir a descubrir El Arca junto a él, en el lugar donde empezó. Licenciada en Geografía
e Historia, a los veintinueve años dejé mi trabajo en una galería de arte de Madrid y me fui a Trosly-Breuil. Allí he vivido duran-
te un año en una casa con otras diez personas, seis de ellas con una deficiencia mental.
Después de esta experiencia, creo más que nunca en el valor único de cada persona, sean cuales sean sus límites; en la necesidad
de construir una sociedad más humana donde todo hombre sea reconocido y encuentre su sitio ya que todos tenemos una verdad
diferente que aportar.
Las personas con una limitación intelectual me han enseñado que cuando falla la inteligencia se desarrolla más el corazón. A
través de ellos he comenzado a vivir en lo esencial. A ninguno le ha interesado mi profesión, mi situación económica o social. Les
importa más que les escuche, que les ayude a hacer su trabajo en el taller y a escribir una carta a un amigo, que celebremos jun-
tos nuestros cumpleaños, que por las noches antes de dormir demos gracias a Dios por lo que nos da cada día. En definitiva, que
les quie^ ra y que confíe en ellos como ellos confían en mí.
Durante todo este tiempo he vivido momentos muy felices y otros más duros. Lo que más me impresiona de El Arca es ver cómo
a pesar de las dificultades, muchas personas abandonadas por sus familias, sumidas en el dolor y cerradas en ellas mismas, han
empezado a reír y a abrirse a una vida nueva.
Dominique es una mujer, hija única, con una deficiencia mental de nacimiento que le impide hablar. Después de pasar treinta
años sin apenas salir de su cuarto, excepto para ir al taller, no es que fuera muy sociable, ni siquiera le gustaba dar la mano al
saludar. Este año hemos vivido juntas en la misma casa. Por las mañanas iba a despertarla a su cuarto y me acercaba a ella para
darle un beso. Dominique protestaba un poco y se frotaba la cara como si le hubiera hecho daño. A mí me hacía gracia y no me
cansaba de repetirlo. Un día se levantó, vino hacia mí y me dio la mano. Desde hace varios meses, cuando se despierta se ríe, si
está de buen humor, y luego me da un beso. Yo, después de eso, empiezo el día con mucho ánimo.
El espíritu de Jean Vanier expresado en éste y en otros libros como La comunidad. Lugar del perdón y de la fiesta, No temas amar, El
cuerpo roto, Jesús, el don del amor, Hombre y mujer los creó se ha extendido por todo el mundo y en especial en España y América
Latina a través de las Comunidades de Fe y Luz.
Araceli Moreno Mazarredo
AGRADECIMIENTOS
Quiero dedicar un reconocimiento especial a Frédéric Le- noir. Este libro ha surgido de nuestra amistad y de su apoyo. Ha sido
mejorado por su trabajo, sus sugerencias y sus críticas constructivas.
Querría también dar las gracias a Anne-Sophie Andreu, a Yves Breuil, Odile Ceyrac, Jean de la Selle, Daniel y George Dumer,
Gilíes Lecardinal, Marie-Héléne Mathieu, Claire de Mi- ribel, Alain Saint Macary, Xavier Thevenot. Con sus correcciones, suge-
rencias y consejos, todos han ayudado a que este libro sea más vivo y legible.
Quiero darle las gracias igualmente a Laurent Beccaria, de las ediciones Ron, que ha aportado sugerencias importantes para la
mejora del texto.
INTRODUCCIÓN
Desde hace más de treinta años, y después de haber sido oficial de marina y profesor de filosofía, vivo en El Arca con hombres y
mujeres que tienen alguna deficiencia mental. La aventura de El Arca comenzó en 1963, cuando un dominico, el padre Thomas
Philippe, me invitó a ir a verle a Trosly- Breuil, un pueblecito que está a cien kilómetros al norte de París, cerca de Compiégne,
para que conociera a sus nuevos amigos, a personas que tenían una deficiencia mental y que vivían en una residencia en la que él
era capellán. Fui y me encontró un tanto incómodo y temeroso con estos hombres débiles y frágiles, heridos por un accidente o
una enfermedad y, sin duda, todavía más por el desprecio y el rechazo. Esta visita también me emocionó. Parecían hambrientos
de amistad y de afecto; se acercaban a mí, preguntándome con palabras o con la mirada: «¿Me amas? ¿Quieres ser mi amigo?».
También me interrogaban con su cuerpo abatido y roto: «¿Por qué? ¿Por qué estoy así? ¿Por qué no me quieren mis padres?
¿Por qué no soy como mis hermanos y hermanas?».
Así fue como me introduje en un mundo de sufrimiento completamente desconocido para mí. Impactado por ello, comencé a
visitar hospitales psiquiátricos, instituciones y asilos; conocí también a padres de personas con alguna deficiencia mental. Poco a
poco fui descubriendo su intenso sufrimiento humano y la inmensidad del problema. En las salas de los hospitales, en esa época,
centenares de hombres y mujeres daban vueltas, ociosos, con el rostro lleno de desesperación pero que se iluminaba cuando se les
miraba como a personas. Esto transformó mi vida.
En un asilo cerca de París, conocí a dos hombres que tenían una deficiencia mental: Raphaél y Philippe. Raphaél, de pequeña
estatura, había tenido una meningitis que le había dejado casi afásico y el cuerpo sin equilibrio. Philippe podía hablar pero, como
consecuencia de una encefalitis, tenía una pierna y un brazo paralizados. Ambos, a la muerte de sus padres, fueron llevados a este
asilo sin que nadie les pidiera su opinión. Después de comprar una pequeña casa un poco deteriorada en el pueblo de Trosly, y
después de haber recibido todos los permisos necesarios de las autoridades locales, invité a Raphaél y a Philippe a que vinieran a
vivir conmigo.
Así comenzó la aventura de El Arca 1. Vivíamos juntos. Todo lo hacíamos en común, la cocina, la limpieza, el jardín, los paseos,
etc. Aprendimos a conocernos. Fui consciente de la profundidad de sus sufrimientos y, en particular, del de haberse sentido
siempre como una decepción para sus padres y su entorno, de no haber sido apreciados nunca o reconocidos en todo su valor
humano. Comprendí que su gran deseo era tener amigos y vivir como los demás, según sus posibilidades.
Siempre existían prejuicios con respecto a ellos. Se les trataba de una forma distante, a veces con piedad, pero más frecuentemen-
te con desprecio. Un ancho muro les separaba de aquellos que eran llamados con un nombre terrible: «la gente normal». Me di
cuenta a priorí de que yo les miraba de la misma forma. No les escuchaba te suficiente.
Poco a poco comprendí que ante todo tenía que respetar su libertad y sus deseos.
Nuestra amistad fue haciéndose más profunda. Éramos felices viviendo juntos. Las comidas estaban llenas de alegría, eran mo-
mentos especiales, verdaderas celebraciones. Nuestro ritmo de vida era sencillo. El trabajo en la casa y en el jardín (más tarde en
los talleres), las comidas, el descanso y la oración. Raphaél y Philippe ya no eran para mí personas con una deficiencia, sino ami-
gos. Me enriquecían y creo que yo también les enriquecía a ellos. Con el paso del tiempo, otros se nos fueron uniendo. Pudimos
acoger a nuevas personas con una deficiencia mental. El Arca empezó a crecer.
Hoy, en esta primera comunidad de Trosly, estamos cerca de cuatrocientas personas: doscientas con alguna deficiencia y dos-
cientos asistentes. Vivimos juntos en una veintena de casas repartidas en varios pueblos; trabajamos en el jardín y en diversos
talleres. Entre las personas deficientes mentales, unos treinta viven en sus casas y vienen a trabajar con nosotros. Los asistentes
son célibes y casados. Cerca de la mitad de ellos están comprometidos de una forma permanente; los demás vienen aquí por pe-
ríodos que varían de tres meses a tres años.
A partir de esta primera comunidad de Trosly, un centenar de nuevas comunidades de El Arca han surgido en veintiséis países,
por los cinco continentes. Todos nos adherimos a la misma constitución que define nuestros objetivos, el espíritu y el sentido de
nuestra vida comunitaria. Las personas deficientes y los asistentes vivimos juntos en pequeñas casas integradas en los pueblos o
en un barrio de una ciudad. Formamos una nueva familia; los fuertes ayudan a los débiles y los débiles ayudan a los fuertes.
En 1971, surgieron las comunidades Fe y Luz. Marie-Hé- léne Mathíeu y yo mismo, con unos amigos, pudimos organizar una
peregrinación internacional a Lourdes para las personas deficientes mentales, sus padres y amigos. Éramos doce mil peregrinos.
Fue una explosión de alegría para todos, sobre todo para los numerosos padres que vivían dolorosamente la marginación de su
hijo o hija, Fe y Luz se hizo cargo de la organización de esta peregrinación. Hoy, en setenta países, hay más de mil doscientas
cincuenta comunidades de Fe y Luz, compuesta cada una de ellas por unas treinta personas: las personas deficientes, sus familia-
res y amigos. Los miembros de estas comunidades no viven juntos pero se reúnen regularmente una o varias veces al mes para
compartir en torno a sus sufrimientos y alegrías, vivir las fiestas y orar juntos. Las comunidades de El Arca y las de Fe y Luz
están centradas, de diferente forma, en la persona deficiente mental, considerada como un ser humano completo, capaz no sola-
mente de recibir de los demás, sino también de dar a los otros.
Tocamos aquí la paradoja de El Arca y de Fe y Luz, paradoja que constituye el centro de este libro. Las personas con una defi-
ciencia mental, tan limitadas intelectual y manualmente, con frecuencia están más dotadas que los demás en el plano afectivo y
relacional. Sus limitaciones intelectuales están compensadas por un hiperdesarrollo de ingenuidad y confianza en los demás.
Viven ajenas a una cierta corrección humana. Estos seres están más cerca de lo esencial. En nuestras sociedades competitivas que
ponen el acento en la fuerza y el valor, tienen más dificultades en encontrar su lugar y parten como perdedores en todas las com-
peticiones. Como contrapartida, dadas su necesidad y su gusto por la amistad, y por la comunión de los corazones, las personas
débiles pueden tocar la sensibilidad y transformar a las fuertes, si estas últimas quieren escuchar bien esta voz susurrante. En
nuestras sociedades fragmentadas y a veces dislocadas, en las ciudades de acero, cristal y soledad, estas limitaciones forman co-
mo un cemento que puede unir a las personas. Entonces se descubre que éstas tienen un lugar, que tienen un papel que desempe-
ñar en la curación de los corazones y en la destrucción de las barreras que separan a los seres humanos y que les impiden ser
felices...
Para reconocer realmente este lugar importante y paradójico de las personas deficientes, tan a menudo rechazadas de una forma
dramática, la experiencia me parece necesaria. Las palabras y la teoría no son suficientes, ni siquiera tos testimonios tienen mu-
cho peso. Lo que digo puede parecer ingenuo, utópico, incluso una forma de compensar una vida difícil, de encontrar un sentido a
lo absurdo. Pero no se trata de palabras. Es lo que he aprendido de la vida.
Esto no quiere decir que la vida en El Arca sea simple y fácil, inada más lejoS de eso! A veces es dura y exigente, pues no se trata
de idealizar a las personas deficientes mentales. Han sido víctimas durante su vida de tantos desprecios y violencias que, almace-
nados en ellas, pueden estallar en cualquier momento, sobre todo al comienzo de su vida comunitaria en El Arca. Es posible que
las angustias y las distintas formas de depresión permanezcan en ellas durante el resto de su vida, pues siempre existen elemen-
tos de sufrimiento ligados a la limitación. Si hay momentos exultantes, igualmente se dan momentos muy penosos.
Estas dificultades tienen a pesar de todo su lado positivo. Ponen de manifiesto, igual que me han revelado a mí y a los demás,
nuestros propios límites, nuestras vulnerabilidades, nuestra necesidad de triunfar y de ser reconocidos, nuestro orgullo, nuestros
bloqueos, todo lo que nos habíamos ocultado a nosotros mismos y a los demás antes de llegar a El Arca. Cuando se vive en co-
munidad con una cierta intensidad de vida relacional, se descubre en seguida lo que se es. i Nada se puede ocultar! Así como
existe en el corazón de cada uno una sed de comunión y de amistad, también hay heridas profundas, miedos y todo un mundo de
tinieblas que nos gobiernan de una forma subrepticia. El reconocimiento de esta parte de sombra, y su aceptación, constituye, me
parece, un primer paso hacia un verdadero conocimiento de uno mismo.
En El Arca tratamos de devolver su humanidad particular a las personas con una deficiencia, humanidad que les ha sido robada.
Se trata de crear un medio acogedor y familiar en el que cada persona pueda desarrollarse según sus posibilidades, vivir lo más
feliz posible y ser ella misma.
Algunos necesitan ser acompañados por psicólogos y psiquiatras. Han llegado hasta nosotros con turbaciones muy profundas.
Desde los comienzos de El Arca, he encontrado a hombres y mujeres competentes que me han ayudado a reflexionar sobre las
necesidades de las personas deficientes. Por eso me inicié en los conocimientos psicológicos y psicopatológicos de una forma
pragmática. Esto me ha abierto nuevos horizontes.
1He llamado a la comunidad «El Arca» en referencia al Arca de Noé que salvó a la familia humana de las aguas. La comunidad
de «El Arca» quiere llevar a bordo a las personas que tienen una deficiencia mental, tan rápidamente ahogadas en las aguas de
nuestras sociedades competitivas.
El padre Thomas Philippe, el que me invitó a Trosly en 1963, ha permanecido en el corazón de El Arca durante veintiocho años.
Siendo sacerdote, ha estado entre nosotros como el representante privilegiado de Dios, manso y humilde, lleno de compasión
hacia todos los miembros de la comunidad, sobre todo hacia los más débiles y enfermos. Estaba muy cerca de todos y era el guía
espiritual de muchos. Él, que durante largos años había sido profesor de teología y filosofía, había captado toda la verdad de las
palabras de san Pablo: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil
del mundo, para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios». Las personas con una deficien-
cia mental, normalmente incapaces de toda abstracción intelectual, con frecuencia son las más aptas para acoger la presencia del
otro; viven más de la comunión que de la competición. El padre Thomas había captado en seguida cómo esta capacidad oculta en
ellos les hacía estar más abiertos para acoger la presencia del Dios de Amor.
La vida en El Arca ha supuesto para mí una experiencia humana y espiritual profunda. Me ha hecho descubrir que el Evangelio
es realmente una buena nueva para los pobres y que la psicología y la psiquiatría pueden ayudar a las personas con dificultades a
encontrar un equilibrio, sobre todo si viven en un entorno verdaderamente humano.
Desde 1980 ya no soy el responsable de la comunidad; mi función ha cambiado. Ahora vivo de forma permanente en un hogar
con personas con una deficiencia pero paso mucho tiempo acompañando a los asistentes, es decir, escuchándoles y ayudándoles a
encontrar un sentido a su experiencia. No he leído muchos libros de psicología, pero he aprendido a escuchar a los demás. Mi
conocimiento del ser humano, de su llamada al crecimiento para «ser él mismo» y superar sus miedos, se ha ido forjando a través
de esta escucha.
Consagro mi tiempo también a ayudar a las comunidades de El Arca y Fe y Luz a nacer y a madurar en distintos países, sobre
todo en los más pobres. Para muchos, la visión de estas comunidades es muy nueva. Los padres se van transformando cuando
descubren que la vida de su hijo o de su hija tiene un sentido, que tienen su lugar en la sociedad y que pueden aportar algo a los
demás.
He tenido el privilegio de conocer numerosas culturas y religiones diferentes, de ver la belleza de cada una. Todo esto me ha
ayudado a descubrir el sentido de nuestra humanidad común y el valor de cada persona.
Este libro pretende ofrecer lo esencial de lo que he aprendido durante estos treinta años. Aspira a ser un libro de antropología.
Soy discípulo de Jesús e intento también poner mi vida bajo la luz del Evangelio. Nacido en el seno de la Iglesia católica, he sido
alimentado por ella, me he enraizado en ella, y amo esta Iglesia. Reconozco, por supuesto, sus límites que son los límites de las
personas. A todos nos cuesta trabajo seguir a Jesús de una forma auténtica.
He podido descubrir también, a lo largo de la vida comunitaria de El Arca y Fe y Luz, la belleza y la verdad que se reflejan en los
discípulos de Jesús que forman parte de otras Iglesias cristianas y en las personas que pertenecen a otras religiones o que no
profesan ninguna. Todos pertenecemos a una humanidad común. Precisamente de ella quiero hablar, sobre todo a partir de mi
propia experiencia.
Mi formación filosófica en la escuela de Aristóteles me ha ayudado mucho a poner en orden mis ideas, a distinguir lo esencial de
lo accidental o secundario. A Aristóteles le gustaba todo lo que afectaba a lo humano. Él me ha hecho estar especialmente atento
no a las ideas en primer lugar, sino a la realidad y a la experiencia. Pero difiero de Aristóteles en algunos elementos de su antro-
pología, sobre todo cuando define fundamentalmente al ser humano como «un animal racional», lo cual excluye de lo humano a
las personas con una deficiencia mental. Yo habría definido ante todo al ser humano como alguien capaz de amar.
El padre Thomas no solamente era mi guía espiritual, sino también un maestro en el plano intelectual. Estaba enraizado en el
pensamiento de santo Tomás de Aquino, aunque muy atento también a las ciencias humanas. Dos psiquiatras, el Dr. Thompson
y el Dr. Próaut, le habían abierto los ojos sobre la importancia, en particular, de la relación madre-hijo en el desarrollo de la vida
afectiva del ser humano. El padre Thomas consideraba esta relación de comunión como el fundamento de toda vida relacional,
como algo esencial para comprender la vida de fe y la vida espiritual. Me ayudó también a situar la comunión en el centro de mi
antropología
Cruzo el umbral del último tramo de mi vida, es decir, la vejez. Estas memorias no son unas memorias. No encuentro en mi exis-
tencia elementos con los que alimentar una novela. Para contar una vida, haría falta describir innumerables jornadas parecidas y
distintas por ínfimas diferencias. Haría falta imprimir sobre el papel los rostros. Entonces la vida ya no estaría ahí. Prefiero es-
cribir, sin perder el contacto con la realidad, lo que la vida me ha enseñado y en lo que creo, para servir a los que buscan, sufren y
aman.
I. Los muros
La primera vez que me encontré con personas con una deficiencia mental, descubrí la realidad de los muros, de esos que encie-
rran, de los que impiden el encuentro y el diálogo. Estos muros se encontraban en primer lugar en los hospitales psiquiátricos y
en las instituciones que visité. Raphaél y Philippe estaban escondidos tras gruesos muros. Les invité a venir a vivir conmigo a
esta pequeña casa que llamé El Arca, en el pueblo de Trosly. Daba directamente a la calle. Philippe y Raphaél daban miedo a
algunos habitantes del pueblo o inspiraban una piedad malsana a ciertos visitantes. En ocasiones me consideraban como alguien
«maravilloso» porque me ocupaba de personas «así». Conforme iba creciendo mi amistad con estos dos hombres, más herido me
sentía ante tales actitudes u observaciones. Poco a poco fui descubriendo hasta qué punto nuestra sociedad rechazaba a los hom-
bres y mujeres con una deficiencia mental, considerándolos como un fallo de la naturaleza, como infra-hu- manos. Se levantaba
un muro psicológico que no permitía que se les considerase como personas. A veces detectaba estos muros en el interior de mí
mismo, cuando no conseguía escuchar a Raphaél y a Philippe.
En 1964, cuando El Arca comenzó, había todavía muchas personas deficientes mentales escondidas en sus casas por sus padres;
los vecinos ignoraban su existencia. Una vez descubrí un adolescente en una granja, ¡encadenado en un garaje! Muchos estaban
encerrados en hospicios, en hospitales psiquiátricos, en sórdidas instituciones. En algunos hospitales existían salas lúgubres en
donde estaban amontonados aquellos que eran considerados vegetales.
Estos muros aprisionaban también a los padres que se sentían culpables a veces, o incluso como castigados por Dios. Muchos de
ellos se sentían excluidos de la Iglesia por culpa de su hijo: no podían ir a misa porque sus hijos harían demasiado ruido y moles-
tarían. En esta época, estas personas estaban excluidas de la comunión eucarística como consecuencia de su deficiencia. A menu-
do se les llamaba tontos. Formaban parte de otro mundo, un mundo sin valor humano, un mundo de anormales.
Un día, un padre vino a visitar a su hijo a mi hogar. En el transcurso de la comida, alguien hizo una observación al hijo y al pa-
dre: «Tenéis los mismos ojos». El padre, un industrial, devolvió la pelota con un tono agresivo: «No, tiene los ojos de su madre».
Como si dijera: «No hay nada en común entre él y yo». Su brutal observación, espontánea y rápida, penetró como un dardo en el
corazón de su hijo, que desapareció de la sala en cuanto terminó la comida. El padre me preguntó dónde estaba. No se había dado
cuenta del daño que le había hecho. Estoy seguro de que creía que lo había aceptado bien. En realidad, el padre seguía profunda-
mente herido por haber tenido un hijo con una deficiencia mental. No llegaba a aceptarlo y era para él una vergüenza personal.
Otro día, un hombre triste, muy normal, vino a verme. Estaba sentado en mi despacho contándome sus sinsabores y sus dificul-
tades familiares, profesionales, financieras... Alguien llama a Ja puerta e incluso antes de que me diera tiempo a responder, entra
Jean-Claude. Algunos dicen que Jean-Claude es mongólico, otros que tiene el síndrome de Down; para nosotros es Jean-Claude.
Es un hombre tranquilo, feliz, alegre (incluso aunque no le guste mucho trabajar). Coge mi mano y me dice buenos días. Después
toma la mano de «Don Normal», le dice buenos días y sale riéndose, «Don Normal» se vuelve hacia mí y me dice: «Qué pena que
haya chicos como éste». En realidad, lo triste era que «Don Normal» estaba cegado por sus propios prejuicios y su propia triste-
za. Parecía incapaz de ver la belleza, la risa y la alegría de Jean-Claude. Se había levantado un muro psicológico entre ellos.
Por supuesto que hay culturas que están más abiertas a los débiles. Pero he encontrado otras muchas en las que se burlan del
débil, lo rechazan, abusan de él, lo maltratan; se le evita y a veces se le deja morir. He visto hospicios espantosos, infestados de
ratas; hombres y mujeres medio desnudos vagando con la mirada triste para morir; centros escondidos lejos de la ciudad, casi
inaccesibles para las familias. Muros tras los cuales se oculta a los indeseables. He visto salas cerradas con llave en centros psi-
quiátricos, en donde un grupo de hombres completamente desnudos esperaban la muerte.
Las personas con una deficiencia mental, y sobre todo las que tienen una deficiencia profunda, se encuentran entre los más mar-
ginados de nuestras sociedades. Francia ha votado una ley contra la marginación de las personas deficientes. Excelente iniciativa.
Pero ha promulgado también una ley que autoriza el aborto de un niño durante todo el tiempo de duración del embarazo de la
madre, si se diagnostica una deficiencia al pequeño que va a nacer. Para el resto, el aborto sólo está permitido durante las prime-
ras quince semanas que siguen a su concepción. En el colegio, para insultar a un compañero se le llama «subnormal»2; la mayor
parte de las mujeres no soportan la idea de estar embarazadas «de un monstruo» (esta palabra se utiliza con frecuencia), y mani-
fiestan su determinación de abortar. Entre los más jóvenes percibo un creciente rechazo hacia las personas, a pesar del hecho de
que otros jóvenes se comprometen realmente con ellas. Cada vez más los débiles son considerados como una carga para la socie-
dad y da cada vez más miedo su contacto.
En algunos países hemos visto la creación de colegios especializados o a veces de escuelas integradas, de talleres para las perso-
nas con deficiencia. Se intenta vaciar las grandes instituciones y los hospitales psiquiátricos. No obstante, las personas conside-
radas reinsertadas se encuentran a menudo solas, perdidas en las grandes ciudades, encerradas en su tristeza, sin comunidad
humana. Los muros físicos han desaparecido pero los muros psicológicos permanecen.
Estos muros construidos alrededor de las personas con deficiencia son sólo la punta más visible de aquellos otros que edificamos
permanentemente para separarnos los unos de los otros.
1. LA SED DE COMUNIÓN
En mi vida ha habido tres momentos muy diferentes desde mi infancia. A los trece años, entré en la marina y pasé ocho años en
ese ambiente militar en el que la debilidad estaba desterrada, en el que era necesario ser eficaz, rápido, y ascender de grado. Más
tarde dejé ese mundo y se me abrió otro: el del pensamiento. Estudié filosofía durante muchos años. Hice el doctorado sobre la
ética aristotélica y me dediqué a la enseñanza. También allí la debilidad, la ignorancia o la incompetencia estaban proscritas: era
también un mundo de eficacia. Después, en el tercer período, descubrí a las personas débiles, a las personas con una deficiencia
mental. Quedé profundamente convulsionado por este vasto mundo de pobreza, de debilidad y de fragilidad. Entonces hice girar
mi vida hacia este universo de sufrimiento. Dejé de lado mis ideas sobre el ser humano para descubrir lo humano, lo que es ser un
hombre o una mujer.
Fui impactado profundamente en mi corazón por estos hombres, por su dolor, por su grito por ser considerados, respetados,
amados. Acogiendo a Raphaél y a Philippe, descubrí lo que era la comunión. Raphaél y Philippe no querían vivir con un antiguo
oficial de marina que da órdenes a todo el mundo y se cree superior. No querían vivir tampoco con un ex profesor de filosofía que
creía que sabía algo. Ellos querían vivir con un amigo. Y qué es un amigo sino alguien que no me juzga, no me abandona cuando
ve mis debilidades, mis límites, mis heridas, mis incapacidades y todo ese mundo roto que hay en mi interior. El amigo es el que
ve mis recursos, mis posibilidades, y quiere ayudarme a desarrollarlas. El amigo se siente simplemente feliz al vivir conmigo. Me
transmite su alegría.
Viviendo con Raphaél y Philippe, esos dos hombres tan frágiles, tan débiles, que han experimentado tantas veces el rechazo, he
descubierto la sed de comunión del ser humano. Lo verdaderamente importante con Raphaél y Philippe no eran la pedagogía y
las técnicas educativas que podía aplicar para ayudarles a ser autónomos y capaces de trabajar, sino mi actitud ante ellos. La
forma de escucharles, de mirarles con respeto y amor; la forma de tocar sus cuerpos, de responder a sus deseos; la manera de
celebrar y de reír con ellos. De esta forma era como ellos podían descubrir poco a poco su belleza, que eran valiosos, que sus
vidas tenían sentido. Durante muchos años sus padres y la sociedad les habían tenido compasión y les había dado a entender que
eran una decepción para ellos, que no tenían ningún valor humano, que eran un fallo de la naturaleza. Viviendo con ellos, trans-
mitiéndoles mi alegría, podían descubrir su unicidad, su belleza fundamental y así volver a tener confianza en sí mismos, tal y
como eran. No tenían ninguna necesidad de ser distintos a sí mismos para ser apreciados. Esto suponía un cambio radical para
ellos, un renacimiento. Pero también para mí, pues por mi cultura y mi educación era un hombre competitivo, no un hombre de
comunión. Necesitaba una conversión profunda: pero como toda conversión, todavía no ha terminado.
COMUNIÓN Y DEBILIDAD
La necesidad de comunión se vuelve imperiosa en una situación de debilidad, cuando no podemos actuar o colaborar más con los
demás. Cuando tenemos éxito, buscamos sobre todo la admiración. Cuando nos sentimos débiles, buscamos la comunión. Esta
debilidad puede ser la del niño, la del viejo, la de la persona enferma, la del accidentado, la de la persona que acaba de sufrir un
fracaso profesional, la de la persona con una deficiencia, la de la persona deprimida. Cuando nos sentimos débiles, no tenemos
ninguna necesidad de grandes discursos o acciones, sino de la presencia de alguien que venga hasta nosotros para tendernos una
mano y nos diga: «Me siento feliz de estar aquí contigo». Así sabemos que somos amados, no por lo que somos capaces de hacer,
sino por lo que somos. En estos momentos es cuando renace la confianza en uno mismo.
Cada vez que me encuentro un mendigo en la calle o en el metro, tengo la costumbre de meter la mano en el bolsillo y darle la
primera moneda que encuentro. Esta moneda puede ser de un franco, de dos francos, de cincuenta céntimos o de diez francos. Se
la doy mirándole y diciéndole algunas palabras. En cada ocasión se produce una mirada particular que surge del mendigo, y este
intercambio de miradas se
convierte en un momento de comunión que nos alimenta y nos hace felices a los dos. Las demás personas del metro no me miran,
tienen miedo de mi mirada. Si trato de encontrar las suyas, van a creer que busco tener una relación sexual, o que quiero robarles
algo. Todo el mundo tiene miedo. Pero el mendigo no. Puedo mirarle. Y esta simple mirada puede devolverle la confianza. Por-
que todo ser humano que pierde la confianza en sí mismo, que ha caído en el mundo del alcohol, de la droga, del fracaso familiar,
relacional o profesional, necesita de alguien que le mire como un ser humano, con ternura, con confianza. Y es este momento de
comunión el que va a permitir que la confianza en sí mismo renazca poco a poco. Cuando contamos nuestras proezas y nuestros
éxitos, somos admirados. Por el contrario, cuando compartimos las limitaciones, las fragilidades, los errores y las dificultades,
suscitamos la compasión. La humildad atrae y crea la comunión.
2. NACIMIENTO DE LA HERIDA
Mis amigos Robert y Suzanne esperaban su primer hijo. A partir del sexto mes de embarazo, y sabiendo que el niño comienza ya
a oír, Robert empezó a cantarle todas las tardes una canción. Siempre la misma canción. Estuvo presente en el nacimiento de
Diane que, como todo recién nacido, expresaba sus angustias llorando. Él comenzó a cantarle la canción de todas las tardes.
Diane dejó inmediatamente de llorar y volvió la cabeza hacia su papá. Reconoció su voz. El niño existe en el seno materno. Es
para él un lugar apacible, seguro, en el cual se produce también una comunicación. El niño puede sentir si la madre está tensa o
relajada. En una etapa de su crecimiento, oye la música de su voz. Y después, un día, ese seno se vuelve muy pequeño;
el niño vive entonces el momento traumático y angustioso del nacimiento. De ese lugar seguro, bien cerrado, cálido, es arrojado
a un mundo de horizontes infinitos. Ya no está arropado ni alimentado directamente por la sangre de la madre. Está en contacto
con la luz, con el aire. Vive la angustia del aislamiento y de lo desconocido, pero todo eso termina felizmente en los brazos de la
madre. Allí encuentra la dulzura de su ternura y de su cuerpo, descansa en su seno, descubre su tacto delicado y amoroso. Este
bebé que acaba de nacer es tan frágil, tan pequeño, que no puede hacer nada por sí mismo. Solo está en peligro de muerte. No
puede alimentarse solo, no puede lavarse ni vestirse. Si tiene frío, no puede arroparse. El bebé prácticamente no puede hacer nada
excepto llorar, pedir seguridad o manifestar su alegría.
Este pequeño, después de la experiencia traumatizante del nacimiento, va a sentirse mal. Va a experimentar el hambre que le
lleva a llorar. Y la madre responde dándole el pecho; ella le alimenta. El malestar se transforma en paz, en un sentimiento de
plenitud, de dicha. El niño descubre que se responde a su llanto; está protegido, amado; descubre la comunión y la confianza en
otra persona. A través del instinto maternal, la madre comprende el grito de su hijo, si tiene hambre, si está cansado, si está
enfermo, si se siente solo... El niño siente comprendidos sus deseos y sus propias dificultades. A pesar de —¿como consecuencia
de?— su debilidad extrema, vive en paz, no tiene miedo porque es amado. Descubre que su madre le dedica una atención especial;
se da cuenta paulatinamente de que es único en el mundo para ella; es «el niño más guapo del mundo». Siente todas las vibracio-
nes que provienen de la madre, del padre, de los tíos, de las tías, de los abuelos. Descubre que es el centro de la familia, que es
amado, protegido. No hay ningún peligro. Ciertamente, esta comunión no es una comunión consciente por parte del niño, como
ya expliqué; se inserta en su conciencia de amor que va a formar la base
de todo su ser. Este amor es como un mensaje; revela al pequeño que existe. Su corazón y su cuerpo se dilatan. Vive entonces la
confianza de la comunión con su madre, que va a abrirle a la comunión con el padre, con otros niños, con los demás miembros de
la familia. Se va a prolongar en la comunión con el aire, la luz, la tierra y el agua. El mundo no es un lugar hostil, sino una espa-
cio amistoso.
Pero, en algunas circunstancias, el niño percibe que su madre no le quiere. Ella no puede responder a su grito. Se enerva, habla
con un tono colérico, su voz ya no es dulce y musical, es estridente; su cuerpo está tenso, su rostro agresivo... Todos los padres
tienen sus fragilidades, sus cansancios, sus depresiones, sus heridas afectivas, un exceso de trabajo, de preocupaciones, etc. Nin-
gún ser humano puede permanecer en un estado de acogida y de comunión constante. La madre está ocupada en otra cosa, con
otro hijo, tiene demasiado trabajo, vive un conflicto con su marido, etc. No llega a arropar a su hijo como querría. El niño descu-
bre a una madre que no es una mamá acogedora.
Con frecuencia me ha impresionado constatar en El Arca, cuando un niño empieza a correr de un lado para otro durante un acto
comunitario, cómo la madre a menudo se pone ansiosa, corre hacia el niño y se lanza hacia él como un buitre sobre su presa, lo
coge con fuerza y lo lleva a otra parte llena de angustia. Esto quizá forma parte de las heridas de la madre. Tal vez tenga miedo a
ser vista como una mala madre, como una pésima educadora. Pero el niño, que se fue espontáneamente con un espíritu de curio-
sidad, de descubrimiento, con la alegría de moverse, de avanzar, de correr solo, no comprende la violencia de su madre, que se
lanza sobre él y lo saca fuera.
El grito angustioso del niño provoca y despierta con frecuencia la angustia en los padres. Descubren que, a veces, son impotentes
ante él. El niño entonces hace mucho más que importunar, genera una suerte de violencia en los padres, despierta sus propias
angustias sobre todo por la noche, cuando interrumpe su sueño. El niño, por su parte, experimenta una forma de terror y de
pánico interior, sintiendo cómo esa agresividad se vuelve contra él. Para sobrevivir, surge en el niño una violencia que va a per-
mitirle superar la parálisis del miedo y de la culpabilidad.
EL AMOR POSESIVO
Hemos acogido en El Arca a hombres y mujeres con una deficiencia mental que se habían convertido en víctimas de sus madres
angustiadas. El padre frecuentemente está ausente; la madre es fuerte, dominante. Lo hace todo por su hijo. Se cree amorosa,
porque está completamente dedicada a su hijo pero, de hecho, lo destroza. No es capaz de escuchar sus deseos, de ayudarle a
progresar. ¿Existe un deseo inconsciente de que su hijo siga siendo ¡ncapaz y dependa de ella para que así pueda realizar una
buena obra y ser una buena madre? Machacar la libertad del hijo con una afectividad desbordante es a veces peor que el aban-
dono. Tal tipo de madre sabe manipular a su hijo, hacerle actuar con un sentimiento de culpabilidad o con un deseo de conseguir
«cosas buenas». Se trata entonces de falsas comuniones que son asfixiantes.
Me acuerdo de Alix, una joven que era as¡stente en El Arca. Le pregunté cómo había vivido su infancia. Me dijo que era de una
familia muy unida, que se entendía bien con sus padres. Su familia era muy religiosa, muy considerada por las autoridades ecle-
siásticas. Entonces le pregunté qué estudios hacía. Me lo dijo. Le pregunté más aún: «¿Por qué has escogido ese camino?». Ella
me respondió: «Es mi madre la que quería que hiciera esos estudios». En la medida en que la conversación fue prolongándose,
me di cuenta de que hacía todo lo que su madre quería y que ella no sabía ni quién era ni qué deseaba. Es de temer que esta joven
encuentre en su vida muchas dificultades para entrar en una verdadera comunión, pues lo que vivió con su, madre era manipula-
ción. La madre angustiada quería controlarla completamente y prolongarse en ella para realizar las cosas que ella no había podi-
do hacer. Esta joven estaba de hecho profundamente herida, con una herida de las más graves, desgraciadamente muy extendida,
la de la falsa comunión que le impedía tomar las riendas de su vida y ser lo que ella quería: un sujeto, una persona libre.
Una joven asistente de El Arca estaba particularmente unida a Marie-Pierre, una mujer con una deficiencia. Quiso llevarla a su
casa en vacaciones y que durmiera en la misma habitación. Después se dio cuenta de que se ponía celosa si otros bañaban a Ma-
rie-Pierre. Ésta, al principio, estaba feliz por esa increíble atención. Pero poco a poco parecía perder cierta alegría y espontanei-
dad. También existen relaciones que se vuelven malsanas; son cerradas; hay una carencia de libertad y de alegría. Ciertas falsas
comuniones provocadas por la inseguridad y el miedo pueden llenar un vacío interior y calmar la angustia; se convierten en una
droga. Ésta no es la verdadera comunión construida desde la confianza y capaz de dar la libertad.
EL AMOR ENGAÑOSO
No hace mucho tiempo discutía con un psicólogo responsable de un servicio de esquizofrénicos crónicos —no me gusta el tér-
mino— en un hospital psiquiátrico. Este psicólogo me decía: «Es extraño, he descubierto que han abusado sexualmente de todos
los esquizofrénicos crónicos de mi servicio cuando eran pequeños». ¿Qué es el abuso sexual? Papá está frecuentemente irritado,
es difícil, no escucha a sus hijos. Luego está el tío, que es muy amable, que alegra el corazón, que toca con afecto y que da rega-
los. Pero un día, su tacto se convierte en un tacto sexual, siente placer en el cuerpo de su sobrino o de su sobrina, intenta desper-
tar también el placer sexual en el niño, y luego le dice: «Si cuentas algo a tu madre o a tu padre, te pegaré, te mataré». El niño
descubre así esta abominable forma de la falsa comunión; el niño, que era feliz cuando se encontraba con su tío, se da cuenta de
repente de que la comunión es muy peligrosa, que el amor es falso. Se produce entonces una suerte de ruptura en el interior de su
corazón: lo que más deseaba, la comunión, se convierte en lo más peligroso y puede acarrear su muerte.
Existen también todos esos miedos en el niño cuando se produce un conflicto en su entorno; cuando hay una separación del pa-
dre y de la madre y cada uno de ellos intenta atraerlo y seducirlo con regalos. El corazón del niño está herido, dividido. Está
confuso. Rápidamente puede aprovecharse de esta situación para tener más cosas, para llevar el ascua a su sardina. La división le
hiere pero también le sirve.
EL MIEDO A AMAR
Con la aparición de la herida, de la angustia y de la culpabilidad, asistimos al nacimiento de un mundo oculto en el interior del
niño. Éste va a intentar desviar su atención de ese mundo de sufrimiento para olvidarlo, rodearlo y evitarlo. Va a tratar de recha-
zarlo en las zonas más íntimas de su ser como si nunca hubiera existido. Pero este mundo de sufrimiento está en su interior como
una especie de enfermedad oculta. Así, se eleva un muro entre ese mundo rechazado y la conciencia. A veces ese muro es grueso:
es el muro de una psicosis, que tiene sus orígenes, según parece, en lo biológico y en lo psicológico. El muro protege al niño. No
es una realidad puramente negativa. Sin él, podría morir de angustia y de temor.
La fuerza y la belleza de la naturaleza humana y de la vida residen en esta energía vital que continúa fluyendo a pesar de los
sufrimientos y de los muros; el niño crece, avanza, debe vivir y sobrevivir. Debe superar ese peso, ese sabor a muerte que hay en
su interior. Las energías no funcionan en el ámbito de la relación, de la comunión: son demasiado peligrosas. Van a estar orienta-
das hacia los logros y las actividades para demostrar que se es alguien, que es capaz de triunfar, que es admirable para él mismo,
para sus padres y para el entorno.
Así es como surge ese sufrimiento profundo en el corazón de cada ser humano, una ambivalencia con respecto al amor. Anhela-
mos la comunión —corazón a corazón— con otro ser humano, pero tenemos miedo de ella. La comunión aparece como el lugar
secreto de la dicha pues al menos en algún momento el niño ha disfrutado de ella. Pero aparece también como un lugar de muer-
te, de miedo, de culpabilidad, porque el niño ha vivido una comunión rota y falsas comuniones —manipulación afectiva y pose-
sión que han ahogado su ser y su libertad—. La alteridad aparece entonces como peligrosa.
El ser humano está obligado a evitar la comunión para poner sus energías en otra parte. Por lo tanto, se niega la comunión, no es
posible. Se convierte en un juego sin fundamento. Sartre, en El ser y la nada, afirma que el amor es un espejismo creado por un
genio maligno. Tiene la apariencia de la felicidad, la apariencia de una luna de miel pero, en realidad, es una lucha, una conquista,
una libertad que va a devorar a otra.
¿Es posible la comunión? ¿Es un espejismo creado por un genio maligno, o es el lugar de la presencia de Dios? Ésta es la cues-
tión fundamental de todo ser humano que busca la unidad, la paz, la luz, el amor, pero que está desanimado por todas las fuerzas
opuestas que se encuentran en él y en torno a él.
SER EL MEJOR
Todo ser humano —y digo bien: todo ser humano— ha tenido alguna experiencia de .esta comunión rota, falsa o imposible. En
el interior de cada uno de nosotros existe ese mundo olvidado formado de sufrimiento, muerte y culpabilif dad. La herida de cada
uno, no obstante, es más o menos grande. Pero existe una connivencia entre los que viven el fracaso: el vagabundo, el alcohólico,
el pobre, el hombre o la mujer con depresión, y los que trabajan incansablemente para conseguir su éxito personal, incluso por
grandes causas: el P-DG5, políticos, estrellas, etc. A pesar de las apariencias, el fundamento de su psicología, con toda suerte de
variantes y de matices, es idéntico. En un caso, es la depresión la que lleva a la bebida, al hundimiento, a ese sentimiento de ser
víctima y, en el otro, es igualmente la depresión la que produce una necesidad imperiosa de salvar a los demás, de ser un héroe,
de ser reconocido, para encontrar su identidad en la admiración, el poder y el éxito.
Ese malestar interior, esa culpabilidad, ese sentimiento de no valer, ese sentimiento de muerte, es como un motor que pone en
marcha al ser humano para redimir ese sentimiento de culpabilidad, y para demostrarse a sí mismo que se forma parte de una
elite, que se está entre los mejores. Esta necesidad de ganar títulos, de subir en ta escala de la promoción humana puede comen-
zar en la infancia y continuar toda la vida. Si el niño es el primero de la clase o destaca en algún deporte, sus padres van a estar
contentos. Él va a beneficiarse de una situación segura. Esta necesidad de ganar se desarrolla también, como ya hemos visto, a
través del grupo al que se pertenece. Esta búsqueda constante de éxito conlleva necesariamente ciertas turbaciones en el plano
relacional.
La imagen herida de uno mismo es una realidad personal provocada por los sufrimientos de las relaciones entre el niño y sus
padres. También es una realidad cultural y sociológica, más o menos transmitida por los sufrimientos de los padres y por la cul-
tura. Existen grupos de personas oprimidas que han sido despreciadas siempre como consecuencia de su raza, su religión, su
status social, su etnia. Este desprecio afecta a la imagen que tienen de sí mismos y a veces provoca ese sentimiento de vergüenza.
EL MURO INTERIOR
El muro psíquico que se ha creado alrededor del corazón vulnerable de cada uno de nosotros para ocultar y hacer olvidar nues-
tras heridas, nuestra pobreza fundamental, nos permite vivir y sobrevivir y hace que no nos sumerjamos en un mundo de depre-
sión y de rebeldía. Desde este muro, y llevados por la necesidad de olvidar ese mundo doloroso que hay en nuestro interior y la
necesidad de autoprobarnos, avanzamos por el camino de la vida hacia los logros, y hacia un reconocimiento de nosotros mis-
mos... o bien zozobramos en actitudes depresivas.
Detrás del muro, oculto en el inconsciente, no solamente hay aspectos negativos, fruto de la comunión rota; también se da una
búsqueda fundamental de la verdadera comunión, y de las energías latentes —que duermen— creadas para amar. Detrás del
muro está lo más herido y lo más sucio del ser humano, pero también Lo más bello; hay un potencial de alegría, de amor, pero
también un miedo enorme al amor y a los sufrimientos ligados al amor. El ser humano actúa a menudo a partir de ese muro —su
yo agresivo—, en busca de reconocimiento, huyendo sutilmente de todo lo que corre el peligro de encallar y de desvalorizarle.
Así es como sus acciones se tiñen de una especie de egoísmo arisco que se pega a la piel. Actúa para ponerse a prueba, para au-
mentar la imagen positiva de sí mismo, para su gloria. El mayor temor del ser humano es no existir, ser desvalorizado, juzgado,
condenado, rechazado como un maldito, Desde algunos puntos de vista, los filósofos pesimistas tienen razón: el ser humano está
en una constante lucha para obtener a cualquier precio —a costa de desvalorizar a los demás— el éxito y la admiración.
Ese muro separa al ser humano de su propia fuente. Ya no es como los pájaros, los peces del mar, el mundo vegetal que crecen y
dan vida desde sus propias fuentes. Los animales no llevan máscara; no están condicionados por una necesidad de tener éxito, de
ser aplaudidos y reconocidos. Cada ser vive de una forma simple y transparente. Es verdad que pueden tener miedo de algún
peligro, pero todos parecen tener confianza en sí mismos para ser lo que son. Parece que la herida del corazón humano le impide
al ser humano ser lo que es, simplemente. Se vuelve un ser competitivo que busca demostrar que forma parte de la elite, ocultan-
do sus propios límites, con lo que se convierte en víctima, careciendo de confianza en sí mismo y estando sediento de ternura.
Alejado de su propia fuente, también se encuentra separado de la fuente del universo. Ya no está al servicio del todo, del univer-
so, sino al servicio de sí mismo, por lo que se hunde en la depresión.
Ese muro es el punto de partida de todas las actividades de fuerza, de poder y de conocimiento que llevan al ser humano a estar
satisfecho de sí mismo. Se hace fuerte con todos los mécanismos de defensa y de protección que crea alrededor de su vulnerabili-
dad. Existen hombres de negocios apasionados de sus propios negocios que son incapaces de escuchar a su mujer o a sus hijos;
son incapaces incluso de comprender los sufrimientos y las necesidades del otro. Están encerrados tras su proyecto, que es lo
único que les hace vivir.
5 En Francia P-DG: Presidente-Director General, es decir, el mando supremo de una empresa (Nota del traductor).
luz. Igual que puede rechazar ir por este camino, si es atraído por otras realidades. Pero incluso si se orienta hacia las obras de
caridad, corre el peligro de ser sostenido por su necesidad de ser reconocido y confirmado por los demás. Siempre ese egoísmo
que se pega a la piel, o esa necesidad de ser reconocido y admirado...
Hay que reconocer que algunos niños han sufrido demasiado. Las barreras que rodean su corazón son demasiado fuertes; su
necesidad de ser reconocidos, de tener la madre o el padre amorosos que nunca tuvieron es demasiado poderosa. Han tenido que
protegerse demasiado. Quizá algún día tengan una experiencia —un flash de luz— que les ayude a descubrir que la comunión y
el amor existen; que ellos mismos son amados tal y como son. Un encuentro fortuito con una asistente social, un visitante de la
prisión, otro detenido... alguien que vea lo bueno que hay en ellos. Será toda una revelación. Ese muro psicológico no es inmóvil,
fijo y rígido; puede evolucionar y caer. El muro puede debilitarse paulatinamente para que la persona encuentre de nuevo esa
relación con su fuente.
3. DIFICULTADES DE LA RELACIÓN
Las consecuencias de esta herida primordial del corazón del ser humano y en consecuencia la construcción del muro psicológico
se manifiestan y son perjudiciales en las relaciones con los demás. Nos gusta comunicarnos con la gente que nos adula, nos reco-
noce y admira nuestros dones. Pero tenemos miedo de las personas que no nos reconocen, que no tienen confianza en nosotros,
que tienen miedo de nosotros, que nos juzgan e incluso nos acusan, porque perciben nuestros defectos a pesar de las máscaras y
de los personajes que hayamos construido con sumo cuidado.
Ahora veo bien cómo cuando estaba en la marina, estaba entregado al éxito y al reconocimiento de los superiores; me gustaba el
ideal y la fuerza que suponía esta vida. Mi primera preocupación no eran las personas. De igual forma, cuando dejé la marina,
quería entregarme a un ideal de paz y de vida cristiana; quería aprender filosofía y teología, pero no me interesaban fundamen-
talmente las personas. Es cierto que quería seguir a Jesús, conocerle, amarle, pero más por un ideal de vida que por vivir la comu-
nión. Me hizo falta tiempo para descubrir todas las heridas con respecto a la relación que había en mi interior, todos mis miedos
hacia los demás. Mandar, sí; enseñar, sí; obedecer, sí; aprender, sí; pero estar en comunión con los demás, ser vulnerable en rela-
ción con ellos me resultaba mucho más difícil. iHuía de las personas por un ideal! Me fue necesario un tiempo de formación espi-
ritual e intelectual para ir fortaleciéndome interiormente, para poder poner los pies en la tierra de los vivos y de las personas,
para aprender a escucharlas, a amarlas y a llegar a ser lo que soy en realidad. Todavía hoy encuentro dificultades para comuni-
carme, para no ocultarme detrás de un ideal. Me encierro fácilmente en mí mismo. Mis muros eran sólidos; poco a poco lo van
siendo menos, les una tarea tan ardua! Seguramente hay una inmensa vulnerabilidad y grandes miedos ocultos tras esos muros.
Percibo siempre cómo me invade la ira cuando, en una conversación, descubro que el otro está firme en sus posiciones intelectua-
les, políticas, sociales, filosóficas, religiosas que son radicalmente distintas a las mías, y que me agrede. Si no existe una comu-
nión o una atracción más profunda que esas diferentes posiciones, pronto descubro cómo se levantan mis mecanismos de defensa
y cómo surgen mis actitudes agresivas. Detecto que el tono de mi voz cambia. Ya no es un tono de acogida, de apertura, de escu-
cha, de ternura, sino un tono grave, más agresivo, ¿Por qué empiezan a actuar esos mecanismos de defensa? ¿Es por miedo a no
tener razón, por miedo a estar equivocado y a ser condenado? ¿Miedo a que se toquen esos prejuicios irracionales que hay en mí?
¿Miedo a que se piense que estoy encerrado en una ideología que me sirve?
A veces se produce en mí una energía fuerte, no canalizada. Se muestra como angustia o agitación. Me lleva a hacer cosas, a
organizar o a llevar a cabo mis proyectos. Me es difícil entonces permanecer, estar simplemente, estar en relación, abierto y aco-
gedor con el otro, ser vulnerable ante él, apacible y silencioso. No siempre conozco el origen de esta angustia, a veces es biológi-
ca o física (¿el hígado?), a veces psicológica, a veces espiritual. Pero está ahí, como un motor que funciona, no sabiendo cómo, ni
por qué, ni con qué fin. Me impulsa a actuar. Cuando hago cosas, tengo menos conciencia de esta angustia. La relación resulta
entonces difícil, por no decir imposible.
En esos momentos comprendo a las personas que padecen una psicosis. Cuando hay demasiada angustia acumulada, demasiada
confusión interior, hay que romper la relación; ésta parece aumentar la agitación; manifiesta la incapacidad de acoger con paz al
otro. Entonces le hacemos retroceder y la encerramos tras los muros.
En otros momentos mi cabeza está tan llena de ideas, de proyectos y de problemas, que no llego a acoger al otro ni a escucharlo;
paso de largo ante la belleza y las personas.
6 Mt 7, 3-5.
Existen también personas que están continuamente buscando ternura. Si no son objeto de atención amorosa, parecen caer en la
angustia, no viven. Es difícil vivir una verdadera comunión con ellas, pues tienden a manipular a los demás, incluso a desarrollar
enfermedades psicosomáticas para atraer la atención sobre ellas.
EL MIEDO AL ENEMIGO
Esto me lleva a hablar del enemigo. Cuando hablo de enemigo no me refiero al enemigo de guerra. Me refiero a la persona cer-
cana, en mi familia, mi comunidad, mi vecindario, que suscita el miedo en m(, que me bloquea, que parece que me impide expan-
dirme y caminar hacia la libertad. Esta persona parece ahogarme, aplastarme, dominar mi vida, i Es una persona que me gustaría
que desapareciera del planeta para que yo pueda encontrar la libertad!
Lucien era para mí este enemigo. lEsos gritos de angustia despertaban mis propias angustias, angustias que parecían llenar mi
tórax, que hacían latir mi corazón con violencia, volviendo difícil mi respiración! Esta angustia desencadenaba sentimientos de
odio y de violencia sin que yo lo quisiera. No había pegado nunca a Lucien, el débil, porque no estaba solo; me encontraba en un
medio que me protegía, un medio que me llevaba a actuar según ciertas reglas; si no, habría sido deshonrado, juzgado, sumergido
en un sentimiento de vergüenza. No digo que, si hubiera estado solo, hubiera pegado a Lucien, pero es evidente que la comuni-
dad, con sus reglas y mi necesidad de mantener mi honor, me ayudaron a contener esa violencia. Esta experiencia do- lorosa que
he vivido con Lucien me ha hecho solidario con muchos hombres y mujeres encarcelados. Su violencia se desencadenó, pero no
estaban protegidos por un medio que favoreciera las reglas humanas. Su violencia les llevó entonces a matar, a hacer daño. Ellos'
han sido condenados, humillados. Yo estoy protegido. Pero en el fondo no hay ninguna diferencia entre nosotros. Tenemos la
misma capacidad para hacer daño a un débil. Descubrir nuestra capacidad de odiar y de hacer daño es muy humillante. No somos
una elite, i nada más lejos de eso! La gente que nos alaba por nuestro trabajo con las personas deficientes nos lleva a una confu-
sión todavía mayor, porque no solamente somos violentos, sino que podemos ser también unos hipócritas que llevamos máscaras.
Al mismo tiempo, esta humillación es algo bueno. Nos empuja a tocar nuestra verdad, nuestra pobreza. Y sólo la verdad puede
hacernos libres. Solamente cuando aceptamos ver y mirar ese mundo perturbado que hay en nosotros, podemos comenzar a
caminar hacia la libertad. Quizá descubrimos entonces que el enemigo no es el otro, el extraño, sino nuestros propios demonios
interiores. El enemigo está en mí. El problema no está en el otro; está en mí, ¿Cómo quitar la viga de mi propio ojo para poder
quitar la paja en el ojo ajeno? ¿Cómo admitir mi propia herida y dejar de llevar una máscara?
LOS AMIGOS
Hace algunos años, veinticinco adolescentes entre catorce y dieciocho años, hijos de asistentes de El Arca, se encontraron duran-
te un tiempo para compartir y hacer vida en común durante las vacaciones. Me pidieron que les hablara del sentido del sufri-
miento. Estaba maravillado de ellos. Había conocido a muchos de sus padres antes de que se casaran y i me sentía un poco como
su abuelo! Ninguno de ellos pensaba comprometerse más tarde en El Arca, pero todos expresaban su alegría de vivir en esta
comunidad. Todos habían tenido contacto con personas con una deficiencia. Existía una gran amistad entre ellos. La adolescen-
cia es el tiempo de la amistad. Los amigos son los intermediarios entre el calor y la protección familiares y la tierra nueva todavía
no escogida. La amistad es una riqueza. Abre el corazón, da seguridad, posibilita la audacia y el riesgo. Pero también es verdad
que los jóvenes pueden encerrarse tras los muros de la amistad. Estando bien juntos, los amigos se esconden así de los adultos;
ocultan a veces su desesperanza. Forman un grupo aparte.
Los adolescentes están en un proceso para dejar la tierra familiar recibida. Buscan una nueva tierra en la que puedan echar sus
raíces. Este período de transición es como un paso, un viaje. Quieren encontrar un sentido a su vida. Abandonando a sus padres,
quieren algo nuevo, mejor, más bello. Buscan un ideal de vida.
EL IDEAL
A veces crece la rebeldía en sus corazones. Algunos jóvenes no pueden aceptar los valores de sus padres. Su agresividad se vuel-
ve contra la sociedad que parece hipócrita. Se sienten traicionados. La sociedad, excesivamente organizada, no parece conceder-
les un puesto. En mayo de 1968, los jóvenes se rebelaron contra la institución demasiado pesada, contra la autoridad que aplasta.
Querían demostrar que ellos también podían tomar decisiones, hacer cosas nuevas, abrir caminos nuevos.
Actualmente me siento impresionado por los jóvenes que están inmersos en un ideal de generosidad: ideal de justicia para con los
países más pobres, ideal ecológico, ideal espiritual y de compasión, ideal de paz. Muchos están dispuestos a sacrificar su bienestar
individual para integrarse en organizaciones humanitarias. Otros están desanimados y se encierran en su desaliento. Otros, por
el contrario, quieren poner orden en una sociedad que se fragmenta comprometiéndose en movimientos políticos o religiosos,
conservadores y muy estructurados.
Mi experiencia me demuestra que hay dos tipos de ideal: uno, más orientado a las ideas y a las estructuras; otro, más orientado
hacia las personas. El primero tiende a ser militante, pretende reformar las estructuras de la sociedad y se basa en una buena
organización. El segundo acentúa la escucha, la presencia y la bondad. Los jóvenes que se comprometen con las personas tienden
a vivir más en la realidad humana que los que se comprometen con las ideas en las estructuras.
La toma de conciencia del desorden del mundo se ve acentuada en algunos jóvenes por la percepción del desorden interior que
tienen ellos mismos. Sienten la división y la confusión que provienen de las divisiones familiares, de los conflictos entre sus pa-
dres. Se sienten perdidos y frágiles por esos conflictos. Un cierto número de ellos se ven también fragmentados interiormente
por sus propios deseos sexuales y por el miedo a la muerte. El aprendizaje de la sexualidad nunca es una realidad fácil. Toda
persona está herida en su vida relacional, por lo que puede estarlo mucho más en su vida sexual.
Mace algún tiempo trabajaba con un grupo de profesores de un instituto. Cada mes abordábamos juntos cuestiones que afectaban
a los adolescentes. Un día hablamos de su desconcierto ante la sexualidad. Hay una educación sexual que se recibe en el medio
familiar además de lo que aprenden a través de la televisión; están sus propias emociones y lo que escuchan a sus amigos del
colegio. ¿Cómo ayudarles a descubrir el sentido de la sexualidad humana? Pregunté a los profesores que dónde se hablaba de ello
en el colegio. «En biología», me respondieron. Todos los profesores admitieron que no era suficiente, pero confesaron que no
sabían hablar de ello. No es extraño que tantas personas estén confusas en este terreno. ¿Qué es posible? ¿Qué está bien? ¿Qué
puntos de referencia? ¿Qué construye? ¿Qué destruye? El poder de atracción hacia el otro sexo, el poder del deseo, la necesidad
de una comunión más plena con otra persona (sobre todo si la persona vive en un ambiente conflictivo en el que no se siente
amado) llevan a algunos a tener relaciones sexuales con personas con las que no se tienen vínculos profundos de amistad; son
relaciones pasajeras, sin amor. La sexualidad aparece entonces como un poder desordenado, que no tiene sentido humano. Una
joven me dijo: «Cuando quiero destruirme trato de vivir una relación sexual que no pueda acabar en una verdadera relación».
Otra mujer, sumida en el mundo de la delincuencia, me confesó: «Cuando odio a un hombre me acuesto con él», con un sobren-
tendido «así lo tengo en mi poder»,
De esta forma, la sexualidad humana es un mundo complejo, la unión física puede tener la apariencia de comunión como la reali-
dad de la decepción, de la separación, de la desdicha. Entonces puede ser destructiva para uno mismo, para el otro. La pornogra-
fía, los sex-shops, los abusos sexuales, las violaciones, muestran hasta qué punto algo que es bello cuando es un don del corazón al
servicio de la vida y de la comunión, puede ser orientado hacia la muerte.
El sida es una enfermedad que produce mucha confusión. El esperma y la sangre, llamados a dar la vida, traen la muerte. No es
extraño que nuestro mundo se sienta perdido ante este poder que parece caótico desde muchos puntos de vista. Muchas perso-
nas, no obstante, desde su juventud, tienen la intuición de que su sexualidad tiene algo de sagrado y no quieren entregársela a
cualquiera. La sexualidad humana implica un vínculo sagrado.
Una joven que había vivido numerosas experiencias con hombres y con la droga me habló de un joven que conocía bien: «Me
ama por mí». Algunos jóvenes distinguen bien entre un verdadero y un falso amor; saben lo que es verdad. Ahí radica, por otra
parte, su fuerza. Perciben rápidamente la hipocresía y los dobles mensajes; tienen un juicio a veces muy seguro. Su sufrimiento
consiste muchas veces en sentirse demasiado débiles, demasiado incapaces de ir hacia la luz. Se les conduce hacia otra cosa. No
tienen la fuerza de amar. Ahí está la fuente de su desaliento.
Existe también el desorden de la muerte, que algunos encuentran muy pronto en su vida. Yo personalmente no he encontrado la
muerte durante mi adolescencia. Por supuesto que sabía que la muerte existía, pero no he sido afectado por la muerte de perso-
nas cercanas. He podido constatar, no obstante, ta reacción de ios jóvenes de cara a la muerte de un amigo en el colegio sobre
todo cuando se trataba de un suicidio. La muerte parecía entonces algo repulsivo e insoportable, signo del caos de nuestro mun-
do. ¿Por qué vivir un ideal y amar si todo termina con la muerte?
FECUNDIDAD Y PRODUCTIVIDAD
En el libro de Saint-Exupóry, el Principito dice que se es responsable de quien se ha domesticado. Uno se vuelve responsable del
corazón que se ha despertado, pero todavía más de ese pequeño corazón que se ha procreado. Comunicar la vida es una de las
necesidades más profundas de todo ser viviente. Desde el origen del mundo, la vida engendra vida, Ocultas en cada flor, en cada
fruto, en cada legumbre, en cada árbol descansan las semillas que darán lugar a miles y miles de nuevas flores, frutos, legumbres
o árboles. Aristóteles decía que los seres vivos participan de la eternidad, no individualmente, sino a través de la permanencia de
la especie y de su capacidad de dar vida a otro ser semejante.
Lo que es verdad para todos los seres vivos, es verdad de una forma particular para el ser humano. Una de las riquezas del ser
humano es la de tener hijos. Son la alegría de la familia. En la mayor parte de los países del mundo, el hijo es el tesoro y la segu-
ridad de los padres. Cuando los padres sean mayores o estén enfermos, los hijos velarán por ellos. El hijo es también el porvenir.
Si hay sexualidad y procreación, es porque también existe la muerte. La sexualidad es la respuesta a la muerte. Todo ser humano
muere pero deja tras de sí a otro, un chico o una chica, parecido a él pero diferente. Los padres se prolongan en sus hijos; por eso
los hijos son el orgullo y la deshonra de los padres.
En las sociedad más ricas, no obstante, existe un cierto temor a dar vida. Los padres se paran a menudo en las dificultades eco-
nómicas; los dos trabajan y la madre se cansa; muchas veces no encuentran una vivienda adecuada. Se ve al hijo como una rique-
za, pero también como una incomodidad y un peso económico. Yo me pregunto, de todas formas, si no hay algo más tras la caída
del índice de natalidad en nuestras sociedades más acomodadas. En las comunidades de El Arca que hay por todo el mundo, hay
muchas parejas comprometidas. Reciben sueldos mucho más bajos y tienen a menudo tres, cuatro o cinco hijos. ¿No será porque
han encontrado en la vida comunitaria de El Arca una esperanza? No tienen miedo de traer niños al mundo.
La fecundidad humana no es solamente biológica. Para procrear, hace falta que el hombre y la mujer se amen. La intimidad se-
xual y la procreación se van preparando mediante la amistad, mediante una comunión en la que se va profundizando, mediante
un conocimiento y un reconocimiento recíprocos, mediante la confianza mutua que posibilita el darse el uno al otro. Y el niño
necesita del amor entre los padres para vivir y crecer armoniosamente, convertirse en él mismo y abrirse a los demás. Necesita,
como ya hemos indicado, ser amado. Si no, se encerrará en sí mismo. Los padres le dan la vida amándole; rechazándole o pose-
yéndole, le impiden vivir. En El Arca, hemos visto demasiadas veces las consecuencias de una falta de amor, del rechazo al niño
como consecuencia de su deficiencia.
Y esta fecundidad de la vida de la pareja va más allá de los hijos. Al amarse, se irradia una calidad de vida a su alrededor.
AUTORIDAD Y RESPONSABILIDAD
La madurez humana es la capacidad de ejercer la autoridad y de asumir una responsabilidad con las personas. El adolescente
intenta echar raíces. El adulto ya lo ha hecho en una tierra concreta; de manera que puede dar fruto. Se vuelve responsable de los
demás: responsable de su mujer o de su marido, responsable de sus hijos, responsable de sus amigos y compañeros de trabajo,
responsable de los que ha ayudado, de aquellos en quienes ha despertado la vida. Y la responsabilidad implica el ejercicio de la
autoridad.
En nuestra época hay un gran temor a la autoridad y a la responsabilidad. Una persona que ejerce la autoridad es vista con fre-
cuencia como alguien que cercena la libertad de los demás para lograr un fin preestablecido. Esto puede parecer una caricatura,
pero en realidad mucha gente no sabe ejercer la autoridad. La ejercen como un mal ayudante del ejército, gritando.
He descubierto en El Arca dos formas de autoridad: la autoridad que impone, domina y controla; y la autoridad que acompaña,
escucha, atrae, libera, da confianza, da vida y ayuda al otro a crecer, a tener confianza en sí mismo y a responsabilizarse. El que
ejerce la autoridad según la primera forma sabe que tiene razón, posee un sentido del deber y quiere enseñar a los demás las
verdades humanas, religiosas y morales. Pero el otro no tiene entonces nada que decir; debe escuchar, aprender y obedecer. No
hay diálogo. La autoridad impone y se impone. El que la ejerce tiene quizá un sentido de la verdad, no busca necesariamente su
propia gloria, no quiere destruir. Pero no sabe llevar al otro en su camino, no lo respeta. No escucha; tiende a culpabilizarlo tra-
tándole como si fuera inferior.
Esta autoridad fuerte es necesaria en tiempos de crisis. Cuando hay fuego, hay que actuar rápida y eficazmente. El niño debe
saber que hay cosas que no tiene que hacer. Hay que saber ser firme y decir «no» a quien trata con desprecio y abusa de una
persona con una deficiencia. Hay que corregir las injusticias. Hay que impedir al joven que se deje llevar por la droga. En el
Evangelio se nos dice que Jesús hizo un látigo con unas cuerdas y que echó a los animales del templo, tiró las mesas de los cam-
bistas, gritó a los fariseos que imponían pesadas cargas sobre los hombros de los pobres y débiles. Inmediatamente, por supuesto,
hay que retomar el diálogo, tratar de comprender, reunirse en profundidad con los que han actuado mal e intentar responsabili-
zarlos. Igualmente, en la enseñanza, hay verdades científicas y humanas que hay que enseñar a veces con fuerza, eliminando los
errores.
Esta forma de autoridad debe ser utilizada sobre todo contra algunas personas fuertes que abusan de su poder y de su supuesta
sabiduría para destruir a los pequeños y a los inocentes, a aquellos que no pueden defenderse. Jesús dijo que más le hubiera vali-
do al poderoso que escandaliza a un pequeño alejándole del amor y de su inocencia ser arrojado al mar con una gran piedra al
cuello. ¡Fuertes palabras!
La autoridad que escucha, responsabiliza y da confianza se fundamenta en la comunión. Los padres que juegan con sus hijos
escuchándoles, amándoles, que son buenos y justos, dan confianza. Ejercen la autoridad según ese modo de confianza para que
sus hijos vivan, sean libres y crezcan en madurez. Y los niños responden a la confianza depositada en ellos.
Esta forma de autoridad no impone la verdad sino que ayuda a descubrirla. No se trata entonces de hacer aprender fórmulas sino
de ayudar al otro a experimentar interiormente la verdad contenida en las fórmulas. Esto exige un apoyo continuo y requiere
tiempo, pues se trata de encontrarse con el otro allí donde está, para que integre la verdad poco a poco según sus posibilidades y
su ritmo interior. Esta forma de autoridad ayuda al otro a tener confianza en sí mismo y en su camino interior, y le ayuda a ha-
cerse responsable.
Esta autoridad que acompaña, que camina con, da lugar a veces a una autoridad silenciosa, amorosa, oculta: una autoridad que no
hace nada, que espera, que da confianza y que, en ocasiones, vela noche y día en la angustia. El padre que sabe que no es el mo-
mento de aconsejar a su hijo porque éste es ya lo bastante maduro y debe asumir sus responsabilidades, aunque cometa errores.
Ocurre lo mismo con la madre de un hijo que está metido en la droga, recorriendo un camino de muerte. Ha ejercido la firmeza,
pero el diálogo se ha interrumpido, la comunión está rota. El hijo se ha ido. La madre espera con el corazón traspasado por el
sufrimiento. El hijo posee su libertad. La madre no puede controlarlo. Quizá un día ese hijo vuelva; habrá tocado fondo y no
podrá descender más. Sólo será posible o la muerte o la ascensión. Y la madre tiene confianza en la vida y a veces en Dios. En ese
caso, la autoridad toma el aspecto del débil y del pobre. Ya no actúa. Espera el retorno, la comunión. Quizá atraiga hacia ella el
corazón de su hijo por su pequeñez y sus lágrimas, por su corazón roto; ella, que no pudo atraer al hijo con la fuerza y la sabidu-
ría.
Conozco a algunas personas que no pueden asumir una responsabilidad activa y directa sobre los demás. No es su misión, a veces
quizá como consecuencia de su fragilidad. Por el contrario, asumen una responsabilidad indirecta sobre muchas personas me-
diante su compasión, el ofrecimiento de sus vidas y su oración. Su papel entonces está escondido como en esta tercerá forma de
autoridad. Por su pobreza y amor, juegan un papel importante en una comunidad, en el mundo.
Un padre justo y bueno dijo a un amigo: «Había cogido la costumbre de decir a mi hijo adolescente lo que tenía que hacer. Pero
la relación con él se deterioraba. Entonces tomé la decisión de cambiar de actitud y escucharle. Desde ese momento, nuestra
relación ha mejorado mucho, se ha reanudado la confianza». Es un ejemplo de dos formas de autoridad.
En el ejército se ejerce la autoridad sobre todo a través de la orden, incluso aunque se utilice frecuentemente el diálogo. En El
Arca se pretende ejercer la autoridad fundamentalmente a través del acompañamiento, pero también es necesario utilizar el
mandato.
Hay varios símbolos de una autoridad justa y buena: el jardinero, que riega y alimenta la planta, no fabrica y no controla la vida,
sino que facilita el crecimiento; el buen pastor, que conduce al rebaño y que arriesga su vida para defender a las ovejas de los
lobos, conoce a cada oveja por su nombre; con ninguna tiene una relación personal, pero es la roca sobre la que pueden apoyarse,
la fuente de agua que lava, perdona y refresca.
Algunos asistentes de El Arca tuvieron en su infancia experiencias negativas con la autoridad: bien porque el padre estaba ausen-
te, o bien porque era muy autoritario y cercenaba su libertad. Hay mucha gente que no ha experimentado la autoridad que ayuda
a los demás a levantarse, a reencontrar la confianza en ellos mismos, a ser más libres. Para ejercer bien la autoridad, que implica
una escucha real y una comprensión de los demás, hace falta tiempo, experiencia y un buen apoyo. Es necesario haber recibido o
experimentado esta forma de autoridad. Para ser un buen responsable, es importante haber vivido bajo un buen responsable.
Para saber mandar bien, hay que saber obedecer. El ejercicio de la autoridad exige humildad. La autoridad se convierte entonces
en un servicio que supera a la persona.
Es un riesgo, pues no se tiene siempre la certeza de estar ayudando al otro.
Los que han sufrido una autoridad agobiante, dominante y controladora, rechazan con mucha frecuencia cualquier tipo de auto-
ridad. La autoridad es vista como algo malo porque tiende a suprimir la libertad. Esas personas a menudo no aceptan asumir las
responsabilidades; las evitan, o bien tienden a ejercer la autoridad de una forma autoritaria. No soportan ni la confrontación que
viene «de abajo» ni la autoridad que viene «de arriba».
De la anarquía se pasa rápidamente a la dictadura. La falta de autoridad apela a menudo a una autoridad fuerte que sea segura y
que controle y domine. No es fácil encontrar el justo medio: una autoridad que escucha, que comprende, que siente y que intenta
ayudar a crecer a los demás.
En las culturas latinas se tiene la tendencia a elaborar una teoría, un ideal y, después, a imponerlo. La realidad debe ser modela-
da, cambiada, transformada, para que se parezca a la teoría, al ideal. El ideal es como el modelo, como el proyecto del arquitecto.
Las culturas anglosajonas, por el contrario, son más pragmáticas. Actúan con y en lo real, pero a menudo les falta perspectiva; no
saben muy bien por dónde van, no tienen un plan a largo plazo. La verdadera autoridad no pretende imponer un ideal sino que,
al mismo tiempo, intenta orientar la realidad hacia un fin esperable y posible; no impone, orienta.
EL LUTO
El luto es perder algo vital, algo que llena el espíritu, el corazón y que despierta y requiere mucha energía. Esta pérdida deja un
vacío interior. Uno se siente perdido y confuso.
La energía está ahí, en su ser, pero no tiene un objetivo que cumplir. El aburrimiento se convierte en angustia. Ya no se tienen
más puntos de referencia. Para acoger los grandes lutos de la vejez y de la muerte hay que pasar bien las otras etapas; hay que
acoger los pequeños lutos que comienzan pronto y están presentes a lo largo de toda la vida.
En El Arca vivo con hombres y mujeres que han perdido antes de haber ganado. No han gozado de salud; muchos no han tenido
familias que les hayan acogido con amor, respeto y ternura. Han vivido la sensación de vacío antes de conocer la sensación de
plenitud. Les han separado de sus padres, les han llevado a una institución o a un hospital psiquiátrico. Algunos se han negado a
crecer; se han encerrado en la tristeza y en un sentimiento de muerte. La vida no ha pasado por ellos.
Perder lo que es querido es una realidad de toda vida y de toda edad de la vida. Para el niño, nacer es perder la seguridad del
seno de la madre; es un momento de angustia. Perdiendo una seguridad se cae en la angustia pero la vida empuja hacia adelante,
se busca otra seguridad. El niño, chico o chica primogénito, pierde su puesto de hijo único cuando nace el hermano. Ya no es el
único centro de atracción; hay otro. Esto puede sumirle en la angustia, la ira, la rebeldía, pero al mismo tiempo, avanza hacia una
mayor autonomía.
No hace mucho recibí una carta de una madre que me hablaba de su hija de treinta y cinco años que se había vuelto muy agresiva
con ella. La madre no comprendía ese cambio de actitud. Su hija, con la ayuda de un terapeuta, comenzó a hacerse consciente de
su inmensa ira contra su madre, ira que surgió cuando, a la edad de dos años, su madre la trasladó a casa de su tía cuando nació
su segundo hijo. Entonces había perdido a su madre sin comprender nada. Creyó que la había abandonado. Esta ira violenta,
escondida en ella desde hacía treinta y tres años, irrumpió de repente en su conciencia. El luto provoca frecuentemente la ira. Es
importante liberarse, mediante la palabra, de esas iras ocultas en el inconsciente que uno nunca se ha atrevido a expresar. Así es
como realmente se puede llevar el luto, aceptar perder, pues se puede hablar de ello y comprender lo que pasó y, si es necesario,
perdonar a la persona en cuestión.
Uno de mis amigos estaba terminando su doctorado en filosofía. Era un hombre brillante. Se le había propuesto ya para un cargo
importante en la enseñanza en Canadá. Su porvenir estaba asegurado. Más tarde cayó enfermo y se le descubrió un tumor en el
cerebro. Después de una operación delicada, ya no pudo leer. Durante dos años vivió en la confusión, la rebeldía, la ira. Para él
era como si toda su vida se hubiera venido abajo. Estaba totalmente desorientado. Paulatinamente comenzó a descubrir las ale-
grías de la vida de relación y a escuchar a los demás. Después de dos años pudo decir a un amigo: «Ahora puedo aceptar todo lo
que ha pasado. Antes vivía para los libros y las ideas. Ahora que no puedo leer, vivo con y para las personas y soy feliz». Se
orientó hacia la escucha y el apoyo de las personas con dificultad. Había hecho el luto a la filosofía.
Estoy muy en contacto con las madres que viven el luto del hijo de sus sueños: el niño con buena salud. Cuando descubrieron
que su hijo tenía una deficiencia mental grave, su mundo interior se vino abajo. Es algo terrible e incomprensible el dar a luz un
hijo con una deficiencia profunda. En seguida los padres se sienten culpables y plantean la cuestión: «¿Qué mal he hecho para
tener un hijo así?» Es el grito, frecuentemente no formulado, de muchos padres. Los padres necesitan tiempo para acoger la
realidad, para no hundirse en la decepción. Todos vivimos con proyectos para nosotros mismos, nuestros hijos, nuestros amigos.
Si la vida no se desarrolla según nuestros esquemas, entonces aparecen la decepción, la ira, la rebeldía, la tristeza, las acusacio-
nes.
A los que se arrojan a un ideal, a veces fes llega el tiempo de la decepción, el tiempo de la dura realidad. Para algunos, el matri-
monio aparece como la dicha, esa dicha entre dos en la que se va a vivir el amor. Después llega el momento en el que uno se hace
consciente de los límites del otro y de los suyos propios; se toma conciencia de la pobreza misma del amor, que puede transfor-
marse en ira y en odio. Cuanto más grandes fueron los sueños, más dura resulta la caída.
Algunos, que se entregan a un movimiento idealista, viven esta misma decepción. Este ideal puede ser de orden político: cuántos
hombres y mujeres vieron en el comunismo un ideal de vida. Más tarde les decepcionaron la corrupción interna y las mentiras.
Igualmente están los que han sido decepcionados por una comunidad religiosa, por la Iglesia, por El Arca. Han querido dar toda
su vida a la comunidad. Después vino el descubrimiento de la realidad decepcionante: los miembros de la comunidad cerrados en
sí mismos, celosos de sus privilegios, difíciles de carácter, los conflictos internos, la autoridad mal ejercida, etc. Perder el ideal
lleva a la confusión y a la ira. Es como si se hubiera abusado de nosotros dejando entrever ante nuestros ojos un ideal que no era
sino una mera ilusión.
Uno de los mayores sufrimientos que he constatado es el de una joven que desea casarse pero no se produce el encuentro con un
hombre. Una persona me confesó que nunca podría ser feliz si no se casaba. Decía, en definitiva, que si no era elegida por alguien,
no existiría. Me esforzaba en vano en sugerir que el matrimonio no aporta siempre la felicidad, que muchos matrimonios se sepa-
ran o se vuelven conflictivos, que a veces hay muchas dificultades con los hijos, etc., nada podía desbloquearla. No es el razona-
miento lo que ayuda a alguien en el luto. Necesita otra cosa. El descubrimiento de una alegría, de otra plenitud a pesar de (o a
causa de) los duelos. No es diciéndole a una madre que su hijo con una deficiencia es guapo como será capaz de hacer ciertas
cosas y podrá desarrollar sus dones, como aceptará a su hijo. Le es necesaria una nueva experiencia que haga que «su luto se
torne en alegría». Es una promesa de Dios transmitida a Jeremías. Dios dice a su pueblo: «Y cambiaré su luto en alegría, y les
consolaré y alegraré su tristeza»7. Después de la experiencia de la vida comunitaria y de otras experiencias más interiores, la
joven que buscaba el matrimonio comenzó a descubrir que la felicidad no estaba ligada al amor de un hombre, sino que se encon-
traba en el interior de ella misma. Es una actitud con respecto a la realidad y los acontecimientos. La experiencia de Dios la ayu-
dó a descubrir quién era ella, que su vida era bella, que tenía un valor único que podía desarrollarse, que el amor y la fecundidad
que esperaba eran posibles bajo otras formas.
Un asistente de El Arca me confesó que la mayor herida de su vida era que su padre le despreciaba. En efecto, él era muy distinto
a sus hermanos, que habían triunfado y estaban bien situados. Él no había tenido éxito. La mirada de desprecio de su padre le
hacía sufrir muchísimo. Es un sufrimiento insoportable para un hijo el no responder a las expectativas de sus padres. Entonces
apareció por El Arca. No había elegido positivamente estar allí, pero no encontraba otra solución para su porvenir. Poco a poco,
descubrió la fuerza de la vida comunitaria, la visión humana y cristiana de El Arca. Descubrió su capacidad de acción, su capaci-
dad para asumir responsabilidades. Descubrió la fe y el amor de Jesús. Entonces pudo constatar que, si sus hermanos habían
triunfado exteriormente, les faltaba quizá una dimensión de alegría y de fe, y unas motivaciones profundas. Su luto se tornó en
alegría.
Los lutos de la vejez comienzan en plena vida de adulto. Existen lo que se llaman los lutos de los cuarenta años que, en realidad,
son los lutos de la adolescencia prolongada en la vida de adulto. La vida ya no está delante de uno, sino detrás. Es el descubri-
miento de que ya no se puede soñar como antes. Las elecciones ya están hechas, hay muchas menos posibilidades de cambio y de
una nueva vida. Incluso quizá se está delante de toda suerte de dificultades en la familia y en el trabajo que no se esperaban. Y
además, a veces se trabaja con personas más jóvenes que nos superan en competencia y en promoción humana. Todo esto es
signo de la vejez que se acerca. Se necesita tiempo para encontrar el ritmo de vida y el alimento espiritual necesario para cambiar
7
Jr 31, 13.
de actitud y acoger la realidad con serenidad. En ocasiones el negarse a aceptar el paso de la barrera de los cuarenta lleva al
hombre o a la mujer a revivir su adolescencia o a vivir una adolescencia que no fue vivida. Se busca entonces un nuevo riesgo
afectivo que a menudo no acaba bien. De hecho, el luto de los cuarenta es diferente para el hombre y para la mujer, pues ésta va a
vivir una experiencia de finitud con la menopausia; ya no podrá ser fecunda biológicamente.
Uno de los grandes lutos de la vida es el del honor, el hecho de ser despreciado, visto como alguien que ha traicionado una causa.
Fue el inmenso sufrimiento de Jesús después de tanto éxito: la muchedumbre que le seguía le veía como un profeta, como el Me-
sías que iba a traer la liberación al pueblo judío humillado y aplastado. Después, le rechazó. Fue incomprendido y abandonado
por sus amigos. La muchedumbre que gritaba el domingo de Ramos: «Hosanna, Hosanna al hijo de David, rey de Israel», gritaba
el viernes: «Crucifícale, crucifícale», dando a entender «Nos ha decepcionado». Es inmensamente doloroso el ser abandonado por
los amigos que han perdido la confianza en nosotros. Esto es lo que vivo con más miedo. Desde algunos puntos de vista El Arca
es un éxito, y aunque esté convencido de que todo esto no es obra mía sino de Dios, da una cierta paz y alegría saberse apoyado y
amado por tantos amigos, hermanos y hermanas, haber sido escogido por Dios para vivir esta realidad de El Arca, haber tenido
una vida plena y fecunda. Perder todo esto, perder la seguridad, la amistad y ia intimidad de los hermanos y hermanas, sentirse
devaluado, rechazado, condenado me parece el último duelo. Ser despojado en este sentido me da pánico. Al mismo tiempo, está
presente la promesa de Dios: «Cambiaré su luto en alegría».
Cuanto más nos llena algo, alguien, un proyecto, una función, la amistad y el honor, un ideal de vida que estimula y atrae, más
dura es la caída cuando esta realidad se hunde. De repente, uno se encuentra sin vida, sin ganas de vivir. Aparece 1a depresión,
un sentimiento de muerte. Uno está perdido y confuso. Hace falta entonces cierto tiempo para que las energías vuelvan, para que
se forje un nuevo proyecto, para retomar ese gusto por la vida.
Los psicólogos, y sobre todo aquellos que han acompañado a personas afectadas por un cáncer que les ha llevado a la muerte, han
descrito las diferentes etapas de la acogida de esta realidad, pero esas etapas son las mismas para todo luto. En primer lugar, el
negarse a creerlo: «iNo es posible!». Corren a otro médico. Hasta el día en que ya no pueden negar la realidad. Entonces todo se
hunde, aparece la rebeldía, la ira hacia lo real, hacia Dios y hacia el otro. Uno se encierra en la cólera: «¿Por qué yo?». Pero no se
puede quedar uno en la rebeldía, se buscan formas para salir. Se intenta cambiar la realidad negociando con Dios, con su destino.
«Si rezo tal oración, si hago tal peregrinación o si dejo de fumar, si, si, si...» Pero nada cambia y uno entonces acaba en la depre-
sión, en la tristeza. Uno se cierra, hasta el día en que pasa algo: un rayo de sol entra en el corazón, se produce un encuentro;
entonces se acoge la realidad tal como es. Se descubre que no se trata de fabricar ta realidad sino de aceptarla y descubrir en ella
una luz, un nuevo amor, una presencia. Muchos pasos que implican lutos pueden, no obstante, facilitarse si uno los prepara y tos
elige en vez de limitarse a sufrirlos. Así uno puede prepararse para dar el paso de los cuarenta o de la jubilación.
EL FIN DE LA VIDA
Veremos en los siguientes capítulos cómo una verdadera experiencia del Dios que se revela a nosotros en nuestra pobreza es el
medio más profundo de vivir los lutos y de superar las frustraciones de la vida, para vivir en la realidad. El peligro del ser hu-
mano es el de permanecer encerrado y centrado en sí mismo y en sus proyectos, aferrado a su reputación y a su gloria, viviendo
en un mundo imaginario. La vida humana, ya lo hemos dicho, es un camino én el que uno se convierte en lo que es, en el que uno
encuentra su identidad profunda y en el que uno se abre progresivamente a los demás. Se trata de ser, y de estar abierto. Los
lutos nos liberan de lo que nos hacía estar encerrados. Pero también el duelo, ya lo hemos indicado, puede acarrear angustias,
rebeldía y depresiones. La poda hace daño. Uno corre el riesgo entonces de encerrarse en sí mismo. Pero es también en el luto
donde puede tener lugar la renovación a través de gestos de comunión, de una experiencia de Dios. Humildemente uno se abre a
los demás, al universo, a Dios.
La última etapa de la vida es la de los duelos y las pérdidas que preparan la muerte final. Las fuerzas disminuyen, la salud ha
empeorado, la memoria se debilita, los ancianos se sienten menos capaces de afrontar los conflictos y pierden a sus amigos. Es
entonces cuando el fin de la vida se parece a los inicios: el anciano con incontinencia, que necesita ser alimentado, lavado, vestido,
que no se comunica de igual manera por la palabra sino que está en comunión con el otro a través de la mirada, el tacto, la sonri-
sa, el cuerpo, se parece al niño. Hemos sido concebidos y nacemos para la comunión. Uno se vuelve de nuevo débil y pequeño
para redescubrir el sentido de nuestra vida: la comunión.
LA VEJEZ Y LA AGONÍA
Sea cual sea la trayectoria de una vida, la vejez es la etapa del sufrimiento. Ciertamente se crece hacia una vida de dulzura y de
bondad, el retorno a la comunión y a lo humano, los abuelos rodeados de sus hijos y de sus .nietos. También hay —y quizá sea
ésta la situación más corriente hoy día en la que las familias están diseminadas— abuelos (el o la que permanece viva) que no
pueden quedarse en casa de uno de sus hijos. Se sienten solos y abandonados. En nuestros días, muchas personas mayores se
encuentran en un estado de tristeza, de vacío interior y de aislamiento. Muchos son viudos y viven cruelmente el luto por su
compañera o compañero de vida. Muchos pasan su tiempo delante de la televisión por comodidad, por matar el tiempo, o se en-
cierran en alguien, poseyéndole, evitando su libertad. Viven en el aburrimiento o en el miedo. Muchos han tenido que retirarse
en asilos, separados así del mundo, de las demás generaciones, de sus amigos, de su entorno, sin sustento cultural, afectivo o
espiritual. El sufrimiento de muchos ancianos es profundo. Se sienten inútiles, no queridos, son una carga para sus hijos. Carecen
de fuerza, de energía e interés para leer. Esperan que todo se les haga. Lo más difícil parece ser el vacío interior, la inquietud, la
angustia. Enloquecen por nada. Todos los síntomas de la comunión rota de la que ya hablamos en el niño surgen en su concien-
cia: sentimiento de culpabilidad, de falta de valor, de depresión, de rebeldía.
Últimamente he tenido el privilegio de estar cerca de dos personas mayores: mi madre y el padre Thomas. Los dos estaban, en
algunos aspectos, llenos de paz, de serenidad, capaces de acoger la realidad y a los demás, y sobre todo a las personas desampa-
radas o que se sentían solas. Pero en ellos, iqué angustia, qué sufrimiento intenso existía en determinados momentos! La pérdida
de energía, la toma de conciencia de sus límites, las faltas de delicadeza en las personas cercanas, un mundo que parecía superar-
les ó dejarles solos, impotentes, perdidos, les han llevado a veces a paroxismos de angustia y de sufrimiento interior; nadie podía
entonces unirse a ellos. ¿Qué decir de esta angustia última, de ese sentimiento terrible de ser abandonado, no querido, sentimien-
to de muerte antes de tiempo, de muerte interior? Quizá cuanto más plena ha sido la vida, llena de luz y de claridad, esa angustia,
esa duda y ese sentimiento de fracaso parecen más espantosos.
Personalmente empiezo a tener esas angustias. Cuando las noches son largas, cuando no puedo dormir, cuando no tengo energía
para pensar, orar o leer, cuando el cuerpo está tenso, electrificado; cuando caigo prisionero de la imaginación, de lo cual se saca
poco, cuando surgen los sentimientos de miedo, de pánico, de culpabilidad... i la noche parece a veces tan larga y el alba tan leja-
na!
Sí, todavía persiste la ofrenda pero, ¡parece tan frágil! La fe es como un hilo muy tenue, pero da un poco de esa esperanza que
permanece.
LA MUERTE
En las comunidades de El Arca hemos vivido muchas muertes. Hay muertes muy dulces, muy bellas, como las de Agnès, de Re-
né, de Jacqueline y de tantos otros. Se fueron debilitando paulatinamente, rodeados de sus amigos y de los demás miembros de su
hogar. Éstos hablaban regularmente entre ellos sobre su amigo moribundo, y rezaban con y por él. Después, un día, una tarde, la
pequeña llama de vida tan frágil se extinguió.
Hay muertes más dolorosas, como la de las personas que están solas en un hospital. No se la esperaba allí. La muerte nos ha sido
como robada. Los amigos no han podido rodear a la persona y decirle: «Adiós».
Después ha habido muertes violentas, terribles, impactantes. Como las de los asistentes jóvenes, llenos de vida, muertos de golpe
en un accidente de coche. Estas muertes dejan un vacío, provocan la angustia y el miedo. Son como un aldabonazo que sitúa a
cada uno ante su propia muerte: «Ése podría ser yo».
En nuestras comunidades procuramos celebrar la muerte. Celebrar quiere decir aquí no huir de ella, sino mirarla cara a cara,
hablar de ella, hablar de la persona que nos ha dejado, hablar de su belleza, hablar de nuestra esperanza cristiana, hablar también
del sufrimiento, tal vez de nuestra rebeldía. Celebrar es también la forma de velar el cuerpo, acompañar a la familia, ir al funeral.
Hace algunos años François murió de cáncer en nuestra comunidad. Estuvo muy acompañado por sus amigos, sostenido por el
padre Thomas. Murió unos instantes después de haber recibido la comunión de las manos del padre Thomas. Como de costum-
bre, velamos su cuerpo. Jacqueline, una asistente, encontró a dos personas deficientes de la comunidad que le preguntaron:
«¿Podemos ver a François?» Vinieron a la habitación y rezaron juntas. «¿Podemos abrazarle?» «Por supuesto», respondió Jac-
queline. Jean-Louis le abrazó y exclamó: «¡Mierda, está frío!». Y se fueron los dos diciéndose el uno al otro: «Mamá se va a ex-
trañar cuando le diga que he abrazado a un muerto».
Estos dos hombres, con sus propias deficiencias, pudieron encontrar así la muerte sin temor, sin drama. Pudieron integrarla
como una realidad natural. Es el camino para cada hombre y para cada mujer. Así como la vida es bella, la muerte también.
Esto no quiere decir que algunas muertes no sean un escándalo. ¡Hay masacres horribles! Existen esas muertes repentinas que
dejan un vacío profundo. Pero el escándalo es sobre todo para los que se quedan y esperan su turno.
EL CRECIMIENTO
En la célula inicial de todo ser humano, existe ese extraño programa que va a fabricar el cuerpo del niño a semejanza del de la
madre y del padre, a semejanza de los abuelos, de los bisabuelos y de los antepasados. Esta vida se transmite de generación en
generación, a través del color de la piel, la talla del cuerpo, las enfermedades genéticas, el tipo de cerebro, etc.
En la vida se da lo determinado y también lo indeterminado. Ya hablaremos de ello más tarde. La vida está determinada —la
nariz será de tal tamaño— pero es también flexible, se acoge a la realidad, se modifica según el entorno y según la acogida o el
rechazo recibido. Se adapta. El cuerpo se desarrolla, la vida fluye si encuentra amor pero si no, se crispa, se pone en tensión ante
los obstáculos, se protege ante el miedo y el sufrimiento y los mecanismos de defensa se activan, se producen bloqueos o se llega
a hacer violenta.
El crecimiento inspirado e impulsado por la célula inicial va a continuar toda la vida, hasta el final, al menos en cuanto a la co-
munión. Se trata del crecimiento pero también del decrecimiento, A partir de los veintidós años, todos comenzamos la curva de
la debilidad. lExtraño programal iCada día mueren 100.000 células del cerebro, sin ser reemplazadas! Menos mal que hay mu-
chas. Así, cada día el cerebro, pero también el corazón, los ríñones, el hígado van deteriorándose hasta el día en que el cuerpo se
debilita de tal forma que uno de los órganos esenciales deja de funcionar, La vida se detiene en ese momento.
Decía en el capítulo anterior que estaba maravillado por la semejanza entre el comienzo y el fin de la vida, entre el niño y el an-
ciano. Pero hay una diferencia fundamental. El niño no es consciente intelectualmente; no elige. La vejez, por el contrario, llega
después de haber hecho sucesivas elecciones en la vida y es su último fruto. El anciano llega a la etapa de la debilidad teniendo
múltiples relaciones, conocimientos, experiencias, con el corazón repleto de todo lo que le ha llenado, y a veces vacío de todo lo
que le ha faltado. Avanza hacia el paso final de la muerte con el corazón lleno de encuentros, debilitado por la enfermedad, surca-
do por el sufrimiento, entregado en su pequeñez para acoger una nueva comunión.
EL SENTIDO DE LA VIDA
En nuestro mundo moderno, ¿qué sentido se le puede dar a la vida?, ¿qué sentido se puede proponer? iTantas personas actual-
mente están buscando, tantas están perdidas y han perdido la referencia ética, a tantas no les satisface una vida puramente mate-
rialista, con unos placeres efímeros o con una búsqueda de poder y de éxito! Tantas entre ellas tienen una inmensa buena volun-
tad; quieren la justicia, la comunión y la paz. Pero no saben qué dirección tomar. La política resulta a menudo falsa; las religiones
con frecuencia parecen cerradas y legalistas; el comercio, la industria, la tecnología resultan deshumanizantes. Muchos jóvenes
se vuelcan, entonces en las sectas o en los movimientos políticos o religiosos integristas. ¿Cómo ayudarles a descubrir que nues-
tro mundo no es malo, y que cada uno de nosotros podemos colaborar para hacerlo más humano?
A través de mi experiencia anterior a El Arca y una vez aquí, he descubierto la importancia de dos elementos esenciales en la
vida humana y que pueden darle un sentido, tanto en personas de buena voluntad, sin religión, como en personas que buscan a
Dios sea cual sea su religión. Ser y estar abierto. Tener una identidad clara y estar abierto a los demás. La identidad se recibe a
través de la tierra, la familia, la cultura, la educación, a través de la salud física y psicológica; pero también se forma a través de la
elección de una profesión, a través de nuestros dones y capacidades, de los valores y motivaciones fundamentales de la vida, de
los amigos, de los lugares en los que uno se compromete y a través de la búsqueda de la verdad sobre uno mismo y sobre la vida.
Abrirse a los demás, sobre todo a aquellos diferentes a nosotros, es verles no como rivales o enemigos a los que se juzga o recha-
za, sino como a hermanos, hermanas en una misma humanidad, capaces de transmitirnos la luz de la verdad que se esconde en
ellos, y con quien se puede vivir en comunión.
La apertura no consiste en ser blando ni en una tolerancia sin preocuparse por la verdad ni por la justicia No es una adhesión a la
ideología de los demás; es una simpatía y apertura hacia los demás y, en particular, hacia los débiles, los pobres, los oprimidos de
cualquier raza y religión para vivir una comunión con ellos y recibir su don. Es un deseo de comprensión y de encontrar los
medios para dialogar con los que son diferentes a nosotros y con los que ejercen mal la autoridad o los que oprimen. Abrirse es
extender los brazos de nuestro corazón.
Los que no tienen identidad, los que no tienen tierra, los que no tienen unos valores claros, no pueden estar abiertos realmente a
los demás. No sabrán dar, pues no saben bien quiénes son, lo que quieren y lo que pueden hacer. Los que tienen una identidad
clara pero están encerrados en sí mismos y en su grupo tras sólidos muros, están convencidos de su rectitud; juzgan y condenan
a los que no piensan como ellos. Están en peligro de ahogarse o tienden a provocar conflictos.
Los que tienen una identidad y están abiertos a aquellos diferentes a ellos, poco a poco van a convertirse en personas de compa-
sión, de paz y de reconciliación. Mediante gestos humildes y sencillos, mediante la escucha y la bondad, van a aportar paz y uni-
dad. En su búsqueda de la comunión van a ayudar a los demás a vivir más plenamente su humanidad y a reunirse en torno al
compartir y la amistad.
LA CRISIS
Para la mayor parte de nosotros, la vida está compuesta de crisis, de rupturas, de separaciones, de acontecimientos inesperados
felices o desgraciados como las enfermedades y los accidentes. La muerte continuamente está apareciendo a lo largo de la vida.
En chino, la palabra crisis quiere decir «peligro» pero también «ocasión». Quizá hay peligro de muerte pero también la ocasión
para la eclosión de una nueva vida, de un renacimiento. En griego, significa la necesidad de avanzar, de tomar una decisión para
salir de una situación bloqueada. Numerosas crisis surgen de fatigas excesivas y de una falta de armonía entre comunión, coope-
ración y competencia. Se ha puesto demasiada fuerza en una de las tres, olvidando o evitando a toda costa las demás; y la natura-
leza grita su descontento. Un hombre que dedica todas sus energías al trabajo y que olvida su vida familiar, vivirá una crisis
cuando su mujer se irrite y le amenace con dejarle si no cambia. Entonces tendrá que hacer una opción, buscar ayuda, porque su
trabajo se ha convertido en una evasión, una dependencia, un calmante para sus angustias, una forma de llenar la vida. Necesita
reencontrar la comunión.
En 1976 caí enfermo y tuve que pasarme dos meses en el hospital. Mi cuerpo gritaba pues lo había maltratado; no le había dado
el descanso y el alimento que necesitaba. Esto me sirvió de lección. Después de la enfermedad encontré un mejor equilibrio hu-
mano y un mejor ritmo de vida.
Hay accidentes, enfermedades, una depresión, a veces fracasos graves, que obligan a la persona a encontrar otras fuentes en su
interior que permanecían ocultas y adormecidas. Existen también crisis que provienen de una culpabilidad o de un malestar cre-
ciente en el corazón o en la conciencia de una persona. No puede soportar más haber ocultado un aborto o una relación sexual
fuera del matrimonio, haber mentido o estar enredado en un asunto de corrupción. La culpabilidad es como un cáncer que corroe
el interior de la persona, que paraliza la alegría y la transparencia, que impide la comunión y a veces la cooperación; hasta el día
en que se produce una explosión, el malestar se hace demasiado grande. Se convierte en un grito por volver a encontrar la co-
munión, la transparencia, la verdad sobre uno mismo. Por otra parte, existe en este ámbito una ley curiosa. La persona está como
impulsada a hacer cada vez más «burradas» para que un día la verdad estalle, y se produzca una liberación con respecto a la cul-
pabilidad disimulada. En el ámbito del mal, de la corrupción y de la mentira, no existe, según parece, desmesura; siempre hay que
ir más lejos. Están también todas las personas que parecen que dan mal ciertos pasos en su vida. El adolescente que tiene miedo
de dejar a sus padres y quiere seguir siendo un niño; el adulto que tiene miedo al compromiso, a la fecundidad, y que quiere se-
guir siendo un adolescente en continua búsqueda, sin responsabilidades. El anciano que no acepta su edad y las situaciones que
suponen un luto. Estas personas no han podido hacer buenas elecciones en los momentos oportunos, bien como consecuencia de
una falta de preparación humana y de apoyo, o bien por culpa de los miedos. Cuando el paso no está bien dado, en un momento
determinado la naturaleza grita, la angustia se vuelve demasiado grande. Están los que no han podido ver sus miedos: miedo al
fracaso, miedo a la muerte, miedo al abandono. Han pasado el tiempo huyendo de sus miedos. Después, un día, sus miedos les
dominan y tienen que buscar ayuda.
Estoy impresionado por el número de personas que están obligadas a descender a los abismos de la desesperanza y de la soledad
antes de remontar a la vida. El único lenguaje que parecen capaces de entender es un lenguaje violento de enfermedad y muerte.
Intentan no escuchar el consejo del amigo. Mientras no toquen el fondo del abismo, rechazan la ayuda pues consideran que no
tienen ninguna necesidad de ella. Creen que pueden salir de allí ellos solos. Viven entonces en la ilusión, niegan lo real. Éste era
mi caso antes de ir al hospital. A menudo acudimos al médico demasiado tarde. ¿No es ésta también la situación de las personas
que se acercan demasiado al alcohol o a la droga? Niegan la gravedad de su situación. Un hombre desde la cárcel me escribió una
carta emotiva. Había ejercido una profesión liberal con éxito; estaba casado y tenía niños; vivía bien pero, según parece, replega-
do en sí mismo y en su éxito. Me escribió: «He hecho una gran tontería». No me desveló cuál. Ingresó en prisión. Después decía:
«Fui llevado a una celda de aislamiento. Toqué el fondo de la desesperación. Lo había perdido todo. Quería morir. Y después, de
repente, hubo como una pequeña estrella de luz que penetró en mi corazón. La guardé y la miré. Ahora ha crecido». A partir de
esta experiencia que le ha transformado, este hombre ha vivido un renacimiento. Poco a poco, ha sido transformado por una fe
espiritual y el deseo de abrirse a los demás y de trabajar por ellos. Le fue necesario tocar el fondo de su ser y de su pobreza para
encontrar la ayuda del otro y también una fuerza nueva que le permitiera superar sus egoísmos, sus contradicciones internas, sus
cuí- pabilidades conscientes e inconscientes y orientarse hacia la comunión y la cooperación.
Sí, la crisis es un peligro y una ocasión de renovación, de encontrar un nuevo equilibrio y una nueva libertad interior. Pone de
manifiesto una falta de armonía y de transparencia. Es el momento de buscar la ayuda de un sacerdote, de un guía espiritual, de
un acompañante, de un amigo, de un terapeuta o de cualquier otro que nos ayude a tomar buenas decisiones, y a mirar y acoger
mejor la realidad para avanzar en la vida.
Lo que me impresiona es que, a pesar de todas las falsedades de la vida, de los pasos mal dados, de las irresponsabilidades y las
faltas de equilibrio, los seres humanos encuentran la paz con frecuencia en el momento de la muerte. Estas personas vuelven a
encontrar la comunión y la paz del comienzo de la vida al final de su existencia. Entre los dos momentos, se produjeron roturas y
sufrimientos. En el momento de la muerte de Jesús había a su lado, crucificado como él, un condenado a muerte. Habló con sim-
patía a Jesús diciéndole: «Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». Y Jesús le contestó: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo
en el Paraíso».
Una madre me contó la historia de su hijo pequeño que murió a los cinco años. A los tres años, tuvo una enfermedad que provocó
la parálisis de sus piernas. Esta parálisis se extendió por todo el cuerpo. A los cinco años estaba acostado, ciego y totalmente
paralizado. Su madre lloraba junto a él. El niño le dijo: «No llores mamá, todavía tengo un corazón para quererte». Ese pequeño,
a pesar de su corta edad, murió con madurez. Otro signo de la madurez humana es poder alegrarse de lo que se tiene, en lugar de
lamentarse de lo que no se tiene. Un signo de inmadurez es estar continuamente quejándose de lo que no se tiene y no dar gra-
cias por lo que se tiene. Muchas personas mueren con esta aceptación y esta paz. ¿No es lo esencial? La vida humana existe en
este planeta desde hace millones de años;
hubo (y habrá siempre) millones y millones de hombres. Cada uno tiene su lugar. Lo esencial se produce sobre todo en los últi-
mos momentos, cuando se acepta humildemente la realidad de la vida a través de la muerte, en la que se confía en la comunión.
Las acciones extraordinarias, fruto a menudo del elitismo y del orgullo y, a veces, de la corrupción, pasan como el viento. Los
gestos de amor que dan vida y que están en la verdad de nuestro ser permanecen en ese «sí» final a la muerte, que es también un
«sí» a la vida, un «sí» lleno de madurez y de reconocimiento.
LAS PODAS
En el capítulo dedicado a las etapas de la vida, hemos hablado de los lutos y de las heridas de la vida, de los proyectos rotos, del
trabajo perdido, de las separaciones dolorosas. Son podas a veces dolorosas; el corazón sangra. Tenemos la impresión de estar
tocando el vacío en nuestro interior, de tener un sentimiento de muerte. Algunas personas viven sufrimientos inexplicables. No
los podemos comprender: las víctimas del holocausto, las masacres de Bosnia y de Ruanda, los niños de los que han abusado
sexualmente. Y el sufrimiento mismo del odio, como el de ese hombre condenado a muerte en una prisión de Montreal por haber
matado a siete personas. Le miraba tras los barrotes, su cuerpo inmóvil, sus ojos fríos, las vibraciones que salían de él me helaban
y me paralizaban. Y, al mismo tiempo, contemplándole podía adivinar su vida. Probablemente aborrecido desde el seno materno,
abandonado, llevado a varias instituciones, se le había agredido y se le había arrestado por agredir a otros para vivir y sobrevivir.
Debió construir numerosos muros en torno a su corazón y sus emociones para defenderse. ¿Cómo puede vivir la confianza si
nadie ha tenido confianza en él? Su corazón estaba escondido lejos, detrás de todas las ruinas y barreras de su vida. Qué espanto-
sos sufrimientos le habían impuesto. Qué espantosos sufrimientos había impuesto él a los demás.
Estoy maravillado por ciertos hombres y mujeres rotos por la enfermedad o por una deficiencia pero que han asumido y acogido
poco a poco esa deficiencia o esa enfermedad, a veces muy duras. Fui invitado hace algunos años a Mon- treal a un encuentro con
hombres y mujeres con una deficiencia física. Me habían pedido que les hablara, pero ante ellos no pude decir nada. Les pedí
sobre todo que me hablasen ellos. Cada uno explicó entonces su amargura: «Tuve la polio cuando tenía diecisiete años. Al prin-
cipio, mis amigos de colegio me apoyaron mucho, después dejaron la escuela. Poco a poco dejaron de visitarme. Ahora ya no
tengo amigos. Me siento rechazado por esta sociedad tan dura». Uno tras otro fueron explicando así sus sufrimientos y su ira
con respecto a la sociedad. Después una mujer afectada por la polio habló: «¿Cómo podemos esperar que la gente de esta socie-
dad nos acepte si nosotros no les aceptamos su no aceptación hacia nosotros?». El sufrimiento le había llevado a una sabiduría
tan bella: era como si hubiera sido podada. Llevaba los frutos de la acogida y de la aceptación de sí y del amor que resplandecían
en ella. Otros, no obstante, no llegan a esa sabiduría. Incluso pueden encerrarse en la ira, la rebeldía y en un estado de sentirse
víctimas. ¿Es que nadie les ha mostrado nunca su valor, ni les ha aceptado nunca con su deficiencia?
Una joven de diecisiete años me escribió una larga carta en la que me hablaba de su vida familiar. Había sufrido mucho pues tenía
la impresión de que sus padres nunca la habían querido. Es como si ella fuera un error. Sus padres hablaban a menudo en favor
de sus hermanos y hermanas mayores, pero nunca de ella. Después fue al colegio, pero no tenía amigos. «Es como si ningún
hombre me pudiera elegir.» Era una joven que sufría una falta de afecto, cercana a la depresión. Después proseguía. Un día se fue
a un bosque. Se sentó junto a un árbol. Y «de repente», decía ella, «me invadió un sentimiento de ser amada por Dios». Una
experiencia que le permitió aceptarse a ella misma. Si era amada por Dios, podía amarse a sí misma. Amándose a sí misma, podría
quizá dejar a los demás que la amasen.
Muchos sufrimientos provienen de la decepción. Esperábamos algo que, según creíamos, nos aportaría una cierta felicidad, y ésta
nunca llegó. Sólo vemos lo negativo que hemos recibido: una enfermedad, un niño deficiente. Entonces surgen la ira y la rebel-
día. La sabiduría humana es el retorno a la tierra. No encerrarse en un ideal que hay que alcanzar sino aceptar la realidad tal y
como es. Descubrir la sabiduría y la presencia de Dios en lo real. No luchar contra la realidad sino negociar con ella. Descubrir la
semilla de la vida, las posibilidades ocultas en la realidad. Es necesario ciertamente tener "una visión de futuro y orientarse hacia
él, es necesario programar, estar atentos, ser responsables de cara al futuro, pero es preciso que esta esperanza o esta orientación
se enraice en la acogida del presente. En esto radica la sabiduría budista, pero también la cristiana. Descubrir el mensaje de Dios
en el instante presente, ser amigo del tiempo y de la realidad.
La vida no está en los recuerdos y en la nostalgia del pasado; no está en los sueños ilusorios del porvenir separados de lo real.
Está aquí y ahora en la acogida del presente, en la comunión con la tierra, el universo, las personas, uno mismo, y surge de la
realidad.
Cuando estuve en Bangladesh recibí una bonita lección. Después de una conferencia que di a un grupo de padres, amigos y edu-
cadores de personas con una deficiencia mental, un hombre se levantó. «Mi nombre es Dominique. Tengo un hijo, Vincent, que
padece una deficiencia profunda. Era un hermoso niño cuando nació, pero, a los seis meses, tuvo una gran fiebre que le provocó
convulsiones. Hoy, a los dieciséis años, tiene una deficiencia mental muy profunda. No puede hablar, ni andar, ni comer solo. Es
totalmente dependiente. Sólo puede comunicarse a través del tacto. Mi mujer y yo sufrimos mucho. Hemos pedido a Dios que
curara a nuestro Vincent. Y Dios escuchó nuestra oración, pero no de la forma que esperábamos. No ha curado a Vincent, pero
ha cambiado nuestros corazones; nos ha concedido a mi mujer y a mí la alegría y la paz de tener un hijo como él».
V. EL MEDIO HUMANO
Me ha hecho falta tiempo para descubrir mi propia tierra en la que poder crecer en el amor, afianzar mi identidad, vivir mis do-
nes y mi fecundidad y abrirme a los demás: en suma, para descubrir el papel del medio en el crecimiento humano.
Cuando era niño, era muy feliz con mi familia; mis recuerdos de la infancia son muy buenos. Por supuesto que había riñas entre
los cinco hermanos, pero también una amistad profunda. Nuestros padres nos daban seguridad; no me acuerdo de que hubiera
ningún conflicto entre ellos.
En 1942, en plena guerra, dejé la familia y Canadá para enrolarme en la marina inglesa. En efecto, en esta época se podía entrar
en la escuela naval, en la escuela de formación de los futuros oficiales, a la edad de trece años. Salí de la escuela a comienzos de
1946 para ocupar mi puesto en los navíos de guerra. La marina inglesa, al igual que la marina francesa o la canadiense, es una
institución fuerte en la que hay un gran sentido de la pertenencia. Todos estábamos orgullosos de ser marinos; nos gustaba ese
oficio y esa vida a bordo de los navíos. Los oficiales estaban unidos por una amistad y una fraternidad reales. El uniforme, los
símbolos, las tradiciones creaban un espíritu de cuerpo compacto. La vida personal, no obstante, quedaba reducida al mínimo. El
medio afianzaba en todos nosotros un espíritu de coraje, de trabajo bien hecho, de lealtad, de honestidad y de cooperación.
Cuando dejé la marina en 1950 para seguir a Jesús, descubrí el mundo de la vida espiritual y recibí una formación filosófica y
teológica. Viví entonces en la comunidad fundada por el padre Thomas Philippe, cerca de París, más como un anacoreta que
como un miembro de una comunidad. Estaba feliz con este descubrimiento de una vida de oración y de una vida intelectual lle-
vadas con una cierta austeridad. Me refugiaba tras una fuerza personal formada a través de la vida militar. Tendía a huir de las
relaciones para dedicarme únicamente a la vida del espíritu.
Fue solamente en 1964, con la fundación de El Arca, cuando descubrí la comunidad y la vida comunitaria. Al principio, como
fundador y como responsable, la vivía un poco desde el exterior. Con los años, he comenzado a descubrir en ella su sentido pro-
fundo, yo diría, su importancia para el crecimiento humano.
El Arca es una comunidad distinta de las comunidades religiosas. No somos ni mucho menos una institución profesional basada
en la competitividad; nos parecemos más a una gran familia fundamentada en un espíritu común. Estamos unidos juntos en una
fraternidad real.
Para mí era evidente que la necesidad fundamental de Raphaél y de Philippe no era ante todo la de vivir independientemente, con
una autonomía completa —esto era imposible en su caso como consecuencia de su deficiencia—* sino la de participar en una vida
de familia nueva, en una vida comunitaria en la que pudieran desarrollar al máximo sus posibilidades humanas y espirituales, en
un espíritu de libertad y apertura. Necesitaban a personas que se comprometieran con ellos y entre sí para toda la vida, con un
espíritu no de interés financiero sino de gratuidad y de amor. Viviendo de esta forma, he descubierto que esto respondía también
a una necesidad profundamente humana oculta aún en mayor medida en mí.
Durante los primeros años de El Arca visité muchas instituciones en diversos países que se ocupaban de las personas con una
deficiencia mental. Tenía necesidad de conocer lo que pasaba en otras partes. En los países escandinavos conocí a hombres y
mujeres con una deficiencia mental que viven en habitaciones o apartamentos individuales, con su propia televisión y sus botellas
de cerveza! Esta situación se me presentó como el summum de la normalización y de la integración. Ciertamente estaban mejor
que en las grandes instituciones u hospitales psiquiátricos que había visitado en Francia y, sin embargo, tenían el aspecto de
estar tristes y cerrados en sí mismos.
Cuando el ser humano está solo, se esconde y se cierra tras los muros psicológicos, ya no se comunica; la vida ya no fluye en él.
Todos tenemos necesidad de amigos. Éstos son como una seguridad, nos sostenemos mutuamente. Con ellos podemos cambiar,
arriesgarnos a vivir.
Me han dicho que el cuarenta por ciento de la población de París vive sola. Todas estas personas están entonces obligadas a
protegerse. Deben defenderse de todas las fuerzas hostiles que existen en una sociedad. Una socióloga americana inventó la
expresión cocooning en 1980 para describir esa necesidad de protección. Hoy se asiste a una nueva escalada de temor. Ya no se
trata de protegerse sino de resistir la agresión. Ella piensa que los habitantes de las ciudades van a esconderse a sus casas. En
efecto, las personas deben desarrollar su agresividad en el trabajo, el cual se vive de un modo competitivo. Hay que mostrarse
capaz y competente —y más que los demás— para tener un ascenso y un salario mejor. Cansadas por las luchas, por el metro y
el tren, las personas poseen pocas fuerzas para introducirse en la vida relacional y en la comunidad humana. Intentan distraerse
viendo la televisión, esta última fórmula de soledad, lo que acentúa su vida solitaria, su dificultad para comunicarse y ciertamente
su dificultad para crecer hacia la apertura a los demás.
Paulatinamente, viviendo en El Arca, he ido descubriendo la comunidad humana y la familia como intermediarias esenciales
entre el individuo y la sociedad, como el lugar en el que cada uno puede llegar a ser lo que es, haciendo caer las barreras que
protegen su vulnerabilidad para abrirse a los demás y, en particular, a las personas diferentes. Éstas son la tierra que necesita-
mos para vivir y crecer humanamente.
PERSONA Y SOCIEDAD
La sociedad moderna es una organización muy compleja. Para insertarse en ella de una forma activa es necesaria una formación y
una competencia. Éstas van a permitir tener un trabajo y un salario. Así se va a tener una vida personal y familiar, tiempo libre,
amistades. La vida en sociedad, ya lo hemos dicho, está regida muy a menudo según el modo competitivo: los fuertes y los com-
petentes ganan y están en la cima de la jerarquía social. Los débiles pierden y necesitan ayuda, están en la parte más baja de la
jerarquía. Cada uno intenta más o menos ascender en la escala de la promoción humana para tener más privilegios y dinero; los
que no pueden subir tienden a encerrarse en el desaliento.
Las comunidades naturales, las comunidades humanas, la familia, han ido debilitándose en nuestras sociedades ricas y modernas.
La influencia de los medios de comunicación que presentan experiencias nuevas y fuertes, la competitivi- dad, las necesidades
individualistas de triunfo y de ganar dinero, la filosofía de la libertad personal y la pérdida de los valores morales y religiosos,
han contribuido a este debilitamiento.
En su libro Les Exclus, René Lenoir habla de los niños indios de Canadá, de los autóctonos. Cuenta cómo un grupo de veinte
niños a quienes se les ha prometido un premio para el que primero responda a la pregunta: «¿Cuál es la capital de Francia?», se
juntan para intercambiar sus ideas y después gritan juntos la respuesta «París». ¿Por qué? Ellos saben que solamente hay una
oportunidad sobre veinte de ganar, pero más aún, saben que el que gane el premio pierde la comunidad, pierde la solidaridad, se
vuelve superior, abandona el grupo.
En nuestros países más ricos muchos han ganado premios pero han perdido la comunidad y la solidaridad. En los países más
pobres no han ganado ningún premio, pero han guardado a menudo ese sentido de la solidaridad.
La vida personal en la sociedad tiene lugar con los amigos. Con ellos uno puede relajarse, dejar caer sus máscaras, ser uno mis-
mo. Se puede hacer lo que se quiera; no se está sometido a una disciplina. Pero la amistad implica también un compromiso. Cier-
tamente ésta puede permanecer en un estado superficial, sin responsabilidad mutua; cuando el otro no interesa o ya no aporta
nada, se va a otra parte. Por el contrario, un verdadero amigo se siente responsable de su amigo, tanto en los días buenos como
en los malos, en el éxito como en el fracaso, la miseria y la humillación. Entonces hay compromiso. La amistad sin compromiso
no es verdaderamente amistad.
Todo ser humano necesita amigos. Raphaél y Philippe, igual que todos nosotros, necesitaban verdaderos amigos que permane-
cieran con ellos incluso a pesar de su deficiencia, y se comprometieran con ellos para el futuro. La familia y la comunidad huma-
nas son los lugares privilegiados en los que nos comprometemos juntos a vivir, compartir personalmente y sostenernos mutua-
mente. Son los lugares del encuentro personal del corazón y del amor en los que uno se vuelve vulnerable en relación con los
demás y en los que compartimos los valores y la experiencia de la vida. Hay colegios e instituciones que forman la inteligencia; la
comunidad y la familia son las escuelas del corazón, del amor y de la fidelidad a las personas, las escuelas que abren a cada uno a
los demás, a los diferentes, al perdón y al amor universal.
Yo estoy particularmente sensibilizado hoy con los sufrimientos de esos hombres y mujeres cuyo matrimonió se ha roto, ocasio-
nando una herida en su corazón. Corren el peligro de perder la confianza en ellos mismos y en su capacidad para vivir una rela-
ción. A veces demasiado rápidamente, se sumergen en otra relación porque se sienten incapaces de vivir solos. Estas personas
necesitan amigos y, en ocasiones, un buen acompañante que camine con ellas para ayudarlas a releer su historia, a reencontrar la
confianza en ellas mismas. Así, progresivamente, sus heridas cicatrizan, reencuentran la posibilidad de vivir relaciones positivas
y amorosas, que son fuente de vida para ellas y para los demás.
El peligro: los amigos, la familia y la comunidad que se encierran en sí mismos
Los amigos pueden encerrarse en sí mismos. Se halagan, se protegen mutuamente. Pueden cultivar entre ellos un sentido de
superioridad, un cierto desprecio hacia los demás. Pero la amistad puede ser también el lugar en el que uno se motiva para abrir-
se a los demás, para correr el riesgo del amor y de la lucha por la justicia.
De la misma forma, la familia puede abrir los corazones de unos a otros; puede preparar a los niños a comprometerse en la socie-
dad y a vivir las virtudes sociales; o puede convertirse en un lugar cerrado, en el que uno se protege. La familia guarda entonces
celosamente su patrimonio y sus tierras. ¿No es cierto que, en algunos países de Asia y de América Latina, el diez por ciento de
la población posee el setenta y cinco por ciento de las tierras? En efecto, en ese caso la familia desahogada puede hacer el bien a
los pobres de una forma paternalista, ocupándose de ellos cuando están enfermos o cuando tienen una necesidad apremiante,
pero no hace nada para compartir sus tierras y sus riquezas, y para cambiar una situación injusta. La familia no siempre forma a
sus miembros hacia el ejercicio de las virtudes sociales y para que se abran verdaderamente a las personas desfavorecidas. Se
comprende la reacción que viene del extremo opuesto, que intenta romper a la familia.
Igualmente existen comunidades cerradas en sí mismas, imbuidas de su verdad, elitistas. El extremo en este aspecto es la secta.
Es importante distinguir una verdadera comunidad de una secta, sobre todo para nosotros en El Arca, que a veces se nos ha
catalogado como tal. Una secta está rigurosamente cerrada; los miembros, frecuentemente personas frágiles e inseguras, venden
su libertad y su conciencia personal por una conciencia colectiva, formada por un padre, una madre, un gurú todopoderoso, con-
siderado a menudo como el enviado de Dios. Son alimentados por el miedo y los prejuicios para evitar que tengan contactos con
los que no piensan como ellos. Para estos miembros, el mundo se divide en buenos y malos, los salvados o los iluminados y los
condenados. Entre estas dos categorías existe un vasto muro: no está permitido ningún punto de apertura o de encuentro salvo
para hacer nuevos adeptos. No es posible ninguna autocrítica. Las personas encerradas en la secta han tenido la experiencia de su
propia fragilidad y de sus tinieblas; necesitan encontrar la armonía y quieren imponerla a los demás. Hay un parecido entre cier-
tas formas de fascismo de los regímenes totalitarios y las sectas. Hay que impedir a toda costa que se ejerza la libertad personal:
ésta es necesariamente mala y conduce a la anarquía y al desorden.
Debo confesar que, en los comienzos de El Arca, apenas prestaba atención a los vecinos y a la gente del pueblo; me dedicaba a
mis asuntos; tenía mi proyecto con la acogida de Raphaél y Philippe. Estábamos encerrados en nosotros mismos. Quizá al co-
mienzo de su fundación una comunidad está obligada a estar cerrada en sí misma. La vida que nace, la identidad todavía frágil,
deben ser protegidas. Pero he aprendido poco a poco la importancia de estar abiertos a los vecinos, de buscar el diálogo con ellos,
de no cerrarnos en nosotros mismos.
La verdadera comunidad, a diferencia de la secta, está al servicio de las personas, de su crecimiento hacia la madurez y la libertad
interior, para que puedan asumir libremente las responsabilidades. Si la autoridad ejercida en una comunidad es al principio im-
positiva y dominante, está llamada a convertirse en una autoridad que ayude a cada uno a crecer, a ser él mismo. Una verdadera
comunidad está abierta para dar vida a los demás, a los visitantes, a los vecinos, a los amigos, a personas diferentes. Está llamada
a insertarse en un barrio, en una provincia, en una región. Pero para dar vida a los demás, la comunidad misma debe estar viva.
En nuestra época en la que los lugares de pertenencia habituales como la familia, el pueblo, la parroquia tienden a fragmentarse e
incluso a desaparecer por una multiplicidad de razones, ¿no hay que alentar la creación, la profundiza- ción en los lugares de
pertenencia? Si no existiera este intermediario entre la persona y la sociedad, estas escuelas del corazón, las personas tendrían
cada vez más dificultades para alcanzar su madurez humana.
El desafío de El Arca es el de ser una institución que quiere ser competente, yo diría profesional, en su terapia y en su forma de
ayudar a las personas con una deficiencia a encontrar un equilibrio humano y a desarrollar todo su potencial; al mismo tiempo,
quiere ser una comunidad, es decir, un lugar en el que todos los miembros — personas con una deficiencia y asistentes— estén
vinculados y vivan entre ellos la comunión. ¿Esto es posible? En general, una institución vive de acuerdo con un modelo jerár-
quico: los responsables mayores tienen salarios más elevados, existen convenios colectivos que fijan las responsabilidades, los
privilegios y la jerarquía de los salarios. Y cada uno está protegido por las leyes laborales y los sindicatos. Todo esto es bueno y
útil, pero no favorece la vida comunitaria como tal y, sobre todo, los lazos permanentes entre las personas.
El Arca, al anunciar una visión comunitaria, está obligada a encontrar una forma de regular los salarios. Todos reciben el mismo
sueldo, salvo las personas casadas que deben alquilar o construir su vivienda. Igualmente los responsables son nombrados por
períodos limitados, generalmente de cuatro años. Después de ello pueden ser llamados a trabajar más cerca de las personas con
una deficiencia. Existe una lógica en todo esto, una lógica aceptada libremente por todos. Según la visión de El Arca, es más
humano trabajar cerca de las personas débiles y vivir la comunión con ellas que trabajar en las estructuras con responsabilidades
mayores y salarios más importantes. Todos estamos llamados a servir al cuerpo comunitario según nuestros dones y posibilida-
des. Cada uno elige libremente la comunidad con todas las ventajas y los lutos que implica, contrariamente a vivir en una institu-
ción jerarquizada con sus ventajas y sus inconvenientes.
¿Puede ser El Arca un modelo en este ámbito? ¿Podemos imaginar empresas dirigidas según un modelo comunitario? ¿Es nece-
saria siempre una jerarquía de salarios que separe a los patronos y a los obreros, al intelectual y al manual? ¿Es posible crear un
cuerpo social?
DAR EL PASO
Entrar en una comunidad nunca es fácil. Conlleva un luto real. Para los que se casan es necesario prepararse al luto de la libertad
personal. Con frecuencia esta preparación se hace mal. La alegría de la boda, de romper nuestro aislamiento, de encontrar por fin
un compañero o compañera de vida que me elige, es tal que se olvida de mirar lo que se va a perder: el espacio privado, una parte
de libertad personal. Entrar en un cuerpo familiar o en un cuerpo comunitario supone un cambio real. Hay exigencias precisas en
la vida comunitaria; uno no toma las decisiones solo; hay reuniones, encuentros, formas de reflexionar juntos. Hay exigencias de
escucha que son todavía mayores cuando el otro
0 los otros se vuelven más débiles, enfermos, con depresión. ¡La luna de miel puede convertirse en una tormenta!
Existen personas que entran en una comunidad familiar o en otras formas de comunidad simplemente para escapar de sus pro-
pios problemas. A veces las parejas entran en una comunidad para escapar de sus problemas de pareja. Cuando descubren que la
comunidad no resuelve sus problemas, corren el peligro de acusarla y de convertirse en un problema en y para la comunidad. La
comunidad y el matrimonio no son la respuesta a todos los problemas. Son lugares de sanación y de crecimiento pero esto exige
a veces un buen acompañamiento, un guía espiritual, y en ocasiones una ayuda psicológica para evitar las catástrofes y para que
el paso del ideal y de la utopía a Jo real, lo real de los demás, de la comunidad y de sí mismo, pueda hacerse armoniosamente.
Pero la comunidad, con todas sus alegrías y sus penas, no es el fin último de la vida. Cada uno muere solo, debe abandonar la
comunidad. Y a veces las comunidades humanas se esclerotizan, se cierran. Pueden llegar a ser lugares en los que unos y otros se
protegen mutuamente, en los que se oculta la mediocridad o en donde uno se enriquece. Ya no son un lugar de crecimiento sino
de muerte; cada uno exige que la comunidad se ocupe de él, pero nadie quiere ocuparse del otro! El paso de la comunidad para sí
al don de sí para la comunidad nunca se hace de una vez para siempre; se está realizando cada día. La comunidad no es una buena
respuesta a todas las desgracias humanas; la comunidad se convierte en un desafío. Cada persona, cada día, está llamada a crecer
y a vivir nuevos lutos, a caminar hacia un don mayor de ella misma. y a veces hay que saber dejar la comunidad, incluso aceptar
ser rechazado por ella, si es necesario, para vivir en la verdad. El teólogo Bonhoeffer (ejecutado por los nazis) dice que Jesús, el
gran fundador de la comunidad, murió solo, fuera de su comunidad, rodeado por algunas personas íntimas.
ACOGIDA DE LA DIFERENCIA
Yo diría que la familia es la escuela del corazón, la escuela del amor, en la que se aprende, a veces a través de las angustias y los
miedos, a acoger la diferencia. Hoy existe una tendencia a querer borrar la diferencia: todo el mundo es parecido. Esto es cierto y
no es cierto a la vez. Las personas con una defióiencia mental, sobre todo con una deficiencia profunda, son muy distintas, incluso
aunque desde otros puntos de vista se parezcan a cualquier otra persona: tienen un corazón; tienen necesidad de amar y de ser
amadas, de actuar según sus posibilidades. Pero sus formas de comprender, de comunicar y de amar son muy diferentes. De la
misma manera el hombre y la mujer son diferentes en cuanto a sus necesidades afectivas, su forma de abordar la realidad y de
ejercer la autoridad.
Ha sido sobre todo en El Arca donde he descubierto la complementariedad que existe entre los hombres y las mujeres. Cuando
era responsable de la comunidad, siempre tenía a una mujer como corresponsable. En otras comunidades de El Arca, cuando la
responsable es una mujer, consideramos interesante que esté al lado un hombre como corresponsable. Existe una verdadera
complementariedad entre los dos. El hombre necesita a la mujer y la mujer al hombre. Por supuesto es una generalización. Se
dan otras situaciones en las que la ausencia de una persona del sexo contrario no conlleva ninguna dificultad. Yo aporto sola-
mente mi testimonio de la importancia de esta complementariedad. Es bueno que el hombre y la mujer trabajen juntos, con sus
respectivos dones y sus afectividades y agresividades diferentes.
La diferencia se sitúa en primer lugar en el ámbito del cuerpo y de la sexualidad. La mujer acoge; su sexualidad es más interior;
la sexualidad del hombre es exterior. Esas diferencias biológicas tienen sus repercusiones en el plano psicológico. Cuando el
hombre ejerce la autoridad, piensa más que nada en estructuras, programa la obra que hay que realizar; la mujer piensa más en
las personas. El hombre es más cerebral, la mujer más intuitiva, más fina, más delicada, más cercana a los detalles. Esas diferen-
cias que yo he experimentado miles de veces no son absolutas, evidentemente. ¡Existen, como ya hemos dicho más arriba, las
Marta y las María! El hombre puede ser intuitivo y la mujer cerebral. Pero esas singularidades son las más frecuentes.
El hombre a menudo intenta dominar a la mujer con su fuerza; se niega a admitir la calidad de su inteligencia; no la escucha.
Busca el poder. Pero si el hombre dedica su tiempo a acoger y a escuchar a la mujer, descubre la belleza y la verdad de la com-
plementariedad y de la cooperación; la alegría de formar parte de un cuerpo juntos. Se produce una verdadera transformación
que se opera en él. El hombre ya no está cerrado en sí mismo y en sus propios éxitos. No posee todas las luces ni toda la verdad.
El hombre y la mujer se necesitan el uno al otro. Si esta transformación se produce en la familia, puede prolongarse a todas las
actividades y a todos los encuentros humanos. Es la toma de conciencia de que formamos parte de una humanidad común; no
necesitamos ganar para ser. Los demás no son rivales sino compañeros. La vida no consiste en subir en la escala en detrimento
de las personas a las que hemos ido superando; la vida es ayudar a cada uno a ser, a encontrar su puesto único en el cuerpo: reco-
nocer el don de cada uno pero también sus dificultades.
La comunidad, dado que es el lugar del encuentro de las personas, es un lugar de sanación de los corazones. Porque estamos
comprometidos los unos con los otros, vamos a descubrir todas nuestras dificultades y todas nuestras heridas en la relación. La
sabiduría consiste en descubrir quiénes somos con nuestros límites y fragilidades ocultos. Podemos buscar entonces una ayuda o
un apoyo. Del idealismo pasamos al pesimismo, y después llegamos a ser realistas.
La unidad en una familia o en una comunidad humana no es pues fusional negándose toda diferencia: como si todo el mundo
debiera ser y pensar lo mismo. La unidad es la del cuerpo en el que cada miembro, cada parte, es diferente y aporta un don distin-
to. Pero todos están unidos en torno a un mismo fin y por un amor mutuo. Esto implica que cada uno tiene que ir siendo purifi-
cado de sus necesidades de sobresalir y de aparentar ser el mejor, e intentar abrirse y acoger el don de los demás, ser vulnerable
en relación con ellos. La unidad es una realidad que hay que trabajar constantemente.
Una pareja de El Arca me impresionó por su unidad, por la ternura y la escucha mutuas después de veinticinco años de matri-
monio. Les hablé de la importancia de su unidad para El Arca. «Esto no siempre ha sido así», me dijo el marido sonriendo. «He
tenido que trabajar mucho para construir nuestra unidad».
LA INTERIORIZACIÓN
Jesús critica con vehemencia a los que pretenden ser religiosos y virtuosos haciendo oraciones y ayunos para ser bien vistos; a
los que intentan aparentar ser puros por la observancia de los ritos. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois
semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos muertos y de toda
inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de
iniquidad»8. Habría que leer todo éste capítulo 23 del evangelio de Mateo para ver la violencia de Jesús contra los que utilizan
las cosas religiosas para tener un poder espiritual y no viven interiormente lo esencial del amor, de la compasión, de la justicia y
de la fe. Ocuparse de los demás, tener caridad, trabajar en asociaciones humanitarias, estar asociado con las personas con una
deficiencia, para ser aplaudido y honrado o para afianzar una imagen buena de uno mismo, no es más que hipocresía. En lugar de
estar ahí por los demás y por su bien, se trabaja para colmar las carencias afectivas, para ser reconocido, para ejercer un poder.
Personalmente yo siento esa trampa; con cierta frecuencia me aplauden cuando doy una conferencia sobre el pobre; se me aprecia
y se me honra por El Arca. Es normal que haya un cierto reconocimiento de los actos justos y verdaderos; pero qué rápido uno
se aferra a los honores y a los aplausos; tratamos de ser glorificados. ¿Cómo permanecer en la verdad en este ámbito? En el capí-
tulo 5 del evangelio de Mateo, Jesús condena no solamente a los que matan sino a los que desean activamente matar y de quienes
surgen vibraciones de odio y de ira; condena también a los que no solamente cometen adulterio sino a los que desean activamen-
te a la mujer de otro.
No podemos encontrar nuestra unidad interior y la unidad con los demás, con los diferentes, sino interiorizando esto, no preten-
diendo ya parecer sino ser, encontrando nuestro centro, la fuente profunda de nuestro ser oculto tras nuestras barreras interio-
res.
Uno de los movimientos que más aprecio, pues he podido constatar los resultados, es el de Alcohólicos Anónimos (AA). Este
movimiento y todos los demás movimientos ligados a él tienen por finalidad liberar a los hombres y mujeres de la influencia del
alcohol. Para que esta liberación se produzca, hay que tener ante todo el deseo de salir de dicha influencia. Hay que formar parte
inmediatamente de un grupo con el que se comparta verdaderamente sus luchas y todo lo que está roto en uno mismo; es necesa-
rio también someterse y abandonarse a un poder o a una energía superior que viene de Dios. Y finalmente hay que descubrir la
propia capacidad de dar vida a los demás, apoyándoles en su lucha contra el alcohol.
AA ha captado rápidamente que tras el deseo de alcohol —deseo que para algunos se sitúa en el cuerpo y en la sangre— hay una
necesidad enorme de huir de las propias angustias y malestares interiores, de sus sentimientos de culpabilidad. Se intenta olvi-
darlo todo en el alcohol. La liberación del alcohol implica entonces la capacidad de afrontar esas angustias, de mirarlas de frente
y de hablar de ello. Esto requiere el apoyo de los demás en una vida comunitaria ligera y sencilla, y la fe en un poder superior
que da la fuerza para decir no al alcohol. Se trata entoncés de descubrir que, en el centro de uno mismo, detrás de toda la depre-
sión, hay una presencia de Dios. Escondida tras los escombros de la propia historia y de las incapacidades de hacer frente a las
situaciones, todavía existe una vida dispuesta a aflorar. Hay que velar entonces por esta vida, ocuparse de ese tesoro oculto en
nuestro ser. Es en la persona secreta, en el lugar más profundo de uno mismo donde reside el niño, el inocente, que busca el
8
Mt 23,27-28.
amor, la ternura, la pureza y la comunión, i Esa vida es tan frágil! Desde hace tiempo se le había encerrado tras los barrotes de la
prisión de su ser. Necesita mucha delicadeza y ternura. Es como un recién nacido que hay que rodear de mucho amor. Corre el
peligro de tener miedo; necesita ayuda para no hundirse de nuevo tras las barreras de sus tinieblas.
Para algunas personas abandonarse a un poder superior es rezar. Pero rezar no es fundamentalmente decir oraciones. Es abrir la
parte más íntima de uno mismo a Dios. Es descubrir que en lo más profundo del cuerpo y del ser existe una fuente y que esta
fuente es Dios. Dios es la fuerza que unifica todo el universo y que da un sentido a cada cosa. Dios es «el todo» que supera el
tiempo. Pero Dios no es simplemente una fuerza, una energía o una luz. Dios es una persona con la que podemos comunicarnos y
vivir la comunión, alguien que puede colmar nuestra sed de amar y ser amado. Dios es una persona discreta que se esconde en
nuestro interior. Él espera que nos volvamos hacia Él, porque no quiere imponer o romper nuestra libertad, para que le oigamos
murmurar: «Te amo. Eres bello, pero no lo sabes o lo has olvidado».
Tengo la impresión de que este Dios oculto en cada cosa y sobre todo en el corazón de cada persona sufre las imágenes o ídolos
que se han hecho de Él a través de los siglos, a través de una mala educación religiosa. En efecto, hemos falseado su imagen.
Hemos fabricado un dios legislador, dispuesto a castigar, un dios duro que nos culpabiliza porque no seguimos la ley; hemos
fabricado un dios que aprueba los ritos y las acciones externas pero que ignora el corazón humano. El verdadero Dios es el Dios
de la vida, el que está oculto en lo más profundo del corazón del hombre, que no juzga, que no condena. No es sobre todo un
Dios de ley sino un Dios de comunión. Es el Dios de los pobres y de los débiles manifestado por y en Jesús. Está ahí para amar,
animar, confirmar, perdonar y liberar a cada persona. Está ahí como una fuente dispuesta a brotar. Es una persona, un padre, una
madre llena de ternura; un predilecto que acoge y descansa. Jesús vino a manifestamos el rostro de ese Dios oculto: «Venid a mí
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso»» 9. «Sí alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37).
En una de nuestras comunidades está Pierre, un joven con una deficiencia mental. Un día alguien le preguntó: «¿Te gusta re-
zar?». «Sí», respondió. «¿Qué haces cuando rezas?» «Escucho.» «¿Qué es lo que Dios te dice?» «Me dice: "Tú eres mi hijo ama-
do".»
La interiorización es el descubrimiento de ese Dios como una fuente en sí, en la que uno puede beber, refrescarse y lavarse. La
interiorización consiste en liberarse de las necesidades de exteriorizar, de probarse; consiste en liberarse de las prisiones de la
tristeza y de la falta de confianza en uno mismo para descansar en la Fuente y en una comunión que da vida. Es el descubrimien-
to de que, más allá y más acá de cualquier cosa y de cualquier ley, es posible una comunión, una comunión íntima con ese Dios
que vivifica y libera nuestra propia persona, nuestro «yo» último; una comunión que es alegría y fecundidad. Cuando hemos
descubierto este nuevo poder en nuestro interior, tenemos que disciplinarnos para volver a él. Hay momentos en los que la ora-
ción es llamada, es alegría, es atractiva, es una cálida luz, es comunión y descanso. Pero hay otros momentos en los que ese Dios
oculto se esconde todavía más tras nuestras angustias, nuestros miedos y nuestras necesidades de probarnos. Es necesaria enton-
ces una cierta disciplina para venir a menudo a ponerse en el corazón de ese Dios oculto, y llamarle para que venga a socorrer-
nos.
La interiorización es crecimiento. Como ya hemos visto, el ser humano se define por el crecimiento. Y el crecimiento es lento.
Detrás de nuestras poderosas barreras se ocultan los miedos y las angustias primarias de nuestra vida, pero también la fuente de
la vida. Las angustias han provocado unas actitudes egoístas de búsqueda de uno mismo, de autodefensa, de deseos de poder, de
posesión y de ternura. Hará falta tiempo para que esas barreras se muevan y caigan por la fuerza oculta de esta fuente interior
que comienza a fluir y a impregnar todo nuestro ser. Por tanto, se produce una transformación que comienza a operarse, pero
que implica una lucha y un tiempo. Conlleva heridas, sufrimientos. Para que la viña dé frutos, muchos frutos, es preciso que las
ramas sean taladas, heridas y sangren.
La comunión con Dios y la fuerza secreta de su ser no nos encierra por tanto en lo espiritual y en una cierta alegría de paz inte-
rior, va a conducirnos al pobre, al débil, para vivir una comunión real con él.
,0 Mt 11,28.
el corazón, la amistad, la presencia. Y todo esto ocurre con pocas palabras, a través de la mirada y del tacto. En ese momento es
cuando se descubre que en esta persona debilitada, desamparada, existe una luz que brilla, que escuchándole uno se enriquece, se
aprende algo de lo humano y de Dios. Es un momento de comunión que es fuente de curación para los dos.
Pero no hay que idealizar a los pobres. Lo sé por experiencia en El Arca. En ciertas personas hay muchas heridas, depresiones y
agresividades. Han sufrido demasiada violencia y rechazos. Se les ha mentido demasiado. No siempre se dan esos momentos de
comunión. A veces los primeros momentos de un encuentro son dulces pero, como consecuencia de ello, las expectativas irreali-
zables y los elementos de turbación se vuelven claros como el día. No llegamos a responder a las expectativas de algunos. Sus
deseos son demasiado grandes. Aparece la agresividad y hay explosiones.
" LC 14,
manidad. Les introduce no en un mundo de acción y de competitividad sino en un mundo de contemplación, de presencia y de
ternura. Antonio no pide dinero, ni conocimientos, ni un poder o un puesto; pide esencialmente una comunicación, ternura. Quizá
manifiesta el rostro de Dios, un Dios que no arregla todos nuestros problemas con la fuerza o con un poder extraordinario, sino
un Dios que mendiga nuestros corazones, que llama a la comunión.
Antonio es un ejemplo chocante, revelador de la comunión. En otros esta revelación es menos visible. Hay personas con una
deficiencia que necesitan un trabajo interesante y remunerado. Quieren una cierta independencia y una cierta autonomía. Se trata
de ayudarles a adquirirlas, incluso si sus capacidades son limitadas. Pero en el fondo de ellos mismos existe un poder de confian-
za en los demás y una llamada a la comunión que las personas plenamente desarrolladas en el plano intelectual y manual, según
parece, han olvidado o rechazado. Es esta confianza en los demás la que se trata de despertar y acoger, pues abre a la comunión.
En las personas con una deficiencia mental existe una sed y un deseo de comunión mayor que de ordinario. Es el misterio de su
ser; tienen menos barreras y orgullo. Igual que Antonio, pero de una forma diferente, incomodan y. despiertan.
Otras personas con una deficiencia mental están más angustiadas. Están encerradas en la psicosis desde su infancia. Su sed de
comunión está muy escondida tras sólidos muros; tienen tanto miedo a la relación que no resulta fácil ni para ellas ni para su
entorno. Sus miedos, sus bloqueos, a veces sus violencias, dan miedo. Suscitan la angustia más que la comunión. Por lo tanto, si
se comprende su modo de funcionar y su forma de comunicarse, si se aceptan los rechazos iniciales, se descubrirá un corazón
sediento de comunión.
Esta sed de comunión existe también en las personas violentas muy heridas por el abandono. A veces tienen tal rebeldía, tal
capacidad de manipulación que no es fácil acercarse a ellas; hace falta una fuerza interior y formar parte de un equipo terapéutico
para poder aproximarse a ellas de verdad. Los que visitan a las personas en estado terminal con remedios paliativos señalan
cómo esos encuentros les transforman. Evidentemente con ellas se habla más rápidamente de lo esencial, uno se encuentra a un
nivel más profundo y personal. Las personas que se sienten débiles dejan caer las barreras más rápidamente; no intentan demos-
trar nada ni ocultarse tras las máscaras. No pueden ocultar su debilidad. Existe una gran verdad en su compartir y en sus reac-
ciones. Y la verdad hace libre.
Hace algunos años me invitaron a dar un retiro a Fort Simpson, al norte de Canadá, junto al pueblo Deny. Fue una experiencia
fuerte para mí estar con esos hombres y mujeres. Algunos vivían de la caza, con sus rostros marcados por el frío, el trabajo y los
largos viajes. Mis conferencias fueron traducidas frase por frase a la lengua deny. En un momento determinado me dijeron: «Se
sabrá si dices la verdad, cuando nuestros ancianos tengan sueños». ¡Debí pasar el examen de los sueños, porque me pidieron que
volviera! Estos pueblos autóctonos han sufrido mucho, no solamente por culpa de los conquistadores blancos sino a veces tam-
bién por los misioneros que les consideraron paganos, seres que estaban lejos de Dios. Era necesario que esos hombres y mujeres
dejaran sus símbolos y sus ritos religiosos para recibir los de la verdadera religión venida de Europa. Ahora, felizmente, aunque
un poco tarde, se empieza a captar que Dios estaba presente en ese pueblo mucho antes de la llegada de los blancos: era un pue-
blo profundamente creyente y religioso, con un sentido profundo de Dios y a menudo llevado por sueños inspirados por Dios.
También tienen un sentido profundo de lo humano, de la tierra. Desde hace demasiado tiempo se les ha dejado al margen. Y sin
embargo, ¡tienen tanto que enseñar a la sociedad occidental que perdió el sentido de lo humano, de la comunidad humana y de la
tierra! Una vez más la piedra desechada por los arquitectos se ha convertido en la piedra angular. Los que son rechazados llevan
en sí mismos los elementos necesarios para la curación de aquellos que les rechazaron.
ESTAR DISPONIBLE
La dificultad en este ámbito no consiste tanto en detenerse y escuchar a una persona diferente. Ciertamente existe el miedo del
encuentro, el miedo a volverse vulnerable, el miedo incluso de que el otro abuse de nosotros, pero, más profundamente, existe el
miedo por todas las consecuencias. Convertirse en amigo de un pobre no es algo anodino. Es fácil visitar a presos en la cárcel.
Cuando están en prisión, hay horas fijas de visita; uno está protegido por los guardias. Es fácil escucharles, dialogar con ellos,
entablar una relación de amistad con ellos. El problema viene después, cuando dejan la cárcel. Quizá vengan a hacernos una
visita, sobre todo si nos hemos hecho amigos, no a las horas fijas, sino en medio de la noche. ¿Estamos dispuestos a que nos in-
comoden así y a vivir todas las consecuencias de la comunión?
Si damos pan a la persona hambrienta que llama a la puerta, ¿no nos arriesgamos a que vuelva otra vez? El hambre surge de
nuevo rápidamente, demasiado rápidamente. Uno entabla una relación con alguien desamparado con una serie de consecuencias,
consecuencias que afectan al empleo del tiempo, a la disponibilidad, a las responsabilidades ya tomadas, o quizá simplemente a la
posibilidad psicológica y afectiva de acoger a otra persona en nuestro interior.
Hay que optar. ¿Estamos dispuestos a orientar nuestra vida de otra forma, a renunciar a algunas actividades, a algunos momen-
tos de ocio o a algunas distracciones, incluso a una ciérta forma de trabajo que gusta, a algunas amistades superficiales, para vivir
una nueva forma de relación? Estas renuncias no son fáciles, exigen una fuerza nueva. ¿Son posibles sin encontrar nuevos ami-
gos, una nueva comunidad, nuevos hermanos y hermanas, que nos den el apoyo necesario y el aliento y nos animen? En efecto,
esta relación, en la que se descubre a la persona desvalida, sus sufrimientos, su grito, su necesidad profunda, conduce a nuevos
caminos en los que las barreras del corazón comienzan a caer, en los que uno se vuelve un hombre o una mujer de paz, de recon-
ciliación. Sobre este camino, de una forma muy inesperada, me condujeron Raphaél y Philippe. Un camino de liberación, de paz
interior, un camino de esperanza.
HACER REPROCHES
He descubierto en El Arca el arte de hacer reproches. Cuando uno tiene un cargo de autoridad y es responsable, a veces es nece-
sario hacer reproches al que ha actuado mal, por ignorancia, pasión o mala voluntad, poco importa. Hay gestos antisociales, pro-
vocadores, que es imposible ignorar en una persona; de lo contrario, corren el riesgo de aumentar. La persona que actúa así espe-
ra más o menos conscientemente que se le diga algo, que se fijen los parámetros de su comportamiento. He aquí algunos puntos
a este respecto:
Evitar siempre hacer un reproche desde la ira y la propia herida, sino más bien esperar a estar con paz. En un hogar de El
Arca, por ejemplo, se decide que Pierre despierte a los demás y prepare el desayuno a las siete. A las 7.30 h. el responsable
llega, Pierre no está en su sitio,1 el desayuno no está preparado y todo el mundo está todavía en la cama. Muy descontento,
el responsable sube a la habitación de Pierre, llama a la puerta y grita con ira. Pero quizá Pierre ha estado enfermo durante
la noche. Vale más esperar tranquilamente y después, en el momento adecuado, preguntar con interés y compasión lo que ha
pasado. Se trata sobre todo de pedir explicaciones antes que de acusar. Primero hay que clarificar los hechos y las motiva-
ciones.
No hacer nunca un reproche sin primero hacer sentir a la persona que se le aprecia y se le quiere. Es inútil que tenga la im-
presión de que se le rechaza, que se crea que no posee ningún valor. Esto hace más difícil la acogida del reproche. Pues lo
que se quiere no es humillar a la persona, sino por el contrario ayudarla a evolucionar y a actuar mejor en el futuro.
Es bueno hacer ver a la persona que uno mismo comete errores. No se habla así desde una posición de superioridad, desde
un pedestal. Uno mismo es un hermano o hermana que tiene también fallos y que quiere ayudar al otro a evolucionar porque
se le aprecia y se cree que tiene mucho que aportar.
En el transcurso del proceso hay una actitud de fondo: creer en la persona a quien se hace el reproche y ayudarla a evolucio-
nar positivamente hacia una libertad mayor, a ser más coherente y verdadera, a descubrir sus capacidades pero también sus
heridas y dificultades particulares.
LA NO VIOLENCIA
La no violencia es una actitud ante alguien (o ante un grupo) que es agresivo o que oprime, para ayudarle a evolucionar hacia un
sentido mayor de la justicia y de la verdad, sin juzgarle como malo, sin querer agredirlo con violencia. La no violencia es una
respuesta a la violencia destinada a despertar la conciencia del opresor. Ella es importante por tanto, en todo conflicto, al igual
que ante un enemigo en el momento de hacer reproches. Implica que la propia agresividad esté como penetrada por un amor
hacia el opresor y la convicción de que no es totalmente malo, que hay algo bueno en él y que puede cambiar. No se busca la
muerte sino la vida. La violencia como respuesta a la violencia surge la mayor parte de las veces del miedo y de las propias heri-
das: hay que defenderse o atacar para evitar ser machacado. La no violencia nace del amor. Las personas como Gandhi, Martin
Luther King, Dorothy Day, Jean y Hidelgarde Goss-Mayr y muchos otros han desarrollado no solamente la espiritualidad y la
filosofía de la no violencia, sino también las tácticas necesarias para que la no violencia triunfe en las situaciones difíciles en el
plano político y social.
Yo mismo he sido testigo exterior de una acción de no violencia en Brasil, en 1974. Junto con Robert y Nadine, fui invitado al
consulado canadiense de Sáo Paulo para cenar con Alphonse Perez, Hildegarde Goss-Mayr, Mario Calvario de Jesús, tres testi-
gos de la no violencia. La tarde fue apasionante (ia pesar del cansancio que me embargaba!). Al día siguiente por la mañana, el
sacerdote canadiense en cuya casa Robert, Nadine y yo nos alojábamos, recibió un telefonazo. Era la mujer de Mario Calvario de
Jesús, que nos decía que su marido no había ido a casa esa noche y que pensaba que había sido detenido. Después de algunas
llamadas telefónicas, el sacerdote verificó que sus sospechas eran ciertas: su marido y las otras dos personas habían sido deteni-
dos después de la cena. Habían vuelto al aeropuerto a buscar sus maletas que habían llegado en otro avión procedente de Buenos
Aires. Esas maletas estaban llenas de literatura sobre la no violencia. Durante varias horas, fueron interrogados en condiciones
de tortura psicológica: gritos, amenazas, etc. Hacia las cuatro de la mañana, los tres se reencontraron. Les llevaron café. Decidie-
ron comer y rezar por sus opresores para que cambiaran. Hacia las quince horas los tres fueron liberados bajo la presión del
cardenal Ams, que había informado a todas las embajadas y periódicos. Poco tiempo después, fuimos a casa de Mario Calvario de
Jesús, el cual nos contó con detalle los acontecimientos de la noche.
No tengo personalmente ninguna experiencia directa de la no violencia como arma en el plano político y social. El éxito de este
arma implica la utilización de los medios de comunicación y, por eso mismo, el apoyo de numerosas personas que hacen presión
sobre el opresor. Yo tengo como contrapartida una cierta experiencia de la no violencia como medio de hacer sucumbir la violen-
cia de las personas y, sobre todo, de ciertas personas con una deficiencia que hemos acogido en El Arca que provenían de hospi-
tales psiquiátricos; Para algunos, la violencia es un lenguaje que llama la atención, una atención necesaria para tener el senti-
miento de ser. Es un grito que surge de la angustia y de la imagen herida de uno mismo. Es también signo de vida y esperanza.
Si se da esta atención de una forma positiva y acogedora, sin responder con la violencia sino con la dulzura y la comprensión,
muy frecuentemente desaparece la violencia.
Una vez fui abordado en una calle de Trosly por un hombre del pueblo, grande y fuerte, que estaba fuera de sí. Daba voces con-
tra El Arca, contra las personas con una deficiencia a las que detestaba, y contra mí mismo, que era igualmente detestado. Me
mostraba el puño e intentaba darme miedo. Lo consiguió: tenía mucho miedo; mi corazón latía terriblemente. Pero, al mismo
tiempo, era incapaz de huir. Estaba como clavado en el suelo. Me golpeó con su puño en la oreja, pero no demasiado fuerte pues
hubiera podido tumbarme. Me escuché a mí mismo diciendo: «Puede golpearme una vez más si quiere». Él me miró con estupor.
Hubo un silencio, después me tendió* la mano y me invitó a entrar en su casa. Mi cuerpo temblaba pero le seguí. Había tenido
mucho miedo pero no lo había manifestado a causa de una fuerza que provenía de otra parte, y fue él quien acabó con esta situa-
ción de violencia.
No digo que un hombre decidido a matar se achante siempre ante la no violencia. Hay tantos casos singulares. Todo lo que yo sé
es que si se trata a un violento como a un humano y no como a una bestia feroz, hay posibilidades de que responda como un hu-
mano. Esto implica que no hay que darle miedo y que se intente dialogar con él como con un ser humano. Pero no tener miedo y
no dar miedo no es una cuestión de voluntad. Se trata de una fuerza que viene de fuera, de lo alto, como en el caso de los Alcohó-
licos Anónimos.
2 Cfr, sus libritos sobre Les Áges de la vie, Saint Paul, París, 1994.