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Lunfardos se llamaban
a sí mismos, a fines del siglo XIX, los ladrones de Buenos Aires, y el nombre sirvió por
extensión, para designar su jerga.
Como todo argot, el lunfardo es una lengua de élite, cuyo único fin es el disimulo o el
secreto. La jerga criminal reemplaza a las palabras o las transforma hasta hacerlas
irreconocibles, por necesidad. Este mecanismo de mistificación es guiado por
asociaciones de ideas, más o menos sutiles. Así, el reloj es bobo, por la facilidad con
que es robado; bufoso, el revólver, por el ruido que hace; la cabeza, piojosa, por los que
a veces la habitan. Otros de los disimulos del lunfardo es el vesre, que consiste en
hablar al revés: gotán, por tango; mani, por mina;potién, por tiempo. Muchas de las
voces provienen del extranjero: parola (palabra), del italiano.
El tango primitivo, el que se bailó en los cuarteles, en las carpas de la Recoleta, en los
Corrales Viejos, en los prostíbulos, sobrellevó coplas lunfardas, rimas espontáneas –
muchas veces obscenas- que el ingenio popular agregaba a la música. El uso de la jerga
marginal correspondía, en tales casos, al ambiente.
Pero el uso sistemático del lunfardo para la “confección” de las letras de tango sólo se
generalizó tras la llegada de los letristas, en muchos casos escritores cultos ajenos al
mundo del lunfardo, para quienes la música ciudadana era una afición o un medio de
vida. Cuando este advenimiento se produjo –después de 1915- el tango había
abandonado su ámbito original, ganando el resto de la ciudad; para lograr este triunfo
debió disimular la procacidad ante los censores y hacerse inteligible para el común de la
gente: la copla hiriente o pornográfica quedó en la orilla, y con ella, casi todo el
lunfardo. En las pocas letras que tuvo el tango de la Guardia Vieja están ausentes los
matones, las traiciones y el asesinato; abundan, en cambio, ingenuidades como las de La
Morocha, escritas en perfecto español:
Yo soy la morocha,
la más agraciada,
la más renombrada
de la población.
Algunos de los letristas posteriores a Contursi resucitaron al lunfardo para dotar al tango
de una fraguada autenticidad, en reemplazo de la que estaba perdiendo y ellos no podían
darle. Fruto de esta argucia –aunque no exento de algún hallazgo poético- fue, quizá El
ciruja, una exageración famosa de Francisco Alfredo Marino (con música de Ernesto de
la Cruz, estrenado en el café Nacional en 1926 con mucho éxito)
Era un mosaico diquero
que yugaba de quemera
hija de una curandera
mechera de profesión
Pero vivía engrupida
de un cafiolo vidalita
y le pasaba la guita
que le sacaba al gavión.
Pero el verdadero idioma del tango no es ese lunfardo en estado puro, dominio de
malvivientes, lunfardólogos y letristas, sino el habla popular mechada de lunfardismos,
pero sólo de aquellos que le habían llegado a la gente a través del conventillo y del
sainete, y que se usaban ya hasta en la conversación de la sobremesa familiar. En este
lenguaje porteño compusieron los poetas del tango las pocas letras hermosas que
poseemos, sin preocuparse demasiado por saber si estaban practicando el lunfardo
correctamente. Muestra de esa honesta despreocupación son los versos de Mano a
mano:
Rechiflado en mi tristeza te evoco y veo que has sido
en mi pobre vida paria, sólo una buena mujer;
tu presencia de bacana puso color en mi nido;
fuiste buena, consecuente y yo sé que me has querido
como no quisiste a nadie, como no podrás querer.
ii
El libro fue escrito en 1965
Es cierto, como escribe Edmundo Rivero (Una luz de almacén. El lunfardo y yo.
Buenos Aires: Emecé, 1982 p. 127) a propósito de esta definición citada por él,
que «en materia de lunfardo, el aporte básico inicial se debe al más bajo de
esos "sectores bajos", al mismísimo mundo del delito, obligado a inventar y
reinventar su idioma cada día». Pero si ese es el aporte inicial, quizá de una
gran fuerza creativa, el lunfardo no hubiera sobrevivido ni se hubiera arraigado
en capas más amplias que las de simples maleantes, si no hubiera contado con
otros aportes y otras fuerzas. La primera es, pues, una definición puramente
valorativa y parcial. Como dice Ana Sebastián: «Pasa con el lunfardo lo mismo
que con el tango: se confunde lo popular con lo delictuoso. En realidad nace en
los barrios pobres en la época en que Buenos Aires comienza a convertirse en
Babel» (Luis Labraña y Ana Sebastián: Tango: una historia. Buenos Aires:
Corregidor, 1992, p. 72).
Para José Gobello (El lunfardo. Buenos Aires: Club de la Artrosis, s.f., p. 1),
que tampoco comparte la definición del Diccionario de la Real Academia
Española, «el lunfardo es principalmente un repertorio de términos inmigrados»
y agrega: «Para lunfardear es necesario quitar algunas palabras castellanas del
propio discurso y reemplazarlas por sus correspondientes lunfardas. El
reemplazo puede afectar a menor o mayor número de palabras según lo
prefiera el hablante. El hablante que las emplea sabe que se trata de palabras
heterodoxas, pero las usa en un gesto transgresor o contestatario, sobre todo
para dar a su discurso una temperatura más cálida, para alardear de persona
corrida o simplemente con un propósito lúdico».
El origen popular y maleante del lunfardo parece, pues, fuera de toda duda,
pero las razones de su perduración, influjo e interés, se deben buscar en su
vitalidad en otros medios y ambientes, en su capacidad para pasearse por las
calles de la ciudad y definir con un nuevo toque, las cosas y los sentimientos,
los hombres, sus virtudes y sus vicios. Entre el pueblo inculto pero creativo y el
hombre culto, poeta o novelista, se establece un fluir continuo de vocablos, una
corriente de voces que van mucho más allá de la sinonimia o de la traducción
de lo culto a lo inculto y viceversa. Lo que fluye es un caudal de imágenes y
descripciones, una manera de repensar lo sabido y de encontrar lo no sabido,
una filosofía y una crítica sociales, como las que señala Discepolín en Cafetín
de Buenos Aires. Además , en lunfardo se piensa sin rigidez, sin
acartonamiento, sin afectar aires graves y sin pose intelectual, porque, como
lenguaje, es «el que habla el porteño cuando comienza a entrar en confianza»
(José Gobello, citado en Tango, discusión y clave de Ernesto Sábato. Buenos
Aires: Losada, 1965, p. 81).