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Los califas de
Córdoba
ePub r1.0
liete 22.11.13
Título original: Los califas de Córdoba
Francisco Bueno García, 2009
Ilustraciones: Luis Ojeda
Capítulo 1 [*]
Algo sobre la
España visigoda.
Los hijos de
Witiza. Don
Rodrigo y el
conde Don Julián.
Tārif, Tārik y
Musa. La
invasión, primero
de los bereberes
y posteriormente
de los árabes. Se
hacen dueños de
España e imponen
sus normas de
vida a los
naturales.
Capítulo 2 [*]
Arabia en tiempos
de Mahoma.
Luchas entre
tribus árabes. Los
bereberes.
Emigraciones
desde África
hasta España.
‘Abd al-Aziz,
primer
gobernador
español de los
califas omeyas.
Otros
gobernadores. La
convivencia en la
España
conquistada.
Capítulo 3 [*]
‘Abd ar-Rahmān,
el Emigrante,
primer emir de la
España
musulmana.
Damasco,
abásidas contra
omeyas. Huida
del joven ‘Abd ar-
Rahmān.
Predicciones de
los adivinos. Sus
peripecias desde
Siria hasta las
costas de España.
Almuñécar,
Archidona,
Torrox y Sevilla.
Batalla decisiva
en Córdoba,
donde es
proclamado emir.
Un reino de
bereberes, árabes
y españoles. De la
mano tendida al
puño de hierro.
La catedral de
Córdoba es
convertida en
mezquita. Una
nueva Ruzafa. El
Alcázar,
residencia real.
Rebeliones
alentadas por
Damasco.
Revuelta de los
bereberes.
Carlomagno
contra ‘Abd ar-
Rahmān I.
Desastre
cristiano en
Roncesvalles y
muerte del emir.
Capítulo 5 [*]
Hixem I, segundo
emir de al-
Ándalus. La
dinastía omeya se
consolida. Un
emir religioso,
templado y
bondadoso.
Enfrentamientos
con sus
hermanos. La
guerra santa.
Expediciones
contra los reinos
cristianos del
norte. El ejército
califal. Las
aceifas. Tácticas
de guerra. Sus
obras en Córdoba,
la mezquita y el
puente romano.
Peregrinaciones
de La Meca. El
maliquismo en al-
Ándalus.
Capítulo 6 [*]
Al-Hakam I,
tercer emir de al-
Ándalus. Un rey
alegre, divertido,
al que gusta vivir
bien. Sus dos tíos,
el Sirio y el
Valenciano, le
disputan el trono.
Los alfaquíes y la
escuela jurídica
maliquí. Revuelta
en Zaragoza.
Amrus, un
español muladí,
traidor a los
suyos. Ibn Firnas
y el primer vuelo
en ala delta.
Rebelión en
Toledo. Matanza
del Foso.
Revuelta en
Mérida, parada
por el amor de
una hermana. El
emir cambia de
carácter. Sus
expediciones a
tierras de
cristianos.
Pérdidas de
Pamplona y
Barcelona. Basir,
un cadí
estrafalario e
incorruptible.
Algazali, el poeta
viejo y verderón.
Rebeliones en
Córdoba. Matanza
del Arrabal.
Cordobeses
exiliados a Fez y
a Creta. Muerte
del emir.
Capítulo 7 [*]
‘Abd ar-Rahmān
II, cuarto emir de
al-Ándalus. Un
hombre culto,
templado y muy
mujeriego.
Nuevos líos de
sucesión. El
Valenciano.
Ciencia, cultura y
riquezas que
vinieron de
Oriente. Ziryab,
el Pájaro Negro
Cantor.
Astrólogos de la
corte. Assimir.
Algazali, el
astrólogo y poeta
de Jaén. Las
mujeres de su
harén. Tarub. Los
cristianos
mozárabes.
Esperaindeo,
Samsón, Eulogio
y Pablo Álvaro.
Destrucción de la
ciudad de Hellín y
edificación de
Murcia. Revueltas
en Toledo y
Mérida. Ludovico
Pío y los
mozárabes de
Mérida. Las
grandes obras que
acometió en
Córdoba, Jaén,
Sevilla y Mérida.
Sus aceifas. Los
primeros vascos.
El eunuco Nasr.
Una embajada
cordobesa a la
lejana Bizancio.
Se luce el viejo
Algazali. Los
normandos
invaden Sevilla.
Una plaga de
langosta.
Martirios de los
mozárabes.
Eulogio y Flora,
un precioso amor
platónico. Un
concilio en
Córdoba para
evitar más
martirios.
Traición a su emir
y muerte de Nasr.
Muerte repentina
de ‘Abd ar-
Rahmān II.
Capítulo 8 [*]
La sucesión. Un
cónclave de
eunucos y fumata
bianca.
Muhammad I,
quinto emir de al-
Ándalus. Un ser
frío, tacaño y
enemigo de los
cristianos. Los
despide de sus
cargos en la
corte. Fortalece
el ejército y la
Marina. Otra vez
los piratas
normandos.
Nueva
persecución de
mozárabes. O
conversión al
islamismo o
muerte. Más
martirios.
Fandila,
Anastasio, Félix,
Digna, Benilde,
Columba,
Pomposa y
Abundio.
Proyecto de
solución final.
Nuevas revueltas
en Toledo. Batalla
del Guadalecete.
Últimos
martirios. San
Eulogio. Dos
monjes franceses
en busca de
reliquias. Dos
cristianos
apóstatas:
Samuel, obispo
de Elvira, y
Hostégesis,
obispo de Málaga.
Revuelta de los
muladíes en
Mérida. El Hijo
del Gallego se
hace príncipe
independiente.
‘Umar ben
Hafsun, el
bandolero
malagueño que
quiso reinar en al-
Ándalus. Muerte
de Muhammad I.
Capítulo 9 [*]
Al-Mundir, sexto
emir de al-
Ándalus. Prisión
y asesinato del
Primer Ministro.
‘Umar ben Hafsun
amplía su
influencia en al-
Ándalus.
Expedición
cordobesa contra
Archidona y
Bobastro. ‘Umar
engaña al emir.
Al-Mundir es
envenenado por
orden de su
hermano para
arrebatarle el
trono.
Capítulo 10 [*]
‘Abd Alla,
séptimo emir de
al-Ándalus.
Manda ajusticiar a
dos hijos y a dos
hermanos. El
reino se
desploma. Árabes
contra españoles
en Elvira.
Montejícar,
refugio de árabes.
Esas mismas
luchas se repiten
en Sevilla.
Pechina,
Federación
Independiente de
Marinos. El corso
español. La
armada andalusí
invade las costas
del sur de
Francia. Auge y
decadencia de
‘Umar ben
Hafsun. Desastre
de Poley.
Bautismo de
‘Umar. Una
expedición de
místicos
chiflados intenta
la conquista de
Zamora. ‘Abd
Alla pierde el
control del reino.
¿Va a desaparecer
el emirato omeya
de al-Ándalus?
Muerte del emir.
Capítulo 11 [*]
‘Abd ar-Rahmān
III, octavo emir y
primer califa de
al-Ándalus. Un
hombre recto,
decidido y cruel.
Las peleas del
harén. Sus hijos.
El heredero, un
ser triste y
reprimido.
Primeras
expediciones para
reprimir rebeldes.
Écija.
Diversiones de
palacio. Calles y
plazas
cordobesas.
Costumbres
sexuales.
Tabernas y casas
de citas.
Expedición a
Elvira y Jaén. A
Juviles, en la
Alpujarra. Los
mozárabes
alpujarreños son
degollados. Las
vías de
comunicación,
terrestres y
marítimas. La
Marina. Trabajos
y oficios en
Córdoba. ‘Umar
ben Hafsun,
principal enemigo
del emir.
Expedición
contra Bobastro.
Fatimíes
africanos contra
los omeyas.
Expediciones
contra tierras de
Asturias. Sequías
y hambrunas.
Pechina. La
Marina del
califato.
Rendición de los
mozárabes de
Bobastro. Muerte
de ‘Umar.
Conquista de
Toledo. Ataque y
destrucción de
Pamplona.
Mártires
cristianos en
tiempos de ‘Abd
ar-Rahmān III.
Los monumentos
de Córdoba. Los
esclavos.
Zaragoza. Derrota
y desastre del
califa en
Simancas. La
ceca. Omeyas
contra fatimíes,
una de chiitas
contra sunitas.
Madinat az-
Zahrā’. Embajadas
del mundo en la
Córdoba califal.
Doña Toda,
Sancho el Craso
y Hasday. Muerte
del califa.
Capítulo 12 [*]
Al-Hakam II,
segundo califa de
al-Ándalus.
Accede al trono
con 47 años. Un
hombre de
inmensa cultura y
corto en amores.
Su dedicación a
los libros. La
sucesión. Sub, la
Vascona. Su
postura ante las
guerras.
Ampliación de la
mezquita de
Córdoba. Sus tres
hombres de
confianza: el
liberto Gālib en
el ejército, Ibn
Rumahis en la
Marina y Mustafí
en la política.
Ordoño el Malo y
su viaje a
Córdoba.
Expediciones a
tierras de
cristianos. Los
normandos
intentan nuevas
invasiones.
Marruecos.
Chiitas contra
omeyas.
Almanzor y Sub,
la Vascona.
Reparación del
Puente Romano.
El heredero.
Muerte del califa.
Capítulo 13 [*]
Profundo cambio
en la sociedad
cordobesa. ‘Abd
al-Malik al-
Muzaffar y
Sanchuelo,
sucesores de
Almanzor.
Revolución
popular y
ascensión al
califato del
omeya al-Mahdí.
Destrucción de
Madinat az-
Zahrā’, la ciudad
de Almanzor.
Asesinato de
Sanchuelo. Los
eslavos intentan
hacerse con el
poder. Zawi ibn
Zirí, caudillo de
los bereberes.
Sucesión de
aspirantes al
trono. Catalanes
en Córdoba. Los
bereberes asaltan
la ciudad.
Destrucción de
Madinat az-
Zahrā’. Matanza y
destrucción total
de Córdoba a
manos de los
bereberes. Llanto
por la ciudad de
Ibn Hazm.
Dedicatoria
Queridos María, Ana y Javier:
Cuando yo era niño, mi abuelo hacía
que sus hijas me contaran historias que
nunca he olvidado, a pesar de que han
pasado muchos años. Otras veces,
mientras su mano temblona agarraba un
cigarrillo que él mismo había liado, me
hablaba de la vida de los animales del
campo, de corridas de toros o de
sucesos que él adornaba con su serena
fantasía hasta tenerme embobado con sus
relatos. De aquella época me quedan en
la memoria cuentos que jamás olvidé,
amor a los animales como él lo tuvo y,
por otra parte, me parece estarlo
escuchando, animándome para que haga
yo la misma cosa con vosotros. Su voz,
ya casi olvidada, me dice que yo
también debo contaros cuentos y hechos
históricos donde no se sabe muy bien si
los personajes son reales o de leyenda;
llevaros, si es que puedo, al pasado
extraordinario y lleno de aventuras de
nuestra España. Si ahora me viera,
estaría moviendo levemente su cabeza
canosa cubierta con un inevitable
sombrero negro para decirme con un
simple gesto que está contento de que yo
haga con vosotros lo que él hizo
conmigo.
Imaginad, por favor, que os estoy
contando una a una todas las páginas de
este libro. Os quiero llevar a la Córdoba
musulmana. Nos meteríamos a
hurtadillas en el Alcázar, o en Madinat
az-Zahrā’ para contemplar maravillas
que admiraron al mundo, visitaríamos
casi escondidos las iglesias de aquellos
cristianos perseguidos, escucharíamos
embobados los versos del poeta
Algazali o veríamos volar en el primer
parapente a un inventor chiflado llamado
Ibn Firnas. Daría algo por que cuando
hayan pasado muchos años, recordéis
estas historias con el mismo cariño con
que yo recuerdo las que me contaba mi
abuelo.
Quién sabe si conseguiré que os
sintáis orgullosos de esta España
nuestra, de esta mezcla de personajes y
de razas que conforman lo que hoy
somos. Vosotros tenéis sangre navarra,
castellana y andaluza. ¡Ahí es nada! Por
eso va a ser fácil que os identifiquéis
con guerrilleros patriotas andaluces,
españoles de pura cepa con nombre
adaptado a los tiempos como ‘Umar ben
Hafsun, o podréis ver al ejército de
Carlomagno destrozado y huyendo hacia
Francia por Roncesvalles; podréis
acompañar con la imaginación a tantas
mujeres navarras que mezclaron su
sangre con califas cordobeses, o a los
juglares castellanos cantando por
pueblos y castillos aquello de:
Me senté bajo el
firmamento de Ibn Firnas
y pensé que un molino
daba vueltas sobre mi cabeza.
Es el cielo fabricado por
un tonto,
de una serpiente con
colmillos y muelas.
Tiene estrellas que te
dirán que su creador
es el mayor necio.
Merecería que alguien
lo subiera a lo alto y lo
tirara de cabeza.
¿Vamos a Mérida?
Los mozárabes emeritenses estaban
igual o peor que los toledanos. Debían
soportar unas condiciones de vida
completamente hostiles, con el agravante
de que los impuestos eran más
confiscatorios si cabe que en otros
lugares de al-Ándalus. Las condiciones
de vida eran realmente insoportables.
Sin embargo, ahora os voy a contar una
revuelta algo más doméstica. Digamos
que fue un litigio entre árabes que a
punto estuvo de provocar un
derramamiento de sangre parecido al de
Toledo. Pero no os asustéis. El asunto no
llegó hasta el extremo, gracias a que
actuó oportunamente la diplomacia
femenina. Os cuento.
Al-Hakam ya veía enemigos por
todas partes, donde los tenía y donde se
los imaginaba. Mérida, como Toledo,
también estaba poblada
mayoritariamente por españoles y por
consiguiente el emir andaba bastante
mosqueado con lo que pudiera ocurrir
allí. Por eso había mandado como
gobernador a un hombre de su confianza,
su primo Esfāh, que a la par era cuñado
suyo como en su momento os dije.
Recordad que Esfāh era hijo de ‘Abd
Alla, el Valenciano, y al hacer las paces
con el emir, convinieron el casamiento
de la hermana preferida de al-Hakam
llamada Akinza, con este sobrino. Así
que eran parientes por partida doble.
Pues el casamiento salió estupendamente
porque se amaban con ternura y los dos
vivían encantados, él como reyezuelo de
la preciosa ciudad de Mérida y ella en
su papel de esposa sumisa y enamorada.
La pareja vivía algo alejada de la vida
cortesana de Córdoba, en una preciosa
ciudad, pero felices con su vida de
provincias.
A al-Hakam, a estas alturas, de vez
en cuando se le cruzaban los cables y
desconfiaba de todos los que lo
rodeaban. Alguien le debió preguntar
por Mérida, le dijo que allí muy bien se
podían repetir las revueltas de Toledo y
ni corto ni perezoso nombró un nuevo
gobernador. Como suele ser normal en
los casos en que el que manda ha
perdido un poco el norte, la nominación
recayó en un paniaguado, torpe,
maledicente, un personaje de esos que
van por la vida hablando mal de
aquellos a quienes quieren reemplazar.
El sustituto iba y venía contando al emir
maldades imaginadas de Esfāh,
poniéndole de imbécil y de todo lo que
se le ocurrió. La consecuencia fue que el
sustituto hizo el camino entre Córdoba y
Mérida con su nombramiento debajo del
brazo, así como con el escrito en que se
cesaba al pariente por partida doble.
Cuando el sustituto se presentó en
Mérida, con la orden del emir de que su
primo saliera de la ciudad, produjo en
los afectados el consiguiente disgusto,
por el hecho en sí y por la manera de
notificarlo. Esfāh había sido siempre un
hombre del emir, fiel y obediente a las
órdenes que se le daban. No merecía ser
destituido y, menos, enterarse de esa
forma. En un arranque de tristeza
mezclada con ira, dijo a su sucesor en el
cargo:
—Me extraña muchísimo que el emir
haya dado más crédito a tus palabras
que a las mías. He sido siempre un
hombre de probado respeto y amor a al-
Hakam. Algo ha ocurrido y me voy a
enterar de lo que es. Desde luego, a un
nieto de ‘Abd ar-Rahmān el Emigrado,
no se le despide como a un liberto o
como a un hombre vulgar.
Cuando llegó a oídos de al-Hakam
esta respuesta, se puso hecho una fiera e
inmediatamente mandó que saliera su
caballería hacia Mérida para prender a
su primo Esfāh y traerlo cargado de
cadenas. Luego lo pensó mejor y salió
personalmente para castigar al presunto
rebelde.
Cuando llegaron las tropas a los
alrededores de Mérida, Esfāh dio
instrucciones a sus soldados de que se
cerraran las puertas de la ciudad y no se
permitiera la entrada a los soldados del
emir. Al-Hakam vio el movimiento de su
primo y se encendió de ira, resolviendo
no moverse de allí sin castigarlo y hacer
una carnicería parecida a la de Toledo.
Esfāh tenía soldados suficientes para
hacer frente al atacante, pero prefirió no
entablar una pelea que sabía iba a ser
sangrienta. No podía consentir que la
ciudad padeciese un castigo que de
antemano imaginaba. Resolvió
simplemente que, cuando los soldados
de al-Hakam entraran por una puerta, él
saldría por la otra, y eso a pesar de que
muchos de Sus hombres lo animaban a
pelear contra su primo.
Entonces ocurrió algo insólito.
Inesperadamente se abrieron las puertas
de las dependencias del harén y salió
por ellas Alkinza, la hermana de al-
Hakam y esposa de Esfāh. Iba
acompañada únicamente por dos siervas
de su casa. Las tres montaban en mulas
que llamaban la atención.
Inmediatamente, todos los habitantes de
Mérida fijaron sus ojos en ella, una
mujer de belleza espléndida, morena, de
ojos negrísimos, con las mejillas rojas
por una emoción que resaltaba sobre una
leve pintura de alheña y carmín. Alkinza
hacía caminar a sus mulas con resuelta
determinación. Ordenó que se abrieran
las puertas de la ciudad, atravesó el
precioso puente romano sobre el río
Guadiana y se presentó en el
campamento de su hermano.
Al-Hakam había sido avisado. Iba a
recibir una embajada para nada usual y
desde luego inesperada. Venía su
hermana del alma, la que compartió con
él los juegos de la niñez en los jardines
del Alcázar cordobés. La que le
enseñaba a cantar en las tardes
preciosas de la primavera cordobesa. La
que le acompañaba a recoger flores,
allozas dulces y amargas, a contemplar
el vuelo de los milanos buscando sus
presas. Su hermana venía a su encuentro
más bella que nunca, roja de emoción y
de miedo. Cuando estuvo ante él bajó de
la mula y se arrojó a sus pies para
besarlos. Las gentes de Mérida estaban
asomadas a los muros, sin saber si aquel
día sería de amor o de muerte.
Y fue de amor. Los dos hermanos se
abrazaron y en los ojos de ambos
aparecieron las imágenes de la niñez,
todas de amor y ninguna de dolor ni de
muerte. Así, por el amor de una mujer,
Mérida no fue Toledo y los hermanos
olvidaron el odio para recuperar la
sonrisa de la niñez.
De visita saluda en la
densa tiniebla.
Bienvenido el visitante
viajero.
Constantino y Romano,
creyentes en Jesucristo, reyes
augustos de los romanos, dirigen
esta carta al soberano que más
méritos ha hecho, el noble por
excelencia e ilustre ‘Abd ar-
Rahmān, el califa, el que
gobierna con mano firme a
todos los árabes de al-Ándalus,
¡Alá le dé larga vida!
Estas embajadas eran un jolgorio
para el pueblo que contemplaba
embobado un espectáculo que era un
orgullo para el califa, que conforme
pasaban los años se iba haciendo más
vanidoso.
No eran únicamente los
norteafricanos o los bizantinos los que
se sintieron atraídos por el gran califa
español. La admiración se extendía al
norte de los Pirineos y algo diremos
sobre ellos.
Desde tiempo atrás existía una
relación que podríamos calificar como
mezcla de admiración y de odio entre
los reinos francos y los omeyas
españoles. Recordad el desastre de
Roncesvalles y otras incursiones a
tierras de España. También hemos
referido la multitud de aceifas que
emprendieron los musulmanes a tierras
de francos. Ahora, en Córdoba, tenemos
un monarca sabio, poderoso,
consolidado, sin ambiciones de
conquista después de haber convertido
en vasallos a los reinos cristianos de
España, una corte deslumbrante en una
tierra preciosa. Es normal que la
admiración se acrecentara, y se instalara
en los reinos de los francos el deseo de
tener buenas relaciones con el poderoso
vecino del sur. A eso se deben las
embajadas de las que diremos una
palabra.
Un escritor místico andaluz nos ha
dejado constancia escrita de la
embajada de Otón, rey de los alemanes,
y de Hugo, rey de los francos, y voy a
tratar de contar lo que he leído al
respecto:
En cierta ocasión llegó a Córdoba
una embajada de cristianos del norte con
la pretensión de tener una entrevista con
el califa, que estaba deseando
mostrarles la magnificencia de su
realeza.
El monarca preparó cuidadosamente
el recibimiento, mandando colocar
ramas y plantas olorosas en el suelo,
desde la puerta de Córdoba hasta la
puerta de Madinat az-Zahrā’, distante
una parasanga (algo más de cinco
kilómetros), y colocar a la derecha y a
la izquierda del camino una doble
escolta de soldados, con sus espadas, a
la vez anchas y largas, desenvainadas y
unidas en su punto más alto y haciendo
la forma de un arco de triunfo.
Por orden del soberano, los
embajadores avanzaron a través de esas
filas, como si lo hicieran debajo de un
pasaje cubierto, experimentando un
miedo difícil de describir a la vista de
ese afilado y amenazante armamento,
llegando de esa manera a la puerta de
Madinat az-Zahrā’. Desde allí hasta el
lugar donde se iba a celebrar la
audiencia, el califa había ordenado que
fueran colocadas en el suelo alfombras y
tapices de preciosa factura y
extraordinario valor, y de trecho en
trecho se habían colocado altos
dignatarios de la corte,
extraordinariamente vestidos con ropas
de brocado y de seda, que daban a los
embajadores la impresión de que en
cada trecho se estaban encontrando al
califa en persona. Así, cada vez que
veían a uno de estos personajes, se
postraban ante él imaginando que era el
soberano, hasta que éste les daba un
toquecito en el brazo, diciéndoles en
tono de admonición:
—¡Levantad la cabeza! Yo no soy
más que un esclavo entre los esclavos.
Llegaron por fin a un gran patio que
tenía el suelo cubierto de arena. El
califa estaba en medio, vestido con
ropas groseras y cortas, que no valían
unos cuantos dírhems. Estaba con la
cabeza baja y delante de él había un
precioso ejemplar del Corán, una
espada y algo de fuego encendido.
Entonces alguien dio una fenomenal voz
diciendo:
—¡Este es el monarca!
Ellos inmediatamente se echaron por
tierra en señal de respeto y de miedo. Él
levantó la cabeza hacia ellos y les dijo:
—Alá nos ha ordenado invitaros a
conformar vuestras conductas y vuestra
vida a este Libro. —Y les señaló con su
dedo ya viejo el Corán—. Si rehusáis a
obedecer lo que os digo, os obligaremos
con esta espada. —Y les mostró la
enorme espada que tenía delante—. Y si
os matamos, mirad a donde iréis para
toda la eternidad. —Y les indicó
nerviosamente el fuego que permanecía
encendido delante de él.
Los embajadores se asustaban
bastante porque el califa era un viejo,
tenía los ojos brillantes de soberbia y de
ira, y era capaz de cualquier cosa, así
que lo mejor era decir que sí a todo lo
que fuera menester, firmar donde hiciera
falta y salir por pies apenas pudieran,
que se habían metido en una ratonera
más complicada de cuanto pudieran
imaginar. Quiero decir que firmaron la
paz que les propuso el califa, con todas
las condiciones que quiso, y a vivir que
son dos días.[81]
Otro autor, esta vez occidental, nos
cuenta el viaje a Córdoba de un enviado
de Otón, el célebre Juan de Gorz, la
recepción que tuvo de parte del califa y
nos suministra detalles precisos de lo
que intentaba conseguir del soberano
cordobés, que era, ni más ni menos, que
aplacara a los piratas andaluces
afincados en el litoral marsellés y que
cometían fechorías cada dos por tres en
las ciudades y castillos bajo su
jurisdicción.
De la actividad de esos piratas
hemos hablado en capítulos anteriores.
El caso es que el monarca cristiano
estaba hasta las narices de los desmanes
y desafueros que cometían esos súbditos
del omeya en tierra del oponente, y
decidió tomar cartas en el asunto,
exigiendo a ‘Abd ar-Rahmān que, como
responsable del reino de que procedían,
los aniquilara definitivamente si no
quería que el tema pasara a mayores.
La correspondencia epistolar entre
Otón y ‘Abd ar-Rahmān fue memorable
y poco cortés. Como los dos eran
soberbios, se sentían poderosos y
estaban acostumbrados a que todos les
dijeran amén, las cartas eran
incendiarias y hubieran hecho prender
más de una guerra de no ser porque los
enviados templaron gaitas, tradujeron
las cartas a su modo ocultando las
ofensas mutuas, que de no ser por eso
aquí hubiera ardido Troya,
figuradamente, se entiende. Aunque me
extienda un poco os voy a contar esta
historia, que vale la pena conocerla.
Sigamos.
Algunas veces os he dicho que el
papel que actualmente desempeña la
prensa en la vida ciudadana, lo
desempeñaban entonces los poetas, en el
sentido de que a ellos correspondía
transmitir las noticias cantando sus
versos por ciudades y pueblos, como
también era función suya criticar al
político de turno con buenas o malas
maneras, faena en la que, evidentemente,
exponían su vida. Permitidme que os
cuente ahora algo que sucedió en abril
del año 972 y que en mi opinión se
parece bastante al uso y abuso de la
libertad de expresión y al castigo que se
recetaba a los transgresores en
regímenes como el que nos ocupa.
Es sábado, 12 de abril del año 972.
El zalmedina, que así llamaban nuestros
musulmanes al jefe de policía, había
recibido órdenes de al-Hakam para
proceder contra una partida de poetas
insolentes, que iban y venían por plazas
y mercados burlándose del califa, y esto
con lenguaje bastante obsceno en la
mayoría de los casos. Los más
conocidos eran un katib al que apodaban
Sabarico, otro katib liberto de un tío de
al-Hakam, otro apodado Saddán, otro al
que llamaban Abu Ceniza y algunos más
que se dedicaban a hablar fatal del
califa en versos y canciones populares,
con el agravante de que la mayoría de
las veces eran malos de solemnidad.
Al-Hakam se enteró de la
desfachatez de aquellos malditos y
decidió poner coto a tanta maldad,
cortar de raíz los estragos que su osadía
pudiera ocasionar en la opinión pública,
para lo que ordenó al zalmedina
quitarlos de en medio, meterlos en la
cárcel y castigarlos con todo el rigor de
la ley, que era la suya, por causa de la
ruindad de sus acciones y la falsedad de
su lengua.
Casi todos acabaron en la trena,
pagando de esa manera lo que ahora
llamaríamos derecho a la libertad de
expresión, y entonces consideraban
delito de lesa majestad. Todos menos el
más espabilado, que era el tal Abu
Ceniza, quien consiguió esconderse
durante algún tiempo esperando que
amainara el temporal o que por lo menos
se olvidaran de él.
Pasaba tiempo y tiempo sin que al
zalmedina se le olvidara la orden del
califa y por consiguiente sin que
hubieran prescrito las fechorías del
fugitivo, hasta que se convenció el
desgraciado de que era lo mejor
entregarse porque lo iban a encontrar
aunque se metiera debajo de las piedras.
Sabía que apenas se entregara lo iban a
degollar pero eso era preferible a llevar
una vida de fugitivo, muriendo cada día
y poniendo en peligro de muerte a los
que lo escondían, que dicho sea de paso,
eran cada vez menos.
El pobre Ceniza se puso en camino
de la prisión para ahorrarles a ellos y
ahorrarse él mismo la fatiga y el trabajo
de trasladarlo a rastras. Iba con el rostro
desfigurado, con la cintura bien ceñida y
con una alfombrilla de fieltro colocada
encima de la cabeza para usarla en la
cárcel como colchón en el supuesto caso
de que no lo finiquitaran nada más verlo
llegar. De esta manera se presentó el
muy desgraciado en la puerta misma de
la cárcel cordobesa y apenas vio al
guardián se dirigió a él con estas tristes
y resueltas palabras:
—Yo soy Abu Ceniza, al que andáis
buscando por todas partes por una
historia que no es el caso repetir ahora.
Vengo a presentarme yo mismo.
Metedme en el último rincón y avisad al
zalmedina de que aquí me tiene.
Como era de esperar, los guardianes
se le echaron encima y en un santiamén
ya estaba atado, amordazado, cargado
de cadenas y encerrado, esperando las
decisiones del zalmedina sobre el
particular. Se trataba de una especie de
prisión preventiva, en espera de
decisiones superiores, que eran las del
jefe de la policía, en funciones de juez
para estos casos de justicia sumarísima
por orden del califa.
Cuando le pareció bien al
zalmedina, mandó que lo trasladaran a la
jefatura de policía, que eran las
dependencias del gobierno y estaban en
la medina. Se trataba de hacerle un hábil
interrogatorio en espera de
acontecimientos. Al pobre Ceniza lo
amarraron de pies y manos como si
fuera un caballo desbocado, le pusieron
una soga al cuello y así lo presentaron
ante la autoridad competente. Cuando lo
tuvo delante pensó que lo más adecuado
era que la suerte del poeta maldito y de
sus compañeros, que andaban también
por allí, la decidiera personalmente el
califa ya que suya había sido la orden de
detenerlos y castigarlos. Lo prudente era
escribir a al-Hakam notificándole la
detención de la cuadrilla de poetas
deslenguados, decirle que estaban a su
disposición para lo que gustara mandar,
y esperar acontecimientos.
Al-Hakam, como he repetido varias
veces, no era un ser cruel, vengativo,
iracundo como lo fueron casi todos sus
antepasados. En el fondo sintió
compasión por el Ceniza, al fin y al
cabo un poeta, y él sentía una sincera
admiración por todos los que recitaban
sus versos en al-Ándalus. Al mismo
correo que le trajo la carta del
zalmedina lo despidió con la indicación
de que lo dejara en libertad, y ya de
paso que se liberara a toda la cuadrilla
de deslenguados, maledicentes y
criticones que lo habían puesto de vuelta
y media en Córdoba y sus alrededores.
Era mediados de junio del 972 y el
zalmedina los mandó llamar a todos. Un
rato después fueron llegando el
Sabarico, el Ceniza, el liberto y el resto
de sus compinches, todos inteligentes,
todos listos como el hambre, cultos
hasta dejárselo de sobra pero con más
miedo que vergüenza. Los pobres se
iban presentando con un aspecto
bastante fastidiado porque estaban
amarrados de pies y manos, con la soga
al cuello y con la clara sensación de que
en un rato iban a dar término todas sus
poesías contra el poder, sencillamente
porque les iban a cortar la cabeza. Iban
con la frente baja y sin muchas ganas de
escuchar el sermón del zalmedina
porque sabían lo que les iba a decir.
Cuando los tuvo delante, comenzó a
soltarles una filípica de mucho cuidado,
afeándoles su conducta y diciéndoles
claramente que su proceder era
contrario a las leyes divinas y humanas y
les iba a llevar al patíbulo. A
continuación, pasó a hablarles de la
magnanimidad del califa reinante,
momento en el cual levantaron la
cabeza, miraron con desconfianza al
zalmedina con unas ganas tremendas de
que terminara el discurso porque tenía
toda la pinta de que se iba a producir el
milagro de su liberación. Instantes
después, cuando les dijo que no se les
ocurriera volver a criticar al califa, pues
les entró la risa floja porque no sabían
si reír, si llorar, si dar las gracias al
zalmedina, besar sus pies o echar a
correr para huir lo más lejos posible del
lugar donde habían cometido la
estupidez del criticar al representante de
Alá, al califa de todos los musulmanes.
El Profeta Mahoma
El Corán
PLANTEAMIENTO ÉTICO
La purificación
Con un ritual minucioso y preciso,
consiste en lavarse las manos y después
lo que de sucio tenga el cuerpo. Es
obligatorio lavarse en infinidad de
momentos de la vida, tales como la
oración, rituales, festivos e incluso antes
o después de hacer cosas comunes de
convivencia. Por supuesto que también
al nacer y después de morir.
La oración
Ministros de culto
El ayuno
La limosna
La peregrinación a La Meca
Cronistas cristianos
BERMÚDEZ DE PEDRAZA,
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eclesiástica de Granada.
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