De pronto, ignoro cómo, ha surgido una turbamulta de
expertos en geopolítica que opinan aquí y allá con más o menos liberalidad, haciendo suponer que son conocedores de la política internacional. Y ahí está el problema: la geopolítica no es sólo el estudio de la política que enlaza (o desenlaza) a los países del orbe, sino aquello que analiza la influencia de las condiciones geográficas en la política mundial, sí, pero también de un país, un estado y, cómo no, un municipio, de forma que es del todo legítimo hablar de la situación geopolítica de Ciudad Delicias, ámbito que va desde la relación de la ciudad con otras ciudades, estados o el orbe, hasta sus peculiares rasgos políticos a propósito del propio contexto geográfico. Ahí donde hay política y geografía, por pequeña que ésta sea, hay geopolítica. Hablemos, pues, de la noticia de los últimos días. Señalo el tópico más obvio: ha surgido el rumor de que la Tercera Guerra Mundial es inminente. Dejando de lado el hecho de que muchos historiadores entienden que los nombres de Primera y Segunda Guerra Mundiales son claras hipérboles, o sentamos la evidencia de que nunca ha habido una guerra donde participase todo el mundo, o acuñamos expresiones menos eurocentristas como “Pequeña Guerra Mundial” o “Guerra Transcontinental”, de donde resulta que, ni por asomo, podrá producirse la Tercera Guerra Mundial, puesto que no hubo ni Primera ni Segunda. Siento algo de pena por citar el argumento anterior, pero es lo que hay. La guerra ha cambiado. Dudo que ésta haya tenido otra motivación que la económica, y si bien, en los orígenes, habría causas raciales y hasta religiosas, hoy por hoy los intereses económicos son el principio y el fin de los conflictos bélicos modernos. Y aquí sobreviene una paradoja interesante: en la época de la declaración de los derechos humanos, lo humano ha perdido gradualmente cualquier valor, hasta quedar supeditado a los flujos del dinero y las propiedades. La paradoja, sin embargo, no lo es tanto si caemos en la cuenta de que la inercia de la deshumanización motivó tal declaración, que se convertiría, por ello mismo, en la máxima utopía del mundo actual, tan irrealizable como todas las utopías. E.E.U.U., asimismo Irán, aunque considero que ningún país es la excepción, están dispuestos a sacrificar en los sangrientos altares de la guerra a sus jóvenes, ya que no se trata de preservar las libertades soberanas de dichos países, que hoy, mal que bien, poseen, sino el control, total o parcial, de la política planetaria o, cuando menos, la disposición de algun parte de los mercados del dinero, que una cosa suele ser efecto de la otra. De este modo, el grito de batalla es la defensa de la libertad. Si lanzamos una mirada retrospectiva, encontraremos que el ser humano nunca ha disfrutado de las cotas de libertad que ahora disfruta. Desconozco hasta qué punto esas cotas deben o pueden continuar creciendo (las libertades no son infinitas), pero ni siquiera en la antigua Atenas usufructaron tantos y diferentes derechos civiles. Los lapsos de paz en los siglos XX y XXI, como cualquier historiador sabe, son inéditos, salvando las dos pequeñas guerras mundiales que ya sabemos, lo que le da a la inminencia de la guerra unas resonancias que nuestros antepasados no temieron, guerreros como fueron. En esto último radica la fuerza del terrorismo contemporáneo, a la sazón tan distintivo de nuestro modo de hacer la guerra. Yuval Noah Harari lo explicó bien en Sapiens, Una breve historia de la humanidad. En el marco de las sucesivas guerras de la Edad Media, por ejemplo, la perpetración de un acto terrorista en París o Madrid no habría significado nada. ¿Pero qué pasa cuando el Estado Islámico atenta contra la calma existencial de esas mismas ciudades en los albores del siglo XXI? ¿Qué ocurre cuando la noticia de una explosión que mata a decenas de personas llena los titulares de los principales periódicos del mundo? La tranquilidad se derrumba. La paz moderna actúa como una caja de resonancia que multiplica geométricamente las dimensiones de cualquier acto terrorista o guerra local, con lo cual, aquí sí, se tornan acontecimientos de implicaciones ecuménicas. La Gran Guerra, mal denominada Primera Guerra Mundial, involucró a poco más de treinta países, y si bien el resto sufrió la resaca de eventos que los tocaron de forma directa o indirecta, hay pruebas manifiestas de que muchos consideraban dicha guerra como algo ajeno a su entorno. Cuando el Estado Islámico atacó el Estadio de Francia en noviembre del 2015, unos vitorearon el acto y bastantes más lo denostaron y sintieron en carne propia la fuerza del acto terrorista: cualquiera, en cualquier momento y lugar, podía ser víctima de la barbarie. En esa ocasión, murieron o resultaron heridas diez personas, nada comparado con los millones de cadáveres que dejaron las guerras de la primera mitad del siglo pasado (y escribo “nada” con absoluto respeto, si cabe), lo que no obsta para que el miedo que infunde el terrorismo provoque verdadera conmoción. La clave del éxito del terrorismo radica en las ciudades que elige para cebar su afán de venganza reinvindicatoria: New York, Madrid, París, Estocolmo, Londres, Brucelas, etc. Porque si una mezquita revienta en Egipto o Nueva Zelanda, bueno, la cosa no es tan grave. ¿A quién conviene la guerra? ¿Quién financia a los terroristas? Bajo el presupuesto de que el poder económico es la principal motivación, saque, lector, sus conclusiones. La paz es un lastre, y lo sabían los griegos antiguos y lo saben los líderes políticos actuales. En el caso de los antiguos, la guerra procuraba gloria y poder económico; hoy la guerra sólo aporta poder político y económico, pero nunca heroismo. El guerrero luchaba uno a uno con el enemigo, midiendo las lanzas, los escudos y las grebas; hoy los drones lanzan su vómito de fuego, que de los males es el menor, ante la posibilidad de que alguno de estos líderes maniáticos decida echar mano a su arsenal de bombas termonucleares.