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Leonardo Acosta: El Acervo Popular Latinoamericano FBA – Cátedra de Historia de la Música I

EL ACERVO POPULAR LATINOAMERICANO

Leonardo Acosta

«Los filarmónicos eran cinco: dos violines, un cornetín, una flauta y un arpa.» Esta frase pertenece a
la descripción que hace John Reed de la fiesta pueblerina en Valle Alegre, en una de sus páginas
inmortales de México insurgente. 1
Este singular conjunto instrumental, —semejante a otros igualmente heterogéneos de Cuba,
Panamá, Bolivia o Venezuela—, probablemente está integrado por músicos mestizos e interpreta aires
que no son españoles ni indígenas, aunque tienen de lo uno y lo otro. Es cierto que los instrumentos
son de origen europeo, aunque es posible que no correspondan exactamente en forma ni sonoridad a
sus ancestros lejanos o cercanos. Pero la manera de tocarlos es inconfundiblemente distinta, y nadie
debe engañarse si un conjunto tal interpreta algo así como un vals o una mazurka; porque en realidad
se trata de otra cosa.
En el caso que nos describe Reed se trata del sustrato indígena que marca indeleblemente todo lo
mexicano. Porque lo autóctono está presente en mucho mayor medida de lo que generalmente se
acepta, en la música como en otras expresiones artísticas de México, aunque a veces apenas se insinúe
sutilmente —y digamos de paso que la sutileza es, a no dudarlo, uno de los rasgos que más cabalmente
representan todo lo indoamericano. No pocos especialistas han negado la presencia de lo indígena en
modalidades de la música popular mexicana como el corrido, el huapango, el jarabe o la ranchera. Y
sin embargo, una atenta observación a las transcripciones de la música ancestral náhuatl hechas por
Samuel Martí, entre otros, demostrará a quien no esté atado al dogma eurocentrista la similitud con
ciertos giros melódicos, acentuaciones y fraseos que hallamos en la música mexicana actual.2
Hemos visto, por otra parte, que en toda la América persisten islotes en que diversos grupos
indígenas mantienen su propia lengua y costumbres ancestrales, con una música que reproduce casi
textualmente la de sus antepasados precolombinos. También comprobamos, con el investigador ecua-
toriano Segundo Luis Moreno, que en las regiones andinas del Perú, Ecuador y Bolivia se mantienen
vivos innumerables cantos, danzas y ceremoniales de la época incaica, a los que podemos sumar una
parte importante del instrumental autóctono.3
El hecho de que gran parte de esta cultura se mantenga viva en los inmensos territorios andinos e
incluso haya logrado arraigar en llanos y ciudades tradicionalmente criollos y blancos, basta por sí
solo para echar por tierra el mito sostenido y difundido por académicos europeizantes de que la
cultura musical de América Latina no debe nada al aporte indígena, que relegan al equívoco papel de
un «folklore» concebido como un espacio autónomo y ahistórico. Por el contrario, si hurgamos en las
innumerables formas de la música popular latinoamericana, notaremos que lo español y lo africano se
ha transformado en mucho mayor grado, y sólo excepcionalmente ha conservado con tanta fidelidad
los rasgos ancestrales que mantiene la música autóctona americana en algunas de sus
manifestaciones.

La música y el hombre americano


Nadie ha descrito esa cultura vivida hoy por millones de hombres y mujeres, y con ella su música,
como lo ha hecho ese gran artista y magistral intérprete del indio peruano que fue José María
Arguedas. En ese universo mágico y sin embargo tan real, en que «cada piedra habla», se cantan
huaynos de Querobamba, de Lambrama, de Sañayca, de Andahuaylas: cantos «de los pueblos más
lejanos». Los sábados y domingos, en las chicherías, se toca arpa y violín y sé bailan huaynos y
marineras. Los parroquianos pedían su huayno preferido.
Pero ocurría, a veces, que el parroquiano venía de tierras muy lejanas y distintas; de Huaraz, de
Cajamarca, de Huancavelia o de las provincias del Callao, y pedía que tocaran un huayno
completamente desconocido. Entonces los ojos del arpista brillaban de alegría; llamaba al forastero y
le pedía que cantara en voz baja. Una sola vez era suficiente. El violinista lo aprendía y tocaba; el arpa
acompañaba. Casi siempre el forastero rectificaba varias veces: « ¡No; no es así! ¡No es así su genio!»
Y cantaba en voz alta, tratando de imponer la verdadera melodía. Era imposible. El tema era idén-
tico, pero los músicos convertían el canto en huayno apurimeño, de ritmo vivo y tierno; [...] los del
Callao se enfurecían [...]. «Igual es, señor», protestaba el arpista; [...]. Ambos tenían razón. 4
Arguedas también nos habla del pinkuyllu, la «quena gigante que tocan los indios del sur durante
las fiestas comunales», y del wak'rapuku, el único instrumento cuya voz es «más grave y poderosa que
la de los pinkuyllu». El sonido de estos grandes instrumentos se propaga como toda luz menor, es
decir, que no proviene del sol: «el claror, el relámpago, el rayo, toda luz vibrante. Estas especies de luz

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con las que el hombre peruano antiguo cree tener aún relaciones profundas, entre su sangre y la
materia fulgurante». También hay flautas —o flautas pánicas, como el rondador o rondín— cuyo
sonido se proyecta «como para que la música alcanzara las cumbres heladas donde sería removida por
los vientos; mientras nosotros sentíamos que a través de la música el mundo se nos acercaba de
nuevo, otra vez feliz».
Como en todas las culturas antiguas, la música es mediadora entre el hombre y las fuerzas
naturales; por ella el hombre se reintegra al universo, recupera la unidad perdida; pero en el caso del
indio, y del latinoamericano en general, este reencuentro posee un sentido también histórico e
ineludiblemente social y político. Los que pretenden ver ese mundo desde fuera —viajeros de ayer y
etnólogos de hoy— no se cansan de hablar de la tristeza del indio y de su música, como si se tratara de
un ser nacido para la melancolía y la resignación. Arguedas no calla esa tristeza, pero también nos
hace conocer la alegría, al penetrar el sentido profundo de ese lenguaje por el cual «el mundo se nos
acercaba de nuevo, otra vez feliz». La música forma parte de la misión del hombre de restablecer los
equilibrios cósmicos. Tristeza, furia, alegría, esperanza, nos llegan en la vez de este intérprete de su
pueblo en tono triunfal, coral:
¿Quién puede ser capaz de señalar los límites que median entre lo heroico y el hielo de la gran
tristeza? Con una música de éstas puede el hombre llorar hasta consumirse, pero podría igualmente
luchar contra una legión de cóndores y de leones y contra los monstruos que se dice habitan en el
fondo de los lagos de altura í y en las faldas llenas de sombra de las montañas. Yo me sentía mejor
dispuesto a luchar contra el demonio mientras escuchaba este canto. Que apareciera con una
máscara de cuero de puma, o de cóndor, agitando plumas inmensas o mostrando colmillos, yo iría
contra él, seguro de vencerlo.
¿Por qué nos hemos detenido tanto en la obra de Arguedas? Entendemos que como pocos —acaso
ninguno— antes o después de él, este escritor ha logrado penetrar hasta lo más recóndito de una
cultura musical. En su obra encontraremos —si unimos los fragmentos significativos— lo esencial de
este universo en el cual apenas nos reconocemos de inmediato, pero que tiene una afinidad nada
casual con el fenómeno más totalizador del acervo musical latinoamericano. En un pasaje revelador,
nos dice Arguedas que «por el estilo del acompañamiento, reconocían a los arpistas célebres,
contratados a veces en pueblos muy lejanos». Y nos describe en plena acción a uno de esos arpistas
que se sentaba a tocar, pulsaba su instrumento, e iba creando esa atmósfera en que «la melodía
brotaba de las cuerdas de alambre como un surtidor de fuego».

Del arpista al rapsoda


No es Arguedas el único escritor latinoamericano que ha sabido penetrar en el universo de una
música latinoamericana que se le aparece como una revelación. En Los pasos perdidos, Alejo
Carpentier describe el encuentro de su protagonista con una música más mestizada que la del Perú,
que casualmente ejecuta otro arpista, esta vez de los llanos de Venezuela.5 Es curioso que ambos
novelistas eligieran a un tocador de arpa, al que convierten en símbolo o quintaesencia de una música
peculiar de este continente. Y es que el arpa, ese antiquísimo instrumento que se extendió del Medio
Oriente a todo el planeta, en la América Latina adquirió formas y tamaños de una sorprendente
diversidad y funciones completamente opuestas a las que adoptó en otras latitudes. Es así que,
mientras en Jaropa, el arpa se perfecciona técnicamente al máximo y se especializa en la música de
concierto en América Latina asume el milenario papel de compañero inseparable de músicos
trashumantes, con múltiples funciones -que van desde el simple acompañamiento del canto hasta las
complicadas variaciones, en parte improvisadas, que ejecutan estos juglares en bailes y jolgorios
pueblerinos.
Muy otro fue el caso de la guitarra, que en Europa y Norteamérica ha mantenido un lugar
prominente en la música folk y en la popular actual, al tiempo que se creaba un campo propio como
instrumento concertista altamente especializado. A su vez, en América Latina se multiplicaban sus
formas en el tres cubano, el cuatro venezolano, la jarana huasteca, el seis puertorriqueño, la
mejorana panameña, el violao brasileño, el enorme guitarrón mexicano y el diminuto charango
andino, así como los múltiples requintos, bandolas, laúdes, guitarrillos, bandurrias y tiples.
Pero volviendo al arpista venezolano de Carpentier, es interesante observar que los comentarios del
autor cubano van por un camino distinto al de Arguedas, y están hechos en un tono más analítico y
erudito, como cuando señala: «Se tenía la impresión de que todo obedecía a un magistral manejo de
los modos antiguos y los tonos eclesiásticos, alcanzándose por los caminos de un primitivismo
verdadero, las búsquedas más válidas de ciertos compositores de la época presente.» Si comparamos
este juicio con otros que emite el novelista posteriormente, en la propia obra, sobre modernos
compositores cuyos cerebrales productos resultaban «contrarios a la respiración misma de la
música», nos percatamos de que el «primitivismo verdadero» que encuentra Carpentier en el arpista

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improvisador no es otra cosa que la espontaneidad del músico popular latinoamericano, que señala el
camino para devolver su respiración natural a la música.6 El escritor rinde justo tributo a esta música,
criolla o más frecuentemente mestizada, que con unos pocos elementos tomados a Europa (modos
antiguos, tonos eclesiásticos) se ha desarrollado por cauces propios y originales.
Dicho en otras palabras: América Latina conoce un proceso musical único en la historia, pues
mientras Europa sigue la evolución a que a menudo hemos hecho referencia; mientras Asia y África
mantienen su propia música ancestral durante los siglos más sombríos del colonialismo, en nuestra
América ocurre algo muy diferente.7 En el primer momento, la cultura indígena es barrida o
sepultada, al menos aparentemente, y se importa la cultura europea como única válida. Pero desde el
propio siglo de la conquista empiezan a entremezclarse lo indígena y lo ibérico, elementos a los que
viene a sumarse lo africano. En última instancia, cuando lo español o portugués logra establecerse
más o menos sin mezcla, de todas maneras sufre una «aclimatación»: escalas, modos, formas
musicales, combinaciones armónicas pueden permanecer inalterables y, sin embargo, todo suena
distinto.
Se diría que otro espíritu gobierna ahora las viejas formas, un espíritu travieso como aquel
Tezcatlipoca del panteón náhuatl y toda la cohorte de magos y duendes menores que pueblan el
continente: se cambia el aire de una tonada; se superpone una escala heptatónica a otra pentatónica,
que secretamente sigue imponiendo su carácter; se trastruecan una y otra vez los tiempos binarios y
los ternarios; o se introducen subrepticiamente viejos instrumentos que servían en los cultos paganos,
mientras se inventan o transforman otros. Nada parece estar en su sitio: lo que era alegre, es ahora
triste; lo que aristocrático, plebeyo; lo que era solemne, acaso se torna dionisíaco. Familias enteras de
instrumentos se intercambian, desaparecen o aparecen en formas y contextos distintos: los africanos
pierden sus cordófonos, entre ellos el arpa, que se multiplica en manos indias y mestizas, mientras los
xilófonos y metalófonos a veces se mantienen en un contexto afroide (como la marímbula en Cuba) y
otras se convierten en instrumentos nacionales en países predominantemente indígenas, como la
marimba en México y Centroamérica. Y la confusión de nombres sólo podría equipararse a una bíblica
confusión de lenguas: ¿a qué malentendidos no daría lugar la palabra «contrapunto» en un ilusorio
diálogo entre un payador argentino y un compositor alemán?8
Aparte de este problema de nomenclatura, y desbordando el terreno estrictamente lingüístico,
puede afirmarse que en América Latina tiene lugar una especie de alteración semántica de cada
elemento musical, en estrecha correlación con cambios generalizados en las funciones originales para
las que fueran concebidos los géneros importados de Europa. Ya no puede ni escribirse esta música, y
si se escribe nadie la tocará tal como figura en el pentagrama. La tradición oral prospera aquí como
ninguna otra, y las formas del acervo popular, en constante transformación y simbiosis, proliferan
como esas grandes plantas trepadoras de la selva virgen suramericana que en el siglo pasado eran
motivo del asombro de Humboldt y Bonpland.
En muchos aspectos, se ha retrocedido en el tiempo. Ya lo de América guarda poca relación con lo
de Europa, a menos que nos remontemos a la Grecia homérica o al Medioevo temprano: viejas danzas
paganas disfrazadas con atributos cristianos, himnos heliolátricos, juglares trashumantes y
verdaderos rapsodas de historias locales, que tardarán siglos en encontrar un recopilador o integrarse
en respetables Ilíadas y Odiseas, si es que alguna vez llega a ocurrir tal cosa. Cuando en Europa los
viejos cantos populares iban desapareciendo de un paisaje dominado por las cumbres de la música
barroca y clásica, los cantares de los payadores en la pampa argentina recién formaban el humus del
que habría de brotar la epopeya del gaucho Martín Fierro. Ciertamente no fue una simple frase, sino
una lección de sabiduría histórica, la que nos daba José Martí al preguntar: «¿A qué leer a Homero en
griego, cuando anda vivo, con la guitarra al hombro, por el desierto americano?».9

Acercamiento y rodeos de la musicología


Poco es lo que no se ha dicho acerca de la música latinoamericana, a la que varias generaciones de
investigadores han dedicado años de tenaz y valioso esfuerzo, y de la cual existe hoy una bibliografía
nada despreciable que comprende enciclopedias, historias nacionales y continentales, recopilaciones,
monografías, biografías, colecciones de revistas, etcétera. Y no obstante, esta labor de los especialistas
es prácticamente desconocida fuera del restringido círculo de los propios especialistas, está dispersa
por todo el continente y fuera de él, y su diversidad es tal que en ocasiones resulta más un escollo casi
infranqueable que un verdadero auxiliar para quien pretenda tenar una visión global y al mismo tiem-
po coherente de la música latinoamericana.
Hay un enorme caudal de materiales monográficos, circunscritos a un tema determinado (la música
de una tribu indígena, una modalidad popular, una época delimitada con precisión, un autor
sobresaliente) y una serie de trabajos que con mayor o menor amplitud, a grandes rasgos o con lujo de

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detalles, nos presentan el panorama musical de algún país de América Latina. La confusión es grande
cuando empiezan a introducirse categorías excluyentes y subdividir el campo de la investigación en
una música «culta» (y muchos libros sólo se refieren a ella), una «popular» y otra «folklórica», para
no entrar ahora en excesivas consideraciones sobre otras nuevas —y algunas no tan nuevas—
denominaciones tales como las de música «artística», «profesional», «popular-artística», «ligera»,
«semiculta» y otras muchas.9 En otros libros, por el contrario, se mezclan sin método ni criterio todas
las formas de expresión musicales, con la buena intención de dar un panorama «omnicomprensivo».
Pero por lo general sólo se consigue, en el mejor de los casos, introducir en el lector un verdadero caos
de nombres, fechas, géneros musicales y otros datos que sólo podrían ser asimilados con el auxilio de
una amplia discografía y al cabo de un período de familiarización con el material.
Menos frecuentes han sido los ambiciosos proyectos de abarcar en un libro único toda la historia
musical de América Latina, empresa gigantesca para una sola persona y que cada día exige más
imperiosamente el concurso de verdaderos equipos de especialistas. En el extremo opuesto se sitúan
los autores que prefieren evitar, por abrumador, todo enfoque exhaustivo y minucioso, en aras de una
visión de conjunto más clara. Por un proceso de abstracción, y sin desdeñar el empleo de analogías y
metáforas, esos autores tratan más bien de captar lo esencial del fenómeno musical latinoamericano.
Ambos enfoques pueden resultar útiles, a pesar de sus respectivas deficiencias. Estas últimas
interpretaciones «al vuelo», por ejemplo, suelen aportar un caudal de ideas que, cuando se basan en
un auténtico conocimiento del material, nos ayudan a interpretar la multitud de datos que nos
suministra el otro tipo de trabajo, también necesario, aunque es justo señalar que los mejores
resultados generalmente se han obtenido en estudios que se ciñen a un tema, país o época específicos.
Lo más censurable, en todo caso, es cierto enfoque tradicional demasiado frecuente cuando se trata
de abordar el fenómeno musical latinoamericano. Ya se trate del libro más ambicioso o del artículo
más modesto, siempre que se plantea ofrecer un resumen más o menos totalizador de la música en
América Latina, se sigue el mismo esquema. Generalmente se comienza por un breve inventario de los
distintos aportes étnicos-culturales: el indio, el europeo, el africano. A continuación se nos habla de la
época colonial, de la labor de los misioneros con indios y negros y la consiguiente transculturación; de
los primeros esfuerzos de músicos criollos por hacer una música «culta» o «artística» o por crear
conservatorios y otros centros de enseñanza; de las posteriores influencias italiana, francesa y
alemana y las compañías o músicos individuales llegados del otro lado del Atlántico (comúnmente
esta parte se escribe por países). Posteriormente, se pasa somera revista a los ritmos o aires típicos de
cada país, y luego se hace el inventario de las últimas tendencias del arte culto y sus más destacados
representantes, sin olvidar, por supuesto, su afiliación a las respectivas escuelas europeas. Si este
esquema fue alguna vez útil, es obvio que cuarenta años más tarde no puede serlo.
Resultaría punto menos que inútil rebatir un método que es la carencia misma de método: no se
puede pasar impunemente de lo etnográfico a lo cronológico, de lo general a lo particular, de lo
«folklórico» a lo «artístico», de lo colectivo a lo individual. El resultado será un conjunto abigarrado y
heterogéneo de datos que pretenden explicarse por sí mismos y que, lejos de eso, apenas enunciados
están pidiendo una explicación. Falta el elemento que lo relacione de una manera viva, real, lo cual
sólo es posible al insertarlos dentro de la dinámica social que sustenta todo proceso histórico. Cuando,
por ejemplo, el «indio» y el «negro» dejen de ser objetos de la antropología y la etnografía y se les
considere en función de las actividades que realizan dentro de la sociedad colonial y el lugar que
ocupan en las relaciones de producción, se habrá dado un paso de avance. También será necesario
pasar por encima de las categorías rígidas a que hemos hecho referencia, y que separan en
compartimientos estancos lo «folklórico» de lo «popular» y lo «culto».
Todo ese andamiaje teórico está, hasta cierto punto, en dependencia del criterio que establece la
escurridiza dicotomía entre una producción musical anónima y otra individualizada. Pero esa
dicotomía es frecuentemente arbitraria, cuando no ilusoria, particularmente en algunos períodos
históricos, como veremos más adelante. Más errónea aún es la identificación de lo culto según la
fidelidad con que reproduzca un momento del proceso musical europeo y sea capaz de insertarse en él,
aunque sea con decenios de retraso. Y por lo general se omiten hechos más importantes —pero de una
extrema complejidad—, como es la continua y a veces subterránea interacción entre la música de los
estratos populares y la de técnica más elaborada, en cuya factura se suele seguir patrones europeos
dentro de los cuales se canalizan influencias inconscientes o deliberadas de la música popular
nacional.
Una última palabra sobre los ambiciosos intentos de ofrecer una visión a un tiempo detallada y
totalizadora de la música latinoamericana: estos proyectos son perfectamente válidos, pero su grado
de eficacia y comprensión real de la materia estará en dependencia directa del cúmulo de trabajos
parciales especializados que tomen en cuenta; y, por supuesto, de la calidad y actualidad de su
información, es decir, de su valor científico real. También conservarán su importancia los proyectos

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realizados con óptica nacional o regional (ya sea una región de un país, o que abarque varios países),
los que constituyen una fuente imprescindible para los lectores no especializados y merecen mayor
difusión por parte de las editoriales de todo el continente.

El caos como lugar común


Musicólogos europeos y norteamericanos han contribuido con valiosos aportes a la investigación de
la música latinoamericana, pero también a la confusión general. Un ejemplo típico es el de Nicolás
Slonimsky, quien con su infatigable actividad e innumerables escritos ha hecho acaso más que ningún
otro por la difusión de esta música, y su clásico libro Music of Latin America ha estimulado
ciertamente estos estudios, a pesar de las extravagancias y verdaderos disparates en que a veces
incurre.11 Este libro es un buen ejemplo de los esquemas a que hemos aludido, aunque debemos
reconocer a favor de Slonimsky que cuarenta años más tarde se siguen repitiendo los mismos
esquemas, entre ellos su famoso mapa de danzas y aires populares de América Latina, distribuidos por
países, del que vale la pena dar una versión casi literal:
México: huapango, corrido, jarabe, jarana (Yucatán); Centroamérica: son guatemalteco, marcha,
danza, pasillo y callejera; Panamá: mejorana, punto y tamborito; Venezuela: pasillo y joropo;
Colombia: pasillo, torbellino y bambuco; Ecuador: sanjuanito; Perú: cachua, yaraví y marinera; Chile:
zamacueca; Bolivia: huaino, aire indio y triste; Paraguay: polka y guaranía; Argentina: gato, chacarera,
chamamé, vidalita, ranchera, milonga y tango (Buenos Aires), cueca, samba, estilo, cuando, triunfo y
tonada; Uruguay: pericón; Brasil: coco, choros, maracatú, embolada cururú, maxixe, congada,
batuque, modinha y samba; Cuba: habanera, rumba, conga y son; República Dominicana: merengue;
Haití: vodú. Por supuesto, dicho mapa (del que admite haber excluido muchos aires por falta de
espacio) es sólo un punto de referencia que el propio autor va aumentando y corrigiendo —y por ende
desmintiendo— a cada paso, a todo lo largo del libro.
Dejando a un lado por el momento las eventuales objeciones a este mapa y su nomenclatura,
veamos el resumen que hace el musicólogo venezolano Luis Felipe Ramón y Rivera sobre idéntica
materia al ofrecer un cuadro en el que aparecen distribuidos los principales aires nacionales latino-
americanos de la siguiente forma: Argentina-Uruguay: pericón, milonga, tango, vals; Chile: cueca,
tonada; Perú: marinera, huayno, pasacalle, vals; Bolivia: cueca, huayno: Ecuador: sanjuanito, pasillo;
Paraguay: polca, chamamé, chopí; Brasil: lundú, batuque, samba, modinha; Colombia: vals, pasillo,
bambuco; Venezuela: vals, joropo; Panamá: tamborito; México: corrido, huapango, son;
Centroamérica: vals, pasillo, son; Cuba: criolla, danza, danzón, guajira, guaracha, rumba, son; Puerto
Rico: plena; Santo Domingo: merengue; Antillas: calypso.12
Comparando ambos cuadros notaremos que Ramón y Rivera, además de actualizarlo, ha
simplificado y racionalizado bastante el esquema. Entre otras cosas, saltan a la vista varios detalles
que consideramos como aciertos: a) la agrupación Argentina-Uruguay como unidad cultural; b) la
inclusión del calypso antillano y la plena puertorriqueña, ambos de perfiles bien definidos; c) la
restitución del chamamé al Paraguay; d) mayor espacio y variedad otorgados a Cuba, en
correspondencia con la realidad; e) inclusión del huayno en Perú; f) exclusión de músicas rituales
como el vodú haitiano, o sea, adopción de un criterio uniforme en este sentido. De todas maneras,
cualquier esquema de este tipo pesa por defecto y por exceso. Por defecto debido a que la variedad de
aires populares en cada país es mucho mayor, y a menudo irreductible a una simplificación basada en
la selección de las dos o tres modalidades más representativas. Y por exceso, porque muchos de estos
aires son simples variantes de otros.
También hay que considerar las confusiones que origina una nomenclatura en la que aparece la
misma música con los diversos nombres que recibe en otros tantos países (y a veces el nombre cambia
dentro del mismo país). El huayno peruano y el sanjuanito ecuatoriano son una misma cosa, con el
nombre castellanizado en el segundo caso. La ranchera y la chacarera argentinas son prácticamente lo
mismo, y algo muy distinto a una ranchera mexicana. La cueca, oriunda de Chile, es una sola cosa con
muchos nombres (zamacueca, zambacueca, chilena, marinera) y así sucesivamente. Para agravar la
cuestión, están los préstamos recíprocos y las fusiones de músicas de distinto origen, y abundan los
casos de modalidades que han sido prácticamente absorbidas por otras cronológicamente posteriores,
como la milonga por el tango, y la modinha (y otras) por el samba. Si a esto sumamos los
desplazamientos de nombres, tendremos que admitir la imposibilidad de trazar los orígenes de
muchos de estos y de las músicas que designan. Baste recordar que en el Uruguay de la primera mitad
del siglo pasado el candombe es designado constantemente como samba o tango y los tres términos se
usan para significar «bailes negros».13
En cuanto a la inclusión en uno u otro país latinoamericano de nombres europeos como vals, polka
y mazurka (y cabría agregar la varsoviana, la contradanza, el chotis, el minué, etcétera), también

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induce a confusión, ya que toda esta música que invadió la América Latina en el siglo XIX fue luego
asimilada y transformada, acriollándose de acuerdo con las peculiaridades de cada país, en algunos de
los cuales originaron modalidades que hoy se conocen con otros nombres. Y mientras más nos
alejemos en el tiempo, más debemos desconfiar, ya que podemos incurrir incluso en el error contrario.
Esto sucede, por ejemplo, con los controvertidos casos del fandango, la chacona y la zarabanda, que si
en otros tiempos llegaron «de las Indias y Sevilla», al decir de Lope de Vega, hoy son parte de la
tradición europea, tanto o más que de la nuestra. No menos debemos desconfiar ante el caso frecuente
de nombres vagamente genéricos —como tonada, punto, son— que pueden encubrir músicas distintas,
aunque a veces emparentadas.

Algunos ejemplos nacionales y regionales


Hasta qué punto podemos pecar por defecto a la hora de intentar un recuento de aires populares del
continente, podemos comprobarlo en cualquier país. De Argentina, por ejemplo, el musicólogo Carlos
Vega ha mencionado alrededor de ciento treinta tipos diferentes de cantos y danzas, lista que
consideraba incompleta, a pesar de su minuciosa labor de recopilación y clasificación.14 Si elegimos un
país menos extenso y cuya música no ha tenido una gran resonancia internacional, como es el caso de
Colombia, comprobamos con asombro que su riqueza y variedad no es menor. Por ejemplo, el
investigador Guillermo Abadía, tomando en cuenta cuatro regiones bien diferenciadas, distingue
numerosos aires criollos típicos del país, así como otros provenientes de países vecinos o cercanos, sin
contar con las expresiones musicales de diversos grupos indígenas.
Las cuatro regiones son:
1) Litoral atlántico: área de la cumbia y también del bullerengue, el fandango (sic), el
mapalé y el porro, a los que suma los «cantos de vaquería» y la música de tres grupos
indígenas diferenciados (guajiro, arnaco y motilón).
2) Litoral pacífico: área del currulao (de ascendencia africana), y música indígena (cuna,
chokó, noanama y cholo o emberá).
3) Zona andina: área del bambuco, y otros aires criollos como la guabina, torbellino,
sanjuanero, rajaleña, pasillo y danza (más los grupos indígenas catío, yuco, bari-motilón,
guambiano, páez).
4) Llanos orientales: área del joropo, al que considera de origen hispano-morisco y
emparentado con los jarabes mexicanos y el galerón, e idéntico al joropo venezolano; y
además, el gavilán y el carnaval (más las etnias sibundoy, ingano, coreguaje, huitoto y otras).
Como si esto fuera poco, en el litoral atlántico florecen los híbridos de la cumbia, que al mezclarse
con el merengue dominicano origina el mererecumbé, y hasta la cordillera andina llegan otros aires
antillanos como el calypso, la rumba (que da lugar a otro híbrido, el rumbambuco), la media-caña, el
bolero y la guajira.15
Aunque algunos términos sean imprecisos, y dudemos de afirmaciones como la del origen
exclusivamente hispano-morisco del joropo, queremos destacar un hecho que se evidencia en este
trabajo: el intenso intercambio musical de los países del área del Caribe durante siglos, a pesar del
aislamiento político y hasta lingüístico; intercambio que estimamos válido a todo lo largo y ancho de
la América Latina, con intensidad y direcciones variables, según el momento histórico que tomemos
en cuenta. Esto nos ayuda a entender, tanto como la común herencia ibérica, los puntos de contacto y
afinidad esencial de expresiones musicales dispersas por un continente tan vasto y variado, así como
ciertas coincidencias de nombres, instrumentos, ritmos y danzas en lugares muy apartados entre sí. Y
de paso, nos corrobora la necesidad de estudiar la historia de la música latinoamericana en estrecha
correlación con la historia económica, social y política del continente, con sus desplazamientos de
centros políticos y rutas comerciales, sus guerras y migraciones económicas, sus luchas sociales y de
liberación.
De ignorar esas coordenadas históricas, la música seguirá presentándose como un don del cielo —o
de los europeos—más o menos sazonado con los ingredientes «exóticos» aportados por indios y
negros, y, lo que es peor, como algo estático, capaz de moverse sólo a instancias de impulsos externos
(europeos o norteamericanos); lo que equivale a decir, como folklore muerto o inmutable, como pieza
de museo (en este caso, material para discos etnográficos), y no como el proceso dinámico que hemos
visto desplegarse ante nosotros. Y este proceso, del que comprobamos los frecuentes préstamos,
fusiones y a veces la absorción de una música por otra, implica una cierta evolución, que por supuesto
no debe entenderse en un sentido lineal. Es una dinámica hecha de desplazamientos múltiples de
ritmos y melodías, cambios de compases, formatos instrumentales y otros elementos, e incluso
cambios de función de una música. De esta manera, elementos de una música ritual pueden
conformar otra de salón, o una música de carnaval derivar en modalidades para ser cantadas y oídas,

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o un ritmo básico de marcha incorporar elementos sonoros y rítmicos que conformen un género
bailable. Países como Cuba, Argentina y Brasil ofrecen ejemplos claros e incontrastables de esa
dinámica.
El Brasil, verdadero mosaico de manifestaciones musicales de las más diversas procedencias y
mezclas, ofrece uno de los ejemplos más acabados. Aunque ajenas al curso central de esta exposición,
no podemos ignorar la omnipresencia de sus músicas rituales: macumba (Río), candomblé (Bahía),
xangó (Pernambuco y Paraíba), tambor-de-mina (Maranhao) y babassué (Pará), entre otras. Los
vissungos o cantos de trabajo, los pregones y las danzas dramáticas (chegancas, bumba-meuboi,
etcétera) ofrecen otro rico arsenal que todavía permite hablar de un «folklore anónimo». Tenemos
luego el batuque angolo-congo, y el catereté, su equivalente en Goiás y Minas Gerais. En el extremo
opuesto, la modinha, presumiblemente de origen aristocrático e influida por el fado portugués, música
típicamente urbana. La samba o el samba, inicialmente la música de las sociedades para el carnaval,
llega prácticamente a identificarse con el batuque, y asimila también elementos de modalidades
urbanas como el lundú, la modinha, el choro, la marcha y el freivo. Para mayor confusión, hay un
samba rural (samba dos morros) y otro urbano, un samba de Bahía y otro de Río, uno de estructura
verso-estribillo y otro corrido, sin estribillo. Además, está la machicha o maxixe, que en el siglo pasado
también se identifica como tango, y éste a su vez suele confundirse con el «lundú habanerado» o
«polka habanerada». De Bahía surge también el baiano o baiao, otra variante asimilable al samba.16
Evidentemente, las clasificaciones esquemáticas se estrellan contra esta compleja trama de
préstamos, asimilaciones, fusiones y desplazamientos dentro del universo sonoro del pueblo
brasileño. De la misma manera, la falsa dicotomía entre música anónima y música de autor se viene
abajo al hablar de Brasil, donde encontramos compositores populares perfectamente individualizados
mucho antes de la «era de los medios masivos». Ya en el siglo XVIII tenemos al mulato Domingo
Caldas Barbosa (n. 1740), «inventor» del lundú-canción, forma musical que ya muestra una definida
influencia negra. Como es lógico, los nombres de autores se multiplican a medida que nos acercamos a
nuestra época, más por disponer de mejor información que por una supuesta individualización de la
producción popular.17
Entre los autores más destacados están Chiquinha Gonzaga (1847-1935); Ernesto Nazaré (1863-
1934), autor de machichas y «tangos»; Zéquinna de Abreu, autor de «Tico-Tico» (1880-1935); Marcelo
Tupinambá (1892-1953); José Barbosa de Silva, Sinhó, a quien se atribuye la primera samba (1888-
1930) y otros muchos.18
Del mismo modo, en Argentina se recuerdan los nombres ya legendarios de antiguos payadores
como Santo Vega, José Betinotti, Gabino Ezeiza, Pablo Vázquez; y así en cada país y región de América
Latina sucede algo similar con sus respectivos trovadores, decimistas, soneros, cantores e
instrumentistas diversos.19 Es decir, que la música popular o folklórica «anónima» muchas veces lo es
solamente porque no han llegado a nosotros los nombres de los autores. Y si los folkloristas insisten
en que el folklore es necesariamente anónimo, eso es señal de que hay que revisar el concepto mismo
de folklore y eliminar barreras artificiales entre éste y la música llamada simplemente popular.
AI mencionar autores individuales anteriores a la irrupción de los medios de difusión masiva
(editoras, discos, radio) hemos querido rechazar la idea bastante extendida de que la música popular
«de autor» es un producto de esos medios. En realidad los medios sólo aceleran un proceso muy
anterior, y en parte lo deforman al estimular la creación de una música seudopopular, manipulada con
fines comerciales, en que el autor es individualizado enfáticamente y convertido en una especie de
«marca de fábrica», aunque por lo general permanece subordinado al intérprete, quien asume el papel
de ídolo o estrella. Pero debe aclararse que los medios masivos también han difundido música
auténticamente popular y han contribuido inevitablemente a acelerar el desarrollo de esta música.20

Unicidad del fenómeno latinoamericano


Hemos señalado la originalidad del proceso musical latinoamericano en comparación con Europa y
también respecto a África y Asia, poco afectadas por la infiltración de músicas de las viejas metrópolis;
esto responde principalmente al tipo de colonización llevado a cabo en América Latina y en el resto del
llamado Tercer Mundo. Según la distinción hecha por Franz Fanon, los países latinoamericanos
constituirían el caso extremo de colonias «de poblamiento», en contraste con las colonias «de
encuadre» —típicas de los establecimientos británicos— en que las metrópolis están representadas
únicamente por sus soldados y policías, funcionarios y técnicos, con lo cual la penetración o absorción
cultural se limita a una minoría elitista muy exigua.21
América Latina, entonces, y a diferencia de África y Asia, tuvo que crear su propia cultura musical a
partir de modelos europeos (formas, estructuras, escalas, sistema armónico, instrumental). En los
medios cultos de la clase dominante esta dependencia fue durante un tiempo absoluta, pero las clases

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Leonardo Acosta: El Acervo Popular Latinoamericano FBA – Cátedra de Historia de la Música I

oprimidas crearon su música según módulos distintos, y en ella entraron elementos indígenas y
africanos. En el proceso de formación de esta cultura popular hay que tener en cuenta la compleja
división de la sociedad colonial en clases y estratos, hasta formar un verdadero sistema de castas en el
que intervenían factores económicos, nacionales y raciales en una gradación casi infinita.22 Y resulta
interesante comparar el proceso musical europeo, con su evolución ajustada al sucesivo paso del
feudalismo al capitalismo incipiente y luego al capitalismo avanzado, con el extraño y paradójico
desarrollo de nuestra música popular, a menudo contrapuesta a la música culta y luego descubierta y
redescubierta por ésta en momentos críticos, para iniciar la más encarnizada e interminable polémica
que haya surgido en parte alguna sobre el nacionalismo musical, y que mantiene su vigencia en
nuestros días.
La divergencia entre el proceso latinoamericano y el europeo no puede ser mayor. Allá, el «folklore»
se repliega aceleradamente con el avance de la industria, el comercio y las comunicaciones, y al ámbito
diversificado e impreciso de la música medieval —litúrgica, cortesana, juglaresca— le sucedía una
«colonización» del gusto musical por parte de la burguesía, con su tendencia a la restructuración del
pueblo en «público». En esta parte del mundo, por el contrario, la música «artística» padecía del
inevitable retraso colonial y languidecía entre la indiferencia oficial y la carencia de un verdadero
público, en la misma medida en que proliferaban las formas de un arte genuinamente propio,
espontáneo y original. Durante mucho tiempo fue en los estratos populares, casi exclusivamente,
donde se reflejó la originalidad de América Latina en la música. A este respecto señala Alejo Car-
pentier que:
...a la música latinoamericana hay que aceptarla en bloque tal y como es, admitiéndose que sus más
originales expresiones lo mismo pueden salirle de la calle como venirle de las academias. En el
pasado, fueron tañedores campesinos, instrumentistas de arrabal, obscuros guitarreros, pianistas de
cine [...] quienes le dieron tarjetas de identidad, empaque y estilo —y ahí está la diferencia esencial, a
nuestro juicio, entre la historia musical de Europa y la historia musical de América Latina—, donde
en épocas todavía recientes, una buena canción local podía resultar de mayor enriquecimiento
estético que una sinfonía medianamente lograda que nada añadía al bagaje sinfónico universal.23
En su reivindicación de la música supuestamente inculta de los creadores populares
latinoamericanos el autor advierte que siempre que un compositor de nuestro continente alcanzó
niveles cimeros —y cita el caso de Heitor Villa-Lobos— lo hizo «en convivencia cordial con el autor de
músicas menos ambiciosas, destinadas al baile, el teatro sin pretensiones, o el mero holgorio de cada
día». A lo que agrega Carpentier:
Y es que este último fue siempre, desde los días de la Conquista, el inventor primero de nuestros
estilos musicales. Estilos debidos [...] a modos de cantar, de tañer los instrumentos, de manejar la
percusión, de acompañar las voces; estilos debidos, más que nada, a la inflexión peculiar, al acento,
al giro, al lirismo, venidos de adentro —factores éstos, muchos más importantes que el material
melódico en sí [subrayados del autor].
En otras palabras, el músico popular latinoamericano se caracteriza por maneras de hacer distintas
a las del europeo, a pesar de que tome de éste instrumentos y elementos formales que, como hemos
visto, cambiarán inmediatamente de valor y función en sus manos. Creemos que es un hecho más que
curioso, altamente significativo, que una música ya muy elaborada, codificada y con una notación
precisa se convierta aquí en una música no-escrita sino transmitida más bien por tradición oral; es
decir, que se revierta el proceso habitual en la historia de la música. Interpretar esto como una
regresión sería un simple juicio académico sin ningún asomo de verdad. En realidad, el músico
latinoamericano ha encontrado un punto de partida —un marco de referencia— que corresponde a un
momento dado de la evolución de la música occidental particularmente propicio para sus fines, y de
ahí ha emprendido un camino —o muchos caminos, coincidentes en lo fundamental—, en el que
expresa su modo particular de ser y actuar en el mundo histórico que le tocó vivir.

La nueva canción y la vieja música


Por supuesto, estaba también la herencia africana y la indígena, que en cierto sentido actuaron
como «detonantes» en el proceso de hacer estallar las formas estrictamente europeas e insuflarlas de
un nuevo espíritu improvisatorio, espontáneo, «aleatorio» si se quiere, que allá iba perdiéndose.
Basten por el momento dos ejemplos para demostrar cómo lo africano y lo indoamericano se iban
apoderando de los elementos formales europeos y llegaban a dominarlos. El primer ejemplo pertenece
a Cuba, y se manifiesta en algo tan aparentemente inocuo como la selección hecha entre los
instrumentos que el músico cubano del siglo pasado tenía a su disposición. Como señala el musicólogo
Argeliers León, los instrumentos preferidos fueron: flauta, clarinete, figle, tímpani y violín —otra rara
combinación de «filarmónicos»—, y explica esta preferencia por el sentido musical africano:

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Leonardo Acosta: El Acervo Popular Latinoamericano FBA – Cátedra de Historia de la Música I

En la música de antecedente afroide se dan planos tímbricos diferenciados y sostenidos por


peculiares significaciones, por lo que aquellos instrumentos servían para reproducir tales planos, en
lugar de una gama de colores tímbricos empastables y fundibles de la orquestación occidental
europea. El timbre no entraba en función dramática para subrayar temas o instantes sino como
franjas o planos donde fluía un sistema particular de comunicación.24
El otro ejemplo de la asimilación y empleo de un elemento europeo para subordinarlo esta vez a la
herencia autóctona, nos lo ofrece la música andina, donde la escala de siete notas (heptatónica) del
occidente europeo es utilizada como extensión de las escalas pentatónicas características de la música
quéchua y aymará, que hoy se funden en una sola. En este caso la pentatonía —preferida por sus
connotaciones religiosas y mágicas, ya que el músico andino conocía otras escalas— permanece como
sistema básico, y las dos notas agregadas a esta escala actúan de manera semejante a las dos notas
suplementarias de la antigua música china. Lo autóctono sigue determinando aquí el carácter de la
música.25
Casi toda esta música de transmisión principalmente «oral» se basa en algunos patrones fijos sobre
el cual se abren múltiples posibilidades de variación e improvisación —a semejanza de las músicas
africanas y asiáticas—, y sólo en raras ocasiones derivan hacia formas cerradas, «clásicas». Por el
contrario, la evolución de esta música muestra una tendencia a la creación de formas cada día más
abiertas y libres. Toda esta música ha estado además asociada no sólo a la danza, como hemos visto,
sino también al canto. Desde el propio siglo de la conquista datan los primeros cantos concebidos
como verdaderas crónicas de los pueblos, y en más de un caso como expresión de rebeldía contra los
colonizadores. Un caso típico lo tendremos luego en el corrido mexicano, que como ha dicho Vicente
T. Mendoza, es vehículo de «una historia por y para el pueblo».26
Desde los primeros cantos de protesta contra la opresión colonial y esclavista hasta el actual
fenómeno de la nueva canción latinoamericana, uno de los más notables de las dos últimas décadas,
hay toda una trayectoria que demuestra la versatilidad de las formas musicales creadas por el pueblo.
Aunque la música cantada, y más específicamente sus aspectos literarios, sobrepasa el ámbito de lo
estrictamente sonoro que aquí tratamos de analizar, es oportuno destacar que la nueva canción
política de nuestra América, significativamente, emplea con profusión las formas del son, el huayno, la
cueca, el corrido o la samba, ya consagradas por la tradición popular, confirmando así la vitalidad y el
espíritu de libertad común a estas músicas, hoy asumidas con plena conciencia de su importancia
como parte inalienable de nuestra identidad cultural latinoamericana.27 Porque el nuevo canto de hoy
sería inimaginable, o le faltaría un suelo firme en que asentarse, sin los payadores, decimistas,
soneros, cantores y trovadores de ayer, sin los «filarmónicos» que describiera John Reed durante la
epopeya mexicana y sin el arpista de Arguedas cuya melodía «brotaba de las cuerdas de alambre como
un surtidor de fuego».

1. John Reed: México insurgente, Ediciones Venceremos, La Habana, 1965.


2. Samuel Martí: Instrumentos musicales precortesianos, Instituto Nacional de Arqueología e Historia,
México, 1968; véase también del mismo autor Canto, danza y música precortesianos, Fondo de Cultura
Económica, México, 1961.
3. Segundo Luis Moreno: La música de los incas, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1957.
4. José María Arguedas: Los ríos profundos, Casa de las Américas, La Habana, 1965.
5. Alejo Carpentier: Los pasof- perdidos, EDIAPSA, México, 1953.
6. Sobre los pasajes musicales de esta novela véase nuestro ensayo «El doctor Fausto se interna en la selva»,
en revista Casa de las Américas no. 109, La Habana julio-agosto de 1978.
7. Véase: Música y descolonización, de Leonardo Acosta, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1982. (N. del
E.)
8. A las dificultades que ofrece esta confusión de nombres para un investigador, se ha referido el brasileño
Mario de Andrade, quien habla de una «desconcertante multiplicidad de sinonimias en la terminología
popular».
9. José Martí: «La pampa» en Obras completas, tomo VII, p. 367, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1977.
10. Véase: por ejemplo el trabajo de Rafael José de Menezes Bastos: «Situación del músico en la sociedad» en
América Latina en su música, antología de la UNESCO. Siglo XXI Editores, México, 1977.
11. Nicolás Slonimsky: Music of Latin America, Ed. Thomas Cromwell Co., New York, 1945. Otros pioneros
norteamericanos en la investigación y difusión de la música latinoamericana han sido Charles Seeger y
Gilbert Chase.
12. Luis Felipe Ramón y Rivera: «El artista popular», en la citada monografía de la UNESCO: América Latina en
su música.
13. Véase: el interesante trabajo de Lauro Ayestarán: «El candombe, la chica y la bámbula entre 1820 y 1888»
en Boletín de Música de la Osa de las Américas no. 37, La Habana, 1973.
14. Carlos Vega: Danzas y canciones argentinas, citado por Slonimsky, ob. cit.
15. Guillermo Abadía: «Panorama de las músicas folklórica y popular» en La música en Colombia, Espiral,
Bogotá, sin fecha.
16. Oneyda Alvarenga: Música popular brasileña, Fondo de Cultura Económica, 1947.

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17. Sobre el proceso que convierte a una forma musical o poética en «anónima», recordemos lo que decía el
poeta español Manuel Machado: «Hasta que el pueblo las canta/ las coplas, coplas no son,/ y cuando las
canta el pueblo/ ya nadie sabe su autor.» (Citado por Carmen Sordo Sodi: «El folclor en la ciudad de México
en la época de Juárez», en Boletín de Música de la Casa de las Américas no. 64, La Habana, mayo-junio de
1977. También el prosista y poeta uruguayo Mario Benedetti se ha referido, en más de una ocasión, a su
propia experiencia en este sentido, al convertirse en «anónimos» varios de sus poemas luego de ser
musicalizados y popularizados.
18. Renato Almeida: Compendio de historia de música brasileira, F. Briguiet y Cía., Río de Janeiro, 1958.
19. Leónidas Arnedo: «Las raíces del canto en el folclor argentino» en Boletín de Música de la Casa de las
Américas no. 33, La Habana, 1973.
20. Sobre la «puesta al día» de la música popular de distintos países latinoamericanos pueden citarse los casos
de Astor Piazzola y Ariel Ramírez, en la corriente del moderno tango argentino; en Cuba podemos
mencionar, sólo en las últimas tres décadas, a Dámaso Pérez Prado, Enrique Jorrín, Benny Moré, Chico
O'Farrill, «El Niño» Rivera, Pedro Jústiz (Peruchín), Frank Grillo (Machito), Mario Bauzá, Chucho Valdés y
otros muchos; en Venezuela tenemos el caso de Aldemaro Romero; del Brasil recordemos a Vinicius de
Moraes, Baden Powell, Antonio Carlos Jobim, Gilberto Gil, Caetano Veloso, Chico Buarque de Hollanda,
Milton Nascimento, Airto Moreira, entre otros.
21. Franz Fanón: Por la revolución africana, Ediciones Revolucionarias, La Habana, 1966.
22. Véase Gonzalo Apuirre Beltrán: La población negra de México, Ediciones Fuente Cultural, México, 1946.
23. Alejo Carpentier: América Latina en su música, ob. cit.
24. Argeliers León: «Hacia una música en el pueblo», ponencia presentada al II Encuentro de Investigadores
Musicales celebrado en Bailén, Pinar del Río, en septiembre de 1976 (reproducida en Boletín de Música de
la Casa de las América* no. 64, La Habana, mayo-junio de 1977).
25. Sobre las escalas andinas véase el libro de José Díaz G.: Sistema musical incásico, ob. cit.
26. Vicente T. Mendoza: El corrido mexicano, Fondo de Cultura Económica, México, 1954.
27. Sobre esta temática véase el trabajo de Mónica Mansour: «Nuevo canto latinoamericano», en Boletín de
Música de la Casa de las Américas, La Habana, julio-agosto de 1977. Hay otros trabajos sobre la nueva
canción política latinoamericana en distintos números del Boletín, sobre todo en el no. 55 que lleva el título
general de «Un cantar del pueblo latinoamericano» (noviembre- diciembre de 1975). Paradójicamente, en
Cuba se ha hecho mucho, pero se ha escrito poco sobre este fenómeno; entre las excepciones, mencionamos
el breve trabajo de Alberto Faya: «Cuba y el canto nuevo de América», en El Caimán Barbudo no. 113, La
Habana, 1977.

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