Sunteți pe pagina 1din 13

Lo que no tiene nombre: escritura y reconciliación

Por:

Daniela Ceballos Garcés

Trabajo presentado en la asignatura Teorías literarias IV

Dirigida por Alexander Erazo.

Pregrado de Licenciatura en Literatura

Escuela de estudios literarios

Facultad de Humanidades

Palmira – 2019
Introducción
Lo que no tiene nombre (2013) es el relato que Piedad Bonnet construye en memoria de

Daniel Segura Bonnett, su hijo fallecido. En él la autora socava en las razones y las

consecuencias de lo que podría considerarse humanamente inconcebible: la muerte, el duelo, el

suicidio, y todo ello desde una posición emocional que compromete la escritura como un proceso

de sanación. Además del proceso de escritura, este relato también cumple con las características

que lo hacen una obra autobiográfica y en esa medida, más allá del singular proceso, también hay

en ella una función y necesidad de narrarse y contarse, es decir, antes que escritura para sanar, en

el caso de Lo que no tiene nombre puede pensarse en la autobiografía para sanar, entendiendo

que no implica la escritura por la escritura, sino la escritura condicionada a los hechos y a la

memoria.

Este trabajo se propone indagar en el análisis de dicha función autobiográfica, la manera

en la que está expuesta y lo que comunica en términos profundos sobre los grandes temas que

aborda, mencionados en anterioridad: muerte, duelo y suicidio. Esto con el fin de evidenciar los

niveles de reconciliación lograda por su (al mismo tiempo) autora, narradora y personaje.
Lo que no tiene nombre: escritura y reconciliación

[…]
Hurgo en mis sentimientos
estoy viva.
Blanca Varela

Sufro de lo que ya tuvo lugar.


Roland Barthes

Como buen epígrafe, el de Lo que no tiene nombre, frase del escritor estadounidense Paul

Auster: “Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona

del mundo a quien jamás ocurrirían esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte

todas, igual que le suceden a otro.”, ya sugiere las varias búsquedas y reflexiones que atraviesan

el libro de Piedad Bonnett. Y es que, si bien es el libro que la autora hubiera preferido no haber

escrito nunca al ser la narración de los hechos que influyeron en la muerte de su hijo, hay en él

más instancias sobre las que valen la pena indagar para comprender su valor emocional y

literario, en tanto su escritura parece significar un procedimiento retórico y psicológico para

reconciliarse con la realidad desde la representación autobiográfica.

Al considerar que lo que hace diferente este producto literario a los que anteriormente

hubo de publicar la autora es la base real de los hechos, corroborables y sustentados por la misma

Bonnett, se puede discurrir en que la más importante de esas instancias es la pretensión

autobiográfica de donde nace la búsqueda de respuestas sobre lo inconcebible: para el vivo, el

suicidio y la muerte; para una madre que hayan sido la de un hijo; para una escritora, nombrar lo
innombrable. Así, se hace importante demostrar cómo se establece dicha pretensión y qué

implica para quien la profesa.

En estos términos, partiendo de la teoría de la autobiografía con relación a los aportes

capitales de Philippe Lejeune en los que caracteriza al género gracias al pacto en el que autor,

narrador y protagonista comparten identidad, Lo que no tiene nombre (2013) es un texto

autobiográfico al cumplirse que Piedad Bonnett es quien escribe, narra y protagoniza su historia.:

En “El pacto autobiográfico” (...) al volver de nuevo sobre el problema aparentemente

insoluble de establecer una distinción entre autobiografía y ficción, (...) Lejeune podía

identificar ahora un criterio textual con el que se puede distinguir entre autobiografía y

ficción: la identidad del nombre propio compartido por el autor, el narrador y el

protagonista. (Lejeune, 1986, p. 259)

Ahora bien, en este caso, lo que define que sea netamente una autobiografía depende de

la predominancia del registro de su Yo, es decir, de su carga autorreferencial, y en ese sentido

vale la pena tener en cuenta que la obra habla tanto de su autora como también de Daniel, su

hijo, y la reflexión es constantemente sobre él. Esto conlleva a asumir un intento biográfico

latente que se vuelve autobiográfico al estar supeditado a la una exploración individual, íntima y

subjetiva de quien lo narra, de modo que de todas las formas posibles de este género, Lo que no

tiene nombre, pueda interpretarse como un ensayo autobiográfico:

Con los pocos elementos de que dispongo reconstruyo imaginariamente las

circunstancias, esas que hacen de toda muerte un hecho único, pero más único esta vez,

porque Daniel no ha muerto plácidamente en su cama, adormecido por calmantes, como


todos soñamos morir, sino que ha saltado desde el techo de un edificio de cinco pisos

para ir a estrellarse sobre el asfalto. (Bonnett, 2017, p. 20)

Así, además de la firma de la autora, los demás paratextos que acompañan la historia dan

cuenta de la figura de Daniel como tema central y refuerzan la veracidad sobre lo dicho junto a la

intención de búsqueda de respuestas, pero desde la condición emocional de quien los dispone.

Por un lado, está la dedicatoria del libro que va dirigida a los familiares: Para Rafael,

Renata y Camila, que son quienes atraviesan el lugar más próximo al duelo por el que pasa

Piedad Bonnett al también haber perdido al hijo y al hermano. De igual modo, dentro de la obra,

la autora se apropia de sus voces y su enunciación se vuelve colectiva y familiar: “Somos,

mientras caminamos en medio de los árboles que destilan todavía gotas de lluvia, seis seres

desolados y temblorosos” (Bonnett, 2017, p. 27), y a través de ese recurso impone la reacción

ante la muerte de Daniel como un suceso que indaga en sí misma y en otros.

Por otra parte, la portada del libro que lleva un autorretrato de Daniel y los demás cuadros

que acompañan las páginas se perciben como una recreación de ese mundo interior que la autora

describe. Todo lo dicho frente a Daniel está atravesado por los afectos y las cargas emocionales.

Si bien una oportunidad para conocerlo desde su propia expresión son sus pinturas, estas ya han

sido interpretadas por quien lo narra y es la interpretación de la escritora la que las dota de

sentido al tejer un camino que conecta los hechos de la vida real con las formas del arte (sucede

para Daniel y sucede para ella quien escribe su historia).

Concibiendo que toda obra es autobiográfica, Piedad Bonnett reconoce el filtro que como

madre interviene en la reconstrucción de su memoria y la imagen de su hijo: “Daniel era mi hijo,

y con toda certeza esta semblanza de trazos gruesos está deformada de manera involuntaria por
el amor que le tuve”. (Bonnett, 2017, p.53), lo que esto precisa es que la escritora reconoce que

hay una representación de la representación, es decir, que la memoria es imprecisa y el afecto

condiciona, no obstante, se posiciona en la firmeza de ser honesta respecto a su pulsión de

autora, escritora y narradora para dar cuerpo a lo que resulta un motivo de génesis dramática:

“Por esa razón, después de su muerte se ha apoderado de mí una pulsión investigativa que me

lleva a indagar en cuanta materia o ser humano pueda responder a la pregunta: ¿quién fue

Daniel?” (Bonnett, 2017, p. 51)

Esto prueba que en cuanto a contar la “verdad” sobre esta vivencia significativa, este

escrito no cuenta con objetividad, sino que es el resultado de una argumentación desde la propia

experiencia, lo que termina por ser un intento de exploración y entendimiento de lo sucedido,

pero no por ello deja de ser autobiográfico:

Daniel se mató, repito una y otra vez en mi cabeza, y aunque sé que mi lengua jamás

podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar

con las palabras para tratar de bucear en el fondo de su muerte, de sacudir el agua

empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida

aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie. (Bonnett, 2017, p. 18)

De esta manera la autobiografía que escribe Bonnett leída desde su función vertical, es

decir, desde el llamado que impulsa el motivo autobiográfico, puede dilucidar la necesidad de

sanarse, de responder todo lo que quedó vacío e inexplicado en la reconstrucción de los hechos,

además de exorcizar culpas directas e indirectas:

[La vida que se fundamenta en la autobiografía] (…) se podría entender como la

tendencia moral del ser individual. La vida entendida así no se dirige a través del tiempo
hacia el pasado sino que se dirige hacia las raíces de cada ser individual. De esta forma es

intemporal y se encuentra comprometida a seguir ese impulso vertical de la consciencia

al inconsciente más que el impulso horizontal del presente al pasado. (Olney, p. 35)

De allí, que en el caso de Lo que no tiene nombre (2013) la escritura adquiera un valor

terapéutico, pero no desde la única acción de escribir por escribir, como ya se mencionó, sino de

escribir para contarse. Piedad Bonnett, siendo escritora de profesión desde antes del suceso de su

hijo, ya se ha enfrentado a la escritura y con seguridad ha exorcizado demonios e interrogantes,

pero en Lo que no tiene nombre, le corresponde usar su propia vida como insumo fiel (en la

medida que eso es posible) para poder nombrar lo innombrable y para poder aceptar que eso que

parece que solo les suceden a los otros, le ha sucedido: que un hijo sufra una enfermedad, que un

hijo muera, que un hijo se suicide.

Es a partir de esta necesidad que tiene sentido adjudicar en la obra de Bonnett los niveles

de reconciliación logrados a partir de la escritura. Pero, antes de inquirir en el estado de

apaciguamiento, vale la pena considerar el detonante, entonces que para el académico Duccio

Demetrio:

Los recuerdos que asociamos entre sí en forma de representaciones dan lugar a

significados que atribuimos al mundo, a las situaciones y a los demás. Todo recuerdo es

un signo que ha marcado nuestra vida pero que, como pertenece a una red de recuerdos,

se transforma en una escena o una historia. (Demetrio, 1998, p. 60)

Por su parte, la neuróloga Armelle Viard (2010), sustenta que los recuerdos

autobiográficos episódicos tienen a menudo una fuerte connotación emocional, es decir que en

cuanto más intensa es la emoción más sencillo y constante es reavivar lo acaecido de forma
precisa y detallada, aunque no debe olvidarse que antes que ser una restitución devota, el

recuerdo es una reconstrucción dinámica:

El proceso de semantización provoca que los recuerdos más antiguos se vuelvan

globalmente menos presentes, ya que pueden referirse a acontecimientos que se han

repetido y se han semantizado. No obstante, algunos acontecimientos destacables pueden

quedar grabados y asociarse a una fecha y un lugar precisos (…) (Mente y cerebro, 2010)

Como queda señalado en Lo que no tiene nombre, vivir un duelo por la muerte de un

familiar, desde luego, es un golpe para el sentir que se intensifica cuando carecen las respuestas,

esto para referir al suicidio, que en la historia de Daniel ostenta ser una acción inconclusa en el

sentido que no deja una carta o un mensaje; al que además se añade al hecho de ser un duelo en

primera persona que expone Bonnett en su rol de madre.

Es ante este aspecto que entra en juego la escritura como sanación, para la académica

Silvia Adela Kohan (2013): “Escribimos porque algunas cosas sólo podemos pensarlas mientras

lo hacemos (…) [Se escribe] desde la sombra, desde el miedo, desde el borde del camino.

Escribir es imaginar ese camino para que exista” (p. 26)

El enigma de la muerte y del duelo deviene en escritura; la pérdida de un hijo,

innombrable como es, deviene en narración; y la reparación, en reflexión y aceptación. Este es,

casi en su totalidad, el ciclo que propone Duccio Demetrio en su ensayo Escribirse (1999) el cual

lleva por bandera la sustentación de la afirmación: “Escribirse proporciona bienestar, la paz que

genera la reminiscencia” (p.43)

Para Demetrio (1999) en la escritura autobiográfica radican cinco condiciones paliativas

que también pueden ser llamadas “poderes” en las que narrar la propia historia es sinónimo de
bienestar. Estas son: evanescencia, por el sosiego recordar; convivencias, en la preocupación de

comunicar lo recordado; recomposiciones, para reparar en el ejercicio del relato; invenciones,

aludiendo a sentirse dueño del método de escritura; y despersonalización, siendo el logro de la

escritura que sana.

En Lo que no tiene nombre (2013), pueden repasarse cada una de estas instancias. En

primer lugar, la evanescencia por el placer de recordar sin importar el dolor que ello implique, a

fin de transformar el recuerdo en una imagen apacible:

Entrar con la mente y el cuerpo en las evanescencias – la sensación es física, total y

unánime entre pensamiento y percepción – y sobre todo no sentirnos molestos por ellas,

no temer su estimulo regresivo y pueril, inocente e inocuo, es un síntoma inequívoco de

nuestra disposición al desapego de los pequeños problemas cotidianos. (Demetrio, 1999,

p. 47)

En este sentido, tiene lugar la reconciliación con lo que Bonnett titula Lo irreparable. En

este primer apartado del libro, la autora adunda sobre la pérdida de su hijo, la manera en que

murió y cómo le viene la noticia. Es el detonante de un duelo que no tiene nombre, porque es

algo que no debe pasar y en esos términos, el lenguaje se queda corto:

Alguna vez escribí que en el aire “el tiempo se hincha como un paréntesis”, y hoy lo

constato en estas seis largas horas de vuelo atravesadas de visiones. La sensación,

abrumadora, es de extrañeza, de incredulidad: ¿puedo ser yo esa persona que viaja a

enterrar a su hijo?

Sí, Piedad. Es un hecho. Sucedió. Y nunca palabras tan precisan me han sonado tan

irreales. (Bonnett, 2017, p. 20)


Sucede, pues, una reconciliación con el lenguaje, porque ella logra nombrarlo y escribir

sobre lo sucedido, entrar en lo profundo de su dolor para darle a través de la movilidad de las

palabras un sentido al duelo en las dimensiones del arte.

En un segundo plano, las convivencias aluden a la necesidad de ese receptor, enunciatario

o simplemente el interlocutor que le permite a Bonnett reflejar la evanescencia, es decir el peso

de su recuerdo transformado gracias a poder comunicarlo:

El silencio impuesto, la ausencia de escucha, la mirada que se desvía hacia otro lado, son

las frustraciones y los malestares de nuestra cotidianidad. A su vez, las heridas que se

abren (…) son innumerables cuando al rito del saludo (y de la escucha) oponemos el rito

del tránsito veloz y distraído. (Demetrio, 1999, p. 49)

Si bien todo el libro abarca esta inquietud, son el segundo y el tercer capítulo, Un

precario equilibrio y La cuarta pared, los que pretenden un mayor foco o atención porque

develan rasgos e intenciones de denuncia o advertencia sobre las cavilaciones sobre la

enfermedad mental de Daniel y establecen los interrogantes que surgen de un hecho como el

suicidio, respectivamente. De este modo que contar los hechos y las posibles causas de la

esquizofrenia se interprete como una reconciliación en forma de un activismo que llama a la

precaución por ciertas prácticas de la medicina:

¿Tenía Daniel una predisposición genética que fue disparada por aquel veneno lleno de

contraindicaciones? ¿Debieron hacer una investigación más cuidadosa de su psiquis antes

de formularlo? (…) Un rastreo intuitivo me llevó a leer en internet, años después, lo que

sobre aquella medicación para el acné ya se sabía en 2001, pero nadie tuvo la precaución
de decirnos: que “se han comunicado casos de depresión, síntomas psicóticos y rara vez

intentos de suicidio. (Bonnett, 2017, p. 48)

En lo que respecta al suicidio, las convivencias permiten exponer el tema frente a una

sociedad que lo considera tabú, y lo visibiliza. Le da un orden, unas causas y unas respuestas. Sin

embargo, estas últimas son el resultado en mayor medida de un interrogante íntimo y subjetivo,

de allí que sean apropiadas para apelar a la recomposición que Demetrio instaura como el

diálogo de los recuerdos con las realidades para llegar a la aceptación de lo que agobia,

asumiendo los recuerdos como una red en la que la memoria actúa para el beneficio de las

emociones. De este modo que para Bonnett, la reconciliación con el suicidio implique

encontrarle sentido y razón por su cuenta, aun cuando siempre esperó encontrar una justificación

de su hijo:

Todo suicidio encierra un mensaje para los que se dejan atrás. Los que lo quisimos no

sabremos jamás hasta dónde cupimos en sus últimos pensamientos, ni qué palabra

alcanzó a musitar para nosotros. Releo los chats en Skype: Mamá, no estés triste, dice

Daniel, cuando uso un emoticón para mostrarle mi preocupación porque le está

empezando una crisis.

Yo lo amaba, lo cuidaba, de esa manera elemental y sin embargo entrañable en que las

madres amamos y cuidamos a nuestros hijos (…) Pero ningún amor es útil para aquel que

ha decidido matarse. (Bonnett, 2017, p. 116)

En último lugar, los poderes de la invención y la despersonalización se logran en la

aceptación del hecho, esa que es la misma escritura porque al ser un proceso reflexivo contribuye

a que la autora domine su propio lenguaje, que en ese proceso escritural viene siendo el de sus
sentimientos y sus afectos. Esta reconciliación es representada con mayor fuerza en el último

capítulo, El final, pues es allí donde el proceso creativo alcanza su fin terapéutico. Lo que no

tiene nombre más que un libro se concibe como un manifiesto a la memoria de Daniel, lo que es

desde el inicio se muestra como la preocupación latente de su madre, la escritora:

Al escribir sobre uno mismo puede suceder que uno crea ser el protagonista de aquella

experiencia, mientras que en realidad estamos hablando de otro personaje; también nos

puede suceder que, mientras hablamos estamos convencidos de la absoluta buena fe y

coherencia de nuestras acciones o experiencias vividas. Todo ello es ilusorio, pero hace

posible que se comparta con los demás este juego de espejos, en el que ya no se sabe

dónde han ido a parar el rostro y el cuerpo material de quien se refleja en ellos y en el que

las acciones se convierten en las acciones de otro. (Demetrio, 1999, p. 54)

Piedad Bonnett logra hacer de la memoria de su hijo un monumento que toca al lector, en

su lugar más sensible. Su propósito ha cumplido su fin. La escritora se ha reconciliado y le ha

dado una nueva connotación a lo sucedido, lo ha reinterpretado y resignificado, y con ello ha

recuperado su salud mental y emocional. La representación autobiográfica le ha dado las

palabras para aproximarse desde la intención más fidedigna a lo estrecho de su dolor

innombrable:

Yo he vuelto a parirte, con el mismo, con el mismo dolor, para que vivas un poco más,

para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que

son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de

tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme (Bonnett, 2017)
Referencias

Bonnett, P., (2017). Lo que no tiene nombre. Debolsillo: Bogota, Colombia.

Demetrio, D. (1999). Escribirse, la autobiografía como curación de uno mismo. Paidós:

Barcelona, España

Kohan, S. (2013). La escritura terapéutica. Alba editorial:

Lejeune, P., Loureiro, A. G., Eakin, P. J., & Torrent, A. (1994). El pacto autobiográfico y

otros estudios. Megazul-Endymion.

Viard, A. (2010). La memoria autobiográfica. Investigación y ciencia. Mente y cerebro,

No. 43 (jul. - ago. 2010): Deconstrucción de la memoria, pp - pp 57-61

S-ar putea să vă placă și