Sunteți pe pagina 1din 15

LA DESCOLONIZACIÓN DE ÁFRICA,

EL CONTINENTE IGNORADO

Por Federico Puigdevall

(Publicado en 2011 por el diario “El Mercurio” de Chile,


en el coleccionable “Historia Time del Siglo XX”)

1) ÁFRICA POSCOLONIAL

El fin de la II Guerra Mundial (1937-1945) y la Guerra Fría fueron factores esenciales


en el proceso de descolonización de África, un dramático y complejo camino que, si
bien algunos historiadores consideran finalizado entre 1975 y 1995, podría decirse que
aún no ha concluido. En nuestros días, el llamado Neocolonialismo, un colonialismo
encubierto que consiste en el control de un país políticamente independiente pero
económicamente sometido, gobierna aún los destinos de la mayoría de las naciones
africanas que, más de medio siglo después de la Carta del Atlántico (1941) y de la
Conferencia de Bandung (1955) permanecen ancladas en el subdesarrollo. En este
último foro, 29 países afroasiáticos encabezaron un movimiento político que condenó el
sistema colonial, afirmó la independencia e igualdad de todos los pueblos afroasiáticos e
inició un movimiento de solidaridad que tendría continuidad en análogas conferencias
en El Cairo (1957) y Belgrado (1961) y daría origen al movimiento de los Países No
Alineados, pero aún hoy, una gran parte de los pueblos de África continúa sufriendo las
terribles consecuencias de varios siglos de salvaje explotación. Los graves problemas
sociales que el colonialismo europeo dejó en el continente distan mucho de haber sido
resueltos. La estela de la dominación de África por parte de Francia, Gran Bretaña,
Alemania, Portugal, Italia, Bélgica y España es aún visible, dibuja un paisaje de más de
sesenta años de guerras y desolación, y proyecta un futuro tan inestable como incierto.

EL TERCER MUNDO

En 1952, el economista y sociólogo francés Alfred Sauvy (1898-1990) acuñaba el


término “Tercer Mundo” para designar a los países que no pertenecían a los dos bloques
enfrentados durante la Guerra Fría. Hoy, este concepto se asocia a aquellos que, como la
mayor parte de los africanos, permanecen en una situación de gran atraso económico y
social; a naciones en las que la escasez, la pobreza, el hambre y las enfermedades
constituyen la cara más amarga del subdesarrollo.

Los países musulmanes norteafricanos de la cuenca mediterránea abrirían el camino de


la independencia de la mano de la revolución egipcia de Gamar Abdel Nasser (1918-
1970), quien en 1952 destronó al rey Faruk I y proclamó una república de orientación
socialista y populista fundamentada en el nacionalismo árabe. En Libia (en 1949),
Sudán (en 1955) y Marruecos y Túnez (en 1956) se consolidarían monarquías
tradicionales que pactaron su liberación con las autoridades coloniales, si bien en Libia
tendrían lugar revoluciones de carácter militar. Túnez se transformaría en república y
Marruecos devendría en un Estado expansivo que acabaría por ocupar el Sáhara español
e Ifni. Argelia es la excepción. Convertida en un departamento francés, se sumergiría en
un largo conflicto civil e interno que llegaría a provocar la caída de la IV República y la
radicalización del movimiento islamista, popular y marxista encabezado por el F.L.N.
Tras una sangrienta guerra de liberación, proclamó su independencia en 1962.

La mayoría de las declaraciones de independencia en el África subsahariana tendrían


lugar entre 1957 y 1975 a partir de la decisión de Francia e Inglaterra de iniciar sus
procesos de autodeterminación o independencia de sus colonias con la intención de
crear nuevas estructuras político-económicas con las que mantener su influencia en los
nuevos países. En la mayoría de ellos se formaron gobiernos de transición a débiles
regímenes parlamentarios o pseudodemocráticos que acabaron en enfrentamientos
armados, golpes militares y gobiernos autoritarios, a los que las potencias e intereses
occidentales apoyaron sin vacilación.

En el Sur, una supuesta independencia política encubre focos de resistencia por parte de
blancos de origen europeo que instauran gobiernos racistas en Rhodesia y Sudáfrica. En
esta región, el movimiento nacionalista Zanu proclamará en la década de los setenta la
independencia de Zimbawe, y el terrible régimen del “apartheid” sudafricano iniciará un
proceso democratizador con el presidente Frederik De Klerk y el ascenso al poder de
Nelson Mandela, a mediados de los años noventa.

GUERRAS EN LA GUERRA FRÍA

A pesar de los intentos por articular desde la política una teórica unidad africana, como
ocurrió con la Organización para la Unidad Africana (OUA) entre 1963 y 2002, lo
cierto es que este foro, como la actual Unión Africana (UA), no logró promover la
unidad de los Estados independientes africanos ni la solidaridad entre ellos. De hecho,
en el artículo tercero de su carta fundacional, la OUA consagraba de forma oficial y
terminante las fronteras artificiales creadas por los colonizadores, lo que cerró el paso a
una evolución progresiva de los países africanos acorde con sus tradiciones, su historia
y las características de sus diferentes etnias, pueblos y sociedades.

Desde 1945 y hasta nuestros días, los conflictos armados en África han sido constantes.
Sus guerras civiles o internas se han producido casi siempre en relación con la posesión
o defensa de bienes preciados, escasos o indivisibles, y por la participación en el poder,
los ingresos, el prestigio, los recursos petroleros y las ayudas al desarrollo. También por
las tensiones y diferencias entre etnias y a causa de los intereses de las grandes
potencias y las corporaciones multinacionales, cuando no han tenido lugar como
consecuencia de una explosiva mezcla de todos estos elementos. Un ejemplo lo
constituye la Guerra Civil Etíope, librada desde el derrocamiento de Haile Selassie en
1974 hasta la caída del régimen comunista de Hailé Mariam Mangistu, líder de la junta
militar y presidente del país desde 1987 a 1991, que gobernó con el apoyo de la Unión
Soviética y Cuba. Con el soporte de estos dos países, Etiopía fue también protagonista
de un conflicto armado con Somalia entre 1977 y 1978, la Guerra de Ogaden, en la que
se disputaron el territorio de este nombre. La URSS y EEUU intervinieron también en
las llamadas Guerras Civiles Eritreas, libradas entre 1972 y 1974 y 1980 y 1981 entre
distintas ramas de las fuerzas populares de liberación de aquel país.

Las antiguas colonias belgas, portuguesas y españolas vivirán movimientos más


violentos y de carácter revolucionario. El Congo Belga, abandonado precipitadamente
por las autoridades coloniales, entra en un período de caos y se debate entre rebeliones
tribales y marxistas que acabarán en una dictadura militar encabezada por Mobutu Sese
Seko en 1971. Guinea y Angola vivirán acontecimientos parecidos, aunque quizás sea la
Guerra Civil de Angola (1975-2002), el más largo conflicto armado de África, el que
mejor defina las desastrosas consecuencias de la política de bloques en el continente
africano durante la Guerra Fría. Librada como una escalada interminable de la guerra de
liberación del país ante el colonialismo portugués, en ella tuvieron un papel
determinante la Unión Soviética, China y Cuba, y Estados Unidos y Sudáfrica, que
proporcionaron armas y hombres a uno y otro bando, aunque también se vieron
implicados otros países, como Zaire, Zambia o Namibia. Se estima que murieron casi
un millón y medio de personas y que el conflicto provocó el éxodo de más de cuatro
millones de refugiados.

LA ESPERANZA FRUSTRADA

Tras la Guerra Fría, las potencias “abandonan el tablero”, aunque no sus intereses en
África ni sus sangrientas consecuencias. En Liberia, fundada en 1847 por colonos
descendientes de esclavos afroamericanos y tutelada desde siempre por los intereses de
EEUU (en 1926 se concedió a la empresa Firestone el dominio económico de la práctica
totalidad del territorio) dos guerras civiles (1989-1996 y 1999-2003) devastaron el país.
En 1980 un golpe de estado acabó con la vida del presidente, William R. Tolbert y llevó
al poder al sargento Samuel Kanyon Doe, quien gobernó de forma despótica con el
soporte de EEUU, que le proporcionó más de 500 millones de dólares con la intención
de acabar con los intereses de la URSS en el país. Doe fue asesinado en 1990. En 1999,
tras una sangrienta insurrección respaldada por Muammar al-Gaddafi, Charles G.
Taylor fue elegido presidente, pero este llevó de nuevo al país a una segunda guerra
civil hasta que se exilió en Nigeria en 2003. Se estima que unas 200.000 personas
murieron en las dos guerras.

En Somalia, un golpe de estado en 1969 acabará con el mandato del presidente Ibrahim
Egal, al que sustituirá el general Siad Barre. Este dictador gobernará durante 22 años
(durante los cuales las compañías petroleras estadounidenses obtuvieron concesiones
millonarias para explorar y perforar amplias extensiones de la costa somalí), hasta ser
derrotado por una coalición de movimientos militares que, al dividirse, hacen estallar
una guerra civil entre diferentes grupos étnicos. La guerra y una dramática sequía
traerían como consecuencia una gravísima crisis humanitaria a la que la ONU quiso
poner remedio en 1992 con la operación ONUSOM I, que pretendió poner en marcha un
proceso de reconciliación nacional y distribuir entre la población ayuda humanitaria. La
misión fracasó mientras se agravaban las condiciones de vida de la población, lo que, en
1993, condujo a la aprobación de una nueva resolución que estableció el mandato de la
ONUSOM II. Pero esta vez Estados Unidos entró en acción con el despliegue de fuerzas
militares en el marco de una operación llamada “Devolver la Esperanza”. Se quiso dar
la impresión de una intervención humanitaria cuando, en realidad, EEUU, además de
proteger los intereses de compañías petroleras como Conoco, pretendía frenar el avance
del islamismo en el país y controlar el estratégico golfo de Adén. La operación costó
más de 1.643 millones de dólares y miles de vidas y nuevamente fracasó. En su
transcurso tuvieron lugar los llamados “incidentes” de octubre de 1993, en los que
Rangers y Fuerzas de Acción Rápida norteamericanas que no estaban bajo el control de
la ONU se desplegaron en Mogadiscio. Dos helicópteros norteamericanos fueron
derribados por las milicias somalíes, 75 soldados de EEUU resultaron heridos y 18
murieron. Sus cadáveres fueron objeto de escarnio público y las escenas se
retransmitieron por los canales de televisión de todo el mundo. Las Naciones Unidas se
retiraron de Somalia en 1995 sin haber conseguido sus objetivos.

2) SUDÁFRICA: DEL APARTHEID A LA DEMOCRACIA

El régimen racista del apartheid, uno de los capítulos más vergonzosos de la historia del
siglo XX, marcó profundamente a los países del extremo meridional de África, una
región que hoy ocupan Namibia, Botswana, Zimbabwe, Mozambique, Swazilandia y la
República de Sudáfrica (además del pequeño reino independiente de Lesotho, en el
interior de este último territorio). Más de cincuenta años de segregación racial
instaurada por la minoría blanca conformaron una sociedad en la que la división de los
ciudadanos en función del color de su piel llegó a tener consecuencias casi
inimaginables. En las ciudades y pueblos se delimitaron espacios “para blancos” y “para
negros”, y estos últimos no tenían derecho al voto ni podían ocupar posiciones en la
sociedad o el gobierno; no podían abrir negocios o ejercer prácticas profesionales en las
áreas asignadas para los blancos ni se les permitía entrar en ellas sin un pase especial;
no podían compartir el transporte público ni los hospitales con los blancos, y en los
edificios (públicos y privados) existían accesos especiales “para negros”. Además, se les
confinó en “ghetos”, zonas, por lo general, sin agua o electricidad, masificadas y
carentes de los mínimos servicios. El apartheid fue un régimen represor, discriminatorio
y brutal al que las potencias mundiales y las grandes empresas multinacionales
apoyaron sin reservas durante décadas. Hasta que, a partir de los años noventa, fue
desmantelado en un proceso político y social que condujo a Sudáfrica a la democracia y
que hoy constituye un ejemplo para el mundo.

EL RACISMO

El apartheid fue instaurado en Sudáfrica por el Partido Nacional, que gobernó entre
1948 y 1994 y fue una de las instituciones más visibles de un país donde, además de la
población autóctona, se habían asentado los afrikáner, un grupo calvinista de origen
germánico cuyo origen está en la colonización holandesa de África del Sur a mediados
del siglo XVII. Los afrikáner, también llamados Boers, tomaron el control de la Unión
Africana –que había sido un dominio británico fundado en 1910 como federación de las
colonias del Sur de África– a partir de 1924, cuando alcanzaron el poder. Diez años mas
tarde el Partido Nacional se fusionaría con el Partido Sudafricano y formaría el Partido
Unido, aunque fueron los opositores a esta fusión, dirigidos por el pastor protestante
Daniel Malan (a quien se considera el máximo exponente del nacionalismo racista
afrikáner), quienes a partir de 1948 instaurarían las bases del apartheid, una política que
permanecería activa hasta principios de la década de 1990. Esta formación política, un
Partido Nacional afrikáner y anti-británico al que Malan llamaba “purificado”, daría
forma jurídica a un racismo que, en realidad, derivaba de la simpatía que muchos de sus
miembros más importantes habían sentido por el nazismo alemán. El partido de Malan
se proclamaría vencedor en las elecciones de 1947 y de 1953 gracias a la perversión de
una ley electoral que le permitió alcanzar el poder a pesar de haber obtenido, en ambos
casos, menos votos que sus oponentes políticos. La era de la institucionalización del
apartheid había comenzado. El gobierno de Sudáfrica revocó oficialmente los derechos
de los ciudadanos negros africanos, indios y mestizos e instauró su explotación en base
a “la doctrina de la superioridad racial”, con la que se quiso justificar los privilegios de
una minoría blanca que alcanzaba poco más del 17% de la población.

Tras la retirada de Malan de la política, en 1954, le sucedió como primer ministro


Johannes Gerhardus Strijdom, que gobernó hasta 1958. A él se debe la eliminación de
los mestizos del padrón de votantes, y bajo su mandato tuvo lugar el llamado “proceso
de traición” (1956), que llevará a la cárcel a 156 activistas políticos, entre ellos a Nelson
Mandela. En la nómina de gobernantes racistas de Sudáfrica le seguiría Hendrik
Frensch Verwoerd, un abogado que llevaría al Partido Nacional a la cumbre del poder y
a quien se deben los cambios que más conflictos crearon entre Sudáfrica y el mundo en
la segunda mitad del siglo XX, entre ellos el abandono de la Commonwealth y la
declaración de la República de Sudáfrica, que tuvieron lugar en 1961. Durante su
mandato reivindicó la pertenencia a Sudáfrica del territorio de África del Sudoeste (hoy
Namibia) y se apoyó el régimen de Ian Smith en Rodesia del Sur a partir de 1964. En
1966 Verwoerd fue asesinado y le sucedió John Vorster, quien sería primer ministro
entre 1966 y 1978 y presidente del país de 1978 a 1979. Simpatizante del nazismo desde
su juventud, reforzó aún más el apartheid y presentó a la República de Sudáfrica ante la
comunidad internacional como un baluarte contra el comunismo. Durante su gobierno
se inició la llamada “Guerra de la frontera de Sudáfrica” (en realidad por la liberación
de Namibia) y participó en los conflictos de Angola, Mozambique y Rodesia. También
tendría lugar en este periodo la matanza de Soweto, un área de unos 65 km2 que había
sido establecida en 1948 en las cercanías de Johannesburgo para asentar en ella a los
trabajadores negros. En junio de 1976, durante las protestas pacíficas de sus habitantes
contra un decreto que exigía la enseñanza en afrikáans y en inglés por igual, la policía
mató a casi 600 personas. Vorster abandonó el poder en 1978, al demostrarse su
implicación en un complot para la apropiación de fondos públicos destinados a sobornar
a oficiales extranjeros a cambio de su apoyo al apartheid, y fue sustituido por Pieter
Willem Botha, el primer presidente sudafricano con poderes ejecutivos, quien continuó
muchas de las políticas de Vorster pero, sobre todo, consiguió de la Administración del
presidente norteamericano Ronald Reagan una alianza contra los regimenes angoleño y
de Mozambique. Botha dirigió la República de Sudáfrica hasta 1989. Sus políticas
conservadoras y la acción represora de la oposición caracterizaron este periodo, en el
que tuvo lugar, en 1988, el llamado Acuerdo Tripartito de Nueva York, mediante el cual
Sudáfrica dejó en manos de la ONU el gobierno de África del Soudoeste, la actual
Namibia, que ganó su independencia en 1990. Un año antes, el año de la caída del Muro
de Berlín, Botha había sido sustituido por Frederik De Klerk quien, en gobiernos
anteriores había ocupado las carteras de Minas y Energía, Interior y Asuntos Exteriores.
De Klerk iniciaría la política de reformas que superaría el apartheid: derogó las leyes
segregacionistas del país y liberó a varios políticos negros encarcelados, entre ellos
Nelson Mandela, legalizó el Congreso Nacional Africano (CNA) y dotó al país de una
nueva Constitución.

LA OPOSICIÓN

La oposición al régimen segregacionista blanco en Sudáfrica había existido en el país


desde que, en 1912, se creara el Congreso Nacional Africano (CNA), que hasta 1923 se
llamó “South African Native National Congress”. Fue, en principio, un grupo que
llamaba contra la supresión de los derechos y la usurpación de tierras a los negros
sudafricanos que, pese a no haber logrado moderar las leyes racistas del gobierno de
Sudáfrica durante décadas, acabaría alzándose con el poder en el país en 1994 e
instaurando la democracia. Compuesto como una alianza tripartita entre el propio CNA,
el Congreso de Sindicatos de Sudáfrica (COSATU) y el Partido Comunista de Sudáfrica
(SACP), entre sus líderes más destacados figura Nelson Mandela, considerado uno de
los grandes personajes de la política en el siglo XX.

En 1950, el CNA, que había mantenido posiciones cercanas a la política de no violencia


de Ghandi, ya abogaba por la desobediencia civil contra el apartheid, pero no fue hasta
1960 cuando tras una escisión en su seno, el Congreso Panafricanista (CPA) instó a los
ciudadanos negros a entregarse en masa ante los cuarteles de la policía sin los pases
oficiales. En Shaperville, la policía mató a 69 personas, muchas de ellas por la espalda.
Unos días después, el CNA y el CPA fueron prohibidos. Al año siguiente, el propio
Nelson Mandela y otros dirigentes apadrinarían un ala armada del CNA (la “lanza de la
nación” Umkhonto we Sizwee), con la intención de llevar a cabo actos de sabotaje,
aunque a finales de 1963, la mayoría de sus líderes, entre ellos el propio Mandela
(condenado a cadena perpetua por sabotaje), habían sido encarcelados y el CNA se
organizaba en el exilio.

En los años setenta la oposición al gobierno racista de Sudáfrica revivió de nuevo,


gracias a las acciones de los sindicatos y a las operaciones de Umkhonto. Nuevamente
comenzó a organizarse la desobediencia civil, esta vez a cargo de una nueva
organización interna, el Frente Democrático Unido (UDF). Comenzaron a formarse
instituciones alternativas en los townships (poblados segregados), y los ataques a los
colaboradores del régimen llegaron a generar un importante colapso administrativo en
los gobiernos locales. A esto se sumaron huelgas y boicots de consumidores, a los que
el gobierno sudafricano respondía con más y más represión. La matanza de Soweto fue,
en 1976, una de las más sangrientas pruebas de la barbarie del régimen.

En los últimos años ochenta el gobierno llegó a declarar el estado de emergencia y


prohibió el UDF que, con el CNA en el exilio, consideró entonces la posibilidad de
declarar una “guerra del pueblo” mientras Umkhoto intensificaba sus acciones
guerrilleras. Sin embargo, en 1989, desde su celda en la prisión de Robben Island,
Nelson Mandela inició conversaciones con el gobierno. La llegada al poder de De
Klerk, la caída del muro de Berlín y las nuevas políticas de Mijail Gorbachov hacían
menos viable una insurrección armada del CNA apoyada por la Unión Soviética.
Mandela fue liberado en 1990 y ambas partes acordaron negociar una democracia
liberal constitucional en un proceso que duró cuatro años. En 1993, el mismo año en
que se concedió a Nelson Mandela el Premio Nobel de la Paz, los blancos aceptaron en
referéndum otorgar el derecho de voto a la mayoría negra, y en 1994 se realizaron las
primeras elecciones democráticas del país. Mandela, que había pasado 27 años en
prisión, fue elegido presidente por mayoría absoluta en representación del CNA y
permaneció en el cargo hasta 1999. Sus principales objetivos, una democracia
multirracial y la reconciliación nacional, han sido alcanzados. El Congreso Nacional
Africano se ha mantenido en el poder hasta nuestros días.

3) EL GENOCIDIO DE RUANDA

Ruanda, un país con una alta densidad de población, que carece de recursos naturales y
cuya economía de subsistencia mantiene a la mayoría de sus habitantes por debajo del
umbral de la pobreza, fue protagonista, en los años noventa del siglo pasado, de uno de
los episodios de violencia más terribles de la historia de la humanidad. El genocidio
perpetrado en su suelo, que acabó con la vida de un millón y medio de personas en
sucesivas matanzas entre hutus y tutsis, las dos castas que han poblado su territorio
desde el siglo XVI, todavía no ha sido suficientemente explicado, aunque en las
continuas espirales de violencia que el país africano ha sufrido durante décadas han
jugado un destacado papel, tanto por acción como por omisión, las administraciones de
las naciones que lo colonizaron, las potencias occidentales, los intereses de las grandes
empresas multinacionales y los organismos internacionales, además de unos dirigentes
políticos corruptos que alimentaron las desigualdades y el odio para asegurar sus
intereses, en gran parte de los casos coincidentes con los de la política neocolonialista
de países como Francia, Bélgica, Gran Bretaña o Estados Unidos.

El país está todavía bajo el punto de mira del Tribunal Penal Internacional para Ruanda,
creado en 1994 para enjuiciar y condenar a los presuntos responsables del genocidio,
que ha dictado sentencia en 55 casos. Ruanda está presidida desde 2003 por Paul
Kagame, quien también ha sido procesado por jueces en Francia y España por
genocidio, crímenes de guerra, de lesa humanidad y por terrorismo.

DIFERENCIAS DE SIGLOS

El pueblo banyarwanda, habitante de los territorios al sudoeste del Lago Victoria, las
actuales Ruanda y Burundi, ha estado dividido desde el siglo XVI en dos castas
fundamentales (y no etnias, pues no existen diferencias entre ellas que sean
inobjetables): los tutsis y los hutus. Los primeros eran ganaderos y los segundos
agricultores, y entre ellos existió desde siempre una relación de subordinación. Los
tutsis, a pesar de ser una comunidad numéricamente inferior, siempre consideraron a los
hutus sus vasallos, y reforzaron su dominio sobre ellos en el siglo XIX, cuando el clan
real Nyiginya instituyó una casta militar y social compuesta por tutsis que excluía a la
mayoría hutu. Fue entonces cuando se creó una estructura social y económica clasista
que la colonización europea fomentaría. Primero la alemana (1897-1916) y luego la
belga, que llegaría a introducir en 1934 un “carnet étnico” que otorgaba a los tutsis un
mayor nivel social y mejores puestos en la administración colonial. Por entonces, y por
iniciativa de los colonizadores belgas, se crearían varios partidos políticos sobre bases
étnicas: la Unión Nacional Ruandesa (UNR), de tendencia antihutu; la Unión
Democrática Ruandesa (RADER); el Partido del Movimiento de Emancipación Hutu
(PARMEHUTU), y la llamada Advocación para la Promoción Social de las Masas
(APROSOMA), de orientación antitutsi. Así, en 1958, después de que un grupo hutu
redactara un manifiesto reclamando un cambio social y la corte real tutsi respondiera
insistiendo en mantener la relación de vasallaje, se alcanzó un punto de escisión que los
historiadores consideran determinante y que alcanzó su culminación con un incidente
ocurrido el 1 de noviembre de 1959 entre jóvenes tutsis y uno de los líderes hutu. Un
enfrentamiento inicial derivó en una revuelta popular en la que los hutus quemaron
propiedades de los tutsis y asesinaron a varios de sus propietarios, lo que inició una
espiral de violencia que duró dos años durante los cuales las autoridades belgas
contabilizaron 74 muertos, de los cuales 61 eran hutus asesinados por milicias tutsis que
se alzaron contra lo que consideraban un movimiento revolucionario, un movimiento
que respondió con fuerza: entre 1959 y 1961, 20.000 tutsis murieron asesinados y
150.000 tomaron el camino del exilio. El 1961 Ruanda, liderada por la mayoría hutu, se
independiza de Bélgica y la ONU exige la celebración de un referéndum con
observadores internacionales. El resultado fue de un 80% a favor del no a la continuidad
de la monarquía tutsi, lo que obligó a los gobernantes a aceptar la República y provocó
un nuevo éxodo de miles de tutsis. Entre ellos estaba la familia del actual presidente del
país, Paul Kagame, que se instaló en Uganda. Kagame se convertiría años más tarde en
fundador del Frente Patriótico Ruandés (FPR) y jugaría un destacado papel en la guerra
de Ruanda de 1990 a 1994.

LA INFLUENCIA FRANCESA

Grégoire Kayibanda, fundador del PARMEHUTU en 1957, se convertiría en el primer


presidente del gobierno del nuevo país, que inició una etapa de relativa estabilidad, a
pesar de que los tutsi, cada vez más organizados en el exilio, lanzaron una serie de
ataques, sin mucho éxito, contra el gobierno ruandés y ya se fraguaba una división que,
en los años setenta, desembocaría en graves conflictos, como las terribles matanzas que
tuvieron lugar en el vecino Burundi. En este país, donde continuó la supremacía tutsi,
fueron asesinados en 1972 350.000 hutus. Esto incendió a la población ruandesa, que
exigió de su presidente, sin lograrlo, acciones contundentes contra la antaño clase
dominante del país. Su actitud, unida a la generalizada corrupción gubernamental,
traería como consecuencia un golpe de estado en el que, en 1973, tomaría el poder el
general Juvenal Habyarimana, primo de Kayibanda y hutu como él.

En 1974 Francia firma un acuerdo general de cooperación técnico-militar con Zaire,


otro con Burundi y un tercero con Ruanda. A partir de aquí, se establecerá una alianza
ciega entre los dos países, aunque el régimen de Habyarimana se hace cada vez más
racista y totalitario, hasta el punto de establecer, en la nueva Constitución de 1878, una
clasificación étnica en los documentos de identidad e inscribir a todos los ruandeses, a
su nacimiento, en el presidencial partido único, el MRND. Durante los 20 años que
gobernó el país, con el soporte logístico y militar de Francia, Habyarimana favoreció a
los hutus, aunque permitió que el control financiero se concentrara en manos de los
tutsis. Parecían haberse apaciguado los enfrentamientos, pero no era así. A partir de
1985 se generaron nuevas tensiones que llevarían a un sangriento conflicto armado: la
guerra de 1990 a 1994.

LA GUERRA Y EL GENOCIDIO

El 1 de octubre de 1990 el Frente Patriótico Ruandés (FPR), que durante años se había
estado organizando en la vecina Uganda con el soporte de Estados Unidos y Gran
Bretaña, atacó Ruanda, donde también se habían creado brigadas tutsis clandestinas,
preparadas para intervenir. La respuesta del gobierno de Ruanda fue inmediata, y
comenzó una macabra espiral de violencia. En enero de 1991 el FPR exterminó a la
población de Muvumba y diezmó a la de Ruhengeri. El mismo mes, los hutus
masacraban a los bagogwe, un grupo tutsi del norte. En marzo de 1992 tenía lugar una
nueva matanza de tutsis, esta vez en Bugesera. En 1993, tras un ataque a gran escala del
FPR, un millón de personas huyeron hacia el centro de Ruanda. Esta vez, los tutsis
diezmaron las poblaciones de Ngarama, Mukingo, Kinigi, Kigombe, Matura y Kirambo.
Con todo, el gobierno ruandés se mantenía a flote, gracias al dispositivo económico y
militar desplegado por Francia. La situación era explosiva cuando la comunidad
internacional obligó a Habyarimana a establecer un acuerdo de paz con el FPR en la
ciudad tanzana de Arusha en agosto de 1993. El documento estipulaba el alto el fuego,
la transición a una democracia multipartidista, la integración del FPR en unas
instituciones de unidad nacional y el retorno de los refugiados tutsis, pero las armas no
callaron. Tuvo lugar entonces un hecho que desencadenaría una matanza tras otra. El 6
de abril de 1994, el avión que traía a Habyarimana y al presidente burundés Cyprien
Ntaryamira desde Dar es Salam a Kigali para refrendar el acuerdo de Arusha, fue
derribado por un misil cuando se disponía a aterrizar en el aeropuerto. Ambos
presidentes murieron y nunca fue esclarecida la autoría del ataque. Al día siguiente, las
fuerzas armadas ruandesas, la guardia presidencial, policías y paramilitares hutus se
lanzaron a la caza y exterminio de tutsis, hutus moderados favorables al reparto del
poder, o de cualquiera que se negara a participar en las atrocidades mientras la emisora
“Radio Mil Colinas” llamaba al exterminio masivo. El mismo 7 de abril murieron a
manos de la guardia presidencial la primera ministra Agathe Uwlingiyimana y diez
soldados belgas de la ONU que la custodiaban. Fue el comienzo de un genocidio sin
precedentes que, muy probablemente, había sido cuidadosamente preparado algún
tiempo atrás. Sorprendentemente, las Naciones Unidas ordenaron la retirada de los
cascos azules. En los siguientes tres meses murieron 800.000 personas (que algunas
fuentes elevan a 1.500.000), la mayoría de ellas asesinadas a machetazos. Cientos de
miles de exiliados se refugiaron en Tanzania y Burundi. Muchos menores fueron
reclutados como “niños-soldado”, a los que se obligó a participar en las matanzas.

Mientras la ONU asistía impotente a la carnicería, el APR (Ejército Patriótico Ruandés,


brazo armado del FPR) avanzaba por tierras ruandesas. Cuando el derrumbe de las
fuerzas armadas de Ruanda parecía inminente, Francia intervino con la Operación
Turquesa con el fin de establecer una zona de seguridad, aunque más de un gobierno
occidental sospechó que, en realidad, se trataba de cubrir la retirada de los mandos
políticos y militares hutus implicados en el genocidio. Por fin, el 19 de julio, el FPR se
apodera de la capital, Kigali, y obliga a huir del país al gobierno hutu, al que siguen, al
menos, dos millones de personas en dirección a Zaire, donde se creará en Goma, que
fue llamada “la ciudad de los muertos”, el campo de refugiados más grande de la
historia. Aunque se considera este momento como el final del genocidio, con la
formación de un nuevo gobierno provisional en Kigali presidido por el hutu moderado
Pasteur Bizimungu y con Paul Kagame como vicepresidente y ministro de Defensa, los
asesinatos todavía acabarían con la vida de miles de personas, 100.000 hutus, según
algunas fuentes.

En 1994, la ONU estableció la creación de un Tribunal Penal Internacional para Ruanda


para enjuiciar a los responsables del genocidio que, hasta el día de hoy, y con graves
dificultades, ha incoado 55 expedientes y dictado 38 condenas. 20 casos están todavía
en proceso.

4) LA GUERRA MUNDIAL AFRICANA

Durante la colonización, cuando el llamado Congo Belga era una propiedad privada del
rey Leopoldo II de Bélgica, gobernada bajo un salvaje régimen de terror, el saqueo se
centró en el marfil y la madera; durante la II Guerra Mundial y en la Guerra Fría fue el
uranio. Después, cuando al país se lo conocía como República de Zaire, fueron los
diamantes, el oro, la bauxita, el cobre. En las últimas dos décadas, en la actual
República Democrática del Congo, la explotación se centra en el cobalto y en el coltán,
esa especie de “polvo mágico” que se utiliza para la fabricación de teléfonos móviles y
componentes para satélites espaciales. El país, probablemente uno de los de mayor
riqueza minera del mundo, es también uno de los más pobres de la tierra, en el que han
muerto a causa de las guerras por la dominación de sus recursos, más de cinco millones
de personas. Su historia reciente se ha escrito desde la política, pero apenas se ha dado
cuenta de las causas últimas de los espantosos crímenes allí cometidos, de los que
también son responsables los intereses económicos de grandes empresas mineras.
Compañías belgas, francesas, holandesas, alemanas, estadounidenses, canadienses,
australianas, sudafricanas, rusas, libanesas, indias, israelíes, chinas… empresas
multinacionales, grandes corporaciones que aún en nuestros días, continúan manchando
de sangre sus enormes beneficios. Cuando Joseph Conrad escribió, en 1899, El corazón
de las tinieblas, no podía imaginar que la oscuridad se prolongaría por más de un siglo
sobre las vidas de los habitantes de la región de los grandes lagos.

LA GUERRA INTERMINABLE

Ha habido dos guerras del Congo. La primera entre 1996 y 1997, y la segunda entre
1998 y 2003, a la que también se conoce como la Guerra Mundial Africana. La historia
les ha puesto fechas, pero de ellas que podría decirse que aún no han concluido, pues la
miseria, las enfermedades, la violencia y el sufrimiento siguen instalados en el país
africano, que continúa siendo el objetivo de los intereses de las más avanzadas
economías del mundo.

El interminable conflicto armado en esta región tiene su origen en el proceso de


descolonización iniciado a finales de los años cincuenta del pasado siglo, cuando el
gobierno belga autoriza la creación de sindicatos y partidos políticos, como el
Movimiento Nacional Congolés (MNC), fundado en 1958 por Patrice Lumumba, quien
en 1960, con la independencia, se convertiría en Primer Ministro del país. Lumumba, el
único dirigente político libremente elegido en la República Democrática del Congo
desde entonces hasta 2006, fue un hombre culto; un líder progresista y panafricanista
que, sin embargo, tuvo una muy corta trayectoria política. Ganó las elecciones en mayo
de 1960, fue nombrado primer ministro en junio y destituido en septiembre por el
presidente Joseph Kasavubu tras un golpe de estado en el que Joseph Désiré Mobutu,
que había sido su ayudante, toma el poder. Lumumba es encarcelado, pero consigue
escapar en diciembre. Al cabo de pocos días es “neutralizado” por agentes
norteamericanos y nuevamente encarcelado. El 17 de enero de 1961 es conducido a
Elisabethville, en Katanga, y entregado a las autoridades locales. Esa misma tarde sería
ejecutado en presencia de miembros de las agencias de inteligencia belga y
norteamericana.

A partir de entonces, Mobutu se convierte en el hombre fuerte de un país que gobernaría


de forma tiránica durante más de treinta años. Un país que había accedido a la
independencia con la condición de asumir la deuda externa que había contraído con
Bélgica, una carga que arrastraría durante años y aumentaría hasta hacerse
inconmensurable. Mobutu, que apoyó la guerra contra la influencia soviética en Angola,
–lo que le valió el apoyo incondicional de los Estados Unidos y Francia–, y mantuvo la
explotación de los recursos minerales del país en manos de los grupos de interés
multinacionales, amasaría una fabulosa fortuna personal (se calcula que alcanzó los
55.000 millones de dólares durante todo su mandato) mientras su país iniciaba una
espiral de hambre, destrucción y empobrecimiento que lo llevarían, pese a la riqueza de
su suelo, a un extremo subdesarrollo. El dictador, que fue nombrado oficialmente en
1965, implantó el culto a su persona y cambió el nombre al país, que pasó a llamarse
República de Zaire en 1971 hasta 1997, el año en que murió exiliado en Rabat.
UN GENOCIDIO TRAS OTRO

La Primera Guerra del Congo tuvo su origen en el genocidio de Ruanda. En 1994,


después de que el FPR de Paul Kagame tomara el poder en aquel país, unos dos
millones de hutus (entre los cuales se contaba un gran número de miembros de las
milicias interahamwe que habían participado en las matanzas de miles de tutsis)
huyeron a Zaire y se establecieron en las regiones del oeste, desde donde atacaron a los
tutsis ruandeses y zaireños, los llamados banyamulengues. En 1996 el gobierno de Zaire
decretó la expulsión de estos últimos, que se rebelaron y, aliados con los opositores a
Mobutu y con el apoyo de los presidentes de Ruanda y Uganda, Kagame y Museveni,
iniciaron una campaña que comenzaría con la toma y el control de los pueblos mineros
y fronterizos del país y finalizaría con más de 60.000 muertos y el asalto a la capital,
Kinshasa poco más de un año después. Quien había encabezado la lucha de guerrillas
contra Mobutu, Laurent Désiré Kabila, tomó el poder en mayo de 1997, tras la huída a
Marruecos del expresidente. Considerado una marioneta en manos de los gobiernos
tutsis de Ruanda y Uganda, Kabila cambió otra vez el nombre de Zaire, que pasaría a
llamarse República Democrática del Congo y, antes que otra cosa, comenzó una purga
que de nuevo llevaría a la muerte a miles de hutus.

Además de los conflictos internos, de la presencia de numerosos grupos armados


incontrolados que luchaban por el control de diferentes zonas estratégicas ricas en
recursos y de la astronómica deuda externa acumulada por la nueva república, los
“colaboradores” ruandeses y ugandeses de Kabila no disimularon en absoluto su
posición de poder ante el presidente. Sin embargo, apenas un año después de alcanzar el
cargo, Kabila hizo evacuar sin contemplaciones a las tropas de sus antiguos aliados, lo
que puso a su gobierno contra las cuerdas y nuevamente elevó la tensión entre hutus y
tutsis, lo que, en buena medida, se convertiría en el eje de un nuevo conflicto armado.

En 1998 comenzaría la Segunda Guerra del Congo, también llamada Guerra Mundial
Africana, que enfrentaría entre sí a nueve países y más de una veintena de diferentes
facciones armadas y que provocaría en cinco años la muerte de casi cinco millones de
personas. El año en que comenzó esta nueva guerra, después de un motín de
banyamulengues auspiciado por Ruanda y Uganda, que llegaron a ocupar las ricas
provincias orientales del país y, aliados con Burundi, la zona noreste, el gobierno de
Kabila declaró la guerra a todos los tutsis. Nuevas matanzas tendrían lugar en uno y otro
bando mientras la balanza parecía inclinarse del lado de los sublevados. Fue entonces
cuando Kabila logró apoyos de Angola, Zimbawe y Namibia, que neutralizaron el
avance de sus enemigos y recuperaron buena parte del territorio mientras, con la
intención de menguar el poder de las antiguas “concesionarias” francesas, el presidente
realizaba un nuevo reparto de concesiones mineras para varias empresas, entre las
cuales figuraron la canadiense Barrick Gold Corporation; la American Mineral Fields
(en la que tenía intereses George Bush padre), y la sudafricana Anglo-American
Corporation. El estado de guerra se prolongaría entre intentos de articular una paz
imposible, como fueron los acuerdos de Windhoek en enero de 1999 o de Lusaka, en
julio del mismo año. La ONU intervino en noviembre de 1999 enviando más de 5.000
cascos azules, que no pudieron detener la crisis. Sólo dos meses después Kabila sería
asesinado en su palacio presidencial. Le sucedería su hijo, del mismo nombre y tan solo
29 años de edad. La caótica Guerra del Congo continuaría provocando miles de
víctimas hasta mediados de 2002 e incluso con posterioridad a esta fecha, cuando se
firmó en Pretoria un tratado de paz que estableció la retirada de 20.000 soldados
ruandeses del territorio congoleño y se desarmaron las guerrillas interhamwe. Todavía
hoy, seis años después de aprobada una nueva Constitución y transcurridos cinco desde
la celebración en 2006 de las primeras elecciones libres desde la independencia, que han
perpetuado el mandato de Joseph Kabila Jr. el país no está libre de violencia.

UNA GUERRA “SINGULAR”

Además de las diferentes facciones y milicias hutus y tutsis y de numerosos grupos de


mercenarios, algunos pagados por gobiernos y otros por compañías mineras, en la
guerra participaron oficialmente, además de la República Democrática del Gongo,
Ruanda, Burundi y Uganda, Zimbawe, Angola, Chad, Libia, Sudán y Namibia. Y lo
hicieron en una guerra “singular” en la que no existieron grandes batallas ni líneas de
frente bien definidas, y en la que el control territorial fue difuso, pero en la que todas las
fuerzas implicadas se destacaron en una función: explotar los recursos naturales. Así,
los contendientes centraron sus esfuerzos, además de en la tarea de la aniquilación de
sus oponentes, en mantener bajo control plazas fuertes como aeropuertos, puertos,
carreteras y, sobre todo, los centros de explotación minera. Grupos altamente
indisciplinados contribuyeron al caos ejerciendo una desmedida violencia que incluyó
torturas, limpieza étnica y bárbaras violaciones masivas, practicadas, según algunas
fuentes, a un millón de mujeres y niños. Además, los países de los grandes lagos
pagaron a sus combatientes concediéndoles permisos para la explotación de diamantes,
madera y minerales, lo que convirtió a las zonas bajo su dominio en pequeños reinos de
taifas en los que se arbitraron impuestos prohibitivos para los nativos, se confiscaron el
ganado y los alimentos y se llevaron a cabo toda clase de abusos sobre la población. Se
estima que, de los casi cinco millones de muertos como resultado directo del conflicto,
sólo 500.000 fallecieron en combates. El resto murió como consecuencia de las
matanzas, el hambre o enfermedades como el SIDA. La guerra tuvo, además, otra cruel
característica, el uso masivo de niños-soldado, tanto en las diferentes facciones rebeldes
como en los ejércitos de los distintos países que participaron en ella: niños y niñas, la
mayoría de las veces violados y torturados, a los que se enseñaba a matar sin
contemplaciones. En la frontera entre Uganda y la República Democrática del Gongo
había en 2001 20.000 de ellos; en la provincia de Kivu del Norte, 12.000. En el ejército
de Kabila, en 1999, eran más de 10.000.

5) LOS DESAFÍOS DEL SIGLO XXI

Casi todo en África se define en superlativos. Es el segundo continente más grande del
mundo, con más de 8.000 km en línea recta desde Cap Blanc, en Túnez, hasta Cabo
Agulhas, en Sudáfrica; posee los mayores recursos mundiales de tierra arable: 11.175
millones de hectáreas, de las cuales sólo se cultiva una quinta parte; cuenta con grandes
reservas de petróleo en muy diferentes lugares de su geografía (Libia, Sudán, Nigeria,
Angola…), y es uno de los mayores productores del mundo de minerales y metales
estratégicos, como el cromo (Sudáfrica proporciona más del 36% de la producción
mundial); los diamantes (República del Congo, 20% del producto mundial; Botswana,
el 16,5%; Sudáfrica, el 10%); bauxita (Guinea posee un tercio de las reservas mundiales
conocidas de alta calidad de este mineral, base del aluminio); columbita y tantalita, de
los que se obtiene el coltán (la República del Congo posee el 80% de las reservas
mundiales, pero también el 30% de las de cobalto y el 10% de las de cobre)… además,
el hecho de que gran parte del territorio continental esté aún inexplorado incrementa las
expectativas respecto a una riqueza que, en rigor, debería ser suficiente para asegurar su
prosperidad. Sin embargo, el desarrollo de África parece estar atrapado en una maligna
espiral descendente. Es el único continente del mundo cuyos habitantes, en el siglo XX,
terminaron peor la década de los ochenta que la de los setenta, peor la de los noventa
que la de los ochenta y aún peor la del dos mil. Y, salvo excepciones puntuales, las
perspectivas para el siglo XXI no parecen ser mejores.

UN CONTINENTE DESINTEGRADO

Crecimiento demográfico, hambre, enfermedades, guerras civiles generalizadas y


anarquía política constituyen un cóctel demasiado explosivo, una bomba que ha
paralizado –y que aún hoy continúa haciéndolo– las posibilidades de que África pueda
superar un subdesarrollo endémico. No es posible hacer un análisis del continente como
un todo, pues las diferencias en su geografía y ecosistemas, sus pueblos, sus sociedades
y sus economías son demasiado importantes, aunque existe un hecho incuestionable:
nunca en la historia del mundo se había producido la desintegración de prácticamente
todo un continente, como ha ocurrido en el africano desde la segunda mitad del siglo
XX hasta nuestros días.

África es protagonista de un rápido crecimiento demográfico, de más de un 3% anual,


que en veinte años podría incrementar en un tercio la actual población, que ronda los
1.000 millones de personas, de las cuales unos 400 millones viven con menos de un
dólar al día. La pobreza en la que permanecen es consecuencia de la fuerte
subordinación de sus países a las antiguas metrópolis imperialistas y al diseño de unas
estructuras económicas en función de los intereses de las potencias europeas, que
transformaron un retraso económico coyuntural en el siglo XIX en un subdesarrollo
permanente en el XX. Así, en la gran mayoría de los países africanos ha habido un
crecimiento económico, pero no un desarrollo económico. Se han llevado a cabo
cambios sociales, pero no ha habido progreso social. El subdesarrollo se ha enquistado,
caracterizado, además de por el alto crecimiento demográfico, por una baja renta por
habitante; por la elevada mortalidad causada por el hambre y las enfermedades; por el
predominio del sector agrario y una mínima industrialización. Además, en el ámbito de
lo social, la ausencia de clases medias, la insuficiente difusión de la cultura y la falta de
cuadros dirigentes que acometan la necesaria transformación constriñen aún más las
posibilidades de superar este estadio tercermundista.

Los datos relativos a la salud de la población son reveladores. Según la FAO, nueve de
cada diez nuevos casos de infección por SIDA se dan en África, que registra el 83% del
total de muertes por esta enfermedad. En nueve países del África subsahariana, más de
10% de la población adulta tiene el VIH, y en Botswana, Namibia, Swazilandia y
Zimbawe, del 20 al 26% de la población entre 15 y 49 años está infectada. En la
actualidad, Sudáfrica es el único país que fabrica sus propias medicinas para tratar el
VIH, mientras en el continente siguen produciéndose gran número de muertes por
enfermedades asociadas al subdesarrollo, como las diarreas, la malaria o el sarampión,
que pueden ser tratadas eficazmente y prevenidas con vacunas que no llegan a las
poblaciones rurales africanas, en muchas ocasiones porque son objeto de tráfico ilegal
por parte de mafias locales, que se apoderan de los cargamentos que reciben las
organizaciones no gubernamentales para revenderlos luego. La salud de la población
africana continúa dependiendo de los fabricantes de medicamentos del llamado primer
mundo, que en los últimos años están realizando campañas para la instalación de
laboratorios que puedan producirlos en los países africanos.

UN DESARROLLO HIPOTECADO

Las perspectivas de un desarrollo económico en el conjunto de África que pueda


conducir a sus países al ejercicio de una política autónoma son muy limitadas. El
neocolonialismo trata de mantener la dependencia económica hacia los países que
detentaron en su día el dominio colonial o hacia otras potencias que colaboran o
sustituyen a los anteriores, y lo hace interviniendo en tres ámbitos: el control
económico, por medio de la inversión de capitales, la fijación de los intercambios
comerciales y la orientación de las ayudas y préstamos financieros; el control político y
social, con la manipulación de la información y de la opinión pública, la
desestabilización interior y los golpes de estado para imponer regímenes autoritarios o
de partido único, y el control militar, como recurso extremo, con intervenciones bélicas
directas o indirectas, camufladas con justificaciones propagandísticas.

Uno de los lastres que ha impedido el desarrollo económico de los países africanos ha
sido la deuda externa, cuya legitimidad es más que cuestionable. Muchos de los
préstamos que ahora pagan los Estados fueron concedidos durante la Guerra Fría a
regímenes represivos y líderes corruptos, que utilizaron el dinero para fortalecer sus
mandatos, sus ejércitos personales o, simplemente, para llenarse los bolsillos. África ha
visto crecer y crecer su endeudamiento sin que, hasta ahora, a pesar de algunas
iniciativas de condonación de la deuda tomadas en los últimos años, se hayan planteado
otras soluciones que “hacer la deuda sostenible a largo plazo”, es decir, eternizarla. En
un continente en el que 700 millones de personas, el 80% de la población, carecen de lo
indispensable para una vida digna, la deuda del África subsahariana en 2005 era de algo
más de 200.000 millones de dólares, equivalente a cerca de la mitad del Producto
Interior Bruto de toda la región y al 138% de sus exportaciones. Aquel año, los países
africanos pagaron por su deuda 23.300 millones de dólares, mientras la ayuda oficial al
desarrollo recibida desde los países de la OCDE fue de poco más de 22.500 millones.
En 2004 cada país del África subsahariana gastaba una media de 15 dólares por persona
en pago de deuda, pero sólo 5 en servicios de salud y educación. Entre 1980 y 2002, los
mismos países devolvieron 250.000 millones de dólares, una cantidad que multiplicaba
por cuatro el monto de la deuda de 1980.

A todos estos factores hay que sumar las políticas de proteccionismo agrícola en los
países desarrollados, que impide a los países pobres competir en igualdad de
condiciones; la crisis financiera internacional provocada por los mercados y las grandes
entidades bancarias, que está limitando las ayudas a los países en desarrollo, y el alza de
los precios de los alimentos básicos, como consecuencia de la especulación con los
mismos. El resultado es un trágico círculo vicioso en el que la pobreza genera
inestabilidad, violencia y enfermedades y éstas, a su vez, más pobreza.

RELIGIONES, ETNIAS Y CONFLICTOS

El fin de la Guerra Fría y la caída de casi todos los regímenes marxistas suscitaron la
esperanza de que en África comenzaran a surgir sistemas democráticos. Sin embargo, a
pesar de que la práctica totalidad de sus países han optado por la economía de libre
mercado, la introducción de la democracia no ha sido completa y, en algunos casos ha
significado una mayor fragmentación. La política en África sigue siendo una lucha por
recursos escasos que no beneficia la alternancia pacífica en el poder, porque hay
demasiado en juego: cuando la política controla todo el poder, todas las estructuras del
Estado y todos los empleos, el sistema se convierte en un juego de “suma cero”.
Además, cuando los vínculos ideológicos no poseen la suficiente fortaleza y los
ciudadanos necesitan concretar sus identidades, éstas se retraen a la familia, la tribu o el
clan, con lo que se intensifican las divisiones de carácter étnico, o se depositan en las
creencias religiosas, lo que ha generado numerosos y graves conflictos, sobre todo entre
el Islam y el Cristianismo. Egipto, donde aún sigue vivo el enfrentamiento entre
musulmanes y cristianos coptos, es un ejemplo, pero hay muchos más, y más violentos,
como la Guerra Civil de Sudán (1983-2005), que enfrentó al norte musulmán y árabe
con el sur cristiano (aunque en ella jugaron un importante papel intereses económicos
relacionados con el petróleo), y que terminó con casi dos millones de muertos y cuatro
millones de desplazados. También la guerra iniciada en Somalia en 1986, que ha
provocado graves crisis humanitarias, es producto de tensiones religiosas entre el
gobierno y las guerrillas islámicas.

Como consecuencia del hambre y la pobreza, de los conflictos bélicos, de la ausencia de


posibilidades económicas y, sobre todo, de la falta de confianza en que sus respectivas
sociedades les deparen un futuro mejor, decenas de miles de personas abandonan cada
año sus hogares en los países del África subsahariana para emigrar hacia Europa, las
más de las veces pagando precios desorbitados a organizaciones mafiosas por un viaje
en el que muchos dejan sus propias vidas. No hay datos fiables sobre el número de
personas que han abandonado África con destino Europa en las últimas décadas, pero se
cuentan por millones, como se cuentan por miles quienes han fallecido intentando
atravesar el mediterráneo en frágiles embarcaciones. Muchos de los que han
sobrevivido, de los que han alcanzado su meta, son luego víctimas de la xenofobia, del
racismo, en países donde se les considera ciudadanos de segunda y su trabajo es mal
pagado, cuando no se les declara ilegales y se les expulsa de inmediato. En el “primer
mundo” vive aún el fantasma de la colonización.

S-ar putea să vă placă și