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TEXTOS EXPRESIÓN ORAL II

1. Mi primer poema, Pablo Neruda.


Ahora voy a contarles alguna historia de pájaros. En el lago Budi perseguían a los
cisnes con ferocidad. Se acercaban a ellos sigilosamente en los botes y luego rápido,
rápido remaban... Los cisnes, como los albatros, emprenden difícilmente el vuelo, deben
correr patinando sobre el agua. Levantan con dificultad sus grandes alas. Los alcanzaban
y a garrotazos terminaban con ellos. 

Me trajeron un cisne medio muerto. Era una de esas maravillosas aves que no he vuelto a
ver en el mundo, el cisne cuello negro.
Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de
seda negra. El pico anaranjado y los ojos rojos.
Me lo entregaron casi muerto. Bañé sus heridas y le empujé pedacitos de pan y de
pescado a la garganta. Todo lo devolvía. Sin embargo, fue reponiéndose de sus
lastimaduras, comenzó a comprender que yo era su amigo. Y yo comencé a comprender
que la nostalgia lo mataba. Entonces, cargando el pesado pájaro en mis brazos por las
calles, lo llevaba al río. El nadaba un poco, cerca de mí. Yo quería que pescara y le
indicaba las piedrecitas del fondo, las arenas por dónde se deslizaban los plateados peces
del sur. Pero él miraba con ojos tristes la distancia.
Así cada día, por más de veinte, lo llevé al río y lo traje a mi casa. El cisne era
casi tan grande como yo. Una tarde estuvo más ensimismado, nadó cerca de mí, pero
no se distrajo con las musarañas con que yo quería enseñarle de nuevo a pescar. Se
estuvo muy quieto y lo tomé de nuevo en brazos para llevármelo a casa. Entonces,
cuando lo tenía a la altura de mi pecho, sentí que se desenrollaba una cinta, algo
como un brazo negro me rozaba la cara. Era su largo y ondulante cuello que caía.
Así aprendí que los cisnes no cantan cuándo mueren.
2. (Moscas húmedas de sangre humilde y mermelada) La United Fruit Co. Pablo Neruda

Cuando sonó la trompeta, estuvo todo preparado en la tierra, y Jehová repartió


el mundo a Coca-Cola Inc., Anaconda, Ford Motors, y otras entidades: la Compañía
Frutera Inc. se reservó lo más jugoso, la costa central de mi tierra, la dulce cintura de
América.

Bautizó de nuevo sus tierras como “Repúblicas Bananas”, y sobre los muertos
dormidos, sobre los héroes inquietos que conquistaron la grandeza, la libertad y las
banderas, estableció la ópera bufa: enajenó los albedríos, regaló coronas de César,
desenvainó la envidia, atrajo la dictadura de las moscas, moscas Trujillos, moscas Tachos,
moscas Carías, moscas Martínez, moscas Ubico, moscas húmedas de sangre humilde y
mermelada, moscas borrachas que zumban sobre las tumbas populares, moscas de circo,
sabias moscas entendidas en tiranía.

Entre las moscas sanguinarias la Frutera desembarca, arrasando el café y las


frutas, en sus barcos que deslizaron cómo bandejas el tesoro de nuestras tierras
sumergidas.

Mientras tanto, por los abismos azucarados de los puertos, caían indios
sepultados en el vapor de la mañana: un cuerpo rueda, una cosa sin nombre, un
número caído, un racimo de fruta muerta derramada en el pudridero.
3. Teología/1 Eduardo Galeano
El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a
no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba
con el infierno y me prometía el cielo; y yo temía y creía.
Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si
merezco ser asado en la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del
purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de la clase media; y al fin y al cabo,
se hará justicia.
Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha
sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos,
ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a
las feas, y por tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en
persona sacralizo en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su
toro, ni a su asno… Y por si fura poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto
del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado
carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.
4. Otro músculo secreto Eduardo Galeano
En los últimos años, la Abuela se llevaba muy mal con su cuerpo. Su cuerpo,
cuerpo de arañita cansada, se negaba a seguirla.
-Menos mal que la mente viaja sin boleto- decía.
Yo estaba lejos, en el exilio. En Montevideo, la Abuela sintió que había llegado la
hora de morir. Antes de morir, quiso visitar mi casa. Con cuerpo y todo.
Llegó en avión, acompañada por mi tía Emma. Viajó entre nubes, entre olas,
convencida de que iba en barco; y cuando el avión atravesó una tormenta, creyó que
andaba en carruaje, a los tumbos, y sobre el empedrado.
Estuvo un mes en casa. Comía papillas de bebé y robaba caramelos. En plena
noche se despertaba y quería jugar al ajedrez o se peleaba con mi abuelo muerto
hacía cuarenta años. A veces intentaba alguna fuga a la playa, pero se le enredaban
las piernas antes de llegar a la escalera.
Al final, dijo:
Ahora, ya me puedo morir.
Me dijo que no iba a morirse en España. Quería evitarme los líos burocráticos, el
traslado del cuerpo y todo eso: dijo que ella bien sabía que yo odiaba los trámites
Y se volvió a Montevideo. Visitó a toda la familia, casa por casa, pariente por
pariente, para que todos vieran que había regresado de lo más bien y que el viaje no tenía
la culpa. Entonces, a la semana de llegar, sé acostó y se murió.
Los hijos echaron sus cenizas bajo el árbol que ella había elegido.
A veces, la Abuela viene a verme en sueños. Yo camino al borde de un río y
ella es un pez que me acompaña deslizándose, suave, suave, por las aguas.
5. El gato negro, Edgar Allan Poe
Gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia
por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste.
Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto,
no tenía un ojo. Sin embargo, fue precisamente esta circunstancia la que le hizo más
agradable a los ojos de mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que una vez fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis
placeres más simples y puros.
El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi
aversión hacia él. Seguía mis pasos con una testarudez que me resultaría difícil
hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo
mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me
ponía a pasear, se metía entre mis pies y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas
y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba hasta mi pecho. En esos
momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me sentía
completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y
quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal.
6. Inferno, August Strindberg
Una habitación oscura, desnuda, con lo estrictamente necesario, sin un ápice de
belleza y situada cerca de la sala , en la que se fuma jugando a las cartas de la mañana a
la noche.
Llaman a comer, y en la mesa, me hallo sumido en una sociedad macabra.
Cabezas de muertos y de moribundos: a este le falta una nariz, a aquel un ojo y el de mas
allá tiene la mejilla putrefacta o el labio que le cuelga. Pero hay dos que no tienen aspecto
de estar enfermos, aunque ofrecen un aire sombrío y desesperado. Son grandes ladrones
de la alta sociedad que, por poderosas influencias, han sido liberados de la cárcel con el
pretexto de que están enfermos.
Una descorazonadora pestilencia de yodoformo me quita el apetito y, con las
manos vendadas, debo solicitar la ayuda de mis camaradas para cortar el pan y
servirme la bebida. Y, en torno a este banquete de criminales y condenados a
muerte, la reverenda madre, la directora vestida austeramente de negro y blanco,
distribuye a cada uno de nosotros su envenenado brebaje. Levanto mi copa de
arsénico y brindo con una calavera que me saluda levantando la suya llena de
digitalina. Es lúgubre y, sin embargo, es preciso estar agradecido, lo que me llena de
rabia. ¡Estar agradecido por algo tan mediocre y desagradable!
7. Valle Alto, Yolanda Oreamuno
Hálitos de humedad ya alcanzaban el camino. Comenzaba a oler
desesperadamente, y aquellos olores tiernos, pequeños, que para abrirse paso necesitaban
una gran limpieza del aire, ganaban espacio sobre los olores fuertes que habían resistido
al polvo y la sequía. Olía a hierba húmeda, a flor chiquita, a tallo tierno, a retoño, a
agua y a lucero. Un aroma de limón, que seguro estuvo por días retenido en la fruta,
incapaz de traspasar su corteza endurecida, se hacía sentir. Un perfume de violeta,
que seguro estuvo escondido en la raíz, venía desde abajo, trepando por la
atmósfera. Un olor de musgo blanco, que seguro se volviera durante la sequía
reserva de humedad para la planta, se dilataba inmenso por el aire. Un olor fresco,
sano, joven, salía de la mujer hasta él. Y así, cuando las primeras cortinas de lluvia
furiosa batieron la tierra próxima, cuando los relámpagos brillaron allí mismo y los
rayos cayeron cercanos, se hizo, pesada, sobre ella la bendición del hombre, y sobre
la tierra la bendición del agua.

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