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«El uso de los cuerpos» («Homo sacer, IV, 2») responde a las expectativas con la fuerza
resolutiva de la obra maestra. Este noveno y último volumen es un libro con el que será de ahora en
adelante necesario medirse –aunque no sea fácil–, no sólo porque por su riqueza, erudición y
claridad especulativa se está imponiendo en el panorama filosófico de nuestro tiempo, sino porque
verdaderamente abre una nueva dimensión del pensamiento mientras restituye –más allá de la
“potencia constituyente”, a saber, de las instituciones y del gobierno– toda la seriedad de la anarquía
(entendida a la vez en sentido filosófico y político).
Esta vida que es sólo su desnuda existencia, la vida que precisamente el derecho excluye y
captura, la vida a-bandonada y sagrada (insacrificabile, explicada por Agamben yendo más allá de
Kerényi, en el sentido que puede ser matada sin cometer homicidio), se presenta al inicio de la nueva
obra en una frase de Guy Debord: “cette clandestinité de la vie privée sur laquelle on ne possède
jamais que des documents dérisoires” [esta clandestinidad de la vida privada sobre la cual no se
puede poseer jamás más que unos documentos ridículos]. Es la vida del cuerpo, separada de
nosotros como lo está un inmigrante ilegal, y a la vez inseparable como no se separa de nosotros
algo que “comparte de modo encubierto con nosotros la existencia”. Ciertamente, respecto del último
Foucault que había pensado en nombre del placer la sustracción del cuerpo a los mecanismos de
poder de la sexualidad, Agamben había expresado sus reservas señalando que el cuerpo está para
nosotros “ya siempre preso en un dispositivo (…), es ya siempre cuerpo biopolítico y vida desnuda”.
Pero el énfasis aquí está puesto sobre el uso, se trata de aislarlo, sustrayéndolo de su
asimilación al acto, a la producción, a la obra. Ahora, un puro uso del cuerpo había sido concebido
por la cultura clásica en la figura y la actividad del esclavo que, explica Agamben, no puede ser
interpretado de acuerdo con un concepto de trabajo tan implícito y obvio para nosotros como
desconocido para los griegos. El trabajador podrá ser esclavizado, pero el esclavo no es un
trabajador. Su cuerpo, decía Aristóteles, es un instrumento, pero no produce –como el telar– una
obra separada de su uso; es más bien un instrumento práctico, similar a una túnica o una cama, que
sólo se usan. Improductivo, y casi desprovisto de virtud, este hombre-utensilio es por tanto el
excluido de la vida política que hace posible que los otros sean libres, enteramente políticos,
verdaderamente humanos.
La indagación comienza a girar, por lo tanto, en torno al verbo chresthai: usar (que de hecho
no puede tener acusativo), verbo que indica, en su significado más propio, no una relación de un
sujeto con un objeto exterior, sino la relación que se tiene con sí mismo. La diferencia con Foucault
está señalada ahora sutilmente: de hecho, es verdad que en una famosa lección del curso de 1982,
«La hermenéutica del sujeto», la noción platónica e incluso estoica de chresis fue devuelta a su
sentido más amplio y variado (comportamiento, actitud) e interpretada como un signo del “cuidado de
sí” y del sujeto: quien cuida de sí, enseñaba Foucault, se ocupa de sí mismo como sujeto de la
chresis, esto es, de comportamientos, actitudes, etc. Pero si ya la chresis, según la aguda distinción
de Agamben, es una “relación consigo”, ella comporta un cambio esencial más allá de la dimensión
del sujeto. Ya no hay un sujeto de la chresis del cual ocuparse, sino sólo uso, sólo relación consigo y
sin sí mismo como sujeto. Aquí Agamben puede parecer cercano a Heidegger, según quien la
expresión Selbstsorge (cuidado de sí) –que signa desde la antigüedad la comprensión preontológica
del sujeto– es sólo una tautología, porque el ser-ahí está ya siempre haciéndose cargo de sí mismo
(«Ser y tiempo», § 40). Pero nunca su confrontación con el maestro de los seminarios de Le Thor fue
tan crítica y cerrada como en este libro. Precisamente el modo en que Heidegger privilegia el cuidado
y describe el uso, asimilándolo a la energeia, demuestra según Agamben que él no está fuera del
marco aristotélico. “Definir el uso en sí mismo” significa más bien pensar en un uso de la potencia
que no sea simplemente pasaje al acto. Significa trabajar sobre las nociones de hexis, habitus,
costumbre: distinguir, más allá de la pareja potencia/acto, un “uso habitual”. Si Glenn Gould es un
pianista incluso cuando no toca, no lo es en cuanto “titular o dueño de la potencia de tocar, que
puede poner o no poner en obra”, sino porque no cesa nunca de ser el que tiene el uso del piano,
“vive habitualmente el uso de sí” como pianista. El uso no es una actividad, sino una forma-de-vida.
Para esto la riquísima segunda parte del libro se mueve en la dirección que Heidegger había
vislumbrado sin poder seguirla: Agamben primero emprende una aguda arqueología del “dispositivo
aristotélico”, a la vez ontológico y lingüístico, que aísla al sujeto escindiendo esencia y existencia,
para adentrarse luego en el campo aún inexplorado de la “ontología modal”. Si alguna vez el
pensamiento moderno ha arribado a este territorio fue en la correspondencia entre Leibniz y Des
Bosses, y con ese concepto al que Leibniz ha dado el nombre (“inattendu et énigmatique”
[inesperado y enigmático], dirá Charles Blondel) de vinculum substantiale. Caído –con la notable
excepción de Maine de Biran– en un cono de sombra a lo largo del siglo XIX, el vinculum, que para
Leibniz combina la multiplicidad rebosante de mónadas en una substancia, era redescubierto en
1930 precisamente por Blondel (en clave anti-kantiana), y luego por el historiador Alfred Boehm y en
tiempos más recientes por Gilles Deleuze, quien le confió un papel clave en la transición desde la
ontología clásica hacia su “filosofía del haber”. La original estrategia de Agamben apunta más bien al
término “exigencia”: si el vínculo, como decía ya Leibniz, exige a las mónadas, la exigencia debe
sustituir ahora a la substancia como concepto central de la ontología. El ser no se apropia de los
modos de ser, sino que los exige, se despliega en ellos, no es más que sus modificaciones. La vida
no es más que su forma y la forma –según la bella expresión de Vittorino– se genera viviendo.
Todas las oposiciones (existencia/esencia, potencia/acto, etc.) sobre las que estaba
construida la tradición metafísica devienen así revocadas, y con ellas todas las particiones sobre las
cuales, con un proyecto correspondiente, la filosofía política a lo largo de los siglos ha desarrollado y
nutrido el dispositivo de la soberanía (vida desnuda/poder; oikos/polis; violencia/orden;
multitud/pueblo). En la forma-de-vida, en la vida que se forma o se genera viviendo, zoè y bios no
están ya más en una relación de oposición, sino que “se contraen la una sobre la otra”, entrando en
contacto. Agamben retoma esta palabra de Giorgio Colli en su significado técnico: el contacto es “un
vacío de representación” (donde representación significa a su vez, para Colli, “una relación simple”).
Ahora, «Homo sacer, I» enseñaba que la forma pura de la relación es el bando soberano. Llegar, en
el uso o en el contacto, más allá de la relación, quiere decir así, traspasar verdaderamente un umbral
ontológico-político, pensar a la vez el ser y la política ya no más como una relación o representación.
3 comentarios:
Pipe Valderrama 5 de febrero de 2015, 10:34
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