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Infinitesimal / La ficción de la guerra

mundial
Juan Cristóbal Pérez Paredes

De pronto, ignoro cómo, ha surgido una turbamulta de


expertos en geopolítica que opinan aquí y allá con más o menos
liberalidad, haciendo suponer que son conocedores de la política
internacional.
Y ahí está el problema: la geopolítica no es sólo el estudio de la
política que enlaza (o desenlaza) a los países del orbe, sino aquello
que analiza la influencia de las condiciones geográficas en la política
mundial, sí, pero también de un país, un estado y, cómo no, un
municipio, de forma que es del todo legítimo hablar de la situación
geopolítica de Ciudad Delicias, ámbito que va desde la relación de la
ciudad con otras ciudades, estados o el orbe, hasta sus peculiares
rasgos políticos a propósito del propio contexto geográfico.
Ahí donde hay política y geografía, por pequeña que ésta sea,
hay geopolítica.
Hablemos, pues, de la noticia de los últimos días.
Señalo el tópico más obvio: ha surgido el rumor de que la
Tercera Guerra Mundial es inminente. Dejando de lado el hecho de
que muchos historiadores entienden que los nombres de Primera y
Segunda Guerra Mundiales son claras hipérboles, o sentamos la
evidencia de que nunca ha habido una guerra donde participase
todo el mundo, o acuñamos expresiones menos eurocentristas como
“Pequeña Guerra Mundial” o “Guerra Transcontinental”, de donde
resulta que, ni por asomo, podrá producirse la Tercera Guerra
Mundial, puesto que no hubo ni Primera ni Segunda.
Siento algo de pena por citar el argumento anterior, pero es lo
que hay.
La guerra ha cambiado. Dudo que ésta haya tenido otra
motivación que la económica, y si bien, en los orígenes, habría
causas raciales y hasta religiosas, hoy por hoy los intereses
económicos son el principio y el fin de los conflictos bélicos
modernos.
Y aquí sobreviene una paradoja interesante: en la época de la
declaración de los derechos humanos, lo humano ha perdido
gradualmente cualquier valor, hasta quedar supeditado a los flujos
del dinero y las propiedades.
La paradoja, sin embargo, no lo es tanto si caemos en la cuenta
de que la inercia de la deshumanización motivó tal declaración, que
se convertiría, por ello mismo, en la máxima utopía del mundo
actual, tan irrealizable como todas las utopías.
E.E.U.U., asimismo Irán, aunque considero que ningún país es
la excepción, están dispuestos a sacrificar en los sangrientos altares
de la guerra a sus jóvenes, ya que no se trata de preservar las
libertades soberanas de dichos países, que hoy, mal que bien,
poseen, sino el control, total o parcial, de la política planetaria o,
cuando menos, la disposición de algun parte de los mercados del
dinero, que una cosa suele ser efecto de la otra.
De este modo, el grito de batalla es la defensa de la libertad. Si
lanzamos una mirada retrospectiva, encontraremos que el ser
humano nunca ha disfrutado de las cotas de libertad que ahora
disfruta. Desconozco hasta qué punto esas cotas deben o pueden
continuar creciendo (las libertades no son infinitas), pero ni siquiera
en la antigua Atenas usufructaron tantos y diferentes derechos
civiles.
Los lapsos de paz en los siglos XX y XXI, como cualquier
historiador sabe, son inéditos, salvando las dos pequeñas guerras
mundiales que ya sabemos, lo que le da a la inminencia de la guerra
unas resonancias que nuestros antepasados no temieron, guerreros
como fueron.
En esto último radica la fuerza del terrorismo contemporáneo,
a la sazón tan distintivo de nuestro modo de hacer la guerra.
Yuval Noah Harari lo explicó bien en Sapiens, Una breve historia
de la humanidad. En el marco de las sucesivas guerras de la Edad
Media, por ejemplo, la perpetración de un acto terrorista en París o
Madrid no habría significado nada.
¿Pero qué pasa cuando el Estado Islámico atenta contra la
calma existencial de esas mismas ciudades en los albores del siglo
XXI? ¿Qué ocurre cuando la noticia de una explosión que mata a
decenas de personas llena los titulares de los principales periódicos
del mundo? La tranquilidad se derrumba.
La paz moderna actúa como una caja de resonancia que
multiplica geométricamente las dimensiones de cualquier acto
terrorista o guerra local, con lo cual, aquí sí, se tornan
acontecimientos de implicaciones ecuménicas.
La Gran Guerra, mal denominada Primera Guerra Mundial,
involucró a poco más de treinta países, y si bien el resto sufrió la
resaca de eventos que los tocaron de forma directa o indirecta, hay
pruebas manifiestas de que muchos consideraban dicha guerra como
algo ajeno a su entorno.
Cuando el Estado Islámico atacó el Estadio de Francia en
noviembre del 2015, unos vitorearon el acto y bastantes más lo
denostaron y sintieron en carne propia la fuerza del acto terrorista:
cualquiera, en cualquier momento y lugar, podía ser víctima de la
barbarie.
En esa ocasión, murieron o resultaron heridas diez personas,
nada comparado con los millones de cadáveres que dejaron las
guerras de la primera mitad del siglo pasado (y escribo “nada” con
absoluto respeto, si cabe), lo que no obsta para que el miedo que
infunde el terrorismo provoque verdadera conmoción.
La clave del éxito del terrorismo radica en las ciudades que
elige para cebar su afán de venganza reinvindicatoria: New York,
Madrid, París, Estocolmo, Londres, Brucelas, etc.
Porque si una mezquita revienta en Egipto o Nueva Zelanda,
bueno, la cosa no es tan grave.
¿A quién conviene la guerra? ¿Quién financia a los terroristas?
Bajo el presupuesto de que el poder económico es la principal
motivación, saque, lector, sus conclusiones.
La paz es un lastre, y lo sabían los griegos antiguos y lo saben
los líderes políticos actuales. En el caso de los antiguos, la guerra
procuraba gloria y poder económico; hoy la guerra sólo aporta
poder político y económico, pero nunca heroismo.
El guerrero luchaba uno a uno con el enemigo, midiendo las
lanzas, los escudos y las grebas; hoy los drones lanzan su vómito de
fuego, que de los males es el menor, ante la posibilidad de que
alguno de estos líderes maniáticos decida echar mano a su arsenal
de bombas termonucleares.

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