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Resentimiento, arrepentimiento y
renacimiento espiritual en Max
Scheler

ARTICLE · JANUARY 2012

1 AUTHOR:

Sergio Sánchez-Migallón
Universidad de Navarra
22 PUBLICATIONS 0 CITATIONS

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Available from: Sergio Sánchez-Migallón


Retrieved on: 17 November 2015
Resentimiento, arrepentimiento
y renacimiento espiritual en Max Scheler

Sergio Sánchez-Migallón

Enviado: marzo de 2011


Versión definitiva: enero de 2012

Resumen: La ética filosófica constituye, para Max Scheler, un modelo de vivir humano al que
conformarse en el ordo amoris de la persona. Este ideal o proyecto de vida encuentra
oposición en las tendencias que surgen en los diversos estratos de la persona. Pero
no son las tendencias las que hacen crecer al hombre, sino sus acciones, incluso las
realizadas en el pasado que influyen en el presente. El arrepentimiento puede conferir
un nuevo sentido y valor a nuestras acciones pasadas. Pero, a fin de no reducirse a una
reconstrucción del ánimo, el arrepentimiento debe incluir el perdón, la eliminación
del valor negativo. Por último, se analiza la importancia del resentimiento en la moral
que, en palabras de Scheler, «envenena el alma».

Palabras clave: Conversión, Ordo amoris, Max Scheler

Resentment, repentance and spiritual rebirth in Max Scheler

Abstract: Philosophical ethics is, for Max Scheler, a model of human life to be adapted in the
ordo amoris of the person. This ideal or plan of life is opposed to the emerging trends
in the various strata of the person. But trends are not those which make the man to
grow, but his actions, even those made in the past influencing the present. Repentance
can give a new meaning and value to our past actions. But, in order not to be reduced
to a reconstruction of the spirit, repentance must include forgiveness, the elimination
of the negative value. Finally, we analyze the importance of the moral resentment that,
in Scheler’s words, «poisons the soul».

Keywords: Conversion, Ordo amoris, Max Scheler

El título propuesto para este artículo hace alusión a tres fenómenos


analizados por Scheler, sobre todo en dos obras suyas: El resentimiento

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en la moral1 y Arrepentimiento y nuevo nacimiento2. Los organizadores


de este ciclo han formulado dicho título, con muy buen juicio, atendiendo
al orden de la tarea moral que cada persona debe acometer en sí misma, a
saber: primero, descubrir el resentimiento que con tanta frecuencia alberga-
mos todos en diverso grado y por diferentes causas, y que tanto obstaculiza
el progreso moral; segundo, arrepentirnos de tal actitud; y tercero, en virtud
de ese arrepentimiento, renacer espiritualmente a un estado moral superior.
Sin embargo, me ha parecido conveniente plantear y desarrollar aquí mis re-
flexiones sobre estos temas en el orden inverso. Y ello porque, de este modo,
no se presupone hasta el final la meta de la vida moral que Scheler tiene en
mente, sino que, más bien, se comienza por mostrar ésta –sobre todo en su
carácter de valiosa y debida– y, desde ahí, se ilumina el camino para lograrla;
así, además, entiendo que se refleja y descubre mejor la profunda importan-
cia de las experiencias morales de que aquí se trata.
Comenzaré, por tanto, por la exposición del ideal que Scheler propo-
ne en su filosofía moral, ideal al que hay que renacer continuamente; en se-
gundo lugar, trataré de mostrar cómo este filósofo ve que el arrepentimiento
es un camino y experiencia necesarios para recomenzar y reorientar nuestra
vida; y, finalmente, señalaré que el resentimiento –muy lúcidamente analiza-
do por Scheler– constituye uno de los mayores y más enconados obstáculos
para arrepentirnos.

1. El ideal moral y el continuo renacimiento espiritual hacia él


Desde sus inicios en la filosofía griega, la ética filosófica se ha plan-
teado un ideal general de vida al que tender, un modelo de vivir humano al
que conformarse progresivamente mediante las decisiones concretas a lo
largo de la biografía personal. Toda auténtica doctrina ética ha procedido
así desde entonces; y ello por la sencilla razón de que es una exigencia de
la existencia humana el plantearse su propio modo de vida en general, a la
luz del cual evaluar sus acciones ocasionales. Pues bien, la filosofía moral de
Max Scheler no es en esto una excepción.
Ciertamente, se ha generalizado entre nosotros la expresión «ética de
los valores» (una dudosa, aunque quizá inevitable traducción de la palabra
alemana «Wertethik») para designar la filosofía moral propuesta por Scheler

1  Cf. El resentimiento en la moral, Caparrós, Madrid 1998.


2  Cf. Arrepentimiento y nuevo nacimiento, Encuentro, Madrid 2007.

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–junto a las otras dos grandes versiones de la misma corriente, a saber: la


de Nicolai Hartmann3 y la de Dietrich von Hildebrand4–. Pero esa denomi-
nación no presta un buen servicio a la inteligencia de lo que tenía en mente
este fenomenólogo, al menos para quienes se acercan a su obra de un modo
primerizo o incompleto. Me refiero a la impresión de que la ética scheleria-
na trata directa, inmediata y primordialmente de valores, así de abstracta y
etéreamente; mientras que se olvida –se dice– de la vida real y concreta hu-
mana. Nada más lejos de la intención y de la efectiva obra de Scheler. Como
sus estudiosos ya han sugerido, su filosofía no es tanto una teoría del valor
cuanto una teoría del valorar5, es decir, no tanto una filosofía de valores
ideales cuanto una filosofía de la vida moral orientada hacia y por esos valo-
res. Una vida moral que constituye una tarea, la tarea de formarse la perso-
na a sí misma y que se traduce en la modelación o conformación del propio
ordo amoris según la jerarquía objetiva que los valores mismos presentan;
y una realización de valores no en general, sino como «encarnables», por
así decir, de modo personal humano y de modo también individualmente
reconocido como debido para mí, de un modo vocacionalmente individual
(lo que Scheler llama la «determinación individual»).
Pero la formación general de la persona no es el tema que debe tratar-
se ahora (de eso se ocupará otra conferencia posterior), sino únicamente de
ciertos procesos de esa tarea, a saber, cuando hemos de reorientar nuestra
vida. Y es que, aunque nuestra esencia más originaria es amor, y por ello
no resultaría especialmente difícil ordenarlo a lo bueno en su orden debido
(como ya san Agustín recomendaba), encontramos en nosotros, a la vez,
resistencias interiores o tendencias incoherentes con ese amor radical6. Ex-
perimentamos la tendencia a lo bueno, pero también la resistencia a secun-
darla cuando apunta a una realización costosa; e incluso a veces vivimos una
interior rebelión que nos empuja hacia la propia afirmación más que hacia
la sumisión a la superioridad de lo bueno. Estos profundos antagonismos
son tan extraños a la filosofía (e incluso a la teología) como patentes e in-
negables en nuestra vida real. Esta hibridación de tendencias que dificulta
nuestro coherente progreso moral proviene, en parte, de que la persona
humana que somos posee diferentes estratos o niveles de profundidad (se-

3  Cf. N. Hartmann, Ética, Encuentro, Madrid 2011.


4  Cf. D. von Hildebrand, Ética, Encuentro, Madrid 1992.
5  Cf. A. Sander, Max Scheler zur Einführung, Junius, Hamburg 2001, 43. 46ss.
6  He tratado de esto en La persona humana y su formación en Max Scheler, EUNSA, Pam-

plona 2006, 181-216.

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gún la conocida caracterización scheleriana), que son también fuentes o


centros de tendencias: el yo como organismo corporal; el yo vital y anímico;
y la persona espiritual. Según esta diversidad de planos del ser y del querer,
podemos querer algo desde el fondo de nosotros mismos pero experimentar,
a la vez, un querer contrario en un plano más superficial, acaso porque el
primer querer contraviene algo percibido como bueno en ese estrato más
somero. Solemos llamar «debilidad» o «concupiscencia» a esta dificultad
que encuentra el amor radical a lo bueno. Pero a menudo encontramos tam-
bién un tipo diverso de resistencias: unas tendencias contrarias al amor a lo
bueno –malas, las califica Scheler7– que radican en el estrato asimismo más
profundo. Se trata de las ocasiones en que asistimos a ese íntimo debate o
pugna en el seno mismo del querer profundo: la lucha entre el amor y el
odio a lo bueno; un odio que puede llevar incluso a la desesperación y a la
autodestrucción, en palabras del propio Scheler8. Acostumbramos a llamar
«malicia» u «orgullo» a esta tendencia opuesta a la buena.
Sin duda, resulta más fácil de entender –y de comprender– la debili-
dad que la malicia. La primera busca bienes sensibles o vitales; en cambio,
¿qué mueve a la segunda? Acaso la impulsa, como Hildebrand dice del
orgullo, la afirmación de la propia voluntad frente al reclamo de entrega y
obediencia que nos dirige lo bueno y valioso. Verdaderamente, parece que
la persona que se deja llevar por la malicia teme que el plegarse a lo bueno,
por más que se presente como bueno para ella, recorte en realidad su liber-
tad. En esa situación, la persona, su amor a lo bueno que le constituye, se
ve presa de un espejismo y de un miedo que la retiene y paraliza. En efecto,
mientras que el amor es descubridor e impulsor, el miedo es cegador e inhi-
bidor: «Lo que nos abre el mundo es el “amor”, no el miedo. El miedo pre-
supone la esfera del mundo cerrada…»9. Una de las grandes diferencias
entre Max Scheler y Martin Heidegger es que el sentimiento fundamental y
esencial humano es, para Scheler, el amor; y para Heidegger, el sentimiento
de miedo o angustia.
En definitiva, la persona, si quiere progresar moralmente, avanzar
en su camino hacia su ideal moral (y ontológico a la vez, según Scheler),
ha de liberarse continuamente de esas trabas, sean de la debilidad hacia lo

7  Cf. Ética, Caparrós, Madrid 2001, 84. 292; Los ídolos del conocimiento de sí mismo, Cris-

tiandad, Madrid 2003.


8  Cf. Ética, 479; y Esencia y formas de la simpatía, Sígueme, Salamanca 2005, 217.
9  Zusätze aus den nachgelassenen Manuskripten (Gesammelte Werke IX: Späte Schriften),

Francke-Bouvier Verlag, Bern-Bonn 1976), 294; cf. Ibidem, 254ss y 277-279.

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sensible, sean de la malicia nacida o del autoengaño o del temor a la hete-


ronomía. Una y otra vez ha de mitigar, contrarrestar o anular, en lo posible,
esas tendencias que estorban el despliegue de su amor a lo bueno. Y esto
no es otra cosa que renacer de continuo; dar muerte a nuestra peor parte y
surgir renovados en nuestro ser y amar más genuino y nativo, más hondo y,
por ello, más espiritual.
¿Cómo será posible esto? Desde luego, no está en nuestro poder di-
recto liberarnos de como somos, de las tendencias radicadas en nuestro ser.
Pero sí tenemos cierto poder directo, no sobre nuestras tendencias, sino so-
bre acciones que fortalecen o refuerzan unas u otras de nuestras tendencias.
De manera que esa tarea terminará transformándonos indirectamente. Pero
aún hay más; no sólo es que tengamos cierto poder sobre nuestras acciones
decididas en el presente, sino también –curiosa y sorprendentemente– sobre
acciones que decidimos y ejecutamos en el pasado, y que continúan influ-
yendo sobre nuestro presente querer. Es aquí donde Scheler nos propone la
peculiar vivencia del arrepentimiento.

2. Naturaleza y presupuestos del arrepentimiento


La definición más compendiada y explícita que Scheler ofrece del
arrepentimiento, dice así: «arrepentirse significa, ante todo, imprimir a un
fragmento de nuestra vida pasada, volviéndonos sobre él, un nuevo sentido
y valor de miembro»10. Es decir, de acuerdo con lo que le parece la intuición
más común y clara, describe el arrepentimiento como –dice también– «una
verdadera penetración en la esfera del pasado de nuestra vida y una verda-
dera intervención quirúrgica en ella»11. Ciertamente, no nos falta la expe-
riencia propia y ajena de la transformación personal que experimenta quien
vive un sincero arrepentimiento. Sin embargo, esa intuición natural, por
así decir, se ve a menudo enturbiada por diversas teorías (particularmente
nacidas de la filosofía moderna) que dificultan la comprensión, y por ende
la realización, de tan importante vivencia. «La filosofía moderna –afirma
nuestro autor– acostumbra a ver en el arrepentimiento casi exclusivamente
un acto meramente negativo y, por así decirlo, altamente antieconómico,
e incluso superfluo; una desarmonía del alma, que se reduce a engaños de
diversa índole, a falta de pensamiento o a enfermedad»12. Y expone cuatro

10  Arrepentimiento y nuevo nacimiento, 20.


11  Ibidem, 23.
12  Ibidem, 10.

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concepciones de esa mentalidad general que desvirtúan la idea del arre-


pentimiento, sin llegar a ver su genuina esencia. Esas doctrinas son las que
llama: la teoría empirista o psicologista, la teoría de la venganza, la teoría
del temor y la teoría de la resaca.
La primera de esas concepciones es en realidad doble (la determinista
y la indeterminista), pero ambas variantes se nutren igualmente del empi-
rismo o del psicologismo, es decir, de la interpretación de la vida psíquica
según el esquema de la experiencia sensible. En primer lugar, los determi-
nistas piensan (al modo de lo físico) que el pasado es inalterable, y que,
además, las acciones pasadas ocurrieron tal como necesariamente tenían
que producirse. De manera que el arrepentimiento, según ellos, supone un
absurdo choque en el que arremetemos contra lo inmutable. Frente a ello,
Scheler sostiene que tenemos la indudable experiencia de que nuestra vida
no transcurre sólo en el tiempo objetivo como las cosas físicas, sino también
en un tiempo psíquico peculiar, reversible y recuperable; y que, gracias a
ello y a que nuestras acciones no son únicamente sucesos como los de la na-
turaleza, nuestra vida, nuestro carácter moral, sí es redimible y modificable
según su sentido, valor y eficacia sobre nuestro querer. En segundo lugar,
los indeterministas lo son, con respecto al arrepentimiento, en el sentido
de que piensan que nuestro pasado no influye, en modo alguno, en nuestro
presente y futuro. ¿Cómo podría el pasado ya inexistente –y que por lo de-
más se produjo de modo necesario, como piensan los deterministas– ejercer
influjo alguno sobre el presente? Por eso, la propuesta de ellos es, sencilla y
jovialmente: «¡Nada de arrepentirse, sino hacer buenos propósitos y obrar
mejor en el futuro!» A lo que Scheler objeta de inmediato: «Pero los joviales
no dicen de dónde sale la fuerza para proponernos los buenos propósitos
y aún más para cumplirlos, si antes, mediante el arrepentimiento, no tiene
lugar la liberación y el nuevo autoadueñamiento de la persona frente a la
fuerza determinante de su pasado»13.
Las otras tres concepciones tienen en común, entre otras cosas, la
confusión del acto de arrepentimiento mismo con los diversos estados que
supuestamente disponen a él. Así tenemos, por un lado, la llamada teoría de
la venganza. Según ella, el arrepentimiento es como una clase de venganza
de sí mismo o autorrepresalia, una sofisticada forma de autocastigo y des-
agrado hacia el propio sujeto por lo que hizo en el pasado. Sin embargo,
comenta Scheler, no es propio del arrepentimiento la vehemencia que sí
es típica de la venganza, sino la serenidad y el recogimiento; tampoco se

13  Ibidem, 22.

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trata en él de un acto meramente negativo hacia nosotros mismos, sino el


cambio y deseo de mejora según una idea de quiénes y cómo queremos ser;
y, además, mientras que la venganza puede recaer sobre cualquier valor
negativo, el arrepentimiento se limita al disvalor específicamente moral. La
concepción que menciona a continuación es la que denomina teoría del te-
mor. En lo que, según ella, consiste el arrepentimiento es «nada más que» en
una especie de deseo de no haber hecho algo, un deseo basado en el miedo
a un posible castigo que se ha quedado sin objeto. Scheler apunta que en
esta mentalidad el protestantismo (cuyo motivo realmente eficaz es el miedo
al castigo) ha jugado un papel decisivo; pero, también, sobre todo, que el
temor no mueve al recogimiento y a la lucidez propios del acto de arrepen-
timiento, sino –como vimos– precisamente a una desesperada y opaca pasi-
vidad. Por lo demás, la teoría del temor no logra explicar por qué de otras
cosas que tememos no nos arrepentimos. Por último, la teoría de la resaca.
De acuerdo con esta doctrina, el arrepentimiento es simplemente una espe-
cie de estado de depresión o tristeza anímica, que lamentamos, tras los ex-
cesos que provocaron la acción mala anterior. Pero, afirma Scheler, cuando
nos arrepentimos, no es de las consecuencias anímicas de lo que nos arre-
pentimos, sino de la acción misma que acaso provocó esos efectos (y, por
lo demás, no siempre nos arrepentimos de esas acciones por las negativas
consecuencias que causan, sino por la maldad misma de dichas acciones).
Como sucede en muchos escritos de Scheler, el análisis crítico de di-
versos malentendidos acerca de un fenómeno saca a la luz las peculiaridades
de la esencia de éste. En el caso del arrepentimiento, lo alumbrado es –resu-
midamente– que, en los actos de ese tipo, lo que realmente vivimos es: como
primer paso, hacernos presente una acción pasada moralmente disvaliosa,
la cual pesa negativamente sobre nosotros e influye en nuestro querer ac-
tual; y después, tomar ante esa acción una postura axiológica o valorativa
distinta (o sea, negativa o de rechazo), para que así forme parte de nuestra
vida biográfica de un modo nuevo, con un sentido y valor diverso. Como
he mostrado con detalle en otro lugar14, los presupuestos antropológicos
necesarios del arrepentimiento, según Scheler, son tres: primero, que los
actos humanos contienen dos componentes, el de su realidad fáctica y el
de su sentido axiológico; segundo, que la vida humana es una biografía o
historia que comprende globalmente todos los actos pasados de la persona,
influyendo éstos en el presente; y tercero, que somos libres para cambiar

14 Cf. S. Sánchez Migallón, «Progreso moral y esencia de la persona humana: un análisis


desde el fenómeno del arrepentimiento según Max Scheler», Veritas (Valparaíso) 23 (2010), 45-63.

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nuestra valoración de un acto pasado, dándole un valor distinto en el todo


de nuestra vida, y haciendo así que influya de otro modo en nosotros.
Ya se ha mencionado que la mentalidad empirista –que en nuevas y
variadas formas se mantiene pujante también hoy, quizá últimamente en
la forma del cientificismo– es incapaz de comprender la vivencia del arre-
pentimiento. En efecto, dicha mentalidad naturalista desconoce, a fin de
cuentas, otras cualidades que no sean las naturales; ni rastro, entonces, de
sentido axiológico. Y tampoco le cabe sospecha alguna de un tiempo que no
sea el medido por los relojes, esto es, un tiempo inexorable y, sobre todo,
irrecuperable. Con lo cual resulta imposible una influencia en el orden de lo
valioso y menos un reobrar sobre el pasado; lo único que caben son influ-
jos unidireccionales y según las relaciones mecánico-causales únicamente,
además, en el presente. El naturalismo parece ignorar la irreal y fantasma-
górica imagen que entonces tendríamos de la vida humana: una sucesión de
acontecimientos neutros que desaparecerían en el pasado sin dejar más que,
quizá, cierta huella en el sistema nervioso. Es decir, la única influencia de
nuestra historia serían ciertas modificaciones neuronales: a eso se reduciría
nuestra responsabilidad, nuestra educación e influencias morales, nuestro
inconsciente y hábitos, etc. ¿No es éste acaso el supuesto de lo que ambi-
guamente hoy se conoce con el nombre de «neuroética»?
Y lo que finalmente queda comprometido e imposibilitado, en ese
estrecho esquema empirista, es la libertad. Pues, si no podemos volver so-
bre nuestro pasado, y si no hay sentido ni valor alguno que poder cambiar,
queda en nada la supuesta liberación de las tendencias de que hablábamos
al principio. Toda conversión y renacer se vuelven vacíos. Y, sin embargo,
no nos falta la tenaz experiencia de que el sincero arrepentimiento es algo
bueno y provechoso: nos mejora, nos transforma, nos libera de un peso,
de una culpa. Scheler lo expresa así: «El arrepentimiento mata el nervio
vital de la culpa, a través del cual ella influye. Expulsa motivo y acción –la
acción con su raíz– del centro vital de la persona, y con ello posibilita el
libre y espontáneo comienzo, el inicio virginal, de una nueva sucesión vital,
que ahora puede surgir del centro de la personalidad, no atada ya por más
tiempo, precisamente gracias al acto de arrepentimiento»15. Y aunque poco
más adelante tiende a atribuir al arrepentimiento más de lo que puede, a
saber, cancelar un disvalor moral –cuando dice que «dicho acto (el arrepen-
timiento) desvanece verdaderamente el disvalor moral, el carácter valioso

15  Arrepentimiento y nuevo nacimiento, 21.

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“moralmente malo” de la correspondiente conducta»16–, en su Ética afirma


que sólo Dios puede perdonar en ese sentido de cancelar un valor moral
negativo: «Dios puede “perdonar” a la persona “mala” –en virtud del amor
que constituye su esencia– y así eliminar su mal»17. «En este sentido» –anota
Scheler– «sólo Dios puede “perdonar”»18.
Ahora bien, por extendida que se halle la mentalidad empirista, y por
mucho que dificulte la comprensión del arrepentimiento (y de toda la vida
espiritual), no me parece que sea ella el mayor enemigo, por así decir, del
arrepentimiento y del renacimiento espiritual. Y soy de esta opinión porque
el empirismo, en ese sentido amplio que le hemos dado, carece en sí mismo
de la fuerza que aparenta tener. En efecto, si se trata del empirismo teórico
(la ciencia empírica, de modo paradigmático), puede éste, sí, mantenerse
vigente en los medios y en los foros de pensamiento y de discusión, pero
la experiencia de la vida real humana termina imponiendo hechos que esa
ciencia pretende negar (lo cual, desde luego, no ahorra la tarea de pensar
esos hechos de modo que resistan las posibles críticas de la ciencia). En
este sentido, dice Scheler con gran lucidez: «Las tradiciones que pueden
ser disueltas y destruidas no son las vivas, sino sólo las moribundas (…) La
“ciencia” no tiene fuerza para matar. Al revés, debe estar ya muerto aquello
de lo que se apodera»19. Y si se trata del empirismo práctico, es verdad que
produce, mediante el hedonismo, un embotamiento para lo espiritual difícil
de remover. Pero esa saturación de lo sensible no alcanzará ni llenará nunca
el estrato o nivel espiritual en que reside la vida moral y opera el arrepen-
timiento. Esto se ve claramente si se tiene a la vista la conocida doctrina
scheleriana de los diversos estratos de profundidad de la vida sentimental
humana (que tampoco puede desarrollarse ahora aquí). Lo que interesa su-
brayar en este momento es que lo sensible puede distraernos de lo espiritual
hasta cierto punto; pero el estrato profundo de la persona sólo se satisface
con los valores espirituales (morales, sobre todo), y ese deseo de satisfac-
ción persiste soterrado incluso bajo una conducta práctica hedonista. Con
otras palabras, lo que hay que advertir es que el motivo o motor del arre-
pentimiento se encuentra en ese nivel espiritual, y este es inaccesible a las
categorías y a la dinámica empíricas. ¿De qué nivel hablamos, exactamente,
en el arrepentimiento? Y, sobre todo, ¿cuál es su motivo o motor?

16  Arrepentimiento y nuevo nacimiento, 23.


17  Ética, 493.
18  Ética, 493, nota 27.
19  Rehabilitación de la virtud, en Amor y conocimiento y otros escritos, Palabra, Madrid 2010, 148.

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Es sabido que, según Scheler, todas las acciones proceden, según su


orientación y fuerza, de la actitud fundamental que él llama «disposición de
ánimo» (Gessinung), ordo amoris o ethos. Esa actitud de fondo consiste en
un amor general y profundo hacia cierto mundo de valores dentro del entero
espectro axiológico posible. Desde luego, entonces, el arrepentimiento pro-
cederá del amor, como todo acto. Pero se trata de un acto complejo movido
por un amor también complejo, por así decir. Me explico: el arrepentimiento
no consiste en un acto de querer algo, sino de transformar el querer mismo.
Cuando nos arrepentimos de una acción pasada, estamos rechazando inte-
riormente aquel querer nuestro anterior, y nos proponemos querer a partir
de ahora de una nueva manera; queremos dejar de ser aquel yo que quiso
así y pasar a ser un yo que quiere de otro modo. Pero entonces, lo curioso
es que el arrepentimiento tiene que moverse por un amor que aún no se
tiene, ha de querer con la fuerza de un yo que aún no es, debe amar desde
el yo ideal que se quiere llegar a ser. Dice Scheler: «Así, el acto de arrepen-
timiento es en cierto sentido anterior a su punto de partida y a su punto
de llegada, anterior a su terminus a quo y a su terminus ad quem (…) Lo
más misterioso del acto de arrepentimiento, en su vivacidad más profunda,
consiste en que en él, es decir, en el curso de su continua dinámica, se divisa
una existencia ideal y enteramente superior como posible para nosotros: una
posible elevación del nivel del existir espiritual fundada en el recogimiento,
desde donde atisbamos entonces el entero estado del antiguo yo muy por
debajo de nosotros»20.
De manera que, al final, tanto esa esencia del yo ideal como la fuerza
para tender a ella –y rectificar, arrepintiéndose, si nos hemos apartado de
dicha esencia ideal– procede de un amor que se nos tiene que haber dado
previamente, por parte de otras personas y, en última instancia, por Dios.
Por eso Scheler concluye así: «el amor de Dios (...) siempre está llamando
a la puerta del alma humana, por así decir, trae ante el hombre la imagen
valiosa de un ser ideal, y sólo en relación a esa imagen deja percibir plena-
mente al hombre la bajeza y cautividad de su estado real»21.
Lo que quiero resaltar ahora, de todo esto, es que lo definitivo para
el arrepentimiento es el amor, como en realidad para toda la vida moral. De
manera que el mayor peligro u obstáculo para el arrepentimiento será, no
tanto los amores superficiales del hedonismo, sino más todavía las vivencias

20  Arrepentimiento y nuevo nacimiento, 30.


21  Ibidem, 59; cf. también, Ordo amoris, Caparrós, Madrid 1996, 38.

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que se opongan directamente al amor profundo. Y precisamente algunas de


ellas han asomado en las doctrinas antes enumeradas y criticadas por falsear
el acto de arrepentimiento (recuérdense: la teoría de la autorrepresalia, la
del temor y la de la resaca). Todas estas teorías interpretan el arrepenti-
miento como un acto negativo y triste, vengativo y deprimente; desconocen
–más aún, niegan– el carácter positivo, esperanzador, liberador y renovador
del arrepentimiento. Es decir, desconocen o niegan que el arrepentimiento
nazca del amor y sea movido por amor. La actitud anímica que suponen y
fomentan aquellas teorías inhibe más bien el arrepentimiento y todo progre-
so y rectificación morales.
Pues bien, de esas actitudes negativas puede surgir un fenómeno que
daña en su raíz el amor y tiene además consecuencias muy negativas en la
entera vida del alma: ese fenómeno es el resentimiento.

3. El resentimiento y sus secuelas anímicas


El resentimiento es una vivencia psicológica que ha cundido especial-
mente, según Scheler, a partir de la modernidad. Y no es casualidad que
la consolidación de las tres teorías antes mencionadas, deformadoras del
arrepentimiento, también haya tenido lugar especialmente de la mano de la
modernidad. Antes se apuntó al protestantismo como uno de los factores de
dicho giro de visión –en este caso por su pesimismo radical–, y otro factor no
menor es el carácter crítico característico de la modernidad misma; una crí-
tica que se concebía, además, como generadora e impulsora del progreso22.
El proceso de formación del resentimiento comienza cuando una
persona experimenta su propia incapacidad para alcanzar ciertos bienes o
valores, o, especialmente, cierta altura moral. Esa impotencia genera por sí
misma sentimientos negativos (de ira, sobre todo) en principio neutrales,
pero unos sentimientos que buscan satisfacción, por contener la insatisfac-
ción de la privación de lo deseado y por la negatividad de sentirse incapaz
de lograrlo. Se trata, pues, de unos sentimientos dinámicos, por así decir; o
sea, que buscan traducirse en tendencias. Ése es el momento crítico: la cana-
lización o transformación de tales sentimientos en unas u otras tendencias.
El sujeto se halla ante un cambio de agujas donde debe decidir qué rumbo o
salida dar a sus emociones. Indudablemente, es mucho lo que puede pesar
la propia historia y el carácter personal (y por supuesto el temperamento

22  Cf. El resentimiento en la moral, 44.

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natural) en dicha toma de postura, pero la última palabra la tiene siempre


la voluntad libre (al menos mientras la persona conserve su lucidez mental).
Por un lado, la persona puede optar por la descarga de tales senti-
mientos en acciones, particularmente en actividades encaminadas a esfor-
zarse por conseguir lo en principio inaccesible (buscando medios indirectos
y acaso a medio y largo plazo, acudiendo a la ayuda de los demás, etc.). En
estos casos decimos que la persona se crece a sí misma, aplica su pasión a
fortalecer y mantener el deseo de lo bueno hasta alcanzarlo. Y, si finalmen-
te no es posible para ella la deseada adquisición, transforma y descarga
también ese anhelo en la emulación, en la medida de lo imitable, de ella,
celebrando la existencia de bienes tan elevados como algo positivo también
para ella (pues participa de su contemplación y compañía) aunque no llegue
a encarnarlos personalmente.
Pero, por otro lado, la persona puede optar, opuestamente, por repri-
mir tales sentimientos. En cuyo caso, ahora sí, esos sentimientos se enconan
y, no encontrando salida, se vuelven contra la persona misma, intoxicando
y envenenando –llega a decir Scheler– su alma23. Es verdad que los suso-
dichos sentimientos pueden desvanecerse, al parecer, bajo una actitud de
indiferencia que al mismo tiempo se fomenta. Pero esa disolución es sólo
momentánea, y esa fingida indiferencia es ya el primer síntoma, según el
fenomenólogo, de que el resentimiento ha hecho presa de nuestro ánimo y
ha comenzado a anidar en nosotros.
En efecto, la típica estrategia anímica entrañada en el resentimiento,
que opera de modo casi inconsciente, es que (como en la fábula de la zorra
y las uvas) se acabe negando –engañándose– que las cosas tengan los va-
lores que antes veíamos en ellas. Se intenta, así, anular el deseo inicial de
esos bienes para aliviar la insatisfacción y pretender disimular la desgracia
de la propia impotencia. Después, para tratar de seguir eliminando el su-
frimiento, esa persona querrá apartar la mirada de los valores en general,
allá donde aparezcan, que no puede alcanzar. De este modo, a base de no
querer ver un aspecto valioso de la realidad, y si no se detiene ese proceso,
la entera imagen objetiva del mundo valioso termina siendo falseada. En su
huida de los valores positivos, el resentido se hunde en los negativos, que ve
por todas partes. Aquellos valores positivos le parecen irresistibles y llegan
a dañarle (como la luz del sol) porque le recuerdan su incapacidad para con

23  Cf. Ibidem, 19-25.

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ellos. Y lo dramático de esto es que, en la medida en que se aleja de dichos


valores, más inasequibles le resultan.
Pero la ceguera y la huida axiológicas no son los únicos ni los más
típicos efectos del resentimiento. Éste se consuma cuando los valores po-
sitivos de los que se huye reaparecen o salen al paso como portados por
alguien. La reacción entonces es ver a ese portador como un desagradable
recuerdo, no sólo de lo valioso mismo, sino de que para algunos –pero justo
no para él– es posible encarnarlo. De manera que ese portador mismo lle-
ga a ser objeto de odio por parte del resentido. La mera existencia de algo
o de alguien bueno, positivamente valioso en esa esfera inalcanzable, es
percibido por el resentido como un reproche, e incluso como un insulto. Y
aún en un último estadio, al ver que su vida carece de sentido y que sufre al
odiar y envidiar, el resentido cambia el signo de los valores, ignorando a su
portador. Ve a éste como alguien que, o bien es un presuntuoso hipócrita, o
bien es sencillamente ignorante de su propio engaño y espejismo. Tal por-
tador que se presume bueno merece, en el primer caso (como hipócrita), la
crítica más severa y pública, pues no es sino causa de vano sufrimiento para
los demás; y, en el segundo caso (como engañado), la actitud más justa es,
desde el resentido, sentir lástima por semejante ignorancia. Lo antes odiado
pasa ahora a ser objeto de compasión. «Ahora –tras la inversión del senti-
miento valorativo y la difusión del juicio correspondiente en el grupo–, esos
hombres fuertes, etc., ya no son dignos de envidia, dignos de odio, dignos
de venganza, sino que, al contrario, son dignos de lástima, dignos de com-
pasión, pues participan en esos “males”»24.
Como es sabido, Nietzsche sostuvo que esta compasión, fruto del re-
sentimiento, es lo que late en el fondo del amor misericordioso cristiano.
Y nuestro autor sale al paso de esa interpretación. El fenomenólogo ar-
gumenta con fuerza que dicha compasión define ciertamente el altruismo
filantrópico típico de la modernidad, pero en absoluto, en cambio, el amor
cristiano25. En su escrito sobre el resentimiento, Scheler muestra claramente
que la compasión que mueve a misericordia es muy diferente en el caso del
altruismo y en el del amor cristiano. En éste, en el amor cristiano, se trata de
un impulso a amar lo bueno, apreciándolo en su auténtica cualidad positiva,
que se da, sin embargo, en medio de lo imperfecto; consiste en un amor de
quien se siente lleno, pleno, por así decir, y cuya consecuencia –pero sólo

24  Ibidem, 55.


25  Cf. Ibidem, 61-114.

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consecuencia– es la beneficencia. El altruismo, por el contrario, es más bien


una huida de sí mismo hacia el otro simplemente por ser otro (de ahí su
nombre). En opinión de Scheler, la compasión del altruismo es una «com-
prensión» de lo imperfecto e inferior humano que llega incluso a esgrimirse
contra la presunta bondad de Dios. No se trata simplemente de la clásica
crítica a la bondad divina que parte de la existencia del mal en el mundo.
Lo que ahora se objeta a Dios es, además, que se declare el «solo bueno» y
nos exija intentar ser como Él, siendo esto imposible para nosotros. Se le
acaba viendo como un Ser arrogante que continuamente nos afea nuestra
pequeñez. Más aún, la condescendencia del resentido pretende suplantar la
supuesta (y falsa, según él) misericordia de Dios aliviando la imperfección
humana. El resentido que lo es hasta el final se ve a sí mismo mejor, más
capaz de amor, que incluso el mismo Dios.
Scheler analiza certeramente el fenómeno que Nietzsche tiene en
mente, pero, como ya se ha dicho, apunta que lo que en realidad irritó a
gran crítico de la modernidad fue cierto cristianismo infectado de ese al-
truismo moderno, pues el genuino amor cristiano no responde en absoluto
a esa negativa caracterización. (Un cristianismo desvirtuado muy extendido
en el siglo XIX que, por cierto, fue también severamente reprochado por
el beato John Henry Newman justo en aquel mismo periodo, pero con una
propuesta de enmienda indudablemente más justa y esperanzada).
Lo que nos interesaba resaltar aquí es que el resentimiento obstruye
el amor fontal a lo bueno que tenemos y somos: en primer lugar, por volver-
se ciego para lo bueno; y, en segundo lugar, por tornar el amor en odio, so
pretexto de amarse a sí mismo en la propia limitación, pero anulando lo me-
jor y más valioso de nosotros mismos, a saber, nuestra capacidad de amar.
Y, si vimos que el motor y motivo del arrepentimiento era precisamente el
amor, es fácil ver ahora por qué considerábamos el resentimiento como la
mayor traba para el arrepentimiento y para el consiguiente progreso moral.
Y aún hay más. Porque el arrepentimiento presuponía, además, una
imagen ideal de un yo mejor al que aspirar y con el que conformarse o amol-
darse. Y resulta que el resentimiento también dificulta, e incluso impide,
dicha imagen valiosa. En efecto, el resentimiento –como vimos– termina
odiando toda superioridad al contemplarla como una afrenta. De manera
que una de sus tácticas preferidas es una suerte de igualamiento por abajo.
Un rebajamiento que, acaso sin saberlo, es otro de los rasgos típicos de
la modernidad, y que se traduce en la exaltación de la igualdad radical de
todos los hombres al precio de eliminar, o convertir en irrelevantes, sus di-

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ferencias cualitativas, también morales. He aquí, observa Scheler, una de las


hondas diferencias entre el altruismo filantrópico y el amor predicado por
el cristianismo: el altruismo sólo ve «otros» simplemente iguales en general;
mientras que el amor cristiano ve personas profundamente distintas y úni-
cas en su cualidad moral.
Además, aquel presunto conocimiento de un yo ideal bueno es decla-
rado ilusorio, toda vez que ese igualitarismo moderno, por así decir, se deja
sentir también en el terreno del conocimiento. Sólo es objetivo y verdadero
–se dice– aquello que todos sin excepción puedan igualmente ver, compro-
bar y comunicar; mientras que lo difícil de aprehender o lo captado sólo por
un sujeto es calificado directamente como subjetivo, en el sentido de válido
únicamente para tal sujeto: es decir, no realmente verdadero. Las palabras
de Scheler no pueden ser más tajantes e incluso irónicas: «Entonces ha de
considerarse como “figuración subjetiva” todo lo que no sea “comunicable”,
o lo sea sólo en una medida limitada, o a base de cierto género de vida; todo
lo que no sea “demostrable”, en suma, todo lo que no pueda entrarle por los
sentidos y por el intelecto al último imbécil»26.
Y, por último, otro efecto de este igualamiento «a la baja», asimismo
letal para el arrepentimiento, es la tendencia a negar moralidad a cualquier
fruto que no sea un logro adquirido por uno mismo. Es decir, lo único que
en realidad se valora es el esfuerzo propio, rechazando toda gratuidad moral
de amor recibido y de iluminación cognoscitiva. El ideal moral es más bien,
para la modernidad, el activismo de quien se construye a sí mismo; y se
desconfía y sospecha de cualquier presunta benevolencia desinteresada, así
como de toda bondad que no se pruebe minuciosamente con obras. Por eso
no es extraño que lo útil se eleve como el valor superior, y no sólo porque
cada vez disponemos de más medios para alcanzar más objetivos, sino por-
que lo útil es aquello igualmente disponible para todos en orden a cualquier
fin posible. Aunque, al mismo tiempo, paradójicamente, el progresivo recor-
te de las aspiraciones superiores humanas va embotando, de modo paralelo,
la capacidad general humana.
Así pues, el resentimiento impide el arrepentimiento, ya que le priva
tanto de fuerza y motivo como de meta y sentido. Pero lo peor es que re-
sulta profundamente inhumano, pues si el amor es justamente nuestra más
profunda esencia, tornarlo en odio es ir contra nosotros mismos. Por eso

26  Ibidem, 127.

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Scheler advierte que, mientras que «únicamente el arrepentimiento puede


restablecer la felicidad positiva e íntima»27, el resentido alimenta una «re-
cusación de valores positivos y sentidos como positivos, y una apetición de
valores negativos y sentidos como negativos (…) Debe apetecer valores ne-
gativos y rechazar valores positivos aquel ser que siente su propia existencia
como negativamente valiosa y, por consiguiente, se siente a sí mismo como
“no debiendo ser”. En esa conducta práctica niega –por así decir– su pro-
pia esencia valiosa y afirma, no obstante, con ello también la existencia de
los valores positivos. En esta conexión descansa el carácter esencialmente
(auto)destructor del malo»28. Y más directamente referido al arrepentimien-
to y consiguiente progreso moral (o mejor dicho, a la falta de ellos), añade:
«El malo no es tal porque se “mantenga en la existencia”, como si bueno
fuera igual a capacidad de conservarse en la existencia, sino que, porque el
malo es malo, debe destruirse a sí mismo y al “mundo” suyo»29.
Con otras palabras, y para concluir: el amor –el amor que somos, y
que recibimos, de otras personas y de Dios– impulsa a la mejora, a la supera-
ción, a la continua conversión y renacer espirituales, avanzando hacia nues-
tro mejor yo posible; mientras que el odio resentido inhibe todo progreso,
paralizándonos y desesperándonos, y, fingiendo indiferencia, termina por
volverse contra la propia persona. ¿No nos recuerda esto la conocida sen-
tencia agustiniana: «Cuando digas: “Es suficiente”, entonces has muerto»30?

Sergio Sánchez-Migallón
Instituto de Antropología y Ética
Universidad de Navarra

27  Ética, 488.


28  Ética, 479; cf. Esencia y formas de la simpatía, 217.
29  Ibídem.
30  San Agustín, Sermón 169, 15 (18) (BAC 443, 668).

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