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Año Galdós

Se cumplen esta semana cien años de la muerte de Galdós, el mayor de nuestros escritores, junto a Cervantes
Santi Fernández Patón 31/12/2019 - 20:50h

Benito Pérez Galdós con Margarita Xirgu EFE

Se cumplen esta semana cien años de la muerte


de Benito Pérez Galdós, el mayor de nuestros escritores,
junto a Cervantes. En la madrugada del 3 al 4 de enero
de 1920 Galdós emitió el último grito de su agonía. Se
incorporó del lecho y se llevó las manos a la garganta,
como si se ahogara. Después expiró sobre la almohada.
La leyenda añadiría que en esos momentos postreros
pidió el auxilio del doctor Centeno, ese niño de su crea-
ción que aparece ya en Marianela, otro de sus personajes
más entrañables. Tan sólo unos meses antes, ciego y
devastado por la arterioesclerosis, Galdós había recorrido
con sus dedos temblorosos el monumento sedente, obra
de Victorio Macho, que en su honor se inauguró en El
Retiro.
Hoy cuesta entender que unas 30.000 personas visitaran su capilla ardiente, que al paso del cortejo fúnebre la multitud
se congregara en la Puerta del Sol; que una muchedumbre, compuesta en buena medida por madrileños y madrileñas
que no sabía leer, siguieran el cortejo a pie hasta el cementerio de La Almudena en lo más riguroso del frío invierno
mesetario. Los balcones se llenaron de crespones negros, la actriz Margarita Xirgu arrojó flores y lágrimas desde su
ventana en el Hotel París y las juventudes socialistas pugnaron por hacerse con el control de la carroza fúnebre. A
Galdós, republicano convencido, el rey Alfonso XIII quiso atribuirle honores de capitán general con mando en plaza, y
hubo peticiones de que se le enterrara en la Plaza Mayor.
Es difícil hoy imaginar tanto fervor ante un escritor que aunó el entusiasmo, el amor, diría, popular con la admiración de
los grandes intelectuales de su tiempo: Pérez de Ayala, Ortega y Gasset, Menéndez Pelayo o políticos co-
mo Maura. No era para menos.
Madrid
De sobra es conocido el amor de Galdós por Madrid. Canario de nacimiento, el 30 de septiembre de 1862 el joven Beni-
to llegaba a la capital con la intención de cursar los estudios de Derecho. Pronto descubriría que las calles de ese pue-
blo abigarrado encerraban muchas más enseñanzas que las aulas de la Universidad Central, donde “me distinguí por
los frecuentes novillos que hacía”. Fue tal el apasionamiento de Galdós con esta ciudad que, hasta fechas recientes, se
daba por cierto que jamás había regresado a su tierra natal. De hecho, cuando Galdós, ya anciano y completamente
ciego, accede a la petición de La esfera para publicar sus recuerdos bajo el título de Memorias de un desmemoriado, lo
hará comenzando por su llegada a la Corte. Se trata de una serie de artículos conmovedores, sobre todo en aquellos
pasajes en los que Galdós evoca sus paseos por un Madrid al que la ceguera le impide volver a mirar.
Fue sin duda su gran amor, y desde luego el único que hizo público. Si damos crédito, según afirmaba su ami-
go Gregorio Marañón, a que era “un gran mujeriego”, se mostró discreto y púdico hasta un punto exasperante para sus
biógrafos. Ha costado décadas desentrañar los pormenores de su relación clandestina, que alguno hoy tildaría de “po-
liamorosa”, con Emilia Pardo Bazán, una mujer, qué duda cabe, adelantada a su tiempo, y casi al nuestro, y
con Lorenza Cobián, con quien el escritor tuvo su única hija reconocida, María.
En aquella segunda mitad del siglo XIX, como reflejaría en toda su obra, era Madrid un hervidero de revoluciones efíme-
ras no exento, pues ahí seguían los restos del Imperio, de sentimiento patriótico (La Fontana de oro); era un Madrid
provinciano y beato (Tormento), a la zaga distante de los avances ingleses, y un epígono paleto de la moda del otro
lado de los Pirineos. La fatuidad, sin embargo, de sus habitantes convertía la ciudad en un mosaico de falsas aparien-
cias (La de Bringas), sus teatros se llenaban de damas encopetadas con remiendos milagrosamente apañados (La
desheredada), de caballeros que mantenían a sus concubinas a costa de deudas de las que se enriquecían los usure-
ros (la serie de Torquemada). Un Madrid de pordioseros (Misericordia), de flamencos y toros, de cesantes en la cola
infinita de la burocracia (Miau).
Aquella ciudad era un baile de máscaras que exigía una gran pluma para retratarla y dejarla a la posteridad. Fue la de
Galdós, deslumbrado por la Comedia humana de Balzac, a quien descubrió en su primer viaje de 1867 a París. Sin
miedo a exagerar, se puede decir que la segunda mitad del siglo XIX en España, en concreto en Madrid, se conoce sus
intimidades básicamente por Benito Pérez Galdós, quien no contento con el reflejo de esas intrahistorias se lanzó tam-
bién a la labor titánica de sus 46 Episodios Nacionales.
Fortunata y Jacinta
Es Galdós, después de Lope de Vega, nuestro autor más prolífico, pero todas sus novelas madrileñas habrían de con-
densarse en una obra magna, Fortunata y Jacinta, para muchos, al lado del Quijote, la obra cumbre de la literatura en
español. Fortunata y Jacinta refleja al completo (hasta el extremo de narrar la vida en un convento de clausura de Las
Micaelas) el Madrid retratado en mosaicos en todas las demás novelas. La vida de sus personajes está inmersa en los
avatares históricos de aquella España polvorienta que comenzaba a despertar. Es la novela de plenitud de su autor,
donde se conjugan Balzac, Dickens, Cervantes y ya se da la introspección psicológica que más adelante admiraría
en Tolstoi.
Madrid crecía a las orillas del Rastro de manera desordenada, mientras que hacia las afueras, en lo que hoy es el barrio
de Cuatro Caminos, se violaban las ordenanzas municipales para sobrepasar con creces el recinto de la antigua mura-
lla. En los márgenes del Retiro, a impulsos del Marqués de Salamanca, se construía el barrio burgués por excelencia,
en el que el propio Galdós llegaría a residir. Pero sobre todo es la zona que abarca de Chamberí a la calle Toledo en la
que tropezamos con el inmenso repertorio de personajes galdosianos. Allí nos topamos con la perfecta burguesa, Jacin-
ta, resignada a las calaveradas de su marido Juanito Santa Cruz, al que la humilde Fortunata, joven, sin educación y
aún ingenua, reserva un amor ciego. Por allí aparecen la moda europea en las sombrererías de la Plaza Mayor y la
calle de Toledo, el orden y la modernidad ingleses añorados por Moreno Isla, los contrastes de una ciudad que pasa de
la opulencia de los soportales de la Plaza Mayor a la miseria de las corralas del Rastro, todo ello en un trecho de línea
recta, como describiría más tarde Barea en La forja de un rebelde.
En Fortunata y Jacinta se desvela el alma humana porque la grandeza de su autor consigue crear un argumento que
atañe a personajes de todas las condiciones. Las pasiones humanas se desnudan en la complementariedad entre For-
tunata y Jacinta -sin ser conscientes, cada una de ellas redimirá a la otra-, entre Santa Cruz y Maximiliano, entre la
prostitución de Fortunata y su reclusión conventual o entre su vida disoluta y la mentalidad práctica del coronel retirado
que, ya senil, adopta a la joven protagonista.
Galdós no tiene interés en reflejar las costumbres de un pueblo al que ha analizado exhaustivamente, sino el afán de
que ese pueblo, a través de sus costumbres, refleje los avatares históricos de una nación, los conflictos de una socie-
dad, los pesares y las alegrías del más mísero y del más pudiente. Galdós, como Zola, no hace historia para expli-
car al ser humano, sino que explica al ser humano para hacer historia. Eso, la misma esencia del Quijote, es lo que
convierte Fortunata y Jacinta en una obra desbordante. Literatura pura que, en el caso de Galdós, equivale a decir vida
pura.
Cuando Galdós no era 'progre'
Hasta hace poco aún se trataba de encerrar a Galdós en la celda del costumbrismo y el folletín. Las nuevas generacio-
nes, con las que tan generoso se había mostrado, trataron de ningunearlo, salvo el honroso caso de Unamuno. Ahí
queda para la ignominia eso de Don Benito, el Garbancero, que el histriónico Valle Inclán incluye en sus Luces de
Bohemia, con el cadáver de Galdós aún caliente.
Fue un mantra que durante demasiado tiempo han repetido, ya en nuestra época, las hordas de 'escritores progres'. De
ese modo se ahorraban su lectura. Ni siquiera Madrid parecía reconocer su legado. Aún recuerdo una visita al cemente-
rio de La Almudena, a principios de los dos mil, en la que a duras penas pude localizar la
tumba de Galdós, que reposa, por expreso deseo, junto al resto de miembros de las fami-
lias Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós.
Ya nadie profiere esas sandeces. La Biblioteca Nacional ha inaugurado en estos meses
una exposición para celebrar el año Galdós, y a lo largo de este 2020 se sucederán actos
en memoria y reconocimiento. Ojalá alguno de ellos, o quién sabe si la propia exposición,
recalen también en Andalucía.
Galdós para entender la España de hoy
Cien años después de su muerte, la obra del autor de los ‘Episodios Nacionales’ no solo explica lo
que nos ha pasado a los españoles sino las claves de lo que está pasando

ALMUDENA GRANDES 4 ENE 2020 - 00:40 CET


Benito Pérez Galdós, en la finca familiar de Los Lirios en Gran Canarias en 1894. CASA-MUSEO PÉREZ GALDÓS

En febrero de 1897, Benito Pérez Galdós leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española. En aquel texto,
titulado La sociedad española como materia novelable, expuso lo que ahora llamaríamos su poética, su manera de
entender la novela como género, las ambiciones y propósitos que guiaron su escritura. Una de las frases de aquel dis-
curso se convertiría en un lema galdosiano. Imagen de la vida es la novela, dijo entonces, y al contar la de los españo-
les, sus libros fueron trazando la imagen de un país que se llamaba igual que el nuestro, aunque ya no son el mismo.
Pero más allá de la emoción, de la admiración, del placer, el mejor motivo para leer hoy al otro gran narrador español de
todos los tiempos es su asombrosa capacidad para explicarnos lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando todavía.

El Galdós de Cánovas Sánchez

Admirando a Galdós

Galdós nunca fue neutral, y en el principio alienta una flamante ilusión democrática. La Fontana de Oro, su segunda
novela, se publicó en 1871, un año antes de que apareciera el primero de los Episodios Nacionales, que la toman como
modelo. En La Fontana, Galdós retrocede hasta el Madrid de 1821, donde los liberales han recobrado la esperanza. El
odioso Fernando VII ha jurado la Constitución. La felicidad pública, el progreso, el nacimiento de una España más mo-
derna e igualitaria se adivina en el horizonte. Así disculpa el joven Bozmediano a los exaltados que han atropellado en
la calle a quien parece un pobre anciano. No hay revoluciones sin excesos, le dice mientras le acompaña a casa, pero
el Gobierno pondrá fin a estos altercados. Mientras tanto, el anciano calla. Bozmediano no puede saber que es preci-
samente él quien, con dinero de Fernando, paga a los agitadores, a los incendiarios, a los energúmenos destinados a
asustar al pueblo, para convencerle de que solo el poder absoluto de un rey tiránico labrará su paz y su felicidad.

A lo largo de los Episodios Nacionales, Galdós desarrolla este amargo principio en un trágico rosario de esperanzas
frustradas, revueltas armadas y guerras civiles que comienzan siempre de la misma manera. En las regiones más ricas
de España, el País Vasco, Navarra, Cataluña, la vieja aristocracia y la pujante burguesía que no tienen nada que ganar
con los planes modernizadores de los gobiernos liberales de Madrid, levantan ejércitos bajo la bandera de Dios, la Tra-
dición y el Rey absoluto que identifican con don Carlos, el hermano menor y aún más reaccionario de Fernando VII. A
partir de 1833, los carlistas siempre pierden las guerras que empiezan pero son, también siempre, tan generosamente
perdonados por los vencedores que están en condiciones de volver a conspirar en el instante mismo de su derrota. Así,
en 1840, en 1849, en 1876, cuando en la superficie parece que todo ha terminado, en el subsuelo todo vuelve a empe-
zar.

Los lectores de Galdós tenemos una perspectiva más amplia de lo que estamos viviendo que los españoles que nunca
lo han leído. Sabemos por qué el independentismo catalán suprime el siglo XIX en un relato que insiste machacona-
mente en el XVIII, como si este estuviera más cerca que aquel. Sabemos que los partidarios de la mano dura se llama-
ban a sí mismos moderados, igual que la ultraderecha se beneficia hoy de términos como centroderecha o constitucio-
nalismo. Sabemos que el republicanismo no fue un virus extranjero inoculado a traición en el ignorante pueblo español
de 1931, sino una aspiración sólidamente instalada en el pensamiento progresista nacional desde las Cortes de Cádiz.
Sabemos por qué el término “liberal”, que existe en casi todas las lenguas del mundo, es una palabra española y que,
precisamente por eso, Franco se esforzó por extirpar la memoria del siglo XIX de “su” España, condenándolo a un limbo
del que no ha sido completamente rescatado todavía. Sabemos además, quizás sobre todo, que la única Guerra Civil
que conocemos por ese nombre —como si las carlistas no lo hubieran sido— fue el desenlace de un conflicto que duró
más de un siglo. Desde 1812, dos Españas lucharon entre sí bajo banderas antagónicas. La libertad, el progreso, la
igualdad, combatieron a la tradición, al clericalismo, a la reacción, y ni siquiera venciendo en tres guerras seguidas
lograron ganar el futuro. El país donde yo nací aún era producto de su derrota.
Galdós nunca fue neutral, y en el final la desolación es casi absoluta. En 1897, Misericordia certificó el naufragio de
todos los sueños. La Restauración había asfixiado las ilusiones de Bozmediano, los intentos de modernización del país
agonizaban cubiertos de polvo. La burguesía, que debería haber sido el motor de la transformación social, imitaba el
proverbial egoísmo de la aristocracia en lugar de liderar el Estado democrático. Las clases medias solo aspiraban a
subir en el mismo ascensor, desentendiéndose de los más pobres, que se dejaban morir en el arroyo.

La dignidad de Benina

Un milímetro más acá sobrevive Benigna, la señá Benina, Nina, tres nombres diferentes para un personaje que encarna
la dignidad del pueblo español en el contexto de la crisis más feroz. Benigna pide limosna en la puerta de una iglesia
para alimentar a su señora, la dama arruinada que come lo que su criada le da. La señá Benina corre, va, viene, pide
un duro prestado, empeña, rescata, se agota en una lucha implacable y todavía socorre a quienes tienen menos que
ella. Su único patrimonio es su amigo Almudena, un mendigo moro, ciego, más marginal que miserable, que la quiere
bien. Galdós, creador de personajes femeninos extraordinarios, a través de los cuales contó el mundo con tanta ambi-
ción como la que desplegó en sus personajes masculinos, deposita en Benigna, en su nobleza, en su generosidad, en
su ternura, la última de sus esperanzas. Ella representa la frágil hebra de vitalidad que conserva el imperio moribundo,
ensimismado y mohoso, que tal vez aún merezca la oportunidad de renacer.

Leer a Galdós es entender España, naufragar con ella, encontrar motivos para seguir creyendo.

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