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Yudd Favier
Los dos príncipes, último estreno de Teatro de las Estaciones, llenó de luz el Teatro
Principal de la Ciudad de Sancti Spíritus. La puesta en escena, que combina la actuación
en vivo, el títere y la técnica del teatro de sombras, remueve los lazos afectivos entre los
espectadores de la Villa y la agrupación matancera. Año tras año los espirituanos
gozamos el grandísimo privilegio de contar con Rubén Darío Salazar, con su talento,
teatro y maestría.
El guion escrito por María Laura Germán, a su vez dramaturga y actriz, toma como
plataforma de despegue el poema El príncipe ha muerto, de Helen Hunt Jackson, y Los
dos príncipes, de José Martí. El producto resulta una propuesta sugestiva, inquietante y
conmovedora. El texto construye el antes, el durante y el después del texto martiano,
con marcada organicidad y fluidez, como si hubiera sido tocado directamente por la
mano del Maestro.
Rubén Darío deja sentada una tesis teatrológica: para un texto y una puesta en escena
sombría como Los dos príncipes, no cabía otra técnica que las sombras. En la puesta en
escena el amor y la muerte conviven como una suerte de premonición salpicada de
sorpresas.
Estas intervenciones de corte instrumental se engranan con las pausas, silencios y voces
en vivo de los actores que, entrenadas y dirigidas por el propio artista de la música,
evidencian acorde tras acorde la intención del director de colocar al actor como centro
del espectáculo. Se encarga además, al detalle, de los estados afectivos que genera la
urdimbre base del tejido espectacular. El diseño gestual de los actores para sus
personajes, entrenados por Lilian Padrón, enmarca la época tratada y caracteriza
psicológicamente a los personajes con aplastante organicidad y gracia interpretativa.
La mano del Maestro ha tocado con su varita mágica cada detalle de la escena y así,
segundo por segundo, acción por acción, sonido por sonido, color por color, tejido por
tejido, sacude los cimientos de la longeva relación entre padres e hijos.
El tejido espectacular deja en claro la herencia martiana y el modo en que María Laura
Germán interpreta al genio y lo concretiza. Aunque el texto goza de total autonomía y
traiciona en su ejercicio a la escenificación, este y el proceso de escritura espectacular
tienen zonas de coincidencia, resultado de la estrecha relación afectiva y de labor que
une al director y a la dramaturga. La puesta bebe de una plataforma donde lo temático
da paso a la técnica empleada, al tiempo que lo técnico complementa el tema tratado:
dos niños que mueren de amor también, pero debido a la intolerancia de los adultos, en
específico de los reyes.
Martí, presente siempre entre nosotros y vivo en Teatro de Las Estaciones, hace de Los
dos príncipes una puesta ideal para debatir como tema tabú. Adelantado también en
esto, habló a los niños de su tiempo sobre la muerte, la orfandad y la intolerancia con
total desenfado y belleza estética. Teatro de Las Estaciones habla a los niños de hoy en
una conversación franca y, sobre todo, bellamente concebida.
Martí, pródigo en amaneceres y ocasos, es interpretado por Zenén Calero, que ajustando
los enlaces entre el Barroco y el Impresionismo, pone en movimiento la idea base de la
puesta en escena. Cada detalle deviene en movimiento y recurso expresivo. Rubén
Darío concibió el ámbito visual del espectáculo donde la dramaturgia, tejidos, texturas,
sonidos, gestos, luces y sombras provocan que la época emane nítida. El tema es casi
tangible.
Calero Medina —Rey Midas del diseño— transgrede y proyecta sombras desde lugares
y hacia direcciones impredecibles. Ofrece una gama de tonalidades que ora desde el
color y la textura, ora desde la sombra, mantiene en vilo la atención del espectador,
ofrece infinidad de aristas y posibilidades para la recepción. La capacidad de sorpresa
en Los dos príncipes provoca a un tiempo aprehensión y deslumbramiento. El vestuario
dista de lo entendido como adecuado para la técnica del teatro de sombras y aporta la
cualidad inequívoca de caracterizar clases sociales.
La escena final es de seda: la muerte de los dos niños, el modo en que el dolor une a
reyes y pastores, el tratamiento dado a la dolorosa situación desde el color, la música y
la interpretación actoral, provocan el estremecimiento último.
La filosofía de la obra emerge suave, como venida desde muy lejos: todos somos
iguales ante la enfermedad, el dolor y la muerte… no sirve de nada la riqueza y el
poder, todo es correr tras el viento.
Todavía recuerdo la mano del Maestro Rubén Darío Salazar, cuando humildemente
mostró en un desmontaje de la puesta en escena, cada detalle de Los dos príncipes, he
hizo ver como algo sencillo todo aquello que nos deslumbró.