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VERDAD E IMAGEN JUAN ALFARO

90

REVELACION
CRISTIANA,
FE Y TEOLOGIA

EDICIONES:SIGUEME-SALAMANCA, 1985
CONTENIDO

Prólogo 9
1. El hombre
abierto a la revelación de Dios 13
2. Encarnación
y revelación 65
3. Fe y
existencia cristiana 89
4. Perspectivas
para una teología sobre la fe 109
5. Teología,
filosofía y ciencias humanas 123
6. Hacer
teología hoy 147
7. En torno a la
teología de la liberación 161
5. Escatología
hermenéutica y lenguaje 175
9. La plenitud
de la revelación cristiana: su interpretación teológico 189
(D Ediciones Sígueme, S.A., 1985
Apartado 332 - 37080 Salamanca (España)
ISBN: 84-301-0957-9
Depósito legal: S. 15-1985
Printed in Spain
Imprime: Gráficas Ortega, S.A.
Polígono El Montalvo - Salamanca, 1985
PROLOGO

1. El título de este libro señala sus tres temas fundamentales: revelación, fe,
teología. El calificativo de «cristiana» se refiere directamente a la revelación de
Dios en Cristo; pero lógicamente afecta también a la fe en cuanto aceptación de la
revelación cristiana, y a la teología que surge de estafe. Es Dios, el que en su
iniciativa absolutamente gratuita se revela en la vida y mensaje, muerte y
resurrección de Cristo; es el hombre, el que cree en Jesucristo, como revelación y
revelador de Dios; es el creyente, el que reflexionando sobre sufe, hace teología.
Revelación y teología están unidas por la mediación de la fe.
No se puede pensar en la revelación de Dios sino pensando en su destinatario,
el hombre. Aquí se itnpone por sí misma la primera preguntapara iniciar la
reflexión teológico sobre la revelación: ¿Hay en el hombre algo que lo
hagafundamentalmente capaz de ser interpelado por la gracia de la
automanifestación de Dios? Será pues necesario abordar ante todo la cuestión
antropológica (qué es el hombre) mediante un análisis de las ditnensiones
constitutivas de la existencia humana, que permita mostrar si el hombre lleva en sí
mismo una apertura radical a la eventual revelación de Dios en la historia. No se
trata de una cuestión nueva, sino más bien de la impostación nueva de una
cuestión
tradicional en la teología católica.
La revelación cristiana, contenida en los escritos neotestamentarios, se
caracteriza como automanifestación suprema y definitiva de Dios, cwnplida en el
evento total de Cristo. Los evangelios sinópticos nos dan a conocer la experiencia
que el Jesús prepascual vivió de la venida del reino en su persona, de su relación
filial a Dios, su Padre, y de la necesidad de creer en él para recibir la gracia de la
salvación; en esta experiencia (expresada en sus acciones j, mensaje) estaba
incluida la
lo Prólogo

afirmación del cumplimientodefinitivo de la historia de la salvación y de la


revelación en la misión y en la persona misma de Jesús (cristología implícita).
Este fue el núcleo de la fé de las primeras comunidades cristianas: en Jesús de
Nazaret ha tenido lugar la revelación definitiva de Dios.
Este núcleo de lajé cristiana naciente hasido asumidoyprofutidi@-ado por el
autor del cuarto evangelio a la lu-- de la encarnación.- la relación entre la
filiación divina de Jesús y su función de revelador supremo de Dios, es decir,
entre la encarnación j? la revelación de Dios Padre, constituye un tema
primordial desde el comienzo hasta elfin del cuarto evangelio (cristología
explícita). La teología de la revelación no Podrá pues prescindir de la
cristología. Siendo la automanifestación de Dios en Cristo el evento
cualitativamente supremo de revelación, solamente la cristología podrá ser el
manantial de toda teología de la revelación. La divúiidad de Cristo j@
sufunción de revelador del Padre se implican mutuamente,- la encarnación es, en
sí misma, revelación, la revelación suprema i, por eso definitiva.- la revelación j,
la salvación culminan en la encarnación. A arece así la conexión mutua entre
cristología, soteriología y teología de la revelación.

2. LarevelacióndeDiosylajédelhombresoncorrelativas,ypor eso no pueden ver


comprendidas sino en su referencia mutua. La revelación de Diosfúnda la
respuesta de lafé, y ésta a su vez re .flej a el evento de la revelación. Más aún, la
revelación no se cumpleplenamente sino en la respuesta de lafe; Dios se revela,
en cuanto se da a conocer al hombre, a saber, en el conocitniento y
reconocimiento constitutivos de la fe. Es Dios mismo quien suscita en el hombre
la fe, en cuanto crea la experiencia de salvación que permite al hombre percibir
determinados eventos de la historia como acciones salvíjicas de Dios.
La revelación cristiana se ha configurado como narración del evento total de
Cristo.- la narración de una comunidad creyente, que testifica su fe en Jesús de
Nazaret. Es, en el fondo, una concesión de fe, que en forma narrativa presenta el
evento de Cristo como la acción salvífica definitiva de Dios. El significado
trascendente de este evento es captado y, afirmado en la fe, en la actitud de
entrega conjiada a la potencia salvadera de Dios, revelada definitivamente en
Cristo. La automanifestación de Dios en Cristo no puede ser acogida sino en
lafe. Por eso la teología de la revelación cristiana exige una teología de ¡aje
cristiana, como integrada en la existencia humanafundada yj@alizada en Cristo.
Será necesario examinar la relación entre el mensaje cristiano y las dimensiones
fundamentales del hombre, para mostrar que la existencia cristiana asume lo
auténticamente humano y le confiere un «plus» gratuito de plenitud. La teología
de lafe cristiana tiene que enfrentarse con la cuestión del significado y, de la
exigencia de «ser cristiano hoy,».

Prólogo

El análisis de la fe cristiana descubre la totalidad y, unidad de sus diversas


dimensiones.- confesional, fiducial, práxica yy escatológico, y por eso su conexión
íntima con la esperanza y la caridad, j, lafunción que san Pablo le atribuye en la
recepción de la gracia de lajustificación.

3. Ensucontenidocreídoyenladecisióndecreer,lafellevaensí misma la pregunta


radical e ¡limitada sobre sí misma: qué creo, por qué creo. Es la cuestión propia
del creyente como creyente que busca la comprensión de su fe, de su <,,ver
cristiano». Esta reflexión, actuada crítica y metódicamente, se llama teología
(hacer teología). Se impone pues la cuestión fundamental de la relación «fe-
razón», y consiguientemente de la relación de la teología con la filosofía y, con las
ciencias

humanas.
Hoy día el quehacer teológico no Puede pasar por alto el problema
hermenéutica y el de la conexión entre ortodoxia ortopraxis, que se refleja en la
cuestión «teología y praxis». Es aquí donde se inserta la llamada «teología de la
liberación», cuya legitimidad y límites es necesario examinar. Finalmente se
estudia elproblema hermenéutica en el caso concreto de la escatología cristiana,
como plenitud de la revelación y de la salvación.

El lector podrá notar en los títulos del contenido que en los dos primeros
capítulos se trata de la revelación, en los dos siguientes de lafe,

en el quinto, sexto y séptimo de la teología, y en los dos últimos de la


hermenéutica teológico.
Al terminar esta breve presentación, debo expresar mi agradecimiento a
Bernardo Arruti por su generosa ayuda en la preparación del texto para la
imprenta.

Juan Alfaro
Roma, universidad Gregoriana, 1984
El hombre abierto
a la revelación de Dios

1. LafecristianatienesufundamentoenlarevelacióndeDiosal hombre, cumplida en


el evento de Cristo. El destinatario de la revelación es el hombre, llamado por Dios
a la respuesta libre de la fe. Aquí, en el núcleo mismo del mensaje cristiano, la
teología se encuentra inevitablemente ante la cuestión antropológica: ¿qué hay en el
hombre, que lo hace radicahnente capaz de recibir la revelación de Dios? Se trata,
en el fondo, de la pregunta, ¿qué es el hombre? En su tarea propia de preguntar
radicalmente y de buscar ilimitadamente, la teología tiene que recurrir a la
antropología filosófica, para intentar comprender qué significado pueda tener el
lenguaje «revelación de Dios al hombre». Preguntar y buscar es precisamente la
raíz de toda la actividad del hombre: el comprender, decidir y hacer humanos
suponen la función, ontológicamente previa, del preguntar, es decir, tienen la
estructura de respuesta a una cuestión (teórica o práxica). El hombre hace todo
cuestionable: su preguntar no puede terminar ni agotarse. Esta constatación
experiencias muestra que el preguntar ¡limitado constituye la dimensión ontológica
fundamental del hombre.
En este horizonte, sin confines, del preguntar humano hay una cuestión que se
revela como la más vital y próxima a la existencia, y como implícitamente presente
en toda otra cuestión: la pregunta del hombre sobre sí mismo, sobre el sentido de
su vida.
En todo acto de preguntar, pensar, decidir y hacer, el hombre vive la experiencia de
existir y tiene la certeza vivencias de ser-sí-mismo, que conlleva la cuestión ¿qué
soy yo? En esta experiencia originaria, inmanente en todo acto humano, el hombre
se siente puesto ante la pregunta sobre sí mismo; vive su existencia como recibida y
originada, como impuesta y no escogida por él, y por eso como implicativa de la
cuestión de su origen: ¿de dónde vengo? Simultáneamente (en todo acto humano) el
hombre se experimenta como «proyecto»,
14 El hombre abierto a Dios

como libertad orientada hacia lo porvenir desconocido (todavía noacontecido), y


esta experiencia implica la pregunta ¿a dónde voy? La cuestión del origen y la del
porvenir forman el signo interrogante, que abarca la totalidad de la vida.
La pregunta del hombre sobre sí mismo surge de otra experiencia estrechamente
unida a la precedente: la experiencia, que el hombre vive permanentemente, del
desnivel insuperable entre la finitud de su ser y de sus actos, y la ¡limitación de su
esperanza. El hombre no puede realizarse sino alcanzando metas concretas, que son
superadas por su aspiración radical que tiende siempre más allá de tojo objetivo
logrado: es la experiencia de la «inquietud radical», como tensión insuprimible hacia
una plenitud que el hombre no puede por sí mismo alcanzar definitivamente. Esta
paradoja, siempre presente en toda actividad humana, hace del hombre cuestión
inevitable para sí mismo: la cuestión primordial, que todos comprenden, porque
todos la viven. Es preciso formularla del modo más sencillo y más cercano a la
experiencia originaria que la impone: ¿vale la pena de vivir? ¿Merece la vida ser
tomada en serio? Vivir ¿por qué y para qué? Una reflexión ulterior sobre la vida,
como tarea confiada a mi libertad, lleva a la fonnulación de Kant: ¿«qué debo
hacer»? ¿qué puedo esperar?
En su experiencia originaria el hombre vive la propia existencia como recibida y
como abierta al porvenir de nuevas posibilidades: como permanentemente recibida,
porque el hombre no puede experimentarse sino como ya existente, como ya
previamente sido.- como abierta al porvenir, porque ha recibido la existencia como
su proyecto vital. Por eso la cuestión del sentido de la vida implica indivisiblemente
unidos el «porqué» del origen y el «para qué» del porvenir, bajo el primado de este
último: «qué será de mí» es el interrogante que me sacude en lo más hondo de mí
mismo. La cuestión se configura así como abarcante de toda la existencia: situado
en el presente, el hombre se pregunta sobre el enigma de su pasado y de su futuro.
La pregunta sobre el sentido de la vida implica dos aspectos: inteligibilidad y valor:
¿me es posible comprender de algún modo el porqué y para qué vivir? ¿representa la
vida para mí algo capaz de comprometer mi libertad?
Es preciso distinguir entre «tener sentido» y «dar sentido». Que la vida humana
«tiene sentido», quiere decir que lleva en sí misma estructuras ontológicas que la
hacen inteligible en cuanto anticipan una finalidad, es decir, en cuanto se orientan
hacia posibilidades venideras; quiere decir además que la vida implica motivaciones
(valores) capaces de comprometer mi libertad.

1. 1. Kant, Kritik der reinen Vern@@, WW. III, Berlin 1904, 522-523; Logik-,
WW. IX, Berlin 1923. 24-25.

El hombre abierto a Dios 15


«Dar sentido» a la vida significa empeñar de hecho las decisiones de la libertad
en el cumplimiento de la tarea previamente configurada en las estructuras
ontológicas que le confieren inteligibilidad y valor. «Tener sentido» es pues
ontológicamente previo a «dar sentido», porque funda la posibilidad y la
responsabilidad del «dar sentido». La tarea de «dar sentido» a la vida sería
imposible, si la vida humana no llevara en sí misma las condiciones necesarias para
que el hombre pueda comprometerse inteligente y libremente (responsablemente) en
«dar sentido» a su vida.
El carácter que distingue la cuestión del hombre de toda otra cuestión está en el
hecho de que en ella el hombre se pregunta sobre sí mismo, es decir, en la identidad
del preguntante con lo preguntado. La relación del cuestionante a lo cuestionado no
es aquí relación de sujeto a objeto, sino de sujeto a sujeto, más aún, del sujeto
preguntante a sí mismo como preguntado. La estructura lingüística de la cuestión
del hombre expresa que el hombre existe ante sí mismo como el cuestionante que se
pone en cuestión, autocuestionante y autocuestionado: en lugar de expresar una
cuestión sobre objetos distintos de él, en la cuestión del sentido de su vida el
hombre se expresa a sí mismo. La estructura misma de la cuestión del hombre
excluye la relación de mera objetividad, es decir, la posibilidad de una actitud neutra
del sujeto respecto al contenido de la pregunta.
No es pues una cuestión que el hombre pueda indiferentemente hacerse o no: no
puede eludirla, porque su vida está estructurahnente marcada por ella, a saber,
porque el hombre la vive en la experiencia más honda de sí mismo. En la
conciencia de sí mismo (en todo acto de pensar, decidir, hacer, el hombre lleva la
certeza vivencias de sí mismo, que le impone la pregunta «qué soy»: la formulación
refleja de esta cuestión no es sino expresión de la vivencia radical. La cuestión del
sentido de la vida es pues constitutivamente apriórica, es decir, estructura
ontológica permanente presente en el acto mismo de existir: cuestión que se impone
al hombre y que él no puede pasar por alto sin ser infiel a lo más suyo de sí mismo.
Este carácter ontológicamente apriórico de la cuestión del sentido último de la
vida aparece también en la libertad humana. El hombre no puede menos de hacer
opciones libres, a saber, de comprometer su libertad en decisiones concretas: y no
puede hacer ninguna de ellas, sin preguntarse sobre el porqué de tal decisión. Ahora
bien el porqué de toda decisión concreta apunta por sí mismo hacia elporqué último
de la vida, sin el cual todas las motivaciones de las opciones concretas se hundirían
en el vacío. Las opciones concretas no son meramente sucesivas (yuxtapuestas una
detrás de la otra), sino momentos intrínsecos de la totalidad de la vida, es decir, del
hacerse del hombre más sí-mismo en su libertad.
16 El hombre abierto a Dios

La cuestión del hombre sobre sí mismo no está pues dirigida exclusivamente a la


inteligencia, sino también e inseparablemente a la libertad, porque en ella el hombre
se pregunta por sí mismo y por eso no puede desdoblarse en sujeto y objeto de la
pregunta, en cuestionante y cuestionado: al preguntarse sobre sí mismo, no puede
objet 1varse en contenido neutro de tal pregunta. Es la cuestión,, que prefigura y
anticipa el sentido que el hombre está llamado a dar a su existencia en la libertad:
pregunta dirigida a la inteligencia y tarea confiada a la libertad son aquí
inseparables. La misma cuestión del sentido (inteligibilidad y valor) que apela a la
inteligencia, interpela la libertad. Se dé o no se dé cuenta (reflejamente), lo quiera o
no lo quiera, el hombre no podrá responder a la cuestión del sentido de su vida sino
en el acto indiviso de conocer-optar, conocimiento-comprometido. Sin la sinceridad
radical consigo mismo, sin la disposición a aceptarse como reahnente es, sin el
reconocimiento de las exigencias impuestas por las estructuras existenciales, el
hombre no podrá encontrarse a sí mismo; porque de eso se trata, de buscar y hallar
la verdad más profunda de nosotros mismos, y no de resolver un problema
meramente objetivo.
La cuestión más humana, la más propia del hombre en cuanto hombre, es la
cuestión sobre sí mismo, sobre el sentido último de su existencia; la cuestión que
define, como ninguna otra, el ser del hombre. Cabe preguntar todavía más: ¿el
hombre lleva en sí mismo esta cuestión o es llevado por ella? ¿es él quien pone la
cuestión o es ella la que se le impone? En el fondo ¿es el hombre el cuestionante o
más bien el cuestionado? Si la cuestión del sentido último de la vida es apriórica, si
el hombre existe en cuanto uinterpelado por ella, se debe decir que está constituido
como radical y totabnente cuestionado, puesto en cuestión. Y entonces hay que
añadir que la existencia humana no es autofundante, sino esenciahnente referida a
un más allá de sí misma: tiene su origen y su centro fuera de sí: no está
fundamentada ni finalizada en sí misma.
Si la cuestión del hombre se revela como inevitable y como base de todo el
preguntar humano, hay que reconocer que justifica por sí misma la reflexión
filos¿)fica y que el pensar humano no puede ser reducido al campo de lo
empíricamente verificable: ya al nivel de cuestión está más allá de la verificación
empírica.
El carácter singular de la cuestión del sentido de la vida implica que la respuesta
(si la hay) no podrá ser evidente (costringente), porque es por sí misma cuestión
interpelativa de la libertad, y por eso la respuesta estará influenciada por la actitud
profunda de la libertad. Queda pues descartada una demostracibn evidente, como
existencialmente imposible. Será posible únicamente una mostración, una
comprensión suficiente de los motivos que justifican la opción. El hombre
El hombre abierto a Dios 17

permanecerá siempre misterio y cuestión para sí mismo, que no podrá recibir una
respuesta definitiva, lograda una vez para siempre.
No se puede tratar de responder a la cuestión del hombre sino mediante el análisis
de las dimensiones fundamentales de la existencia humana, sin omitir ninguna de
ellas: a saber, relación del hombre al mundo (mutua y diversa), relación de cada
hombre a los otros y a la comunidad humana (y viceversa), su relación a la muerte,
relación del hombre a la historia. Estas dimensiones existenciales se implican
mutuamente entre sí, como aspectos inmanentes de la misma cuestión «qué es el
hombre»; pero es necesario analizarlas sucesivamente, porque cada una proyecta su
luz propia sobre el sentido de la existencia humana.
El proceso de búsqueda de una respuesta a la cuestión del hombre tendrá que partir
de las experiencias fundamentales vividas y por eso implicadas en el mismo existir
humano; solamente en ellas pueden revelarse originariamente las estructuras
ontológicas constitutivas del hombre: lo propio del vivir humano es precisamente la
precomprensión vital de sí mismo en sus actos de conocer, decidir, obrar.
El paso de la precomprensión experiencias a la comprensión refleja no puede
hacerse sino a través de la descripción fenomenológica, para que «se muestre» lo
que está escondido bajo el fenómeno. La fenomenología tiene que decir una palabra
imprescindible, pero no la última: es tan necesaria como insuficiente por sí sola para
la comprensi¿)n del sentido de la vida humana.
Del análisis fenomenol¿)gico surgirán las preguntas concretas en que se configura
la cuestión del hombre sobre sí mismo, como aspectos determinados del cómo,
porqué y para qué de la existencia¡ humana: preguntas que habrá que justificar como
implicadas en las experiencias fundamentales del hombre y como necesarias para la
comprensión de las dimensiones ontológicas ocultas tras lo fenoménico;. pero que
no se pueden omitir ni dejar caer en el silencio, si se quiere ser fiel a la índole
esencial e ¡limitada de la inteligencia humana de buscar siempre ulteriormente la
comprensión de la realidad hasta sus fundamentos últimos. De lo contrario se
impondría un corte arbitrario al «preguntar», como estructura originaria y condición
permanente de posibilidad del comprender humano. El hombre no puede renunciar
a comprenderse, y para ello tiene que enfrentarse con la cuestión radical del
«porqué» y «para qué» de su existencia.
La búsqueda de la respuesta a la cuestión del hombre tendrá lugar ante todo dentro
de la inmanencia de la realidad total «mundohumanidad-historia». Si esta realidad
intramundana se revelase como autosuficiente (como portadora, en sí misma, de su
fundamento último), no tendría sentido la pregunta sobre una realidad trascendente;
si en la cuestión misma del hombre no aparecen indicios, que
18 El hombre abierto a Dios

apuntan más allá del hombre, y de sus relaciones al mundo y a la historia, la


cuestión del trascendente carecerá de significado ya a nivel de cuestión.
La cuestión de Dios no puede surgir, ni ser justificada sino como implícita en la
cuestión del hombre, como impuesta por el «porqué» y «para qué» últimos de la
cuestión misma del hombre. Para ello habrá que mostrar que en las experiencias
existenciales fundamentales del hombre hay «signos de trascendencia», es decir, que
la misma realidad inmanente total «<hombre-mundo-historia») está abierta a un
más-allá de sí misma. Entonces aparecerá que la cuestión del hombre desemboca
por sí misma en la cuestión de la condición última de posibilidad de lo que el
hombre vive y experimenta en su relación al mundo, a los otros y a la historia, a
saber, en la cuestión del fundamento último trascendente que se llama Dios. La
cuestión de Dios estará marcada por los caracteres (ya señalados) de la cuestión del
hombre, y la palabra «Dios» expresará el contenido resultante del análisis de las
dimensiones fundamentales de la existencia humana 2.

2. Elanálisisdelarelación«hombre-mundo»debecontarconla hipótesis científica,


altamente probable, de la evolución, es decir, del proceso irreversible de la materia
inorgánico a la orgánica, y dentro de ésta hacia organismos vivos cada vez más
complejos, y finalmente de los «antropoides» al hombre. Es verdad que, en el
estado actual de las ciencias naturales, este proceso presenta aún lagunas relevantes
precisamente en la fase última de la transición de los «primates» al hombre. Sin
embargo, tomada en su conjunto, la hipótesis evolucionista ofrece suficientes
garantías para aceptarla hoy día como presupuesto preferible en la reflexión sobre la
relación «hombre-mundo» 3.
Esta reflexión puede comenzar con la fórmula de Heidegger al calificar la
existencia del hombre como «ser-en-el mundo» 4, porque expresa una experiencia
fundamental de la existencia humana: experiencia que se nos impone como siempre
presente. El mundo no es solamente la morada del hombre, sino también su lugar de
origen y la

2. J. Gómez Caffarena, Metajisicajiíndamental, Madrid 1969; J. Ferrater Mora,


El ,Yerj,el.ventido, Madrid 1967; A. OrtizOsés, Antropologíahermenéutica, Madrid
1973; E. C(@reth. Qué e@ el h<,mbrt,, Barcelona 1976; R. Lauth, Die Fi-age
na(h deni Sinn d(,., Da,seins, München 1965; P, Tillich, Ultimate Con(-ern, London
1965; H. Reiner, Der Sinn des Daseins, Tübingen 1965-. M. Buber, Leprobléme de
fhomme, Paris 1962; A. Paus (ed.), Suche nach Sinn - Suche nach Gott, Graz 1978;
V. Fránkl, Der Mensch au der Suche nach Sinn, Freiburg 1972; H. Rombach, Die
Frage nach dem Menschen, München 1966; G. Marcel, L'homme problémalique,
Paris 1955.
3. P. Overhage, E-x:periment Menschheit. Die Steuerung der menschlichen
Evolution, Frankfurt 1967@ R. J. Nogar. La ev,olu(,ión i la fil(>so,fia crivtiana,
Barcelona 1967. T. Dorzhansky, Mankind evolving; The ei,olution of the human
species, New Haven 1962.
4. H. Heidegger, Sein und Zeit, 69-76; 90-102; 134-142; 178-189.

El hombre abierto a Dios 19

base permanente de toda su actividad. El hombre vive en todo momento la


experiencia de su dependencia del mundo. En su mismo cuerpo lleva la presencia
de la naturaleza con sus procesos fisicoquímicos, que aparece así como constitutiva
del hombre.
La dependencia del hombre respecto del mundo se da no solamente en el campo
de sus necesidades biológicas, sino en toda sus actividades, incluso en las
específicamente y más altamente humanas (sensaciones, imágenes, conceptos,
pensamiento, lenguaje, decisiones). No hay ningún acto del hombre que no esté de
alguna manera condicionado por la naturaleza. Todo intento de comprensión del
hombre, que pase por alto o disminuya la constatación fenomenológica de la
dependencia del hombre respecto del mundo y (en este sentido) de su pertenencia al
mundo, está de antemano condenada al fracaso. Queda pues excluido todo
idealismo pseudoespiritualista, que ponga en peligro la importancia de la
vinculación esencial del hombre con la naturaleza. Por el contrario, precisamente
sobre el fondo de la radical «mundanidad» «<ser-en-el mundo») del hombre resalta
más fuertemente el contraste diferenciativo entre el hombre y el mundo 5.
En la experiencia misma de existir en el mundo, el hombre vive otra experiencia
opuesta: la de existir frente al mundo, de su diversidad respecto al mundo.
El mundo está presente ahí delante del hombre, como una realidad anterior a él,
autónoma, conducida por procesos inmanentes no establecidos por el hombre: el
mundo ha acontecido y los procesos del mundo acontecen por sí mismos, sin la
intervención del hombre. Experiencia singular, de tal manera compenetrada con la
existencia que pasa inadvertida y que puede ser vivida de maneras contrastantes:
estupor, identificación, perplejidad y amenaza; en una palabra, familiaridad y
distancia.
Ante el mundo el hombre no puede menos de preguntarse como es y qué sentido
tiene para él; en esta pregunta se sitúa y distancia frente al mundo, se da cuenta de
su mutua diversidad. Esta experiencia de distancia respecto al mundo culmina en la
certeza permanente de la realidad del mundo. La afirmación de que el mundo es
real no la podemos descartar, porque chocamos continuamente con el mundo como
algo que sin cesar nos resiste.
5. X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 1978; Inteligencia sentiente,
Madrid 1980; J. L. Pinillos, Lofisico y lo mental en la ciencia contemporánea, en
Antropología y Teología, Madrid 1978, 15-46; J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas
antropologías, Santander 1983; A. Gehien, El hombre, Salamanca 1980; R. H.
Plessner, Die Stufen des organischen und der Mens(h, Berlin 1965; H. Rombach,
Strukturontologie. eine Philosophie der Freiheit, München 1971; P. Ricocur, Le
conflit des interprétations, Paris 1969; W. Pannenberg, Gottesgedanke und
menschliche Freiheit, G6ttingen 1972.
20El hombre abierto a Dios

He aquí el dato fenomenológico que marca la distancia inseparable entre el


hombre y el mundo: el hombre sabe la realidad del mundo y la suya propia: el
mundo no sabe ni la suya ni la del hombre. Un hecho tan sencillo como enorme
pone al descubierto que la distancia entre ambos no es cuantificable, no tiene
medida cuantitativa posible: es inconmensurable. Aquí se revela la situación límite
de la relación «hombre-mundo» límite del hombre, que depende del mundo; límite
del mundo, que no se conoce a sí mismo y por eso no puede dialogar con el hombre;
límite cualitativo e insuperable entre el hombre y el mundo, que califica al hombre
como hombre, al mundo como mundo y su relación mutua.
En la experiencia de la realidad del mundo vive el hombre la experiencia
fundamental de la propia existencia como real y realmente diversa de la realidad del
mundo. Las dos afirmaciones («el mundo es», «yo soy») se implican mutuamente,
como expresiones de una misma experiencia: son inseparables, mutuamente
condicionadas y mutuamente irreducibles. La misma forma verbal «es» tiene
sentido diverso en la afirmación de la realidad del mundo y de la mía propia. En el
acto mismo de conocer al mundo, el hombre se conoce a sí mismo como realidad
diversa de la del mundo. El binomio «hombremundo» expresa la relación sujeto-
objeto mutuamente diversa e irreducible. La condición previa de posibilidad de esta
relación está en la mutua diversidad cualitativa. Solamente el hombre conoce esta
relación, que por eso no es inteligible sino partiendo de la experiencia en que el
hombre vive su relación al mundo.
Si se quiere llegar a la raíz de esta diversidad, hay que decir: el hombre,
consciente de si mismo; el mundo, no-consciente de sí mismo. Aquí está la frontera
decisiva entre el hombre y la naturaleza, y el origen de la existencia hwnana como
existencia frente al mundo. El hombre se vive y muestra como desvinculado del
mundo por razón de lo que le diversifica inconmensurablemente del mismo: la
conciencia. Porque es consciente de su propia realidad, el hombre capta la realidad
del mundo como diversa de la suya: lo que diversifica y desvincula al hombre del
mundo es pues el conocimiento de lo real como real.
El análisis de la relación hombre-mundo descubre otra dimensión inmanente a la
conciencia y, como ella, desvinculante al hombre de la naturaleza y de sus procesos:
el obrar libre del hombre, en el que se experimenta como no-inmerso en el devenir
de la naturaleza, sino como capaz de actuar sobre ella según posibilidades nuevas
creadas por su libertad. Es decir, el hombre es consciente de su capacidad de
modificar el curso inmanente de la naturaleza según proyectos forjados y realizados
libremente por él, sirviéndose de las constantes de la naturaleza,

El hombre abierto a Dios 21


En virtud de su vinculación al mundo por su corporalidad y de su diversidad del
mundo por su conciencia-libertad, el hombre está llamado a ejercer una función
exclusivamente suya respecto al mundo: la transfon-nación de la naturaleza más allá
de sus procesos inmanentes. La presencia del hombre en el mundo representa pues
una actuación de las posibilidades escondidas de la naturaleza, que lleva a
resultados que la naturaleza por sí sola no podría lograr. A las ¡limitadas
potencialidades objetivas de la naturaleza corresponde la ¡limitada potencialidad
proyectiva del hombre. Y viceversa: a la posibilidad ¡limitada de crear lo nuevo,
propia del hombre, corresponde la posibilidad ¡limitada de la naturaleza de ser
transformada.
Esta correspondencia mutua entre el hombre y la naturaleza permite comprender
al hombre como el momento culminante del devenir cósmico, que precisamente en
el hombre da el paso definitivo hacia la realidad nueva del devenir histórico: dando
origen al hombre, la evolución se ha lanzado más allá de sí misma hacia una órbita
más elevada, hacia un futuro siempre nuevo. Se puede decir pues que el devenir
cósmico alcanza su sentido en el hombre, en cuanto logra en él su configuración
suprema, que a su vez conf-iere al mundo la apertura a un futuro sin límites.
La función del hombre respecto al mundo se presenta polifacético. Uno de sus
aspectos más evidentes es el de transformar las cosas del mundo mediante el
trabajo, es decir, mediante la producción de los bienes que el hombre necesita para
su propia supervivencia. No se puede, sin embargo, pasar por alto que incluso la
actividad productora de los bienes de consumo es humana, actuada de manera
específicamente humana (consciente y libre), orientada no exclusivamente a las
necesidades biológicas, sino hacia el desarrollo total del hombre. Pero sobre todo
se debe notar que la función del hombre respecto al mundo no se puede reducir a la
productividad mediante el trabajo. El hombre es curioso de saber cómo es el
mundo, de conocer el enigma del mundo; simplemente de conocerlo por conocerlo.
De este deseo de saber han surgido y siguen surgiendo los grandes descubrimientos
que marcan las etapas del progreso humano. Buscando conocer cómo es el mundo,
el hombre busca también y principalmente conocerse a sí mismo: progresando en el
conocimiento del mundo, desarrolla las propias capacidades de conocer v actuar, v
isí progresa en el conocímiento de sí mismo,
Mediante el conocimiento del mundo el hombre crece en el dominio de la
naturaleza, y por eso crece precisamente como hombre en la conciencia de sí mismo
y de las posibilidades de su libertad: crea posibilidades humanas nuevas;
transformando el mundo, lo humaniza y se humaniza @t sí mismo, crea el proceso
de humanización creciente. De este proceso resulta que el hombre crece en el nivel
más profundo
22 El hombre abierto a Dio,

de su ser hombre, a saber, en la conciencia y radicalidad con que vive y piensa la


cuestión del sentido de su vida. Cuanto más señor de la naturaleza se hace el
hombre, más relevante se hace el porqué último de su actividad y de su existencia
en el mundo; es decir, cuanto m' as emerge el hombre sobre la naturaleza, más se
encuentra a sí mismo ante la cuestión última: el porqué último del mundo y de la
relación «hombre-mundo», el porqué último del hombre mismo.
Finalmente no se pueden olvidar otros aspectos fundamentales de la función del
hombre respecto al mundo, diversos del trabajo y más creativos: el arte en todas sus
formas, el lenguaje, la cultura, etc. Son actividades en las que el hombre expresa su
interioridad, haciendo de la naturaleza mero instrumento expresivo de su
subjetividad; estas actividades provienen sí de una necesidad del hombre, pero de
una necesidad diversa de las biológicas: de la necesidad que el hombre siente de
expresarse a sí mismo, creando una belleza irreductible a la de la naturaleza, un
lenguaje del que la naturaleza carece, una cultura hecha a la medida del hombre.
Todo esto quiere decir que el resultado principal de la acción del hombre sobre el
mundo es el progreso del hombre en cuanto hombre, precisamente en lo que es
específico del hombre y lo diferencia de la naturaleza. El hombre es capaz de
cambiar su misma relación con la naturaleza; creciendo en el dominio de ella, se
cambia a sí mismo.
A nivel fenomenológico, se manifiesta en la relación hombrenaturaleza otra
experiencia del hombre: la que Heidegger ha formulado como experiencia de haber
sido arrojado a la existencia 0: experiencia de existencia proveniente de fuera y no
de cada uno de nosotros. No he venido por mí mismo al mundo, sino que he sido
traído (experiencia de pasividad radical): mi existencia, en último término, me es
impuesta, no dispuesta por mí: existencia originaria y permanentemente recibida,
que hace del hombre e-vento, «venido de»: experiencia de la dependencia
constitutiva respecto de la naturaleza en su propio origen, en su continuar
existiendo, en su acción, en su progreso. Experiencia personal de cada hombre
sobre el comienzo de su vida, condicionado por una serie innumerable de
circunstancias históricas, resultado de combinaciones incalculables de tantos actos
libres y de tantos procesos naturales; es decir, enormemente marcado por la
eventualidad.
Esta experiencia del aplastante condicionamiento del origen de la existencia
personal de cada uno, que expresamos con una pregunta que nos deja sin respuesta
«<por qué existo precisamente yo»), se refleja y se renueva en la acción del hombre
sobre el mundo, en cuanto que el resultado de esta acción permanece siempre
bivalente,
6. M. Heidegger. Sein und Zeit, 134-135; 377-378; Vom Wesen des Grundes,
39-50.

El hombre abierto a Dios 23

indivisiblemente positivo y negativo. Al transformar la naturaleza, el hombre


queda aprisionado por los resultados logrados, en los cuales aparece siempre lo no-
previsto, lo irracional, incluso lo amenazante; en nuestro tiempo hemos hecho la
experiencia más tangible y terrible de esto: el progreso científico y tecnológico ha
hecho real la posibilidad de destruir toda la humanidad. No es pues mera retórica
decir que el hombre, manipulando la naturaleza, corre el riesgo de ser víctima de sus
propias manipulaciones. En la relación hombre-mundo aparece pues una situaci¿)n-
fimite, vivida en la experiencia de finitud y contingencia, que imponen la cuestión
«qué es el hombre».
La vinculación del hombre al mundo por su corporalidad y su desvinculación por
su interioridad indican que el hombre tiene una apertura singular al mundo, cuyos
caracteres es necesario analizar.
El hombre está en el mundo, no meramente para sobrevivir, sino precisamente
para actuar y actuarse como hombre, a saber, para realizarse en aquello que lo
diversifica de la naturaleza, en la conciencia de sí mismo y en su libertad.
Su vida interior está condicionada por las impresiones sensibles provenientes del
mundo. Por otra parte, es su interioridad la que hace al hombre capaz de actuar en
el mundo como hombre, es decir, de llevar la naturaleza más allá de sus procesos
meramente inmanentes. Esto quiere decir que la apertura del hombre al mundo
pertenece a su estructura ontológica: el hombre está abierto al mundo en virtud de
su constitución fundamental de interioridad encarnada, de su unidad subjetivo-
corpórea. Es la subjetividad humana la que hace de las cosas del mundo objeto,
realidades que están ante un sujeto y por eso se manifiestan. La objetivaci¿)n surge
del encuentro del sujeto humano con las cosas del mundo, pero su matriz originaria
es la subjetividad del hombre, que da fon-na al contenido objetivo de las
sensaciones y del pensamiento. Y es precisamente la actividad objetivamente del
sujeto humano la que hace posible la acción humana de transformar el mundo. La
apertura del hombre al mundo es pues objetivante, y por eso proyectiva, es decir,
creadora de proyectos del futuro del mundo y hacia el futuro del mundo, hacia lo
nuevo respecto a los procesos de la naturaleza y respecto a toda transformación
concreta del mundo realizada ya por el hombre. La apertura del hombre al mundo
se revela iliirnitada, en cuanto no se detiene ni puede detenerse ante ninguna meta
lograda. La ley fundamental del actuar del hombre es que toda meta alcanzada
viene a ser punto de partida para nuevos logros: es pues una apertura siempre
abierta, que, en el acto mismo de crear lo nuevo, lo trasciende hacia lo siempre
nuevo, sin poder nunca ser el nuevo definitivo, último: todo lo alcanzado lleva el
carácter insuperable de lo penúltimo. En cuanto apertura siempre abierta, constituye
la condición previa de todo progreso del hombre en el
24 El hombre abierto a Dios

mundo, y al mismo tiempo la razón de la insuprimible penultimidad de todo logro


concreto alcanzado. En la estructura ontológica de la apertura ¡limitada están ya
anticipadas todas las objetivaciones futuras, todo lo nuevo que podrá venir; y se
anticipa tambien la superación de todo aquello que el hombre hará en el mundo.
Anticipadamente esta apertura tiende más allá de todo resultado concreto: hace
posible todo objetivo concreto y al mismo tiempo supera toda meta concreta
lograda.
He aquí el carácter trascendente de toda acción del hombre en el mundo y
también, por lo tanto, del trabajo humano. Y he aquí también el origen de la
trascendencia en la subjetividad humana: el hombre trasciende el mundo no
solamente en cuanto, por razón de su subjetividad, se pregunta cómo y para qué es
el mundo, sino también en cuanto existe desvinculado del proceso intrínseco de la
naturaleza (libertad), y por eso puede actuar sobre el curso de la naturaleza y
transformarla según sus propios proyectos. La trascendencia del hombre sobre el
mundo comprende pues inseparablemente unidas la conciencia y la libertad. Pero
hay todavía más, la misma apertura del hombre al mundo (que trasciende la
naturaleza), trasciende también al hombre: es autotrascendente, en cuanto va
siempre delante de toda realización humana y de toda autorrealización del hombre
mismo. Va siempre por delante, como requisito previo de todo pensar, decidir y
obrar humanos. El hombre es hombre, en cuanto sostenido e impulsado por su
propia subjetividad, por la trascendencia que es el mismo, por su autotrascendencia.
El hombre vive siempre hacia adelante, superando el pasado y el presente en
virtud de su autotrascendencia hacia el futuro, que se manifiesta en el hecho de que
no puede menos de preguntarse sobre el sentido último de su vida, que es la
cuestión de su porvenir: el autocuestionarse del hombre revela su autotrascendencia.
La misma apertura, que implica la cuestión del hombre sobre el mundo, conlleva la
cuestión del hombre sobre sí mismo. La respuesta deberá pues buscarse en el
hombre mismo, en su interioridad (conciencia-libertad), que constituye su apertura
al mundo. Hay que decir, por consiguiente, que el hombre trasciende la naturaleza
en cuanto que y porque se trasciende a sí mismo: en el fondo se trata de una misma
trascendencia, que constituye la condición previa de posibilidad de toda la actividad
interior y exterior del hombre, marcado en su conciencia y libertad por la
orientación hacia el porvenir, hacia el futuro siempre abierto. Apertura, que tiende
anticipadamente más allá de todo futuro concreto, y que condiciona la posibilidad
de captar el pasado como pasado y el presente como presente: el horizonte, siempre
en vanguardia, de lo que vendrá. La temporalidad del hombre es dimensión de la
subjetividad. El tiempo, medido cuantita-

El hombre abierto a Dios 25


tivamente es objetivación de la subjetividad. Por eso hay una diferencia radical
entre el tiempo de las cosas (mundo) y el tiempo del hombre.
El análisis de la relación hombre-mundo ha mostrado que el origen de esta
relación se encuentra en la subjetividad del hombre, en su interioridad pensante,
decidiente, operante. Es allí donde se manifiesta radicalmente la diversidad entre el
hombre y la naturaleza, lo específicamente humano que orienta hacia la cuestión
«qué es el hombre». En la búsqueda de una respuesta hay que llevar hasta el fondo
la reflexión sobre la subjetividad: no se la puede dejar entre paréntesis, sin poner
entre paréntesis al hombre mismo.
El dato más inmediato y constatable es el siguiente: en todo acto de sentir,
preguntar, pensar, decidir, obrar, nos damos cuenta de sentir, preguntar, pensar, etc.
Y nos damos cuenta, no por otro acto posterior, sino en el acto mismo de nuestro
sentir, pensar, etc. Son pues actos autopresentes, manifiestos a sí mismos por sí
mismos. Este es el carácter propio y exclusivo de estos actos humanos. Por eso
acertadamente se llaman conscientes (cum-scientia: conocer sabiendo que se
conoce). Aquí se impone una observación decisiva: qué es sentir, pensar, decidir,
etc., lo podemos saber únicamente en cuanto que el sentir, pensar, etc. son captados
en el acto mismo en que sentimos, pensamos, etc.: podemos saberlo solamente a
base de esta experiencia. El hecho de la conciencia da al hombre un saber de sí
mismo; por eso el saber humano no es tributario exclusivamente del conocer que le
proporcionan los sentidos externos. Es verdad que los actos de sentir, pensar, etc.
están siempre vinculados a un objeto sentido, pensado, etc., y condicionados por él;
pero su carácter de autopresentes, de ser conscientes, es intrínseco y constitutivo de
estos actos. El objeto condiciona el surgir de estos actos, pero no crea su carácter
consciente.
Hay otro carácter propio de los actos conscientes. Aunque sucesivos en el
tiempo, aparecen unidos por un vínculo permanente; es decir, hay en nosotros un
centro unificativo de los actos, que supera su sucesión. Son los actos mismos los
que revelan este centro dinámico, consciente de su actividad permanente en el
sucederse de los actos, y que se llama sujeto. No hay conciencia ni de los actos
solos ni del sujeto solo, sino del sujeto como actuado en los actos y de los actos
como actuados por el sujeto. La experiencia del sujeto y de sus actos constituye un
bloque indivisible. El sujeto permanece idéntico en el mismo ser modificado por los
actos; permanece idéntico en la conciencia de sí, que es por excelencia identidad,
inmanencia suprema respecto a toda realidad del mundo: el sujeto se automodifica
permaneciendo sí mismo.
26 El hombre abierto a Dios

En la conciencia se encuentra la raíz de la diversidad y de la trascendencia del


hombre respecto a toda otra realidad del mundo; manifiesta por sí misma su propia
originalidad como realidad, como experiencia y como conocimiento. Es una
realidad exclusivamente interior, autónoma en su estructura de autopresencia, que
precisamente en cuanto presencia de sí a sí misma es experiencia y conocímiento
de sí misma. Su realidad es ser autopresente, y esta autopresencia es experiencia y
comprensión de sí misma: en la experiencia está implicada la comprensión, y
viceversa.
La conciencia no puede actuarse sino condicionada por los contenidos objetivos
y por las sensaciones externas; pero en su núcleo de autopresencia es autónoma y
ontológicamente previa a las objetivaciones y a las sensaciones, pues constituye la
condición de posibilidad e las mismas. Las sensaciones humanas no son un mero
ver, oír, tocar, sino un yo-veo, yo-oigo, etc. La autopresencia interior del «yo»
invade las sensaciones humanas y las diferencia de las sensaciones animales. En
cuanto actuación del sujeto como sujeto, la conciencia es fuente de todo
conocimiento y acción del hombre, tanto sobre sí mismo como sobre la realidad
del mundo: en ella se esconde el origen de la trascendencia del hombre respecto al
mundo y a sí mismo.
No es, en último término, la sensación sentida, el pensamiento, pensado, la
decisión decidida, lo que diferencia al. hombre de lo nohumano. Lo que, en última
instancia, lo car acteriza, es aqu ello que hace posible el pensamiento pensado,
etc., es decir, la conciencia que se actúa en el sentir sentiente, en el pensar
pensante, en el decidir decidiente; cualquiera que sea el contenido de su pensar,
sentir, etc., el hombre afirma siempre implícitamente: yo-siento, yo-pienso, es
decir, afirma siempre lo exclusivamente suyo, su intrasferible ser

personal.
La afirmación (siempre presente e implícita) de la propia existencia goza de un
estatuto semántica privilegiado, que ha sido notado por el análisis lingüístico. La
palabra «yo» es autorreflexiva, en cuanto por sí misma expresa la autoexperiencia
del sujeto como sujeto; por eso es insustituible en el lenguaje. Las proposiciones
formadas con el pronombre «yo» del indicativo presente (yo pienso, yo quiero,
etc.) expresan algo no traducible en ningún otro tipo de proposiciones: llaman la
atención de los demás sobre lo que es exclusivamente mío. Los otros pronombres
personales llevan siempre implícito el «yo»: llamando a otro «tú» o «él», me afirmo
a mí mismo como «yo». Pero hay que añadir que todas las proposiciones formadas
con la palabra «yo» coinciden en afirmar la singularidad intrasferible e inefable de
mi existencia personal. La misma palabra «yo», pronunciada por varias personas,,
expresa algo radicalmente distinto. porque detrás de cada «yo» está el sujeto
personal: significa que yo

El hombre abierto a Dios 27

llevo en mí mismo la vivencia de mi propia realidad como diversa de la realidad


de las cosas y como insustituible (no-identificable) respecto a los demás hombres.
Esta es una certeza exclusivamente mía y exclusivamente interior. El yo consciente
constituye el núcleo radical (en el fondo inefable) de mi existencia.
La originalidad de la conciencia está en ser experiencia interior por sí misma
autocomprensiva, no determinada por lo externo sensible ni por un contenido
objetivo: subjetividad que se actúa como subjetividad, autopresencia del sujeto
como sujeto en sus actos. Siendo pues realidad, experiencia y conocimiento
totalmente interior, la conciencia no es cuantificable ni medible, no es verificable
por la experiencia empírica: qué es pensar, entender, decidir, lo sabemos solamente
por la experiencia interior de pensar, entender, decidir. La conciencia trasciende
pues las coordenadas fundamentales de la expe-

r' 1 . : el espacio y el tiempo; trasciende la cantidad y, por

iencia empirica
consiguiente, el espacio, y trasciende también la sucesión temporal de los actos,
en cuanto es centro permanente unificativo de los actos sucesivos que son vividos
como actos del mismo sujeto.
Porque no es verificable empíricamente, la conciencia se expresa en un lenguaje
singular, que es significativo porque evoca en el otro su experiencia conciencias:
lenguaje que se podría llamar «sugerente», en cuanto invita al otro a dirigir la
mirada hacia su propia interioridad. Si el lenguaje de la conciencia (es decir, del
«yo») funciona (y cómo no reconocer que funciona, si constituye una forma
imprescindible de todo lenguaje humano), es porque dice algo que los otros
experimentan en el interior de sí MISMOS 7.
La índole, exclusivamente interior, de la conciencia impone la Cuestión de su
origen. Admitida, como altamente probable, la hipótesis evolucionista, la cuestión
se presenta así: ¿puede ser la materia, por sí sola, el origen último de la conciencia?
¿se puede explicar la conciencia, en última instancia, como mero resultado del solo
proceso de la materia? La respuesta deberá tener en cuenta que un proceso de la
materia tendrá que ser un proceso material y por eso empíricamente verificable.
Ahora bien, la conciencia no pertenece a lo empíricamente verificable. La materia
es esencialmente realidad sensible. Sensibles son sus procesos y los resultados de
ellos. La cualidad fundamental de la conciencia, es decir, su inaccesibilidad a la
verificación empírica, no permite explicar su origen solamente con los procesos de
la materia.

En la relación hombre-mundo la libertad juega un papel decisivo. Precisamente


por no estar insertado en las constantes de la naturalesino desvinculado de ellas por
razón de su libertad, el hombre es za,

7. Cf. J. Gómez Caffarena, o. c.. 101-104.


28 El hombre abierto a Dios

capaz de crear en la naturaleza posibilidades nuevas y de realizar así el paso que va del
devenir cósmico al devenir histórico. La libertad hw-nana pertenece pues a la situación-
fimite constituida por la relación hombre-mundo, cuya comprensión no es posible sin
reflexionar sobre la libertad. No es pues suficiente analizar la conciencia, hay que
analizar también la libertad: ambas están estrechamente unidas.
El acto libre tiene su carácter propio en el no-estar precontenido ni predeterminado en
ninguna realidad anterior a él: ni en los procesos de la naturaleza, ni en las circunstancias
históricas que lo condicionan, ni en la misma libertad de la que provienen, ni en los actos
libres que lo preceden: está pues libre de toda condición previa que lo predecida. Es algo
nuevo y discontinuo respecto a todas las condiciones que lo hacen posible. No es la
mera manifestación de lo previamente dado, sino lo que acontece en cuanto no
precontenido en nada de lo que le precede temporalmente u ontol¿)gicamente. Esta es su
diversidad y superioridad cualitativas respecto a los procesos de la
n
aturaleza: en cuanto desvinculado de todas las determinaciones que
pudieran venirle del mundo y de la historia, el acto libre implica la
actuación de posibilidades que trascienden las de la naturaleza.
Pero el acto libre no es solamente decidir sobre esto o aquello; es
decisión del sujeto sobre sí mismo, sobre las posibilidades de su
existencia: nos hacemos a nosotros mismos. Porque la libertad se
i
i
identifica con el sujeto, es el sujeto quien hace el proceso de su
propio
devenir permaneciendo sí mismo. El hombre decide de su propio
Porvenir: decide por sí mismo de sí mismo. Es aquí donde se
manifies-
ta más fuertemente la inmanencia, la interioridad suprema del hom-
bre respecto a las demás realidades del mundo. Interioridad hasta tal
punto inmanente, que el sujeto humano se actúa y realiza a sí mismo
í
en sus propios actos. Precisamente en esta inmanencia de su libertad
el hombre trasciende toda la naturaleza y sus procesos. Más aún, el
hombre se trasciende a sí mismo.
Trasciende la naturaleza, porque en su libertad se posee y se actúa
de un modo superior al de los procesos de la naturaleza, que son
plenamente explicables a partir de los factores previos que los condi
cionan. El hombre se trasciende en sus actos libres, en cuanto sus
decisiones no se explican totalmente ni siquiera por su libertad: las
decisiones concretas de la libertad no están precontenidas ni son
previsibles en la libertad misma. El paso del pensar al decidir, es
decir,
del conocimiento previo que condiciona la decisión misma, lo puede
decidir solamente la decisión: se decide, únicamente decidiendo.
En sus actos libres el hombre va más allá de lo que es: se
autotrasciende; la libertad humana no es sólo libertad-de (libertad de
condiciones predeterminantes). sino también libertad-pal-a, es decir,
no para sí misma, ni en último término para el sujeto libre, sino para

El hombre abierto a Dios 29

un más allá de sí misma y hacia un más allá del sujeto libre: está orientada por sí misma
hacia el futuro. Su apertura a decisiones nuevas y su apertura al futuro son idénticas. El
hombre tiene futuro solamente por razón de su libertad. Y viceversa, la libertad, en cuanto
orientada esencialmente al futuro, lleva al hombre más allá de cuanto ha sido. La paradoja
del hombre está en trascender siempre lo que él mismo es.
La experiencia que el hombre vive de su libertad pertenece a la experiencia misma de su
existencia. Como el hombre no se ha dado la existencia, sino que ha sido puesto en ella,
así tampoco se ha dado la libertad, sino que la ha recibido. La libertad humana es pues
don y su origen tiene carácter de don: no la ha creado el hombre, pues el sujeto

libre precede ontológicamente sus actos. Pero la liberta umana es un don, que implica en
sí mismo una tarea, una llamada. Precisamente por y en su libertad el hombre está
interpelado a realizarse a sí mism o transformando el mundo. La libertad del hombre es
pues esencialmente libertad llamada a responder de sí misma: responsable. La
responsabilidad no es un predicado cualquiera de la libertad humana, sino que constituye
su misma esencia como libertad-para. De otro modo la libertad permanecería encerrada
en sí misma, incomunicada: degeneraría en arbitrariedad. El hombre está pues
cuestionado, interpelado, en su libertad, esencialmente referida a otras libertades, a la
libertad de los otros. La referencia a la libertad de los demás es constitutiva de la libertad
de cada uno: pertenece a la trascendencia de la libertad.
La libertad humana lleva en sí misma la cuestión de su origen y de su orientación apriórica
hacia el futuro: la cuestión del de dónde viene y hacia dónde va. Son dos aspectos de la
misma cuestión, porque siendo la libertad apertura apriórica ¡limitada hacia el futuro, su
origen no puede ser sino la misma realidad que suscita y mantiene esta apertura: «origen
de» y «término hacia» son aquí idénticos. La cuestión puede ser formulada también en
términos de responsabilioad: ¿de dónde proviene (en última instancia) la responsabilidad
del hombre, ante quién es (en último término) responsable? También en esta segunda
formulación el de dónde y el ante quién tendrán que ser la misma realidad: la realidad
última, que hace al hombre responsable, será la misma ante la cual el hombre es
responsable. Se trata, en el fondo, de la cuestión del fundamento último de la libertad del
hombre, es decir, del fundamento del que la recibe y ante el cual es responsable. Ahora
bien, el hombre es responsable de la transformación de la naturaleza, pero no es
responsable ante la naturaleza. No se puede ser responsable ante una realidad impersonal,
como es la naturaleza, sino solamente ante un ser personal. Por otra parte, la reflexión
sobre la imposibilidad del salto de los procesos materiales de
30 El hombre abierto a Dios

la naturaleza a la inmanencia de la conciencia se presenta todavía más evidente


cuando se trata del paso de los procesos naturales a los actos libres. La decisión
libre rompe todos los esquemas pensables de un proceso de naturaleza: el devenir
cósmico no puede ser ni el «de dónde» último ni el «hacia dónde» último de la
libertad.
El fundamento último de la libertad humana no podrá ser, por consiguiente, sino
una realidad trascendente y personal: trascendente respecto de toda la realidad del
mundo y del hombre, que no pueden explicar el «de dónde» de la libertad; personal,
porque solamente ante un ser personal puede tener sentido la responsabilidad
(libertad) del hombre. Más aún, trascendente precisamente en cuanto personal,
pues solamente en cuanto persona puede trascender absolutamente la naturaleza (en
su impersonalidad) y el hombre (en su libertad). En síntesis: la libertad-
responsabilidad, estructura ontológica del hombre, revela con una luz nueva que el
ser cuestionado, interpelado, es constitutivo del hombre, y así revela su contingencia
radical, a saber, el no estar-fundado (en última instancia) ni en sí mismo ni en la
naturaleza, sino en la Realidad Fundante Trascendente Personal.
Llegados a este punto se puede dar un paso adelante en la cuestión de la relación
hombre-mundo, en la cuestión del hombre y de su libertad-responsabilidad respecto
a la naturaleza.
Admitiendo la hipótesis evolucionista, la persona humana se presenta como el
resultado último y supremo del proceso evolutivo. Las condiciones de posibilidad
de la totalidad de este proceso deben ser consideradas teniendo en cuenta el término
último y supremo del proceso; estas condiciones deben explicar la posibilidad del
resultado último, que es el hombre. Solamente a la luz del término último del
proceso, se puede poner la cuestión de los requisitos previos necesarios para
comprender la totalidad del proceso y su resultado fanal, la persona humana.
Si (como se ha mostrado) los procesos meramente naturales no son suficientes
para explicar el ser personal del hombre (conciencia y libertad), y por otra parte
todo el proceso evolutivo ha culminado de hecho en el hombre, se debe concluir que
a lo largo de todo el proceso ha habido ya un plus de dinamismo respecto a las
posibilidades procesuales de la sola materia y que la materia ha tenido que recibir
este plus de una realidad trascendente. Si la naturaleza lo ha recibido, quiere decir
que depende de esa realidad trascendente: la realidad trascendente y personal que,
en último término funda el ser del hombre, es también fundamento respecto a la
naturaleza; no puede menos de llevar un nombre absolutamente singular: Dios.
En el análisis de la cuestión del hombre, considerada en la relación «hombre-
mundo» ha emergido la cuestión de Dios como Realidad Fundante, Trascendente,
Personal. Y, al mismo tiempo, la cuestión
El hombre abierto a Dios 31

de Dios ha sido verificada como significativa, dotada de sentido. La reflexión no


ha sido sin embargo una «demostración», sino una «mostración», porque en ella
juega un papel decisivo la libertad como tarea y responsabilidad, y la
responsabilidad no se la puede conocer sino reconociéndola, es decir. en un
conocimiento @omprometidoque implica la opción.

3. Cada hombre vive su relación con el mundo en comunión y colaboración con


los otros. La vida humana es esencialmente convivencia, vivir con los demás. La
relación al mundo y la relación a los otros hombres están estrechamente unidas: el
mundo mediatiza las relaciones interpersonales, y éstas a su vez interfieren en la
relación de los individuos al mundo. La transformaci¿)n del mundo es obra de cada
uno y de todos, es decir, de cada uno en cuanto miembro de la comunidad humana.
Dada la índole objetiva del trabajo humano, lo realizado por cada uno viene a ser
accesible y disponible para los demás. La objetivación del trabajo en naturaleza-
transformada hace de él la empresa común, que une toda la humanidad en el devenir
de la historia. Es pues la relación del hombre al mundo la que impone la reflexión
sobre la relación del hombre a los otros y a la comunidad humana. Se trata de una
dimensión fundamental de la existencia, inseparable, pero diversa respecto a la
relación hombre-mundo; por eso, no se la puede omitir en la búsqueda de la
cuestión última del hombre. La convivencia no es algo extrínseco o accidental a la
persona humana: en el núcleo intrasferible del yo personal, todo hombre está
llamado a la comunión interpersonal; la apertura al tú es constitutiva del yo, como lo
es también la apertura del yo y del tú a la comunidad. Lejos de excluirse, la
dimensión personal y la interpersonal-comunitaria se incluyen mutuamente: la
persona humana no puede realizarse como persona sino en la alteridad, en el darse a
y recibir de los demás. La subjetividad humana es esencialmente inter-

subjetividad S.
El carácter propio de las relaciones interpersonales consiste en la comunicación
de conciencia, en el encuentro entre libertad y libertad. En este encuentro podrá
revelarse lo más humano del hombre: su libertad ante la libertad del otro: ¿qué
representa la libertad del otro para la mía. Y viceversa? ¿qué representa todo
hombre, en cuanto

8. E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca 1977; Autrement qu'étre ou au-


delá de ressence, La Haye 1974; P. Lain Entralgo, Teoria j, realidad del otro,
Madrid 1961; M. Theunissen, Der Andere, Berlin 1965; D. von Hildebrand, Das
Wesen der Liebe, Regensburg 197 1; Metaphi-sik der Gemeinschaft, Regensburg
197 1; K. Lówith, Day Individuwn in der Rolle des Mitmenschen, Darmstadt 1969;
R. Troisfontaines@ De rexistence á rétre. La philosophie de G. Marcel 11,
Louvain 1953, 1-60.
32 El hombre abierto a Dios

hombre (es decir, en lo que lo diversifica de la naturaleza) para los otros hombres,
y viceversa?
El dato más inmediato y evidente, que emerge en el encuentro interpersonal, es
que en la relación con los demás hombres vivimos una experiencia originaria y
nueva, radicalmente diversa de la relación a la naturaleza. Los objetos, las cosas,
están ahí como realidad a nuestra disposición, como instrumentos de que servirnos
para nuestra utilidad, como medios para nuestros fines; la alteridad de las cosas
respecto a la persona humana, es una alteridad de subordúzación.- la relación del
hombre a la naturaleza tiende a dominarla, para la autorrealización del mismo
hombre. Lo nuevo y originario en las relaciones interpersonales está en el
encontrarse ante un tú personal como yo, del cual no puedo disponer como dispongo
de las cosas. La realidad del tú (de todo hombre concreto que está ante mí) está
situada más allá de las relaciones de utilidad para mí, de ventaja para mis fines y
para mi autorrealización: la alteridad del tú respecto al yo no es de subordinación,
sino de comunión. El otro, con sola su presencia, me llama a tomar una actitud
personal ante su persona, me Pide ser reconocido por mí en su dignidad de persona:
el tú ante mí personifica en sí mismo la interpelación incondicional de mi libertad
(responsabilidad) para ser aceptado como Persona, como valor por sí mismo. Esta
es la experiencia vivida en toda relación interpersonal: la experiencia del otro como
realidad de la que no puedo pretender disponer ni dominar, como realidad
inviolable, sagrada. El otro, en su libertad, pone un veto incondicional a mi libertad,
un veto que se traduce positivamente en el «sí» de la aceptación de su ser personal,
más allá de sus cualidades individuales y de las circunstancias del encuentro.

La presencia del otro interpela incondicionalmente mi libertad a salir de mí


mismo hacia él por razón de ese valor suyo, del que están privadas las realidades
infrapersonales. Para expresar la originalidad de la experiencia vivida en las
relaciones interpersonales, y la realidad del otro como diversa de la de las cosas, es
decir, el misterio del otro, el lenguaje humano ha creado una palabra también
misteriosa y a la vez altamente significativa: la palabra respeto, que evoca la actitud
correspondiente a la inviolabilidad del otro: la actitud interior de quien no busca
imponerse al otro, someterlo a sí, sino afirmarlo y aceptarlo en la realidad de su
alteridad concreta. El respeto es la única actitud que hace verdaderas las relaciones
interpersonales, porque es la única que corresponde a la verdad y valor del otro. No
basta conocer el valor del otro como persona; hay que reconocerlo, aceptarlo en la
incondicionalidad de su interpelación a mi libertad.
Las relaciones interpersonales implican la experiencia común en que el yo y el tú
captan el valor incondicional del otro como persona,
El hombre abierto a Dios 33

es decir, como realidad consciente y libre. La raíz de esta experiencia está en la


vinculación mutua de la libertad de cada uno a la libertad del otro: relación entre
libertades como tales, según el valor incondicional que la una representa para la
otra. Aquí se revela la esencia de la libertad humana, en cuanto vinculada por la
libertad de los demás y vinculante para la libertad del otro: mi libertad es vinculante
para la del otro y ésta a su vez vinculante para la mía. El vínculo común, que anuda
a ambas, las trasciende. Cada una está llamada incondicionalmente a reconocer el
valor de la otra: cada una es trascendente respecto a la otra. Esta mutua correlación
es asimétrica, Porque el valor de la libertad del otro justifica que yo pueda renunciar
a mí mismo en favor del otro más de lo que puedo exigir de él. Esta mutua
asimetría de mi libertad y de la del otro revela la autotrascendencia de la una y de la
otra, que no constituyen una totalidad cerrada, sino abierta de ambas partes.
La actitud del respeto mutuo, exigido incondicionalmente por el valor del otro en
sí mismo, es en el fondo actitud de amor, porque implica la opción de reconocer el
valor del otro en su alteridad personal: es salir de sí mismo hacia el otro en el valor
incondicional de su ser personal concreto, intransferible e irrepetible.
La actitud radicalmente opuesta al respeto tiene un nombre bien conocido:
manipulación, la palabra que expresa la variedad polifacética de los diversos modos
de disponer de la libertad del otro, de maniobrarlo, dominarlo y poseerlo, de tratarlo
como un objeto al servicio de mis intereses, de mi ideología, de mis fines. La
manipulación está en contradicción con la estructura ontológica de las relaciones
interpersonales, porque degrada el ser personal del otro al nivel impersonal de las
cosas; es la perversión radical del encuentro interpersonal, porque instrumentaliza la
persona humana.
La experiencia singular, vivida en las relaciones interpersonales, manifiesta su
verdadero sentido, a saber, que todo hombre personifica en sí mismo para los demás
la exigencia incondicional de respeto y amor. El término «exigencia» tiene, en este
contexto, un significado especial. No quiere decir constricción de la libertad o
imposición extrínseca a la misma, sino todo lo contrario: llamada a la libertad como
libertad, a su propia autenticidad, es decir, a su verdadera esencia de estar referida a
la libertad del otro; llamada a la libertad, para que actúe y se actúe tal como está
constituida en su relación a la libertad de los demás. La libertad humana,
absolutizada como f-in de sí misma, dejaría de ser «libertad-para» y quedaría
paralizada.
La libertad del otro cuestiona incondicionalmente la mía, y viceversa; no suprime
ni disminuye mi libertad, sino que la llama a darle sentido, reconociendo la dignidad
personal del otro. Precisamente en esta actitud desinteresada hacia la alteridad
personal del otro, la
34 El hombre abierto a Dios

libertad humana se trasciende a sí misma, actúa y revela su autotrascendencia.


El análisis de la experiencia vivida en las relaciones interpersonales muestra que
la expresión «deber ético» no puede ser con-iprendida como imposición, sino como
llamada de la libertad en cuanto libertad, es decir, en su referencia constitutiva a la
dignidad personal del otro, que reclama la actitud fundamental de respeto y amor.
Será siempre perverso (perversión ontológica y por eso ética) engañar, seducir,
explotar, violentar, manipular, despreciar al otro, opritnirlo, someterlo a mis
intereses: en una palabra, toda fon-na de dominación del otro con la fuerza del
poder.
La incondicionalidad del veto, que el valor personal del otro representa para mi
libertad, adquiere singular relieve en los casos límite, en que está en juego la propia
vida frente a la vida de los otros: ni siquiera la razón de salvar la propia vida
justifica el cumplimiento de la orden de matar a un inocente. En todo caso, el valor
personal del otro justificaría la opción de aceptar la propia muerte antes que dar
muerte a un inocente. Pero el valor del otro, como persona, se revela de modo
supremo en los casos de oblación espontánea y heroica de la propia vida por salvar
la del otro. Aquí aparece en el valor personal del otro una incondicionalidad más
alta y radical: la de no-deber, pero sí poder tomar la decisión de renunciar a la
propia vida por salvar la del otro, cuyo valor personal es tan incondicional que
justifica el holocausto supremo y total de sí mismo. Aquí se revela, por excelencia,
la asimetría de las relaciones interpersonales, la más sublime interpelación y
autorrealización de la libertad como libertad, y de su autotrascendencia: la libertad
humana llega a su cumbre más
alta y definitiva, cuando sale totalmente de sí en el holocausto de sí
misma: solamente entonces viene a ser plenamente «libertad-para».
La apertura de todo hombre a los demás no se agota en las
relaciones interpersonales. Cada persona, en sí misma única e irrepetible,
pertenece a la comunidad humana. Esta pertenencia comunitaria se manifiesta en
una experiencia (tan antigua como la historia), que se ha ido haciendo cada vez más
consciente a lo largo de los siglos y que en nuestro tiempo ha adquirido importancia
relevante: la experiencia de comunión de conciencia, pensamiento y libertad, de
convivencia y, sobre todo, de destino común de toda la humanidad en el mundo; una
experiencia tan arraigada en el ser humano, que no han podido destruirla tantos y
tan graves conflictos y guerras a lo largo de la historia. Actuah-nente esta
experiencia es expresada con la palabra solidaridad, que designa la raíz ontológica
de la comunidad humana: el vínculo ontol¿>gico que une a cada hombre con toda la
humanidad. Se trata pues de una dimensión fundamental del ser humano, de la

El hombre abierto a Dios 35


que surge la tarea, común a todos, de colaborar al bien de la comunidad humana y
al progreso de sus estructuras.
Hablo de la «comunidad humana», y no de la «sociedad humana», porque lo
fundamental y originario es la comunidad; la sociedad es la forma concreta y
mutable de la comunidad, con finalidades particulares y regida por determinadas
normas jurídicas, dentro de la cual viven y actúan los hombres. Aquí nos interesa la
realidad más profunda y abarcante, que está en la base de toda sociedad: la
comunidad humana.
Siendo esencialmente comunión de personas, la comunidad humana no puede ser
una persona colectiva, supraindividual; la conciencia y la libertad son realidades
insustituibles e intransferiblemente personales, que no pueden concentrarse en una
superpersona. La categoría de lo «colectivo», aplicada a la humanidad, implica un
malentendido total de la persona humana y de la comunión de personas que
llamamos comunidad. La base previa y esencialmente permanente de la comunidad
humana está en el ser personal del hombre.
La comunidad humana no es una mera suma numérica de las personas que la
integran, sino una realidad cualitativamente nueva respecto a ellas, porque en la
comunidad las personas están unidas precisamente como personas, es decir, como
comunión de conciencia y libertad, y no por un vínculo extrínseco a las mismas.
La relación ontológica entre comunidad y persona es del todo singular, porque se
trata de realidades irreducibles entre sí e irreducibles también a otra que las englobe
a ambas; es decir, comunidad y persona están íntimamente condicionadas y
vinculadas por una referencia mutua y diversa. La persona se halla referida y
vinculada a la comunidad por sí misma, de tal manera que solamente mediante esta
referencia a la comunidad puede desarrollarse como persona: es miembro de la
comunidad, no a pesar de ser persona, sino precisamente porque lo es. La
comunidad, por su parte, está vinculada y referida a las personas que la integran, de
tal manera que solamente así puede permanecer comunidad humana y desarrollarse
como tal.
La dialéctica entre comunidad y persona no es de exclusión, oposición o
absorción, sino de mutua inclusión y de crecimiento mutuo: la persona se hace tanto
más persona, cuanto más actúa en pro de la comunidad, y la comunidad se hace
tanto más comunidad cuanto más contribuye al desarrollo de las posibilidades de las
personas que la integran. Comunidad y persona son pues valores correlativos entre
sí: valores incondicionales de cada una respecto a la otra, que ambas están llamadas
a respetar. La comunidad no puede absolutizarse, erigiéndose en valor supremo en
relación a las personas y haciendo así de ellas sus instrumentos. Toda
absolutización de lo
36 El hombre abierto a Dios

comunitario, se la denomine nación, estado, partido o progreso de la humanidad,


en el fondo viene a significar lo mismo: totalitarismo.
El bien de la comunidad no puede consistir en la negación ni en la reducción del
valor de la persona humana, y ésta por su parte está llamada a colaborar y
sacrificarse por la creación de estructuras comunitarias cada vez más aptas para la
participación de todos, sin exclusivismos ni privilegios. En su vinculación a la
comunidad, la persona se autotrasciende; en su vinculación a la persona humana, la
comunidad se autotrasciende; la una reclama de la otra ser reconocida en el valor
que es ella misma: un valor que justifica por sí mismo, no solamente el veto
incondicional de no instrumentalizar al otro, sino también el «plus» de generosidad
para con él.
El análisis de las relaciones interpersonales ha puesto de relieve que la persona
humana y la comunidad son un valor que interpela incondicionalmente la libertad
del otro: un valor, que presenta los caracteres siguientes:
a) es un valor común a todos los hombres, no solamente porque se identifica con
el ser personal de cada uno, sino sobre todo porque une a todos los hombres en la
vinculación ontológica de la comunión interpersonal;
b) es un valor que trasciende a cada persona y a la comunidad, en cuanto
reclama incondicionalmente que lo reconozcan y respeten: no lo han creado ni la
persona ni la comunidad, como no han creado su dignidad personal ni su libertad;
e) es un valor de la libertad como libertad y para la libertad en cuanto libertad,
pues la interpela en su esencia misma de libertad: llama la libertad a su auténtica
liberación en la opción del respeto y reconocimiento del otro, es decir, en la opción
del amor;
d) por eso este valor revela la autotrascendencia de la libertad, pues pone en
evidencia que la libertad humana no está finalizada en sí misma, sino hacia un más
allá de sí misma: es una libertad dinámicamente ex-céntrica, en cuanto tiene su
centro fuera de sí misma. La libertad humana es esenciah-nente libertad-para,
libertad-hacia el futuro, pero no hacia un futuro cualquiera, sino hacia el futuro en
cuanto normado por el valor de la persona y de la comunidad humana.
Estas características del valor de la personi v de la comunidad plantean por sí
mismas la cuestión que se legitima, en cuanto es necesaria para la comprensión de
este valor y, en el fondo, de la libertad humana. Es evidente que se trata de la
cuestión del sentido último de la existencia humana, que se configura aquí como
sentido último de la libertad.
La búsqueda de la respuesta debe tener lugar ante todo dentro de la inmanencia, es
decir, dentro de las mismas relaciones interhumanas

El hombre abierto a Dios 37


y de la relación hombre-mundo. Porque, aunque se dé una trascendencia mutua
interpersonal (y también entre la persona y la comunidad), esta trascendencia
pudiera tal vez resultar meramente correlativa, sin necesidad de superar el horizonte
intramundano de la relación mutua «persona-comunidad-mundo».
Pero es precisamente aquí donde se manifiesta que ni la persona ni la comunidad
son el fundamento último de su valor, pues de lo contrario la persona y la
comunidad, al tener en sí mismas su fundamento último (al ser autofundantes),
serían realidades absolutas, y no podrían estar incondicionalmente vinculadas al
valor del otro ni depender de él incondicionalmente: se absolutizaría la libertad, lo
cual está en contradicción con su prckpia estructura ontológica.
Persona y comunidad tienen pues una apertura común hacia un más allá de sí
mismas. Queda aún por ver si su fundamento último es el futuro de la humanidad o
la relación hombre-mundo. Aparece entonces que el valor de la persona humana
trasciende el mismo devenir de la humanidad y la relación hombre-mundo, en
cuanto ninguno de los dos pueden justificar que se haga de la persona humana un
instrumento para el progreso de la humanidad o para cumplir la tarea de transformar
la naturaleza: la dignidad personal del hombre pone un veto incondicional a todo
intento de degradarlo a objeto útil para el logro de un fin, cualquiera que sea.
El fundamento último del valor de la persona y de la comunidad humana tiene que
ser, por consiguiente, fundamento común de ambas y absolutamente trascendente
respecto a ellas, respecto a toda realidad intramundana e intrahistórica, a la relación
comunidad-persona y a la relación humanidad-naturaleza, respecto al devenir
histórico y por ello al devenir de la naturaleza como presupuesto del devenir
histórico. Tanto las personas singulares como la comunidad humana se
autotrascienden hacia su fundamento último absolutamente trascendente: esta es la
autotrascendencia de la libertad humana, que implica una orientación ontológica
hacia un centro común, último y trascendente.
Fundamento último y centro último de la libertad, como libertad, son idénticos. El
fundamento último trascendente es tal, en cuanto la funda orientada hacia el centro
último, es decir, en cuanto la constituye en libertad-para. ex-céntrica, finali7ada en
su centro último absolutamente trascendente. Y, a su vez, el centro último
trascendente es tal, en cuanto llama y atrae hacia sí la libertad humana y de este
modo la marca como autotrascendente. El origen fundante y el término final¡zante
de la libertad humana son pues una misma realidad trascendente. El fundamento
último, común y absolutamente trascendente de las relaciones interpersonales no
puede ser sino su centro común y
trascendente: el amor originario, el manantial de la solidaridad. de la
38 El hombre abierto a Dios

comunión y del amor. Este amor originario del que brota el hombre como persona
y libertad, que lo finaliza y lo hace crecer como persona y libertad, tiene que ser él
mismo persona y libertad. Amor originario, personal y absolutamente trascendente,
se llama Dios.
La reflexión sobre la experiencia vivida en las relaciones interpersonales muestra
pues que el hombre lleva en su ser personal y en su libertad la cuestión y la
afirmación implícita de Dios. Pero sería un grave error pensar que se trata de una
afirmación meramente intelectual; se trata de un conocimiento que es
esesencialmente reconocimiento, es decir, afirmación suscitada y sostenida por la
opción de aceptar en la praxis el valor incondicional de los otros como personas.
Solamente saliendo de sí mismo hacia los demás en el respeto y el amor, se puede
llegar realmente al amor originario. De lo contrario, se llegaría solamente a la idea
de Dios, y no a su realidad.

4. En la relación del hombre al mundo y a los otros se inserta un evento singular,


que consiste precisamente en la supresión total y definitiva de esta relación: el
evento de la muerte como término final de la existencia de cada hombre en el
mundo. Por eso la reflexión sobre la relación «hombre-mundo» y sobre las
relaciones interpersonales debe extenderse hasta el evento de la muerte, que dice la
última palabra sobre estas relaciones y, por tanto, sobre la cuestión del hombre.
No es dificil darse cuenta de que la cuestión del sentido de la vida viene a ser
obvia, inevitable y dramática ante la muerte, que se presenta por sí misma como la
cuestión del sentido de la vida, como su radical cuestionamiento. He aquí la
paradoja: la muerte, impalpable en sí misma, nos impone la cuestión del sentido
último de nuestra vida sin posibilidad de escapatoria: todo intento de subterfugio es
insensato y vano, porque (lo pensemos o no) la muerte nos llegará inexorablemente.
Toda pretensión de vivir, como si no hubiéramos de morir, es ilusoria y alienante: si
queremos vivir auténticamente como hombres, tenemos que enfrentarnos con la
cuestión de la muerte 9.
Como término final de toda la vida, la muerte es, en sí misma, cuestión sobre el
sentido último de la vida como totalidad: en su

9 M de L'nitmuno. I)<,1 ventiniií,nt(> ir¿ígi(,, dt, líí i ¡da, Madrid 19311 J. L.


Ruiz de l@t Peña, El hombre i, su muerte, Burgos 1971; Muerte i, marxismo huían,
Salamanca 1978, J. M. Demske, Sein, Mensch und Tod. Das Tod'evproblem
be¡ Heidegger, Frankfurt 1963; J. Pieper, Tod und Unsterblichkeit, München 1968;
G. Choron, Der Tod ¡m abendlischen Denken, Stuttgart 1967; E. Jüngel, Tod,
Stuttgart 1971; K. Jaspers, Philosophie II-III, Berlin 1973; J. Vuillemin, Essai sur
la signification de la mori, Paris 1948; F. Ormea, Superamento della morte?,
Torino 1970; A. Godin, Mort et présence, Bruxelles 1971: G. Agamben, Il
linguaggio e la morte, Torino 1972; A. Ferrater Mora. El sentido de la muerte,
Buenos Aires 1948-, El ser i@ la muerte, Madrid 1962.

El hombre abierto a Dios 39

acabarse, la vida se cumple y se revela como totalidad. Pero ¿de qué totalidad se
trata? Totalidad, no de plenitud, sino de incompleción, porque la vida humana es
proyecto de futuro y la muerte la destruye precisamente en su proyectarse hacia el
futuro. Por eso la vida humana, definitivamente interrumpida por la muerte, plasma
la figura de un arco roto, de un puente que no llega a la otra orilla, y que quedan
suspendidos en el vacío apuntando hacia más allá; el arco roto de la vida, en cuanto
proyectado-hacia, configura el signo interrogativo de sí misma: hace de su totalidad
cuestión.
Porque la vida en su totalidad es cuestión, en cuanto que ha de terminar en la
muerte, la implicación mutua de la cuestión de la vida y de la cuestión de la muerte
se muestra paradójica. Para pensar la cuestión de la vida, hay que pensarla en
relación a la muerte, a la nomás-vida; y para pensar en la cuestión de la muerte, hay
que pensarla en relación a la vida, a la todavía-no-muerte: ¿Qué es pues la vida y
qué es la muerte, qué es el hombre, si vive vuelto hacia la muerte y muere vuelto
hacia la vida?
Hay que tener presente la perspectiva propia de la cuestión vidamuerte: si
pensamos en la muerte, es para comprender qué es nuestra vida. Más aún:
pensamos en la muerte desde dentro de la vida y no desde el más-allá de la vida. Si
podemos pensar en la muerte, es porque de algún modo marca nuestra vida con la
sacudida reveladora de su presencia escondida.
Estamos hablando de la muerte, sin haberjustificado previamente el significado de
esta palabra. No era necesario hacerlo desde el principio, porque todos tenemos
algún saber sobre la muerte, que formulamos con la expresión «el fin de la vida».
Pero esta expresión suscita ulteriores interrogantes: ¿Qué quiere decir, en este caso,
la palabra «fin» y qué es la «vida humana?». La reflexión sobre el sentido último de
la vida en la relación «hombre-mundo» y en las relaciones interpersonales ha
mostrado que la vida humana es fundamentalmente conciencia y libertad, una
libertad marcada por la responsabilidad y sostenida por la esperanza-esperante. La
pregunta, ¿qué me está permitido esperar?, culmina en su punto crítico, cuando se la
confronta con la muerte: la esperanza humana, tensa hacia el futuro como proyecto
vital, choca con el muro de la muerte. Surge entonces por sí mismo el dilema
existencias: o esperar solamente dentro de los limites del mas-aca de la muerte, o
esperar ¡limitadamente, es decir, más allá de la muerte. Es, pues, evidente, que la
interpretación de la existencia humana no puede de ningún modo prescindir de la
muerte, y que en la interpretación de la muerte se decidirá la de la vida. Si el
hombre quiere comprenderse a sí mismo, deberá preguntarse sobre la muerte.
40El hombre abierto a Dios

La experiencia externa universal nos da un saber informativo de que todo hombre


muere, y la biología nos ofrece una explicación científica de este hecho, como
resultado de una ley intrínseca del organismo humano. Cada día centenares de
millares de células se atrofian y son regeneradas por el mismo organismo, de modo
que cada diez años la materia orgánica se renueva totalmente. Pero este proceso
compensativo entre el atrofiarse y el renovarse de las células degenera por sí mismo
en el predominio del perecer orgánico sobre su renovación: hay pues un desgaste
creciente de la sustancia orgánica, que inevitablemente lleva a la muerte:
«corporalmente estamos condenados a muerte» 10. Pero cabe preguntarse todavía:
¿todo nuestro conocimiento de la muerte se reduce a este saber informativo-
explicativo? ¿O tenemos también alguna experiencia, personal y vivida, de la
muerte?
En efecto: en el iinpacto, que suscita en nosotros el pensamiento de la muerte, la
vivimos anticipadamente. Nos sentimos tocados y cuestionados en lo más profundo
de nosotros mismos, en el núcleo mismo de nuestro ser: ¿qué soy, si un día tengo
que dejar de ser? En nuestra misma experiencia de vivir, ha puesto su nido la
experiencia de la muerte; el mero saber informativo de la venida futura de la muerte
no es suficiente para explicar la perplejidad y la sacudida inefables que sentimos
ante la muerte.
Hay situaciones, en que esta experiencia anticipada de la muerte nos afecta tan
fuertemente que nos deja sin palabra: ante los restos mortales de las personas más
queridas, al recibir la noticia de la muerte repentina de quienes durante muchos años
han convivido con nosotros, ante los síntomas de enfermedad mortal (el cáncer, la
palabra que no nos atrevemos a pronunciar), al ser internados para una operación
quirúrgica de resultado incierto. Entonces la realidad de la muerte, su cercanía, su
poder inexorable, su carácter enigmático hacen tangible la fragilidad de nuestra
vida: vivimos dentro del cerco, sin salida, de la muerte. Entonces el hombre calla y
habla de verdad: se nos revela la verdad más escondida, la verdad que nos hace
enmudecer.
En la experiencia misma de vivir, llevamos la experiencia anticipada de la muerte.
La experiencia humana de vivir es esencialmente experiencia de querer-vivir: la vida
humana está tensa hacia el futuro, vive del futuro. Pero este querer-vivir implica
también la experiencia de tener necesidad de la naturaleza y de los otros como
realidades que no podemos dominar totalmente y que por eso representan una
amenaza para nuestra vida. En esta dependencia de realidades, sin las cuales no
podemos seguir viviendo y de las cuales no podemos

10. W. Dc>err, Vom Sierben, 628.


El hombre abierto a Dios 41

disponer plenamente, vivimos la experiencia anticipada de la muerte: las mismas


cosas, de que tenemos necesidad para mantenernos en vida, pueden llevarnos a la
muerte.
El vivir humano es «pro-yecto», es decir, está «lanzado hacia adelante»; pero este
«hacia adelante», que va siempre en vanguardia como condición imprescindible de
posibilidad de la vida humana es un «hacia adelante» amenazado por factores que el
hombre es incapaz de controlar. La experiencia de vivir como pro-yecto, a saber, de
un «hacia adelante» insuficiente para realizarse por sí mismo, implica la experiencia
de vivir como «lanzado», como no fundado en sí mismo y por eso expuesto a
perecer (caducidad de la vida humana).
La experiencia anticipada de la muerte está presente en el núcleo mismo del
sujeto humano, en la conciencia de sí mismo nunca plenamente lograda, siempre
necesitada de lo otro (de las objetivaciones), del mundo y de los demás hombres; es
pues experiencia de su insuperable insuficiencia, de no ser autofundante, y por eso
de la posibilidad insuprimible de no-vivir-más: experiencia la más honda de la
propia contingencia. Y, porque la experiencia de la dualidad insuperable «sujeto-
objeto» implica la experiencia de la temporalidad, en esta experiencia de la
temporalidad (a saber, de la irrevocabilidad del pasado, y de la irreversibilidad del
presente y del futuro que inexorablemente vendrán a ser pasado: «vida pasada»
quiere decir, vida que ha sido y que ya no es más), el hombre vive la experiencia
anticipada de la muerte (del no-ser-más) en la irreversibilidad irrevocable y
definitiva de la misma vida. Vivimos cada instante como «una-vez-para-siempre».
En cada instante vivido hay un partir definitivo anticipado, un morir anticipado. Si
el tiempo de la vida humana es irreversible, es porque tiene una duración finita, un
fin que se llama muerte. Una duración indefinida de la vida haría imposible la
irrevocabilidad del tiempo humano y, por consiguiente, la irreversibilidad de las
decisiones de la libertad. Hay pues que decir que en la experiencia de su
temporalidad el hombre tiene anticipadamente la experien-

cia del fin de su vida, de su muerte.


Hay otra dimensión de la experiencia existencias que anuncia y anticipa la
muerte: la experiencia de soledad, que hace de telón de fondo aun en los momentos
más exaltantes de comunión interpersonal en la mutua donación del amor y de las
autorrealizaciones más logradas. En lo más hondo de sí mismo, cada hombre está
siempre solo, nunca plenamente integrado en la realidad de lo otro (mundo y
personas), solo (aun respecto de sí mismo) en la nunca totalmente lograda
identificaci¿)n consigo mismo. Es una soledad de muerte, de vacío de vida, de vida
minada anticipadamente por la muerte. El hombre muere solo, en la soledad
suprema, previamente anunciada en la soledad honda que marca su vida.
42 El hombre abierto a Dios

En este presentimiento (experiencia anticipada) del f-in de nuestra vida, la muerte


está permanentemente presente en nosotros como compaiíera no-deseada e
inseparable, de la que no podemos deshacernos. En esta presencia sentimos la
muerte como lo más radicalmente opuesto a nuestra vida (como despojo de mí
mismo) y como compenetrada y abrazada con ella. El hombre vive su propia vida
como amenazada por el poder aniquilante de la muerte: se siente llevado por la
muerte a la muerte, hacia el decinitivo no-más-vida. El hombre se sabe y se siente
vencido de antemano por la muerte: sabe y siente que no puede evitarla en ningún
modo, ni por si mismo, ni por nada de lo que puede disponer en el mundo, ni por la
ayuda de los otros, en una palabra, mediante ninguna realidad intramundana e
intrahistórica. A la inevitabilidad de la muerte pertenecen su imprevisibilidad y su
enigmaticidad: la muerte siempre en acecho, escondida en el silencio absoluto de
toda representación y palabra. Por eso la muerte es vivida como mera y desnuda
cuestión sobre la vida y su sentido: cuestión que formulamos, trasladándola al
último instante de la vida, con la frase, ¿y después, qué?; pero que, situándola en su
ubicación auténtica, resulta la siguiente: ¿qué se esconde en el núcleo mismo de la
vida, que la marca como destinada a acabarse en la muerte?
La muerte del hombre se caracteriza, no como mero límite de su vida, sino como
experiencia vivida del venidero no-más-vivir: experiencia anticipada del acabarse de
mi vida, de la nada escondida en mi misma vida. La experiencia de la muerte y la
de la nada están estrechamente unidas: la experiencia anticipada de la muerte nos
hace sentir la amenaza de la nada. Por eso la muerte aparece tan paradójica como la
nada. La paradoja está en el hecho de que tenemos una experiencia positiva de la
negatividad de la muerte como amenaza de aniquilación. No podemos evitarlo:
tenemos que contar con la bancarrota de la vida en la muerte, es decir, con la
presencia anticipada del fin de la vida en nuestro mismo vivir en el mundo.
Por eso el temor, que la muerte suscita en el hombre, es totalmente singular; es el
temor de no-vivir-más, de no-ser-más-yo-mismo. Unamuno lo ha expresado con
una frase breve y densa: «me arrebatan mi yo» 1 1. La singularidad y radicalidad de
este temor revelan que el hombre, en lo más hondo de su ser quiere vivir, y
precisamente porque su vida lleva en su mismo núcleo el insuprimible querer-vivir,
teme morir. Este radical querer-vivir no es sino el esperar originario constitutivo del
hombre, es decir, su vivirse como proyecto hacia el futuro: vivir es querer-vivir, y
querer-vivir es tener futuro.
Buscando ulteriormente en el esperar humano, a saber, en el vivir y actuar del
hombre siempre hacia el futuro, se llega al yo personal

1 1, M. de Unamuno, o. <-., cap. 3.


El hombre abierto a Dios 43

(intrasferible e insustituible), que en la conciencia de sí mismo lleva el querer


radical de ser-sí-mismo, de pen-nanecer-sí-mismo. Porque la muerte es la única
amenaza a mi yo-personal, la amenaza de mi aniquilación, por eso la muerte
representa el temor supremo, el que sacude las raíces mismas de mi existencia.
Solamente el hombre tiene conciencia de sí mismo y por eso teme la muerte (con un
temor de tipo único) como amenaza de su aniquilación personal. Aparece así que el
temor humano de la muerte no es posible sin la esperanza radical de vivir, de seguir
viviendo. La dimensión originaria no es el temor, sino la esperanza-esperante; el
temor de no vivir-más supone (como ontológicamente previo) el deseo radical de
vivir, y por consiguiente el esperar radical. Donde no hay deseo, ni esperanza, no
puede surgir el temor.
Las observaciones precedentes permiten ubicar la cuestión de la muerte en la
persona humana, amenazada de aniquilamiento: por una parte, el yo-personal como
querer radical de permanecer-sí-mismo, como esperanza-esperante de vivir; por
otra, la experiencia de la muerte como el f-in de la vida, como el no-más-vivir.
Se impone reconocer que en la muerte se acaba totahnente la vida de cada
hombre en el mundo. La historia de la humanidad continúa y en ella se perpetúa lo
que los muertos hicieron en su vida; pero los muertos están definitivamente muertos
y no participan más en el proceso del devenir histórico, del que la muerte los ha
arrancado para

siempre.
La idea de una pervivencia impersonal y anónima de los muertos

sona humana en un en el Todo del universo


(absorción de la per

absoluto impersonal), o de la trasmigraci¿>n de las almas en seres vivientes


infrahumanos, o en la siempre renovada comunidad huma na (inmortalidad
colectiva), no resisten a la crítica: una pervivencia impersonal de la persona humana
es una contradicción. porque la persona es insustituible e intrasferible: el hombre, o
existe como persona, o simplemente no existe.
La cuestión de la muerte impone pues el dilema siguiente: o aniquilación
definitiva de la persona, o la persona humana recibe una vida nueva (metatemporal,
metahistórica). Es inevitable enfrentarse con este dilema, si se quiere tomar e n
serio la pregunta decisiva, que la muerte por sí misma plantea sobre el sentido
último de la vida.
Todo intento de respuesta deberá tener en cuenta que el hombre
o que (a través de la no puede de ningún modo
dar por sí mismo el salt

muerte) le lleve a una vida nueva supratemporal. En esta impotencia total del
hombre a superar por sí misn-io el poder destructor de la muerte toma todo su
relieve la primera parte del dilema: la muerte, aniquilación de la persona humana.
44 El hombre abierto a Dios

Pero precisamente de aquí, de la muerte como aniquilamiento del yo-personal,


surge una luz nueva sobre el sentido último de la muerte y de la vida. Si la muerte
fuera el hundimiento de la persona humana en la nada, se impondría la conclusión
de que la vida humana, como totalidad, carece de sentido: es absurda. Puesto que el
sentido de la vida, como totalidad, se decide y se revela en su fin (la muerte), si este
fin fuera la aniquilación definitiva de la persona, el sentido último de la vida, como
totalidad, sería estar en marcha hacia la nada de la muerte. La aniquilación Final
haría de toda la vida un proceso hacia la nada final, a saber, hacia el final y
definitivo no-sentido. El total nosentido último privaría de sentido a todo el proceso
del vivir humano (a todas sus etapas concretas), pues el proceso vital total no tiene
razón de ser sino como tendencia hacia el término último, y este término sería la
nada. El proceso de la vida humana hacia el futuro vendría a ser, en última
instancia, proceso hacia el definitivo no-másfuturo. La vida humana estaría
impulsada, no por la esperanza de sentido, sino incomprensiblemente por la
tendencia al no-sentido: todas las aspiraciones, decisiones y acciones del hombre
estarían sostenidas, en último término, por una ilusión originaria constitutiva del
hombre, por el engafio fatal de un ineliminable espejismo,
Si se admite con P. Sartre que la muerte implica la desaparición total del hombre
en la nada, no se puede menos de reconocer la lógica de su reflexión sobre la vida:
la existencia humana es «proyecto» hacia el futuro, un proyecto que se actúa en la
serie concatenada de esperanzas concretas. Toda la serie y su concatenación está
vinculada al anillo último de la cadena. Como el término último de la serie es el
hundimiento de toda ella en la nada de la muerte, toda la cadena de esperanzas
carece de sostén y se hunde en la nada: desde el nacimiento hasta la muerte, toda la
vida es absurda: «es absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos»: «el
hombre es una pasión inútil»: la nada de la muerte implica y revela lo absurdo de la
vida, que provoca «la náusea» 12.
En la reflexión sobre el no-sentido de la totalidad de la vida, si la muerte fuera la
aniquilación definitiva de la persona humana, han jugado un papel primordial las
dimensiones de «proyecto» y de «porvenir» (futuro) de la vida humana. «Proyecto»
y «porvenir» del hombre son expresiones del «esperar radical» como estructura
ontológica del hombre, que lo constituye en proyecto hacia el porvenir.
El «esperar radical» se identifica con el yo-personal, consciente de sí mismo y
origen permanente de todos los actos de pensar, decidir y obrar: el yo-personal y su
esperar radical son condiciones previas de posibilidad de toda decisión y acción, de
todo proyecto concreto del hombre.
12. P. Sartre, L'étre et le néant, Paris 1955, 134. 619-624. 631-632.

45
El hombre abierto a Dios

Es el yo-personal, en cuanto esperanza radical de permanecer-simismo, el que


confiere sentido a todas las esperanzas y decisiones concretas, que integran la
totalidad de la vida humana; el esperarradical las precede ontológicamente (como
condición de posibilidad) y las trasciende siempre: va continuamente más allá de
toda meta lograda. Se comprende así por qué la muerte, como aniquilación de la
persona humana, estaría en contradicción con la estructura ontológica del esperar
radical y privaría de sentido la totalidad de la vida. La reflexión sobre la muerte
descubre pues que la vida humana es esperanza trascendente de sentido, esperar-
esperante ¡limitado que va más allá de la muerte.
La muerte, experimentada anticipadamente en la vida, es situación-límite del
sentido de la vida como esperar trascendente: es decir, pone al hombre ante la
cuestión-opci¿)n de la esperanza última. La impotencia total del hombre ante la
muerte lo sitúa (lo quiera o no lo quiera) ante la única alternativa opcional posible: o
esperar más allá de la muerte (en fidelidad a la llamada del esperar radical
trascendente ¡limitado) o esperar solamente más acá de la muerte.
Si la muerte no puede ser aniquilación de la persona, porque de lo contrario
carecerían de sentido tanto la vida en su totalidad, como la esperanza radical del
hombre (condición previa e imprescindible de todas las decisiones y acciones del
hombre), hay que reconocer que la cuestión de la esperanza última del hombre,
como esperanza más allá de la muerte, es cuestión significativa (válida a nivel de
cuestión) y, más aún, que tal esperanza no puede menos de tener su fundamento:
evidentemente, este fundamento no podrá estar en ninguna realidad intramundana o
intrahistórica, porque la muerte es precisamente la destrucción de la relación del
hombre al mundo y a la historia. Revelando el sentido último de la vida como
esperar-esperante trascendente, la muerte revela que esta esperanza constitutiva del
hombre no puede estar fundada sino en una realidad trascendente, de la que el
hombre no puede disponer de ningún modo; puede solamente confiarse y
abandonarse a ella en la actitud personal suprema de la esperanza, en la actitud de la
invocación: para designar esta realidad trascendente personal, el lenguaje humano
ha reservado un nombre propio: Dios.
De la cuestión de I¿t muerte, lugar privilegiado de la cuestión del hombre, han
surgido la cuestión y la afirmación de Dios como esperanza última del hombre. No
se trata de una «demostración», sino de una «mostración» de Dios, es decir, de un
conocimiento inseparable unido a la opción fundamental de la esperanza, en que el
hombre concia su porvenir más allá de la muerte al don de una vida nueva, al poder
trascendente y a la gracia que llamamos Dios.
46 El hombre abierto a Dios

5. La relación constitutiva del hombre al mundo, a los otros y a la muerte


implica su relación (también constitutiva) a la historia. La existencia de cada
hombre se inserta en la historia de la humanidad: recibe de la historia, se hace en la
historia y contribuye al devenir de la historia. En la conciencia de sí mismo y en su
libertad todo hombre está llamado a hacerse a sí mismo, haciendo la historia: la
historicidad es indiscutiblemente una dimensión fundamental y englobante,
exclusivamente propia del hombre.
La historia se nos presenta como la empresa común y unificante de toda la
humanidad a lo largo de los siglos hacia la creación y el descubrimiento de lo nuevo
por venir. Todo hombre participa activa y receptivamente en la marcha de la
humanidad hacia lo nuevo venidero de la historia: el porvenir de la humanidad es
realmente nuestro, es decir, un porvenir que nos compete y pertenece a todos y a
cada uno, como miembros de la comunidad humana.
La historia se revela como la obra del hombre por excelencia, la más suya y la
más expresiva de su ser; se podrá pues manifestar en ella algo de importancia
decisiva sobre el hombre mismo y sobre el sentido de su existencia: la cuestión de la
historia será, en el fondo, antropológica.
No puede considerarse casual el hecho de que el descubrimiento de la
historicidad del hombre haya sido reciente (siglo XVIII), ni que haya ocurrido
después de muchos siglos de historia y mediante la reflexión sobre el devenir
histórico de la humanidad. La historicidad del hombre es ontológicamente anterior
al devenir histórico, pero noéticamente posterior al mismo, porque se actúa y
manifiesta solamente en la historia; para revelarse, la historicidad tiene que hacerse
historia, y la historia se hace y manifiesta en su propio devenir.
Solamente partiendo del devenir histórico (el único accesible a nosotros) será
posible reflexionar sobre la historicidad del hombre y sobre el sentido de la historia.
El porvenir de la humanidad permanece (en sí mismo) escondido, en cuanto todavía-
no-acontecido; por eso no se lo puede tomar como punto de partida en la búsqueda
del sentido último de la historia. El proceso de reflexión deberá ser el inverso: partir
del análisis del devenir de la historia, para tratar de ver si en él se anuncia y anticipa
algo sobre su porvenir último. La cuestión es Pues escatológico: sobre lo «último»
de la historia se podrá decir algo, solamente en la medida en que el devenir de la
historia lleve en sí mismo signos anticipadores del porvenir: a saber, en la medida,
en que los condicionamientos intrínsecos del devenir histórico prefiguren de algún
modo el sentido último de la historia.
En nuestro tiempo la cuestión del sentido de la historia y del porvenir de la
humanidad ha conseguido una actualidad sin prece-
dentes: está surgiendo una conciencia nueva de la historia como la
El hombre abierto a Dios 47

aventura suprema de toda la humanidad, que unifica e integra todas las


generaciones humanas hacia el mismo porvenir común. Para comprenderse a sí
mismo, el hombre actual necesita plantearse la
pregunta: ¿a dónde vamos? ¿qué porvenir nos espera? En este interro-
gante se esconde una esperanza común a todos los hombres, la
esperanza que ha empujado y sigue empujando la humanidad siempre

adelante hacia lo por venir; de esta esperanza, nunca agotada, ha brotado la


historia. En ella se centra la cuestión de la historia: ¿qué podemos esperar? La
pregunta de Kant, ¿qué puedo esperar?, asume 1 3

así la dimensión comunitaria de la existencia humana


El carácter propio del devenir histórico se revela en su diferencia cualitativa
respecto al devenir cósmico. Este tiene lugar en la autotrasformación de la
naturaleza en sus procesos automáticos y predeterminados, y por eso explicables
dentro de sus constantes inmanentes. En cambio, en el devenir histórico, la
naturaleza es trasformada por el hombre, por su acción inteligente y libre, cuyos
resultados no pueden ser explicados como meramente precontenidos en las
constantes de la naturaleza, pues son algo nuevo respecto de los procesos naturales.
Con la aparición del hombre en el mundo ha comenzado un tipo nuevo de
transformación de la naturaleza, un devenir nuevo creado por la inteligencia y la
libertad humanas, que constituyen al hombre como diverso de la naturaleza: el
devenir histórico. El factor decisivo en este nuevo devenir, su verdadero autor, es
el hombre. Por eso en el análisis del devenir histórico interesa ante todo el factor
humano, en cuanto se actúa y se revela en la historia.
La historia es obra del hombre, en cuanto consciente de sí mismo (y por eso
capaz de reflexionar sobre la naturaleza y sobre sí mismo, de hacerse proyectos
nuevos) y en cuanto dotado de una libertad abierta hacia el porvenir y sostenida por
la esperanza creadora de posibilidades nuevas. La naturaleza es solamente
presupuesto indispensable y permanente de la historia; pero no la crea; entra en la
historia, solamente en cuanto elevada por el hombre a un nivel que por sí sola no
podría alcanzar. El resultado del devenir histórico es la transformaci¿)n de la
naturaleza por la acción del hombre, la llamada «segunda naturaleza», que surge
como expresión de la inteligencia y libertad creativas del hombre. La historia no
consiste pues primariamente en las objetivaciones de la acción del hombre sobre la
naturale-

13. K. Lówith, El sentido de la historia, Madrid 1956; K. Jaspers, Vom


Ursprung und Ziel der Geschichte, Miinchen 1952; A. Millan, ontología de la
ex@tencia histórica, Madrid 1955; J. Pérez Ballesteros, Fenomenología de lo
histórico, Barcelona 1955; R. Aron, Introduction á la philosophie derhistoire, Paris
1948; P. Ricoeur, Histoire el verité, Paris 1955: N. Berdjajew. Sentido de la
historia, Barcelona 1965: W. Jaeschke, Die Suche nach den eschatologischen
Wurzeln der Geschichtsphilosophie, München 1976; 0. Kóhler,

Historia universal, en Sacramentum Mundi III 460-475.


48 El hombre abierto a Dios

za, sino en la acción misma del hombre, que re-lanza los resultados objetivados
en la «segunda naturaleza» hacia el porvenir siempre abierto a lo nuevo; dejada a sí
misma, la «segunda naturaleza» se hundiría en el devenir cósmico.
El devenir histórico tiene lugar en la tensión dialéctica de continuidad-
discontinuidad entre el pasado, el presente y el futuro (lo ya devenido, lo ahora
deveniente, lo por devenir). El pasado continúa condicionando el presente y se
sobrevive de algún modo (como sido) en él. El presente mira hacia el futuro, re-
lanza el pasado hacia el futuro y así lo conecta permanentemente con el futuro,
actuando las posibilidades escondidas todavía en el pasado. El futuro aglutina
pasado y presente en el horizonte de lo nuevo venidero, que por eso es realmente
nuevo y no mero resultado de lo precedente (pasado y presente): es pues el futuro
(lo todavía-no-devenido, no precontenido en lo ya devenido del pasado, ni en lo
deveniente del presente) el que constituye la condición estructural de posibilidad del
devenir histórico, cuyo sentido consiste en ser apertura permanente, siempre abierta
a lo nuevo por venir.
Cada evento histórico es singular, único e irrepetible (y por eso no-sustituible por
otro) y no deducible de nada de lo que lo precede y condiciona: he aquí su
«novedad» y su diversidad radical respecto a los eventos del devenir cósmico. La
dialéctica de continuidad-discontinuidad entre el pasado, presente y futuro
(constitutiva del devenir histórico) no es pues una dialéctica de exclusión, sino de
mutua inclusión y de mutua irreducibilidad: cada uno implica los otros dos, y
ninguno puede ser reducido al otro.
El factor primordial y decisivo de continuidad no se encuentra en las
objetivaciones creadas por el hombre en la naturaleza, sino en la subjetividad e
intersubjetividad humanas: es el sujeto humano el que une vitalmente pasado-
presente-futuro y hace así que la temporalidad de la historia no sea una mera
sucesión de instantes discontinuos: no está sumergido en el tiempo, sino que lo
trasciende en la conciencia de la permanencia de sí mismo en sus actos sucesivos y
en su apertura al futuro, a lo todavía no-devenido en el tiempo: el hecho de que el
hombre lleve consigo la cuestión del futuro revela que su temporalidad no es la de la
naturaleza, sino una temporalidad siempre abierta y anticipadora del porvenir, Y por
eso trascendente respecto al tiempo.
La intersubjetividad humana constituye el vínculo viviente de continuidad en el
devenir de las generaciones humanas: la trasmisión de conocimientos, experiencias
y decisiones, que forman el tejido complejo de la intercomunicación humana,
actuada siempre de nuevo (que llamamos «tradición»), da continuidad al devenir
histórico. Bajo la tradición está escondido el dinamismo que la crea y la mantiene

El hombre abierto a Dios 49


viva, a saber, la conciencia y la libertad hwnanas, y, en última instancia, el
dinamismo de la esperanza-esperante.
Paradójicamente la discontinuidad del devenir histórico proviene del mismo
factor que mantiene la continuidad: la libertad humana, a la que se debe que el paso
del pasado al presente hacia el futuro no sea automático (predeterminado en lo ya
devenido) sino decisional, es decir, que se haga en el salto autocreativo de la
decisión libre y por eso creativo de lo nuevo, de lo discontinuo respecto a lo
previamente devenido. La continuidad-discontinuidad del devenir histórico y su
tensión insuperable surgen de la misma fuente, de la misma constante: la libertad
humana en su apertura al futuro, a saber, el «esperar radical» radicado en toda la
humanidad. El primado en el devenir histórico corresponde por consiguiente a la
apertura del hombre al futuro: es el primado de la esperanza-esperante.
Esto no quiere decir que el sentido del pasado y del presente se reduzca a su
relación al futuro: tal reducción implicaría un grave malentendido del devenir
histórico, de su diversidad respecto al devenir cósmico. Todo evento de la historia,
en cuanto obra de la persona y de la comunidad humana, posee su sentido propio,
singular e irrepetible, proveniente del valor insuprimible de la persona humana y de
su insustituible responsabilidad, es decir, de la dignidad inviolable del hombre como
persona, que de ningún modo puede ser degradado a mera etapa preparatoria del
futuro, a momento anónimo del devenir histórico. Por la misma razón, tampoco el
sentido de la existencia de las generaciones humanas (las ya desaparecidas y las por
desaparecer a lo largo de la historia) puede ser reducido a la función de hacer
posible el futuro (también efimero y destinado a la muerte) de las generaciones
venideras. He aqui por qué cada evento del devenir histórico no puede ser
comprendido como mera parte de la totalidad de la historia, de tal modo que su
única razón de ser estuviera en su relación a la totalidad.
El fundamento de la irreducibilidad del pasado y del presente a su relación al
futuro es el mismo que hace posible el futuro como tal: la «esperanza radical», que
unifica todas las generaciones humanas, en cuanto las orienta hacia un porvenir que
no puede ser exclusivo de una sola generación (de ninguna de ellas), sino que tendrá
que ser un porvenir común a todas ellas. He aquí una vez más la constante
fundamental que crea el devenir histórico: toda la humanidad ha vivido, vive y vivirá
de la misma esperanza, que la empuja permanentemente más allá de todo lo
devenido intrahistórico hacia lo nuevo que vendrá. Esta es la razón de por qué los
muertos cuentan para nosotros, los vivos: ellos han sido arrancados de entre
nosotros, pero nosotros no podemos desvincularnos de ellos.
50 El hombre abierto a Dios

El devenir histórico no es un proceso puramente temporal (un mero avanzar de la


historia en el tiempo), sino ante todo un proceso de la humanidad en cuanto tal, un
proceso de autocreación de] hombre, de crecer en todas las dimensiones de su ser
corporalpensante-libre. El hombre se hace más hombre actuando su vinculaci¿)n a
la comunidad humana y a la naturaleza, transformando la naturaleza y modificando
así su relación a ella, humanizándola, haciéndola expresión de su pensar-decidir-
obrar, e integrándola así en la historia. La humanización del hombre y la de la
naturaleza proceden inseparablemente unidas, condicionándose mutuamente. La
«segunda naturaleza» sigue siendo «naturaleza» para el hombre, es decir, permanece
sometida al poder creativo del hombre, que puede retransformarla con su
inteligencia y libertad. Queda pues siempre insuperable el desnivel entre el hombre
y sus mismas acciones sobre la naturaleza, a saber, sobre las objetivaciones de su
espíritu en la naturaleza, porque la misma esperanza radical, que impulsa al hombre
a obrar en el mundo, trasciende siempre los resultados de sus acciones.
El devenir histórico conlleva resultados positivos y negativos, sutilmente
entretejidos. Su resultado positivo más visible parece ser el de las ciencias naturales
y de la tecnología: desde el descubrimiento del fuego hasta el de la energía nuclear,
desde la técnica de la rueda hasta los viajes espaciales, etc., ha tenido lugar un
progreso que muestra una continuidad ascendente, y que hoy día nos asombra.
Algo semejante puede decirse del progreso en el campo de las ciencias humanas y
de sus aplicaciones: está creciendo en progresión acelerada el conocimiento
científico sobre el ser humano, en todas sus dimensiones (orgánica, psíquica, social,
cultural) y consiguientemente la posibilidad de actuar sobre el hombre mismo.
El progreso notable de los medios de comunicación contribuye al crecimiento de la
humanidad en la conciencia de su unidad y, por consiguiente (lentamente y con
grandes dificultades), en la solidaridad comunitaria mundial: a saber, crece la
conciencia de que la historia es empresa de toda la humanidad y de que su porvenir
(y su misma supervivencia) está vinculada al crecimiento de esta conciencia.
A nivel personal hav un crecimiento (aunque muy desigual) en la conciencia de la
propia libertad y de la cuestión fundamental del ser hombre: se puede atisbar que el
hombre se planteará cada vez de modo más radical y personal la cuestión del
sentido último de su vida, y que esto representa un aspecto especialmente positivo
del devenir histórico. El hombre se hace más hombre: he aquí el resultado más
importante, al que contribuyen los demás (técnica, cultura, estructuras socio-
econ¿)mico-políticas); y se hará más hombre, en la medida

51
El hombre abierto a Dios
en que se plantee con más libertad y apertura la pregunta sobre sí mismo.
Los resultados negativos del devenir histórico se revelan como compañeros
inseparables de los positivos. Precisamente en el campo de las ciencias naturales y
de la tecnología (en el más visible resultado positivo) ha aparecido en nuestros días
la más negativa de las posibilidades humanas: el descubrimiento de la energía
nuclear ha puesto a disposición del hombre un potencial bélico capaz de destruir la

humanidad.
Hay otros resultados negativos en el progreso tecnológico. La mecanización
creciente del trabajo crea un tipo nuevo de esclavitud del hombre ante la máquina, y
contribuye al aumento de la desocupaci¿)n. De los cambios socio-económicos surge
de modo imprevisible la sorpresa de lo irracional en lo deshumano de las barriadas
obreras de las grandes ciudades industriales, y de la «sociedad del consumo», que
aumentando la producción tiene forzosamente que crear necesidades han surgido
nuevas. Del progreso en los medios de comunicacion

nuevas posibilidades de manipular al hombre en SUS pensamientos y decisiones.


La creación de nuevas estructuras económicas (ya se inspiren en el modelo de la
propiedad estatal o del mercado libre) conllevan nuevas alienaciones humanas y
desequilibraos crecientes a nivel internacional. Esta presencia inevitable de lo
negativo en lo positivo del devenir histórico hace evidente la finitud del hombre
como persona y corno comunidad: una finitud de la que no puede celsa, que es la
historia. desprenderse ni en su obra más propia y ex
Queda todavía otro aspecto negativo, el más negativo, del devenir histórico: la
desaparición continua de todas las generaciones humanas en la muerte. El análisis
del devenir histórico no puede cerrar los ojos ante este evento tan real y evidente
corno enorme, ni a los interrogantes insoslayables que introduce en la cuestión del
sentido último de la historia. La historia de la humanidad avanza, dejándose detrás
de sí el cúmulo inmenso y siempre creciente de los muertos, que la han hecho, la
están haciendo y la harán a través de los siglos. La historia permanece viva a costa
de los innumerables muertos, eliminados definitivamente de ella, es decir,
condicionada por el hecho de que nio del no-más-historia de sus autores sucesivos
van cayendo en el abis
la muerte (del iio-más vivir en el mundo). (-Qué Sentido tiene la continuación de la
historia para todos cuantos la han hecho, la hacen y la harán, si (mientras la historia
sigue) ellos van quedando definitivamente descartados de ella y de su porvenir?
¿Podemos nosotros, los vivos, aceptar que los muertos quedan excluidos de nuestro
porvenir? Si lo aceptamos. ¿no estamos ya aceptando que también nosotros
(destinados a la muerte) estamos anticipadamente sin porvenir" La cuestión de la
muerte de las generaciones pasadas es pues también
52 El hombre abierto a Dios

cuestión para nosotros, nuestra cuestión; y lo es, porque también los ya muertos
vivieron del mismo «esperar radical», del que vivimos nosotros. Como condición
insuprimible del devenir histórico, la muerte (precisamente en su negatividad) pone
al descubierto la raíz profunda, que unifica todas las generaciones humanas en la
empresa común de hacer la historia: a saber, la misma esperanza-esperante hacia el
mismo común porvenir, que impulsa la humanidad siempre hacia adelante, a pesar
del fracaso de la muerte y de todos los fracasos de la historia, en que se revela la
finitud del hombre. La esperanza radical de la humanidad la impulsa más allá de
todos los resultados positivos y negativos del devenir histórico.
El devenir histórico se muestra como resultado de la transformación de la naturaleza
por obra del hombre. Todo resultado concreto logrado lleva en sí mismo la marca
de lo penúltimo, porque el hombre los trasciende en el acto mismo de lograrlos: toda
meta alcanzada viene a ser punto de partida para nuevas conquistas. El desnivel
entre el ser cósico de la naturaleza (y de sus transformaciones por el hombre) y el
esperar ¡limitado del hombre se revela así como condición imprescindible de
posibilidad del devenir histórico: un desnivel que por sí mismo vuelve a establecerse
en cada resultado obtenido. Esta constatación impone la distinción entre las
«variantes» y las «invariantes» del devenir histórico, para buscar ulteriormente si y
cómo surge en él la cuestión sobre el sentido último de la historia. Las «variantes»
del devenir histórico son los resultados nuevos de la acción del hombre en el
mundo, las objetivaciones creadas por él en la técnica, en el arte, en el pensamiento
y en el lenguaje: a saber, toda la herencia tecnológica y cultural trasmitida por las
generaciones humanas, y los cambios de las estructuras socio-económico-políticas
en su mutuo condicionamiento. Pertenece también a las «variantes» del devenir
histórico la humanización progresiva del hombre en sus diversas dimensiones,
orgánica, psíquica, conciencia y libertad.
Las «invariantes», que se revelan en todo el devenir de la historia, son las
siguientes;
a) el «esperar radical» de la humanidad, que ha impulsado y sigue impulsando
las generaciones humanas hacia el porvenir, hacia lo nuevo todavía-no-acontecido y
por eso todavía-no-manifestado;
b) el carácter objetivante del obrar del hombre en la historia: en toda su acción
en el mundo, el hombre crea resultados objetivados, accesibles y disponibles para
los otros y para las generaciones venideras. Esto tiene lugar, no solamente en el
trabajo manual y en la tecnología, sino también en la actividad del pensamiento, del
arte, de la cultura. Esta «invariante» tiene su origen en el hecho de que el hombre,
en su unidad constitutiva corpóreo-interior, no puede hacer nada sino en conexión
con el mundo y con los otros: toda su actividad
El hombre abierto a Diov 53

está vinculada con la naturaleza y con la comunidad humana, y por eso esta
vinculación se refleja necesariamente en su acción, a saber, en los resultados
objetivos que son los únicos que constituyen la relación

de su acción al mundo y a los otros;


e) el desnivel permanente e insuperable entre la esperanza-espe-
rante de la humanidad, y las metas logradas. La esperanza tiende
siempre más allá de todos sus cumplimientos concretos; trasciende anticipadamente
todo lo que el hombre hace en la historia. Si en toda meta lograda la trasciende
tendiendo siempre más allá, quiere decirse que la trascendía ya anteriormente, a
saber, que la esperanza-esperante trasciende por sí misma todo lo que acontecerá en
la historia.
Estas «invariantes» revelan dónde se esconde el núcleo originario del devenir
histórico: la condición ontológica del devenir histórico consiste en la trascendencia
¡limitada de la esperanza-esperante de la humanidad respecto a todo lo devenido en
la naturaleza y en la historia. La marcha de la historia siempre adelante no es
posible, sino en cuanto el esperar humano tiende más allá de toda etapa concreta de
la historia: en el momento en que la esperanza de la humanidad perdiera su
trascendencia respecto a todo lo intrahistórico, la historia dejaría de ser posible. He
aquí la revelación más importante del devenir histórico y del hombre como su autor:
la tendencia más allá de todo lo acontecido, más allá de todo lo histórico creado por
el hombre, es la condición ontológica fundamental del devenir histórico. Hacer la
historia y trascender todo evento histórico cumplido, o por cumplirse, son
inseparables; la acción de la humanidad en la historia es autotrascendente, es decir,
tiende anticipadamente más allá de todo lo que ha hecho, hace y hará en la historia.
Este núcleo originario del devenir histórico plantea la cuestión del sentido último de
la historia: ¿hacia dónde se autotrasciende la historia? ¿hacia dónde tiende el
devenir histórico? Es la cuestión del porvenir último de la humanidad: la cuestión
escatológico.

6. Según K. Marx, la historia de la humanidad logrará por sí misma su plenitud


inmanente intrahistórica: superación final de todas las alienaciones y coincidencia
total entre las aspiraciones humanas y la naturaleza transformada definitivamente
por el hombre. En nuestro tiempo E. Bloch ha dado un nuevo impulso a esta
escatología de Marx, basándose sobre todo en la importancia primordial de la
esperanza en el devenir histórico 14.
Bloch parte de la persuasión de que, después de Marx, la filosofía no puede ser
sino un saber acerca de las condiciones subjetivas y
14. J. Alfaro, Esperanza marxista y, esperanza cristiana, en Antropologia y
teología,
Madrid 1978, 83-124.
54 El hombre abierto a Dios

objetivas de la esperanza, como apertura permanente hacia el futuro. La cuestión


filosófica por excelencia es la del porvenir, que la humanidad anhela y busca: he
aquí la vivencia humana primaria, incesante e indestructible. La des-esperanza sería
para el hombre lo absolutamente insoportable.

La esperanza, como impulso hacia adelante, impreso tanto en el hombre como en


la materia, es el vínculo que orienta mutuamente la naturaleza y la humanidad hacia
su definitiva plenitud intramundana. Aspiración finalizada y orientación hacia la
meta final caracterizan la ontología de Bloch. La esperanza mantiene en todo logro
la misma tendencia a ir más lejos, que tenía desde el principio; por eso no puede
haber retorno al comienzo, sino únicamente éxodo hacia lo nuevo por venir.

Bloch distingue expresamente entre la «esperanza-esperante» y la «esperanza-


esperada», es decir, entre la subjetividad del esperar y el contenido objetivo de lo
esperado. La primera tiene la certeza propia de la confianza, mientras la segunda
es, a lo sumo, probable (posibilidad de fracaso): el resultado final de la historia está
pues abierto, no decidido previamente. Pero en su unidad de esperance y esperada,
la esperanza no es arbitraria, sino fundada en un saber de los indicios de la plenitud
venidera en el logro total y totalmente inmanente de la relación mutua naturaleza-
humanidad.
En la Filosofia de Bloch juega un papel decisivo su concepto personal de la
«materia», como principio dinámico de todo lo real en la naturaleza y en la historia:
puro acto de exivtir, sin ningunajórma determinada, sin ningún calificativo.-
absolutamente autofundante ' i, por sí mismaproductora de suspropituformas, de
todo lo real concreto en el devenii- cósmi(-o e hivtórico: imperecedero (sin
principio ni fin) y autofécundo,- este núcleo dinámico originario funda todas las
posibilidades de futuro del mundo y de la humanidad, y la misma posibilidad última
como salvación; permanece siempre «en el año cero del comienzo del mundo»,
como principio inagotable siempre en acto de principiar, siempre en vanguardia en
la primera línea del tiempo, hacia adelante, como matriz que contiene
potencialmente todos los datos del devenir y su plenitud final.
Esto quiere decir que el principio «materia» no es esto o lo otro, pero tampoco es
nada: su ser es «toda@@ía-no-ser», lo todavía-nodeterminado, que precisamente
por eso tiende y empuja hacia su creciente determinación objetiva y finalmente
hacia su planificación. Bloch ha creado así su ontología del «todavía-no». Hay que
distinguir entre el «no» y la «nada». De simple negación, el «no» pasa a ser
«todavía-no», anuncio de superación de la negación, negación dinámica de la
negación: dialéctica de la diferencia óntica entre lo que es y lo que «todavía-no-es»,
inmanente en el núcleo material originario, y
El hombre abierto a Dios 55

que por eso marca todo el devenir de la naturaleza y de] hombre: en la naturaleza
será lo «todavía-no-devenido» y en el hombre lo «todavíano-consciente» se
configura en impulso radical, tensión de espera y de esperanza hacia el futuro, no
como destino fatal, sino como tarea de la libertad y del trabajo del hombre; la
humanidad y la naturaleza constituyen el único receptáculo de futuro: «el proceso
hacia este futuro es únicamente el de la materia, que se compendia en el hombre
como en su floración suprema».
En coherencia con su concepto de la «materia», ha creado Bloch su segundo
concepto fundamental: «proceso». «Lo real es proceso», es decir, no la facticidad de
lo ya logrado en el devenir histórico, sino la vanguardia en movimiento hacia lo
posible todavía-no determinado, cuyos requisitos todavía-no han sido objetivados,
sino que están madurando y por eso aguardan aún las condiciones necesarias para
que aparezca lo «nuevo», que está todavía escondido en el dinamismo de la materia
y en la conciencia del hombre: en la tensión dinámica de la espera-esperanza de la
naturaleza y del hombre hacia lo nuevo venturo se vislumbra y se anticipa lo nuevo t
odavía latente, todavíano devenido y por eso todavía-no manifiesto.
El resultado del «proceso» (en el que la génesis auténtica está siempre a punto de
partir de cero) es lo «nuevo» del devenir histórico. La esperanza trasciende todo lo
«nuevo» ya logrado, toda objetivación constitutiva del proceso; por eso todos los
«nuevos» históricos tienen el carácter común de lo «todavía-no» logrado
plenamente.
En el proceso histórico comienza ya la superación-supresión de la distancia entre
el hombre y la naturaleza, mientras amanece el presentido punto de unidad. El
proceso es pues humanización creciente de la naturaleza y naturalización creciente
del hombre: un crecimiento incesante de acercamiento mutuo, finalizado por sí
mismo hacia la identidad de la plena inmanencia «humanidad-mundo».
En el repetirse del «todavía-no» de cada «nuevo» concreto, el proceso histórico
avanza hacia un absoluto «Ultimo» de plenitud y, por eso, irrepetible, sin más
«nuevo»: un «Ultimo» totahnente nuevo respecto a todos los «nuevos» concretos del
proceso, y plenamente logrado, es decir, sin nuevos logros posibles. Entre el
proceso y lo «Ultimo» no hay pues mera continuidad, sino «salto», «explosión»: la
verdadera génesis del «núcleo del existir» no es la del origen, sino la del fin.
Entonces surgirá lo «Esperadísimo» en to do esperar, el «Todo» de lo plenamente y
por eso definitivamente logrado: «La patria de la identidad». Bloch no se cansa de
repetir las palabras «identificación», «identidad»: el hombre plenamente realizado
en adecuación total consigo mismo, con los demás y con la naturaleza por él
transformada; la naturaleza devenida totalmente para el hombre, y el hombre
56 El hombre abierto a Dios

devenido por vez primera sí mismo. No más posibilidades en la «materia», no


más deseo en el hombre: adecuación absoluta entre el desear humano y lo deseado,
entre el esperar y lo esperado. Fin definitivo del proceso: «fin» en el doble sentido
de la palabra, es decir, de lo anhelado y por alcanzar, y de lo totalmente logrado y
acabado. Y por eso fin, que es comienzo de una vida nueva, supratemporal:
entonces surgirá el hombre verdadero, la esencia verdadera del hombre, que
durante el proceso todavía-no era. Escatología de plenitud final y de inmanencia
total. Superación de toda alienación del hombre respecto a sí mismo, al
«nosotros» y a la naturaleza: realización plena del hombre y del mundo en su
relación mutua: hombre nuevo, imperecedero, y mundo nuevo también
imperecedero. La «materia», núcleo originario del mundo y del hombre, ha dado
por sí misma el salto explosivo a lo que Bloch llama «natura supernaturans», a
saber, al más allá de las posibilidades del mundo y del hombre.
Bloch rechaza la posibilidad de un devenir indefinido del proceso humanidad-
naturaleza, un devenir siempre en devenir sin plenitud Final; y no puede menos de
rechazarlo, dada su concepción de la materia como finalizada en su propia
definitiva deten-ninación, y de la esperanza como impulso fundamental de la
naturaleza y del hombre a su mutua plenitud. Rechaza iguahnente una plenitud
última trascendente de la historia. Su posición queda expresada en la fórmula,
«trascender sin trascendencia», es decir, un superar todo nuevo concreto
intrahistórico hacia la inmanencia de plenitud final, que hace superflua toda
realidad trascendente: Dios no es sino la personificación mítica del esperar
humano, la proyección ilusoria de las aspiraciones del hombre.
No es diricil señalar la lógica interna que une los tres momentos fundamentales
de la ontología de Bloch: Origen (materia), Proceso, Patria de la Identidad. Los
tres se corresponden mutuamente: en cada uno están implícitos los otros dos. Pero
la reflexión crítica deberá comenzar por la tercera, porque según el mismo Bloch la
génesis verdadera tendrá lugar al fin; el sentido del proceso se decidirá en la
plenitud final y el origen del mismo está finalizado en ella.
La «Patria de la Identidad» presenta dos rasgos precisos: identidad total entre la
naturaleza (transformada por el trabajo humano) y la humanidad: no queda ya
ninguna posibilidad de nuevo en la mediación naturaleza-humanidad, ni ningún
deseo (esperanza) en el hombre. Pero entonces emerge una grave aporía: ¿ese
hombre nuevo, el único verdadero hombre según Bloch, podrá seguir siendo
hombre? Porque la «cuestión de ser o no ser» se decide para el hombre en el
desnivel o no-desnivel entre la subjetividad humana y todo lo objetivado
intramundano. Ante esa naturaleza planificada y plenificante del «deseo» humano,
que no le ofrece ninguna posibilidad nueva, el
El hombre abierto a Dios 57

hombre no podrá tener nada que hacer ni esperar: la ecuación absoluta


naturaleza-hombre no podrá menos de implicar la impotencia total de aspirar y
esperar, de vivir como hombre. La subjetividad humana, en su vinculación
constitutiva a la naturaleza (es decir, en su inmanencia intramundana) no puede vivir
sino objetivándose, actuándose y expresándose en la creación de objetivaciones
nuevas. Sujetividad y objetivación se condicionan mutuamente, y este
condicionamiento constituye su insuperable desnivel mutuo: esta dialéctica de
inclusión mutua en la mutua diversidad lleva en sí misma la imposibilidad absoluta
de una plenitud definitiva de la historia en la relación hombre-naturaleza. -,No es del
mismo Bloch la frase lapidaría «el hombre vive en cuanto aspira y espera»? ,Cómo
entonces podrá vivir en la imposibilidad de aspirar y esperar? Y el «salto» a lo
Ultimo, la «explosión» a la plenitud definitiva inmanente ¿será la liberación del
hombre o su absorción en la naturaleza?
La aporía de la plenitud final, «naturaleza-hombre», incide inevitablemente sobre
el Proceso como «todavía-no», en cuanto positividad de un dinamismo finalizado
hacia la plenitud última intramundana y por eso superador de todo lo no-plenamente
devenido. El fenómeno del devenir histórico muestra sí un «todavía-no», pero
diverso del de Bloch: simplemente un «todavía-no» de todo logro histórico concreto,
en cuanto anticipadamente superado por la apertura de la esperanza-esperante a un
«plus» de posibilidades. Y muestra además que esta apertura, siempre abierta hacia
más allá de toda conquista en el mundo, es condición permanente de posibilidad de
toda acción del hombre sobre la naturaleza, y que por eso una plenitud final
intramundana de la historia llevaría consigo la desaparición de la relación «hombre-
naturaleza».
Dentro de su concepción de lo «Ultimum» y, por consiguiente, del «todavía-no»,
Bloch ve en los resultados de la acción del hombre sobre la naturaleza una
aproximacibn creciente de ambos hacia su plenitud final. Y, sin embargo, el análisis
de la transformación de la «naturaleza-para-el-hombre», y en este sentido la
humaniza; pero que el trabajo humano transforma progresivamente la naturaleza en
««naturaleza-para-el-hombre», y en este sentido la humaniza; pero muestra también
que al mismo tiempo el hombre crece en humanidad, en su conciencia, libertad y
dominio de la naturaleza, es decir, precisamente en aquello que lo diversifica de la
naturaleza y lo sitúa frente a ella en una capacidad creciente de crear posibilidades
nuevas en la naturaleza misma. En todo logro del devenir histórico se restablece por
sí mismo el desnivel originario «hombre-naturaleza». ¿No dice Bloch que la génesis
está siempre «a punto de partir de cero», «en el año cero del comienzo del mundo»,
y que la esperanza no renuncia a ir más lejos que lo que estaba al principio' Más
aún, si
58 El hombre abierto a Dios

el proceso se acerca progresivamente por sí mismo hacia la identificación final


«hombre-naturaleza», ¿por qué «postular» ulteriormente el salto e-vplosivo para que
surja esa identidad? -No será porque el

41
proceso no puede llegar por sí solo al término final de plenitud inmanente, ya que
en el instante mismo en que la aguja magnética está a punto de hundirse en el
polo, el proceso permanece aún en el año cero de su comienzo> He dicho
«postular», porque Bloch no se ha planteado la cuestión de la necesidad de
fundamentar el «salto», que entra en escena como un «Deus ex machina». El
recurso al «salto», a la «explosión», ¿es algo más que la confesión implícita de no
poderlo justificar? ¿es algo más que una afirmación gratuita?
No puede sorprender que Bloch haya quitado importancia a la presencia de lo
negativo en el devenir histórico, reduciéndolo al paréntesis de «servicio», «uso» y
«medio» en orden a la victoria final de positividad plena en la «Patria de la
Identidad»: no ha mirado al rostro bifronte de la historia, marcada por la
ambivalencia insuperable de positividad-negatividad. Lo realmente sorprendente es
que haya banalizado la negatividad más evidente y aplastante de la historia: el
enorme peso muerto de los muertos que hicieron, hacen y harán la historia; ese
proceso histórico, que vive de los muertos, y que va dejando caer las generaciones
humanas, una tras otra, en la nada de la muerte. Por más que Bloch se haya dado
cuenta de la importancia de esta cuestión para la esperanza humana y por eso le
haya dedicado tantas páginas, su respuesta equivale, en el fondo, al dantesco «dejad
toda esperanza». Porque, si no hay más realidad que la del «proceso» (el núcleo
material originario en devenir), es evidente que los muertos están definitivamente
desprendidos de e'sa realidad única: se han hundido en el vacío de la nada. No
puede ser otra la suerte que aguarda a todos los hombres que mueren a lo largo de la
historia, y que todavía-no eran el hombre nuevo por venir, plenamente logrado y
liberado de la caducidad en su identificación con el núcleo de la materia def
initivamente transformada. ¿También esta negatividad de los muertos, a lo largo de
la historia, está superada anticipadamente en el todavía-no de la plenitud venidera?
¿La muerte de todos los muertos tendrá el sentido de «medio» y «servicio» para el
no-más muerte de la identidad venidera humanidad-naturaleza? Es decir: los
muertos que han muerto ya, y los que moriremos, ¿tenemos que desaparecer del
<proceso» y hundirnos en la nada, para que t'inalmente pueda tener lugar la génesis
de la imperecedera humanidad nueva? Y entonces ¿no se reduce el ser personal de
cada hombre y de cada generación a mera fase necesaria para la continuidad del
devenir histórico y para el logro final del género humano colectivo? ¿Y qué queda
de la solidaridad de todos y cada uno de los hombres en la misma esperanza, del
esperar de todos para todos, que constituye el

El hombre abierto a Dios 59

insustituible vínculo unificador de la humanidad y el más hondo impulso


permanentemente creador de la historia?
Las aporías de la «Patria de la Identidad» y del «Proceso» repercuten lógicamente
sobre su origen común, la Materia, tal cual Bloch la concibe: puro existir nuclear,
autojúndante e imperecedero, principio dinámico inmanente en cada momento del
proceso y finalizado por sí mismo en su autoactuación plena j@ por eso definitiva.
Es evidente que en este concepto de la Materia están ya implicados el Proceso con
su todavía-no y la Patria de la Identidad como Ultimo absoluto sin más nuevo
posible. Pero Materia, Proceso y Plenitud final inmanente quedan suspensos en el
aire, porque Bloch no ha fundamentado su concepto de la Materia: lo supone
siempre, pero no lo justifica. Tendría que haber mostrado de algún modo que la
Materia es inagotable como materia para el hombre, es decir (en términos suyos),
que la correlación entre lo aún-no-devenido-en el mundo y lo aún-noconsciente en el
hombre no puede cesar.
Bloch mismo ha plasmado en una frase de tres palabras la lógica interna de todo
su pensamiento, que incide sobre el devenir histórico y sobre la esperanza:
«trascender sin Trascendencia». Si el origen inmanente de la historia y de la
esperanza es el «puro núcleo del existir» (la materia, que tiende dinámicamente a su
propia plenitud), el «trascender» del proceso y del esperar humano tiene que ser
limitado y provisional, y acabará por hundirse en la inmanencia del núcleo material
originario: es un «trascender», sostenido y empujado por el «Agente material» hacia
sí mismo, hacia su propia plenitud: un esperar, absolutamente condicionado por las
posibilidades de su origen y de su fin: la materia. La esperanza-esperante, de
condición apriórica de toda objetivación (de toda acción del hombre sobre la
naturaleza), queda rebajada a la necesidad de perder definitivamente su diferencia
ontológica sobre la naturaleza, para ser finalmente absorbida en la identidad con
ella. Fundada en el ser impersonal de una materia, que precontiene ya en sí misma
el resultado final, la esperanza esperance carece de la concianza y del riesgo, y por
eso ya no podrá ser esperar, sino mero aguardar.
El núcleo material originario se va desprendiendo del desecho humano de los
muertos, que no llegaron a la esencia verdadera del hombre. pero sí al nada de la
nada: para ellos no hay ninguna esperanza-esperada.
¿Y qué ha quedado de la esperanza, «como éxodo», de Bloch? Ciertamente hay
«éxodo», en el sentido peor de la palabra, para los muertos durante el proceso. Para
la humanidad «verdadera» y nueva de la «Patria» venidera no podrá haber «éxodo»,
porque su identificación con la naturaleza paralizaría la libertad y el deseo. Hay
«éxodo» solamente para la materia en camino hacia su realización plena.
60El hombre abierto a Dios

El «trascender» de la esperanza de Bloch está emparedado entre dos inmanencias


absolutas: la del origen, puro existir nuclear de la materia, y la del fin,
autorrealización plenamente lograda de la materia. Se ha cerrado el «círculo»: la
materia, origen indiferenciado; la materia, en proceso de realizarse en la superación
de sus determinaciones; la materia, plenamente vuelta a sí misma en la absorción
definitiva de sus objetivaciones. Unidad originaria, escisión, unidad plenificante
reconquistada. Para Hegel es el Espíritu; para Bloch, la Materia. Pero la «forma
mental» (denkform) y la dialéctica ontológica presentan una sorprendente
semejanza.
Se llega así a la pregunta más importante sobre el humanismo nuevo de Bloch, el
humanismo de la esperanza, fundada en la Materia: ¿a quién corresponde la victoria,
al «Principio-Esperanza» o al «Principio-Materia»? ¿No señala la lógica interna del
pensamiento de Bloch un vencedor, la materia, y un vencido, el hombre con su
esperanza?
La respuesta a la cuestión del sentido último de la historia como plenitud final
meramente inmanente (es decir, plenitud lograda exclusivamente dentro de la
relación mutua «naturaleza-hombre») queda pues descalificada por las aporías que
surgen de su reducción de la trascendencia de la esperanza humana.

7. Pero hay otra respuesta, diversa de la precedente (pero también de pura


inmanencia intramundana), que no puede ser pasada por alto: la interpretación de la
historia como devenir indefinido. Según ella, el devenir histórico no tiende hacia un
porvenir último y definitivo, ni inmanente ni trascendente respecto a la historia; es
un devenir inmanente nunca terminado, nunca definitivamente cumplido, que se
hace y se hará siempre sin ninguna meta final, sea de plenitud o de incompleción.
La historia va siempre adelante sin término, indefinidamente; su sentido es el de un
proceso ¡limitado (siempre en proceso) de resultados penúltimos y provisionales.
Tal interpretación del devenir histórico no puede responder de ningún modo a la
cuestión del sentido último de la historia; solamente podría decir que el sentido de
la historia consiste en precisamente en no tener sentido último. El devenir histórico
carecería necesariamente de ultirnidad: la humanidad estaría siempre en camino, un
camino para el que no hay «hacia donde». La pregunta, «qué porvenir nos
aguarda», «qué podemos esperar», no tendría sentido. Lo cual implica lógicamente
que la esperanza-esperante, condición imprescindible de la posibilidad, carecería de
sentido; y entonces ¿qué sentido podría tener el mismo devenir histórico? No se
tiene en cuenta que el esperar humano trasciende anticipadamente todo el devenir
histórico, todo lo que ha acontecido, está aconteciendo y acontecerá en la historia;
de lo
El hombre abierto a Dios 61

contrario, no podría ser cocondición apriórica de posibilidad de¡ devenir histórico


en cuanto tal. Si la esperanza-esperante tiende por sí misma a un más-allá del
devenir histórico, éste no puede tener sentido sino en cuanto orientado hacia el más-
allá de sí mismo.
La interpretación de la historia como devenir indefinido, meramente inmanente,
absolutiza el devenir, haciendo de él un devenir por devenir, es decir, la realidad
última que tendría en sí misma toda su razón de ser: un devenir cerrado dentro de sí
mismo. Está aquí implícito el concepto del devenir histórico como una fuerza fatal,
un dinamismo impersonal del que provendría todo el impulso de la historia hacia
adelante. El hombre quedaría degradado a mero instrumento anónimo de la fuerza
impersonal del destino, configurado como lo absoluto en devenir.
Ante la cuestión de la muerte, la visión de la historia como devenir indefinido, y
meramente inmanente, cae inevitablemente en la misma aporía insoluble, que ha
surgido de la concepción de la historia como finalizada en una plenitud de mera
inmanencia: todas las generaciones humanas tendrían que desaparecer en la nada de
la muerte, para que el devenir histórico pueda continuar indefinidamente (o para que
pueda aparecer el hombre nuevo en la «Patria de la Identidad»). Aquí se revela con
la claridad de lo evidente la insuficiencia de todo intento de comprender el sentido
de la historia dentro de la mera inmanencia «humanidad-mundo» del devenir
histórico: sin el recurso a la trascendencia (a lo que trasciende la historia misma) no
puede ser superada la aporía enorme de la desaparición de todas las generaciones
humanas en el vacío de la muerte. Solamente así se puede comprender lo más
hondo y humano del hombre y de su dignidad de persona, su esperanza-esperante,
que solidariza y unifica toda la humanidad a lo largo de la historia: el vínculo radical
que hace de toda la humanidad una comunidad es el de una misma esperanza. Las
dos interpretaciones, meramente inmanentes, de la historia (por lo demás
radicalmente diversas) coinciden en la negación de la trascendencia de la esperanza
humana; por eso tienen que enmudecer ante la cuestión impuesta por la realidad
tremenda del sucesivo hundirse de todos los hombres en la nada de la muerte.
El análisis del devenir histórico muestra pues que no es posible comprender el
sentido último de la historia dentro de la relación meramente inmanente
«humanidad-naturaleza», ya se la interprete como tendencia a una plenitud final de
mera inmanencia o como dinamismo de un devenir indefinido también meramente
inmanente. Y ha mostrado también que estas dos interpretaciones del devenir
histórico, a primera vista tan opuestas entre sí, provienen de la misma raíz: la
negación de la trascendencia de la esperanza-esperante respecto a la naturaleza, la
humanidad y la historia: la esperanza que unifica
62 El hombre abierto a Dios

todas las generaciones humanas hacia el mismo porvenir, común a todos, y que
por eso sostiene la historia y la mantiene siempre abierta a ese porvenir de toda la
humanidad, que ella por sí misma no puede lograr. Una plenitud intrahistórica de la
historia no es posible, porque el devenir histórico tiende más-allá de toda meta
lograda: la esperanza está siempre en éxodo hacia lo nuevo, hacia el más allá de
todo lo intrahistórico (inmanente en la historia) en cuanto tal.
El sentido de la historia está pues en su apertura (esperanza) a una plenitud que
ella por sí misma no puede conquistar, a saber, a un porvenir absolutamente
trascendente del que no puede disponer: la historia, abierta al Porvenir, que vendrá
por propia iniciativa, gratuitamente, libremente, es decir, al Porvenir Absoluto,
Trascendente, Personal, que tiene un nombre propio: Dios. El hombre puede
solamente recibirlo como pura gracia en la actitud de la esperanza o rechazarlo en la
actitud de la des-esperanza.

8. El análisis de las dimensiones fundamentales de la existencia humana


(relación del hombre al mundo, a los otros, a la muerte y a la historia) ha culminado
en la cuestión y en la afirmación de Dios, como la Realidad Fundante, el Amor
Originario, la Esperanza Ultima, el Porvenir Absoluto; cada uno y la totalidad de
estos aspectos implican la trascendencia, la libertad absoluta y el carácter personal
de Dios: son la expresión de la apertura del hombre a Dios, como Aquél de Quien el
hombre no puede disponer de ningún modo, sino únicamente reconocerlo y
aceptarlo como Gracia absoluta, como autodonación y autorrevelación del mismo
Dios.
En el fondo, el análisis de la cuestión del hombre se ha centrado en su libertad,
marcada por su responsabilidad incondicional y su esperar-esperante trascendente:
el hombre, como interpelado en la responsabilidad y en la esperanza de su libertad:
aquí es donde emerge la cuestión de Dios como aquél ante quien el hombre es, en
última instancia, responsable, y el único en quien puede cumplirse su esperanza
¡limitada. En su responsabilidad y en su esperanza el hombre está abierto a la
gratuidad absoluta de la autocomunicación de Dios.
La libertad humana es indivisiblemente don recibido y tarea por cumplir; es
libertad esencialmente interpelada, llamada a responder de vi misma y por eso
rci'erida por si misma mas all de si misma, fundada y finalizada en aquél a quien es
don y ante Quien es responsable. Fundamento último, común y trascendente de
toda libertad humana no puede ser sino la Libertad Personal Trascendente: la
Libertad Absoluta, de la que el hombre no puede disponer, sino únicamente
reconocerla v acogerla. La libertad-responsabilidad ¡mplica pues que el hombre
está esencialmente referido a la Libertad Absoluta, Dios, es decir, está abierto a la
iniciativa imprevisible de
El hombre abierto a Dios 63

Dios, a lo nuevo que solamente la Libertad Absoluta podrá suscitar en la historia.


El hombre existe como quien debe responder ante Dios, a la escucha abierta a la
Libertad imprevisible de Dios y, por eso, a una eventual revelación de Dios.
El análisis de la relación de] hombre a la muerte y a la historia ha mostrado que la
libertad humana está sostenida radicalmente por la «esperanza-esperante», que
trasciende el tiempo y la historia, y que por eso el hombre está abierto al Porvenir
Trascendente como Gracia absoluta, es decir, a Dios como aquél de quien el hombre
no puede disponer ni hacer previsiones, sino únicamente entregarse a él en la actitud
de la esperanza: abierto a la gracia de la autodona(-ión j, autorrevelación de Dios.
La responsabilidad y la esperanza-esperante representan dos aspectos
mutuamente inseparables de la libertad humana y de su trascendencia. La
responsabilidad del hombre es posible, en cuanto su esperanza trasciende todo
porvenir intrahistórico: la esperanza no puede tener lugar sino en una libertad no-
fundada en sí misma y, por eso, responsable. Responsabilidad y esperanza de la
libertad son correlativas, y al mismo tiempo relativas a su común y trascendente
Origen Fundante y Porvenir Absoluto, Dios.
Es preciso pues unir la responsabilidad y la esperanza de la libertad humana en
una misma apertura del hombre a Dios y a su eventual revelación. Que el hombre,
en su responsabilidad, está estructurado a la escucha de la iniciativa imprevisible de
Dios, quiere decir que está abierto en la esperanza a la gracia de una plenitud
metahistórica, a saber, al don de la autorrevelación de Dios y a la anticipación de
esta revelación en la historia. La palabra «responsabilidad» subraya la situación de
«escucha», «acogida», el término «esperanza» pone de relieve el aspecto de gracia.
Disponibilidad y entrega de sí mismo a aquél de quien el hombre no puede disponer,
sino únicamente aguardarlo confiadamente, abandonarse y darse a él, he aquí la
actitud existencias reclamada por la cuestión de Dios. Tal actitud «prefigura» la
actitud propia de la fe, de la esperanza y del amor cristianos; es decir, prefigura la
respuesta del hombre a la autorrevelación de Dios en Cristo. Pero si la cuestión de
Dios (implícita en la cuestión del hombre) conlleva esta «prefiguración» de la
respuesta a la autorrevelacion de Dios, quiere decirse que el hombre está
configurado en sí mismo como fundamentalmente abierto a la eventualidad de la
autorrevelación de Dios.
La subjetividad del hombre (su libertad) y su historicidad (actuada en la historia)
constituyen pues las dimensiones humanas, en las que puede acontecer el evento
absolutamente gratuito de la autorrevelación de Dios. Pero este evento, en cuanto
acaecido en la historia y en cuanto autorrevelación de Dios destinada al hombre,
requiere la
64 El hombre abierto a Dios

expresión de su sentido en un modo accesible al hombre, a saber, en la palabra.


Solamente en la palabra alcanza el evento inteligibilidad para el hombre, es decir,
toma la forma de evento acontecido realmente para el hombre. La autorrevelación
de Dios no podría manifestar algo al hombre en la historia, sino en cuanto
manifestado en la palabra: no podría llegar hasta el hombre, sino encarnándose (de
algún modo) en la palabra.

1. Aunque los evangelios sinópticos no aplican a Jesús el título de profeta, no


puede dudarse de que presentan su misión como semejante y superior a la de los
profetas de Israel 1. La narración del bautismo (Me 1, 8-12; Mt 3, 13-14; Le 3, 21-
23), inspirada en Is 42, 1, significa que sobre Jesús ha descendido el Espíritu de
Dios para que anuncie la buena nueva de la consolación de Israel (Le 4, 1. 14-30; 1
0, 21; Mt 4, 1; 11, 5-6; 12, 18. 28; Me 1, 13; Hech 10, 38). El sentido de la escena
de la transfiguración es que Jesús debe ser escuchado por los hombres, no
solamente como los más grandes profetas del A. T. (Moisés y Elías) (Núm 11, 16-
30; 12, 6-8; Ex 33, 1 1; Dt 18, 15-19; 34, 10; 1 Re 17-19; 2 Re 2, 1-18), sino como
el Hijo predilecto del mismo Dios (Me 9, 2-19; Mt 17, 1-3; Le 9, 28-36) 2. En su
predicación y en su acción manifestó Jesús la conciencia de la trascendencia de su
misión sobre la de los profetas. La parábola de los obreros de la viña (Me 12, 1-12;
Mt 21, 33-46; Le 11, 45-54; cf. Mt 21, 33-45; 23, 29-39; Le 11, 4954; 13, 33-35;
20, 9-19) es altamente significativa a este respecto: a lo largo de la historia de
Israel envió Dios sus siervos, los profetas, que

1. Cl F. Gils, Jésus Prophéte daprés les éi,angiles si@izoptiques, Louvain


1957; G. Friedrich, 7rpo<p@ mil;: THWNT VI, 842-846; 0. Cullmann,
Christologie des N. T, Tübingen '1958, 18-47; V. Taylor, ]he names of Jesus,
London 1935; R. Schnackenburg, Die Erwartungdes«Propheten»nachdemN.T.
wwden Qwnrapn-Texten: TU(1959)622-639; F. Hahn, Christologikche Hoheitstitel,
Góttingen 1963. 351-404: G. Voss, Die Christologie der lukanúchen Schriften in
Grundzügen, Paris 1965, 155-171.
2. E. Haenchen, Der Weg Jesu. Eine Erklürung des Markus-Evangeliums und
der kanonischen Parallelen, Berlin 1966, 307-310; E. Lohmeyer, Die
VerklürungJesunachdem Markvs-Ev@elium: ZNW 51 (1922) 185-216; H. P.
Müller, Die Verklürzmg Jesu: ZNW 51 (1960), 56-64; H. M. Teeple, The mosaic
es(-hatological Prophet, Philadelphia 1957, 11 5-135; J. Schmid, Das Ei,angelium
na(-h Markus, Regensburg 41958, 179-174; G. Voss, o c., 160-170; 0. Kuss.
Auvlegung und Verk-ündigung, Regensburg 1963. 90-120@ H Riesenfeld, Jésus
transjiguré, Lund 1947; M. Sabbe, La rédaction da réc-it de la transjiguration. La
i,enue da Messie, Louvain 1963, 65- 1 00@ V. Taylor, The Govpel at-cording to Si.
Mark, London 1957, 392.

2
Encarnación y revelación
66 Encarnación i, rtvelación

fueron perseguidos y rechazados.- finalmente envía ahora a su propio HUO 3.


En su persona y en su mensaje se realiza la revelación definitiva de Dios, anunciada
por los profetas (Le 7, 28; 10, 23-24; 11, 20.29.32; 16, 16; Mt 1 1, 1- 1 2; 12,
28.41-42; Me 1, 15). Jesús exige un a adhesión incondicionado a su persona y
vincula el destino del hombre a la toma de posición respecto de él mismo (Me 8, 35-
38; 10, 29; Le 9, 22; 9, 45.59.60; 1 1, 23; 14, 26; 18, 18; Mt 5, 1 1; 8, 2 1; 10, 31-
33.37; 18, 5; 19, 28; 25, 34-46). Mientras los profetas de Israel se habían
presentado como simples mensajeros de Yahvé, cuyas palabras trasmitían con la
fórmula aví habla Yahvé, palabra de Yahvé (Ex 4, 22; 1 Sam 10, 18; 15, 2, 2 Sam 7,
5.8; 12, 7.1 1; 24, 12; Is 1, 10; 3, 6; Jer 1, 1 1. 19; 2, 1.4.19; Ez 3, 1; 6, 1 -1 1; Os
1, 1.2; Jl 1, 1; 3, 8; etc.), Jesús emplea una fórmula totalmente nueva: o os digo (Mt
5, 21-22.27-28. 31-32. 34-35. 38-39.
43-44; 6, 2.5.7.16- etc.)4

1. La distancia, que separa estas dos fórmulas da la medida de la radical


superioridad de la misión de Jesús sobre la de los profetas; en su modo de hablar y
obrar se revela la conciencia de un poder inaudito (Me 1, 22.27.28-29; 4, 35.41; 5,
20; 6, 2.51; 7, 29.37; 11, 18, etc.).
La experiencia religiosa de Jesús posee un carácter absolutamente original
respecto a la experiencia religiosa de los profetas: Jesús vive su relación personal a
Dios como una relación de Hijo a Padre: Dios es su Padre de un modo totalmente
singular y trascendente, tan real como misterioso (Me 8, 35; Mt 10, 32.40; 18,
19.35; Le 9, 23; cf. Me 11, 25-26; Mt 5, 16. 45.48; 6, 1.14.15.26.32; 7, 11.21). En
su oración invoca a Dios con la sola palabra «Padre», «Padre mío» (Me 14, 36; Le
10, 21; 11, 2-4; 22, 42; 23, 34.46; Mt 11, 25.26; 26, 39, 42). Mientras designa a
Dios simplemente como «el Padre», se designa a sí mismo simplemente como «el
Hijo» (Me 13, 31; Mt li, 27; 24, 36; Le 10, 22). El término «abba», creado por el
mismo Jesús en su invocación personal de Dios, expresa la vivencia original de la
intimidad filial con «su Padre» (Me 14, 36; cf. Rom 8, 15; Gál 4, 6) 5. La
convicción

3. Cf. J. Jeremias, Die Gleichnisse Jesu, Gbttingen 41956, 59-65; C. H. Dodd,


Tíle Paraboles oj the Kingdoni, London 41938, 127-129; W. Michactis, Dic,
Gleichnisse Jesu, Hamburg 1956, 113-125; E. Biser, Die Gleichnisse Jesu.
Versuch einer Deutung, München 1965@ 137-145.
4 Lí @,itcgorica formula de Jesus,, ' lo u@ diyu» viene precedida y retorzada
frecuentemente en los sinóptico con la expresión enfática <amén>, (30 veces en Mt,
13 en Mc, 6 en Lc: «Damit ist aber in dem 14@v vor dem @pTi- Jesu die ganze
Christologie in nuce enthalten; der, der sein wort ais cin wahres = festes aufstelit, ist
zugleich der, der sich dazu bekennt und es in seinem Leben festmacht, und so
wiederum als das arte zur Forderung an den Andern werden lásst» (H. Schlier,
THWNT 1, 341).

5. Cf. H. Schürmann, Das Gebet des Herrn, Freiburg/Br. 1958. 17-26: G.


Schrenk. THWNT \, 977-9811 (-i. Kittel, jpfi@: THWNT 1. 4-6; B. M. van
lersel, «Der Sohii»
in den si@noptivchen Jesusví,orten, Leiden 1961. 165-185; J. Schmid, 0. C., 162-
165; W. Marchel, Abbu, Pére. Iüpri¿,redu Clirist etdeschrétiens, Romae 1963,
101-181@J. Jeremias, .Ahb¿i. El nietisaje (eiitr(il (¡el iii4et-o testtinieiito.
Salamanca 1981, 38 s.

Encarnación Y, revelación 67

profunda de su divina filiación no vaciló ante la misma muerte (Me 14, 62; Mt
26, 64; Le 22, 69; cf. Me 8, 31-33; 9, 31; 10, 33-34.45; 12, 1-12; Mt 5, 12; 16, 21-
23; 12, 22-23; 20, 18-19; 21, 33-46; Le 9, 2227.44-45; 17, 25; 18, 31-34; 20, 9-19).
Estos sobrios rasgos del Jesús de los sinópticos maniciestan suficientemente el
aspecto original de su experiencia religiosa: en el fondo de su conciencia vivió Jesús
la certeza de su relación personal filial con DiOS6. Esta es la razón definitiva de la
superioridad de la función reveladora de Cristo sobre la de los profetas. El mensaje
de Jesús se funda en esta experiencia y la objetiva en signos humanos: en su Hijo
realiza Dios su definitiva intervención salvífica (Me 1, 15; 12, 1-12; 1 0, 45; Le
10,20-23; 16, 16; 20, 9-19; Mt 11, 1-16.12; 21, 33-36).

2. La fe de la iglesia primitiva vio en Cristo el profeta de los últimos tiempos,


anunciado en Dt 18, 15 e is 61, 1: Jesús es el prometido «Siervo de Yahv¿, ungido
por su Espíritu para revelar y realizar la salvación de cuantos crean en él» (Hech 10,
39-43). Los escritos paulinos contienen algunas breves alusiones al hecho de que
Jesús predic¿) la palabra de Dios (Rom 15, 8; 1 Cor 7, 1 0; 1 1, 23-24; 1 Tes 4,
2.15; Gál 5, 14; 6, 12); pero no destacan su función profético. San Pablo considera
a Cristo, no tanto como el revelador por excelencia, cuanto como la revelación
suprema del amor y de la potencia de Dios: el misterio salvíf-ico del Padre se ha
manifestado y realizado definitivamente en la encarnación, muerte y resurrección de
su Hijo (Rom 5, 8-1 1; 8, 31-34; Gál 4, 4; 1 Cor 1, 18-31; 2, 1-16; Ef 1, 3-14; 3, 8-
12; Flp 2, 5-1 1; Col 1, 25-29; 2, 4-1 3; 2 Tim 1, 1 0; 2 Cor 1, 19-20). Es preciso
sin embargo notar que la teología paulina de la preexistencia divina de Cristo, como
imagen del Padre invisible y como creador del mundo (Col 1, 15-20; 1 Cor 8, 6; 2
Cor 4, 4; Flp 2, 5-1 l), prepara la visión profunda de la función reveladora de Cristo,
que desarrollan la carta a los hebreos y sobre todo el cuarto evangelio.
La carta a los hebreos relaciona expresamente la misión profético de Cristo con
su carácter personal divino: mientras en las edades pasadas Dios había hablado al
pueblo de Israel por medio de los profetas en intervenciones repetidas i, diversas,
en la hora presente - ,fin de los tienipo,v nos Iza hablado por su Hijo, qzíitn
es,fúlgoi- de su divina gloria y efigie de su divino se¡- (Heb 1, 1-3). Al carácter
sucesivo de la revelación profética se contrapone el carácter definitivo de la
revelación de Cristo; a la calidad de los profetas como siervos de Dios (Heb 3, 5) se
contrapone la calidad de Cristo como «Hijo» de Dios (Heb 1, 1; 3, 6): la sobria
fórmula Dios nos ha hablado por (su) H@o subraya fuertemente que la
superioridad de la revelación del N. T. consiste en

6. Cf. J. Schmid. o. (., 162-165: A. vógtle, ie,yzi,v Chi-i.@tlis. LTHK V,


922-932.
68 Encarnación j, revelación

que su autor es el mismo Hijo de Dios (Heb 3, 1.6; 2, 1 0; 12, 2) 7. La preexistencia


y el carácter personal divino de Cristo están netamente afirmados: El es la sabiduría
personificada y creadora de Dios, la imagen de su divino Señor (Heb 1, 3-4; cf. Sab
7, 25; 9, 1-2.4. 1 0; Prov 8, 27-30; 1 Cor 8, 6; Col 1, 15-18; Jn 1, 3. 1 O); está por
encima de los ángeles, pues su nombre es «el Hijo de Dios» (Heb 1, 4-13; 3, 6; 4,
14; 5, 8; 6, 7; 7, 28; 10, 29; etc.). La encarnación viene presentada como la venida
del Hijo de Dios al mundo mediante la apropiación de nuestra humana existencia,
pasible y mortal (Heb 10, 5-10; 2, 9-18-1 4, 15; 5, 79). Por Cristo, su H@o hecho
hombre, nos ha dicho Dios su palabra definitiva (Heb 1, 1-3; 3, 6): he aquí la
novedad absoluta de la encarnación y la incomparable excelencia de la revelación
de Cristo. La contraposición entre la misión profético de Moisés, mediante el cual
Yahvé había comunicado al pueblo de Israel su promesa de salvación y había
instituido la antigua alianza, y la función de Cristo, Mediador de la nueva y eterna
alianza (Heb 9, 15; 12, 24), pone de relieve la superioridad trascendente de la
revelación de Cristo y en una fórmula, tan concisa como expresiva, señala la razón
de esta superioridad: Moisés testificó al pueblo el mensaje divino en calidad de
«siervo fiel» de Yahvé: pero Cristo como H@o (Heb 3, 1-6) 8.

3. La función reveladora de Cristo y la encarnación, como fundamento de la


misma, constituyen uno de los temas primordiales de la teología de san Juan, que lo
antincia solemnemente en el prólogo (Jn 1, 1-3.14.18) y lo desarrolla con penetrante
reflexión a lo largo de todo su evangelio (Jn 3, 11-13.31-36; 5, 19.20.24.36-47; 6,
29-33.40-46; 7, 27-29; 8, 12-59; 10, 15.25.30.38; 1 1, 42; 12, 44-49; 14, 6-14.24;
15,15 -1 17, 3-6.25-26; 20, 31) 9. El prólogo presenta a Cristo como el revelador
por excelencia: solamente él nos revela a Dios, porque solamente él le ve: y
solamente él le ve, porque él es su Hijo único (Jn 1, 18, cf. 6, 46; 10, 15; 1 Jn 4, 12;
Mt 11, 27; Le 10, 22) 10. Jesús es la palabra eterna y

7. La expresión «Por (su) Hijo» (la traducción más exacta seria: «por uno que es
Hijo»:Heb 1, 1) subraya la superioridad de la revelación del N.T. sobre la
veterotesta-
mentaria, no tanto por razón del contenido, cuanto por la excelencia misma del
revelador, que es el Hijo de Dios; el acento cae sobre el evento mismo de la
revelaci¿)n de Dios por su Hijo: «Mit dem Anschluss des Hauptsatzes erreicht die
Satzkonstruktion ¡hren H¿5hepunkt; die Artikellosigkeit bezeichnet die Stellung und
Würde der Sohnschaft, die alles Pr,,phetentum hinttnl@isst,, (0. Michel, Dt,r B@i(j
in die Ht-br¿it,t, G¿@ttingen 1960. 3@).
8. Cf. A. Vanhoye, La stru<,ture liltéraire de I'Epitre aux Hébreux, Paris 1962,
6668.91; 0. Michel, o. (-., 34-100; C. Spicq, L'Epitre aux Hébreu-'C, Paris 1952, I,
281-302; lí, 1-29.
9. Cf. R. Schnackenburg, Dttv Johannesei,angetiuni, Freiburg 1965, 241-256.
10. Cf. A. Wikenhauser, Das Evangelium nach Johannes, Regensburg '1957, 50
51.128: R. Schnackenburg, o. c., 253: W. Bauer, Das Johannes et-angelium,
Tübingen '1933.

1 SIH, Strathmam, Das Ei ati elitini na(ii Joíiaiitie@, Gijttingen 1951, 39-40;
C. K. Barrett.
9

7he Gospel a(,(@ording to St. John. London 1955, 141.245; R. Bultmann, Das
Erangelium des

Encarnación y revelación 69

personal del Padre, que se ha hecho hombre y así ha revelado a los hombres su
divina filiación y en esta gloria les ha revelado el misterio de Dios, su Padre (Jn 1,
1-5. 14; 10, 38; 14, 6-12; 17, 5-6). Cyisto es el Revelador, en cuanto es la palabra
de Dios encarnada; su función reveladora resulta de la misma encarnación, a saber
de su carácter personal de Hijo de Dios y de la realidad de su ser humano 1 1 -
San Juan reflexiona en la experiencia religiosa de Jesús dentro de la línea misma de
los sinópticos. El aspecto más misterioso del Cristo del cuarto evangelio es la
vivencia humana de su total dependencia de Dios, su Padre, y de su íntima
comunión de vida con él. En lo más profundo de su ser humano vive Cristo la
presencia del Padre, de quien recibe todo lo que hace (Jn 5, 36), todo lo que dice (Jn
7, 16; 8, 26.38.40; 14, 24; 17, 7.14), la posesión de la vida y el poder de
comunicarla a los hombres (Jn 5, 21.25-27; 16, 57; 13, 3; 17, 2). Todo lo que es del
Padre es también suyo y todo lo suyo es del Padre (Jn 3, 36; 16, 15; 17, 1 0; 13, 3);
Jesús y el Padre están mutuamente presentes en una compenetración de íntima
inmanencia (Jn 8, 16.29; 10, 15.38; 14, 10.11.20; 16, 29.32; 17, 21.23), que en
atrevida fórmula viene descrita como unidad (Jn 10, 30; 17, 22) 12. Es la vivencia
humana de su filiación divina; en su inefable unión vital con Dios, que está siempre
con él como su Padre, Jesús se sabe Hijo de Dios (Jn 8, 1619.27-29.54-58; 10,
15.38). El misterio de la encarnación tiene su correspondiente repercusión vital en la
misteriosa vivencia del hombre Jesús como Hijo de Dios.
En la experiencia religiosa de Cristo subraya san Juan el aspecto de conocimiento,
un conocimiento absolutamente nuevo de Dios: Cristo conoce a Dios como su
Padre, que le ha dado la gloria de la divina filiación, le ha enviado al mundo para
que le dé a conocer a los hombres, comunicándoles así su vida divina, y para volver
de nuevo junto a él a participar en su eternidad gloriosa (Jn 3, 31-36; 5, 24; 6,
40.46; 8, 55.58; 10, 15; 12, 28.49; 13, 1-3.31.32; 14, 2; 16, 28; 17, 1-5.24). Es un
conocimiento radicalmente distinto del conocimiento de fe. Es verdad que san Juan
designa con el mismo verbo lilVé)UKVIV, tanto el conocimiento de Dios que tiene
Cristo, como el que tienen los creyentes (cf. Jn 8, 24.28; 10, 15, 17, 21.23.25, etc.);
más aún, cuando se trata del conocimiento de Dios, que es dado a los creyentes,
emplea como sinónimos (o al menos, como estrechamente vinculados entre sí) los
verbos 'JIV@UKEIV y 7riaTióviv (Jn 4, 42; 6, 69; 8, 24.28.31.32; 10, 38;

Johannes, Góttingen 1964, 54-57; A. Richardson, lhe Gospel according to St. John,
11. Cf. H. Strathmann, o. c., 28.48; D. Mollat, L:Euangile selon S. Jean (Bible
de London 1959; F. Büchsel, poyo-irv@z: THWNT IV, 748-750.

Jérusalem), Paris 1956, 16: 0. Cullmann. Die Chrisiologie dc,,Y N. T-, 335: R.
Bultmann, o. c., 1-57@ G. Kittel, ;.¿-,o: THWNT IV, 132.
12. J. Alfaro, ('P-isto glorioso, i-ei,elador del Padre: Gregorianum 39 (1958) 222
-230.
70 En(,arnación -i@ reielaci<jn

14, 12.20; 17, 8.21.23; 1 Jn 4, 16). Pero no designa nunca con el verbo
7ria@rvóeiv el conocimiento de Dios, que tuvo Cristo ". Si se tiene en cuenta que
este verbo aparece en los escritos joaneos 107 veces (98 veces en el cuarto
evangelio y 9 veces en la 1 Jn), se comprenderá que se trata de una omisión
consciente, que equivale a una exclusión del conocimiento de fe en Cristo. Por
otra parte en Jn 6, 44-47 se contraponen expresamente el conocimiento de fe y el
conocimiento de Dios, que es propio de Cristo y es calificado como visión. Este
término debe ser interpretado en el sentido de un conocimiento inmediato de Dios,
que excluye toda interposición entre Cristo y su Padre. En efecto: san Juan afirma
enfáticamente que «nadie ha visto jamás a Dios» (Jn 1, 18; 6, 46; 1 Jn 4, 12; cf Mt
11, 27) (ni siquiera Moisés, el más grande de los profetas; cf. Jn 17, 18; Ex 33,
18-22; Dt 18, 15; Núm 12, 8) ". Jesús y su Padre se conocen mutuamente en una
absoluta intimidad, en la que ninguna mediación interfiere (Jn 10, 15; el Mt 1 1,
27). La visión de Dios es patrimonio exclusivo de Cristo, porque solamente él es
Hijo de Dios: basta comparar Jn 1, 18 con Jn 6, 46 para percatarse de que no cabe
interpretar de otro modo el pensamiento de san Juanl5.
La experiencia religiosa de Cristo (tal como viene presentada en el cuarto
evangelio) implica pues la conciencia de la filiación divina y la visión de Dios;
ambas resultan de la encarnación y traducen en vivencia humana el carácter
personal divino del hombre Jesús. La función reveladora de Cristo se funda en esta
experiencia (a través de ella se funda en último término en la encarnación misma),
que él expresa en toda clase de signos humanos (doctrina, acciones, milagros),
revelando así a los hombres el secreto de su propia interioridad y en ella su misterio
personal, que es el misterio de su Padre. En efecto: el mensaje de Cristo, que san
Juan nos ofrece, gira invariablemente en torno a un tema único: Jesús es el Hijo de
Dios, enviado por el Padre, para que le revele a los hombres y así les dé la vida
eterna (Jn 1, 1-18; 3, 17; 6, 35-52; 10, 9.14-18; 11, 25-27; 14, 6-11; 17, 3-6.25; etC)
16. Los milagros de Jesús son en el cuarto evangelio «signos» de su

13. Cf. R. Morgenthaler, Statistik des neutestamentlichen Wortschaizes, zürich


1958, 132.167; J. Alfaro, Fides in termin,logia bíblica: Gregorianum 41 (1961)
497: «Niemais aber wird gesagt, der Sohn "glaube" an Gott@ Jesus ist be¡ Johannes
niemais Su@ickt von 1,1 Siniie @on '(-ilduben" (J. Blank, Krisi@s.
L,,itersuciiutigen zurjohanneisc-hen Christologie und Es<,hatologie, F'reiburg
1964, 245, nota 42).
14. Cf. R. Schnackenburg, o. c., 253.
15. W.Michaclis,,5,oicj:ThWNTV,365;A.Wikenhauser,o.c.,43;W.Bauer,o.c.,l8:
H. Strathmann, o. c., 39-40; E. Hoskyns, The jóurth gospel, London 1947,
140.153; J. Alfaro, Cristo glorioso, rei,elador del Padre: Gregorianum 39 (1958)
225.
16. C. H. Dodd, The Interpretation of thefourth gospel, Cambridge 1953, 144-
170; C. K Barrett, o. (., 58-821 D. Mollat, o. t., 16-221 F. Mussner, Z.QH. Die
Ans(,hauung t.om «Leben» ¡m i,ierten Euangelium unter Berú(-ksichtigung der
Johannesbriefe, München 1952, 147@ F. M. Braun, Jean le Théologien. Sa
théologie, Paris 1966, 57-75.

Encarnación j, revelación 71

misterio personal y de su misión salvífico-reveladora (Jn 6, 1-52; 9, 1 59; 11, 17, 44;
etc.) 17.
El cuarto evangelio pone de relieve el singular carácter del testimonio de Cristo,
quien exige que se crea absolutamente lo que ¿I afirma acerca de sí mismo,
simplemente porque él es quien lo afirma. La fe es la aceptación del autotestimonio
de Jesús e implica insepara-
blemente creer en él e¡;: Jn 3, 36; 4, 39; 6, 29.40; 8, 30; 10, 42;
11, 25-26; 11, 45; 14, 2; 17, 20; 1 Jn 5, 10) y creer a é (niarei)eiv -con dativo: Jn
4, 21; 5, 38.46; 6, 30; 8, 31-45.47; 10, 37-38): creer en Cristo y creer a Cristo son
un mismo acto, el acto de fe ". Comparando los textos, en los que aparece la
fórmula 7riarEóeiv aí; con Jn 3, 34; 4, 25.26; 6,40; 8, 24.28; 10, 36.38; 11, 27.42;
14, 10.1 1; 17, 21 puede comprobarse que para san Juan «creer en Cristo» significa
creer que él es el Hijo de Dios; si se comparan los textos, en los que aparece la
fórmula lziu-reóeiv con dativo con Jn 5, 22.24.36.37.43; 6, 40; 8, 27.35; 10, 30.38;
14, 11 se observa que «creer a Cristo» significa creer a él, como a Hoo de Dios, es
decir, creer al Hijo de Dios: «creer en Cristo» y «creer a Cristo» se identifican
porque Cristo es el Hijo de Dios. El es el revelador y el revelado, el revelador que
se autorrevela y revelándose revela su divina filiación, revela al Padre. El
autotestimonio de Cristo es válido, porque conoce y ve al Padre (Jn 7, 28; 8, 55; 10,
15; 6, 46; 1, 18), porque vive y obra en inefable comunión de vida con el Padre (Jn
10, 15.30.38; 14, 10-12; 17, 21-22), porque recibe del mismo Padre lo que testifica
(Jn 3, 32-34; 7, 16; 8, 28.40), porque con él testifica el mismo Dios, su Padre (Jn 8,
16.18.29; 7, 28; 3, 33-34; 14, 10): el testimonio del hombre Jesús es el testimonio
del mismo Dios en su Hijo (Jn 3, 33; 5, 36-37; 7, 28-29; 8, 26; 1 Jn 5, 10). En una
palabra, el autotestimonio de Cristo es válido, porque Cristo es el Hijo de Dios. El
Verbo encarnado es indivisiblemente fundamento y objeto de la fe; el creyente cree
el mismo fundamento de su fe, que es Cristolg.
La afirmación de su función de revelador equivale a la afinnación de su filiación
divina: la primera es el resultado y la expresión de la segunda. Tan misteriosa es la
una como la otra; la incredulidad humana tropieza ante el misterio de la persona de
Cristo, tanto cuando él afirma su divina filiación, como cuando afirma la validez de

17. Cf. D. H. Dodd, o. (l., 297-390; D. Mollat, Le Semeionjohannique. Sacra


Piiginii II, 209-228; L. Cerfaux, Les miracles, sienes messianiques de Jéswv et
oeuvres de Dieu selon révangiledeS.Jean,enAttenteduMessie,Brugesl954,131-
133;A.Vanhoye,L'oeuvredu Chrisi, don du P¿re: RechScRel 48 (1960) 377-419.
18. R. Bultmann, Das Evangelium des Johannes, Góttingen "1964, 189.116-
121.260.164; Id., THWNT VI, 224; J. Huby, De la connaissatice defoi dans
S. Jean:
RechScRel 21 (1930) 405-408.
19. J. Blank, Krisis. Untersuchungen ::urjohanneivchen Christologie und
Eschatologie, Freiburg 1964, 198-246.
72 Encarnación y revelación

su autotestimonio (Jn 8, 13-28.40.53.58; 10, 35-40; 7, 28-30); si los judíos no


aceptan el autotestiinonio de Jesús es porque no sabían que su Padre era Dios (Jn
8, 13.16.19.27). Creer en la filiación divina de Cristo implica creer en el valor
absoluto y trascendente de su testimonio; y viceversa, la fe en el autotestimonio de
Jesús implica la fe en su carácter personal divino. Al justificar el valor de su
testimonio con su misteriosa unión con Dios, su Padre, Cristo revela su filiación
divina (Jn 5, 16-18; 7, 25-31; 8, 14-20.54-59; 10, 24-39).
La función reveladora de Cristo implica según el cuarto evangelio la experiencia
religiosa propia del Verbo encarnado, a saber, la conciencia que el hombre Jesús
tiene de ser el Hijo de Dios y la visión de Dios, que pertenecen exclusivamente al
Unigénito hecho hombre; implica además la expresión de esta experiencia en
signos humanos, que constituyen el mensaje de Cristo y mediante los cuales revela
a los hombres el secreto (definitivamente inefable) de su interioridad y de su
persona. En último tén-nino esta función reveladora se funda pues en la misma
encarnación, cuyo resultado y expresión es; por eso es tan misteriosa como la
encarnación misma. Las palabras (en el sentido amplio de expresión h ana, sean
conceptos, símbolos, acciones o signos) de Cristo deben ser recibidas como
palabras del mismo Dios (es decir, como por sí mismas absolutamente dignas de
ser creídas), porque Cristo es la palabra personal del Padre, su Unigénito, que se
ha apropiado el ser del hombre y así ha hablado a los hombres en signos humanos
(Jn 1, 1.2.14.18; 3, 16.18; 1 Jn 1, 1; 4, 9).

4. La concepción joanca de la misión profético de Cristo se presenta como una


continuación del pensamiento de los sinópticos y como un progreso notable
respecto del mismo. Este progreso supone una profunda reflexión acerca de la
encarnación. La teología del cuarto evangelio acerca de la función reveladora de
Cristo no es en realidad sino la ulterior penetración en el misterio de Cristo, como
presencia personal del Verbo en el hombre Jesús. Al ser considerado el misterio de
Cristo bajo la perspectiva de la encarnación, las palabras y acciones del hombre
Jesús aparecen como signos hwnanos del Hijo de Dios, es decir, como revelación.
La teología de la encarnación desemboca en una teología de Cristo-revelador,
palabra personal de Dios, que, apropiándose del ser humano, se expresa en él.
La superioridad de la revelación de Cristo sobre la revelación de los profetas
queda aí plenamente explicada. Ambas implican una experiencia religiosa
característica (la certeza vivida de que Dios habla) y la expresión de esta
experiencia en un mensaje. Pero mientras los profetas viven la presencia de la
palabra de Dios en ellos y en esta vivencia conocen que Dios les habla, Cristo vive
la presencia íntima de Dios como Padre suyo y en esta vivencia sabe que en él y
con él
Encarnación j, revelación 73

testifica su mismo Padre. Solamente el hombre Jesús ha tenido la experiencia


inefable de ser el Hijo de Dios. Su mensaje, expresión de su interioridad y de su
misterio personal, es en consecuencia incomparablemente superior al mensaje de los
profetas.
Pero la razón definitiva de esta superioridad nos la da el mismo san Juan en
fórmulas tan concisas como grandiosas: En el principio existía el Verbojtmto a
Dios... El Verbo se hizo hombre... Nadiejamás ha visto a Dios... Su Unigénito nos
le ha manifestado... Solamente él ha visto a Dios (Jn 1, 1-2.14.18; 6, 46). La
encarnación es en sí misma revelación, la suprema revelación de Dios: el Verbo
encarnado es en sí mismo revelador de Dios, por excelencia el revelador. La
función reveladora es esencial en Cristo, es un resultado tan inmediato de la
encarnación, que en ella se expresa todo el misterio del «hacersehombre» del Hijo
de Dios.

5. Tanto los sinópticos, como principalmente la carta a los hebreos y el cuarto


evangelio, presentan una serie de datos fundamentales, que la reflexión teológico
debe tomar como punto de partida en su intento de comprender la función
reveladora de Cristo y la conexión de esta función con la encarnación:

a) realismo del ser hwnano de Cristo;


b) carácter personal de Cristo como Hijo de Dios, imagen de su

ser divino, palabra eterna del Padre;


e) la encarnación como apropiación de nuestro ser humano por el Hijo de Dios;
d) experiencia religiosa propia del hombre Jesús como Hijo de
Dios: en ella vive el misterio de su filiación divina (es decir, su inefable
relación personal al Padre);
e) el testimonio de Cristo como palabra humana de la palabra personal divina, a
saber, como autorrevelación personal de Dios a los

hombres.

La fe de la iglesia ha visto el aspecto profundo del misterio salvífico de Cristo en


la unión de su carácter personal divino con su auténtico ser humano. En esta unión
misteriosa la primacía corresponde, no a lo humano sino a lo divino, es decir. a la
relación personal, única y trascendente, de Cristo a Dios como Padre suyo. No es,
en último término, el hombre Jesús el que ha sido elevado a la dignidad de
Unigénito del Padre, sino el Hijo de Dios el que se ha hecho hombre como nosotros
para por su muerte y resurrección comunicarnos la vida eterna, que él mismo recibe
del Padre. En plena fidelidad al dato revelado, penetrado por la fe viva de la iglesia,
la reflexión teológico debe considerar el misterio de la unión de lo divino
74 Encarnación y, revelación

y lo humano en Cristo a la luz de su filiación divina, es decir, de su relación


personal al Padre 20.
Cristo es personahnente la palabra increada en la que se expresa exhaustivamente
el Padre, la imagen consustancial que refleja plenamente la divinidad del que es
principio-sin-principio. El Hijo eterno de Dios es persona como inmanente
autodonación y autorrevelación del Padre; puede apropiarse personalmente el ser
humano, precisamente porque es persona divina, en último término, porque recibe y
refleja el mismo ser divino del Padre: la filiación divina constituye el fundamento
formal de la posibilidad de la encarnación. Esto quiere decir que, precisamente en
cuanto es imagen increada del Padre, Puede el Verbo apropiarse personalmente la
imagen creada de Dios, que es el ser mismo del hombre, y revelarse en ella: la
revelación intradivina del Padre, cuyo término es la persona del Verbo, funda la
posibilidad de la encarnación, a saber, de la revelación del misterio personal de Dios
al hombre Jesús y por él a toda la humanidad 21. La

20. El valor salvíf-ico de la muerte y de la resurrección de Cristo implica su


filiación divina, es decir, la encarnación. La solidaridad de Cristo con los hombres
(que es el fundamento de nuestra salvación) se realiza en la unidad de una doble
fase, descendente la primera (el Hijo de Dios se apropia nuestra existencia mortal: la
encarnación y su culminación en la Cruz) y ascendente la segtlnda (el Hijo de Dios,
hecho hombre y elevado por la resurrección a la glorificación plena de su
humanidad, nos da participación en su existencia gloriosa: Cristo glorificado como
Unigénito del Padre y Primogénito de los hombres). Esta doble fase de la
solidaridad saln,ífica de Cristo con los hombres aparece ya en los escritos paulinos
(Gál 4, 4; Rom 6, 5; 8, 3.17.29; 1 Cor 15, 20.23.49; 2 Cor 5, 2 1; 13, 4; Flp 2, 5-1
1; 3, 20; Col 1, 18; 3, 4), en la carta a los hebreos (Heb 2, 10-18; 4, 15; 5, 78; 6, 20;
9, 12.14.26; 20, 5-10), y en el cuarto evangelio (in 1, 14; 6, 33; 3, 14-15; 12,
2328.32; 13, 31; 15, 1.5). La cristología, esesencialmente soteriológica, de la
patrística griega y latina se desarrolló dentro de este tema fundamental: el Hijo de
Dios se hizo hombre para hacer a los hombres hijos de Dios. Las definiciones
dogmáticas cristológicas de los siglos lv-vl tendían a salvaguardar la unión personal
del Hijo de Dios con nuestro ser humano, para asegurar así la realidad de nuestra
salvación. Cf. A. Grillmeier, Christ in Christian Traditionfrom the Aposlolic Age
to Chalcedon, London 1965, 172.217-219. 234237.257-260.480-491; J. Liebaert,
L'Incarnation. I. Des origines au Concile de Chalcédoine, Paris 1966, 57-73. 130-
132, 170-179. 216-222; F. Malmberg, Ein Leib - Ein Geist, Freiburg 1960, 223-242;
L. Richard, Le mi,stére de la rédemption, Tournai 1959, 95-130; M. J. Nicolas, La
docirine christologique de S. Léon le Grand.- RTom 51 (1951) 609-660; B.M.
Xiberta, Enchiridion de Verbo Incarnato, Madrid 1957, 788-801; A. Grilimeier,
JesusChrisft¿y, en LTHK V 941 -945; Y. Congar, Le moment économique et le
moment ontologique dans la Sacra Doctrina, en Mélanges M. D. Chenu, Paris
1967, 83.
21. La teología patrística de los siglos II-IV puso de relieve el íntimo nexo de la
encarnacion con el carácter personal de Cristo como imagen, palabra y Unigenito
del Padre invisible. La invisibilidad del Padre coincide con su carácter personal de
principiosin-principio. Siendo en si mismo absolutamente invisible, el Padre se
revela a los hombres, en cuanto se refleja plenamente en su imagen personal
intradivina - Esta autorrevelaci¿>n consustancial del Padre funda su revelación por
su palabra personal encarnada: la encarnación supone el carácter personal
intratrinitario de Cristo c,M, revelación inmanente del Padre (el A. Orbe. Hacia la
primera teología de la procesión del V@erbo, Roma 1958, 111-147.343-345.411-
431.504-512.655-660.745-754). Esta concepción de la encarnación, como
exclusivamente propia de la imagen personal de Dios, proviene

En(@arnaci¿>n y- revelación 75

comunicación personal del Padre al Hijo, que es indivisiblemente donación-


revelación plena del Padre, hace posible la comunicación personal del Padre al
hombre Cristo y en Cristo a todos los hombres en la encarnación, por la que Dios se
hace Padre del hombre Jesús y, en él, Padre de los hombres. El hombre Cristo es
persona, en cuanto es el Hijo de Dios, es decir, en cuanto tiene realmente a Dios
como su Padre, recibiendo y expresando eternamente el mismo ser divino del Padre:
por la encarnación termina efectivamente en Cristo la generación eterna del Padre.
El ser del hombre está constituido por la indivisa unidad de sus dos componentes
fundamentales, espiritualidad y corporeidad. Es inevitable distinguirlas y señalar en
la actividad humana los aspectos propios de cada una de ellas; pero no debe
olvidarse que el hombre no existe, ni obra, sino como la totalidad-unidad de ambas.
Por su condición de espíritu puede el hombre realizarse en un ¡limitado
enriquecimiento interior y expresarse en una ¡limitada originalidad de formas; es
imagen de Dios y su revelación natural suprema en el mundo, capaz de captarse a sí
mismo en la autoluminosidad de la conciencia, de poseerse en el ejercicio de su
libertad y de optar por o contra el mismo Dios. El espíritu del hombre está abierto a
través del cuerpo, tanto al mundo para transformarlo y dominarlo, como a los demás
hombres para entrar en contacto personal con ellos y comunicarles su propia
interioridad en sus acciones y palabras. En su triple orientación fundamental hacia
el Trascendente, hacia el mundo y hacia los demás hombres, está el hombre llamado
a manifestar a

de una profunda teología trinitaria, según la cual el Padre (a@Tó(Peo;) es el origen


fontal unificador de la vida intradivina (Cf. J. Alfaro, Dios Padre, en Conceptos
júndamentales de la teología 1, Madrid 1966, 432-442). Según la teología
medieval (probablemente bajo el influjo de la concepción trinitaria agustiniana) el
carácter personal de Cristo, como imagen eterna del Padre, representa tan solo una
razón de singular conveniencia para la encarnación (cf. S. Buenaventura, 111 Sent.,
d. 1, a.l, q.4; a.2, q.3; S. Thomas, S. 7h. 111, a.3, a.5-8; Cont. Gent., IV, c.42).
Lejos de replantear la vieja cuestión de la posibilidad de la encarnación de una
cualquiera de las personas divinas, quisiéramos más bien suscitar el problema de la
legitimidad misma de tal cuestión. Porque no se debe olvidar que el de las divinas
personas en la economía salvífica; en términos clásicos debe decirse que las
misterio trinitaria nos ha sido revelado exclusivamente en la función propia de cada
una

«procesiones divinas» se han revelado exclusivamente en las «misiones divinas».


Solamente dentro de la perspectiva de la «Trinidad económica» podemos llegar al
misterio de la «Trinidad inmanente». La hipótesis de la encarnación del Padre o del
Espíritu santo cae completamente fuera de esta perspectiva; no es exigida de ningún
modo por la inteligibilidad del dato revelado y, por consiguiente, no se presenta
como teológicamente legítima. En lugar de contribuir a iluminar el misterio
trinitaria, bloquea automáticamente la inteligencia del mismo. Más que una
hipótesis, parece ser un problema sin sentido, teol¿)gicamente impensable. Su
origen proviene de considerar el carácter divino de las personas de la Trinidad. sin
tener en cuenta simultáneamente el carácter personal propio, que nos ha sido
revelado únicamente en la función propia de cada una de ellas en la historia de la
salvación.
76 Encarnación Y, revelación

Dios, manifestándose a sí mismo. Convergen pues en el hombre la más alta


revelación natural de Dios y la capacidad inagotable de autorrevelación; por eso
será posible en el hombre y a través del hombre la suprema revelación sobrenatural
de Dios a los hombres. Esta posibilidad fue actuada en la encarnación.
El dogma de la encarnación implica la afirmación de la plena divinidad (exclusión
de todo «subordinacionismo») y de la auténtica humanidad (exclusión de toda forma
de «docetismo») en Cristo; pero sobre todo subraya el realismo de la apropiación
personal de la naturaleza humana por la persona divina del Verbo, es decir, de la
unión de ambas naturalezas, la divina y la humana, en una sola persona, que es el
Hijo eterno de Dios. La palabra del Padre hace personalmente suya la naturaleza
humana, se la apropia en el sentido más fuerte del término, la personaliza con su
misma divina personalidad. La humanidad de Cristo no existe despersonalizada,
sino sumamente personalizado, y por eso es capaz de realizarse y expresarse en
actitudes eminentemente personales: la unión hipostática es apropiación personal y
personalizante 22.
El hombre Cristo no existe sino como el Hijo de Dios; su carácter personal está
constituido por la filiación divina, a saber, por el eterno recibir y expresar
exhaustivamente el mismo ser divino del Padre. El realismo de la encarnación exige
su formulación decisiva: en su múma humanidad es Cristo la palabra personal
eterna del Padre. Ahora bien: afirmar que la persona divina del Verbo se ha
apropiado la naturaleza humana, equivale a afirmar que se ha apropiado la
capacidad de expresión, identificada con el ser mismo del hombre. El Verbo se hizo
hombre significa La palabra divina se hizo palabra humana: el Hijo de Dios se
apropió la capacidad de autorrevelación implicada en la espiritualidad-corporeidad
humana y así reveló a los hombres en signos humanos su propio misterio, a saber, el
misterio personal intradivino. En sus palabras y acciones humanas expresó Cristo
su carácter personal de Hijo de Dios.

22. Su carácter personal divino no excluye en Cristo actitudes personales


auténticamente humanas, sino que suscita en él la definitiva autenticidad personal
humana. LI libertad del hombre (en cuyo ejercicio el hombre «se hace» como
hombre) alcanzó su más alta tensión en aquel diálogo de Cristo con su Padre, en el
que saboreó el gusto amargo de la muerte (Mc 14, 32-42; 15, 35; Le 23, 46; Heb 2,
9; 5, 7). La carta a los hebreos afirma expresamente que en esta aceptación de su
destino de muerte, como voluntad del Padre, aprendió Cristo a obedecer y así
alcanzó la perfección de su mediación sacerdotal (Heb 2, 10; 4, 15; 5, 8.9).
Precisamente esta progresiva maduración de la libertad humana de Cristo en la
entrega f'ilial a la voluntad de Dios, constituía el realismo del «ser-hombre». mejor
dicho, del «hacerse-hombre» del Hijo de Dios, En la cruz llegó a su plenitud
suprema la actitud personal humana del Hijo de Dios: entonces fue plenamente,
como hombre. Hijo de Dios.

Encarnación i, revelación 77

6. La función reveladora de Cristo es un resultado inmediato de la encarnación.


Por su constitución misma de Verbo encarnado está Cristo destinado a revelarse a
los hombres y a revelarles así el misterio de Dios, su Padre: como palabra personal
de Dios, hecha palabra humana, es Cristo constitutivamente revelador. En este
sentido debe decirse que la encarnación es, ya en sí misma, revelación: la palabra
intradivina hace personalmente suyo el ser humano, orientado por su misma
estructura espiritual-corpórea a manifestarse a los hombres. La encarnación está
por sí misma indisolublemente vinculada a la revelación de Dios al hombre 23.
La función reveladora está necesariamente incluida en la misma constitución de
Cristo; es pues tan gratuita y sobrenatural como la unión hipostática. Es una función
exclusivamente propia del Verbo encarnado, en cuanto tal. Dios puede hacer de una
persona humana un mensajero de su palabra; pero es precisamente la vocación
gratuita de Dios la que hace de un hombre un profeta. Solamente por gracia puede
ser elevada la palabra de una persona humana a expresión de la palabra divina.
Como gracia, la función reveladora de Cristo no es diversa de la unión hipostática;
es una exigencia de la encarnación, porque Cristo es en su misma humanidad, no
una persona creada, sino la persona divina del Hijo de Dios. Se impone por
consiguiente la conclusión: si la revelación, en cuanto tal, es exclusivamente propia
del Verbo encarnado, a saber, si por una parte es una consecuencia necesaria de la
encarnación y por otra parte no puede tener lugar en una persona creada sino por
gracia, la revelación, en cuanto tal, es absolutamente gratuita y sobrenatural, tan
gratuita y@ sobrenatural como la encarnación misma.
Si esta conclusión es nueva en su contenido, no lo es en el proceso discursivo que
a ella conduce. Por idéntico proceso llega la reflexión teológico a la conclusión de
la absoluta sobrenaturalidad de la visión de Dios y de la gracia. La visión de Dios
es propia de Cristo (Mt 1 1, 27; Jn 6, 46), quien en su misma humanidad es Hijo de
Dios y por eso debe llegar al conocimiento del Padre (exigencia de la encarnación);
es exclusivamente propia de Cristo, pues no puede tener lugar en una persona
creada sino como gratuito don del mismo Dios: por consiguiente es absolutamente
sobrenatural. La gracia creada es igualmente propia de Cristo como una exigencia
de la encarnación, porque es

23. Bajo el inilujo del cuarto evangelio la teología patristica vio en la encarnación
el fundamento de la función reveladora de Cristo. Este tema aparece ya en las
cartas de san Ignacio de Antioquia y alcanza un notable desarrollo en los escritos de
san@ireneo; llega a su fase culminante en los comentarios de san Agustin al
evangelio de san Juan (cf. R. Latourelle, Teología de la rei,elac,ión, Salamanca
'1982, 87 ss). El concilio Vaticano 11 alude sobriamente a esta concepción de la
encarnación como revelación (Const. dogm. De¡ Verhum, c. 1, n. 4).
78 Encarnación j- revelación

necesaria para que Cristo viva y realice en su misma humanidad su carácter


personal de Hijo de Dios, es decir, para que la actitud fundamental de su humana
libertad esté orientada hacia Dios, como Padre suyo (la gracia creada es en Cristo
una consecuencia de la gracia increada de la unión hipostática); es exclusivamente
propia del Verbo encarnado, porque la actitud filial hacia Dios no puede surgir en
una persona creada sino como don gratuito de Dios: por consiguiente la gracia es
absolutamente sobrenatural24. Visión de Dios, gracia y revelación (funci¿>n
reveladora) pertenecen inseparablemente a la elevación divinizante de la
humanidad de Cristo, como inmediato y necesario resultado de la apropiación
personal de la naturaleza humana por el Hijo de Dios; las tres son pues
absolutamente sobrenaturales, como la encarnación misma.
Si la revelación es en su mismo aspecto formal absolutamente sobrenatural, debe
ser también absolutamente misteriosa; sobrenatural y misterio mutuamente se
corresponden. En su estructura formal la revelación consiste en que Dios habla al
hombre; esto quiere decir que la palabra de Dios (que es Dios en sí mismo, en su
absoluta trascendencia) llega hasta el hombre, se manifiesta en signos perceptibles
para el hombre, se expresa en palabras humanas. La revelación es
indivisiblemente verdad divina y expresión humana, verdad divina autoexpresada
humanamente. La realidad que se revela y su verdad son Dios en sí mismo; los
signos, mediante los cuales Dios se revela, son humanos. Los conceptos y
palabras del hombre expresan una afirmación, que es garantizada por la misma
verdad trascendente. Verdad divina expresada en signos humanos (o viceversa,
conceptos humanos y al irmación divina), he aquí el misterio de la revelación en
cuanto tal.
Su analogía con el misterio de la encarnación es sorprendente. En la revelación
Dios se apropia la palabra humana y se expresa en ella; la palabra divina se hace
palabra humana y ésta es elevada a expresión de la Palabra divina. En la
encarnación Dios se apropia personalmente el ser humano (que es virtualmente
palabra humana) y se expresa en él; la palabra personal divina se hace hombre y la
naturaleza humana (que es radicalmente expresión humana) es elevada a
manifestación del Verbo divino. El aspecto misterioso de la revelación y de la
encarnación es fundamentahnente idéntico. Dios desciende personalmente hasta el
hombre para comunicársela en sí mismo (manifestación -donación), apropiándose
lo humano y expresándose en ello: el ser del hombre y su palabra son elevados a
expresión personal del mismo Dios. Dentro de la analogía de los misterios es la

24. S. Ti' 1, q. 12, a. 11 11, q. 6, a. 6; a. 6; q. 7, a. 131 q. 9, a. 2; Comp. Theol.


1, q. 214@ Contr. Gent. III, c. 52-53@ De V'cr., q. 8, a. 31 q. 29, a. 1-2.
Encarnación v revelación 79

encarnación la que da inteligibilidad a la revelación: si la palabra personal de Dios


se ha hecho hombre, se coríiprende a la luz de este misterio supremo que Dios ha
hablado a los hombres en signos humanos. En los actos humanos del Verbo
encarnado deberá revelarse a los hombres su carácter personal divino: sus palabras
serán la expresión humana de una afirmaci¿)n personalmente divina.
La revelación participa de la inteligibilidad trascendente (es decir, del carácter
misterioso) de la encarnación; alcanza la cumbre de su inteligibilidad, cuando es
realizada en su supremo ejemplar (analoga-

tum princeps), que es la encarnación. Dios ha hablado a los hombres llega a su


más profundo sentido, a su único definitivo sentido, cuando

pasa a ser Dios se ha hecho hombre. Dios ha dicho su palabra definitiva (no
solamente por su contenido, sino por la calidad misma de esta palabra) en su Hijo,
hecho hombre (Heb 1, l). Dios ha hablado a los hombres significa que la palabra
divina (Dios en sí mismo) se ha apropiado la palabra humana y, en este sentido, se
ha encarnado. Este encarnarse de la palabra divina constituye la esencia misma de
la revelación y logra su realización suprema en la encarnación del Verbo, en la que
la palabra personal de Dios se apropia personalmente el ser humano y en él la
palabra humana. En la revelación Dios se apropia lapalabrahumanay se expresa
en ella: en la encarnación Dios se apropia personalmente el ser humano y se
expresa en él: la encarnación funda definitivamente la verdad de que Dios ha
hablado a los hombres.
La capacidad de la palabra humana a ser elevada, en la revelación,
naturaleza humana a ser elevada en la encarnación a humanidad de a expresión de la
palabra divina coincide con la capacidad de la

Dios yexpresiónde supalabra personal; lapotenciaobediencialdelser humano a la


revelación y a la encarnación es idéntica. La palabra humana constituye la
expresión total de la naturaleza espiritualcorpórea del hombre, quien por razón de su
espiritualidad está abierto a la ¡limitada amplitud del ser, es capaz de alcanzar lo
real en la afirmación como posición absoluta, y está orientado hacia la unión
inmediata con Dios como a su plenitud suprema, mientras que a través de su cuerpo
puede manifestar su inagotable interioridad a los demás hombres; por eso puede ser
elevada por Dios en la revelación a expresión humana en signos humanos. La
naturaleza humana puede ser apropiada personalmente por Dios en la encarnación,
porque por su misma espiritualidad es radicalmente capaz de la autocomunicaci¿)n
personal del Espíritu absoluto y de reflejar en sus actos la presencia personal del
mismo Dios en ella 25.
25. Cf. A. Gardeil, Le donné révélé et la théologie, Paris 191 1 @ 1-40
so Encarnación y- revelación

Por eso, aunque la potencia obediencias de la naturaleza humana a la revelación


y a la encarnación (como también a la visión y a la gracia) es realmente la misma,
el aspecto fundamental de esta capacidad del ser humano a lo sobrenatural es su
aptitud radical a la unión hipostática. La visión de Dios, la gracia, la función
reveladora son en Cristo consecuencia de la encarnación, que es la suprema
posible comunicación de Dios a la creatura intelectual. Por consiguiente el núcleo
más projúndo de la apertura del espíritu Finito a lo sobrenatural (a la libre
donación-manifestación de Dios en sí mismo) es la aptitud a la unión suprema con
Dios en sí mismo, es decir, a la encarnación. Como la visión, la gracia y la
revelación de Cristo se funda en la encarnación, así la capacidad del ser humano a
la visión, a la gracia y a la revelación se funda en su aptitud a la encarnación.

7. La encarnación es la suprema comunicación de Dios a la creatura


intelectua]26. Al apropiarse el Hijo de Dios la naturaleza humana, Dios se da
personalmente al hombre Cristo como Padre suyo. Esta autodonación personal de
Dios es tan real, como es real la filiación divina del hombre Jesús. Dios envió su
H@o, nacido de mujer (Gál 4, 4) y Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo (2
Cor 1, 1; etc.) son dos fórmulas equivalentes. Si la filiación divina es el carácter
personal del hombre Cristo, se debe afirmar que el hombre Cristo es persona, en
cuanto Dios es su Padre.
La gracia increada de la unión hipostática es en sí misma revelacion increada: la
imagen increada de Dios se apropia personalmente su imagen creada para
expresarse en ella. La palabra intradivina, expresión exhaustiva del Padre, subsiste
en la naturaleza humana como plenitud personal. Esta presencia personal del
Verbo exige su expresión correspondiente en la humanidad de Cristo; la revelación
increada (identificada con la encarnación) comporta en el hombre Cristo la
revelación creada; por eso la encarnación incluye radicalmente la revelación del
misterio personal intradivino al hombre Cristo y por Cristo a los demás hombres.
La encarnación comporta la elevación divinizante de su humanidad, que existe
como personalmente asumida por él27 Esta asunción hipostática constituye el
más profundo nivel ontológico de la natura-

26. «Gratia enim unionis est ipsum esse personase quod gratis divinitus datur
humanas naturae in persona Verbi ... » (S. Th. III, q. 6, a. 6). «Nullus autem
modus esse aut excogitar¡ potest, quia aliqua creatura propinquius Deo adhacreat,
quain quod e¡ in unitate personas coniungatur» (Com. Theol. 1, c. 214); cf. S. Th.
III, q. 1, a. 1; a. 6; q. 6, a. 1 O- 1 1; q. 7, a. 1. 1 0. 1 1; q. 2, a. 1 0, ad 1.
27. S. Th. 111. q. 2. a. 7@ Sent. 111. d. 7, q. 2: Quaestio Disp, (le tn. V. 1. a. 4,
Cf. 0. Schweizer. P(,rsoti und H.¡-postatis(,he (,,nion be¡ Thomas con Aquin,
Freiburg/Schw. 1957, 113-122.

Encarnación y, revelación 81

leza humana de Cristo, creada como humanidad del Verbo; sin ella la encarnación
dejaría de ser real. La gracia increada de la unión hipostática exige la asunción
hipostática, como su inseparable repercusión creada; de lo contrario no sería verdad
que Cristo es el Hijo de Dios en su misma hwnanidad, a saber, que el hombre Jesús
tiene realmente a Dios como Padre suyo 28. Por la asunción hipostática la
humanidad de Cristo existe como personalizado por la persona divina del Verbo y
por ella está constitutivamente referida al Padre 29: el hombre Cristo recibe su
carácter personal de la autodonación de Dios como Padre suyo.
Siendo verdadero hombre, no pudo Cristo carecer de conciencia humana, como
actuación y manifestación fundamental de su espiritualidad creada. La asunción
hipostática (perfección suma de la creatura intelectual), lejos de suprimir o disminuir
esta espiritualidad, la elevó a su más alto grado. Espiritualidad quiere decir
capacidad de autopresencia luminosa; la elevación de esta capacidad en Cristo tuvo
que reflejarse en su conciencia humana, como la autopresencia de una humanidad
personalmente asumida por el Verbo 30.
Esta fue la experiencia fundamental Cristo; experiencia humana de su filiación
divina. En lo más profundo de su conciencia humana Cristo vivió su inefable
relación a Dios, como Padre suyo. Esta experiencia era el reflejo de la asunción
hipostática, que a su vez era la repercusión creada de la unión hipostática; por eso
era en sí misma la expresión creada de la encarnación, la revelación creada
correspondiente a la revelación increada, el primer eco vital de la presencia personal
del Verbo en la espiritualidad humana de Cristo. En esta experiencia humana se
realizó radicalmente la revelación de su propio misterio (que es el misterio personal
intradivino) al hombre Jesús: la palabra increada personal de Dios comenzaba a
hacerse palabra humana.
La conciencia humana del Hijo de Dios incluía necesariamente la

un¡
visión de Dios. Si la ón hipostática es la suprema comunicación de Dios a la
creatura intelectual en cuanto tal, debe comportar la inmediata manifestación de
Dios; si la asunción hipostática representa la suprema elevación de la espiritualidad
creada y la más íntima unión del espíritu finito con Dios, debe llegar hasta el
contacto directo con Dios mismo. Al hacerse consciente la profundidad ontológica
de la humanidad de Cristo, como humanidad asumida inmediatamente por la
persona divina del Verbo, esta conciencia no puede
28. Cf. F. Malrnberg, Über den Gottmenschen, Freiburg 1958, 80-88.
29. S. Th. III, q. 2, a. 2, ad 3, 3; a. 6, ad 2; q. 6, a. 6; q. 17, a. 2; Qí¿aestio Disp.
de Un.

V. 1, a. 2 ' a. 4.

30. Cf. K. Rahner, Escritos de teología 1, Madrid 1967-1969, 212-221; E.


Schillebceckx, Het bewustzijnsleven van Christus.- Tijdschrift voor T'heologie 1
(1961) 241-243.
82 Encarnación li, revelación

t menos de terminar en el conocimiento inmediato del ser divino. La


conciencia de la asunción hipostática no es sino el reflejo creado de la
presencia personal inmediata del Hijo de Dios; por eso incluye la
visión de Dios, como su inseparable complemento 31.
La conciencia humana de la filiación divina y la visión de Dios,
inseparablemente unidas entre sí, constituían la revelación creada
metacategorial de Cristo: conocimiento experimental por excelencia,
suprema experiencia espiritual humana (exclusivamente propia de
Cristo, como primera repercusión humana de la encarnación en la
humanidad del Hijo de Dios), contacto inefable del hombre Jesús con
su Padre, Dios. Esta fue la revelación transcendental, que tuvo lugar
más allá de las representaciones conceptuales y de la mediación misma
del ser 32, pues en ella Cristo captó el ser divino en sí mismo; Dios se
reveló en su misterio personal intradivino al hombre Jesús: revelación
suprema, encuentro inmediato con el misterio, que es Dios en su
inmanencia personal. Al vivir Cristo en lo más profundo de su ser
humano su carácter divino, vivió a Dios como su Padre: en esta
vivencia, que constituye el contacto más íntimo posible de la creatura
intelectual con Dios 33, participó Cristo de modo supremo en la vida

31. Siendo la unión hipostática la unión suprema de Dios, espíritu


puro, con la espiritualidad f-inita del hombre, necesariamente comporta
la suprema unión espiritual del hombre con Dios, es decir, la visión.
La unión hipostática «<Gratia enim unionis est ipsum esse personase,
quod gratis divinitus datur hunianae naturae in persona Verbi»: S. Th.
111, q. 6, a. 6), tiene su correspondiente efecto creado en la asunción
hipostática, que constituye la humanidad de Cristo en la humanidad
personal del Hijo de Dios. La autopresencia «<reditio completa») del
hombre Cristo, quien en su misma humanidad es personalmente el Hijo
de Dios, constituye la conciencia humana de sufiliación divina. La
autoluminosidad espiritual de esta humanidad, personalizado por el
Hijo de Dios, es decir, unida inmediatamente a su divina persona,
incluye necesariamente la unión espiritual inmediata con el ser divino;
la visión de Dios está implicada en el «hacerseconsciente» de la
«asunci¿)n hipostática». La persona humana no es consciente de sí
misma sino en su ¡limitada apertura al ser, que está inevitablemente
presente en la autopresencia del espíritu Finito¡ pero el hombre Cristo,
por ser personalmente el Hijo de Dios, no puede tener conciencia de sí
mismo sino en su apertura al ser divino en sí mismo, a saber, en la
visión. Cf. J. Alfaro, Cristo glorioso, revelador del Padre.-
Gregorianum 39 (1958) 244-250.
32. La conciencia humana de su filiación divina (fundamental
autopresencia espiritual de la humanidad de Cristo como humanidad
del Hijo de Dios) y la visión de Dios (contacto inmediato con el ser
divino) trascienden el conocimiento categorías y, por consiguiente. l.
¡ medi@ición misma del ser: ni Dios puede ser conocido
inmediatamente en si mismo por una representación objetiva (S. Th. I,
q. 12, a. 2; Comp. Theol. I, c. 105; 11, c. 9), ni la autopresencia
conciencias del espíritu es en si misma conocimiento conceptual (S.
Th. 1, q. 87; De Ver., 10, a. 8, etc.).
33. La unión del hombre Cristo con Dios, constituida por la
conciencia de su filiación divina y por el complemento de esta
conciencia en la visi¿)n, supera en interior¡dad la unión de la persona
humana con Dios por la visión. La gracia marcada de Cristo es titn
cualitativamente única como su divina f'iliación@ su gracia creada es
igualmente Cualitativamente única, pues consiste en la repercusión
creada correspondientemente a su gracia increada. Por consiguiente la
unión creada del hombre Cristo con Dios tuvo que

Encarnación j- reielación 83

intradivina y se le descubrió el principio fontal de esta vida, el Padre invisible.

8. Peronilaasunciónhipostática,nisuvivenciaenlaconciencia humana de Cristo,


son suficientes para explicar la realidad de la encarnación y la función reveladora de
Cristo.
El Hijo de Dios se hizo hombre como nosotros, apropiándose todas las
dimensiones de nuestra existencia (excepto el pecado) y todas las formas de
expresión, que son propias de nuestro ser espiritual-corpóreo: el conocimiento
autéticamente humano (sensacionesimágenes-conceptos, etc.), la libertad (cuyo
ejercicio es inseparable de las imágenes y conceptos), la dimensión comunitaria con
la capacidad de comunicación con otros hombres mediante la palabra y la acción, la
historicidad y temporalidad, la experiencia de la tentación del dolor y de la muerte,
la sumisión Filial ante la voluntad soberana de Dios (Me 1, 13; 14, 32-42; Mt 4, 1
-1 1; 26, 39-44; Le 4, 2-13; 22, 39-46; Rom 8, 3; 2 Cor 5, 21; Flp 2, 5-9; Heb 2,
9.18; 4, 15; 5, 7-9; Jn 10, 18; 12, 2627; 14, 31; etc.). La encarnación del Verbo
implica su apropiación personal de toda la vida interior humana (cuyos aspectos
característicos son el pensamiento y la decisión libre) y de su expresión por las
palabras (en sus diversas formas) y por la acción.
Por otra parte el conocimiento categorial era necesario para que Cristo pudiera dar
expresión humana a la inefable experiencia de su divina filiación, y de este modo
decírsela a sí mismo y darla a conocer a los hombres. La ausencia de
representaciones conceptuales y de su exteriorizacion en signos hubiese impedido
en el hombre Cristo el conocimiento plenamente humano de su propio misterio
personal y le hubiesen incapacitado absolutamente para revelarlo a los hombres.
Tanto la experiencia fundamental de Cristo (conciencia humana y visión: revelación
creada traycendental), como su correspondiente expresión en conceptos palabras
(revelación creada categorías), eran absolutamente necesarias para su función
reveladora; ambas, inseparablemente unidas (se exigen y completan mutuamente)
constituyen la revelación creada total (repercusión creada de la revelación
increada), la palabra humana de la palabra personal divina.
El mensaje de Cristo traduce en imagenes, simbolos, conceptos y palabras su
experienc a I'undamental y a través de ésta (que es la primera repercusión creada de
la encarnación) su misterio personal. Segíin los sinópticos Jesús se presentó a sí
mismo como el instaurador del reino de Dios, como el salvador de los hombres por
quien Dios realiza su intervención salvífica definitiva: Dios es su Padre de un

alcanzar una intimidad superior @i la unión suprema de la persona humana con


Dios en lit visión.
84 Encarnación y, revelación
Encarnación 111 revelación 85

modo único, trascendente: Jesús exige del hombre una adhesión


radicación vital en la experiencia de Cristo no sería un aspecto
absoluta: la salvación está vinculada a la posición tomada ante su
integrante de la revelación divina. Es la objetivación de lo metacon-
persona (Me 1, 15; 2, 10; 3, 12; 8, 30-38- 9, 7.9.31.37.41; 10, 29.33.45;
ceptual, y por consiguiente, la expresión inevitablemente imperfecta
12, 1-12; 13, 32; 14, 36.62; Le 10, 2i; 11, 23; 16, 16; etc.). Los
del mismo. Los conceptos y palabras no podrán expresar exhaustiva-
discursos, que san Juan pone en boca de Jesús, desarrollan en formas
mente la inefable presencia personal del Verbo en el hombre Cristo
diversas un mismo tema: él es el Hijo de Dios, que ha venido al
(hay un inevitable desnivel entre la experiencia inmediata de la
mundo para revelar a los hombres el misterio de su Padre y darles así
realidad divina y su traducción en contenidos objetivos); esto equivale
la vida eterna 34. a
decir que toda formulación conceptual del misterio de la encarna-
No solamente en su mensaje, sino tai-nbién en sus actos y actitudes
ción resulta necesariamente deficiente y oscura (pero no por eso
personales manifestó Cristo a los hombres su conciencia de ser el Hijo

inevitablemente falsa). La correspondencia entre la


experiencia meta

e nceptual y su
expresión
conceptual (es decir,
la verdad de ésta,
que
de Dios, porque vivió los eventos de su existencia dentro de la
0

experiencia inefable de su unión filial con Dios; esta, experiencia


a través de la experiencia conoce la misma realidad divina) está

ilial y definiti
por
constituía el fondo inexhausto, que unificaba la actividad espiritual
garantizada en Cristo por su experiencia f
de Cristo y se reflejaba en ella. En la actitud del hombre Jesús ante la
su carácter personal divino; solamente la experiencia espiritual misma
uerte se reveló de modo supremo su carácter ersonal divino: Cristo
podía garantizar la fidelidad de su objetivación conceptual. Cristo

aceptó su destino mortal y gustó el sabor amargo de la muerte (Heb 2,


conoció la correspondencia de su mensaje con la realidad de su
9) en absoluta sumisión amorosa a Dios, su Padre, y en absoluta
misterio personal a la luz trascendental e irreductible de la conciencia
entrega de amor a sus hermanos, los hombres (Me 10, 15; 14, 24.32-
humana de su Filiación divina.
42; Flp 2, 5-9; Ef 5, 2.25; Gál 2, 20; Heb 5, 8; 10, 5-9; Jn 10, 11 -1 8.28;
14, 31; 15, 13; 19, 30 etc.).

9. Cristo adquirió
por la vía
normal del
aprendizaje
humano las

con los cuales


Lo metaconceptual (experiencia humana de la filiación divina, es
representaciones conceptuales y los términos mismos,

decir, conciencia de la asunción hipostática y visión de Dios) y lo tradujo su


experiencia filial; basta recordar el influjo primordial, que

conceptual (o su equivalente en símbolos, imágenes, acciones, etc.) determinadas


imágenes, concepciones y fórmulas veterotestamenta

son dos fases esenciales, entre sí diversas y complementarias, de la rías (v.g.


«Siervo de Yahvé», «Hijo del hombre», etc.) ejercieron en su

función reveladora de Cristo. mensaje 35.


Pero estos mismos conceptos recibieron de la experiencia

Lo metaconceptual es en sí mismo tan absolutamente sobrenatu- personal de


Cristo una dimensión nueva y trascendente. Más aún:
ral como la encarnación, pues no es sino la misma asunción hipostáti- esta
experiencia pudo contribuir a la formación de conceptos y

ca reflejada en la conciencia humana de Cristo; es la inmediata términos


nuevos: precisamente, la invocación «Abba» (Me 14, 36),

repercusión vital de la presencia personal del Verbo en su humanidad.

Es un conocimiento experiencia], que trasciende la analogía misma

del ser, pues llega directamente hasta la misma realidad divina, a 35. El progreso de
Cristo en el conocimiento auténticamente humano (Lc 2, 51-52)
saber, al ser personal divino del Verbo. Es por consiguiente el aspecto es un aspecto
esencial del verdadero «hacerse-hombre» del Hijo de Dios. ¿No es ficito

creado principal en la automanifestación de Dios al hombre Cristo y preguntarse si


la acirmación de que cristo tuvo desde el co-ienzo de su existencia la
plenitud del
conocimiento categoría¡ y progresó solamente en la manifestación extema de
en su función reveladora: es la presencia misma inmediata de Dios (en este
conocimiento, delata una inconsciente mentalidad docetista? La visión de Dios no
su inefable trascendencia) al espíritu finito y la suprema aproxima- excluye de
ningún modo en Cristo un verdadero progreso en su conocimiento conceptual,
ción de éste al misterio divino. Siendo experiencia espiritual suprema, porque en sí
misma es aconceptual y por si sola no suscita, su correspondiente expresión

carece de todo contenido objetivo@ pero debe ser objeti@ada en con- categoría¡. La
exégesis neotestamentaria pu de y debe investigar en los evangelios sin

prejuicio de
ninguna clase las progresivas fases (Lc 2, 49; Mc 1, 1 1; 9, 7; 12, 6; etc.) y los
ceptos, para llegar a ser plenamente palabra de Dios al hombre Jesús límites (Mc
13, 32) del conocimiento conceptual de Cristo Es pr is ec am ente la exégesis
Öl
y palabra del Hi o de Dios a los hombres, es decir, para la plenamisma la que comprueba
que el Jesús histórico conoció y expresó en conceptos humanos
«encarnación» de la palabra personal de Dios. tanto su
divina filiación como el carácter redentor de su muerte (mc 10, 45; 14, 22-24 etc.),
Lo conceptual supone lo metaconceptual, sin lo cual no trascende- que él aceptó
en el más auténtico ejercicio de su humana libertad, condicionado por el
conocimiento
objetivo de su destino. Cf. K. Rabner, Est-ritos de teología V, 222-245; A.
ría el horizonte del ser y sería una palabra meramente humana; sin su vógtle,
Exegetische Erwágmgen über das wiss- -d Selbsibewusstsed7 Jesu, en Gott úi

Weit 1,
Freiburg 1964, 608-666@ H. Riedlinger, Geschichtlichkeit und voliendung des
34. Cf. supra, nota 24. Wivsens
Christi, Freiburg 1966, 139-159.
86 Encarnacióli i, revelación Encui-nación j, revelan
87

í es en sí mismo
creer a Dios, porque la fe se apoya en la persona
con la que Cristo expresó la vivencia íntima de su filiación divina, fue
e Dios. Ningún otro
una creación original suya. testificante y
Cristo es personalmente el Hijo d

Más que a la formación de conceptos nuevos, la experiencia testimon ¡o


humano puede por sí mismo fundar la fe divina; la revela-

personal de Cristo contribuyó a que él viviera los eventos de SU ción divina,


fundamento formal de la fe, es exclusivamente propia del

existencia a la «luz trascendental» de su relación filial con Dios y a Verbo


encarnado.
He aquí en
resumen la explicación, que hemos intentado, acerca
4 esta misma luz comprendiera las palabras de los profetas como de la
conexión de la encarnación con la función reveladora de

realizadas en su persona (Me 1, 1 1; 2, 28; 8, 31.38; 9, 7.9.12; 12, 1-12;


Cristo: a) la persona del Verbo, imagen exhaustiva del Padre (reve-
14, 62; Le 4, 18; etc.). La certeza absoluta, con que Cristo propone su
doctrina (Mt 5, 21-44; Me 1, 15.22.27; 2, 10.28; etc.), afirma su laci¿)n
intratrinitaria), subsiste en su naturaleza humana: esta es la

gracia increada
de la unión hipostática, suprema comunicación de
filiación divina a riesgo de su vida (Me 14, 62; Mt 26, 64) y exige de los
hombres la adhesión incondicional a su persona (Me 8, 34-38; Mt 5, Dios a
la creatura intelectual y revelación increada en Cristo; b) la

1 1; 10, 32-33; etc.), son reflejos de esta luz interior metaconceptual en unión
hipostática tiene su correspondiente repercusión creada en la

asunción
hipostática, que a su vez se refleja en la experiencia humana
el campo del conocimiento conceptual. fundamental de
Cristo, integrada indivisiblemente por la conciencia
Si el mensaje de Cristo, a pesar de estar integrado por conceptos y
afirmaciones humanas (que en cuanto tales no trascienden el horizon- de
esta asunción; tal experiencia, que llega inmediatamente hasta la

realidad misma
del ser divino, es tan absolutamente sobrenatural
te del ser), contiene la revelación divina, es decir, expresa la verdad
como la encarnación misma y constituye el aspecto creado trascen-
divina del misterio personal de Cristo, es porque está internamente
dental de la revelación de Cristo; e) esta experiencia tiene su expre-
sostenido por su inefable experiencia personal, que llega hasta la
sión ob etiva en las representaciones, conceptos, acciones y palabras,
realidad divina en sí misma; siendo expresión de esta experiencia, el i
que constituyen
el mensaje de Cristo; este es el aspecto creado
mensaje participa de la verdad divina de la misma. Por eso el mensaje
de Cristo es humano en su expresión, pero es divino en su verdad, categorial de
la revelación de Cristo y participa de la certeza sobrena-

cuya garantía definitiva es su carácter personal divino. Las palabras tural


de la vivencia en que radica; d) la revelación de Cristo implica

pues un aspecto
mercado, que es su fundamento supremo (la persona
de Cristo expresan la realidad divina de su mist@rio personal; su divina del
Verbo: la persona de Cristo como verdad subsistente) y dos
verdad es sobrenatural, en cuanto traducen la inefable experiencia
humana de la filiación divina. Sin esta revelación trascendental no aspectos
creados (aconceptual-conceptual), que resultan de la revela-

habría revelación categorial, es decir, la verdad de las palabras de ción


increada y son entre sí complementarios, bajo la primacía del

Cristo no sería divina, sino simplemente humana. aspecto


aconceptual (en orden descendente de derivación y participa-

El carácter singular, y aun paradójico, del testimonio de Cristo ción:


revelación increada, revelación creada metacategorial, revela-
tiene su explicación definitiva en la filiación divina y su razón inme- ción
creada conceptual) es revelación divina, porque está respaldada

diata en la vivencia humana de la misma. El testimonio humano del desde


adentro por la experiencia de la filiación divina y definitivamen-

Hijo de Dios debía ser autotestimonio. Cristo no podía revelarse te por la


persona misma del Verbo, verdad subsistente; f) de aquí se

como el Hijo de Dios. sino exigiendo fe absoluta en su palabra, es sigue que


solamente el testimonio de Cristo, palabra personal divina,

decir, revelándose como el revelador; precisamente al testificar el puede ser


por sí mismo fundamento formal de la fe divina.

valor absoluto de su autotestimonio, implícitamente testifica su filia- Las


reílexiones, presentadas en esta sección de nuestro estudio (n.

ción divina. Solamente el Hijo de Dios puede pretender que se crea 7-9),
confirman y explican la conclusión de la sección precedente (n.

5-6): la función
reveladora es
propia de Cristo
como
implicación
quién es él. porque él lo dice. v que se iicepte lo que él dice, por ser él
obrenatural y
quien lo dice (Jn 8, 18-48; etc.), porque solamente el Hijo de Dios.
esencial de la encarnacion y, por consiguiente, es tan s obrenaturales

misteriosa como la
encarnación misma.
Sus aspectos S
hecho hombre, es constitutivamente el revelador. Tal pretensión no es

inteligible, sino como manifestación de la experiencia de su divina


son (por orden descendente de participación y subordinación) la

correspondien
filiación; si en lo más profundo de su ser humano vive Cristo la
unión hipostática, la asunción hipostática con su

certeza de ser el Hijo de Dios, su testimonio debe comportar la


experiencia, y la expresión de ésta en signos humanos; la unión
@tutoafirmación de su absoluta fidedignidad y debe tener su definitiva
hipostática es sobrenatural por excelencia «<Analogatum Princeps»
justificación en el mismo Cristo, a saber, en su carácter personal
de todo lo sobrenatural); la experiencia filial de Cristo (primera
divino. El testimonio de Cristo fundapor sí mismo lafe: creer a Cristo
resonancia creada de la encarnación) participa de la sobrenaturalidad
88 Encarnación i, revelación

de la unión hipostática; el mensaje de Cristo participa de la sobrenaturalidad de


esta experiencia, que es su soporte vital. La verdad de la revelación es
definitivamente la misma verdad personal divina, que subsiste en la naturaleza
humana; la verdad divina personal tiene su inmediato reflejo creado en la
experiencia filial de Cristo, que llega al contacto con la persona misma de] Verbo;
este conocimiento experimenta] e inmediato de la verdad divina es traducido en
representaciones conceptuales y demás signos humanos. El mensaje humano del
Verbo encarnado es revelación divina, en cuanto expresa la verdad divina, es decir,
en cuanto capta en forma de contenidos objetivos la vivencia fundamental de
Cristo y mediante ella la verdad personal de Dios.

Es preciso subrayar la importancia decisiva de la experiencia filial de Cristo en su


función reveladora; este conocimiento de la persona del Verbo supera la mediación
del ser y llega a la misma verdad divina. La verdad de las afirmaciones humanas
de Cristo es divina y trasciende la analogía del ser, porque tiene su fundamento en
este contacto directo con la verdad personal divina, es decir, porque la verdad
increada de Dios se los apropia personalmente.
Revelación divina, Palabra de Dios al hombre, Verdad div¿na expresada en
palabras humanay son fórmulas diversas de la misma misteriosa realidad, la
encarnación: la verdad personal de Dios se apropia la naturaleza humana
espiritual-corpórea y se expresa en ella, ante todo, en la experiencia espiritual de la
filiación divina y consiguientemente en la actividad propia de Cristo como
verdadero hombre, es decir, como ser espiritual-corpóreo. Esta expresión es
revelación divina, porque es manifestación de Dios en sí mismo (a saber, no ya en
la mediación del ser, sino en su misterio intradivino). El misterio de que las
palabras humanas de Cristo sean revelación coincide con el misterío de que el
hombre Jesús es el Hijo de Dios; la elevación de su mensaje humano a palabra de
Dios coincide con la elevación de su naturaleza humana a humanidad de Dios.
Encarnación y revelación son fundamentalmente un mismo misterio.

3
Fe existencia cristiana

1. El problema de la relación entre la fe y la existencia suscita una fuerte


repercusión en la conciencia del cristiano moderno, impo niéndole nuevos y
urgentes interrogantes, ¿Comporta la fe la aliena ción de la existencia, o responde a
sus dimensiones fundamentales? ¿Puede darse existencia auténtica fuera de la fe, o
fe auténtica sin su realización en la existencia? ¿Es la fe la que permite comprender
la existencia o la existencia la que permite comprender la fe? ¿Son distintas entre sí
la fe y la existencia cristiana, o coinciden hasta su plena identificación? Son
preguntas legítimas, que revelan el deseo de entender el valor de la fe cristiana para
la existencia humana-
En los orígenes mismos de la iglesia la fe Y la existencia cristiana aparecen
inseparablemente unidas: la fe en Jesús, «Señor y Cristo» implica la conversión a
una existencia nueva y la permanencia en ella 1. En los escritos paulinos el término
«fe» designa la totalidad de la existencia del hombre bajo la gracia de Cristo 2. El
cuarto evangelio

Esta ecuación expresa con el verbo «creer»


todo el ser del cristiano 3

entre la fe y existencia aparece ya en los escritos del antiguo testamen to: Israel
existe como pueblo por la fe en el Dios de la alianza. La fe, como actitud
existencias total, que incluye la confianza en Yahvé y la fiel sumisión a las
exigencias de la alianza, viene expresada con la fórmula «apoyarse en DIOS» 4;
solamente en la palabra de Dios puede encontrar el hombre el fundamento firme de
su propia existencia 5. El

1. Hech 2, 38. 42. 44; 3, 19; 8, 22; 11, 21; 13, 12. 48; 14, 22; 15, 5; 16, 34; 17,
22; 18, 27; 19, 18; 21, 20. 25; 1 Tes 1, 9.10; 26, 18. 20; 1 Tes 1, 7-10; Rom 10, 4. 1
1; 15, 13; Gál 3, 22; 2 Tim 1, 12; 2, 25.
2. Rom 2, 17; 4, 5. 11. 24; Gál 2, 20; 3, 23-28; Ef 1, 18-21; 2, 8-10; 3, 17; Col
2, 2-7.
3. in 1, 11-12; 3, 14-16; 5, 24.39; 6, 35-47; 7, 37; lo, 14- 16. 26. 27; ti, 26; 17,
8. 21-25;
20,37 ' cf. Jn 2, 23-24: 3@ 14; 4, 7. 8 15; 5@ 1 13. 20
4. Ex 14,31; Núm 14, 1 1; 20, 12; Dt 1, 32; 9, 23; 2 Re 17, 14; is 43, lo; Sal 78,
221 106,
12. 24.
5. Is 7, 7
90 Fe -i, existencia cristiana

concepto bíblico de la fe, como respuesta total del hombre al Dios de la salvación
y de la gracia 6

representa el punto de partida de toda reflexión acerca de la


misma fe en su relación con la existencia del hombre.

Por otra parte la antropología moderna ha descubierto en su rica complejidad las


dimensiones fundamentales de la existencia humana en su temporalidad e
historicidad, en el destino del hombre a realizarse por el ejercicio de su libertad en
su relación al mundo, a la comunidad humana y í-inalmente al misterio inefable que
llamamos Dios. El hombre es un ser «en proyecto», llamado a decidir el sentido
definitivo de su existencia en el «acto total» de sus acciones libres, es decir, a
realizarse progresivamente en el tiempo mediante su actividad sobre el mundo en
comunión con los demás hombres; solamente así puede avanzar hacia su propia
plenitud, prefigurada en su misma constitución «corpóreo-espiritual», a saber, en su
autoconciencia personal, en su apertura a los «otros» y en su vinculación al mundo.
Para desarrollar su dinamismo espiritual, debe transformar con su reflexión y su
trabajo la energía inmensa del universo, completando así el sentido del mundo; debe
entrar en relación interpersonal con los demás hombres y contribuir al servicio de la
comunidad humana en el progreso indefinido, que constituye su historia. En la
medida en que crece el dominio del hombre sobre el mundo, aumenta su
responsabilidad personal en la historia de la humanidad.
La existencia humana está intemamente amenazada por el riesgo permanente de
la muerte. La soledad radical de cada hombre y su insuperable inseguridad
anticipan la soledad absoluta y la angustia íntima, que constituyen la experiencia
única de la muerte. La autodestrucción total de la humanidad, cuya posibilidad
comienza a perf ilarse como la meta del progreso técnico, ha agudizado
dramáticamente la presencia de la muerte en la existencia humana. Pero en la
experiencia misma de su destino a la muerte vive el hombre la necesidad
insuprimible de esperar más allá de la muerte. Esta esperanza trascendente radica
en la misma conciencia personal del hombre, que está presente a sí mismo en la luz
de su propio espíritu y por eso no puede aceptar el absurdo de una regresión radical
de su luminosa autopresencia en el vacío absoluto. En la experiencia humana de la
muerte se ren@ia la par,,Idoji constitutiva del hombre como «espíritu-finito», a
saber, su finitud creatural Y su ¡limitada aspiración espiritual. Este es el misterio
fundamental del hombre; precisamente en este su propio misterio está orientado el
hombrre hacia el misterio absoluto, Dios: solamente por la inmediata unión de amor
con el Espíritu absoluto (es
6. Cf. J. Alfaro, Fides in tern?inologia bíblica. Gregorianum 42 (1961) 463-505.

Fe i- existencia cristiana 91

decir, por la autodonación de Dios) podrá el hombre llegar a su definitiva plenitud


7.
La presencia implícita de Dios en la «espiritualidad-finita» constitutiva del
hombre no es en sí misma la gracia, sino la capacidad radical de recibir la gracia; la
expresión categorial de esta presencia condiciona la fe, pero no es la misma fe. La
gracia es Dios en sí mismo, que se comunica al hombre y le llama a la comunión de
vida con él; esta llamada interior constituye la más profunda dimensión de la
existencia humana: su aceptación y expresión en el hombre es la fe. La
autocomunicación de Dios en sí mismo tiene lugar ante todo en Cristo y por Cristo
en los hombres. Por eso la fe y la existencia cristiana se fundan en el misterio de
Cristo y deben ser consideradas a la luz de este misterio.

2. El nuevo testamento presenta a Cristo como el «amado de Dios» por


excelencia 8. Dios es su Padre en un sentido exclusivo y absolutamente nuevo: la
filiación divina constituye su carácter personal'). Su mismo ser y obrar humanos
provienen del amor, en que Dios se le da personalmente como su Padre y le
comunica su propia vida 10.
Pero el amor del Padre a Cristo abarca en él a todos lo hombres 1 1. En el don
absoluto de sí mismo a Cristo pronuncia Dios su irrevocable «sí» salvífico a favor
de los hombres y entrega por ellos a su propio Hijo 12. La gracia consiste
fundamentalmente en el acto de la absoluta comunicación de Dios a su Hijo, hecho
hombre, y por él a la humanidad pecadora. Esto quiere decir que toda la gracia de
Dios está contenida en la encarnación.
La experiencia religiosa de Cristo es la repercusión de su filiación divina en la
profundidad de su ser humano; en ella vive Cristo su existencia humana como el don
permanente de su Padre 13. Es la experiencia, un ica e irrepetible, de su intimidad
filial con Dios. El cuarto evangelio subraya su carácter de «visi¿)n de Dios»,
exclusivamente propia del Verbo encarnado 14. La reflexión teológico moderna la
explica como conciencia humana de su jiliación divina, es decir, como
autopresencia aconceptual de la persona divina de Cristo en su interioridad humana
15.

7. Cf. J. Alfaro. Persona i- gracia: Gregorianum 41 (1960) 5-29.


27:11.18: Lc 3,22:9.35:10.21:20.13: Ef 1. 6:
Jn 1. 14. 18; 3. 16. 18, 35@ 10, 17: 15, 9; 17. 24. 26.
9. Me 12, 6; 13. 32; 14, 36; Cf. J. Jeremias, Abba, Salamanca 1981, 52s; W.
Marchel,
Abba, Pére. La priére du Chriyt et des chrétiens, Rome 1963, 101-181.
1 0. Jn 5, 19-36; 6, 57; 8, 28-29; 10, 15. 23. 27. 30. 38; 1 2, 46-50; 14, 10-12;
16, 32; 17,
11-12.20.
11. Ef 1, 6.
12. 2 Cor 1. 18-20: Rom 5. 8: 8 @ 32@ Jn 3. 16@ 1 Jn 4, 9.
13. Mt 11, 27: Mc 14, 36: in 5. 26; 6, 57@ 8. 29. 16, 32
14. Jn 1, 18; 6, 46; 8, 55; cf. Mt 11, 27.

15, Cf. K. Rahner. Es(-rit(>s tie teologia 1, 212-221. V. 221-243,


92 Fe -i, existencia cristiana

El diálogo personal con el Padre domina la existencia humana de Cristo 16. En


la soledad del «Yo-Tú», íntimo e inefable, se desarrolla el misterio de su persona y
de su misión, como Siervo de Dios que da su vida por la salvación de todos los
hombres, como personificación viviente del sacrificio de la alianza eterna de
Dios con los hombres 17. Cristo es «el hombre para los hombres», porque es el
Hijo de Dios hecho hombre, es decir, porque en el secreto de su conciencia
humana vive la unión Filial con Dios, Padre suyo y Padre de los hombres; su
entrega total al amor del Padre incluye su entrega por los hombres 18.
Es necesario poner de relieve el realismo humano del diálogo de Cristo con su
Padre; su abandono y sumisión a Dios en el amor tienen todo el dramatismo del
combate interior de la libertad humana ante el enigma doloroso del destino a la
muerte. Cristo vive del modo más auténtico la pobreza de nuestra existencia 19 en
la experiencia de la «tentación» 20; aprende en su propio sufrimiento la amargura
de la muerteydesuaceptaciónensumisiónaDiOS2]. En lascireunstancias históricas
de su vida, que convergen hacia su muerte y de este modo le revelan
concretamente su misión como Siervo de Dios para la salvación de los hombres,
ve progresivamente acercarse «la hora» de su sacrificio total, que finalmente se
cumplirá en la cruz 22.
La entrega libre de su propia vida en filial abandono Y sumisión al Padre por los
hombres constituye la decisión fundamental de Cristo, la que da a su existencia su
definitivo sentido. Es la más auténtica decisión humana, condicionada por los
límites y por el desarrollo del conocimiento humano, combatida en la situación de
nuestro conocimiento categorial de Dios y Madurada en el progresivo actuarse de
la libertad 23. Se comprende así por qué esta entrega total de Cristo, realizada en
la sumisión filial y en el abandono confiado a Dios, su salvador (este «apoyarse en
Dios»), es considerada en Heb 12, 2 como la actitud perfecta y ejemplar de la
existencia del creyente 24.
En la cruz termina Cristo «el acto total» de su existencia; cumple «Su obra», la
obra que ha recibido del Padre 25. Su acto de morir

16. H. Urs von Balthasar. Relación inmediata del hombre con Dios: Concitiurn
29 (1967) 411 ss.
17@ C,,r 1 1, '~3, L,, :-,, 14--'O. 26-2" 1 Mc 14. 21-25,10, 45@ Mi 26-29.
18. in lo, 17-181 14, 31; Rom 5,19; Ef 5, 1.251 Flp 2, 8; Gál 2, 20.
19. 2 Cor 8, 9; Flp 2, 5-9; cf. J. B. met,, Armut ¡m Geiste: Gul. 34 (1961) 419-
435.
20-
Mc 1, 13; Lc 4, 2. 13; Mt 4, 1 1; Heb 2,17-18; 4, 15.
21. Heb 2, 9-10; 5, 7-101 Mc 14. 32-42; Lc 22, 39-46; Mt 26, 30-46.
22. in 2, 4; 7, 30; 8, 20; 12, 23. 27; 13, 1; 17, 1; Mt 26,18.
23. Mc 2, 18-20; 8, 31-33; 9, 3 1; 10, 33-34; 12, 1-8; 14, 8; Le 5, 35; 9, 22-27.
44-45; 12. 50; 13. 33-351 17, 251 20, 18-191 22, 22.

24. Cf. L. M alevez, Le Christ ei la lo¡. N RTh 88 (1966) 1009-1043.

25. Jn 4, 34@ 17, 4; 19, 28-30.

Fe.i, existencia cristiana 93

coincide con su entrega total a Dios por los hombreS2,5; es el «sí» absoluto, en el
que realiza y expresa el «sí» absoluto del amor del Padre hacia él y en él a los
hombres. Precisamente en el don total de sí mismo a Dios por los hombres es
Cristo definitivamente el «amado de Dios», el Hijo que vuelve al Padre por la
obediencia hasta la muerte. En Cristo se identifica el don absoluto de Dios y la
respuesta absoluta del hombre, la palabra salvífica de Dios y su aceptación.
Su mensaje posee un carácter único, que revela el aspecto trascendente de su
persona. Cristo no habla en nombre de Dios como los profetas, sino que personifica
en su palabra la palabra misma de Dios 27. Identifica su persona y su misión con la
presencia del reino de Dios en el mundo; exige la adhesión incondicionado del
hombre a su persona y a su mensaje como respuesta al acto salvífico de Dios 28.
La vinculación de la salvación del hombre con la fe en Cristo coincide con el
origen mismo de la iglesia29. La teología paulina centra toda la vida del creyente en
la persona misma de Cristo 30. El cuarto evangelio presenta a Cristo como la
palabra personal de Dios, que se ha hecho hombre para manifestar a los hombres el
misterio de Dios, su Padre, y comunicarles as¡ la «vida eterna», es decir, su propia
vida que es la vida misma de Dios. Cristo es no solamente el centro de la fe, sino
también su fundamento: la f¿)rmula veterotestamentaria «creer a Dios» «<apoyarse
en Dios») pasa a ser «creer a Cristo» 31.

3. La fe surge del mensaje cristiano y de la llamada interior del hombre por la


gracia de Cristo. El núcleo del mensaje cristiano es el cumplimiento y la revelación
definitivos del amor salvífico de Dios en Cristo: en el acto de su gracia absoluta
quiere Dios dar al hombre la comuni¿>n de vida con él y cumple esta donación
absoluta de sí mismo en la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo, cuyo
Espíritu crea por la iglesia en los hombres la intimidad filial con Dios, el amor
fraterno entre sí y la esperanza de participar en la gloria de Cristo resucitado, Seiior
de la creación. La presencia del Espíritu de Cristo crea en el creyente la realidad
misma expresada en el mensaje; la gracia de Cristo y la revelación cristiana se
corresponden y completan entre sí como la experiencia interior de la «adopción
filial» y su

26. Mc 15, 34-38; Mt 27, 45-50@ Lc 23, 46; Jn 19, 28-30; Flp 2, 5-9; Heb 5. 7-
9.
27. Mt 5, 18; 21-22. 26-28. 31-35. 38-39. 43-44; 6, 2. 5. 7. 16; 8, 10; 10, 15. 23.
42; 13,
17; 16, 28; 24, 34. 47; 25,12. 40. 45; Jn 13, 20. Cf. G. Ebeling, Theologie und
Verkündiglog, Tübingen 1962, 69-76.
28. Mc 1, 15; 8, 35-38; 10, 29@ Mt 10, 31-331 12, 281 19, 28; 25, 40. 45

60; 11, 20. 23; 14, 26; 16, 16. ; Lc 6, 22; 9, 59.

29. Hech 4. 12@ 5, 31; 101 34-36; 11, 17; 13. 23. 38@ 15, 1 1; 23.
30. Roml0,9;4,25@Fip2,9-11;Coll,4.26-28;Gál3,26-27;Efl,15;ITim3,13.
31. Jn 1, 14. 18; 6, 46; 8,16-38; 14,10-12; 5, 38. 46; 8, 31. 45. 46; 10, 37. 38.
94 Fe i, existencia cristiana

expresión objetiva 32 Su unidad comporta la salvación del hombre en todas las


dimensiones de su existencia: en su deseo profundo de encontrar a Dios, que se
revela en Cristo, su Hijo hecho hombre, y se le manifestará Finalmente cara a cara
en la visión; en su situación de pecador y en su necesidad de perdón, porque Dios
ha cumplido y revelado en Cristo su reconciliación definitiva con el hombre; en su
libertad, que por Cristo es llamada al diálogo de amor con el Dios de amor; en su
destino a la muerte, porque Cristo ha vencido la muerte como jefe de la humanidad
y le ha dado su Espíritu como garantía y principio vital de resurrección; en su
comuni¿)n interpersonal con los demás hombres, que por la gracia de Cristo ha sido
elevada a cumplimiento de la unión del hombre con el mismo Dios; en su
vinculación al mundo, que debe ser transformado por el hombre al servicio de la
comunidad para que participe finalmente con ella en la gloria misma de Cristo.
El mensaje y la gracia de Cristo ponen al hombre en la situación de deber tomar
una decisión; son la llamada a una existencia nueva Por la conversión radical de la
mente y del corazón.
Como palabra de Dios al hombre, el mensaje cristiano toma la forma de un
contenido doctrina]; pero la realidad expresada en este contenido es Dios mismo en
la actitud de darse al hombre en su propio Hijo, es decir, el amor absoluto de Dios
realizado y revelado en la existencia de Cristo. No es posible comprender esta
actitud de Dios sino en la actitud del amor: sin la opción radical del amor no se
puede comprender este misterio de amor. La llamada a la fe es la invitación de la
gracia a la intimidad con Dios 33; para percibir esta llamada, el hombre debe estar
abierto a Dios como amor34. Esta decisión fundamental de responder con un «sí»
al acto salvífico de Dios en Cristo es la fe.
El sentido íntimo de la decisión de la fe está expresado en la fórmula bíblica
«apoyarse en Dios»; a saber, fundar la existencia sobre Dios mismo en el misterio
de su palabra y de su gracia: renunciar a vivir de la confianza en sí mismo, en los
hombres o en el mundo, para abandonarse absolutamente al «Otro» trascendente, al
absoluto como amor: superar el horizonte de la inteligencia humana y

32. Rom 8, 14-17; Gál 4, 6@ in 1. 12-13: 1 Jn 3. 1-2.


33. As¡ expresa su vida de fe el profundo cristiano, que fue S. Kierkegaard: « ...
Yo he
vivid

o con Dios, absolutamente a la letra, como se vive con un Padre. Amén» (Diario
Ix A 65).
34. «L'amore di Dio si manifesta a no¡ dapprima con la vocazione alla fede. La
sua Parola é I'espresione della sua Caritá Non potremo mai incontrarci
effettivament, col pensiero salvif'ico di Dio. se non @iscolt¿tndo la rivelazione della
su@i Veritá. La fede é in Dio una chiamata d'Amore. E dev'cssere da parte nostra
una prima fondamentale risposta d'amore (Paolo VI: L'Osserv. Romano 22, VI,
1967, l).

Fe i, existencia cristiana 95
aceptar, como verdad absoluta, la revelación de Dios en Cristo; salir del amor de sí
mismo y entregarse a la gracia de Dios como garantía única de salvación. Es una
decisión que implica en tensión dialéctica el riesgo de la audacia y la confianza del
abandono, porque en ella se desprende el hombre de su propia autosuficiencia y de
toda seguridad intramundana para esperar la salvación exclusivamente como el don
del mismo Dios.
Como respuesta al «sí» absoluto de Dios en Cristo, la fe es una decisión absoluta,
que empeiía irrevocablemente la libertad del hombre en su destino eterno; por ella
queda orientada la existencia humana hacia el encuentro con Cristo más allá de la
muerte.
Como aceptación de la gracia de Cristo, la decisión de la fe tiene lugar en el más
profundo nivel de la libertad. La gracia es esencialmente invitación interior al amor
y por eso se inserta en la interior¡dad suprema de la libertad, que es el amor; de este
modo libera la libertad del hombre, imprimiéndole e omo ley fundamental la ley
interna del amor, que excuye toda exigencia que no sea definitivamente la exigencia
misma del amor 35 Esto pertenece a la esencia misma del cristianismo: la ley del
amor como exigencia suprema y exclusión de toda exigencia impuesta meramente
desde fuera: responsabilidad suma en suma libertad. La gracia de Cristo eleva hasta
su punto culminante la libertad del hombre, haciéndola capaz del diálogo de amor
con Dios. En la libre aceptación del don mismo de Dios llega el hombre a su
plenitud como persona; precisamente en esta aceptación se entrega él mismo al
amor de Dios y en esta entrega cumple su decisión personal suprema. Es el acto
más personal, insustituible e íntimo del hombre en el sagrado secreto de su
conciencia, «donde él se encuentra a solas con Dios, cuya voz resuena en su propia
intimidad» -@6.
Como Cristo vivió la decisión fundamental de su existencia en el diálogo inmediato
con Dios, su Padre, el cristiano vive la opción radical de su fe en el diálogo personal
con Cristo. La unión con Cristo mismo tiene en la fe la prioridad absoluta; pero
exige por sí misma la adhesión a la iglesia. La unión personal con Cristo y la libre
incorporación a la comunidad eclesial no son idénticas; la primera funda y exige la
segunda. La fe en la iglesia supone la fe en Cristo, quien es el fundamento
definitivo de la fe; pero sin la adhesión a la iglesia no realiza el creyente plenamente
(en la totalidad humana de su ser corpóreo-espiritual) su unión interior con Cristo
37. La sumisión del cristiano a la iglesia visible tiene, pues, la misma interioridad
de

35. Gál 4,4-715,1. 13.16. 18@ 25.


36. Gaudium et spes, 16.
37. Conc. Vat. 11, Decr. Unitatis rediktegratio, n. 12. 15. 20-23.
96 Fe y existencia cristiana

libertad radical, que implica su diálogo personal con Cristo; el creyente acepta la
iglesia, porque en la soledad de su decisión personal se entrega a Cristo y para
cumplir en su plenitud esta entrega. Las leyes de la iglesia no son, pues, en último
término, una imposición externa, porque la aceptación misma de la iglesia tiene
lugar en aquella interioridad de¡ diálogo con Cristo, en el que intervienen
únicamente la palabra y el Espíritu de Cristo; la ley definitiva de¡ cristiano (y en este
sentido la ley única) es la ley del amor a Cristo, que excuye toda exigencia que no
sea la exigencia misma del amor. La unión personal con Cristo en el nivel más
profundo de la libertad constituye la componente permanente y fundamental de la fe;
toda la existencia cristiana recibe su sentido de la interioridad de esta relación
personal a Cristo por la fe: es una existencia que «se apoya en Dios», sostenida por
Cristo.

La actuación consciente de esta dimensión interior de la fe es la oración, que por


eso pertenece a la existencia cristiana como un momento esencial de la misma. El
alma de la oración es la experiencia de nuestra dependencia de Dios y de su gracia
en Cristo (a saber, la actuación del «apoyarse en Dios»), el reconocimiento de
nuestra infidelidad y de la impotencia de superar nuestro radical egoísmo
(reconocimiento inseparablemente unido a la confianza en la palabra de
reconciliación de Dios en Cristo y la disponibilidad incondicionada del «sí» de la fe
ante el don absoluto de Dios interiorizado en el hombre por la experiencia de su
gracia. Sin esta disposición interior de la fe, como respuesta fundamental
incondicionado al amor de Dios en Cristo, la oración del hombre no entra realmente
en contacto con el misterio de Dios, es decir, no es auténtica oración; con tal
disposición viene a ser toda la existencia del cristiano una oración implícita
permanente.
La interioridad de la fe alcanza una profundidad privilegiada en la experiencia del
sufrimiento vivido en la soledad personal (su dimensión sagrada) con Cristo, es
decir, aceptado en silencio por la renuncia a la defensa de sí mismo ante la
incomprensión de los otros y tal vez ante la misma injusticia, sin buscar otro apoyo
que la palabra de Dios en el misterio de la muerte de su Hijo. Solamente por esta
experiencia de la fe en el sufrimiento se llega a la comprensión existencias del
misterio de la cruz; quien no sabe sufrir a solas con Cristo y como Cristo (en la
entrega de sí mismo a Dios para los otros), no conoce internamente qué significa
creer en Cristo (con él y como él); la imitación de Cristo y la fe en Cristo se
implican y condicionan mutuamente. El sufrimiento vivido en comunión con Cristo
compor-
a1 ta la experiencia de la potencia de la gracia de Cristo, es decir, la
experiencia de la existencia en la fe como existencia
fundada en Cristo

Fe ;, existencia cristiana 97

y sostenida por él: en el sufrimiento por Cristo vive el hombre su fe como don de
Cristo 38.
La decisión de la fe alcanza su interioridad suprema y su autenticidad absoluta
por la aceptación de la muerte en la sumisión y el abandono filial a Dios como
misterio de amor en Cristo. La presencia de la muerte suscita en el hombre la
experiencia de su pobreza total (de su nada creatural), de su impotencia de salvarse
dentro del horizonte intramundano y de su decisiva soledad personal; es una
invitación a «apoyarse en Dios» y abandonarse totalmente a él en el «acto total» de
su existencia. La aceptación de la muerte como llamada de Dios implica el más
auténtico acto de fe, porque en ella no tiene el hombre otro apoyo que la palabra de
Cristo y lleva a su cumplimiento definitivo su entrega confiada a la gracia de Cristo:
al perder definitivamente su existencia en el mundo, funda en Cristo (por la fe) su
existencia más allá de la muerte. La presencia permanente de la muerte en la
existencia humana exige del cristiano la autenticidad de la fe en la aceptación
permanente de la muerte, como plirticipación en el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo.

4. Elmensajecristianotienecarácterexistencial,porqueexpresa el acto
absolutamente imprevisto de la gracia de Dios, cumplido y revelado en la existencia
de Cristo, y porque da a conocer al hombre su situación existencias de pecador,
llamando a la intimidad filial con Dios; por eso su aceptación puede tener lugar
solamente en la decisión existencias que se llama fe.
No es una decisión pura a la manera kierkegaardiana311. El hombre debe poder
justificar de algún modo ante su propia razón su decisión irrevocable de creer; debe
controlar, no la palabra misma de Dios (cuya única posible justificación es ella
misma), ni el acto mismo de fe en cuanto está fundado por la palabra de Dios y
sostenido por su gracia, sino únicamente su propia opción libre de creer. En la
decisión de la fe el creyente no puede renunciar a las exigencias fundamentales de
su libertad humana, que le prohiben tomar o mantener esta decisión fundamental sin
conocer suficientemente las razones que la justifican; debe, pues, poder discernir si
su llamada a la fe es una persuasión meramente subjetiva (una ilusión) o más bien
una real¡

38. El breve articulo de K. Rahner, Sobre la experiencia de la gracia, en


Escritos de teología iii, 103 ss, expone este tema con una notable prqlundidad
religiosa.
39. Cf.H.Bouillard,Logiquedelajói,Parisl964,67-86;L.Dupré,Ladialectiquede
racte de jói chez S. Kierkegaard: RSPhTh 32 (1948) 169-202. R. Buit-ann concibe
también el acto de fe como decisión existencias pura, carente de todo fundamento
racional. Cf. R Mari¿, Bulimant, el rinterpretatiopi duvoui,eau Testament, Paris
1956,86120: L. Malevez, Le (hi-(;tii,pi (,t /(, 4,f i,the, Bruxelles 1954, 25-61. 129-
134; G.
Hasenhüttl, Der Glaubensvollzug, Essen 1963, 156-164.
98 Fe li, existencia cristiana

dad. Para ello necesita de los «signos», que manifiestan el origen divino del
cristianismo, y de un conocimiento de los mismos (por más rudimentario e implícito
que sea) 40.
Pero el acto de fe no es la conclusión de una demostración racional. Las razones
para creer garantizan al hombre solamente la rectitud humana de su decisión de
creer. La teología no ha puesto de relieve que los «signos de credibilidad», son
signos del miyterio dc' la revelación divina, y, por consiguiente, no solamente no
eximen de la decisión de la fe, sino que la exigen; por su mismo carácter de signos
de la palabra de Dios invitan el hombre a trascenderlos para apoyarse
definitivamente en el misterio mismo de Dios en su palabra. Porque la palabra
divina es en sí misma misterio, el misterio de Dios que por sí mismo se manifiesta
como Dios; es la palabra que se justifica por sí misma como absolutamente digna de
ser creída y exige ser aceptada como tal. El hombre puede comprender que, si Dios
habla, tiene que hablar como Dios (es decir, con la exigencia absoluta de ser creído
solamente porque él es quien habla), y que en su respuesta a la palabra de Dios debe
creer ante todo que Dios ha hablado; pero la majestad trascendente de la palabra
divina, que lleva en sí misma el fundamento de su absoluta credibilidad, no podrá
ser entendida, sino únicamente adorada por él' La fe cree ante todo su mismo
fundamento, a saber, Dios mismo que habla; no es un salto en el vacío, sino en el
misterio mismo de Dios como palabra4l. El misterio de la revelación divina,
fundamento de la fe, se identif-ica con el misterio mismo de la encarnación: como
palabra personal de Dios, a saber, la realización definitiva y cualitativamente
suprema de la revelación de Dios. Los «Signos» de Cristo son signos del misterio
de su filiación divina y de su misión salvífica; por eso ponen al hombre ante la
decisión existencia] de la fe: creer a Cristo j, en Cristo, i, en la fe recibir de él la
«vida eterna», que es él mismo. La certeza absoluta de la revelación de Dios en
Cristo no puede tener lugar sino en la misma decisión existencia] de la fe.
«E.@vivten(-ia en laf¿,» quiere decir eyistenciafundada en el misterio de
lapalabra de Diospor Cristo. La decisión de la fe tiene su definitiva profundidad
existencia] en este «apoyarse en el Otro», a saber, en el misterio inefable de la
gracia de Dios revelada en Cristo. El hombre siente miedo ante la llamada de su
conciencia a entrar en el misterio de la palabra de Dios, a vivir «en la fe sola», en
último tém-iino, «en

40. Cf. H. Bouillard, o. ¿., 15-18@ G. de Broglie, Les igney de (,rédibilité d, 1,


réi@¿@lation (,hrétienne, Paris 1964, 18-48: R. Latourelle, Lí, Chrisi Signe de la
réi,éiation veit)n la c onstitlítion «De¡ J'ei-buni».- Gregorianum 47 (1966) 685-
709; L. Malevez, Jéss de ,f@)i. NRTH 89 (1967) 785-799: H. Vc)lk, Glaiihc £ils
GI¿iiibigk,,it, Mainz 1963, 99-106.
41.

J Alf,,iro, ['¡de.,, Rom@i 1963. 378-423. 436-463.

Fe i- existencia cristiana 99

solo Dios». Por eso el hombre vive la fe como riesgo y prueba, como la
«ientación» fundamental de su libertad. Es una decisión en la que se juega el todo
por el todo 42: renuncia a toda seguridad lograda por sí mismo y se abandona al
misterio de Dios en Cristo.
El acto de fe es un misterio para el mismo creyente 43, un misterio vivido por él
en l@i decisión misma de la fe: el creyente se vive a si mismo en comunión de vida
y diálogo personal con Dios. Es el misterio de la cere@inía de Dios en su palabra,
Cristo, y de la intimidad con él: es la experiencia inefable de la autocomunicaci¿)n
de Dios en sí mismo y del cumplimiento de la misma en la aceptación del hombre
vivida como don del mismo Dios. Es el encuentro del misterio del Absoluto como
palabra y gracia con el misterio del hombre como

respuesta y entrega de sí mismo.


La insuperable inadecuación entre lo vivido y lo pensado por el hombre en lit
decisión de la fe pertenece al carácter existencias y misterioso de esta decisión. Tal
inadecuación se inicia ya en 1,1 misma llamada a la fe, que no está constituida
exclusivamente por el conocimiento de los «signos» de la revelación divina, sino
principalmente por atracción interior aconceptual («instintos interior») de Dios hacia
Sí MISMO 44; solamente en esta inefable «palabra interior» capta el hombre el
mensaje cristiano como imitación personal a la fe. Por eso el creyente no podrá
nunca analizar, ni racionalizar plenamente su llamada a la fe; el elemento decisivo
de esta llamada escapa a todo intento de reflexión. Precisamente en esta definitiva
inefabilidad de la certeza plena de deber creer vive el creyente la voz de su
conciencia como la voz de Dios; pero no lograría esta plenitud de certeza sino en la
misma decisión existencia! de creer: la llamada de Dios no es plenamente conocida
como tal sino en la respuesta misma de la fe.
Porque el acto de fe se funda en el misterio de la palabra de Dios en Cristo bajo
la inefable atracción de su gracia y la libre respuesta del hombre, su certeza es
absolutamente única, paradójicamente la certeza más firme y la más amenazada. El
creyente posee la certeza refleja de 1,t revelación divina y la certeza vivida de su
acto mismo de creer; pero no tiene la certeza refleja de la autenticidad de su acto de
fe, es decir, de la radical sinceridad de su decisión de creer. No se posee
plenamente a sí mismo en ella y por eso no tiene la evidencia de que en lo pro¡ undo
de su libertad acepta la pal@tbri de Dios. Li infidelidad a su propia fe en sus
Ficciones (la permanente falta de correspondencia entre la fe y la existencia) le
descubren la presencia incliminable de la

42. Mt 16,24- 6 Lc 9, 23-25. Cf. Jiménez Duque, El (,onipp-oniiyo i@ital i


dinámico <le

sp ritlillid
Ie@ Re@ ¡si,¡ de E i id 26 (1 967) 367-381

43. Cf. R. Garrigou-Lagr@inge, De rei,elatio?ie 1, Romit 1945, 428.


44. Cf. J. Alf@iro, Supei-iiatui-alita.@ f ¡(si¡ izixta S. Thoniai?i, Ron,.a 1963
752-767.
100 Fe j, existencia (@risticma

incredulidad dentro de sí MISMO 45. No podrá decirse a sí mismo con certeza


inconcuso que realmente cree a Dios y deberá superar continuamente esta
inadecuación entre su certeza absoluta de la palabra de Dios y su deficiente certeza
de la propia fe en un siempre nuevo «apoyarse en Dios», es decir, en el abandono
mismo de la fe: la seguridad del creyente está solamente en Dios. La fe se conoce a
sí misma en la decisión existencias, que la lleva fuera de sí misma al misterio de
Dios.
La decisión de la fe lleva en sí misma la escisión interior de una plenitud siempre
buscada y nunca definitivamente lograda; es una decisión irrevocable, pero no una
posición conquistada de una vez para siempre. El creyente vive la palabra de Dios
como una llamada a la conversión permanente, es decir, ii profundizar en un empeño
personal creciente lit opción de la fe; porque ninguna respuesta concreta de su fe
elimina definitivamente la interna presencia amenazadora de la incredulidad, debe
reasumir siempre de nuevo su deci sión fundamental de creer para actuarla y
cumplirla: i,ive de laf(, hacia la Jé. Pero la existencia del creyente no es una serie
discontinuo de decisiones disgregadas entre sí; las decisiones precedentes gravitan
sobre las venideras y la decisión actual reasume las precedentes (incluyéndolas por
la fe en la fe o excluyéndolas por la incredulidad). La seriedad del diálogo del
hombre con Dios en la fe exige de él la fidelidad permanente a su misma fe, en
último térir. ¡no, a Dios Mismo en la incesante interpelación de su palabra. El «acto
total» de la existencia cristiana se realiza continuamente y progresivamente en la
decisión, fiel a sí misma y siempre nueva, de la fe.

5. La revelación cristiana da al hombre una visión total de su existencia humana.


centrada en Cristo como mediador entre Dios y los hombres, primogénito de la
comunidad humana y Señor de la creación (unificación de la humanidad y
finalización del mundo en el Hijo de Dios hecho hombre). Cristo ha elevado al
hombre a la intimidad filial con Dios; ha transformado las relaciones interpersonales
humanas en el vínculo fraterno de la comunión en su propia vida divina; ha salvado
al hombre en su totalidad corpórea-espiritual por la participación en la gloria de su
resurrección más allá de la muerte y ha dado as¡ un nuevo sentido a la mutua
vinculación entre el hombre y el mundo, y, por consiguiente, al mismo mundo: la
glorificación de Cristo comporta el destino de la humanidad y del mundo a su
Plenitud escatológico. Por el don de su Espíritu a la iglesia interioriza Cristo en
cada hombre «<existencias erístico») la llamada al amor filial para con Dios, zi la
fraternidad humana y a la obra de

45. Cf. J. B. metz, La incredulidad ¿,omo problema teológico. Concilium 6 (1965)


63-83.
Fe y existencia cristitma 101

transformar el mundo como anticipación y preparación de la creación a su


participación escatológico en su gloria.
Como aceptación de la revelación y de la gracia de Cristo, la decisión de la fe
empeña al hombre en todas las dimensiones de su existencia; principalmente, pero
no exclusivamente, en el diálogo personal con Dios. El hombre no es interioridad
espiritual pura, sino interioridad encarnada; por eso no puede actuar su misma
relación a Dios sino en su comunión interpersonal con los demás hombres y en su
vinculación al mundo 46.
En su mismo compromiso radical con Cristo está el cristiano
comprometido con la comunidad
humana; el amor y el servicio de los vicio de hombres representa para él
concretamente el amor y el ser
CriSto47. El amor de los hombres pertenece a la plenitud de la ley cristianas: el
creyente debe ser, como Cristo, «el hombre para los hombres» 49
bres (que solamente la gracia de Cristo puede crear en el corazón del

. El amor sincero y el servicio desinteresado de los hom-

hombre) implican en sí mismos la unión inmediata con Cristo: la fraternidad


cristiana pertenece a la «virtud teológico» («cristológica») de la caridad, es decir,
entra en la misma relación filial del hombre con

Dios por Cristo.


En el compromiso de su fe el cristiano está comprometido con el mundo y su
progreso, no solamente porque el Dios de la alianza le llama a acabar con su trabajo
la obra de la creación y porque el servicio de los hombres exige de él la
contribución al progreso de la humanidad mediante la transformación del mundo,
sino también porque el universo está finalizado en Cristo y su transformación por el
hombre bajo la gracia de Cristo «<existencias erístico» del hombre y del mundo por
el hombre) es «ya ahora» la realización anticipada del Reino de Cristo 50 y la
preparación del un ¡verso a la participación y expresión de la gloria escatológico del
Señor 5 1. El compromiso del cristiano con el progreso d el mundo al servicio de los
hombres es tan radical como su compromiso con Cristo y con los hombres.
Volvemos así al concepto bíblico de fe como respuesta total del hombre a la palabra
de Dios: no solamente conocimiento del Dios de la salvación y confianza en él, sino
también sumisión a él por el cumplimiento de las exigencias de la alianza, sobre
todo en el amor.
46. H. von Balthasar, Sólo el amor es digno defe, Salamanca 1971; J. Ratzinger,
Ser cristiano, Salamanca 1967, 13 ss.

47. Gaudiutn et spes, nn. 24. 27. 28. 32. 37-39.


48. Rom 13, 8-10; Gál 5, 14; Ef 5, 1-2; Col 3, 12-14; 1 Tim 1, 5.

49. Jn 13, 12-17; U 22, 26-27; Gál 5. 6.13- Ef 5, 1-2@ Flp 2, 5-9-

50. Gaudium et spes, nn. 34. 38. 39. 45.


51. Cf. L. Malevez, La Y,ision chrétienne de rhivtoire II, Dans la Thologie
catholique: NRTH 71 (1949) '~44-264.
102 Fe existencia cristiana

Esta es según san Pablo la fe, que recibe el don de la justificación: lafe viva, que
obra por el atnor al servicio de los hermanos 52. La fe paulina no excluye las
obras, sino que las incluye como acabamiento de sí misma; excluye la
autosuficiencia del hombre, que se «gloria» en sus obras y pretende poder salvarse
por su observancia de la ley: el creyente no es justificado ni salvado por lo que ¿I
hace, sino por lo que recibe de Dios en Cristo 53.
La primera carta de san Juan señala con fórmula enérgica cuál es la fe, que da el
conocimiento del Dios de la gracia: quien ama (a los hombres) conoce a Dios:
quien no les ama, no le conoce 54. Solamente en el amor de Dios, cumplido en el
amor de los hombres, logra la fe su plenitud como fe; solamente en esta fe recibe el
hombre va desde ahora «la vida eterna» 55.
La acción del cristiano no debe ser considerada como mera expresión o resultado
de su fe, ni como complemento de la misma, sino como su auténtico cumplimiento:
el hombre no acepta plenamente como hombre (en la totalidad-unida de su ser
corpóreoespiritual) la palabra de Dios, sino en su acción. La fe no es una decisión
puramente interior, sino una decisión plenamente humana; las obras la constituyen
como sumisión total del hombre a la gracia de Dios en Cristo. La consideración de
las obras como mera consecuencia y manifestación de la fe se funda en una
deficiente antropología; se olvida que el hombre se hace progresivamente por su
acción en el tiempo y que su acción actúa su estructura fundamental de «espírituen-
el-mundo» y por eso implica esencialmente la realización de su libertad en la
vinculación con los hombres y el mundo, que su corporeidad le impone. Como
asentimiento real al mensaje cristiano, la fe incluye la realización del mensaje en
la existencia; como conf tanza en la gracia de Dios por Cristo, implica el amor y la
sumisión filial cumplidos en las obras: solamente en el amor es auténtica la
conflanza en la palabra salvífica de Dios y solamente en las obras llega el amor a
su autenticidad.

52. Gál 5, 6.13: 1 Tes 1, 3; Ef 2, 10. «Selon la doctrina constante de Paul, la foi
demeure le príncipe de Justifica et du salut, r-,iais une foi "si;e". C'est-á-dire qui
opére au moyen de l'amour» (S. Lyonnet, Les Epitres de S. Paul aux Galates, aux
Romains, Paris 1959, 38. Cf. H. Schlier, Der Briefan die Epheser, Düsseidorf
1962, 115-118). «Le contexto indique donc de donner á iípyov le sens de
prestation réelle et effective, d'acceptation dans les faits, dans le pensée, la vie,
dans toute l'activité, de J¿sus-Christ, de son message et de ses exigences» (B.
Rigaux, Les Epítres aux Thessaloniciens, Paris 1956, 352. Cf. H. Schürmann,
Der erste Briefan die Thessalonicher, Diisseldorf, 1965. 35).
53. Rom 3, '2-241 4, 2-5. 13-211 9. 6-22i Gál 2. 16-22@ 3, 22.26: E¡ 2, 9: 1 Cor
4, 7@ Flp 2, 13; 3, 3.

54. 1 Jn 4, 7-8; 16.


55. 1 Jn 5. 12-13: Jn 3, 16.

Fe i, existencia cristiana 103

«Justificación po r la jé» equivale en la teología paulina a la «justificación como


gracia». La fe es en sí misma confesi¿)n del don a nuestros pecados y nos llama a
absoluto de Dios, que nos perdon

participar en su propia vida 56.


En primer lugar, porque la fe tiene como centro el misterio absoluto del amor
salvífico de Dios, cumplido y revelado en la encarnación, muerte y resurrección de
SU Hijo 57. Todo acto de fe, cualquiera que sea su contenido objetivo, termina
definitivamente en Cristo, porque en él culmina la autodonaci¿)n personal de Dios
en sí mismo al hombre.
En segundo lugar, porque la fe es en su mismo aspecto formal «apoyarse en Dios», a
saber, afianzarse solamente en su palabra, abandonarse totalmente a su promesa y
someterse incondicionadamente a su amor 58: la fe se funda en el misterio inefable
de la gracia de Cristo. El conocimiento, el amor y la acción del creyente están
sostenidos por la verdad, el amor y la potencia de Dios en Cristo.
En tercer lugar, porque la misma fe «justificante» pertenece a la

«adopción filial», es «nueva creacion» del


hombre por Cristo, a la

decir, a su renovación interior por el Espíritu de Cristo. Como es Dios mismo quien
gratuitamente justifica al pecador, es él quien crea en el hombre la fe como
aceptación de su palabra de reconciliación. Solo Dios por Cristo justifica y salva: la
fe, en la que el hombre recibe el don de la justificación, pertenece al «ser-
gratuitamente-justificado» del hombre. La totalidad de la «salvación-por-la-fe» es
don de DIOS 59. La fe es el fundamento de la justificación, porque ella misma es la
gracia fundamental: el hombre recibe la fe en la fe.
Finalmente, porque la experiencia de la fe es radicalmente experiencia de recibir el
don absoluto de Dios en Cristo. En el acto mismo de creer, vive el hombre su fe
corno vida de Cristo en ¿I: vivir en la fe

vivir de Cristo 60 de conocer a Cristo, sabe existenciales . En el acto


mente que Cristo se le da a conocer 61; en el acto de abandonarse a Cristo,
experimenta que Cristo le sostiene; en el acto de someterse al amor de Cristo, se
sabe amado por él. La gracia de Cristo es vivida por el creyente como experiencia
de la intimidad filial con Dios, es 62

decir, del amor de Dios en Cristo . La confianza filial es el reconocimiento vivido de


la gracia absoluta, que es el don de Dios mismo por

56. Rom 3, 24; 4, 4.5.16: Ef 2, 8- 1 O.

57. Rom 10, 9-10; 4, 24-'25; 1 Cor 15, 12-17; Gál 4, 4.

58. Rom 4, 3. 20. 21; Gál 3, 6.


59. Cf. Ef2, 8-10; 3, 17; Gál2, 20; 3, 26-28; 5, 25; 6, 8. 15; 1 Cor 7, 19; Flp 1,
29; 2, 13
Rom 8, 14; Col 3, 9-1 1; 1 Tim 1, 12; 2 Tim 2, 1.
60. Gál 2, 20.
61. Jn 10, 14. 27; 14, 20-23; 15, 5. 9. lo; 1 in 4, 7-10. 13-16.
62. Rom 8, 14-17; Gál 4, 6.
104 Fe j, existencia cristiana

Cristo. En la decisión misma de su donación personal a Dios por la fe


conoce el creyente vitalmente su decisión como don de Dios, más aún,
como autodonación del mismo Dios. El amor del hombre a Dios lleva
en sí mismo la experiencia del amor de Dios al hombre; es vivido por
el hombre como atracción de Dios hacia la intimidad con él, es decir,
como amor suscitado en él por el amor de Dioshacia él. Dicho en
términos paulinos, «conocer a Dios» es «ser conocido por él 63 En el
milagro de su amor a Dios se manifiesta al hombre el milagro del amor
de Dios a él. Como existencia en la fe, la existencia cristiana es
indivisibiemente gracia total y responsabilidad radical, conciencia de
recibir el Don absoluto, que es Dios en sí mismo, y empeño de la
libertad ante las exigencias del amor de Dios.
La opción permanente de la fe deja intacta la gratuidad de la
permanente justificación del hombre en su progresiva santificación: la
respuesta del creyente no modifica en nada el carácter absolutamente
indebido de toda gracia recibida por él. Dios no da al hombre su
gracia, porque el hombre obra rectamente; la gracia de Dios no tiene
otra razón que su amor y ella es la que suscita la misma respuesta libre
del hombre 64.
La «justificación por la fe» es «salvación en esperanza». La fe,
inseparablemente unida a la esperanza, recibe de ella su dimensión
escatológico; espera la salvación como la gracia de la revelación
definitiva de Dios en CriSto65. Por eso tiende hacia la decisión del
«acto total» del hombre en la muerte, aceptada como condición del

encuentro con Cristo glorioso y cumplida finalmente en el abandono í

definitivo de la propia existencia al amor salvífico de Dios. Esta


entrega de sí mismo al amor de Dios permanecerá para siempre en l@
misma vision de Dios: la eterna donación beatificante de Dios al
hombre será recibida en el abandono absoluto del hombre al misterio
inagotable de la vida intradivina66.

6. Las reflexiones precedentes permiten concluir que, lejos de


comportar la alienación de la existencia humana, la fe interpreta sus
dimensiones fundamentales y les confiere su definitiva plenitud. El
hombre lleva el problema radical de su existencia en su propia
interioridad (presencia vivida de sí mismo), que le revela su trascen-
63. Cor Cor 8, 3; G 1 4, 91 Rom 8, 28-29.
64. S. Th. 1, q. 19, a. 5; Coni. Gent., 1, 86-87; De Ver., q. 6, a. 2.
Cf. J. Alfaro,
Justificación barthiana y, justificación católica: Gregorianum 39
(1958) 765-768.
65. Rom5,1-10;8,19-24;Gál5,5.
66. «Dieusedonnantetsedonnantencore,etnousl'acceptantetnousdon
nantalui
en retour dans un mouvement de vie toujours reproduit et toujours
nouveau, talle sera la joie de I'eternité, dont la foi contient l'avant-gout»
(Annal). Phil. Chrét., 159 (1909-1910) 410-41 1. CI'. L. Malevez,
Le Christ el la_foi. NRTH 88 (1966) 1038-1941.

Fe y existencia cristiana 105

dencia sobre el mundo y la ¡limitada aspiración de su espíritu; la fe descubre en la


¡limitación espiritual del hombre su apertura al absoluto personal en sí mismo y la
eleva a la intimidad del diálogo con Dios hasta el encuentro cara a cara con él en la
visión. El problema radical del hombre se agudiza en la experiencia de la muerte,
que le hace sentir su anhelo incoercible a una supervivencia sin límites; la fe ilumina
el sentido de esta experiencia con la certeza de una existencia nueva del hombre en
la totalidad de su ser corpóreo-espiritual. La fe cristiana, no solamente reconoce el
valor absoluto de la persona humana como «imagen de Dios», sino que ve en cada
hombre un hermano de Cristo, llamado por él a participar en la vida misma de Dios,
y eleva las relaciones interpersonales humanas al nivel de la unión del hombre con
Cristo; la iglesia, comunidad del amor, es por Cristo el sacramento de la intimidad
del hombre con Dios y de la fraternidad universal67. La tarea de transformar el
mundo para el progreso de la humanidad viene a ser servicio de amor a los hombres
e instauración del reino de Cristo, es decir, salvación del hombre en el tiempo y en
la eternidad; la renovación del mundo ha quedado irrevocablemente establecida por
la resurrección de Cristo y comienza ya desde ahora en la obra del hombre sobre el
mundo bajo la acción se desarrolla bajo el de su Espíritu: la historia de la
humanidad no
signo de un movimiento indefinido, sino que avanza hacia su porvenir absoluto en el
encuentro con Dios por Cristo. En la fe no se aliena el hombre de sí mismo, sino
que se encuentra plenamente a sí mismo.
Lo que en último término separa la fe de la incredulidad no es, sin embargo, la
diversa interpretación de las relaciones humanas, ni de la mutua vinculación entre el
hombre y el mundo; es más bien la diversa respuesta al problema radical, que
representa para el hombre mismo su propia interioridad, a saber, la autoluminosidad
de su conciencia, la ¡limitación irreprimible de su aspiración constitutiva, que le
impone la pregunta de un más-allá absoluto. Si el hombre estuviese absolutamente
cerrado en su finitud intramundana, le faltaría todo punto de referencia para
preguntarse por el absoluto trascendente; si Dios no estuviera presente en la misma
interioridad constitutiva del hombre, no existiría para él el problema mismo de Dios.
Es, pues, la incredulidad la que aliena al hombre de Dios 68 y en su consecuencia le
aliena de su propia profundidad interior; al huir de Dios, el hombre huye de lo más
íntimo de sí mismo.
La fe cristiana empeña la libertad del hombre en el diálogo personal con Dios,
que le interpela con la exigencia incondicionado de su amor; no debe sorprender
que, si es realmente Dios quien invita al

67. Lumen gentium, n, 1.


68. Col 1, 21.
106 Fe y, existencia cristiana

hombre con el don absoluto de sí mismo, el resultado de este diálogo tenga un


carácter absolutamente decisivo y, en este sentido, eterno. Ante la invitación de
Dios el hombre debe inevitablemente correr el riesgo de aceptarla o rechazarla; la
posibilidad del «no» condiciona la libertad del «sí»: solamente en la libertad de su
respuesta es salvado el hombre como hombre y logra su plenitud como persona. La
existencia cristiana es para los hombres dispuestos a empeñar hasta el fondo su
responsabilidad personal. La tensión dramática de la libertad cristiana alcanza su
más alto nivel en la aceptación y superación del inevitable riesgo de rehusar la
gracia de Dios, mediante el confiado abandono del destino personal al misterio del
amor de Dios en Cristo.
La fe cristiana exige su actuación en las circunstancias de la existencia cotidiana;
es una decisión radical, que pide siempre decisiones concretas nuevas. La tentación
permanente de descansar en la decisión una vez tomada es una amenaza constante
para la misma fe. Nuestra experiencia de creyentes testifica que banalizamos la fe
en una existencia superficial de intereses inmediatos y convencionalismos
conformistas, de renuncia a la tensión de nuevas decisiones: es el pecado oculto,
pero no por eso menos profundo, de infidelidad a nuestra fe. En la medida en que el
creyente deja de empeñarse en nuevas decisiones de fe, deja de ser creyente; en la
medida en que la fe deja de informar las opciones concretas que constituyen la
existencia del creyente, deja de ser fe y pasa a ser creencia sin fe, fe sin fe. ¿No es
esta en nuestros días una grave amenaza para la fe, no menos grave que la amenaza
de las desviaciones doctrinales? ¿No es tal vez la mayor debilidad del cristianismo
actual la falta de «fe empeñada», la evasión de las exigencias que la fe impone a la
existencia, la alarmante pobreza de vida cristiana en gran parte de los que profesan
las creencias cristianas? ¿No arrastra la iglesia una preocupante debilidad interna en
el elevado número de fieles, cuyo cristianismo rutinario es más bien el resultado del
ambiente social que de una opción personal profundamente arraigada, y cuya
existencia se desarrolla de hecho al margen de sus creencias? El mensaje cristiano
no puede ser testimonio de Cristo para el mundo si no muestra su eficacia en la vida
de los cristianos; la ausencia de «empeño existencias» equivale a la negación misma
del mensaje.
El acto de fe surge como decisión existencias y la actitud de la fe se mantiene
únicamente como actuación permanentemente renovada de esta decisión originaria.
El abandono deliberado o la omisión práctica de la conversión permanente en las
opciones concretas de la existencia llevan al progresivo debilitamiento de la fe y
pueden conducir hasta su desaparición total, aunque permanezca tal vez la profesión
de la doctrina cristiana y por eso el individuo sea considerado por los demás o siga
considerándose a sí mismo como creyente.
Fe j, existencia cristiana 107

Puede ocurrir, por el contrario, que un hombre sea considerado, o se considere a


sí mismo como no-creyente, mientras en la actitud profunda de su libertad y en sus
acciones se somete a un valor absoluto (cuyo verdadero nombre, Dios, ignora
inculpablemente) y en esta permanente opción radical reconoce al Dios de la
revelación y por

co ' ' nsiguiente vive existencialmente la decisión de la fe, aunque no la . exprese


conceptualmente en la afirmación del mensaje cristiano.

Todo hombre sinceramente dispuesto a seguir Fielmente a toda costa la voz de su


conciencia (que en realidad es para él la llamada de Dios de la gracia, por más que
lo ignore), afirma implícitamente en el sentido definitivo de esta disposición su
destino a un porvenir absoluto más allá de la muerte 69.
La existencia en la fe es existencia auténtica, en cuanto empeña profundamente al
hombre en su libertad interior y en su acción. Toda existencia auténtica reviste bajo
la gracia de Cristo el carácter de existencia en la fe.
La fe ilumina la existencia del creyente; su existencia ilumina su fe. Sin la
revelación cristiana no puede el hombre comprender plenamente su existencia; sin la
actitud existencias no puede comprender la palabra de Cristo. La fe da la
comprensión de la existencia; la existencia comporta la precomprensión de la fe. El
misterio de Cristo se comprende finalmente en el «sí» de la decisión existencias
cumplida en la acción.
La existencia cristiana es existencia en la fe. Pero la existencia del hombre no se
identifica plenamente con la existencia en la fe, porque la fe no informa totalmente
la existencia del creyente: la incredulidad se esconde en su interioridad, no
solamente como una amenaza, sino también como un insuperable defecto de
empeño total en la respuesta misma de la fe. Por eso el acto de fe es
indivisiblemente aceptación y plegaria: creo, Señor, ayúdame en mi
incredulidad7O. La fe comporta la confesión de sí misma como don de Dios. Si
«nuestra fe es la victoria que vence al mundo», es porque «vence al mundo, quien
cree que Jesús es el Hijo de Dios» y, finalmente, porque Cristo nos dice: «Tened
confianza, yo he vencido al mundo»71.

69. Siladecisióndelhombrellegaatainiveldeprofundidad,queempeñasulibertad hasta


la aceptación del Absoluto como gracia, es una decisi¿>n de fe, aunque él no venga
expresado en la aceptación del mensaje (a causa de la ignorancia inculpable del
mismo): en este caso el sentido intimo de la decisión trasciende la representación
objetiva que la condiciona. Cf. J. Alfaro, La fe £-omo entrega personal del
hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano. Concilium 21 (1967) 56-
69.
70. Mc 9, 24, 7 1. 1 Jn 5, 4-5; Jn 16, 33.
4
Perspectivas para
una teología sobre la fe

1. La teología católica posconciliar se ha interesado preferentemente por los


temas de la cristología y de la eclesiología, de la esperanza y de la escatología, y
consiguientemente de la praxis cristiana como compromiso por la liberación integral
del hombre. Si se exceptúan las cuestiones de la hermenéutica y del lenguaje
religioso, se podría hablar de un estancamiento de la problemática teol¿)gica sobre
la fe.

Y, sin embargo, hay que reconocer que el Vaticano 11 presenta varias indicaciones
importantes para una profundizaci¿)n de la temática teológico de la fe. Ante todo,
porque el concilio ha renovado el concepto de la revelación como automanifestación
de Dios en Cristo, poniendo de relieve su dimensión salvífica, su estructura
indivisible de «acciones y palabras», su culminación definitiva en el acontecimiento
total de Cristo, «mediador y plenitud concepto fundamental de la revelación reclama
una reflexión ulterior sobre la conexión entre revelación y salvación, y entre ambas
y el de toda la revelación» 1. Este

evento de Cristo. Solamente a la luz de la palabra personal de Dios, que se hizo


palabra humana (encarnación), se podrá lograr una comprensión teológico de la
revelación y de la salvación. En el cuarto evangelio, cristología, teología de la
revelación y soteriología se identifican 2.
Al renovar el concepto de la revelación, el Vaticano 11 lógicamente ha renovado
también el concepto de la fe como respuesta del hombre a la automanifestación y
autodonación de Dios en Cristo: el acto, en que el hombre «se totum libere Deo
committit», a saber, se entrega y se confía todo sí mismo a la palabra salvífica de
Dios 3. En plena

1 - Concilio Vaticano 11, Consi. De¡ P'erbum, n. 2-4, 6-7. 13. 17. 24.
2. Ibid., n. 4.
3. Ibid., n. 5; Decl. Dignitatis humanas, 10.
]lo Perspectivas para i-a teología sobre la jé
a
fidelidad al dato bíblico, el concilio presenta la fe corrió
í

e 't
re' s

f
de
0 e

total del hombre y subraya su dimensión de donación con d


pral .le

mismo a la gracia de Dios en Cri.sto, s.in olvidar el aspecto 11 del

acct@

la fe como «obediencia» y «testimonio» cumplidos en la


cristiano 4. ira contribución (de orden ríietodolbg'co)
Hay en el Vaticano 11 o
de singular interés para la teología de la fe. Me refiero a ci¿)n Gaudium el spes y al
proceso seguido en ella para mensaje cristiano a los hombres de nuestro tiempo. Se
1 punto de partida, la cuestión del hombre sobre sí misn sentido último de su vida, y
se analizan las diríiensior les de la existencia humana (la actividad del hombre e@
ción del mundo, la muerte, la conciencia moral , interpersonales, el porvenir de la
historia), en orden preguntas concretas implicadas en las actitudes y ac

bre, y verificar así la validez de las respuestas qt


acontecimiento de Cristo respecto a estas preguntas 5.
1
asi una reflexi¿)n teológico sobre la existencia cristian
análisis de la existencia humana (antropología) y bu
constituyen al hombre en poi
mente los aspectos que e
de la revelación y de la gracia de Dios en Cristo. N S
cuenta de que este proceso metodológico de la Gauá e

t sino un modo nuevo de impostar el problema teológi a


la inmanencia y de la trascendencia de la gracia
apertura constitutiva del hombre a una plenitud í rite SI,
gratuidad absoluta, a la autodonación de Dios en Cr1 da

Espíritu.
a
2. Para la comprensión teol¿)gica de la fe es de i fe

decisiva situarse en la perspectiva propia que la calicio la

cristiana. La fe no puede ser entendida sino como inte


al

existencia cristiana, a saber, como existencia auténticarner

fundada, centrada y finalizada en Cristo. La fórmula i la

«credere Christum, Christo, in Christum»ó, exprey

uanto implica inseparal i-


e,,enci¿i de l@i fe cristiana¡. en e

mutuamente incidentes su dimensión cogniti@ii, iidl

ea: asentimiento al mensaje cristiano, informado 1

interior de la esperanza y del amor 7.

4 Const, De¡ n. 5, 8, 10: Lunien @entium, n. 12. 32. 35.


5. Const. Gaudiuni et spt,s, ii. 4-2'-.

6. Cf. PL. 35, 1631; 38, 365. red¿,t('91'('7. Cf. Vat. 11, Const. De¡ Verbuni, n.
1: Luliieti geiiíiuni, 8@ Decr. t@nitati,@

i i<@, n. 2,

Perspectivas para una teología sobre la fe


El núcleo de la existencia cristiana está en la estructura dialogal
entre la iniciativa absolutamente gratuita y libre de Dios en su revelación-donación en Cristo, y
la respuesta libre en que el hombre acepta y recibe la gracia salvífica de Dios: precisamente en
esta respuesta el hombre vive y reconoce su salvación como gracia absoluta. La salvación
cristiana del hombre se en mple pues en la opción fundamental de su libertad, en que responde a
la gracia de Dios revelada y realizada en Cristo: una opción radicalmente humana, en cuanto en
ella el hombre decide sobre el sentido último de su existen cia. La salvación cristiana n o es la
negación o alienación del hombre, sino su llamada a un «plus» gratuito y plenicicante que él
puede aceptar 0 rehusar.
La existencia cristiana supone e implica permanentemente la existencia humana en la
autenticidad de su libertad: el principio tradicional de la teología católica, «gratia supponit
naturam», puede ser reformulado ahora como «lo cristiano supone lo humano». El hombre lleva
en sí mismo la capacidad radical de ser interpelado por el mensaje y la gracia de Cristo 8.
La teología de la fe se encuentra por consiguiente ante la tarea ineludible de un análisis
existencias de las infraestructuras antropológicas implicadas en la existencia cristiana. No se
puede llegar hasta el fondo en este análisis, sino partiendo de la cuestión del sentido último de la
vida humana y de los caracteres propios de la misma.
Se manifestará entonces que la cuestión del sentido de la vida se impone por sí misma al
hombre, en en anto constituye la condición previa de posibilidad de toda decisión y acción
humanas: el «porqué» y el «para qué» de toda opción libre son ineludibles y miran hacia la
ultimidad de sentido de la vida humana como totalidad. No es en última instancia el hombre
quien se pone esta cuestión, sino ella la que se le impone: el hombre vive radicalmente
cuestionado, interpelado a dar sentido a su existencia en las decisiones de su libertad.
La cuestión del sentido de la vida no es pues un problema puramente teórico, que se pueda
resolver mediante un proceso de la sola razón; es al mismo tiempo interpelación de la
responsabilidad de la libertad, y por eso la respuesta tendrá que ser acto total de comprender-
decidir en su mutuo condicionamiento: conocimiento comprometido y decisión consciente de su
motivación. Queda pues excluida, como existencialmente imposible, una respuesta de
«demostración» propiamente dicha (es decir, de evidencia constringente), que por sí misma
eliminaría la dirnensi¿)n decisional de la cuestión. Será posible únicamente una «Mostración», a
saber, una certeza suficiente

8. Cf. J. Alfaro, Natiirzíle~a.i, grat-ici, en Sa£-ranientulii Mltndi ]V. 882-892.


112 Perspectivas para una teología sobre la jé

de los motivos que hacen humanamente legítima la opción. No se trata de


demostrar la lógica de una reflexión meramente racional, sino de justificar la
racionabilidad de una decisión 9. Esta estructura propia de la cuestión del sentido
último de la vida humana prefigura y por eso ilumina la índole propia de la fe
cristiana, en cuanto condicionada (pero no determinada) por los motivos que
«muestran» suficientemente su credibilidad; la dimensión cognitiva y la decisional
de la fe cristiana se condicionan mutuamente.
Una vez examinados los rasgos distintivos de la cuestión del sentido último de la
vida humana, habrá que buscar la respuesta mediante el análisis de las dimensiones
fundamentales de la existencia humana, a saber, de la relación del hombre al mundo,
a los otros, a la muerte y a la historia. Este análisis tiene su centro permanente en la
libertad humana, constitutivamente marcada por su responsabilidad incondicional y
por su ¡limitada esperanza. La incondicionalidad de la responsabilidad humana, que
se manifiesta en la relación del hombre al mundo (tarea de transformarlo) y a los
otros hombres (exigencia absoluta de respeto y amor), revela la contingencia y f-
initud del hombre. La aspiración ¡limitada del esperar humano, que se manifiesta en
la relación del hombre a la muerte (absurdo de la vida, si acabara en la aniquilación
definitiva de la persona) y a la historia (el devenir histórico, empujado hacia
adelante por la esperanza que va siempre más allá de todo logro intrahistórico),
revela que la libertad humana está constitutivamente abierta a una plenitud
metahistórica, que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, sino solamente
recibirla como don gratuito.
Responsabilidad incondicional y esperanza ¡limitada, inseparablemente unidas,
configuran la tensión constitutiva del hombre hacia la realidad trascendente, la
realidad ante la cual el hombre es (en última instancia) responsable, y de la cual
(solamente de ella) puede esperar la gracia de su planificación metahistórica. Esta
realidad, de la que el hombre no puede en ningún modo disponer (ante ella puede
solamente responder y esperar), lleva el nombre singular que expresa su absoluta
trascendencia: Dios.
En su actitud de responsable y de esperar ¡limitado, el hombre está
fundamentalmente abierto a Dios como gratuidad absoluta, a saber, a la
eventualidad de la autorrevelación y autodonación de Dios en la historia. Más aún,
esta actitud prefigura la estructura propia de la existencia cristiana como fe,
esperanza y caridad: respuesta del hombre a la palabra y a la gracia de Dios en
Cristo en su autodonación total de asentimiento, confianza y amor 10.

9. Cf. supra, cap. 1, n. 1.


1 0. Ib id., n. 5.
Perspectivas para una teología sobre la fe 113

La opción de la fe cristiana se inserta en esta apertura constitutiva de la libertad


humana a la gracia de su planificación, que Dios ha cumplido de hecho en Cristo: es
una opción motivada por el signo de credibilidad (absolutamente original y
singular), que Jesús de Nazaret ha dejado en la historia, a saber, por su mensaje y su
praxis (que culminaron en su crucifixión) y por el incomparable influjo de su
persona en sus seguidores a lo largo de los siglos (la iglesia, comunidad de los que
creen en Cristo, es signo de credibilidad en cuanto manifiesta la presencia viva de
Cristo en ella). La persona histórica de Jesús, marcada por su mensaje, su praxis y
su actitud para con Dios y los hombres, muestra su credibilidad en su
correspondencia a las dimensiones fundamentales de la existencia humana, es decir,
en la plenitud de sentido que les confiere: el hombre puede así captar que su
salvación está en la adhesión personal y total a Cristo. A la fe cristiana no se llega
mediante un proceso reflexivo meramente racional, sino a través de la conversión
interior y radical, que cristaliza en la opción fundamental suficientemente motivada
y justificada, en cuanto decisión auténtica plenamente libre.

3. Desde hace unos cuarenta años, la teología católica se ha dado cuenta del
«cristocentrismo» de la revelación y de la fe: todo contenido concreto, revelado y
creído, se refiere en último término a Cristo. Más que un descubrimiento, era una
vuelta a la perspectiva ya presente en la teología patrística y en la medieval, pero
que desde el siglo XIV se había hundido en el olvido. El Vaticano 11 se la apropió
plenamente y desde entonces ha adquirido la importancia de principio hermenéutica
primordial 1 1.
Pero la teología católica no ha prestado todavía la debida atención a la estructura
«cristológica» de la fe, que la caracteriza precisamente como cristiana: Cristo no es
solamente centro de la fe, sino también y principalmente su fundamento formal.
Desde el siglo XIII, la fórmula tomista «Deus, Veritas Prima» (verdad fontal de su
credibilidad trascendente) había permanecido intacta como expresión teológico del
fundamento de la fe, sin tener en cuenta la autorrevela-

ci¿)n de Dios en Cristo 12 En n uestro tiempo la exégesis neotestamentaria ha


puesto de relieve la función propia de Cristo como el

revelador de Dios: pero este dato primario del cuarto evangelio no ha sido
suficientemente integrado en la retlexión teológico sobre la fe: no se ha
profundizado en la conexión (tan vigorosamente subrayada por
S. Juan) entre la cristología y la teología de la revelación y de la fe 13. 1 1 - Cf.
Vaticano II, Const., De¡ Verbwn, n. 3-4- 7. 17. 24; Gaudiwn et spes, n. 45;
Decr. Un itat is redúuegrat ¡o, n. 1 1.
12. Cf. J. Alfaro, Supernaturalitas lidei se(unduni S. Thomam. Gregorianum
(1963)
501-514.
13. Cf. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium 1, Freiburg 1965.
114 Perspectivas para una teología sobre la fe

El prólogo del cuarto evangelio se desarrolla en tres fases consecutivas, que


constituyen una unidad indivisible: a) la preexistencia divina y personal del Logos
(1, 1-4); b) la encarnación del Logos, y en ella la manifestación (en la historia) de la
gloria que le corresponde como Unigénito del Padre, hecho hombre (1, 14); e) la
revelación del Padre invisible por obra del Unigénito encarnado, que como tal
conoce al Padre (1, 18; 6,46; 8, 38. 55). En el conjunto unitario de estas tres fases
se afirma la identidad entre la encarnación y la revelación: en cuanto Unigénito del
Padre, Cristo es el revelador del Padre. La cristología del cuarto evangelio es en sí
misma teología de la revelación y de la fe; y viceversa. Solamente a la luz de la
encarnación se puede comprender que la revelación es (rigurosamente hablando)
palabra de Dios dirigida al hombre. En virtud de la encarnación, el hombre Jesús es
el Hijo de Dios en persona, y por eso vive la experiencia, exclusivamente suya, de
su relación personal a Dios, su Padre (6, 46; 8, 18-55), y expresa esta experiencia
en palabras y acciones humanas: encarnación, experiencia filial y su expresión
humana constituyen la autorrevelación de Dios en Cristo, su Unigénito hecho
hombre. Palabra encarnada de Dios es (por sí misma) revelación; encarnación,
salvación y revelación son el mismo acontecimiento. Por eso cristología,
soteriología y teología de la revelación se identifican.
Esta perspectiva del prólogo de san Juan permite comprender el carácter
totalmente singular del «testimonio» (martjyría) del Jesús del cuarto evangelio
sobre sí mismo; un tema que se inicia en el capítulo tercero (3, 11. 32-34) y culmina
en el capítulo octavo (8, 13-58). La paradoja del autotestimonio de Jesús está en el
hecho de que él pide que se le crea Hijo de Dios, porque él mismo lo testifica. Esta
paradoja del autotestimonio de Jesús no es, en el fondo, sino el misterio de la
divinidad del hombre Jesús: el misterio de la encarnación, expresado en términos de
revelación. La validez del autotestimonio de Jesús se identifica con la realidad de la
encarnación: el testimonio del Unigénito del Padre no puede ser sino autotestimonio,
que lleva en sí mismo el fundamento de su credibilidad: la proclamación de esta
autocredibilidad no es sino afirmación de su filiación divina (8, 13-19. 26-30. 38.
54-58).
Esta visión cristológica de la revelación y del autotestimonio de Jesús se refleja
en la terminología del cuarto evangelio sobre la fe cristiana, que implica
inseparablemente unidos en el mismo acto «creer que» Jesús es el Hijo de Dios
(pisteúin bti, contenido de la fe«fides quae») y «creerle a él» como Hijo de Dios
(pisteuin con dativo, «fides qua») 14. Esta última fórmula presenta particular
interés en

14. Jn 4, 21; 5, 38. 46; 6, 10; 8, 45-46; 10, 37-38; 14, 1 1.


a teología sobre la fe 115
Perspectivas para z¿n

cuanto transforma la expresión propia de la fe veterotestamentaria (heemin: creer


a Dios) en la novedad de la frase «creer a Cristo». La fe cristiana tiene en Cristo,
no solamente su contenido central, sino también su fundamento formal: la
estructura propia de la fe cristiana esformalmente cristológica. Creer que Jesús es
el Hijo de Dios implica creerle a él, fundar la fe en él como Hijo de Dios:
implicación mutua de la «fides quae» y de la «fldes qua» en la fe, precisamente
como cristiana.
La cuestión decisiva de la teología de la fe (tradicionah-nente conocida como
«analysis fidei») recibe nueva luz de su perspectiva cristológica. La fe cristiana cree
su propio fundamento, al creer que Cristo es el Hijo de Dios encarnada. Lo
absolutamente esencial e irrenunciable del mensaje cristiano, la divinidad del
hombre Jesús, exige fundar en él la opción y el asentimiento de la fe: adhesión
incondicional a la persona de Jesús y confesión de su filiación divina se implican
mutuamente. Fundar la fe en Jesús, como el revelador de Dios, es reconocerlo
como el Hijo de Dios: nadie ha visto jamás a Dios.- solamente su Unigénito... nos
lo ha revelado (Jn 11 18; 6, 46). En estas palabras el autor del cuarto evangelio
condensa y unifica su cristología y su teología de la revelación y de la fe.

4. La dimensión cristocéntrica y sobre todo cristológica de la fe permite


integrarla plenamente en la unidad de la existencia cristiana y descubrir la
inmanencia mutua que une fe, esperanza y caridad en una misma actitud
fundamental 15.
El acontecimiento de Cristo es por sí mismo la revelación definiti-

o de Dios a la humanidad 16; de va, la promesa última,


el amor suprem

tal modo que en él la palabra, la promesa y la autodonación de Dios se implican


mutuamente.

En su carácter definitivo la revelación de Dios en Cristo es cumplimiento de las


promesas y a la vez promesa por cumplirse en la autodomanifestación escatológico
de Cristo glorificado; es también

nación suprema de Dios a Cristo (la autodonación que lo constituye Hijo de Dios)
y en Cristo a la humanidad (adopción filial).
En su ultimidad, la promesa de Dios en Cristo es la palabra definitiva de Dios y
su amor supremo en el don de su Hijo.
En el acto de dársenos en el don de su Hijo, Dios ha dicho su palabra última
como palabra de salvación y ha empeñado su fidelidad en su promesa definitiva.
Glosando un texto admirable de san Juan de la Cruz 17, se podría decir: una vez
que Dios nos ha dado su propio

15. Cí'. J. Alfaro, C'ristologia i antropología, Madrid 1973. 413-477.


16. Heb 1, 1-2; 2 Cor 1, 20; Rom 8, 31-39: in 3, 16.
17. Subida al Monte Carmelo iii, 21.
116 Perspectivas para una teología sobre la fe

Hoo, no le queda otra palabra que decirnos, otra promesa que hacernos, otro
don que darnos.
La unidad del acontecimiento de Cristo es la identidad de un acontecimiento
indivisible (único e irrepetible, por absolutamente supremo), que se llama
revelación en cuanto manifestado en la historía, se llama promesa en cuanto
anticipación y garantía de la plena salvación venidera, y se llama amor en cuanto
originado en la gratuita y suprema autodonaci¿)n de Dios.
La respuesta del hombre refleja esta totalidad-unidad del acontecimiento de
Cristo en la implicación existencias de la fe, esperanza y caridad.
A la autorrevelación de Dios en Cristo corresponde la dimensión confesional-
cognitiva de la fe, como afirmación de la realidad del acontecimiento de Cristo
(credere Christum: Cides quac); pero la fe implica también esencialmente la opción
libre de creer, en la que el hombre se entrega a sí mismo, se contra y se da a Dios en
Cristo 1 (credere Christo: fides qua): la opción de la fe no puede ser sino opción de
esperanza y amor. La confianza aparece así como constitutiva tanto de la fe, como
de la esperanza y del amor.
A la promesa de Dios en Cristo corresponde la dimensión propia de la esperanza,
como espera de la salvación venidera. Pero la esperanza incluye también
esenciahnente la confianza y el deseo de la plena comunión de vida con Dios, y por
eso implica en sí misma la fe y el amor.
Al amor de Dios en Cristo corresponde la autodonación del hombre en el amor,
que incluye el abandono fiducial de sí mismo al Dios-Amor, y por eso conlleva la
confianza inmanente en la fe y en la esperanza.
Es pues la confianza el vínculo que une vitalmente la fe, la esperanza y la caridad
cristiana: la confianza, que es precisamente la dimensión de la existencia cristiana,
que se caracteriza como reconocimiento de la gratuidad absoluta de la revelación,
promesa y amor de Dios en Cristo, es decir, de la gracia como gracia.
En su mutua inmanencia vital, la fe, esperanza y caridad no son sino aspectos
diversos de una sola actitud fundamental, radicada en el amor: creer, esperar y amar,
es, en el fondo, confiarse, abandonarse, darse a la gracia de la autocomunicación de
Dios en Cristo. La fe mira hacia la realidad ya cumplida en el acontecimiento de
Cristo: la esperanza mira hacia la plenitud de la salvación venidera: el aspecto
propio de la caridad es el presente de la comunión de vida con Dios, que se cumple
en el amor del prójimo.

18. La frase del Vaticano 11, «se totum Deo comnzitiit» (De¡ I'erbum, 5) dice
con el mismo verbo que en la fe el hombre se da i- se abandona a Dios.

Perspectivas para una teología sobre la-fcl 117


5. La implicación mutua de la fe, esperanza y caridad, como aspectos de la
actitud fundamental en que el hombre recibe y reconoce como don absoluto la
gracia de la justificación y salvación, proyecta nueva luz sobre el problema
teológico de la relación «justificación-fe», tan importante para el diálogo ecuménico.
La discusión de este problema deberá tomar como punto de partida el pensamiento
de san Pablo, para confrontarlo con la posición de Trento y de Lutero.
La perspectiva fundamental de san Pablo está en dar a Dios toda la «gloria»,
excluyendo así todo «gloriarse» del hombre en sí mismo y en sus obras: la
justificación no es de ningún modo conquista del hombre, sino pura gracia de Dios
en Cristo. El pensamiento paulino no es meramente justificación de parte de Dios y
fe de parte del hombre, sino más exactamente lajuvtificación como gracia absoluta
-i, por eso recibida en la actitud de lafe (Rom 4, 16). En esta fe, receptiva de la
gracia justificante, san Pablo subraya fuertemente la dimensión fiducial, en que el
hombre se confla a la gracia de Dios en Cristo (Rom 4,3. 16-22; Gál 2, 6).
La entrega confiada del hombre a Dios es suscitada por la gracia absoluta del
amor cumplido y revelado por Dios en el acontecimiento de Cristo y por el don del
Espíritu, que transforma el corazón del pecador creando en él la experiencia de la
«adopción filial», es decir, la actitud de confianza y amor hacia el Padre (Abbá.-
Rom 8, 15-17; Gál 4, 6). En esta entrega de confianza y amor el hombre vive la
experiencia de la gracia y del amor de Dios para con él «<pro me»), es decir, tiene
la certeza fiducial y vivencias de ser amado por Dios (Rom 5, 5; 8, 31-39):
«conocer (amar) a Dios es ser conocido (amado) por él» (Gál 4, 9; 1 Cor 8, 3). No
se trata de una certeza refleja, categorías (de la propia justificación y salvación), que
san Pablo excluye al afirmar que el creyente puede renegar la gracia de Dios y que
todos seremos juzgados por él; solamente Dios conoce lo que se esconde en lo
profundo del corazón del hombre. El cristiano no dispone de ninguna seguridad
humana, ni siquiera de la certeza refleja de la autenticidad de su respuesta personal
a la gracia de Dios: su confianza no tiene otro fundamento que la gracia de Dios
cumplida y revelada en Cristo.
En la dimensión fiducial de la fe @e san Pablo la actitud del hombre, que
corresponde a la plena gratuidad del don de la justificación: entregándose
confiadamente a la gracia de Dios, el hombre experimenta y reconoce el amor
salvícico de Dios para con él 19.

19. Para una presentuci¿)n más analíticas y amplia del pensamiento de san Pablo
sobre el binomio «justificaci¿)n-fe», remito al lector al capitulo IV de rni obra
Esperan-a @,risliana j@ liberación del hombre, Barcelona 1971.
lis Perspectivas para una teología sobre la je

El decreto del concilio de Trento sobre la justificación se apropia la perspectiva


fundamental de san Pablo, que excluye todo «gloriarse» del hombre en sí mismo y
pone de relieve el carácter absolutamente gratuito de la justificación. Al mismo
tiempo subraya la función propia de la fe, como raíz y fundamento, tanto de la
disposición a la justificación, como de la justificación misma y de su crecimiento.

Pero mientras la fe paulina lleva en sí misma la dimensión fiducial, Trento expresa


con la palabra «fe» (o «creer») solamente el aspecto de asentimiento a las verdades
reveladas, reservando la confianza a la esperanza: una distinción conceptual
demasiado rígida (heredada de la escolástica de los siglos XIV-XVI) entre fe,
esperanza y caridad no permitió al concilio captar plenamente el pensamiento de san
Pablo sobre la justificación como gracia, en cuanto recibida en la dimensión fiducial
de la fe. No faltaron voces autorizadas (Carranza, Contarini, Pole, etc), que
insistieron sobre este aspecto de la fe paulina y consi ui'entemente sobre la certeza
fiducial de la gracia de Dios para 9

mí (pro me); sus intervenciones no fueron ni aceptadas, ni rechazadas:


simplemente no fueron tomadas en consideración. El concilio se limitó a condenar
con fórmulas precisas la certeza conceptual (categorial y refleja) y absoluta de la
propia justificación y salvación, sin pronunciarse de ningún modo sobre otro tipo de
certeza, la fiducial y vivencias, implicada en la opción de la fe en cuanto entrega
confiada a la palabra salvífica de Dios. Trento presenta li@ confianza como
exclusivamente propia de la esperanza, añadida (como la caridad) a la fe: este
lenguaje sobre la conexión fe-esperanza-caridad no tiene suficientemente en cuenta
la implicación mutua que las une en el vínculo común de la confianza.
La certeza de la esperanza es pues, según Trento, una certeza fiducial fundada
únicamente en la misericordia de Dios; en ella tiene lugar el «pro me» «<sibi»), es
decir, el hombre capta la gracia de Dios como gracia para sí mismo y vive la
experiencia de ser amado por Dios: reconocimiento vivencias, que da a solo Dios la
gloria.
El análisis del proceso genético del decreto sobre la justificación muestra que el
concilio no se ha pronunciado acerca del tipo de «certeza de la gracia», enseñada
por Lutero; a saber, no ha dicho (ni siquiera implícitamente) que la certeza
intelectual y absoluta de la gracia (condenada por el concilio) era precisamente la
luterana. La investigación moderna ha llegado a la conclusión de que la «certeza de
la gracia» de Lutero (y de Calvino) es una certeza fiducial y no una certeza refleja y
absoluta de la propia justificación y salvación. Hay que admitir por consiguiente
que la doctrina luterana sobre la «certeza de la gracia» no ha sido condenada por
Trento. Más aún: hay que reconocer que la certeza de la esperanza, tal cual Trento
la presenta y la «certeza de la gracia» de Lutero coinciden realmente; al entregarse

Perspectivas para una teología sobre la fe 119

con plena confianza a la misericordia de Dios, el hombre vive la experiencia de


recibir la gracia del perdón 20.

6. La exégesis y la teología modernas han recuperado el concepto bíblico de la


fe, que la constitución De¡ Verbum (n. 5) del Vaticano 11 ha sellado con su
autoridad: la fe en su unidad indivisible de conocimiento y de opción, como el acto
total en que el hombre se entrega a Dios, que en Cristo ha cumplido y revelado
definitivamente su amor salvífico.

Pero queda todavía un aspecto, que la teología no ha integrado en el concepto


mismo de la fe: lapravis cristiana. La teología católica y la protestante siguen
hablando de la praxis del creyente, como si fuera solamente resultado y expresión
de la fe, y no una dimensión constitutiva de la fe en sí misma. En este modo de
pensar la conexión entre fe y praxis se esconde una visión de la relación
«interioridad-corporalidad», que no tiene en cuenta la antropología bíblica:
«espíritu» y «cuerpo» no son dos elementos parciales constitutivos del todo humano,
sino dimensiones totalizantes de la existencia humana: todo el hombre es espíritu y
todo el hombre es cuerpo.
Desde esta perspectiva de la antropología bíblica no puede sorprender el hecho
de que los grandes profetas de los siglos VI-VIII hayan considerado la fe como un
conocimiento de Dios, que implica tanto la confesión de Yahvé, único Dios, cuanto
la praxis de la justicia y del amor del prójimo. La fe de los sinópticos consiste en la
adhesión personal a Jesús y a las exigencias práxicas de su mensaje: el
conocimiento de Jesús implica su seguimiento. Dentro del contexto de su tema
teológico fundamental (la justificación por la fe), san Pablo dice expresamente que
lo importante en la existencia cristiana es la fe operante en el amor del prójimo (Gál
5, 6; 1 Tes 1, 3; Ef 4, 15). Esta visión paulina sobre la relación «fe-praxis» coincide
fundamentalmente con la de la carta de Santiago (2, 16-26). Profundizando en el
pensamiento de los profetas sobre el «conocimiento de Dios», la primera carta de
san Juan proclama enfáticamente que Solamente quien pone en práctica el amor del
prójimo, conoce al Dios que en Cristo se ha revelado como Amor (1 Jn 4, 8-16; 3,
16-18. 23).
La visión bíblica de la praxis, como dimensión intrínseca de la fe, se refleja en el
Vaticano 11: como la revelación está constituida por «acciones y palabras», así la
respuesta de la fe incluye la aceptación de la palabra y la sumisión operativo. La
praxis pertenece a la fe de la iglesia, en cuanto comunidad constituida por la fe,
esperanza y caridad: la implicación mutua del «creer-esperar-amar» cristianos lleva
consigo la unidad vital de la ortodoxia y de la ortopraxiS21.

20. En la misma obra, citada en la nota anterior, cap. V, p. 71 -1 00, se confronta


la posición de Trento con la de san Pablo y Lutero.
21. Const., De¡ Verbum, n. 2. 5. 8; Lumen gentium, n. 8.
120 Perspectivas para una teología sobre la fe

Si la fe incluye en sí misma la praxis cristiana, la teología no podrá limitarse a la


reflexión sobre su dimensión cognitiva y sobre la interioridad de su opción; deberá
también tomar en consideración la praxis de la fe eclesial.
La fe está referida al pasado y al porvenir, y por eso implica como igualmente
importantes la proclamación del ya cumplido acontecimiento de Cristo y la praxis
cristiana creadora de un futuro, que no se puede prever, sino solamente hacer: es la
ortopraxis la que verifica la dimensión escatológico de la fe. El paso del conocer
propio de la fe a su praxis es de índole decisional-operativa; no se puede hacer sino
en la praxis misma, iluminada pero no determinada por el conocimiento. La praxis
configura pues de un modo nuevo el mensaje cristiano y contribuye así a la
comprensión renovada del mismo.
En el cumplimiento efectivo de la opción de la fe, se realiza y anticipa (en el ahora
siempre nuevo de la historia) la gracia de la salvación venidera: una anticipación,
que tiene lugar más allá de la previsión humana y que se encarna en las obras de la
esperanza y del amor como realización histórica de la autodonación de Dios en
Cristo. El cristiano no puede disponer de la absolutamente gratuita venida última de
Dios- pero está llamado a aceptar esta gracia ya desde ahora en la praxis creadora
de un mundo renovado en la fraternidad y en Injusticia, como anticipación (en todos
los niveles de la existencia humana) de la participación en la salvación venidera.
La pertenencia intrínseca de la praxis a la opción de la fe cristiana permite
comprender de un modo nuevo la unidad vital e indivisible de la «fides quae» y de la
«fides qua». La dimensión cognitiva, propia de la «fides quae», hace posible y
justifica la dimensión decisionalpráxica de la «fides qua», que a su vez actúa e
informa el contenido y la motivación propios de la «ftdes quae»; es, en última
instancia, la intencionalidad escatol¿)gica de la «fides qua» (adhesión personal a
Cristo, cumplida en su seguimiento: credere Christo, in Christum) la que confiere
sentido a la confesión de la fe.
Solamente pues en la unidad vital de la ortodoxia y de la ortopraxis se puede
fundar la verificación total de la fe cristiana. Cada una de ellas es tan indispensable
como insuficiente para esta verificación: la ortodoxia, como expresión humana
(conceptos, símbolos, lenguaje) de l@i realidad de nuestri s@ilvaci¿)n cumplida ya
en Cristo: 1,t ortopraxis, como apropiación receptiva de esta salvación. Son
insuficientes (cada una por sí sola), porque tienen necesidad la una de la otra: la
ortopraxis cristiana debe ser guiada por la ortodoxia, y ésta a su vez no tiene
autenticidad sino dentro de la praxis cristiana.

7. Las perspectivas indicadas en los números precedentes señ@ilan el camino a


la teología de la.fe, es decir, a la reflexión crítica de la
Perspectivas para una teología sobre lajé 121

fe sobre sí misma: una reflexión que tendrá que abordar una serie de cuestiones
fundamentales:
a) Lacuestióndelsentidodelavidahumana,queseimponepor sí misma al hombre y
hace de él un ser radicalmente cuestionado. El análisis de las dimensiones de la
existencia humana conduce a la pregunta decisiva: ¿el sentido de la vida humana se
agota dentro del horizonte cerrado de la relación «mundo-hombre-historia», o lleva
en sí mismo «signos de trascendencia» de la apertura a un «plus» de gratuidad
absoluta, al don de una plenitud definitiva y metahistórica? Solamente partiendo de
las experiencias existenciales fundamentales se podrá mostrar la apertura del
hombre a una revelación de Dios, que tenga lugar en la historia y trascienda la
historia. La primera cuestión para una teología de la fe será pues la cuestión
antropológico-filosófica del sentido último de la existencia humana; se hace así
visible la necesidad de la filosofía para la teología de la fe.

b) La segunda cuestión fundamental es cristológica: se pregunta si el


acontecimiento de la revelación definitiva de Dios y de la salvación escatol¿)gica se
ha cumplido realmente en la historia. Es la cuestión del sentido último del
acontecimiento total de Cristo, de su ¡a singular de Dios, de su vida, mensaje y
praxis, de su experienc

muerte y resurrección: el acontecimiento de Cristo, como respuesta (de gratuidad


absoluta) a la cuestión antropológica.
e) La cuestión de la función propia de la razón en la fe cristiana,
pción tendrá en cuanto opción libre y
auténticamente humana. Tal o
que ser justificada por la reflexión previa sobre la credibilidad del cristianismo:
concretamente por la verificación de la figura histórica de Jesús de Nazaret. Como
opción libre, la fe no será determinada, pero sí condicionada por la razón. Aparece
aquí una notable semejanza con la situación del hombre ante la cuestión del sentido
de la vida: la cuestión que interpela al hombre a la decisión y que por eso será
guiada por la reflexión de la razón, pero no determinada por ella.
d) La cuestión de la fe cristiana, vivida por la iglesia primitiva como experiencia
de salvación absolutamente gratuita y definitiva. Será necesario mostrar la
originalidad de esta experiencia, su vinculación al acontecimiento de Cristo y su
relación a la experiencia de Dios

que tuvo Jesús.


e) La cuestión de la experiencia de la fe cristiana. vivida hoy por los creyentes:
experiencia de gratuidad y de salvación anticipada, que asume las dimensiones
fundamentales de la existencia humana: experiencia del sentido último de la
existencia cristiana como respuesta a la gratuidad absoluta de la salvación en el don
de sí mismo a Cristo y a los hombres. La teología de la fe se basa permanentemente
en esta experiencia fundamental de la fe cristiana, como entrega radical de sí mismo
a Cristo en la esperanza y en el amor.
122 Perspecíii,as para una teología sobre la fe

f) La teología de fe cristiana no puede hoy día pasar por alto la cuestión de la


significatividad y de los caracteres de su lenguaje. La fe cristiana lleva su propia
«forma de vida» (Lxbensform), constituida por la experiencia vivida en la
comunidad eciesial, y por eso podrá ser expresada en un lenguaje significativo. El
análisis ligüístico ha permitido señalar el conjunto de los caracteres distintivos de la
fe cristiana: carácter asertivo, que corresponde a la dimensión confesional-
cognitiva de la «fides quae»: carácter autoimplicativo, que corresponde a la actitud
personal de¡ creyente en la entrega confiada de sí mismo a Cristo: carácter
doxolbgico, que expresa el reconocimiento de la gratuidad absoluta de la salvación
cumplida por Dios en Cristo (credere Christo: «fides qua»): carácter operativo, en
cuanto la fe cristiana lleva en sí misma el compromiso por las exigencias de la
praxiS22. La unidad vital de estos aspectos diversos constituye la singularidad
de¡ lenguaje de la fe cristiana.

22. Cf. D. Evans, The logi(@ oj seo-involi,emetit, London 1963.

5
Teologia, filosofía y
ciencias humanas

1. El intento de delimitar exactamente este problema presenta una serie de


dificultades, que provienen del hecho de que, al proponer el problema, se está ya
inevitablemente dentro de la relación entre la teología y la filosofía.
¿Debe ser considerado el problema desde el punto de vista de la teología, de la
Filosofia, o de las dos? ¿Puede la teología decir qué es la filosofia y viceversa, o
más bien cada una de ellas puede decir únicamente qué es ella misma y cómo desde
supunto de vista comprende la otra? Esta última pregunta induce a pensar que el
problema de la relación entre la teología y la filosofia no puede ser presentado ni
discutido de un modo completo sino en el diálogo interdisciplinar entre teólogos y
fil¿)sofos, un diálogo que se desarrollará en la confrontación de una determinada
teología con una determinada filosofía, y que llevará a una ubicación teológico de la
filosofia y a una ubicación filosófica de la teología. La historia muestra que la
teología surgió en el encuentro de la fe cristiana con la filosofía griega y que su
relación misma con la filosofia ha evolucionado con la aparición de filosofías nuevas
1. Se trata pues de una cuestión abierta al futuro de la teología y de la filosofía, y
cuya formulación en el momento presente exige tener en cuenta la filosofía
moderna.
Los teólogos no están de acuerdo en la respuesta a la cuestión: qué es la teología
(scientia conclusionum exfide, scientiafidei,fides in statu scientiae, intellectus jidei,
jides quaerens intellectum, etc.). Este desacuerdo no es casual. La definición de la
teología es ya en sí misma una tarea teológico; no se puede decir qué es la teología,
sino haciendo teología. No hay pues aquí otra posibilidad que la de recoger
descriptivamente los aspectos fundamentales, que parecen necesarios

1. Cf. G. Ebeling, Theologie und Phiiosophie. RGG VI (Túbingen 31962) 782-


789.
124 Teología, filosofía j, cien(-¡as humanay

y suficientes para distinguir la teología de toda otra actividad del espíritu humano,
en la esperanza de que las diversas concepciones de la teología puedan reconocerse
en esta descripción. Lo primero y decisivo en la teología es laj@, no solamente
como presupuesto, sino como actitud permanente que dirige todo el pensar
teológico: la fe en su totalidad indivisa de «fides qua» y de «fldes quae», es decir,
como opción personal y como creencia (contenido). La teología no prescinde de la
opción de la fe, sino que es vitahnente impulsada por ella «<intencionalidad de la
fe»): el teólogo piensa como creyente, a saber, actuando la opción de su fe y dentro
de la experiencia totalmente singular de la fe. La reflexión teológico versa sobre el
contenido de la fe, a saber, sobre el acontecimiento de la revelación de Dios en
Cristo, tal como ha sido expresado en la sagrada Escritura y es trasmitido por la
comunidad eclesial (aquí se encuentra el teólogo católico ante el magisterio como
concreción normativa de la fe eclesial). La teología está pues referida a un
acontecimiento determinado (que de algún modo ha tenido lugar en la historia), a su
expresión en un mensaje concreto (contenido y lenguaje) y a su comprensión-
interpretación por la fe de la iglesia (tradición). La teología trata de llevar al campo
de la reflexión conscientemente metódica la comprensión precientífica, que la fe
tiene de sí misma en su doble inseparable dimensión de «Fides qua» y «Fides
quae»: es la fe, que se pregunta sobre sí misma y busca la inteligencia de sí misma.
Es reflexión humana con todas las exigencias de rigor crítico y metodológico
(carácter «científico» de la teología); pero reflexión informada permanentemente por
la «intencionalidad de la fe». «Fides quaerens intellectum (su¡»>, tal parece ser la
mejor descripción de la teología: la fe que reflexiona radicalmente sobre sí misma,
poniéndose las preguntas últimas sobre su opción y su contenido: la fe a la búsqueda
total de sí misma, a saber, sobre las condiciones necesarias para que sea inteligible
como «fides qua» y «fides quae». Una búsqueda orientada por la fe a una creciente
comprensión y realización de la existencia cristiana, y al servicio de la comunidad
eclesial.
Tampoco los filósofos están de acuerdo en la definición de la filosofía. La historia
muestra que cada uno de ellos la ha definido dentro de su propia filosofía, de su
cuestión filosófica fundamental y de su propio método (Aristóteles. Kant. Hegel.
Heide£!ger)2. No se puede det'inir la filosofía sino filosofando, como lo ha notado
P. Tillich: «La dificultad de toda discusión sobre la filosofía en cuanto tal está en que
cada definición de la filosofía expresa el punto de vista del filósofo que da la
definición. Sin embargo hay una especie de acuerdo pref-tlosófico sobre el sentido
de la filosofía, y lo único que se

2. Cf. X. Zubiri, Cinco lecciones de.filosofia, Madrid 1963, 55-57. 110-115.


269-279.
Teología, filosofía j, cienci@as humanas i25

puede hacer en la discusión indicada es referirse a esta noción prefilosófica de la


naturaleza de la filosofía. Se puede entonces comprender la filosofia como intento
de responder a las preguntas más generales acerca de la realidad y de la existencia
humana. Las preguntas más generales son las cuestiones... sobre el ser mismo, tal
como se presenta en todos los campos de la realidad. La filosofía busca las
categorías universales según las cuales se hace la experiencia del ser» 3. Pero en
esta noción prefilosófica de la filosofía ha introducido Tillich su propia filosofía: la
cuestión del «ser». Parece pues preferible describir la filosofía de un modo más
general como el intento humano llevado de un modo crítico y metódico, de
responder a la pregunta sobre el sentido último de la existencia humana. Se toma
como punto de partida la existencia en todas sus dimensiones (relación al mundo, a
los otros, a la historia), la experiencia vivida en el acto mismo de existir y la
pregunta de sentido último implicada en esta experiencia. Esta descripción es
suficiente para una comprensión (provisional) de la filosofía y de su distinción de la
teología (y de las ciencias). La filosofía no parte (como la teología) de la aceptación
de ningún contenido determinado (es pregunta absolutamente radical) y no dispone
de otra luz que la de la razón (comprender) humana. Parte solamente de lo dado en
la existencia e intenta la comprensión última del hombre como sujeto que reflexiona
y objeto de reflexión.
La diversidad de posiciones en el problema teológico de la situación del hombre
pecador (perversión total o no-total) y en el de las condiciones necesarias para que
el acto de fe sea una opción auténticamente humana, determina una diversidad de
posiciones en el problema de la relación entre la teología y la filosofía (diversidad
entre la teología católica y la protestante en este punto, y dentro de la teología
protestante entre las posiciones de Barth, Buitmann, E. Brunner, Althaus, Ebeling).
En el fondo se trata de una diversa concepción teológico sobre la trascendencia e
inmanencia de la gracia, de la
revelación y de la fe.
Por otra parte, las diversas posiciones de los filósofos en el problema de Dios (y del
conocimiento humano de Dios) llevan lógicamente a posiciones diversas sobre la
relación entre razón y fe, filosoria y teología: exclusión radical de toda posible
relación, al no reconocer otro conocimiento de Dios que el de la razón (deísmo
racionalista)- reclusión de la religión y de la fe en el campo de la «razón prác;ica»,
que implica la separación de la teología y de la Filosolla (Kant); absorción de la
teología en la filosofía, «saber absoluto» (Hegel); imposibilidad de un auténtico
pensar filosófico en el creyente (Heidegger); tensión dialéctica entre una cierta base
co-
3. P. Tillich, Dj,namique de lafoi, Tournai 1968, 99.
126 Teología, filosofía y, ciencias hwnanas

mún a la «fe filosófica» y a la fe cristiana (y por consiguiente, a la filosofía y a la


teología) y mutua oposición entre ellas (Jaspers); mutua presencia y dependencia de
la fe (teología) y de la filosofía (Tillich).
Según Heidegger el «preguntar» propio de la filosofía y el «creer» propio de la
teología son dos actitudes inconciliables, que se excluyen mutuamente. El creyente
no puede plantearse la pregunta radical de la filosoria «<¿por qué hay algo y no más
bien nada»?) sin renunciar a su actitud de creyente; puede comportarse solamente
«como si» (als ob) preguntara. Tiene ya en la fe la respuesta a tal pregunta, que por
eso es para él una necedad 4. En su doble dimensión de opción y de aceptación de
un contenido previamente dado la fe es radicalmente incapaz de un auténtico pensar
filosófico. Esta penetrante observación de Heidegger (a la que trataré de responder
en el número siguiente) tiene el mérito de señalar con toda precisión el punto crucial
en el problema de la relación entre la teología y la filosofía: ,e . ómo es posible que
no se excluyan mutuamente estas dos «ciencias» fundamentales, que no tienen otra
ciencia superior y pretenden responder a la cuestión última de la existencia? Este
mismo intento, que parece constituir su mutua relación ¿no muestra más bien su
oposición radical?
Las observaciones precedentes permiten fijar los límites dentro de los cuales se
considera aquí el problema de la relación entre la teología y la filosofía. El
problema se pone desde el punto de vista de la teología, y en concreto de la teología
católica, es decir, de la concepción católica de la fe y de sus exigencias, como
opción auténticamente humana cumplida en la aceptación del mensaje cristiano. Se
pregunta si la teología, como autocomprensión crítica y metódica de la fe, exige la
reflexión filosófica (no precisamente un determinado contenido o sistema
filosófico), más aún, una reflexión Filos¿)flca auténtica y por consiguiente
autónoma; el problema se refiere pues al pensar teológico (teología «teologante») y
al pensar filosófico (filosofia «filosofante»). Se pregunta si este recurso a la
reflexión filosófica adultera la teología como autocomprensión de la fe, es decir, si
reduce la revelación de Dios al comprender humano o si de algún modo la
condiciona: ¿,la relación entre la teología y la filosofía es la de exclusión, de tensión
permanente, de coexistencia pacíf-tca (mera yuxtaposición), de mutuo
complemento? El problema mira directamente a la relación de la teología con la
filosofía; pero inevitablemente entra de algún modo en la relación de la filosofía con
la teología. Si la teología es autocomprensi¿>n de la fe, el problema no podrá ser
examinado a fondo, sino partiendo de la relación entre la fe y la razón, el creer y el
comprender.

4. M. Heidegger, Einführung in die Metaphi-sik, Tübingen 1953, 5-6.


Teología, filosofía j- ciencias hunian- 127

2. El concilio Vaticano 1 ha considerado el problema de la relación entre la fe y


la razón en la perspectiva del origen común de ambas en Dios «que no puede
negarse a Sí MISMO» 5. K. Rahner ha notado que este punto de vista es
insuficiente; es necesario examinar el problema en su dimensión antropológica 6. La
fe y la razón (en su sentido pleno de «comprender») se encuentran en el hombre. Se
impone pues partir de la fe como acto del hombre.
Durante los últimos 30 años la teología católica ha vuelto conscientemente al
concepto neotestamentario (preparado en el AT) de la fe, como el acto total en que
el hombre funda su existencia en la palabra definitiva de Dios por Cristo. La «fides
qua» y la «f-ides quae» inseparablemente unidas en un solo acto (bajo el primado de
la «fides qua»), conversión radical y confesión, opción y asentimiento mutuamente
inmanentes, referidos a la palabra autofundante de Dios en Cristo, expresada en el
mensaje cristiano. La fe cristiana tiene su irreductible originalidad en la experiencia
interna de la conversión (experiencia suscitada por el don del Espíritu) y en su
fundamentación en Cristo «<creer a Dios en Cristo»).
En su doble aspecto de opción y confesión la fe corresponde a la revelación de
Dios por Cristo en su doble aspecto de interpelación del hombre y de expresión
humana en el mensaje cristiano.
Tanto la revelación (palabra de Dios al hombre y por eso expresada en palabras
humanas) como la fe suponen que el hombre es radicalmente capaz de ser
interpelado por la palabra de Dios y de comprender los signos de Dios en la
historia; suponen que el hombre en su misma estructura fundamental de «espíritu-en
el mundo» está abierto a Dios y puede conocerle a través de lo creado: la ra.-ón, es
condición trascendental de posibilidad de la revelación y de la fe 7.
La fe, no solamente supone, sino que implica permanentemente en su doble
dimensión-confesión un momento de comprensión (de razón). La fe es un acto
consciente y por consiguiente implica en el creyente la conciencia de su optar y
afirmar, es decir, la comprensión trascendental de su acto de creer. Pero implica
además alguna comprensión categorial de los motivos que justifican su opción como
auténticamente humana, y del contenido mismo del mensaje cristiano: « ... fides non
potest uiniversaliter praecedere intellectum; non enim posset horno assentire
credendo aliquibus propositis nisi ea aliqualiter

5. DS. 3017.
6. K. Rahner, Filosofía y, teología, en Sacramentum mundi I 1206.
7. Cf. H. Bouillard, Karl Barth. Parole de Dieu et existence hwnaine, ti, Paris
1957,
100-1 12; L. Malevez, Histoire du salut et philosophie, Paris 1971, 73-102; J.
Alfaro, Cristología.y, antropología, Madrid 1973, 290-307.
128 Teología, filosofía j- ciencias humanas

intelligeret» S. Una fe, totah-nente privada de la justificación racional de su


opción o de la inteligibilidad de su contenido, carecería de sentido. La fe no puede
forzar la razón: sería una empresa tan vana como ilusoria.
Pero la opción de la fe ¿no impide al creyente plantearse radicalmente la cuestión
del sentido último de la existencia? Y el asentiíniento de la fe, fundado en la palabra
de Dios revelada en la historia (Cristo) ¿no hace imposible llevar hasta el fondo la
pregunta del ser y de la verdad? He aquí en síntesis la instancia de Heidegger, que
exige una respuesta.
Una fe que no surgiera de la sinceridad absoluta consigo mismo y del amor
profundo de la verdad, sino más bien del influjo ambiental o de los
convencionalismos sociales, sería creencia sin fe, la contradicción de una fe sin fe.
La disposición interior de la búsqueda de la verdad es la que distingue la fe
auténtica del fanatismo y del convencionalismo: la conversión radical del corazón.
Y esta actitud constituye permanentemente el alma de la fe. El creyente no puede
mantenerse f ¡el a su fe sino dentro de la pregunta radical «por qué creo» y «qué
creo». La fe, pues, no solamente está abierta a la pregunta radical sobre el sentido
último de la existencia, sino que exige esta pregunta para ser fe auténtica y
comprenderse como tal. El conocimiento trascendental (conciencia de la opción-
asentimiento) y categorías (motivo de la opción y contenido del asentimiento)
implicados en la fe, llevan en sí mismo todas las exigencias de la pregunta última.
La fe busca la comprensión radical de sí misma: exige el «comprender».
La instancia de Heidegger parece suponer que la cuestión del sentido último de la
existencia tiene lugar únicamente en el plano del conocer. Pero esto es
precisamente lo que una Filosofia de la existencia no puede admitir. Cuando se trata
de esta cuestión radical, el hombre está ya comprometido; no puede deshacerse de
sí mismo, desdoblándose en puro objeto de su reflexión. Es ilusoria la situación
neutral de una «razón pura» ante la pregunta última sobre mi existencia y mi
destino. La diferencia entre el creyente y el no-creyente no está por consiguiente
entre una búsqueda de la verdad, condicionada por el prejuicio de la opción de la fe,
y la búsqueda sin fronteras, sino entre una opción de fe y una opción abierta a la fe
o de no-fe. Y entonces la diferencia se encuentra en el plano de la existencia total y
no en la dimensión parcial del conocer.
Si la fe supone, implica, y exige la función propia de la razón, esto no quiere
decir que la relación entre las dos sea la del complemento mutuo o de la pacífica
convivencia. Queda una tensión insuprimible entre la inmanencia de la razón en la
fe y la trascendencia de la fe

S. S. Tomás, S. Th. II-II, q. 8@ a. 8, ad 2.


Teología, _filosofía j, ciencias hwnanas 129

respecto de la razón: es una dialéctica interna de la continuidad en la


discontinuidad, y viceversa. La razón condiciona a prior¡ la posibilidad de la fe,
pero no es la medida de la fe. Ni reducción de la revelación y de la fe a la razón (a
la autocomprensión del hombre: inmanentismo destructor de la revelación y de la fe
cristiana), ni extrinsecismo total de la razón respecto a la fe. La conversión es un
«salto» cualitativo, que la razón puede comprender de algún modo, pero no
provocarlo ni explicarlo. Ante el contenido de la fe (el misterio de Dios en Cristo)
la razón (inmanente en la fe) se encuentra en la situación de una cierta «alienación»
entre la necesidad de comprender lo creido (norma de la no-contradicción) y la
imposibilidad de eliminar toda sombra de lo no-inteligible: tensión entre la
autonomía de la razón y la heteronomía de la fe.
La fe supone, implica y exige la autonomía de la razón; la reconoce, pero no la
funda. Es la razón misma la que funda su propia autonomía. La fe supone una
razón autónoma, fundamentalmente abierta por sí misma al acontecimiento eventual
de la revelación de Dios en la historia (Cristo). No impone límites a la razón, ni
puede demostrar a la razón sus límites; pero puede ayudarle a que ella misma se dé
cuenta de sus límites y se abra a horizontes nuevos (conceptos de persona, libertad,
historicidad). Es la razón misma la que lleva su propia limitación ante la pregunta
del sentido último de la existencia, que la pone inevitablemente ante el misterio,
Dios. Pero si la razón pretende dominar este misterio y se juzga así como capaz de
decir la última palabra sobre Dios (sea en la posición atea o en la deísta), entonces
la fe no puede discutir esta pretensión de la razón sino entrando en el campo mismo
de la razón. Solamente una reflexión del espíritu humano sobre sí mismo podrá
mostrar a la razón su apertura al «hipotético-necesario» de la revelación cristiana 9.
En conclusión: la revelación y la fe suponen, implican y exigen (como condición
permanente) el ser espiritual-finito del hombre, como sujeto consciente y libre,
capaz de pensarse y poseerse aut¿)nomamente según los «a prior¡» constitutivos de
su espiritualidad finita. En lu ar de suprimir o disminuir la autonomía del espíritu
humano,

9
la revelación y la gracia la exigen e implican en nombre de su misma
trascendencia e inmanencia. Lo permanente e insustituible humano es condición
trascendental de posibilidad de la divinización del hombre (gracia de Cristo,
revelación, fe).

3. Como «fides quaerens intellectum» la teología tiene la tarea esencial de hacer


del conocimiento precientífico de la fe un conocimiento «científico», es decir,
exacto, crítico, metódico y (en la medida
9. Cf. H. Bouillard, Blondel et le christianivme, Paris 1963, 82-128.
130 Teología, filosofía yy ciencias hwnanas

de lo posible) sistemático. Es una reflexión humana que va de la «fldes» hacia el


«intellectus», del «creer» al «comprender». Por consiguiente, al examinar los
diversos aspectos de la relación entre la fe y la razón, se ha dicho ya lo fundamental
sobre la relación entre la teología y la filosofía. Pero no todo.
Para proceder con la debida claridad, conviene extender la distinción entre la
«fides qua» y la «fides quae», no solamente a la misma razón «<pensée pensante» y
«pensée pensée» de Blondel), sino también a la teología y a la filosofía (reflexión
teológico y contenido teológico; reflexión filos¿)fica y contenido, o sistema
filosófico). Se examinará en primer lugar la relación entre la reflexión teológico y la
filosófica (es decir, al nivel de las dos como «pensée pensante»).
La reflexión teológico supone la capacidad humana de una reflexión filosófica. La
teología no podría buscar la comprensión radical de la fe y del sentido último de la
existencia cristiana, si el hombre no fuera radicalmente capaz de buscar el sentido
último de su existencia, es decir, de hacer filosofía. Si la fe puede reílexionar sobre
sí misma y darse inteligibilidad humana (es decir, crear teología), es porque la razón
(capacidad de reflexión filosófica) está ya presente al interior de la misma fe.
La teología no puede cumplir su tarea de «fldes quaerens intellectum» sino
confrontando la comprensión que la fe tiene de sí misma y de la existencia cristiana
con la comprensión que el hombre tiene de la existencia humana. En su intento de
responder a la pregunta radical del sentido último de la existencia en la fe está ya
inevitablemente ante la pregunta del sentido último del hombre, del mundo y de la
historia. Al tratar de comprender la revelación y la gracia como revelación y gracia
de Dios al homhre, la reílexi¿)n teol¿)gica no puede menos de preguntarse qué es lo
que hace del hombre un posible destinatario de la revelación y de la gracia, y llegar
así al problema radical de las estructuras constitutivas del hombre como «espíritu -
en el mundo»: en su misma comprensión humana de la fe, la teología desarrolla
necesariamente una antropologíafilosó a (no meramente científica o
fenomenológica).
La reflexión f-ilos¿)fica constituye un momento interno permanente (intra-
estructura) del pensar teológico. La teología no podrá cumplir las exigencias de una
comprensión de la fe hasta el fondo, sino preguntando críticamente, pensando
metódicamente y buscando la elaboración sistemática del contenido de la
revelación, es decir, haciendo filosofía. Una teología, que pretendiera prescindir de
las exigencias de una auténtica reflexión filosófica, sería víctima de una filosofia
acrítica y bastarda: de una pseudof-ilosofia no puede resultar sino una
pseudoteología. La reflexión teológico implica pues en sí misma la reflexión
filosófica.

Teología, -filosofia.i, ciencias hwnanas 131


En su necesidad de una filosotia auténtica, la teología reconoce la autonomía de la
reflexión filosófica, como aplicación autónoma de la razón a sí misma. La filosoria,
o es autónoma, o no es filosofía. No es pues la teología la que funda la autonomía
de la filosofía, sino la filosofía misma. La teología no es posible sin la filosofía;
pero no viceversa. La teología puede sin embargo presentar a la filosofía cuestiones
que ella misma no hubiera descubierto y que la estimularán en su reflexión
autónoma. La clásica denominación de la filosofía como «ancilla theologiae» debe
pues ser abandonada definitivamente. La filosofía puede ser considerada como
«ciencia auxiliar» de la teología, no en el sentido de «ciencia subordinada», sino de
ciencia fundamental e independiente que condiciona permanentemente la posibilidad
de la reflexión teológico.
Si la fe no puede imponer límites a la razón, tampoco la teología puede «a prior¡»
en nombre de la fe imponer límites a la filosofia. Solamente entrando en el campo
de la reflexión Filosófica podrá lograr que la filosofía misma compruebe sus propios
límites, como también su apertura fundamental a una eventual revelación de Dios en
la historia.
La ayuda de la filosofía a la teología implica un inevitable condicionamiento de la
teología por la filosofía; un condicionamiento que no es sin consecuencias decisivas,
riesgos y conflictos para la teología.
Al recurrir a la filosoria, la teología entra en el campo de lo humano y discutible;
tiene que aceptar la fragilidad y la limitada certeza (más frecuentemente mera
probabilidad) de la filosofía misma. Aunque parte de la certeza privilegiada de la fe,
sale de ella para convertirse en una certeza humana (desnivel de la teología respecto
a la fe). Por eso el teólogo debe tener una conciencia critica de la modestia de sus
resultados, al intentar comprender con la razón humana el misterio de la revelación
de Dios en Cristo.
De condición de la comprensión humana de la fe (teología), la filosofia puede
fácilmente pasar a ser medida de la teología y reducción (en el caso extremo,
absorción) de la misma fe. Es el riesgo amenazador de toda teología que subraya la
«inmanencia» de la revelación en el espíritu humano. (Si Blondel y Rahner han
sabido evitar este riesgo, no así el «modernismo» católico, ni en el campo
protestante Hegel, Schleierm@icher, Bultmann). La reflexión filosófica, implícita
en la teología, está dirigida por la «intencionalidad de la fe» a la comprensión de la
misma fe. La teología, aun cuando entre en el campo de la filosofía, integra la
misma reflexión filosófica en su tarea propia de comprender la fe.
La presencia interna de la filosofía en la teología crea una situación conflictiva
entre las dos. La tendencia a armonizarlas a toda costa es ilusoria y acabará por
sacrificar la una a la otra. Si el teólogo
132 Teología, jilosojia -i, ciencias humanas

necesita entrar en el campo de la filosot-ia para mostrar que el hombre en las


dimensiones constitutivas de su espíritu está abierto a una eventual revelación de
Dios, debe hacerlo respetando todas las exigencias de una reflexión filosófica
autónoma. La tensión entre la teología, que parte de la fe en lo que trasciende la
razón, y la filosofia guiada por la sola luz de la razón, exige de las dos un diálogo de
plena honradez intelectual; solamente así podrán progresar en su mutua
comprensión, aunque sin lograrla plenamente. En este diálogo se llegará
inevitablemente al problema crucial de la autosuficiencia de la filosofía o de sus
propios límites (no los que le impondría la fe o la teología, sino los que ella lleva en
sí misma), es decir, de su imposibilidad de evitar la cuestión de Dios, ni de darle una
respuesta sin reconocer que la razón humana no puede disponer de Dios mediante
sus propios cálculos.
«Ninguna filosofía puede ser impuesta a la fe. Esta trasciende los diversos
sistemas filosóficos. Pero no todas las filosofías son compatibles con ella». Estas
palabras de H. Dumery 10 expresan sintéticamente la relación de la fe (y, por
consiguiente, de la teología) con los diversos sistemas filosóficos.
La revelación y la fe tienen lugar dentro de un conocimiento prefilosófico; no
implican ninguna determinada filosofía y por eso su comprensión científica (la
teología) está abierta a filosofías diversas. La fe no es competente por sí misma
para enjuiciar el método o la lógica de un determinado sistema filos¿)Cico; no podrá
intentarlo sino entrando en el terreno de la reflexión filosófica, es decir, haciendo
teología. Pero la fe, en la fidelidad a sí misma, no podrá menos de constatar la
contradicción entre su contenido (explícito o implícito) y algunas afirmaciones
filosóficas. Tal contradicción no es una prueba científica de la falsedad de esas
afirmaciones; para mostrar su falsedad, la fe deberá una vez más desarrollarse en
teología.
Esto quiere decir que no puede ser impuesto a la teología católica ningún
determinado sistema filosófico. En su relación a los diversos sistemas filosóficos la
teología no tiene otra norma que su misma función esencial de comprensión radical
de la fe 1 1.
En su misma estructura formal la fe cristiana es encuentro personal del hombre
con el Dios de la gracia, que se ha revelado en la historia. La teología, en su tarea
de expliciir la fe, halla ya en la misma fe la libertad de Dios y su trascendencia sobre
el mundo, la libertad del hombre y su apertura radical a una eventual revelación de
Dios.

10. H. Dumery, Critique et religion. Probléme tle méthode en philosophie de la


religion, Paris 1957, 227.
11. En la encíclica Aeterni Patriy (1879), León XIII se limitó a recomendar la
filosofía tomista, dentro de condiciones muy precisas (DS. 3140).

Teología, filosofía y ciencias humanas 133

He aquí los puntos fundamentales de¡ «patrimonium philosophicum perenniter


validum» de toda teología católica 12, que exigen serjustificados ante los sistemas
filosóficos de tipo «naturista» (la realidad concebida como proceso necesario de la
materia o del espíritu) deísta o ateo, y por consiguiente inconciliables con la fe
cristiana.
Pero, como será dificil integrar totalmente un determinado sistema filosófico en la
reflexión teológico, lo será también excluir totalmente de ella los otros. Aun los
sistemas filosóficos, expresamente o lógicamente ateos, pueden ofrecer a la teología
aspectos válidos de reflexiones parciales, problemas, puntos de partida, método, etc.
Si la teología católica del pasado se ha desentendido de toda una serie de sistemas
filosóficos con el cómodo expediente de declararlos totalmente inaceptables para la
fe cristiana, se impone hoy día superar esta actitud estrecha, cuya primera víctima
sería la misma teología. El cristianismo actual no puede evitar el desafio de las
filosofías modernas ateas o agnósticas. La teología debe tomarlas seriamente en
consideración, si quiere hacer creíble el mensaje cristiano al hombre de nuestro
tiempo; pero al mismo tiempo será consciente del riesgo de una trasposición acrítica
de determinados sistemas filosóficos (Hegel, Heidegger, Bloch) dentro de la
comprensión de la fe cristiana.

4. Siquierecumplirsutareadehacerelmensajecomprensibleal hombre de nuestro


tiempo (es decir, como servicio eclesial), la teología debe situarse dentro de la
cultura actual de la humanidad. Solamente así podrá presentar la revelación
cristiana como palabra de Dios en nuestro momento histórico. Esta exigencia
implica graves consec uencias para la teología actual en su relación con la Filosofia.
A causa de la secularización creciente, la teología deberá ocuparse ante todo de la
cuestión radical: ¿es hoy día posible creer en Dios y creer en Cristo? El problema
actual de la fe (de los que creen, de los que dudan, de los que buscan la fe y aun de
los que la niegan) no es tanto si se puede creer éste o aquél dogma, sino
simplemente sí es posible creer en Dios y en Cristo. De aquí la importancia de una
antropología filosófica que haga inteligible la actitud de la fe como cumplimiento
auténtico del ser del hombre, y que realice el núcleo del mensaje cristiano con lo
que el hombre lleva y vive en lo más profundo de sí mismo. Esta es la
anthropologiy(-he Wende (viraje antropológico) de K. Rahner, no como reducción
del mensaje cristiano a la autocomprensión del hombre (Bultmann), sino como
intento de comprender la revelación cristiana en su inderivable originalidad
(transcendencia) y en su correspondencia a lo que el hombre vive y sabe de sí
mismo.

12. Concilio Vaticano II, Decreto sobre la f@rmación sacerdotal, n. 15.


134 Teología, filosojia j, ciencias humanas

Puesto que la teología está referida a un mensaje y a las fórmulas en que ha


cristalizado la comprensión eclesial del mismo, necesita absolutamente de una
filosofía de la interpretación (hermenéutica) y del lenguaje. La teología católica es
cada vez más consciente de que en este campo se decide su futuro. Es urgente
comprender y expresar en un lenguaje significativo lo ftindamental de la fe cristiana,
la resurrección de Cristo y su filiación divina.
El neopositivismo científico ha contribuido a crear una actitud bastante general de
desconfianza respecto de la metafisica: se habla ya del «fin de la metafísica».
Ciertamente están en crisis determinadas filosofías «esencialistas». Por otra parte
adquiere cada vez más importancia la filosofia de la historicidad y del devenir
histórico, que se presenta como más apropiada para comprender el mensaje
cristiano en su carácter específico de revelación de Dios en la historia. ¿No es el
Dios de la revelación cristiana el que está viniendo y el que ha de venir, el porvenir
absoluto de la historia? Y, entonces, ¿no necesita hoy la teología una «ontología
escatológico», una comprensión de Dios como la «potencia del futuro»? (Macht der
Zukunft: Pannenberg), ¿No aparece así el futuro como «paradigma de
trascendencia»'., (Moltmann). La teología no puede menos de tomar en serio esta
nueva problemática filosófica (no exenta de graves interrogantes), que en el fondo
no parece incompatible con una metafísica (depurada) del ser, sino que por el
contrario pone al descubierto un aspecto importante de la misma. ¿No es
precisamente la apertura fundamental e ¡limitada del hombre al ser la que constituye
el horizonte a . priárico de la historicidad y del devenir histórico, que por eso queda
siempre abierto en sí mismo al futuro trascendente, como gracia absoluta, Dios?
La teología católica no puede hoy día desentenderse del pluralismo de las diversas
concepciones filosóficas sobre la existencia humana, el mundo y la historia. Es una
situación nueva que contribuye a enriquecería; pero implica inevitablemente un
nuevo pluralismo teológico y hace más dificil el intento de una comprensión
sistemática de la fe. Estamos en un momento de búsqueda de caminos nuevos, con
todas las exigencias y los riesgos de tal empresa; exigencias de una mayor libertad
(que quiere decir mayor responsabilidad) y riesgo de aventiiras fáciles hacia una
problemática acrítica. No se puede olvidar que la reflexión teológico está al
servicio de la iglesia, comunidad de la fe.
El Vaticano 11 ha insistido en la necesidad de que la teología tenga en cuenta la
diversidad de culturas del mundo actual 13; en un mundo,

13. Ibid.,Constilu(iónáobrelaiglesiaenelniundoa£tual,n.44.57.62:Decretosobre
la a¿-tividad misionera de la iglesia, n. 22@ Decreto sobre lajórmación
sacerdotal, n. 15-16.
Teología, filosofía y, ciencias h-anas 135

que comienza a tomar conciencia de la unidad de nuestro planeta, la teología debe


extender su mirada más allá de la cultura occidental: «la teología futura de la iglesia
será cada vez menos, como lo era hasta ahora, la teología de una sociedad
culturalmente regional..., será la teología de una iglesia mundial, que no podrá
obviamente apoyarse en una determinada cultura ... » 14.

Hay indicios (falta una información completa) de que la formación filosófica, que
reciben los estudiantes de los centros teológicos, es muy débil y de que no pocas
veces la unificación en un mismo programa de las disciplinas teológicas y filosóficas
ha sacrificado las exigencias y el método mismo de la filosofia. ¿Nck se corre así el
riesgo del biblicismo y del positivismo teológico, y (lo que es más grave) de el
ateísmo de nuestro tiempo ¿no es hoy un larvado fideísmo? Ante

día más necesaria que nunca una auténtica formación filosófica?


Sería conveniente examinar por qué la mayor parte de los estu-
diantes de los institutos teológicos (facultades, seminarios) sienten una fuerte
alergia ante la filosofía. ¿Tal vez han quedado desilusionados de la formación
filosófica recibida? ¿No se les ha enseñado frecuentemente una filosofía pobre y
anticuada?
Tal vez se podría pensar en la necesidad de un curso introductorio a la formación
filosófica, en que se explicara la situación del creyente ante la filosofía, la necesidad
de confrontar la fe cristiana con las concepciones filosóficas modernas, la relación
de la teología con la filosofía.

5. En su tarea de hacer inteligible la revelación cristiana para el hombre de


nuestro tiempo, la teología debe darse cuenta de la importancia primordial de las
ciencias y de la técnica en la cultura actual. Es un fenómeno que no se limita a los
grupos más cultivados, sino que está ganando terreno en las mismas masas
populares. El resultado más importante del progreso científico y técnico es el
cambio profundo de mentalidad hacia una comprensión nueva de la relación del
hombre al mundo y a la historia, y por consiguiente del hombre mismo. El cambio
de la autocomprensión del hombre exige una comprensión nueva del mensaje
cristiano. En esta instancia de las ciencias a la teología se pueden señalar los puntos
siguientes:
a) la mentalidad científica, hoy dominante, tiende espontáneamente a hacer del
método y de la certeza propios de las ciencias el prototipo de todo otro modo de
conocer la realidad y de toda otra certeza. Si admite otras formas de conociríiiento,
las piensa como inferiores al conocimiento científico y difícilmente les reconoce
carácter universal; desconfia especialmente de toda afirmación de orden
14. K. Rahner, Schrijien zur Theologie X, Einsiedeln 1972, 45.
136 Teología, filosofía y ciencias hwnúnas

metaempírico (Filosofia y teología). Aquí está la instancia radical de las ciencias a


la teología. Será necesario mostrar que no se puede aplicar «a todos los campos y
todas las situaciones lo que no es legítimo y fecundo sino en el campo de lo
empíricamente verificable» 15: el «principio de la verificabilidad» debe tener en
cuenta la analogía de la verificación aun dentro de las mismas ciencias. Pero al
mismo tiempo la teología deberá tomar en serio la tarea de buscar en la experiencia
de la existencia humana el sentido de la revelación cristiana como respuesta a las
preguntas fundamentales del hombre. Solamente esta verificación (que presenta un
carácter totahnente especial) permitirá al hombre moderno percibir el mensaje
cristiano como un lenguaje significativo para él: «pretender que los hombres...
acepten la revelación, antes de que por sí mismos la hayan percibido como la
definición de su experiencia y la profundidad de su orientación, es pedir algo que
parece cada vez más vacío a una generación educada en una visión empírica de
toda realidad» 16. Por otra parte la mentalidad prevalentemente científica del
hombre moderno siente como extrañas no pocas representaciones y expresiones,
incorporadas en las fórmulas dogmáticas, que provienen de una visión superada del
mundo y por eso carecen de significado en el contexto cultural de nuestro tiempo.
La historicidad y la relatividad del conocimiento humano a un determinado
contexto cultural exige no solamente una reformulación sino una reinterpretación
permanente del contenido de la fe. La exactitud del lenguaje y el rigor en la
comprobación de toda proposición representa una instancia constructiva de las
ciencias a la teología.

b) El progreso científico y técnico de nuestro tiempo ha contribuido al


crecimiento de la «secularidad» e implica (como la secular¡dad misma) un aspecto
positivo y otro negativo, inseparables entre sí. El dominio de la naturaleza por las
ciencias ha desacralizado el mundo, despojándolo definitivamente de lo
«numinoso»; de este modo ha desalojado a Dios de donde realmente no estaba y
ha contribuido a una comprensión más depurada de la trascendencia del Creador
sobre el mundo. Pero al mismo tiempo ha suscitado en el hombre una conciencia
nueva de su poder sobre el mundo y sobre la historia, llevándole a pensar que un
día podrá llegar a ser señor de su futuro. He aquí la tentación más grave del
progreso de las ciencias v de la técnica: la de limitar el sentido de la existencia
humana dentro d@e la relación del hombre al mundo y a la historia, con la
exclusión radical (teórica o práctica) de la cuestión misma de la trascendencia.
Esta tentación es reforzada por la tendencia espontánea de las cien-.

15, J. Ladriére, L'artit ulation du sená, Paris 1970, 162.


16. A. T. Robinson, La nouvelle réj¿)rme, Paris 1968, 41.
Teología, filosofía j, ciencias hwnanas 137

cias a considerar la verificación empírica como la garantía única de todo


conocimiento hwnano. Se está oscureciendo de un modo alarmante en la
hwnanidad el horizonte de la trascendencia 17. Una teología que no tomara en seria
consideración este aspecto del proceso de la secularización sería una teología de
museo. Una vez más aparece aquí la instancia que las ciencias representan para la
teología en la búsqueda y en la verificación del sentido de la revelación cristiana
para el hombre moderno.
e) Es demasiado conocido que en el pasado ha habido serios conflictos entre las
ciencias y la teología (y aun la misma fe). Estos conflictos han sido saludables para
la teología, que ha aprendido así concretamente a conocer mejor la verdad propia de
la revelación cristiana y por consiguiente los límites de la teología misma. En
nuestros días la situación de conflictividad entre la teología y las ciencias ha
experimentado una notable mejoría. La teología es plenamente consciente de la
autonomía de las ciencias y sabe que dentro de su método y de su campo propio son
religiosamente neutras: no es de su competencia el problema del sentido último de la
existencia humana ni la realidad como totalidad, ni por consiguiente el problema de
Dios. Las ciencias mismas se van dando cuenta de los límites que les impone su
propio método. Pero sería ingenuo pensar que esta delimitación teórica entre el
campo de las ciencias y el de la teología (y de la misma fe) garantiza la exclusión de
conflictos concretos en el futuro. Los habrá inevitablemente, porque la fe y la
teología no pueden desvincularse totalmente de una determinada visión del mundo y
tienden así espontáneamente a invadir el dominio de la ciencia; por su parte la
ciencia dificilmente prescinde de una filosofía implícita: en la ¡m investigación de lo
empírico el espíritu humano puede repr ir su tendencia a comprender lo que está
más allá de la experiencia concreta. La teología no debe temer los conflictos nuevos
con los resultados de las ciencias, porque le ayudarán a conocer mejor la distinción
entre la ciencia y la fe, y por consiguiente la misma fe; la impulsarán a esclarecer
mejor qué significa saber y qué significa creer, y a examinar si una determinada
cuestión pertenece o no a la fe. El contenido y la estructura misma de la fe recibirán
así una nueva luz.
el) El progreso científico ha modificado definitivamente la relaci¿)n de la teología
con la filosofía. Antes era la filosofia la representante principal (por no decir única)
del saber profano ante la teología; en el futuro la teología tendrá como interlocutor
insustituible las ciencias naturales y humanas, que se consideran plenamente
autónomas respecto de la filosofía en sus métodos y problemas, y no

17. Cf. F. Russo, Les scien¿-es devant f athéisme: Seminarium 12 (1972) 922-934.
138 Teología, filosofía y ciencias hwnanas

reconocen a la filosofía otra función que la de analizar las estructuras


formales y fundamentalmente homogéneas de las diversas ciencias.
El pluralismo filosófico, que condiciona la teología actual, proviene en gran
parte del ampliamiento notable de la experiencia humana, conseguido por las
ciencias. Los métodos y resultados de la ciencia moderna han contribuido a la
crisis de la metafísica tradicional, privándola de sus fundamentos cosmológicos y
antropológicos. Pero el resultado más serio del progreso científico ha sido el haber
hecho problemática, en frase de P. Ricoeur, «la síntesis filos¿)fico-teológica de lo
verdadero» 18. La reflexión filosófica se ha hecho más ardua y menos cierta. El
paso a la trascendencia es ahora más exigente y crítico; se presenta como una
opción sin continuidad evidente con la comprensión que el hombre tiene de sí
mismo 19.
Frecuentemente la teología podrá y deberá dialogar directamente con las
ciencias, sin pasar por la mediación de la filosofía. Pero en la cuestión
fundamental de la posibilidad de conocer la realidad metaempírica y de la
legitimidad de la cuestión misma de la trascendencia, la teología necesita
absolutamente de la filosofía ante la instancia de la verificabilidad experimentar
propia de las ciencias. Solamente la filosofía puede discutir con las ciencias sobre
los límites insuperables que les imponen su mismo método y mostrar así que la
cuestión del sentido último de la existencia humana, de la realidad como totalidad
y del futuro de la historia, está fuera de las posibilidades de la investigación
científica. Pero la teología deberá tener en cuenta que la relación entre la filosofía
y las ciencias es un problema, «que retrasa sin cesar sus fronteras, porque el
progreso mismo de las ciencias permite plantearlo de un modo siempre más
exacto» 20.

6. Recordemos una vez más que el destinatario de la gracia cristiana es el


hombre; que la revelación y la fe implican (como una dimensión esencial) el
conocimiento humano de Dios y la expresión de este conocimiento en un lenguaje
determinado; que la teología no solamente tiene por objeto la existencia humana y
la dimensión humana cognoscitivo-expresiva de la revelación y de la fe, sino que
ella misma es un tipo particular de conocimiento humano y por eso necesita de un
lenguaje propio. Por otra parte no se puede olvidar que la revelación y la fe (y por
consiguiente la teología) no son un acontecimiento meramente personal, sino
también comunitario-eclesial. En su aspecto visible e institucional la iglesia es una
realidad

18. P. Ricoeur, Histoire et vérité, Paris 1955, 167.


19. Cf. C. Geffré, Les courants actuels de la recherche en théologie.- Al,enir de
la
théologie, Paris 1968, 59; Id., Un noz4vel-age de la théologie, Paris 1972, 67-82.
20. J. Ladriére, Con(@tpis s(ientifiquies et idées phil(@sophiques, en La relatilité
de
notre connaissance (Louvain 1948) 104.

Teología, filosofía y ciencias hwnanas 139

social, que tiene una historia, y por consiguiente no puede sustraerse al análisis
sociológico. Estas observaciones muestran la importancia particular de las ciencias
humanas para la teología. Sin ellas no es posible saber qué es el hombre en su
dimensión personal (conciencia) y social, y por consiguiente comprender las
estructuras humanas de la revelación, de la fe, de la existencia cristiana y de la
misma iglesia. La necesidad de recurrir a las ciencias humanas se ha impuesto
obviamente en las cuestiones de la praxis cristiana (teología moral y pastoral).
Basta citar un ejemplo: la solución de los graves problemas de la ética matrimonial
exige tener en cuenta los resultados de toda una serie de ciencias humanas:
demografía, biología, psicología, condicionamientos económicos, contexto
sociológico, ciencias de la educación, etc. Pero sería un error limitar a este campo
la importancia de las ciencias humanas para la teología. Es ante todo la teología
sistemática (fundamental y dogmática) la que necesita tomar contacto con las
ciencias humanas, especialmente con el análisis del lenguaje, con la «psicología del
profundo» y con la sociología.
a) El «positivismo I¿)gico», que tiene sus orígenes en G. F. Moore y B. Russell,
y se desarrolla en el llamado «Círculo de Viena», busca en el análisis lógico y en la
verificación empírica del lenguaje la base ideal para todo conocimiento. Se intenta
así, a través del análisis del lenguaje, liberar la mente humana de todo «hechizo»
( Verhexung), a saber, de todo lo que las proposiciones contienen de noverificable:
no decir nada, s¿no aquello que se puede decir: sobre todo aquello de lo que no se
puede hablar, se debe callar. Pero ya el «primer» Wittgenstein (el del Tractatus
logico-philosophicus) admite implícitamente que puede darse un lenguaje capaz de
expresar de algún modo «lo místico», «lo inefable» (la pura facticidad de lo real): un
lenguaje diverso del lenguaje científico, pues éste puede decir solamente cómo es el
mundo. El «segundo» Wittgenstein (el de las Philosophi'sche Untersuchungen)
añade algo nuevo e importante: es preciso tener en cuenta no solamente el
significado de las palabras, sino también su empleo concreto en los diversos
contextos posibles: cada afirmación tiene su propia lógica. El mundo se nos da
siempre dentro d. la interpretación del lenguaje corriente. El lenguaje es una
actividad humana, que tiene lugar en diversos contextos de situación y acción: es
una «forma de vida». Por eso, según los diversos contextos vitales, el lenguaje
sigue reglas diversas, que deben ser analizadas según el uso del lenguaje en
determinadas situaciones. Las palabras y las proposiciones son «acciones de
hablar», cuya diversa función implica un significado múltiple. Es pues posible una
pluralidad de lenguajeS21.

21. L. Wittgenstein, Tractatus logito-philosophicuy, Freiburg 1960, 6. 44; 6. 53; 6.


522; 7; Philosoph¿vche Untersuchungen, Oxford 1968. 7.19.23.87.88.98.99.109.
140 Teología, filosofía y ciencias hwnanas

A. J. Ayer, inspirándose en las ideas de B. Russell y del «primer» Wittgenstein, y


adaptándolas con la inevitable simplificación a la comprensión del gran público,
llegó a afirmar que las proposiciones teológicas (examina en concreto la proposición
fundamental «Dios
existe») no pueden ser verificadas de ningún modo por la experiencia
sensible y por eso son puramente tautológicas y carentes de todo
significado: « ... el término dios es un término metafísico... y por eso no
puede ser ni siquiera probable que un dios existe. Porque decir que Dios existe es
construir una expresión metafísica, que no puede ser ni verdadera ni falsa» 22.
Muy pronto se presentaron varias objeciones fundamentales contra el «positivismo
lógico» (no solamente de parte de los filósofos, sino también de varios científicos):
la formulación del «principio de verificación» carece de la necesaria precisión: el
significado mismo del «principio» no puede ser justificado ni como proposición
evidente en sí misma, ni como verificable en la experiencia sensible (y, entonces, si
no es una proposición tautológica, ¿será una proposición metafisica?).- el
«principio» no correyponde a la totalidad del lenguaje humano, porque elimina
apriori un campo importante del mismo, a saber, nada menos que todas las
expresiones de la actividad interior del pensar humano y de la experiencia vital
específicamente humana. Pero se comprendió al mismo tiempo que el nuevo
análisis del lenguaje representaba una instancia ineludible para la justificación de la
validez de toda afirmación filosófica y teológico: el lenguaje de la fe, aunque posea
caracteres propios, no puede ser totalmente ajeno al lenguaje profano, basado
preponderantemente en la experiencia de los sentidos. Se imponía pues la tarea de
una análisis del lenguaje religioso, para liberarlo de toda expresión carente de
significado.
Durante los últimos veinte asíos se está desarrollando en Inglaterra y en Estados
Unidos una fecunda discusión entre el análisis del lenguaje del «positivismo lógico»
y la teología protestante. Teniendo en cuenta la observación de Wittgenstein, de que
una misma proposición puede tener diversos significados según su diverso empleo,
ha notado J. L. Austin que la expresión misma de una proposición es la posición de
una acción, que tiende a producir en el oyente un determinado efecto (aspecto
«performativo» del lenguaje). Una proposición puede tener el carácter de mera
información «<acto locucional»); pero puede implicar y expresar un acto de
promesa, de advertencia, de amenaza, etc «<acto ilocucional). Es el empleo
concreto de la proposición el que determina el aspecto «performativo» propio de

22, A. J, Ayer. Language. Truth and Logic@. London 1964. 102-120,


Reconociendo expresamente su dependencia de Wittgenstein, Ayer cita únicamente
el Tractatu-v I()git-ophilosophit-ttv (Ibid., 31.34.71.84).
Teología, filosofía y, ciencias h--as 141

ella. Entonces el sentido mismo de la proposición debe ser considerado, no tanto en


su verdad o falsedad, sino según que su efecto sobre el oyente se logre o se malogre
23. J. L. Searle ha analizado ulterionnente el acto de hablar, en cuanto implica que
la persona que habla se compromete en una determinada actitud. El acto mismo de
hablar supone pues una motivación; el lenguaje religioso tiene su motivación propia,
en cuanto responde a la experiencia religiosa que exige una actitud en la
interpretación de la realidad total del mundo y de la vida misma del hombre 24
Aplicando estas reflexiones al lenguaje bíblico, D. Evans ha clasificado los diversos
aspectos «performativos» del MISMO 25.
Los escritos de 1. T. Ramsey representan a mi parecer la más valiosa contribución
en este campo 2,1 . Reconoce Ramsey que A. Mclntyre tiene razón al afirmar que el
lenguaje teológico no puede ser comprendido totalmente sino al interior de sí
mismo: el teólogo vive en la actitud de la «entrega total» propia del creyente,
radicalmente diversa de la actitud del científico ante el mundo de la experiencia
sensible; pero advierte acertadamente que la teología no puede menos de tener en
cuenta la conexión, que realmente se da entre su lenguaje y la experiencia sensible.
Lo que pasa es que la teología no puede quedar reducida a lo empíricamente
verificable, pues se basa también en la vivencia de la subjetividad, que condiciona la
misma experiencia sensible. En la autopresencia de la conciencia humana se abre
un horizonte de comprensión, que trasciende lo meramente empírico: la proposición
«yo existo» contiene indicios lógicos válidos para el análisis lingüístico de la
proposición «Dios existe». El lenguaje teológico está ubicado en una situación, que
implica lo empírico, pero también algo más que lo empírico: la experiencia de una
apertura «<disclosure») a una profundidad nueva y de una responsabilidad total: la
actitud personal del abandono y del don de sí mismo. El lenguaje religioso contiene
un aspecto de relación objetiva; pero es ante todo «invocativo». Dentro de este
contexto vital tiene su coherencia lógica y su verificación propia 27.

23. J. L. Austin, Hom@ to do things vt,ith @ords. The W. James Lectures


delivered in Harward University in 1955. Edited by J. 0. Ur-mson (London 1962);
Phiiosophical Papery (Oxford 1961): Performatii,e-Constatii,e and contributions
to divcussion.- Philosophy and Ordinary Language (Urbana 1961) 22-54.
24. J. L. Searle, Speech acis. An Essay on the Philosophy oj Language,
Englewood Cliffs 1969, 14-18.
25. D. Evans, The Logic ofselj-Involvement, London 1963. Cf. A. Grabner-
Haider, Anali,tische Philosophie und Theologie: ZKTH 91 (1972) 418-432.
2
6. 1. T. Ramsey, Religious language, London 1957; Freedom and
immortalitj,,
London 1960@ Prospect for metaphi-sies, London; 1961: christian
discours, Oxford 1965.
27. 1. T. Ramsey, Reiigious language, 40-52; Theologie und Philosophie ¡m
angelsách-

sischen Bereic-h. RGG VI (31967) 830-838.


Teología, filosojía ciencias hwnanas
142

No se puede menos de reconocer que la teología protestante angloamericana ha


tomado en serio la instancia urgente del análisis del lenguaje, presentada por el
«positivismo lógico», y que está realizando una labor muy notable por purificar el
lenguaje religioso y hacerlo significativo para el hombre moderno 28. La teología
católica no ha mostrado el debido interés a este problema primordial para la
comprensión y expresión de la fe cristiana en nuestros días 29.
b) La «psicología profunda» (Tiefenpsychologie: Freud, Adler, Jung) ha sido
tenida en cuenta por la teología católica casi exclusivamente en el campo pastoral y
terapéutico (dirección espiritual, exameii de la vocación sacerdotal, religiosa o
matrimonial, etc.). Se ha notado que las interpretaciones freudianas del
subconsciente desbordan las fronteras de la experiencia, están condicionadas por
presupuestos filosóficos acríticos y privan al fenómeno religioso de su sentido
originario. Pero no se ha considerado seriamente el desario que el freudismo
representa para la experiencia fundamental de la conciencia, para la fe y su lenguaje;
es decir, para la filosofía y la teología. El psicoanálisis freudiano constituye un tipo
nuevo de experiencia del hombre mismo, un modo nuevo de experimentarse en su
conocer y amar; obliga a la filosofía a una reflexión nueva sobre las estructuras
constitutivas del sujeto humano y sobre las ambigüedades de la conciencia y de las
filosofías basadas en la conciencia 30. Si no se quiere partir de un conocimiento
aproximativo de la conciencia, es indispensable tener en cuenta el análisis freudiano.

Nadie (ni Feuerbach, Marx o Nietzsche) ha hecho una crítica tan radical de la
religión como Freud. En la afirmación religiosa se esconde la estrategia de «la
omnipotencia del deseo», que crea «la nostalgia del Padre». Es una ilusión que
proviene del deseo de reconciliación (culpabilidad) y consolación, y renuncia a ser
confirmada por la realidad: el Padre es la sublimación del deseo, que lo crea para
apoderarse de él y sustituirse a él («super-yo»). Freud ve el origen de la religión en
una neurosis represiva infantil, que un día desaparecerá. El hombre dejará de ser
niño en la medida en que comprenda que no le queda otra salida que la conversión a
lo finito, y tenga el

28. Habria que señalar, entre otras, las obras siguientes: A. Mclntyre,
Metaphy@sical Belieí' London 19571 E. L, M@tsc@ill, Wor(1,@ and image,v
London 1957: D M, High, Language, persons and b(,Iitf, New York 1967@ W.
Horden, In @speaking ofgod, New York 1964; A. Martin, The new dialogue
betvteen philosophj@ and theologi@, New York 1966; 3. Mac-Quarrie, God-Talk.
El análisis del lenguaje j@ la lógica de la teología, Salamanca 1976; J. E. Smith,
E-Yperience and God, New York 1968; R. W. Jenson, The knolt,ledge of thinks
hoped.f¿)r. The sense of theological discours, New York 1969.
29. En el campo católico merecen una mención especial los escritos de J.
Ladriére, L'arti(-ulation du sens, Paris 1970@ La théologie et le langage de
rinterprétation. Rev, Théol, de Louvain 1 (1970) 241-261.
30. Cf. J. M. Pohier. Fn el nombre del Padre, Salamanca 1976, 15 ss.

Teología, filosofía y ciencias humúnas


14
143

valor de decidirse a esta conversión. Como se ve, la interpretación freudiano de la


omnipotencia del deseo toca el núcleo mismo del cristianismo, la experiencia
religiosa de Cristo y del cristiano (la relación al Padre); obliga a pensar si el hombre
no ha creado la religión en un estado de infancia de la humanidad, es decir, si no ha
inventado la imagen de Dios (el Padre), porque entonces no era plenamente él
mismo. «La problemática de la ilusión es intrínseca a la problemática de la fe, una
vez que ésta se refiere al totalmente-Otro; lo cual no quiere decir que la
problemática de la fe sea una problemática de la ilusión ni que el totalmente-Otro
sea una ilusión» 31.
Una confrontación con el freudismo llevaría la teología a una interpretación más
crítica y constructiva de sí misma. En sus magistrales estudios sobre Freud ha
mostrado P. Ricoeur el valor de la experiencia subjetiva (je suis) y de la apertura al
Trascendente, partiendo de los datos mismos del psicoanálisis freudiano 32.
e) Por lo que se refiere a la sociología, la ciencia católica moderna cuenta con
investigaciones de notable valor sobre la conducta y la práctica religiosa y sobre su
condicionamiento por el proceso de la industrialización, de la urbanización, etc. (en
Francia G. Le Bras y F. Boulard). Se trata de estudios de sociología religiosa más
bien que de sociología de la religión 33.

La teología católica presenta una laguna enorme frente a la crítica de las


instituciones religiosas, que provienen de la sociología de la religión (M. Weber, E.
Troeltsch, H. R. Niebuhr, Y. Glock-R. Stark, J. M. Yinger, W. Stark, J. Lenski, E.
Fromm, P. Berger, Th. Luckmann, R. Merton). La eclesiología y la historia de la
iglesia han ignorado hasta ahora este problema. Y sin embargo es evidente la
necesidad de tener en cuenta las aportaciones de la sociología de la religión para
distinguir entre las organizaciones eclesiales originarias y las convencionales, y para
señalar los factores que han determinado la forma histórica concreta de las
instituciones eclesiales y en particular de la jerarquía. No se puede olvidar la
tendencia de toda institución humana (también de la eclesial) a apoyarse en los
poderes
3 1. Ibid., 34 s.

32. P. Ricocur, De rinterprétation. Essai sur Fret¿d, Paris 1965, 407-528; Le


conflit des interprétation.v, Paris 1969, 382-500. Adem,,'ts de la monografía de J.
M. Pohier, cabe señalar en el campo católico las obras de A. Plé, Freud et la
religion, Paris 1968, Freud et la morale, Paris 1969 y algunas páginas de la obra de
A. Vergote, Psychologie relig@e, Bruxelles 1966, 180-200. Pero los escritos
principales de Freud sobre la religión, Totem und Tabu, Die Zukunft einer Illusion,
Der Mann Moses und die monotheistische Religion no

han sido aún estudiados a fondo.


33. «Par la voie des méthodes descriptivas, des dénombrements de la pratique, de
l'analyse et de I'histoire des institutions, cette approche vise surtout á comprendre
les situations concrétes et á orientar l'action religieuse» (H. Carrier, Psycho-
sociologie de rappartenance religieuse, Roma 1960, 16).
144 Teología, Jilosofia j, ciencias humanas

institucionalizados (profanos) y a pactar con ellos. El control de la institución


jerárquica sobre la comunidad creyente corre el riesgo de sofocar la vida del
Espíritu. Como toda institución humana, la estructura jerárquica de la iglesia se ha
inclinado hacia el inmovilismo doctrinal y práctico, y ha acentuado excesivamente el
aspecto institucional de la iglesia con detrimento de su dimensión carismática. El
Vaticano 11 ha elaborado una celesiología renovada, que busca una posición de
equilibrio entre comunidad eclesial e institución jerárquica, primado romano y
colegialidad episcopal. Después del concilio han surgido graves tensiones entre los
organismos de la autoridad central y las comunidades locales, y en general entre las
autoridades jerárquicas y las iniciativas personales o de grupo. Esta situación pone
en evidencia la urgente necesidad de una reflexión teol¿)gica sobre la relación entre
las estructuras institucionales y la ley interior del Espíritu, y sobre el modo de
ejercitar la autoridad eclesial en nuestro tiempo a la luz del evangelio y de la
sociología actual 34. ¿No es necesaria una autocrítica intraeclesial para que las
instituciones de la iglesia se liberen de los elementos que a lo largo de la historia han
tomado de los regímenes políticos del pasado? 35.
d) Durante los últimos diez años se está intentando elaborar una teología del
«cambio social»: teología política, teología de la liberación, teología de la
revolución. Tales intentos (muy diversos entre sí) son tan legítimos como urgentes,
porque el mensaje cristiano de la fraternidad universal y de la esperanza
escatológico (el futuro de la salvación anticipado ya desde ahora en el presente)
debe ser fermento de renovación social hacia un mundo más justo y humano. Pero
hasta ahora ninguno de estos intentos ha logrado concretar exactamente la función
propia del cristianismo en el cambio de las estructuras sociales, porque no se han
tenido en cuenta las complejas exigencias del análisis completo de una determinada
situación histórica (socialeconómico-política).
A veces se recurre acríticamente al análisis marxista de la sociedad, sin preguntarse
siquiera si este análisis es hoy reconocido por las ciencias sociológicas actuales
como el único válido, sin tener presente que es la historia la que tiene la última
palabra ante todo intento «profético» de predecir su curso y que la realidad socio-
económica actual es muy, diversa de la del tiempo de Marx. y sin reflexionar si el
análisis marxista es estrictamente científico o está influenciado por una determinada
concepción filosófica de la historia. La teología debe ser consciente de sus límites.
Puede y debe llegar a proclamar las

34. Cf. A. Greelev, La azitoridad en la iglc,.iia del mañana.- Conciliurn 60


(1970).
35. Cf. R. Mehl,' Ecctesiologie et sociologie.- Rev. Théol. de Louvain 3 (1972)
385-401.
Teología, filosofía j- ciencias hwnanas 145

orientaciones cristianas que exigen cambios estructurales profundos de la sociedad


actual hacia una creciente participación comunitaria en todos los niveles de la vida
humana; pero no puede por sí misma programar en concreto el modo de realizar
esos cambios: aquí debe ceder la palabra a las ciencias sociales.

7. Las reflexiones, que hemos tratado de formular en el presente estudio,


permiten concluir que la teología católica tiene hoy día una tarea particularmente
urgente: la de estudiar a fondo las dimensiones formales de la fe y del conocimiento
teológico. Aparece así en todo su relieve la importancia de la hen-nenéutica y del
análisis del lenguaje. Por lo que se refiere a la primera se han realizado ya avances
considerables, mientras no se ha dedicado aún suficiente atención al segundo.
Se impone actualmente la necesidad de la investigación y del diálogo
interdisciplinares de la teología con la filosofía y con las ciencias; solamente así
podrá la teología situarse dentro de la cultura de nuestro tiempo, para comprender y
expresar el mensaje cristiano de tal modo, que sea palabra viva de Dios a los
hombres en el «aquí y ahora» de nuestro momento histórico 36. Se pone así de
manifiesto la urgencia de organizar congresos interdisciplinares (teología, filosofía,
ciencias), como los realizados ya con excelentes resultados por la
«Paulusgesellschaft» en Alemania y en Francia por el «Centre catholique des
intellectuels fran@ais» 37.
Al Fin de la primera parte de este estudio (número 4) se ha señalado la
conveniencia de una introducción a la formación total filosófico-teológica, en la que
se expusiera el problema de la relación de la fe y de la teología con la filosofía.
Ahora quisiera añadir que esta introducción debería incluir el problema de la
relación de las ciencias con la filosofia y la teología. Más que una información
sobre el contenido de las diversas ciencias es importante para la teología actual una
reflexión sobre los caracteres propios (y diversos) del conocimiento científico,
filosófico y teológico, y sobre el método propio y los límites de las ciencias, de la
filosofía y de la teología, y sobre su relación entre ellos.
Sorprende el hecho de que el nuevo manual teológico Mysterium .@alutiv, por lo
demás tan actual y completo en la problemática teológico de nuestro tiempo, no
haya tratado expresamente y a fondo

36. Sobre este tema puede verse el excelente artículo de J. Ladriére, La


démarche interdisciplinaire et le dialogue Eglise-Monde.- Recherche
interdisciplinaire et théologie (Paris 1970) 45-64.
37. Cf. Dokwnente der Paulusgesellschaft 1, V. München 1963-1964; Science el
théologie. Centre catholique des intellectueis fran@ais (Paris 1969) Chemins de la
raison: Ibid (Paris 1972).
146 Teología, filosofía y ciencias humanas

la cuestión de la relación de la teología con las ciencias 38. ¿No tiene esta omisión
carácter sintomático, es decir, no delata que la teología católica actual en su
conjunto no ha tomado aún conciencia de la importancia de las ciencias y del
conocimiento científico en la cultura de nuestro tiempo y de la instancia que este
hecho representa para la comprensión de la fe? Hay por otra parte indicios claros
de que esta conciencia se está despertando. Me limitaré a señalar dos de ellos. El
nuevo léxico teológico Sacratnentwn mundi presenta toda una serie de artículos, en
los que se discute el problema de la relación de las ciencias en general, y de las
diversas ciencias humanas en particular, con la fe y la teología 39. La revista
internacional Concilium está abordando programáticamente (desde el año 1971) los
temas teológicos desde el punto de vista interdisciplinar.

38. El lugar adecuado para este problema hubiera sido el capítulo 6 del volumen
1: Die Weisheit der Theologie durch den Weg der Wissenschaj! (G. Sóhngen:
Mjsierium salutis 1 [Einsiedeln 19651 791-905). En este amplio y valioso estudio
hay solamente tres escasas páginas (946-949), en las que se señalan apenas algunos
aspectos fundamentales del problema.
39. Cf. Sacramentum mundi 1.

6
Hacer teología hoy

1. Desde la segunda guerra mundial la teología católica se encuentra en un


proceso de evolución acelerada. Se pudiera decir que ha comenzado un período
nuevo de su historia, que contrasta con su secular homogeneidad fundamental de
problemática y de método (exceptuados algunos casos particulares, como la llamada
«Escuela de Tubinga» del siglo pasado y el blondelismo de la primera mitad de
nuestro siglo).

La teología de los últimos treinta años se ha desarrollado dentro de la perspectiva de


la historia de la salvación, considerada como anticipación (ya ahora en el mundo) de
la venida definitiva de Dios al fin de los tiempos: una perspectiva que ha
enriquecido notablemente la la teología de la temática teológico. Han surgido, una
tras otra,

historia, del mundo transformado por el


hombre, del progreso hurn-aperanza cristiana no, de la relación entre la iglesia y el
mundo, de la es

en su dimensión comunitaria y cósmica, de la liberación. Todas ellas tienen un


denominador común: el interés por la dimensión histórica, comunitaria e
intramundana de la existencia cristiana, a saber, por la el cristiano vive y actúa su fe.
realidad histórica concreta en la que
La teología ha tomado conciencia no solamente de la historicidad del existir y del
conocer humanos, sino también del devenir histórico como lugar propio de la acción
salvífica y de la revelación de Dios, cumplidas definitivamente en el acontecimiento
de Cristo. Al mismo tiempo su reflexi@)n se ha vuelto hicia el hombre (en su
vinculación al mundo, a la comunidad humana y a la historia) como destinatario de
la palabra y de la gracia de Dios. Se ha creado así una teología cristocéntrica, y por
eso hist¿>rico-salvífica, escatológico, antropoló-

gica.
Impulsada por estas orientaciones primordiales, la teología se ha abierto
decididamente a la cultura y a los problemas actuales de la humanidad. La situación
histórica de la comunidad humana ha
148 Hacer teología hoy-

entrado así en el campo de la reflexión teológico, como punto de partida,


interpelación de su responsabilidad y realidad por transformar.
La introducción de esta nueva temática implicaba lógicamente novedades
metodológicas, que se reflejaron en el Vaticano Il.
El concilio puso de relieve el primado absoluto de la palabra de Dios (contenida en
la Escritura) sobre la tradición eclesial y el
magisterio: la revelación bíblica es la norma suprema de la fe y de la
teología 1. La tradición eclesial se identifica con el ser mismo de la
iglesia, con su fe y su acción: es a lo largo de la historia la actualiza-
ción viva y la profundización creciente de la revelación bíblica, que
precisamente en la fe de la iglesia permanece palabra viva y actual para el hombre
en el «aquí y ahora» de su momento histórico. Este concepto de la tradición eclesial
tiene el mérito notable de indicar el condicionamiento histórico de la fe eclesial, su
función de interpretación pennanente de la palabra de Dios y su estructura
indivisiblemente cognoscitivo-operativa. Se afirma implícitamente la relación mutua
entre la Escritura y la tradición (círculo hermenéutica) y la unidad de ortodoxia y
ortopraxis dentro de la fe 2: la Escritura es releída y comprendida de nuevo por la
iglesia a la luz de su fe, actuada en la praxis.
No se puede pasar por alto la novedad metodológica, introducida en la Gaudium
et spes (no sin una tensa discusión previa en la comision preparatoria): se tomó
como punto de partida no solamente las preguntas implícitas en las estructuras
constitutivas del hombre (antropología), sino también la situación actual cultural y
socioeconómico-política de la humanidad (el devenir de la historia), para hacer
inteligibles e interpelativos el sentido y el valor del mensaje cristiano en nuestro
tiempo 3. Se señalaron concretamente, tanto las aspiraciones y conquistas de la
humanidad que crean el progreso del hombre en cuanto hombre, como los límites
insuperables de lo humano, y en particular dos aspectos primordiales e inseparables
del «pecado del mundo»: la negación de Dios en sus diversas formas y la negación
de la dignidad humana por las estructuras de injusticia que ponen una gran parte de
la humanidad en condiciones deshumanas de vida 4. La iglesia ha recibido de Cristo
la misión de anunciar y actuar en este mundo de pecado el reino de Dios como reino
de «verdad y vida, justicia, amor y paz» 5.

1 .Const. De¡ Verbum, n. 9. 12. 21. 24.


2. Ibid., n. 7-11. 21. 23.
3. Const. Gaudiwn et Ype.i, n. 4-10. 12-20. 24-29. 33-37@
4. Ibid., n. 8-9. 30-31. 71. 73.
5. Ibid., 1-3. 39.
Hacer teología hoy, 149

No puede sorprender por lo tanto que el Vaticano II haya confiado a la teología la


tarea de «escuchar e interpretar... las voces de nuestro tiempo a la luz de la palabra
de Dios, para que la verdad revelada pueda ser comprendida cada vez más
profundamente» 6.
El concilio ha señalado así las líneas fundamentales del método teológico: la
teología es una reflexión histórico-hermenéutica de la fe sobre sí misma, es
decir, sobre la palabra de Dios contenida en la Escritura, comprendida y
trasmitida por la tradición eclesial, que
t' lene su expresió . n privilegiada en las definiciones del magisterio: una
reílexión llevada a cabo con la ayuda de la filosoria y de las ciencias
humanas, que tiene en cuenta la cultura y la situación actual de la
humanidad, y que busca la comprensión unitaria del contenido revelado
formulada en conceptos y lenguaje accesibles al hombre de hoy. Todo ello
al servicio de la unidad y de la praxis de la comunidad eclesial 7.
El método teológico, presentado por el Vaticano 11, es por consiguiente
genético-progresivo, y supone el concepto de la teología como reflexión de la fe
sobre la historia de la salvación y de la revelación; está orientado hacia la
comprensión de la acción salvífica y de la revelación de Dios en su devenir
histórico, y finah-nente en su actual¡dad viva para nosotros hoy.
Hacer teología quiere decir re-hacer críticamente el proceso de comprensión
que tuvo lugar dentro de la historia de la revelación y de su interpretación por la
tradición eclesial. La teología es por lo tanto esencialmente re-interpretación de
un proceso interpretativo previamente dado. Por eso no puede menos de tomar
en serio el problema hermenéutica, que de hecho constituye la tarea primordial
de la teología actual.

2. La hermenéutica teológico se inspira principalmente en la filosofía de


W. Dilthey, M. Heidegger y H. G. Gadamer.
Dilthey ha erigido la hermenéutica en teoría general del conocímiento
histórico: la historia es el lugar del «con¿)cete a ti mismo» de la humanidad, del
hacerse de su «autoconciencia». La comprensión de los eventos históricos
supone un interés vital, una afinidad interior del intérprete con el evento (o el
texto) interpelado. Los eventos hist¿)ricos no son inteligibles sino en su
inserción en la totalidad de la existencia individual y en la historia universal;
solamente al Fin de la historia será posible descubrir plenamente su significado.
Heidegger ha puesto de relieve la historicidad de la existencia y del mismo
conocer humano, que según él constituyen el principio herme-
6. Ibid., n. 44.
7. Const. De¡ Verbwn, n. 24; Decr. Optatam totius, n. 14-171 Grai,issimwn
educatio-
nis, n, 1 1; tlnitatis red¿ntegratio, n. 1 o- 1 1.
150 Hacer teología hoy

néutico. En la existencia humana el primado corresponde al futuro: el


comprender humano está guiado por la pregunta del sentido último de la existencia,
de su «para qué». Pero Heidegger subraya también la importancia de lo que cada
hombre recibe de la tradición histórica, cuyo momento primordial es el lenguaje;
solamente dentro del lenguaje recibido puede cada hombre comprender su relación
al mundo (diferencia «sujeto-objeto») y a los otros. En el lenguaje está articulada la
«precomprensión», la anticipación de sentido que hace posible la pregunta y la
interpretación. Entre la «precomprensión», como condición apriórica del preguntar,
y la comprensión, se desarrolla, en espiral sin fin, el «círculo hermenéutica»: la
«precomprensión» condiciona (como pregunta) la comprensión, y ésta a su vez
modifica y amplía la «precomprensión». El entender humano tiene lugar en la
interacción mutua entre el movimiento de la tradición y el de la interpre tación.
Gadamer considera el «círculo hermenéutica» de Heidegger no simplemente
como estructura formal y metódica, sino como momento ontológico constitutivo del
comprender humano, guiado por la anticipación de sentido. Esta anticipacion no es
un acto de la pura subjetividad, sino que proviene también del vínculo que nos une a
la tradición del pasado. La dialéctica de la pregunta y la respuesta, que constituye
el proceso del comprender, es siempre una dialéctica de interpretación e implica la
«fusión de diversos horizi)ntes». Solamente a través de la historia (tradición), como
expresión de las posibilidades de la existencia, conoce el hombre sus propias
posibilidades. La tradición se presenta en una pluralidad ¡limitada; en ella busca el
hombre su propia comprensión en su situación actual. Como Heidegger, insiste
Gadamer en la función primordial del lenguaje en el proceso del comprender
humano. La forma lingüística y el contenido. recibidos de la tradición, son
inseparables. La «fusión de horizontes» es obra del lenguaje, que configura y
trasmite una visión del mundo, constituye así la dimensión apriórica de una
ontología hermenéutica, y hace posible la concreción histórica de la conciencia y de
la acción humana. El lenguaje humano lleva siempre un «sentido inexpreso»: en lo
que dice está implícito lo no-dicho. No es posible recobrar totalmente mediante la
reflexión lo recibido (en el lenguaje) de la tradición

3. La teología católica está elaborando su propia hermenéutica. Se trata de una


tarea urgente para la comprensión de la tradición

W. Dilthey. El mundo hivtóri(-o, México 19441 Introduc(-i(jn a la,y


ciencia.y del espíritu, México 1949; M. Heidegger, Sein und Zeit, Frankfurt 1977,
142-152; H. G. Gadamer, P'erdad i- método, Salamanca 21983, 461 ss; 526 ss.

Hacer teología h@@, 151


eclesial como interpretación permanente de la palabra de Dios, contenida en la
Escritura, para el progreso dogmático y para la interpretación de los dogmas en la fe
viva de la comunidad eclesial, y para la teología misma.
Hoy día se impone reconocer la historicidad del conocimiento humano y de las
proposiciones en que se expresa; y esto vale también para la revelación y para los
dogmas, en cuanto asumen una estructura proposicional.
Todo conocimiento y verdad humanos reciben de la historia, se desarrollan en la
historia y contribuyen a la creación de la historia. Este condicionamiento histórico
del comprender humano implica los aspectos trascendentales constitutivos del
hombre y los categoriales recibidos de la historia: la experiencia conciencias de sí
mismo, de su apertura al mundo, a los otros y a la historia: la pregunta sobre el
sentido último de su existencia y, en último término, sobre Dios: la experiencia del
mundo, las representaciones y conceptos implicados en el lenguaje heredado de la
tradición histórica. Todo esto condiciona aprióricamente la posibilidad de preguntar
y por consiguiente de comprender («precomprensión»): todo proceso de
comprensión humana será inevitablemente interpretación.
La tensión dialéctica entre la continuidad y la novedad es constitutiva tanto de la
historia como del comprender humano. La continuidad se funda en la apertura
¡limitada del espíritu hacia el futuro, hacia el que tiende el pasado y el presente: el
futuro une el pasado y el presente, porque está anticipado en ambos. La novedad
proviene del cambio en la experiencia del mundo (y, por consiguiente, en la relación
del hombre al mundo y en la autoexperiencia del hombre mismo), en las
representaciones y conceptos variantes con el lenguaje.
De aquí surge la paradoja del conocimiento humano: precisamente para que
permanezca verdadero en el cambio del contexto histórico, debe desarrollarse en
una comprensión y expresión nuevas (inseparabilidad mutua del pensamiento y la
palabra): no puede haber continuidad del comprender humano sino en la
comprensión nueva, es decir, en el proceso permanente de la interpretación.
La fe viva de la iglesia a través de los siglos (tradición eclesial) está condicionada
por los cambios del contexto histórico y por eso no puede mantenerse fiel a la
revelación, sino comprendiendo y expresando de un modo nuevo el contenido de la
palabra de Dios. Pero su permanencia en la verdad revelada, tiene su fundamento e
índole propios. Se funda, en último término, en el carácter absolutamente singular
(único e irrepetible) y escatológico de lo revelado y creído, a saber, del evento de
Cristo que es indivisiblemente histórico y transhistórico, cwnplido «una vez para
siempre» y anticipador del futuro último de la historia. Se funda ulteriormente en la
referencia, pen-na-
152 Hacer teología hoy

nentemente verificativa, de la fe eclesial a la norma de la Escritura. Lo «trasmitido»


(revelado-creído) no es algo meramente pasado, sino que está continuamente
presente, mediante el Espíritu de Cristo, en la comunión vital de la iglesia con Cristo
que constituye la dimensión experiencias de la fe eclesial; esta experiencia,
semejante a la que dio origen al mensaje cristiano, constituye la apertura
trascendental que hace posible la comprensión siempre renovada de la Escritura y,
en ella, del evento de Cristo. La intencionalidad escatológico de la fe, que
corresponde al carácter escatológico del evento de Cristo, proyecta el pasado y el
presente de la tradición eclesial hacia el futuro absoluto y absolutamente nuevo, y
por eso hacia la anticipación cognoscitiva, siempre nueva, del mismo.
El proceso permanente de la comprensión de la revelación tiene lugar en el «círculo
hermenéutica» entre la fe viva de la iglesia (tradición eclesial), como
«precomprensión» y pregunta, y la Escritura: «relectura» de la Escritura,
condicionada por los múltiples aspectos que constituyen la situación actual del
creyente. Lo mismo se debe decir de los dogmas y de su recepción en la fe eclesial:
en el acto mismo de ser creídos, dentro de un contexto histórico nuevo, los dogmas
son recomprendidos e interpretados. Como «fides quaerens intellectum», la teología
tiene la función de interpretar la Escritura y los dogmas crítica y metódicamente, y
de expresarles en conceptos y lenguaje accesibles al creyente de nuestro tiempo, de
modo que incidan en su vida y en su praxis cristiana 9.

4. El problema más reciente de la teología católica es el de la relación


«ortodoxia-ortopraxis», y por consiguiente «teología-praxis». No cabe duda de que
la filosofía, desarrollada a partir de K. Marx sobre el binomio «teoría-praxis», ha
contribuido a la toma de conciencia de este nuevo problema teológico; pero es
preciso poner de relieve que su origen se debe ante todo al descubrimiento de que la
praxis constituye una dimensión intrínseca de la misma fe y de que
consiguientemente esta dimensión tiene que entrar en la reflexión de la fe sobre sí
misma, que se llama teología.
La aparición del problema «teología-praxis» ha coincidido con el redescubrimiento
de la escatología y de la esperanza cristiana. Ha sido J. Moitmann el primero que
ha introducido el tema: el binomio «promesa-misión» expresa la revelación de Dios
en la historia y la respuesta de la esperanza como compromiso por la praxis
liberadora,

9. Cf. R. Marlé, Le probléme théologique de rherméneutique, Paris 1963.


Sobre la funci¿)n de la teología en la interpretación de los Dogmas puede verse
nuestro artículo, La teologia,liente al magisterio, en Problemas i perspet tii,as de
teologia júndamental (R. Latourelle-G. O'Collins, cds.) Salamanca 1982, 481-503.

Hacer teología hoy 153

por la fraternidad humana y la justicia. La teología de la esperanza está orientada


por sí misma hacia la praxis histórica por la liberación de toda opresión. Se ha
criticado con razón la reducción moltmanniana de la revelación a la promesa y por
consiguiente de la teología a comprensión de la esperanza; pero no se le puede
negar el mérito de haber descubierto la conexión de la esperanza cristiana con el
compromiso por la creación de un mundo más justo y humano, ni el de haber
señalado a la teología su responsabilidad por un porvenir más humano del mundo:
es preciso realizar la unidad entre conocimiento teológico y acción. El cristianismo
actual sabe de dónde viene, pero no dónde va; no le basta, para encontrar su
identidad, conservar el recuerdo de su ori en. Tiene que comprometerse
prácticamente en la 9
tarea por un porvenir nuevo; cuando los cristianos descubran su misión en el mundo,
descubrirán lo que son. La praxis histórica por realizar una humanidad más justa y
libre constituye el horizonte de la reflexi¿)n teológico. Moltmann presenta así la
praxis cristiana (liberadora) como objetivo de la teología; pero no como su punto de
partida 10.
La «teología política» de J. B. Metz se encuadra dentro de las líneas fundamentales
de la «Teología de la esperanza» de Moltmann y del pensamiento filosófico de J.
Haberrnas. Por lo que se refiere a nuestro tema, basta recordar que Metz considera
la «teología política», no como un tema teológico más, sino como rasgo fundamental
del quehacer teológico: el problema «fe-razón», esencial a la teología, es trasladado
al plano «fe-crítica racional de la sociedad», es decir, dentro de una visión nueva del
problema «teoría-praxis». Las verdades centrales del cristianismo (Dios como
adviento de la historia; el reino que está ya viniendo; la presencia trascendente de la
escatología cristiana: «reserva escatológico») son pensadas dentro de la relación
entre la fe y la razón orientada hacia la situación actual de la sociedad. La «reserva
escatológico» excluye toda identificación del reino con cualquier estructura social
concreta; incluye la mediación histórica del mensaje cristiano, que muestra su
trascendencia en la superación crítica y liberadora de las estructuras actuales de la
sociedad. La teología tiene como función propia la de suscitar en el cristiano una
actitud crítica ante la sociedad que lo circunda. Si toma en serio el carácter
escatológico del mensaje cristiano, la teología se comprenderá a sí misma como
orientada a la praxis de la esperanza y del amor cristianos, a saber, hacia la libertad
y la justicia en su dimensión social. Como Moltmann, considera Metz solamente un
10. J. Moltmann, Teologia de la esperan-a, Salamanca 41981, 19-28. 51-56. 184-
192;
265-365.
154 Hacer teología hoy

aspecto de la relación «teología-praxis»: la teología, en su función de crear la


praxis social liberadora 1 1.
Se debe reconocer que ha sido E. Schillebeeckx quien desde 1969 ha ido
elaborando una visión teológico completa de la relación «ortodoxia-ortopraxis» y
«teología-praxis». Se ha dado cuenta de la insuficiencia de una hermenéutica
teológico basada únicamente en el conocimiento del pasado (interpretación llevada
únicamente dentro del campo del conocer). Tampoco es suficiente, aunque sí
necesario, el análisis lingüístico. La teología parte de la fe; pero debe tener en
cuenta que la fe implica indivisiblemente unidas la relación al pasado y al futuro, y
por eso incluye como iguahnente importantes y necesarias la proclamación del ya
cumplido evento de Cristo, contenido en la Escritura (momento imprescindible de la
ortodoxia) y la praxis únicamente cristiana creadora del futuro, que no se puede
prever sino
hacerlo: la ortopraxis es la única que puede dar sentido y verdad a la dimensión
escatológico de la fe. La praxis cristiana total (en la dimensión personal y
comunitaria de la existencia, en la conversión del corazón, y en el compromiso por
el cambio de las estructuras sociales, por la liberación integral de todas las
alienaciones y opresiones) está por una parte permanentemente dirigida por el
mensaje cristiano recibido en la fe, y por otra crea una nueva comprensión del
mensaje y viene a construir así la verificación del mismo. Dentro de esta visión
exacta de la relación «ortodoxia-ortopraxis» puede explicar Schillebeeckx
correctamente la doble relación de la teología con la praxis: a) la teología está
llamada a dar una interpretación actual¡zante del pasado, creando modelos
operacionales para la praxis cristiana: en este sentido se la puede considerar como
teoría crítica (dirigida por la fe) sobre el hombre, la sociedad y la iglesia; b) la
teología debe tomar metódicamente la praxis actual de la comunidad eclesial (y la
experiencia vivida en esta praxis) como punto de partida de su reflexión. La praxis
cristiana viene a ser así «lugar teológico» con su función propia, que no excluye ni
disminuye en absoluto el primado de la palabra de Dios, ni la tradición o el
magisterio eclesial. Pero no se debe olvidar que se trata de la praxis cristiana total,
que incluye sí el compromiso por la liberación integral del hombre, pero no se
reduce a él 12.

1 1. J. B. Metz, Teología del mundo, Salamanca 1970, 199-285; Teología política,


en Sacramentwn mundi V, 499-507; La fe en la historia y la sociedad, Madrid
1979.
12. E. Schillebeeckx, La categoría crítica de la teología: Concilium (1970) 216-
223; Dios, futuro del hombre, Salamanca 1970; Interpretación de la fe, Salamanca
1973. Cf. E. Cambon, L'ortoprassi nel pensiero di E. Schillebeeckx, Roma 1974.

Hacer teología hoy 155

5. Para comprender la relación «teología-praxis», es imprescindible partir de la


noción completa de la revelación y de la fe.
El Vaticano 11 ha dado una contribución de importancia decisiva, al señalar que la
economía de la revelación tiene lugar en acciones y palabras intrínsecamente
vinculadas entre sí, de tal modo que las acciones cumplidas por Dios en la
historia de la salvación manifiestan los eventos... significados por las palabras, y
las palabras proclaman las acciones e iluminan el misterio contenido en ellas»
(De¡ Verbum, 2). Cristo se reveló Hijo de Dios, y nos reveló el misterio del Padre
con sus «palabras y obras», y principalmente «con su muerte y resurrección» (Ibid.,
4). Las acciones salvíficas de Dios en la historia, que culminan en el evento de
Cristo, son un aspecto esencial de la revelación. Es esta una observación de
importancia primordial para la comprensión de la revelación; pero no expresa aún la
realidad total
de la revelación bíblica.
La revelación veterotestamentaria implica ante todo la iniciativa absolutamente
gratuita del amor de Yahvé a Israel su pueblo; su manifestación a Abrahán, Moisés y
los profetas; la siempre renovada promesa de una liberación cumplida en la historia.
El Dios en que Israel creía, era el Dios liberador, no sólo del pueblo oprimido, sino
también de los oprimidos dentro del pueblo israelita. «Tú eres el Dios de los
humildes, el que socorre a los oprimidos, el defensor de los débiles, elprotector de
los abandonados, el salvador de los desesperados» (Jdt 9, 1 l). En este bello texto
se condensa un tema dominante a lo largo de todo el A T. Yahvé se reveló a Israel
como el Dios liberador de los oprimidos, como el Dios que en su alianza impone la
exigencia de la justicia, sobre todo para con los pobres, los indefensos, los
marginados de la sociedad («el pobre», «el huérfano», «la viuda», «el extranjero»)
13; la revelación de Yahvé tuvo lugar en su acción liberadora y en su exigencia
perentoria de justicia.- una exigencia que pertenece a la alianza y que en última
instancia está fundada en la gracia de la liberación de Israel cumplida por Yahvé 14.
A este concepto total de la revelación corresponde el concepto total de la fe:
confesión de Yahvé como el único salvador y por eso el único Dios; confianza en la
palabra de su promesa (unidad feesperanza); cumplimiento de la fe-esperanza en la
observancia de la justicia. En nombre de Yahvé los profetas de los siglos VIII-VI
rechazaron el culto sin la justicia (la ¡'e sin la praxis): el «conocimiento de Yahvé»
implica indivisiblemente unidas la proclamación monoteísta y la observancia de la
justicia en la liberación de los oprimidos:
1
3. Cf. F. Asensio, Le beatitudini, Roma 1970; J. Alfaro, Cristianismo j,
justicia,

Madrid 1973.
14. Ex 20, 1-17; 22, 20-26; Lev 1-18. 32-35; Dt 5, 6-21; 10, 12-19; 24, 10-22.
156 Hacer teología hoy

Yahvé es el Dios comprometido por la salvación de la humanidad en la historia


15.
La revelación y la fe neotestamentarias reproducen la misma totalidad-unidad de
aspectos del A T, centrándolas en el evento, cualitativamente único y absolutamente
singular, de Cristo. En su acción y en su mensaje se presentó Jesús no simplemente
como el anunciador del reino, sino como la presencia personal de Dios en el mundo:
como aquél en quien Dios cumplía definitivamente sus promesas de liberación y
justicia (Le 4, 18-19; 7, 22; 6, 20-21; Mt 12, 182 1; 1 1, 5; cf. Is 42, 1-4; 61, 1-2).
No solamente se apropió el mensaje de los profetas sobre la justicia (Mt 5, 6; 9, 13;
12, 17; 23, 23-35; Me 12, 40), sino que proclamó la inseparabilidad del amor de
Dios y del prójimo, e identificó la adhesión a su persona con la actitud ante los
marginados del mundo; Jesús personifica la exigencia de Yahvé sobre la justicia,
identificándose con los oprimidos (Me 12, 28-34; Mt 22, 38-40; 25, 30-45; Le 10,
25-37). Su relación personal al Padre incluía la paternidad universal de Dios y en
ella la fraternidad humana (Mt 22, 8-9). Para creer en Jesús no basta escuchar sus
palabras; es necesario cumplirlas, portándose con los demás hombres como
quisiéramos que ellos se portaran con nosotros (Mt 7, 12. 21-27; 12, 30; Le 6, 4649;
8, 21).
San Pablo ha visto en el evento de Cristo la revelación definitiva del amor
salvífico de Dios (Rom 5, 8; 8, 31-39; 2 Cor 1, 19-20). Pero se trata de un evento
que es a la vez cumplimiento y promesa, y que funda la esperanza de la salvación
futura como participación en la gloria del resucitado. Ya desde ahora «estamos
salvados en la esperanza» (Rom 8, 24), porque en el don del Espíritu de Cristo, que
crea en nosotros la experiencia del amor salvífico de Dios, el creyente recibe la
anticipación y la garantía de la salvación venidera (Rom 5, 5; 8, 9-17. 39). El
evento de Cristo no es algo meramente pasado, sino que se actúa permanentemente
en la iglesia por la presencia del Espíritu, que la lleva en la esperanza hacia el
adviento del Señor (Ef 4, 4-6; Rom 8, 17-24; 1 Cor 1, 7; 1 Tes 4, 17). El señorío de
Cristo se está cumpliendo en la historia para llegar a su plenitud al fin de los
tiempos (Rom 11, 36; 1 Cor 15, 24-28; Ef 1, 10. 19-23; 3, 1 1; Col 1, 1519). La
revelación, cumplida una vez para siempre en Cristo, es actuada a lo largo de la
historia en la vida de la iglesia, como anticipación de la manifestación última de
Cristo.
La fe paulina implica en sí misma la esperanza, y ésta a su vez la entrega filial al
amor de Dios, cumplido y revelado en Cristo (Rom 4,

15. Os 4, 1-2; 6, 4-6; 10, 12; Is 11, 1-5; 58, 2-10@ Jer 7, 4-7. 23; 22, 16. Cf. G.
Botterweck, Gott Erkenntti ¡m Sprat,hgebi-auth des A. T., Bonn 1951, 43-56. 66.
981 J. Lindblom, Prophec-i@ in ancient Israel, Oxford 1962, 340-349
Hacer teología hoy 157

16-22; 5, 5; 8, 14-17). Es demasiado conocida la importancia primordial que san


Pablo atribuye al amor del prójimo en la vida cristiana (Rom 13, 8-10; 1 Cor 13, 13;
Gál 5, 13-14). Pero se ha pasado por alto su pensamiento sobre la conexión íntima
entre la fe y la praxis de la fraternidad cristiana. Explicando la relación entre la
justificación y la fe, dice san Pablo que «en Cristo Jesús cuenta solamente lafe
operante en el amor» del prójimo: éste es el hombre nuevo, creado en Cristo (Gál
5, 6; 6, 15); la fe se cumple en el amor. La verdad del evangelio se realiza en el
amor del prójimo (Ef 4, 15) 16. Son la esperanza y el amor del prójimo las que
hacen crecer el conocimiento de la fe (épignosis: Ef 1, 15-18; 4, 13; Flp 1, 9) 17.
Cristo se hace presente mediante su Espíritu en la comunidad eclesial, unida con el
vínculo de la fe, de la esperanza y sobre todo del amor fraterno (Ef 4, 4-6; 1, 15;
Col 3, 14).
La unión inseparable entre la fe y la praxis del amor cristiano cobra relieve
singular en la carta de Santiago (2, 5-26) y sobre todo en la 1 Jn: el amor viene de
Dios, porque Dios es amor; a este Dios-amor le conoce únicamente quien ama al
prójimo con las obras (4, 7-16; 3, 16-18). Reaparece aquí la inclusión de la fe y del
amor del prójimo en el «conocimiento de Dios», proclamado por los profetas. Pero
con una visión más profunda: en el amor fraterno se realiza la participaci¿)n de la
comunidad eclesial en la vida del Dios-amor. No puede sorprender que la 1 Jn
resuma la vida cristiana en la fe en Cristo y en el amor del prójimo inseparablemente
unidos (3, 23-24) 18.
Es pues evidente que a lo largo de toda la revelación bíblica la fe y la praxis
aparecen inseparablemente unidas: la ortodoxia se cumple en la ortopraxis. Ambas
tienen la misma importancia. La praxis de la esperanza y del amor del prójimo
constituye un momento interno y esencial de la fe. En la praxis cristiana se actúa
siempre de nuevo en la historia el evento salvífico de Cristo y en esta actuación
crece el conocimiento de la fe.
En esta misma dirección se orienta el pensamiento del Vaticano 11 sobre la fe, la
iglesia y la tradición eclesial. La fe es la respuesta total de hombre a la revelación
de Dios, cumplida en «acciones y palabras»; una respuesta que incluye el
asentimiento al contenido revelado (conocimiento), el abandono de la confianza al
amor salvífico de Dios (esperanza) y la sumisión a su palabra (obediencia realizada
en la acción) (De¡ Verbum, 5.2). La iglesia en cuanto «comunidad de la

16. Cf. F. Mussner, Der Galaterbrief, Freiburg 1974, 351-354; H. Schlier, Der
Brief an die Epheser, Düsseldorf 1962, 115-118; B. Rigaux, Les Epitres aux
Thessaloniciens, Paris 1956, 362-363.
17. Cf. C. Noyen, Foi, charité, esperance et connaissance, Louvain 1972, 30-36.
1 S. Cf. C. H. Dodd, The Johannine Epistles, London 1965, 107-1 1 0; 1. de la
Potterie,

Adnotationes in exegesim Primae Epistolae Johannis, Roma 1973, 128; A. Feuillet,


Le mistére de ratnour divin dans la théologie johannique, Paris 1972, 193-194.
158 Hacer teología hoyy

fe, esperanza y caridad», es el sacramento (signo efectivo) de ',a unión de los


hombres con Dios y entre sí mismos; en la fe, esperanza y amor eclesial se anticipa
ya desde ahora la renovación escatológico del mundo y de la historia hacia «el cielo
nuevo y la tierra nueva que esperamos según la promesa, en los que hará su morada
la justicia» (Lumen gentium, 1.8.48; 2 Pe 3, 13). La tradición eclesial, en la que se
actúa la palabra de Dios y crece su conocimiento, se identifica con el ser mismo de
la iglesia, a saber, con su fe, su vida y su praxis: «in praxim vitamque credentis et
orantis Ecclesiae»: «in tradita fide tenenda, exercenda profitendaque» (De¡ Verbum,
8-10). La praxis de la iglesia, comunidad de la fe, esperanza y caridad, constituye
una dimensión interna de la tradición eclesial; pertenece al testimonio vivo de la
iglesia, al «sensus fidei», suscitado por el don del Espíritu, gracias al cual el pueblo
de Dios «penetra más profundamente y aplica más plenamente en su vida» el
mensaje cristiano (Lumen gentium, 12).
Si es inevitable distinguir los diversos aspectos incluidos en la fe, no se debe
olvidar su unidad en un mismo acto vital: conocimiento, opción, acción, finalismo
escatológico. Y si es fundada una cierta distinción entre la fe, la esperanza y el
amor, es necesario tener en cuenta su inseparabilidad e inmanencia mutuas; mas
bien que de tres actitudes distintas de la existencia cristiana, se debe hablar de tres
dimensiones de una misma actitud fundamental.
Entre el «conocer» y el «optar» de la fe hay prioridad e implicacion mutua; el
conocimiento hace posible y dirige la opción, que a su vez actúa e informa el
conocimiento. La opción de la fe no puede ser sino una opción de esperanza y amor
(en la inseparabilidad del amor de Dios y del prójimo); la opción de esperanza y
amor se hace real en la praxis cristiana.
Es la esperanza la que confiere a la fe su carácter escatológico, y el amor el que da
a la esperanza su dimensión comunitaria. En la unidad indivisa de la fe-esperanza-
amor se cumple y anticipa en el siempre nuevo «ahora» de la historia el don
absoluto de la salvación venidera (escatología cristiana en la tensión del «ya ahora»
y el «todavía no», del presente y del futuro): una anticipación que no se puede
prever ni calcular con la razón humana, sino solamente realizar en la praxis de la
esperanza v del amor. como concreción histórica de la autodonacion de Dios en
Cristo mediante el Espíritu. La praxis de la esperanza y del amor cristiano tiene que
ser una praxis creadora de un mundo nuevo, más justo y humano: praxis de
salvación y liberación integral del hombre.
La verdad del evento de Cristo, centro de la revelación y de la fe, es una verdad
histórico-salvíí-tca, escatol¿)gica «<veritas salutaris», «nostrae salutis causa»,
«plenitudo divinae veritatis»: De¡ I'erbum,

Hacer teología hoy 159


2.8.1 l). El evento de Cristo se ha cumplido en su muerte y resurrección, se está
cumpliendo en la historia por el don del Espíritu del resucitado a la iglesia, y se
cumplirá plenamente en la revelaciónsalvación venidera: su cumplimiento pasado y
su cumplimiento permanentemente presente convergen y se unen en su
cumplimiento futuro. El hombre no puede disponer de la verdad de este evento,
creado por la fidelidad y la potencia de Dios; puede únicamente aceptarla en la
respuesta de la fe y darle realidad histórica en la praxis de la esperanza-amor:
aceptarla quiere decir creerla y practicarla. En la praxis cristiana surge lo nuevo-
hist¿)rico imprevisible en el cumplimiento permanente del evento de Cristo hacia su
plenitud futura. La historia de la salvación, gracia absoluta de Dios por Cristo en el
Espíritu, no se identifica con la historia humana; pero se realiza en ella.
Dentro de esta visión de la revelación y de la fe, y de la inmanencia mutua de la fe,
la esperanza y el amor cristianos, es posible comprender la relación «teología-
praxis». Como «fldes quaerens intellectum», la teología es reflexión de la fe sobre
sí misma como «fides quae» y como «fides qua»: a saber, sobre el contenido, la
opción y la praxis de la fe.
La teología tiene como finalidad intrínseca, no solamente hacer inteligible el
contenido de lafe cristiana, sino también dirigir y suscitar la praxis cristiana como
praxis de esperanza y amor, es decir, de salvación y liberación integral del hombre
y,a desde ahora en el mundo. Esta finalidad afecta a toda la teología, no solamente
a la que se ha dado en llamar «teología práctica» o «pastoral», sino igualmente a la
«sistemática». Sería un grave error llevar estas distinciones hasta la separación de
una tarea teológico meramente intelectual y de otra a la que se reservaría la
aplicación de los resultados de la primera a la vida cristiana.
La opción del teólogo como creyente exige de él hoy día el compromiso decidido
por la justicia en el mundo, por la liberación de los oprimidos. Sin la conversión
al amor del prójimo, y por consiguiente a las exigencias de la justicia, el teólogo no
podrá comprender el sentido del evento de Cristo y del mensaje cristiano en el «aquí
y ahora» de nuestro momento histórico. Por más científica que sea su teología, será
una teología alienada y alienante, una traición inconsciente a su responsabilidad
cristiana hoy.
La praxis cristiana de la esperanza y del amor (lafides qua a nivel eclesial) debe
ser ptmto de partida de la reflexión teológico: constituye un aspecto de la fe actual
de la iglesia, es decir, del locus theologicus, que llamamos tradición. La
consideración de la praxis eclesial como «Iocus theologicus» no es una novedad: la
teología la ha tenido en cuenta (y no podía menos de proceder así) en varios
problemas
160 Hacer teología hoy

importantes de la eciesiología y de los sacramentos. La novedad consiste en el


descubrimiento de la esencia de la praxis eclesial C'OMO praxis de la fe, esperanza
y caridad cristianas, que pertenece al ser de la iglesia en cuanto «comunidad de la
fe, esperanza y caridad».
En la praxis de la esperanza y de la caridad eciesial se actúa y renueva la
experiencia propia de la fe cristiana: una experiencia, que constituye la base de la
dimensión cognitiva de la fe cristiana, y consiguientemente de la reflexión teológico
19.
Si se tiene en cuenta que según el Vaticano 11 (Lumen gentium, 16; Gaudium et
spes, 22) la gracia de Cristo actúa en el corazón de todos los hombres y de ella
procede cuanto hay de bueno en su vida, se amplía el horizonte de la praxis humana
en la situación actual del mundo como momento de la historia de la salvación. Se
comprende entonces que el Vaticano 11 haya señalado expresamente, como tarea
propia de la teología, la de «auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del
Espíritu santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y juzgar de ellas a la luz de la
palabra divina, a fin de que la verdad revelada pueda ser percibido siempre más
profundamente, mejor comprendida y presentada de modo más apto» (Gaudiwn et
spes, 44). He aquí el «círculo hermenéutica» que implica la mutua referencia
incesante del mensaje cristiano y de la praxis cristiana.

19. Cf. De¡ Perbum, n. S.

7
En torno a la teología
de la liberación
1. Una mirada retrospectiva al período posconciliar permite constatar que en la
iglesia está surgiendo y creciendo la conciencia del compromiso cristiano por la
justicia; quizás sea este hecho el más significativo del cristianismo actual. Hay que
reconocer el influjo decisivo que a este respecto han ejercido los documentos del
magisterio eclesial desde el Vaticano 11 hasta nuestros días, que por primera vez
han presentado expresamente los fundamentos teológicos de la indispensable
exigencia, auténticamente cristiana, de la justicia (a nivel personal y social) y del
cambio de las estructuras socio-económicas hacia formas nuevas de una creciente
participación comunitaria en los bienes del mundo, creado por Dios para el hombre
y transformado por el trabajo humano. El compromiso cristiano implica
necesariamente (en las situaciones históricas de injusticia) comprometerse por la
liberación de los oprimidos por la injusticia. Al fundar la exigencia de este
compromiso en la revelación y en la fe cristianas, el magisterio ha reconocido
implícitamente la legitimidad de una reflexión teológico sobre la liberación
señalando al mismo tiempo sus límites y riesgos
Es ya tanto y tan importante lo que el magisterio ha dicho sobre el compromiso
cristiano por la liberación de los oprimidos (opresión económica, social, política,
religiosa, etc.), que cabe preguntarse si la teología puede todavía aportar algo nuevo
sobre el tema. Pero es bien sabido que las enseñanzas del magisterio son a la vez
punto de llegada

1. Cf. Gaudium et spes, n. 12. 22. 24-32. 38-42. 63-72; Populorum progressio
(1 967); Octogesima adveniens (1971); Evangelii nuntiandi (1976). Synodus
Episcoportun, De ¡ustitia in mundo (1971); Laborem exercens (1981). En sus
viajes apostólicos el papa ha vuelto con insistencia sobre el tema de la justicia desde
el punto de vista cristiano. Merecen especial mención sus discursos en Puebla,
Asamblea del CELAM, y en Monterrey (México), en la Asamblea General de la
ONU, en la barriada obrera de St-Denis (Paris), en Sáo Paulo (Brasil) y en Bacolod
City (Filipinas).
162 En torno a la teología de la liberación

y punto de partida de la reflexión teológico, en cuanto reflexión (metódica, crítica,


sistemática) sobre la revelación cristiana aceptada y actuada en la fe eclesial, cuyo
intérprete auténtico es el magisterio. Quedan aún por considerar las condiciones de
posibilidad de una teología de la liberación, a saber, los fundamentos de su
legitimidad, las exigencias de su método, su ubicación dentro de la problemática
actual de la teología. Debo advertir previamente que no voy a tratar de ninguna
teología determinada de la liberación, ni siquiera de la llamada «latino-americana»,
que en realidad agrupa bajo un denominador común varios autores cuyo
pensamiento presenta notables diferencias.

2. Han pasado nueve siglos y todavía en nuestro tiempo tiene


plena vigencia la fórmula magistral de Anselmo de Canterbury, que
define la teología como «ftdes quaerens intellectum»: lajé que busca la
comprensión de sí misma 2. Una proposición de tres solas palabras, en la que
ninguna falta y ninguna sobra, y que están puestas en un orden
perfecto:la teología es el proceso mental que va del creer al compren-
der: es la fe misma la que lleva el impulso (quaerens: pregunta y búsqueda) a la
autocomprensión. Diríamos hoy día: reflexión metódica y crítica del creyente como
creyente, que no puede menos de preguntarse radicalmente por el contenido y la
motivación de su fe, y por su actitud misma de creer; un preguntarse, que implica
los interrogantes concretos qué creo, por qué creo, cómo creo, para que creo. El
contenido y la actitud de la fe cristiana pueden ser objeto de la fenomenología y de
la filosoria de la religión, y de varias ciencias humanas. Lo que caracteriza la
reflexión teológico, en cuanto tal, es precisamente el tener su punto permanente de
partida en la fe, a saber, el buscar la comprensión del mensaje cristiano en la actitud
existencial de la fe. Si no es lo mismo creer que no-creer, y si la fe lleva en sí
misma la exigencia de preguntarse sobre lo que cree y sobre su mismo creer, tiene
que ser posible una reflexión de la fe sobre sí misma, y será necesario reservar para
este tipo singular de reflexión un nombre exclusivamente propio: teología 3.
No se puede pues hacer teología sino en función de la fe, considerada en la
totalidad y unidad de las dimensiones que la constituyen: dimensión cognitiva,
dimensión decisional en la opción de esperanza y amor, dimension operativo
(práxica) como cumplimiento real de la opción, dimensión escatológico de
orientación hacia la plenitud de la salvación venidera.

2. Cf. S-Sóhngen, Fides quaerens intellectum: Lexikon fur Theologie Lind


Kirche IV, Freiburg 1960, 120.
3. Cf. Juan Pablo II, Discurso a los profesores de teología (Salamanca, 1 nov.
1982).
En torno a la teología de la liberación 163

3. La teología debe tener en cuenta no solamente la praxis cristiana, sino


también la situación histórica actual y concreta en la que se está cumpliendo la
historia de la revelación y de la salvación: «los signos de los tiempos», en la
expresión del Vaticano 114. Si la revelación es palabra de Dios para el hombre,
tendrá que seguir siendo palabra para nosotros en nuestro momento histórico, es
decir, acontecimiento referido al acontecimiento único e irrepetible de Cristo, que se
actualiza siempre de nuevo en la historia, y por eso es a la vez inmanente y
trascendente respecto a la historia. El cristianismo no puede menos de expresarse
en un mensaje de verdad; pero no se debe olvidar que es ante todo acontecimiento
dentro de la dialéctica histórica de lo ya-acontecido, de lo que está aconteciendo y
de lo poracontecer. Se los pueda calificar, o no, como «Iocus theologicus», los
«signos de los tiempos» constituyen una realidad, que la teología no puede ignorar,
si quiere cumplir su tarea de comprender la revelación cristiana como palabra actual
de Dios a la humanidad. No se puede dudar de que los signos de nuestro tiempo
exigen urgentemente del cristianismo que muestre práxicamente su credibilidad en
su compromiso por el hombre ya ahora en el mundo, es decir, en su compromiso por
la fraternidad y la justicia 5.
La teología de la liberación ha surgido precisamente de una reflexión sobre la
dimensión práxica de la fe y sobre «los signos de los tiempos», a saber, dentro del
contexto histórico (religioso y económico-social-político) latino-americano, que se
caracteriza por un contraste estremecedor entre la profesión de la fe cristiana y la
opresión (a todos los niveles) de minorías privilegiadas sobre las grandes masas de
la población: contraste enorme entre la profesión y la praxis de la fe. No es casual
que la teología de la liberación haya nacido en y de este contexto histórico: su
origen profundo está en la sacudida de la conciencia cristiana ante el escándalo de
un cristianismo confesional, encarnado en estructuras de opresión. Que por fin la
teología se haya dado cuenta de este escándalo radicalmente anticristiano es un
hecho altamente positivo, que está llamado a dar un viraje decisivo a la tarea
teológico del futuro a nivel mundial. Se puede esperar que la teología no se volverá
atrás hacia la indiferencia conformista ante el gran pecado de la opresión del
hombre por el hombre, del cristiano por el cristiano.

4. El concepto de liberación es esencialmente relativo (por oposición) al de


oprevión.- supone una situación histórica, que no respeta sino conculca la dignidad
de la persona humana.

4. Gaudium et.@pes, n, 4.
5. Cf. Documento del CELAM en Puebla (1979), primera parte, cap. 111.
164 En torno a la teología de la liberación

Esta indicación inicial y genérica es tan necesaria, como insuficiente, para


delimitar el significado de la palabra liberación. Su determinación ulterior será
diversa según la antropología en que se inspire, es decir, según la idea que se tenga
(o se suponga) acerca del hombre.
No se podrá por consiguiente hacer una teología de la liberación, sino partiendo de
la fe cristiana en su contenido antropológico, es decir, de lo que la revelación
cristiana dice acerca del hombre, en cuanto destinatario de la gracia salvífica de
Dios en Cristo. La teología no puede hablar sino de una liberación criyliana del
hombre, de una liberación ubicada en el acontecimiento liberador de Cristo, de su
mensaje y de su praxis liberadores.
La correspondencia entre la revelación cristiana y las dimensiones fundamentales
de la existencia humana (relación del hombre al mundo, a los otros, a la muerte y a
la historia) manifiesta el carácter integral de la liberación cristiana del hombre: en
su vinculación al mundo y a la comunidad hwnana, y por eso a nivel socio-
económicopolítico; en su situación de pecador y de sometido al poder de la muerte;
en su tentación permanente al egoísmo y a la autosuficiencia; en su apertura a la
gracia absoluta de una plenitud, que por sí mismo no puede lograr. Liberación
ilitegralmente cristiana e integralmente humana.

5. La responsabilidad más grave de toda teología es la de tener presente la


totalidad del acontecimiento de la salvación, cumplida por Dios en Cristo; y su
mayor riesgo es el de una reducción unilateral (explícita o implícita, consciente o
inconsciente) de este acontecimiento y de su significado para el hombre. Su misma
fe impone al teólogo la tarea de reconocer y mantener los polos de tensión
constitutivos de la revelación cristiana, sin sacrificar ninguno de ellos a la tentación
de simplificarlos en un cristianismo unidimensional.
La condición fundamental para que la teología pueda superar el riesgo de esta
reducción unilateral de la revelación cristiana, está en situarse permanentemente en
la perspectiva de la estructura dialogal constituida por la autodonación de Dios y
por la respuesta del hombre: la gracia absoluta de Dios, al llamar al hombre a la
comunión de vida con él, v la aceptación libre de esta llamada de parte del hombre.
La autodonación de Dios se realiza efectivamente en la respuesta total de la fe, de
la esperanza y del amor, mutuamente inmanentes; es decir, en la opción de la fe,
como opción de esperanza y amor, cumplida en la praxis. Respuesta total quiere
decir respuesta del hombre en su ser humano total, y por eso tanto en su interioridad
(que constituye su apertura a Dios), como en su corporalidad que le

En tomo a la teología de la liberación 165


pone en relación con los hombres y con el mundo. Respuesta radicada en la
conversión interior a Cristo, Dios-hombre, y por eso conversión indivisible a Dios y
a los hombres. El amor cristiano del prójimo, cumplido y hecho real en la acción,
queda integrado en la misma relación del hombre a Cristo, y pertenece a la
participación comunitaria en la vida de Dios.
Atenta al riesgo de una reducción unidimensional del cristianismo, la teología no
puede perder de vista la escatología cristiana en su doble e inseparable dimensión
del «ya-ahora» y del «todavía-no», es decir, del presente histórico como
anticipación de la plenitud venidera metahistórica: el reino de Dios está ya viniendo,
para venir definitivamente al fin de los tiempos. La teología del pasado ponía tan
fuertemente el acento en la salvación venidera metahistórica, que dejaba en la
sombra la realidad de su anticipación en el presente; solamente en los últimos
decenios se ha llegado a una visión teológico clara de la importancia de la
dimensión intrahistórica de la salvación, como anticipación de su plenitud met se ha
comprendido que, si la historia de la salvación tiene lugar en la ahistórica. Y al
mismo tiempo

historia de la humanidad, no por eso se la puede identificar con ella. La historia de


la humanidad no puede llegar por sí misma a su plenitud definitiva; si de hecho
camina hacia ella, es solamente en cuanto Dios está ya anticipando la gracia
absoluta de su venida. Por eso, solamente en la fe y en la esperanza cristiana se
puede conocer que la historia de la humanidad es historia de salvación 6.
La esperanza cristiana es la actitud en que el hombre reconoce la gracia absoluta
del Dios que está ya viniendo y que vendrá. Esta esperanza implica el compromiso
por la fraternidad y la justicia en el mundo: esperar en el futuro de Dios quiere decir
comprometerse en el presente por la humanidad en el mundo; la opción por el reino
no es auténtica sino como opción por el hombre. E s pues evidente que el
compromiso por la justicia y por la liberación de la injusticia (opresión) constituye
un aspecto indispensable de la respuesta de feesperanza-amor, en el que el cristiano
recibe el don absolutamente gratuito de la comunión de vida con Dios en Cristo.

6. La teología de la liberación tiene su fundamento en el tema


veterotestamentario de la revelación de Yahvé como el Dios liberador de un pueblo
oprimido y que a su vez exige de los israelitas la liberación de los oprimidos; pero
se funda sobre todo en el mensaje y

en la praxis de Jesús de Nazaret.


Para comprender la verdadera figura de Jesús, el sentido de su vida, de su mensaje
y de su muerte, es necesario tener en cuenta el contexto histórico en que vivió,
actuó, predic¿) y murió. Desgraciada-
6. Gaudilun et spes, n. 40.
166 En torno a la teología de la liberación

mente la cristología había olvidado que la encarnación es precisamente la entrada


del Hijo de Dios en la historia y que su «hacersehombre» quiere decir «hacerse-
hombre-en la historia», es decir, dentro de su situación histórica concreta, y
haciendo su propia historia en su acción y en su palabra. Así es como los
evangelios sinópticos nos presentan la figura de Jesús, el salvador del mundo; nos
han trasmitído los datos fundamentales de la historia en que vivió y murió Jesús.
Jesús de Nazaret vino al mundo en un pueblo oprimido en todos los aspectos: en
lo político, bajo la dominación romana; en lo social y económico, bajo los
impuestos imperiales y la explotación de los poderosos dentro de Israel mismo, a
saber, de los saduceos y de la aristocracia; en lo religioso, bajo el peso de las
innumerables prescripciones de los «doctores de la ley» (en su mayoría «fariseos»,
a los que Jesús acusó de avaricia y explotación del pueblo: Mt 23, 1 -36; Le 1 1,
39-52; 16, 13-15). A estos grupos hay que añadir el de los «celotes», que
pretendían instaurar la liberación de Israel mediante la violencia de las armas; su
esperanza no se basaba en Dios, en su gracia y en su promesa, sino en su propia
fuerza, en el poder del puñal.
Esta era la Palestina del tiempo de Jesús, la de los pocos ricos y la de los muchos
pobres, la de los poderosos o instalados con el poder, y la de un pueblo oprimido
que en los libros sagrados se mantenía de la esperanza de las promesas de Yahvé,
el Dios de la liberación y de la alianza.

Jesús perteneció totalmente a este pueblo. Nació en un hogar de obreros y vivió


en una aldea insignificante de campesinos pobres, en una Galilea sacudida por los
movimientos de rebelión popular y por la represión despiadada de las legiones
romanas.
En este ambiente resonó por primera vez el mensaje, tan sencillo como sublime,
del profeta nazareno. San Marcos lo transmite en su forma original: «El tiempo se
ha cumplido y está viniendo el reino de Dios; convertíos y creed en la buena
nueva» (Me 1, 15). Era un mensaje de esperanza, de la esperanza en el
cumplimiento ya presente de las promesas de Yahvé: la salvación está llegando.
Hoy día reconoce unánimemente la exégesis neotestamentaria que el anuncio de
la venida del reino constituye el núcleo del mensaje de Jesús. El «reino» es la
realidad, ya presente en el mundo, del acto nuevo y definitivo de gracia de Dios,
que habían anunciado los profetas de los siglos VIII-VI. El carácter propio del
reino, proclamado por Jesús, consiste en que el reino está ya «viniendo» ahora
como gracia y «vendrá» en plenitud como don absoluto al fin de los tiempos 7. Así
vivió y proclamó Jesús un Dios nuevo y una escatología
7. Mc 1, 14-15. 38. 2, 10; 3, 23-271 9, 22-24; 10, 48-52; Lc 4, 18; 7, 22; 10,
23-24Z 1 1, 20; 16,16; 17,21; Mt li, 1-6; 12,25-28.

En torno a la teología de la liberación 167

nueva: el Dios Padre de todos los hombres, en el acto de reconciliarse con


ellos, y de exigir la solidaridad y la fraternidad: la escatología de presente y de
futuro, es decir, de anticipación actual de la venida última de Dios. La historia
adquiere un sentido nuevo: está ya aconteciendo la venida del reino, y por eso toda
ella queda marcada por la gracia del reino que vendrá.

Pero el reino es para Jesús el «reino del Padre», de «su Padre» (Mt 6, 10. 33; 20,
23; 25, 34; 26, 29; Le 22, 29). Aquí se descubre otro dato fundamental del Jesús
histórico: la experiencia de su relación filial a Dios, es decir, de Dios su Padre. Una
experiencia exclusivamente suya y absolutamente nueva, en la que Jesús vivió su
unión, cualitativamente única, con Dios: entre Dios y él hay un vínculo de
comunión, que no ha sido dado a ningún otro hombre. En la actitud filial ó
expresada por el «Abba», que es el alma de su plegaria, de su mis¡ n y

de sus acciones, Jesús se entrega al Padre en la confianza de una esperanza


incondicional.
La existencia de Jesús fue toda para el Padre y para el reino del Padre; su actitud
ante el Padre y ante su reino fue la misma: la actitud de la espera y de la esperanza,
de la disponibilidad sin límites a la gracia imprevisible del Dios que está viniendo y
vendrá. El reino no fue para Jesús una magnitud impersonal, sino simplemente el
Padre, «su Padre», en cuyo amor esperaba sin reservas.
Entregarse al Padre y a su reino, fue para Jesús entregarse a los hombres en la
actitud de «dar su vida» por la salvación de todos (Me 10, 45), tanto más, cuanto
más necesitados: solidaridad de fraternidad hasta el don total de sí mismo.
Es necesario llamar la atención sobre otro rasgo de la vida y del mensaje de Jesús,
de cuya importancia nos estamos dando cuenta en nuestros días. Jesús acogió a
todos los hombres, justos y pecadores, opresores y oprimidos, ricos y pobres; pero
en su vida y en su mensaje se puso claramente de parte de los pobres y oprimidos,
se solidarizó con ellos en la realidad de su opresión y pobreza, y proclamó
enérgicamente las exigencias de la justicia: el Dios que Jesús anunció era el Dios
que se había revelado en el antiguo testamento como el liberador de los oprimidos y
explotados; el Dios justiciero y que reclama la justicia 8.
He aquí las palabras de Jesús en el sermón de la montaña: «Bienaventurados los
pobres, porque el reino de Dios es vuestro. Bienaventurados los que ahora padecéis
hambre, porque seréis saciados» (Le 6, 20-21). Hoy día la investigación bíblica
reconoce en esta redacción de san Lucas el texto original de la bienaventuranza de
8. Cf Dt 24,141 Sal 9,10-13; 10, 14.17-18; 72,12-14@ 76, 10; 146,7; 82,2-4; Is
1, 23; 3, 14-15: 10, 1-2; 11, 14; 58, 3. 6-1 1; Jer 21, 12; 22, 3. 13-17; 23, 5-6; Ez
34, 27.
168 En tomo a la teología de la liberación

Jesús sobre los pobres: Jesús se refiere a los que padecen realmente la pobreza, y
anuncia que Dios, en el acto salvífico de su reino, va a actuar su poder soberano en
favor de los desamparados y oprimidos.
Las bienaventuranzas sobre «los que tienen hambre y sed de justicia», «los que
padecen persecución por la justicia», no se refieren exclusivamente a la actitud del
hombre ante la gracia de Dios, sino también al cumplimiento de la justicia entre los
hombres (Mt 5, 6. 1 0; 6, 33).
Apropiándose las palabras de Is 61, 1 (Le 4, 18), Jesús afirma que ha sido enviado
a anunciar la buena nueva a los pobres y la liberación a los oprimidos. Más aún: se
identifica de tal modo con los pobres y marginados que la opción «con él o contra
él» (Le 11, 23) se realiza concretamente en la conducta de ayuda o de desinterés
ante los desheredados del mundo: «lo que hiciereis a uno de estos hermanos míos, lo
hacéis a mí mismo» (Mt 25, 34-45; cf. Is 58, 6-7).
Las enérgicas palabras de Jesús sobre los ricos iluminan su actitud y su mensaje
sobre los pobres: «¡Ay de vosotros los ricos!» «Nadie puede servir a Dios y al
dinero»: «Es más fácil que un camello pase por el hueco de una aguja que a un rico
entrar en el reino de Dios» 9.
El mensaje de Jesús presenta una coherencia y una radicalidad asombrosa: Dios,
su Padre, Padre de todos los hombres y, por eso, todos hermanos: «uno es vuestro
Padre» y «todos vosotros sois hen-nanos» (Mt 23, 8-9). El reino, acto supremo del
amor del Padre, y por eso exigencia absoluta de amor fraterno y de justicia (Mt 23,
23); un reino y una exigencia, que se personifican en el mismo Jesús: «por el reino»
y «por mí» son lo mismo. Toda la ley se condensa en el amor de Dios y en el amor
del prójimo, inseparablemente unidos (Me 12, 28-34; Mt 22, 34-40).
Quedan excluidas a la par la actitud de autosuficiencia ante Dios y de egoísmo ante
el prójimo. Jesús condena todo dominio del hombre por el hombre, toda opresión;
su actitud y la de sus discípulos debe ser la del amor y del servicio, del dar y del
darse a los otros (Le 22, 25-27; Me 10, 42-45; Mt 20, 25-28; Hech 20, 35).
Jesús no fue un revolucionario político, ni recurrió a la violencia armada, como lo
hacían los celotes; su acción y su mensaje, esencialmente religiosos, se inspiraban
en la paternidad universal de Dios y en la fraternidad de todos los hombres 10.
Pero, por eso mismo, su actitud y su mensaje ante la injusticia y la opresión no fue
neutral: en nombre del Dios, Padre de todos, y de la justicia de su reino, Jesús

9. Le 6, 24-25; 16, 13-15; 18, 25; Mt 6, 24; 13, 32; 18, 25; 19, 24. lo. Cf, 0.
Culimann, Jesús i- los rei,olucionarios de su tiempo, Madrid 1973: M. Hengel,
Jesús Y, la violencia revolucionaria, Salamanca 1973; D. Flusser, Jesús en sus
palabras j- en su tiempo, Madrid 1975.
En torno a la teología de la liberación 169

estuvo de parte de los oprimidos y proclamó la fraternidad cumplida en la justicia.


Esta fue su revolución, la más honda y dificil, la única verdadera: la del amor que
responde a la violencia con el amor, y que está dispuesta a sufrir la violencia de los
poderosos del mundo por la liberación de los hermanos oprimidos.

7. El mensaje y la praxis de Jesús constituyen la norma directiva de la vida


cristiana como existencia en la fe, esperanza y caridad; la reílexión teológico sobre
tal existencia pennite comprender que el compromiso por la liberación de los
oprimidos y por la superación de las estructuras de opresión es una exigencia
indispensable de la autenticidad cristiana.
La fe cristiana no será auténtica si no incluye, indivisiblemente unidos, la
proclamación del mensaje y el testimonio-de la vida. En el mensaje de Jesús tiene
una importancia primordial la proclamación de la fraternidad de todos los hombres
como hijos del mismo Padre, Dios, y como hermanos del mismo Jesús. Proclamar
este mensaje de fraternidad sin cumplirlo en el testimonio de las obras del amor y de
la usticia sería una contradicción: se negaría con los hechos lo que se

i
expresa con las palabras. El mensaje cristiano perdería su credibilidad. En su
dimensión práxica la fe cristiana reclama el compromiso por la justicia 1 1.
La índole propia de la esperanza cristiana proviene de la originalidad de la
escatología cristiana en su dialéctica del «ya-ahora» y del «todavía-no»: la salvación
integral del hombre comienza ya en su existencia terrena, como anticipación de su
plenitud venidera (definitiva y metahistórica) en la participación comunitaria de la
gloria de Cristo resucitado. La esperanza cristiana (en su dimensión comunitaria) no
se refiere únicamente a la salvación en el más-allá de la muerte, sino también a la
salvación integral del hombre ya desde ahora en el mundo. La vida en este mundo
es para el cristiano, no solamente el tiempo de la decisión ante la salvación última
venidera, sino también de la inauguración del reino de Dios en el mundo como reino
de justicia y de amor, de participación de todos en los bienes del mundo creado por
Dios para todos y para ser transformado por el trabajo humano en beneficio de
todos. La proclamación de la salvación del hombre más-allá de la muerte, sin el
compromiso por una vida digna del hombre en este mundo, sería una deforinaci¿)n
del mensaje cristiano. Si el cristianismo proclama nuestra participación comunitaria
en una salvación última y metahistórica, pero iniciada ya ahora en el mundo. La
vida en este mundo es para el cristiano no solamente el dimensiones de la existencia
humana. Al hombre no se le salva con la mera promesa de un más allá feliz, sino
con la realidad tangible de la
1 1. Cf. Gaudium et spes, n. 43.
170 En torno a la teología de la liberación

fraternidad cumplida en la justicia, como signo efectivo anticipador de la plenitud


esperada. El mensaje cristiano será signo de esperanza de un más-allá, en la
medida en que muestre su eficacia con el amor y la justicia en el mundo. Lo ha
dicho el Vaticano 11: solamente el amor cristiano, cumplido en la ayuda de los
necesitados, despertará en los hombres la esperanza en Cristo 12. Esta es la
salvación del hombre, que la esperanza cristiana está llamada a proclamar y
cumplir. En una situación marcada por el pecado de «graves injusticias», «de la
opresión que impide a la mayor parte de la humanidad participar de

un mundo más justo y fraterno», la salvación tendrá que ser liberación.

La caridad cristiana sin el compromiso por la justicia quedaría


reducida a un sentimiento estéril, vacío de contenido real. La justicia
es precisamente la primera exigencia del amor del prójimo: la exigencia de
reconocerlo y respetarlo (en la praxis) en su dignidad personas inviolable y en sus
inalienables derechos. Por su parte la justicia llega a su plenitud en el amor.

Una teología de la existencia cristiana no puede menos de incluir la reflexión sobre


el compromiso cristiano por la justicia y por la liberación de la injusticia en todas
sus formas.

8. Al centrarse en el tema de la opresión socio-económicoPolítica, la teología de


la liberación corre el riesgo de una visión unilateral de la salvación cristiana:
formulándolo de un modo global, el riesgo de acentuar la dimensión inmanente del
cristianismo

con
Perjuicio de su trascendencia. Y es bien sabido que el prob] ema inmanencia-
trascendencia está presente en toda reflexión teológico, precisamente porque el
cristianismo es esencialmente autodonación de Dios al hombre en la historia, lo
divino en el hombre, lo metahistó rico en lo histórico, lo escatológico presente ya
en el tiempo y en el mundo.

El riesgo cie esta reducción unidimensional se cierne concreta

mente: en la cristología, basada sobre


todo en el Jesús de la historia y
olvidada del Cristo de la fe; en la eciesiología, que amenaza la unidad Y
universalidad de la iglesia con la división de la comunidad eclesial

en clases sociales; en la escatología, con la fórmula «una sola historia» que co

n razón pone de relieve que la historia de la salvación tiene lugar dentro de


nuestra historia humana, pero olvida que no se identifica con ella, sino que la
trasciende; en la antropología, con el énfasis del «ágape» cristiano como amor del
prójimo más que como amor de Dios, no teniendo en cuenta su inseparabilidad Y
mutua implicación, y la supremacía de la relación del hombre a Dios.

12. Guadiuni et spes, n. 93; cf. Mensaje del (@onc-ilio, 20. 10. 1961.

En torno a la teología de la liberación 171

El olvido de la perspectiva integral de la revelación cristiana ha llevado (en el


pasado y en el presente) a una teología deformada, y deforinadora de la existencia
cristiana. En el pasado la teología defon-nó «espiritualísticamente» la salvación
cristiana, al subrayar unilateralinente su dimensión de futuro metahistórico; ahora el
riesgo de deformarla se presenta de signo contrario, como acentuación de su aspecto
meramente histórico e intramundano. Antes, la teología pensaba el amor cristiano
como compromiso por la salvación del projimo en la plenitud venidera más allá de
la muerte; ahora, en cambio, como compromiso por su salvación en el mundo, por
su liberación de la opresión. Y en ambos casos tendría lugar el mismo olvido, a
saber, que la salvación venidera no tiene sentido sino como anticipada en la
liberación integral del hombre, y que ésta a su vez no tiene sentido sino como
anticipación de la plenitud venidera-
Como toda otra teología, la teología de la liberación no puede prescindir de la
mediación de la filosofía y de las ciencias humanas, teniendo siempre en cuenta que
la reflexión teológico no está necesariamente vinculada a ningún sistema filosófico
concreto, ni a ninguna economía o sociología determinadas; debe permanecer
abierta a la diversidad de análisis sociológicos, y no puede adoptar uno de ellos sin
justificar previamente esta preferencia. Por lo que se refiere a la adopción del
análisis socio-económico marxista, no se puede prescindir de la cuestión de si este
análisis es exclusivamente científico, o si

1
implica presupuestos filosóficos inconciliables con la fe cristiana: ¿Es
sociedad y de la historia) de sus contenidos estrictamente sociológiposible decantar
en el marxismo su visión atea (del hombre, de la
cos? ¿Y cuáles son en concreto estos elementos? Si no se aclara previamente esta
cuestión, se corre acrítica de conceptos con el resultado de una teología ambigua. el
riesgo de una trasposición

Concretando más esta cuestión: ¿se puede adoptar el concepto de «lucha de clases»,
que el marxismo comprende dentro de una escatología puramente inmanente y de
una visión colectivista del hombre, e insertarlo sin más en el contexto radicalmente
diverso de la escatología y de la antropología cristianas? ¿Se puede hablar de
«revolución», sin explicitar los caracteres originarios de una revolución cristiana, sin
especificar las condiciones y los medios que impone o excluye la ¿tica cristiana?
¿-,se puede asumir el mesianismo proletario y. consiguientemente, la dictadura del
proletariado? ¿se puede pasar por alto el hecho elocuente de que las «revoluciones»
marxistas han desembocado en la dictadura totalitaria, es decir, no en la liberación
del hombre sino en un tipo nuevo de opresión? ¿cuando se habla de «opción por el
socialismo», se precisa debidamente el concepto (hoy día tan multiforme) de
«socialismo»? Es decir, -se piensa en el monopolio estatal

(1
de los bienes de producción, o simplemente en una parcial disminu-
172 En tomo a la teología de la liberación
En torno a la teología de la liberación 173

cion de la propiedad privada a favor de la propiedad estatal? ¿No


La nueva perspectiva eclesiológica de¡ Vaticano 11, que pone en

comunidad de sería más concreto y práctico tener en cuenta los diversos modelos de primer
plano el ser de la iglesia como pueblo de Dios,

socialización de la propiedad, ya actualmente realizados, que basarse


la fe, esperanza y caridad» 14, señala a la teología la tarea de repensar

la misión de la iglesia en el mundo


como testimonio indivisible de la fe en un concepto abstracto, que la experiencia misma de los
llamados

«estados socialistas» ha demostrado inviable? en Cristo y del compromiso de la esperanza y


caridad por la salvación
La complejidad de una situación histórica concreta (factores integral del hombre ya desde
ahora en el mundo. La evangelización
antropológicos, culturales, económicos, sociales, políticos, etc.) exige
no podrá soslayar las cuestiones de la justicia, de la liberación y de la
una actitud crítica de alerta ante el espejismo de ciertas simplificacio-
promoción del hombre 15. La eclesiología no se limitará a la funda-
nes tan cómodas y manejables, como ilusorias y reductivas de la
mentación de la institución eclesial, sino que deberá tener en cuenta
realidad histórica. Esta actitud crítica impediría el error de identificar
las estructuras concretas de poder humano (aun en los bienes tempo-
el cristianismo con un determinado sistema socio-económico-político,
tales), que la iglesia se ha apropiado a lo largo de la historia, y que

evan
gelio
y de
la
situa
ción
cualquiera que sea 13. hoy día exigen
una revisión a la luz del
La ética cristiana representa un ideal de justicia y libertad, que no
actual del mundo. El papa Pablo VI ha pronunciado palabras graves

la iglesia se
libere de las
estruc
puede sacrificar la una a la otra, sino intentar mantenerlas en la
sobre la necesidad de que

s de
cas que ahora se hacen visibles como deformacione

tensión dialéctica que las caracteriza. Dentro de este ideal cristiano de


participación comunitaria creciente en todos los niveles de la vida
evangélico y de su misión apostólica, y de un examen crítico, histórico i,

la
generación
humana, caben opciones concretas diversas, que la teología debe ético para
dar a la iglesia su forma genuúia, en la que

reconocer como abiertas a la libertad personal de cada cristiano. No


actual &sea reconocer la figura de Cristo 16.

Si, según el
Vaticano 11, los sacramentos son
Podemos olvidar la lección de la historia sobre la deformación del
actualizaciones

cristianismo, cuando se configuró como «cristiandad», identificándo- particulares de la


sacramentalidad de la iglesia (sacramento univ ersal
se con un determinado modelo socio-económico-político. Es verdad
de la salvación) 17, la teología sacramentaria tendrá que reflexionar
que el cristiano no debe ser políticamente neutro; pero hay que añadir
sobre la dimensión eclesial de cada sacramento, como incorporación

y participación en la misión
constitutiva de la iglesia de
que no está vinculado a ninguna política determinada.
proclamar el
mensaje cristiano y de testificarlo con la vida, con la praxis
del amor

cumplido en el
compromiso efectivo por la just
9. Junto a estos riesgos, la teología de la liberación presenta icia. Esta
dimensión

eclesial se pone
de relieve en el sacramento de
notables logros, El más importante es el de haber contribuido a la penitencia
y en la

despertar la conciencia eclesial de un aspecto olvidado del mensaje eucaristía. La


reconciliación del pecador con la iglesia es el símbolo

evangélico, a la luz de una situación histórica antievangélica. Es


real de su reconciliación con Dios en Cristo; esta reconciliación
preciso reconocer que la teología de la liberación está llamada a abrir
eclesial no será auténtica, si no está radicada en la hondura del amor

horizontes nuevos en todo el campo de la reflexión teológico. cristiano del


prójimo con su exigencia primordial de justicia. La

-hom- eucaristía
Para comprender cómo se realizó concretamente el hacerse es por excelencia el
sacramento de la fraternidad cristiana:

ó el «pan partido»
simboliza efectivamente el «pan repartido». Por eso,

bre del Hijo de Dios, la cristología deberá prestar más atenci n a la


figura histórica de Jesús; y entonces no podrá menos de tener en

sin el compromiso por el amor del prójimo y por la justicia, la


cuenta la situación histórica de la Palestina en el tiempo de Jesús: una
participación en la eucaristía sería el contrasentido, denunciado ya
situación de opresión total (religiosa, social, económica, política), en
por san Pablo: mientras unos padecen hambre, otros con sus excesos
la que Jesús vivió, actuó y proclamó su mensa e de fraternidad y
abusan de los bienes del mundo 18.
justicia, hasta identificarse solidariamente con los i marginados y opri-

La escatología tendrá que


dedicar un capítulo especial a la origimidos. Solamente dentro de este contexto se podrá
comprender nalidad de la ética cristiana, fundada en la originalidad del «ésjaton»

plenamente por qué (el porqué histórico) Jesús fue condenado a


muerte, cuál fue el sentido total de su muerte, y, por consiguiente, de 14.
Lwnen gentiwn, nn. 8. 9.
SU resurrección. 15.
Evangelii nuntiandi, n. 28.

16. Insegnamenti di Paolo VI,


1971, 672-676.
13. El concilio Vaticano II afirma expresamente que la iglesia, por razón de su
17. Lwnen gentiwn, n. 1 1.
misión wliversal, no está vinculada a ninguna forma particular de cultura, ni a ningún
18. 1 Cor 11, 17-34; 10, 16-1 81 Heb 2, 42-46; 5, 32-35. Cf J. Alfaro,
Cristología j,

sistema político, económico o scial: Gaudium et spes, nn. 42. 7.


antropología, 522-526.

turas históri-
su carácter
174 En torno a la teología de la liberación

cristiano. No basta decir que toda teología del «más-allá», desconectada del «más-
acá», debe ser abandonada definitivamente como mutilación de la escatología
neotestamentaria. Es preciso reflexionar ulteriormente sobre la actitud ética exigida
por esta escatología: la del compromiso por el hombre, por la fraternidad y
participación humana ya ahora en el mundo, como anticipación efectiva de la
salvación plena por venir.
La antropología teológico tendrá presente que la salvación cristiana implica todas
las dimensiones de la existencia humana y les confiere un sentido nuevo, al
insertarse en todas y cada una de ellas; por eso no podrá pasar por alto ni la llamada
permanente del cristiano a la conversión interior, ni su compromiso por el cambio de
las estructuras mismas de la sociedad hacia una siempre mayor participación de los
hombres en todos los niveles del progreso humano. Tomará como su tarea propia la
de contribuir a la formación de un modelo nuevo de cristianos auténticos, de los
que, precisamente porque creen y esperan en Cristo, creen y esperan también en el
hombre, y se empeñan por un porvenir mejor de la humanidad en el mundo.

8
Escatologia hermenéutica
y lenguaje

1. Se puede afirmar, sin temor de equivocarse, que el reciente impulso


renovador de la teología católica (anterior y posterior al Vaticano 11) ha marcado un
cambio radical en el campo de la escatología: un cambio estrechamente vinculado a
la cristología, la historia de la salvación, la teología de la esperanza y la
antropología.

A partir de la segunda mitad de nuestro siglo, se comenzó a tomar conciencia de las


graves deficiencias de la escatología medieval y postridentina (incluido el siglo
XIX), no solamente en su problemática, método, lenguaje, y en su desviación de la
perspectiva auténtica de la escatología neotestamentaria, sino también y sobre todo
en los acerca de las condiciones presupuestos noéticos y hermenéuticos

necesarias para la validez del pensar y del hablar teológicos sobre el «ésjaton»
cristiano
Era ya sintomático la impostación de la escatología clásica como tratado acerca de
la cosas últimas, que delataba una propensión inconsciente hacia la cosificación de
realidades metahistóricas y hacia la reducción de la salvación cristiana a lo que está
aún por venir. Se trataba de una escatología pensada en categorías
«esencialispología dericientas», que ignoraba la historicidad del hombre (antro

te) y (lo que es más grave) había olvidado el concepto bíblico fundamental de la
historia de la salvación, y consiguientemente carecía de una teología de la historia y
de una filosocia del devenir histórico.
El resultado más negativo de estas deficiencias se concretaba en la imposibilidad de
captar el carácter propio del «ésjaton» cristiano en

1. Cf. Y. Congar, Le purgatoire: Le mystére de la -ort, Paris 1951, 279-336; H.


U. von Balthasar, Escatologia, en Panorama de ia Teología actual, Madrid 1961,
499-518; K. Rahner, Principios teológicos de la hermenéutia de las declaraciones
escatolbgicas, en Escritos de teologia IV, Madrid 1964, 411 SS.
176 Escatología hermenéutica y lenguaje

su dialéctica del presente y del porvenir, del «ya-ahora» y del «todavía-no»: el


presente, anticipador de lo venidero, y lo venidero anticipado en el presente.

Pero la escatología escolástica presentaba otra laguna, que no sería exagerado


calificar de enorme: la ausencia de la perspectiva cristológica, es decir, el no darse
cuenta de que el «ésjaton» cristiano se identifica con el acontecimiento de Cristo:
simplemente es Cristo mismo. El núcleo de todo el mensaje neotestamentario está
en la proclamación de que Dios ha cumplido y revelado en Cristo su palabra última
y definitiva,

como palabra de salvación: lo «último» ha acontecido ya en


Cristo, y por eso está aconteciendo y acontecerá en nosotros 2.

El «ésjaton» cristiano incluye la dialéctica de lo «último» y de lo «novísimo»:


ultimidad y novedad absolutas; continuidad en la discontinuidad, entre la historia
de la salvación y su plenitud definitiva, entre el Jesús de la historia (el crucificado)
y el resucitado, ensalzado a Señor de la historia; discontinuidad en la continuidad,
porque entre la anticipación de la salvación y su deí-lnitiva lenitud venidera no hay
p
más vínculo que el de la gratuidad absoluta de la promesa y de la fidelidad de
Dios.

Por eso, escatología y teología de la esperanza se implican mutuamente: el


«ésiaton» es lo «esperado» en la actitud de la «esperanzaesperante», de la
confianza en la promesa cumplida por Dios en

Cristo, y en la que Dios mismo se ha com- rometido. La esperanza cristiana no es


pues la mera «espera» (el «aguardar») de algo previsible por la razón humana
(futurología), sino la relación interpersonal entre el Dios que en Cristo ha cumplido
y revelado la gracia absoluta de su promesa definitiva de salvación, y el hombre
que se confía a esta palabra últiríla de Dios. El lenguaje de la escatología no podrá
ser por consiguiente sino el lenguaje de la esperanza, de la fe que espera y de la
esperanza que cree, y, en último ténnino, del amor que cree y espera.

La escatología actual no puede menos de plantearse ante todo la

e
uestión radical de la posibilidad de hablar con un lenguaje significativo sobre la
salvación cristiana, como «ésiaton» trascendente del hombre y de la historia; es
una exigencia perentoria de la filosofía analítica: ¿se trata de una cuestión
significativa al nivel mismo de cuestión, o de una trasposición acritica de las
posibilidades humanas de preguntar? ¿Podemos decir algo sobre lo «último»
venidero, que todavía no ha acontecido y por eso no se ha manifestado aún en sí
mismo, y en cuanto tal queda inaccesible a nuestro conocimiento? Y,

2. Cf. J. Alfaro, Esperan--a cristiana i- liberación del hombre, Barcelona 1972.


125-
154.

Escatología hermenéutica y leng-je 177

si es posible, ¿dentro de qué condiciones y límites lo podemos hacer? A estas


preguntas se puede dar desde ahora una respuesta hipotética y provisional:
solamente se podrá hablar significativamente sobre el «ésjaton» cristiano, en sí
mismo todavía escondido, si ya en el presente hay signos anticipadores de ese
«último» por venir. El lenguaje escatológico no podrá ser sino el lenguaje
proléptico de la

esperanza.
Será necesario buscar estos signos ante todo en el hombre mismo, como destinatario
de la gracia absoluta de la salvación venidera:

lenguaje sobre un «último» (de gracia) del hombre mismo y de la ¿Hay en el hombre
mismo algo que justifique la significatividad de un

historia?

2. Hace ya dos siglos, Kant descubrió que el interés de la

filosofía tiene su centro en la cuesti¿)


uestión señaló tres aspectos fundamentales de la misma: ¿qué

n ¿qué es el hombre? y dentro de


esta e
puedo conocer? ¿qué debo hacer? ¿qué puedo esperar? 3: La esperanza, estructura
constitutiva de la existencia humana. «El hombre vive en cuanto aspira y espera»,
dirá Bloch en nuestro tiempo4. La sino en cuanto S

libertad humana no puede actuar, ostenida y empuja-


da por la esperanza. De esta experiencia, vivida en todo acto de decidir y obrar
libremente, surge necesariamente la pregunta refleja ¿qué puedo esperar?, Y recibe
su aval de legitimidad el lenguaje de la

esperanza.
Y como la vida humana está tejida de esperanzas concretas,

iempre penúltimas, a través de las cuales el hombre siempre nuevas y s

do ulterionnente (cada meta concreta lograda sqiugeue siempre


esperan
da inmediatamente superada por el impulso radical del insuprimible esperar más allá
de todo lo ya alcanzado), surge inevitablemente la cuestión: ¿qué puedo esperar
finalmente, en últitno término? ¿Cuál es lo último de mi esperar? Si las esperanzas
intrahistóricas realizadas no pueden suprimir la esperanza-esperante, ¿cuál es el
sentido último de

radicalmente por la este esperar y de la vida


humana, marcada

esperanza siempre esperance? ¿Hacia dónde es llevado el hombre

finalmente por su esperanza?


Esta pregunta, a nivel personal, choca frontal y violentamente con
la experiencia y la realidad de un límite, que hace indiscutiblemente de
ella una pregunta significativa: el límite, absolutamente inevitable, de

un realismo dramála muerte. Entonces el ¿qué


puedo esperar? asume

tico. La frontera de la muerte pone radicalmente en cuestión el

omo totalidad: ¿el sentido de la vida y de la


esperanza humana e
3. 1. Kant, Kritik der rein,, Vernunft (Ww. 111) 833-834; Logik (WW IX) 25.

ankfurt 1959, 2.

4. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Fr


178 Escatología hermenéutica y lenguaje

esperar radical del hombre se reduce al ámbito de su existencia intramundana, o


tiende más allá de la barrera de la muerte? Aparece así que la cuestión acerca de lo
«último» de la esperanza y de la vida humana, como totalidad, se impone como
válida y significativa. Si el hombre no puede callar ni sobre su esperanza ni sobre la
muerte, es decir, si no puede menos de plantearse la cuestión del sentido último de
su vida como totalidad, tiene que hablar de su porvenir personal último, de la
«ultimidad» de su existencia.
Pero la muerte tiene aún algo más que decir sobre el sentido último de la vida y
de la esperanza del hombre. Es evidente que la cuestión planteada por la muerte (la
cuestión que es la muerte misma) no admite, como respuesta, sino el dilema
siguiente: o hundimiento de la persona humana en la nada, o paso a una vida
nueva. La muerte COMO caída en la nada, pondría al descubierto que la vida del
hombre tendría, como sentido último, el caminar hacia la nada final, y esta nada
final se repercutiría inevitablemente en la nada como sostén último de toda la vida,
es decir, en el no-sentido como sentido de la vida. Todas las esperanzas y todo el
esperar del hombre tenderían finalmente hacia la nada: la esperanza Y la vida
humana serían, en último término, un fenómeno de espejismo, ilusión total y
alienación fatal, irremediable.
Si, por el contrario, la vida humana tiene sentido precisamente en cuanto
sostenida por la esperanza, quiere decirse que la muerte en su negatividad revela por
contraste que el sentido último del esperar radical del hombre trasciende la muerte
hacia una vida nueva, que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus
propios recursos, ni asegurarse por las evidencias de su razón, sino únicamente
esperarla conf iadamente y recibirla como don absolutamente gratuito. Esta actitud,
que corresponde Fielmente a la situación del hombre ante la muerte, constituye su
apertura a Dios como esperanza última, como aquél de quien el hombre no puede
disponer de ningún modo, sino únicamente acogerlo como la gracia absoluta de su
salvación.
Al nivel comunitario de toda la humanidad a lo largo de la historia, llevada
adelante por la esperanza que une todas las generaciones en la misma aventura hacia
lo nuevo por venir (todavía no acontecido v por eso escondido), la cuestión qué
puedo esperar" toma la forma, (-,qué podemos esperar? ¿Hacia dónde va la
humanidad y su historia? ¿Hacia un «último» definitivo de plenitud inmanente,
intrahistórica? ¿Hacia un progreso indef inido, sin ningún «último» definitivo?
¿Hacia un «último» trascendente respecto de la historia? Es la pregunta sobre la
«ultimidad» de sentido de la historia y de la esperanza de la humanidad: una
pregunta, cuyo signií-lcado tiene su verificación en la vivencia de la esperanza
creadora del devenir histórico.
Escatología hermenéutica y lenguaje 179

Pero el análisis de esta experiencia y de su repercusión en el devenir histórico


permite formular en lenguaje significativo la respuesta. El devenir histórico tiene su
origen en las siguientes constantes fundamentales de la acción de la humanidad en el
mundo: a) la esperanza-esperante del hombre, que ha impulsado y sigue impulsando
todas las generaciones humanas hacia lo nuevo por venir; b) la objetivación de la
actividad humana, a través de los siglos, en acontecimientos históricos concretos; e)
el desnivel insuperable entre la esperanza-esperante y los resultados objetivos
logrados por la humanidad: el esperar humano tiende siempre más allá de todo logro
de la humanidad en la historia.
Se hace as¡ evidente que la condición radical de posibilidad del devenir histórico
está en la trascendencia inagotable del esperar humano respecto a todo lo nuevo ya
acontecido o por acontecer dentro de la historia: la esperanza-esperante tiene el
primado ontológico absoluto en el devenir histórico, y por eso lo trasciende.
Una plenitud intrahistórica, definitiva e inmanente, de la historia
(K. Marx, E. Bloch) terminaría en un callejón sin salida: el desnivel
la subjetividad humana y su objetivación en la transfon-nación entre
de la naturaleza quedaría radicalmente Superado y entonces la humanidad se
encontraría irremediablemente encarcelada en la prisión que ella misma habría
construido a lo largo de la historia: no podría ni esperar, ni descubrir, ni hacer nada,
ni siquiera tener conciencia de sí misma. Suprimida la condición fundamental, que
hace posible toda su relación al mundo, la humanidad sucumbiría por asfixia: su
victoria final sería su derrota definitiva, su absorción en la naturaleza transformada,
en la obra de sus manos 5.
indefinido implica necesariamente la absolutización del devenir en La
interpretación de la historia como un proceso inmanente e

cuanto tal, sin otro fin que el mismo devenir; devenir por devenir sería el sentido
último de la historia. La fuerza, que en último término empujaría incesantemente la
humanidad hacia adelante, no podría ser sino la fuerza fatal del destino: también en
este caso el hombre quedaría encarcelado en la fatalidad, en el no-sentido.
Parad¿>jicamente, plenitud inmanente y proceso inmanente indefinido de la historia
implican la derrota de lo humano y el no-sentido de la historia, porque olvidan el
primado de la esperanza-esperante de la humanidad como raíz última del devenir
histórico.
Y, entonces, el devenir histórico, en su estructura fundamental del desnivel
insuperable entre el inagotable esperar humano y todos los resultados intrahistóricos
logrados o por lograr, se revela como

5. Cf.J.Alfaro,Esperanzamarxistai-esperanzacristiola,enAntropologiaj-teologia,
Madrid 1978, 83-123.
180 Escatología hermenéutica y lenguaje

pennanentemente abierto a una plenitud suprahistórica, que la huma-


nidad no puede alcanzar por sí misma, sino únicamente acogerla
como gracia absoluta: es decir, la historia está abierta por sí misma al porvenir
absoluto y trascendente, a Dios en la gratuidad absoluta de su venida, de su
autorrevelación y autodonación última.
El análisis del esperar humano, en su dimensión personal y comunitaria (muerte,
historia), ha mostrado que el hombre lleva en sí mismo la experiencia presente de su
«ultimidad», y que esta experiencia justifica la validez y significatividad de un
lenguaje sobre lo «último» del hombre y de la historia: el lenguaje anticipador de la
esperanza. Pero ha mostrado además que la historia, en cada momen-' to de su
devenir, está abierta a la gracia de la venida de Dios como Porvenir absoluto, y que
por consiguiente está abierta a la eventualidad de una irrupción de Dios en la
historia, es decir, a un acontecimiento de revelación y salvación que anticipe ya
efectivamente (no solamente como eventualmente posible) la venida definitiva de
Dios y la plenitud venidera de la historia. La fe cristiana no es sino la proclamación
de este acontecimiento: Cristo.
Será necesario examinar ahora el proceso en que este acontecimiento escatológico
se ha cumplido, la experiencia en que se ha hecho presente y el lenguaje en que ha
sido expresado, teniendo en cuenta lo que en la experiencia y en el lenguaje de la
«ultimidad» humana se ha manifestado.

3. La revelación del «ésjaton» cristiano ha tenido lugar en un proceso histórico,


constituido por una serie de acontecimientos, vividos en una experiencia concreta y
singular de Dios, e interpretados y expresados a la luz de esa experiencia. Me
limitaré a seiíalar los momentos y rasgos fundamentales de este proceso.
El acontecimiento primordial de la revelación veterotestamentaría, siempre
recordado y reinterpretado en la historia de Israel y en los escritos del A T, es el
éxodo: la liberación del pueblo oprimido, su camino en búsqueda de una patria y su
establecimiento en ella. En este acontecimiento vivió el pueblo de Israel la
experiencia de Yahvé como el Dios de la liberación y de la promesa, es decir, como
«el Dios con nosotros» 6, el Dios en marcha con ellos hacia la patria esperada. Esta
experiencia se concretó en la fórmula de la alianza: «Yo seré vuestro Dios Y
vosotros seréis mi pueblo» 7

, que expresa la comunión de vida, ya actual y


presente, entre Yahvé e Israel; una comunión de vida, que implica la promesa, en
que Dios se compromete con su pueblo, y la llamada de Israel a poner su esperanza
en Yahvé: un
6. Is 7, 14.
7. Ex 6, 7; Jer 31, 33; Is 55, 3.

Escatología hermenéutica y lenguaje 181

acontecimiento y una experiencia presentes, grávidos de porvenir y creadores de


esperanza, de un porvenir y de una esperanza sin límites: la promesa y la esperanza,
fundadas en el acontecimiento, cumplido por Yahvé, de la liberación, y en la
experiencia que Israel vivió en este acontecimiento. Yahvé, que se revela y a la vez
se esconde en el misterio de su fidelidad y de su libertad soberana, reclama de su
pueblo la actitud de abandonarse sin reservas a su promesa, la actitud del éxodo
interior de la esperanza en él.
El origen de la historia de Israel, como historia de salvación, ha tenido estructura
dialogal entre la libertad-fidelidad de Yahvé y la libertad-esperanza de Israel; y
precisamente en esta estructura dialogal estaba anticipado el porvenir de Israel
como salvación. La tensión de esta relación interpersonal, que aflora siempre en los
momentos decisivos de la historia de Israel, ha sido la misma: por una parte, Yahvé
que celosamente reclama una confianza incondicional en él, y por otra, el pueblo
israelita que busca garantías tangibles y seguridades humanas, siempre reacio a
confiar su porvenir al misterio de Dios

. pre abierta hacia el

en su promesa; una promesa, que se irá revelando en contenidos concretos nuevos,


pero que permanecerá siem

porvenir escondido.
Cuando, a partir del siglo VIII (a. C.) los profetas anunciaron la venida del «día de
YahVé» 8, de su acto salvífico definitivo, no por eso bió la situación dialogal entre
Yahv@ y su pueblo, sino que se hizo

cam
más exigente: el nuevo anuncio no era, en el fondo, sino la llamada a una esperanza
nueva y más radical en Yahvé. Los profetas no pudieron anunciar la alianza nueva y
definitiva, sino a la luz de su experiencia personal privilegiada de Yahvé
(experiencia de su gracia y de su palabra, comunión de vida) y de las intervenciones
salvíficas cumplidas ya por él: es decir, a la luz de su fe y esperanza, que se
expresan en el anuncio del «día de Yahvé», del que será por excelencia el día de su
poder salvador. Su mensaje ha sido fundamentahnente idéntico: en el desastre de la
nación, de la monarquía davídica y del templo (es decir, superadas las promesas
concretas del pasado) permanece siempre, y siempre nueva, la fidelidad de Yahvé y
su llamada a esperar en él por encima de toda garantía tangible (templo, monarquía,
nación). El porvenir nuevo y definitivo fue conocido por los profetas solamente en
su esperanza (ya presente), y solamente en esa misma actitud de creer-esperar en
Yahvé podía ser conocido por Israel. La nueva promesa de Dios anunciaba el
«ésjaton» definitivo, aunque no expresaba explícitamente su carácter trascendente.
Es particularmente significativo el hecho de que la fe explícita en una salvación
trascendente (resurrección de los muertos) no apareció

8. Am 5, 12-20; 8, 9; is 2, 6; 24, 21; Jer 16, 19; Jn 2, 2; 3, 4; Ez 7, 7; 34, 12.


182 Escatología hermenéutica y, lenguaje

en el A.T. sino en el contexto de la experiencia presente de la comunión de vida


del «justo» con Dios, y como expresión de la esperanza del «mártir» en la fidelidad
invencible del Dios de la alianza 9: la muerte no puede tener la última palabra
sobre los que han vivido y han dado su vida, poniendo en Dios su esperanza. La
experiencia de la esperanza incondicional en Dios implicaba la precomprensión
vital de una salvación última más allá de la muerte: en esta experiencia reveló
Yahvé su acto salvífico definitivo.
En su acción y en su mensaje, Jesús proclamó la venida, ya presente, del reino
de Dio!, es decir, el cumplimiento del acto salvífico definitivo. Y esta venida se
está cumpliendo precisamente en la Persona misma de Jesús, en su acción y en su
mensaje 10. El reino, que está viniendo ya ahora, vendrá en plenitud al fin de los
tiempos 1 1 . La gracia absoluta del reino y su carácter indiviso de presente y de
por venir, he aquí lo nuevo y original que marca la persona de Jesús, su vida, su
praxis y su mensaje.
«El reino de Dios» era para Jesús el reino «del Padre». La experiencia,
totalmente nueva y absolutamente singular, en que Jesús vivió su relación a Dios
como «su Padre» (experiencia de intimidad filial en el abandono confiado y en la
sumisión), fue el manantial vivo de su actitud nueva ante el reino, expresada en la
proclamación de su cumplimiento ya presente y por venir. En esta actitud de
esperanza incondicional en «su Padre» y de solidaridad al servicio de los hombres,
Jesús sufrió y venció la muerte en la certeza de la confianza en la victoria del
poder de Dios sobre la muerte y de la plenitud de la salvación venidera 12.

La iglesia primitiva surgió de dos experiencias fundamentales: la experiencia de


las manifestaciones del resucitado y la experiencia del Espíritu como don del
resucitado. Estas dos experiencias se expresaron en la fe y en la esperanza
cristianas: proclamación de la resurrección de Cristo como cumplimiento de las
promesas y momento decisivo de la historia de la salvación «<señorío» salvífico
del resucitado): esperanza en la venida última de Cristo, «el Señor». Desde el
principio aparecen indivisiblemente unidas la fe en el acontecimiento salvífico, ya
cumplido, de la resurrección de Cristo, y la esperanza en lo «último» venidero en
la manifestación de la gloria de Cristo y en la participación en ella 13.

9. Sal 16, 1 0-1 1; 49, 16; 73, 25-28; Dan 12, 1-3.13; 2 Mc 7, 9-14. 23.29.35. Cf.
J. L.
Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Madrid 1975, 85-97.

10. Mc 1, 14-15; 2, 10; 3, 23-27; 9, 22-24; 10, 48-52; Lc 4, 18; 7, 22; 10, 23-24;
11, 20; 16, 16; 17, 21; Mt 11, 1-8; 12, 25-28.
1 1. Mc 14, 25; Mt 6, 1 0; 26, 29; Lc 1 1, 2; 22, 18.30.
12. Cf. J. Jeremias, Abba. Elmensaje centraldelnuel,o testamento, Salamanca
1981,
1 1 3s.

13. 1. Cor 1, 2.7; 15, 12-26; 1 Tes 1. 3.10.

Escatología hermenéutica y lenguaje 183

Estamos sanados en la esperanza 14: esta frase de san Pablo expresa la situación
del cristiano, ya salvado por la muerte y resurrección de Cristo (y que ha recibido ya
el don del Espíritu, como principio vital y garantía de la resurrección venidera) y
todavía no llegado a la plena participación en la gloria de Cristo. El cristiano vive
entretanto de la experiencia presente de la «adopción filial», suscitada por el
Espíritu: la experiencia, traducida en esperanza, vive y capta anticipadamente la
plenitud de la salvación venidera 15.

4. El análisis antropológico del esperar radical del hombre ha mostrado que no


es posible hablar con lenguaje significativo acerca de lo «último» humano, sino
partiendo de un acontecimiento vivido en la experiencia presente y en la actitud de
la esperanza. A su vez, la reflexión sobre lo nuevo y original del «ésjaton» cristiano
permite comprender que no es posible expresarle en lenguaje significativo, sino
partiendo del acontecimiento salvífico de Cristo, vivido en la experiencia de la fe, y
en la actitud de la esperanza cristiana fundada en este acontecimiento: «espero la
resurrección de los muertos» 16. Basándonos en estos resultados, se pueden señalar
los siguientes
principios hermenéuticos:
1. El «ésjaton» cristiano se ha cumplido ya anticipadamente en el
acontecimiento total, único e irrepetible, de Cristo (en su vida, acción, mensaje,
muerte y resurrección): acontecimiento, ya cumplido, de salvación para Cristo
mismo y en él para nosotros. Por eso,

ser válida y significativa, tendrá toda proposición


escatológico, para

que ser necesariamente cristológica; a saber, tendrá que expresar algo que
pertenezca al acontecimiento de Cristo y a la salvación cumplida tá toda ella en
esperar ya en él. La esencia de la esperanza cristiana es
que lo ya cumplido en Cristo, se cumplirá también en nosotros.
2. El «ésjaton» cristiano es Dios mismo, el Dios que ha venido ya en Cristo, que
está viniendo en el Espíritu de Cristo, presente en la iglesia, y que vendrá en la
donación-revelación plena de sí mismo. Es. pues, un «ésjaton» de gratuidad
absoluta, trascendente respecto a todas las posibilidades de la acción y de la
previsión del hombre en el mundo y en la historia. Por eso es un «ésjaton», que deja
abiertas todas las posibilidades de futuros concretos intrahistóricos (siempre
penúltimos). Por consiguiente, los enunciados sobre fenómenos futuros
intrahistóricos (que tendrían lugar dentro del tiempo y del espacio) no pertenecen a
la escatología. Ni pueden ser escatológicas las representaciones de orden físico (en
el fondo, espacio-temporales),

14. Rom 8, 24.


15. Rom 8, 10-17.23-24.35-38; 5, 5-

16. DS 150.
184 Escatología hermenéutwa y lenguaje

con las cuales se pretende decir algo significativo acerca del más-allá de la muerte y
de la historia. Tal lenguaje sería formalmente contradictorio, porque trataría de
atribuir fenómenos intrahistóricos a una realidad suprahistórica: crearía la ilusión de
trascender la historia, cuando en realidad no diría sino algo inmanente a la historia.
3. La iglesia naciente conoció el acontecimiento de Cristo, como el «ésjaton»,
en la experiencia del resucitado y del don de su Espíritu, en la experiencia presente
de una salvación anticipada, toda ella orientada hacia su plenitud venidera: es decir,
en la experiencia presente de la fe-esperanza. En esta misma experiencia de fe-
esperanza ha conocido la iglesia a lo largo de los siglos y conoce ahora la salvación
ya presente y venidera: el «ésjaton» cristiano no es accesible sino a la fe-esperante
(la esperanza está incluida en la «fides qua», y la fe, a su vez, en la «spes quae»), a
saber en la experiencia presente de «estar salvados en la esperanza»; no, por
consiguiente, en la actitud neutral de una mera previsión del futuro. Ya lo intuyó san
Agustín: «Cum autem bona nobis promissa futura esse credimus, nonnisi
sperantur»17 Esto quiere decir que el ya revelado «ésiaton» cristiano pennanece
siempre oculto, y captable únicamente en cuanto creído y esperado. Por eso no
pueden tener significado sino los enunciados escatológicos que hablan de lo por
venir partiendo desde el presente, y no viceversa: tales enunciados deberán hablar
del presente (y del pasado ya cumplido), en cuanto orientado por i;í mismo hacia lo
«último» venidero, del que el hombre no puede disponer ni siquiera con los cálculos
de su razón. En la medida, en que la fe-esperanza es sustituida por la previsión, se
convierte en mera espera del futuro, y el lenguaje sobre lo «último» cristiano deja de
ser significativo.
4. El «ésjaton» cristiano se ha revelado como plenitud de salvación ya cumplida
en Cristo, en todas las dimensiones fundamentales de su existencia humana (en su
relación a Dios, a los hombres, al mundo y a la historia), y como participación
venidera de los hombres en esta salvación integralmente humana, anticipada ya en el
presente de la fe-esperanza. Por eso los enunciados escatológicos no podrán tener
como contenido sino lo que se refiere a la salvación integral del hombre, anticipada
ya en el presente de la existencia cristiana integralmente humana; serán enunciados
fundados en la experiencia (precomprensión vivida) y en la comprensión refleja de
la existencia cristiana como fe-esperanza-amor. Por eso la escatología cristiana no
puede ser entendida como mera información adelantada sobre lo que pasará en lo
último por venir; tendrá que decir algo que tenga que ver con el creyente en el «aquí
y ahora» de su existencia en el mundo como existencia salvada, y que esté en
conexión con su salvación

17. San Agustín, Defide, spe et caritate I, 8 (PL 40, 235).


Escatología hermenéutica y lenguaje 185

venidera integralrnente humana; de lo contrario, la revelación del «ésjaton» no sería


palabra de Dios «aquí y ahora» para el cristiano.
5. Como la revelación no es exclusivamente un contenido doctrinal, sino ante
todo un acontecimiento salvífico cumplido por Dios, la experiencia del
acontecimiento y la expresión humana de esta experiencia, así la revelación del
«ésjaton» implica el acontecimiento salvífico cumplido por Dios en Cristo, la
experiencia de este acontecimiento y su expresión humana en la fe-esperanza
eclesial: experiencia de un presente de salvación, que anticipa la plenitud de la
salvación venidera. Lo que Dios ha cumplido y revelado en Cristo es para nosotros
la palabra de su promesa irrevocable, pero aún no cumplida, y que por eso nos llama
a la esperanza. La gracia de la promesa suprema es la promesa de la gracia
suprema, de la salvac on u ima como pura y absoluta gracia, ante la que no cabe
otra actitud que la de la esperanza.
6. En plena lógica con su exclusión del valor salvífico del acontecimiento de
Cristo (desmitización), Bultmann ha excluido la salvaci¿)n venidera del «ésjaton»
cristiano (escatología de puro presente: desescatologizaci¿>n): al despojar la «fides
quae» de todo contenido, despojó la «fides qua» de la esperanza. Pero entonces
surge la enorme aporía: ¿qué sentido puede tener para el hombre un cristianismo,
despojado de la esperanza en la salvación? En el fondo, se revela aquí la laguna
más lamentable de la antropología de Bultmann, inspirada a su vez en la de
Heidegger. El análisis existencias de Heidegger descubrió la «angustia» como
dimensión radical del hombre, sin preguntarse ulteriormente si la «angustia» no
supone, como condición previa de posibilidad, un nivel humano más profundo, el de
la esperanza: si el hombre vive la experiencia de la angustia, ¿no es porque espera y
se siente amenazado en su esperanza? Lo originario y radical es el esperar: la
angustia es lo derivado. El impulso fundamental del hombre a realizarse en la
libertad no puede provenir, en último término, sino de la esperanza. La escatología
sin «ésjaton» de Bultmann, no solamente representa una herida mortal para el
cristianismo, sino que se basa en una interpretación insostenible de la existencia
humana. Ni el creyente ni el hombre pueden vivir sin esperanza.
La reducción escatológico de Bultmann proviene de una reduccion previa, no
solamente cristológica, sino también antropológica e histórico-salvífica. Reducción
del acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo a mera revelación del
juicio divino de condenación y salvación del hombre; reducción del kerygma a
interpelación del hombre a vivir en la autenticidad; reducción de la existencia
cristiana al momento presente de la decisión, privándola de la esperanza de la
salvación futura; reducción de la antropología a la interioridad humana, olvidando la
dimensión de la corporalidad
186 Escatología hermenéutica y lenguaje

como fundamento de la relación del hombre a los otros y al mundo. El contraste


entre el pensamiento de Bultmann y el de san Pablo es radical: el apóstol pone de
relieve con énfasis que sin la realidad y el sentido salvífico de la resurrección de
Cristo la fe y la esperanza cristiana carecen totalmente de fundamento; no vale la
pena ser cristiano 18.
7. Los principios hermenéuticos de la escatología cristiana (a saber, el
cristológico, el antropológico y el hist¿>rico-salvífico) se incluyen mutuamente; en
el fondo constituyen un solo principio. Por eso la reducción de uno de ellos lleva
consigo la de todos: solamente manteniendo cada uno en su integridad, se puede
mantener el sentido integral de los otros.
8. La escatología y la esperanza cristiana tienen su criterio de verificación en la
praxis del amor del prójimo y del compromiso por la justicia en el mundo, es decir,
por la participación comunitaria en los resultados de la transformación por el
hombre, como anticipación de la participación venidera en la gracia de la salvación
última suprahistórica: solamente en esta praxis el reino de Dios está ya viniendo en
la historia, para venir definitivamente en la plenitud de la salvación esperada.

18. 1 Cor 15, 1-20.32; 1 Tes 4, 13-14.

9
La plenitud de la revelación cristiana:
su interpretación teológico

1. «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos». Con
esta fórmula del concilio ecuménico constantinopolitano (año 381) 1 la iglesia ha
expresado, a lo largo de los siglos, su fe y esperanza en la venida última y gloriosa
de Cristo, como salvador y juez de la humanidad; es decir, en el acto final del
acontecimiento total de Cristo, integrado por la encarnación, muerte, resurrección y
glorificación «a la diestra del Padre». En evidente alusión a la primera venida de
Cristo, encarnado en nuestra condición mortal, se subraya que vendrá por segunda y
última vez en su condición glorificado. Estos dos aspectos de la venida última de
Cristo («de nuevo» y «con gloria») están señalados expresamente en el NT 2; la
fórmula conciliar refleja Fielmente la fe de la iglesia apostólica.
Los más antiguos escritos neotestamentarios testifican que las primeras
comunidades cristianas vivían de la fe en la resurrección de Cristo y de la esperanza
en su manifestación venidera y última. La proclamación del Resucitado como el
«Señor» y la invocación de su futura «venida» constituyen el núcleo originario de la
primera cristología 3. El título veterotestamentario de «Señor», que identificaba la
divinidad de Yahvé con su dominio sobre la historia y sobre la creación, es aplicado
ahora a Jesús resucitado como su nombre propio: él es el Señor de la historia y de la
creación: «para nosotros no hay sino un solo Dios, el Padre, de quien todo proviene
y nosotros somos para él, y un solo Señor, Jesucristo, mediante el cual todo existe y
nosotros por él» (1 Cor 8, 6; cf. 12, 3). La «venida» de Cristo Ivífico sobre la
historia glorificado será el acto final de su «señorío» sa

y la creación.

1. DS 150.

2. Mc 13, 26; Mt 25, 31; Lc 21, 27.


3. Rom 10. 9; 1, 7; 1 1, 26; 12, 3; 15, 1-20; 16, 22; Fip 2, 1 0; 1 Tes 1, 1 0; 4,
14.
188 La plenitud de la revelación cristiana

Los términos «venir» y «venida», frecuentes en el NT, están tomados del lenguaje
veterotestamentario, que pone así de relieve la gratuidad de las acciones salvíficas
de YahVé 4. Pero los escritos neotestamentarios han introducido un término propio
y nuevo, para designar la venida final y gloriosa de Cristo: «parusía». El análisis
de los diversos textos, en que aparece este térm ¡no, y su comparación con otros
términos equivalentes «<el día de nuestro Señor Jesucristo», su «revelación» y
«manifestación»), permite fijar su contenido: Cristo glorificado está aún por venir
j, manifestarse victoriosamente de modo último i, dejinilivo en la actuación y,
revelación plenas de su «señorío» salvífico j,judicial sobre la humanidad j@ la
hivtoria.- resurrección de los muertos y jin de la historia 5. La «parusía»
representa el acto último del «señorío» de Cristo, y por eso el capítulo último de la
cristología, esencialmente soteriológica, del NT.
No puede sorprender el hecho de que los escritos paulinos delaten un interés
marcado por la «parusía»: se trata, en el fondo, del significado cristológico-
soteriológico de la resurrección de Cristo, constituido en ella como el «Señor», y
de la fe y esperanza cristianas fundadas en Cristo resucitado. A este respecto
merecen especial atención dos textos de san Pablo.

a) 1 Cor 15, 20-28; 45, 50-57. Después de haber insistido en la realidad, ya


cumplida, de la resurrección de Cristo, como fundamento de la fe y esperanza (1 5,
11-18), Pablo pasa a hablar de la salvación última esperada. La resurrección de
Cristo y la de los creyentes no están al mismo nivel, porque Cristo ha resucitado
como «primicias» (1 5, 23) de los muertos: el primado corresponde a Cristo,
porque su resurrección es determinante y constitutiva para la nuestra, y ésta a su
vez proviene del «seiiorío» de Cristo (Rom 14, 9; 8, 29; Col 1, 18; Flp 3, 21).
Entre la ya cumplida resurrección de Cristo y la nuestra venidera (tiempo de la
iglesia y de la esperanza), Cristo Señor tiene que destruir las potencias del mal (1
5, 24-25; Rom 8, 38). Por último será vencida por él la muerte (1 5, 26, 54-55).
Entonces, «en un instante indiviso», será «el fin», el término Final del tiempo y de
la historia (1 5, 24. 52): Cristo entregará su victoria al Padre, para que todo esté
definitivamente bajo su dominio: el pecado y la muerte quedarán vencidos para
siempre (15, 28. 56-57). A lo largo de esta perícopa (1 Cor 15, 20-28), Pablo se
sirve de algunas representaciones apocafipticas y las integra en su intención
fundamental indiscutiblemente esca-

4. Cf. J. Schneider, érjomani.- TWNT 11, 662-682.


5. Mt 24, 3.27.37.39@ 1 Cor 1, 7-8; 15-23; 1 Tes 2, 19@ 3, 13; 4, 15; 2 Tes 2,
8; 2 Pe 3, 4@
Col 3. 4@ 1 Jn 2, 8. 281 3, 21 1 Pe 1, 7.131 4, 13. 1 Tim 6, 141 2 Tim 4, 1.81 Tit 2,
13. Cf. J. L.
Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Madrid 1975, 157-169.

La plenitud de la revelación cristiana 189

tológica y cristológica: la resurrección de Cristo y su ensalzamiento a «Señor» han


inaugurado ya el porvenir último de la humanidad, anticipando así la plenitud f-inal
de la salvación venidera. Ahora, todavía no han sido aniquiladas las «potencias
enemigas»; pero esta situación terminará Finalmente en la victoria plena del
«señorío» salvíf ico de Cristo, y de Dios por él 6.
b) 1 Tes 4, 13-18. También aquí Pablo presenta el tema de la «parusía» dentro
del contexto de la resurrección de Cristo como fundamento de la fe y de la
esperanza (4, 13-15. 18; 5, 1 l), y de nuevo emplea varias expresiones apocalípticas
tradicionales que dejan intacto el curso de su pensamiento (4, 16-17). Ante la
preocupación de la comunidad de Tesalónica por la suerte de los cristianos difuntos,
afirma que en la «venida» última y gloriosa del «Señor», todos los que han estado
unidos con él por la fe (tanto los ya muertos, como los todavía vivos) participarán en
la gloria de su resurrección: todos vivirán para siempre con el «Señor» (4, 14-17; 5,
1 0; Rom 6, 1 -1 1; 8,' 1 1. 29-30, 14. 8). Al afirmar la resurrección de todos (los ya
muertos y los aún en vida), Pablo identifica la «parusía» con el fin de la historia: ya
no habrá más muerte, porque comienza para la humanidad la vida nueva e inmortal
con Cristo, vencedor de la muerte (2 Cor 5, 1-5; 1 Cor 15, 27. 55-57): «Cristo ha
muerto y ha resucitado para ejercer su señorío sobre los muertos y los vivos» (Rom
14, 9): «esperamos como salvador a nuestro Señor Jesucristo, que transformará
nuestro mísero cuerpo (mortal) configurándolo a su cuerpo glorioso, con la fuerza
que él tiene de poder someter a sí todo el universo» (Flp 3, 20-21) 7.

La «parusía» no incluye solamente la resurrección de los muertos

como «conft uración» en la gloria de Cristo, sino también la integra9

ción de toda la creación en el destino del hombre cristiforme: ésta es la afirmación


fundamental de Pablo en Rom 8, 19-25. El contexto inmediato está constituido por
la esperanza de la resurrección de los muertos, garantizada por la resurrección de
Cristo y por el don de su Espíritu: la liberación futura del universo es presentada
desde la perspectiva de la glorificación de Cristo en su mismo cuerpo (1 Cor 15, 44-
49) y de la salvación venidera del hombre en su dimensión corpórea (Rom 8, 23).
Es precisamente en la corporeidad donde se funda la relación de Cristo y de todo
hombre al mundo. El contenido dominante en toda la perícopa destaca con relieve
en los versículos 19-2 1: toda la creación está @alizada ha¿-¡a la plenitud última
de la humanidady por eso será liberada de su caducidad mediante su integra-

6. Cf.H.Conzelmann,DerersieBriefandieKorinther,Góttingenl969,317-351;E.
Schendel. Herrschaft und Unterví,erfimg Chrtvti, Tubingen 1971, 1-24; P.
Besko'A,. Re,, Gloriae, Kin ship in the earli@ church, Stockholm 1968.
9 1

7. Cf. B. Rigaux, Les Epítres aux Thessaloniciens, Paris 1956, 527-551; H.


Schlier, Der Aposlel und seine Gemeinde, Freiburg 1972, 75-84.
190 La plenitud de la revelación cristiana

ción en la gloria venidera del hombre resucitado por y@ con Cristo. El hombre ha
recibido ya de Cristo por su Espíritu la «adopción filial», como garantía y comienzo
de la plenitud futura de esta misma adopción en la resurrección de los muertos (Rom
8, 11-18. 23-24). Es el Espíritu de Cristo el que orienta la humanidad, y en ella el
universo, a la participación en la gloria de Cristo; a través de la corporeidad
glorificada del hombre «<la redención de nuestro cuerpo»: 8, 23), la creación está
integrada en el destino del hombre, es decir, en su Cristo-finalización. Es la
esperanza en la resurrección la que permite a Pablo hablar de la esperanza para toda
la creación: la esperanza cristiana lleva el universo hacia el porvenir último de la
salvación (8, 17-20. 23. 25) 8,
La Cristo-finalización de la humanidad, del universo y de la historia aparece de
modo más explícito en el himno (probablemente prepaulino) de Col 1, 15-20.
Cristo, resucitado como «primogénito de los muertos» (de toda la humanidad) tiene
la supremacía sobre todo el universo, que ha sido creado y subsiste por él, en él y
para él: tanto en su origen, como en su permanencia y en su finalidad, la creación
entera, la humanidad y su historia, tienen su razón de ser en Cristo. La supremacía
universal de Cristo se funda en su acción salvífica sobre toda la creación (Col 1, 19;
2 Cor 5, 19; Rom 5, 10; 14, 9; Flp 3, 20-21). «Cristo es eljüi de la creación del
mundo. Hacia él, hacia su venida al mundo, pero sobre todo... hacia su glorifica
@ión en la resurrección, estaba ordenada de antemano la creación. La historia
tiende hacia éb> 9.
El tema de la supremacía de Cristo sobre la creación, la humanidad y la historia,
reaparece en Ef 1, 3-11. 20-23 y 3, 1 1. En la iniciativa absolutamente gratuita de su
amor (Ef 1, 6-9; 2, 4), ha querido Dios realizar en Cristo «la economía de la
plenitud de los tiempos» (Ef 1, 10; 2 Cor 10, 1 l), es decir, llevar a cabo el
cumplimiento definitivo de la historia: «recapitular todo en Cristo» (Ef 1, 10). Dios
ha constituido a Cristo resucitado en jefe (Señor) del universo, sometiendo todo a su
soberanía (Ef 1, 22; Col 1, 18; 1 Cor 15, 24-28), y de este modo ha tinificado
(«recapitulado») toda la historia y la creación en él. «La recapitulación de todo en
Cristo consiste en que Dios ha dado al universo en Cristo unjefe, que está en un
nivel superior y en quien todo está unido y- sustentado. Todo el universo está...
ordenado a éb> 10. Cristo resucitado ha recibido de Dios el señorío sobre el
mundo

8. Cf. E. Kásemann, An die R¿imer, Tübingen 1973, 220-228; H. Schlier, Der


Rümerbrief, Freiburg 1977,256-284; S. Lyonnet, Redemptio cosmicasecumum Rom
8, 17-
23: VD 44 (1966) 225-242.
9 N. Kehl. Der Chrivtushi,mnt¿i Kol. 1, 12-20, Stuttgart 1967, 101-108. Cf,
F. Mussner, La creación en Cristo, en Mlvsteriuni salutis 11.
1 0. H. Schlier, Der Brief an die Epheser, Düsseldorf 1962, 65.

La plenitud de la revelación cristiana 191

presente y sobre el futuro (Ef 1, 20-22). Los tiempos de la historia humana han sido
integrados por Dios en el acontecimiento de la glorificación de Cristo. Este plan de
Dios se está cumpliendo desde ahora en virtud de la resurrección de Cristo (Ef 1,
20; 3, l). Pero Cristo «está esperando hasta que sus enemigos» queden
definitivamente sometidos a él, y por él a Dios (Heb 10, 13; 1 Cor 15, 24-28). No
ha llegado todavía la plenitud definitiva de la historia, como historia de la salvación.
Cristo ha venido ya, está viniendo en el don de su Espíritu, y está todavía por venir
por vez última y definitiva (1 Cor 15, 22; Ap 22, 17-20). La glorificación de Cristo,
como anticipación del porvenir último de la historia, se ha cumplido ya, y está aún
por cumplirse en plenitud definitiva 1 1.
Es pues evidente que la escatología cristiana recibe toda su originalidad del
acontecimiento de Cristo, como presencia del Hijo de Dios en la historia y
anticipación del futuro de Dios: en el fondo es cristología. Por eso no se la puede
comprender sino a partir de Cristo mismo en su relación a Dios, a 111 historia, a la
humanidad y al mundo. Desde sus comienzos la fe cristiana vio el acontecimiento
de Cristo, no solamente en su relación itl pasado como cumplimiento irrevocable de
las promesas de Dios (1 Cor 15, 4; 2 Cor 1, 20), sino principalmente en relación al
futuro como anticipación y garantía de la salvación última por venir: queda ya
inaugurada la etapa nueva y definitiva hacia la plenitud (y, por eso, ultimidad
absoluta) de la humanidad y de la historia. Es el carácter escatológico, único e
irrepetible «<una vez para siempre»: Heb 9, 12. 26-28; 10, 10) del acontecimiento
de Cristo el que orienta la humanidad y su historia hacia su plenitud definitiva, y por
eso, final. El «ya ahora» y el «todavía-no» apuntan hacia el término final
plenificante.
Cristo lleva la humanidad y la historia (y con ellas el universo) hacia su salvación
plena definitiva mediante el don escatológico de su Espíritu, que es en el hombre
garantía anticipadora y principio vital de la resurrección futura (Rom 8, 11-23) y
crea en él la experiencia de la «adopci¿)n filial» y la certeza de la esperanza en la
salvación venidera (Rom 5, 5; 14-16. 38; 15, 3). Sostenida por la experiencia del
Espíritu e impulsada por la esperanza, la iglesia camina hacia el encuentro con
Cristo glorificado, de quien recibirá su plenitud def-initiva. El momento final de la
historia no puede ser previsto (Me 13, 32; Mt 24, 36; Le 17, 20; 1 Tes 5, 1-3; Hech
1, 7), sino esperado: la esperanza cristiana anticipa la salvación venidera en su
plenitud y, por eso, en su carácter de lo último y final.
Inspirándose en los textos del NT, que acabamos de analizar, el concilio Vaticano 11
presenta con toda la claridad deseada los rasgos

1 1. Cf. H. Schlier, o. c., 88-89, 157-158; A. Schlatter, Der Brief an die Epheser,
Stuttgart 1963, 160-163.
192 La plenitud de la revelación cristiana

fundamentales del «ésjaton» cristiano. Cristo ha asumido y recapitulado en sí


mismo la historia de la humanidad. Su resurrección representa el acontecimiento
def initivo en el destino de la humanidad, de la historia y del universo a participar
en la gloria del Seiíor. Cristo gloricicado es el centro fina@ador de la creación y
de la historia. Mediante el don de su Espíritu, presente y actuante en la iglesia,
lleva la humanidad y su historia a su plenitud final: «ha llegado ya a
nosotros elfin de
irrevocablemente los temPOs, j'la renovación del mundo ha quedado ya
establecida j, se anticipa en el Presente de un modo

real@), en cuanto los hombres, unif icados Y vivificados por el Espíritu

de Cristo, realizan bajo el signo de la esperanza la obra que Dios les ha coní-iado
en este mundo, y así caminan hacia la plenitud definitiva de la historia como
participación en la gloria de Cristo. La esperanza escatológico es la actitud de la
iglesia peregrinante hacia el encuentro último con Cristo glorificado. Como
fundamento de este comienzo «<ya ahora») de la plenitud venidera v final de la
historia señala el concilio la glorificación de Cristo co'mo Señor de la historia y la
presencia de su Espíritu en la iglesia, que infunde en ella la esperanza en la
venida última del Señor, es decir, de su venida absolutamente definitiva que
constituirá el término final «<consummatio») de la
historia: versus humanae historias peregrinamur consummationem 12.

2. Recientemente se ha puesto en discusión dentro de la teología católica,


si la escatología neotestamentaria incluye la afirríiación de un térríiino final de la
historia: aun admitida una duración indefinida

salvífico de Cristo en cuanto cumplida en la resurrección de fl


de la historia (sin etapa final), quedaría en pie la plenitud del se orío

hombre, y, por consiguiente, cada

como plenitud en proceso indefinido de


crecimiento. No habría salvación del-,nitiva de la historia como totalidad, sino
únicamente salvación progresiva, y nunca fanal, de cada

fragmento de historia implicado en la salvación personal de cada hombre 13.


No se puede negar que tanto el NT, como el Vaticano 11 hablan expresamente de
un término final de la historia 14; pero la teología no puede limitarse a constatar
este dato, sino que debe tratar de interpretarlo dentro de su contexto propio y de
la intención fundamental del mismo, teniendo en cuenta los principios
hertnenéuticos de la escatología cristiana,, a saber, el cristológico, el histórico-
salvífico y el

12- Conci'iovaticanoii,Const.Dgm.sobrelaiglesia,n.48-49;Const.p a
iglesia en el mundo, n. 45; 1 0; 37-40; 57. así. so re,

13. Sobre la discusión de esta nueva problemática escatológico se Pueden


consultar las páginas 477-494 de mi obra crist,,iogí, ,, antropología,

14. 1 Cor 15, 24; Mc 13, 7; M, Madrid 1973.


13, 40.49; 24, 3.14; 28, lo.

La pleitud de la revelación cristiana 193

antropol¿)gico, sin olvidar la dialéctica del «ya ahora5@ y el «todavía no» que
caracteriza la escatología cristiana.
La intención profunda de la escatología neotestamentaria no puede ser descubierta
sino desde su prerspectiva cristológica; quiere decir ante todo lo que Cristo mismo
es para toda la humanidad, para la historia y para el mundo: el señorío salvífico
universal y definitivo de Cristo resucitado, que se traduce en el destino común de
toda la humanidad, de su historia y del mundo a participar en la gloria del dad, en
cuanto finalizadas y por eso unificadas en un solo centro, Resucitado: la humanidad
y su historia son consideradas como total¡-

Cristo. Esta unificación de la totalidad de la comunidad humana y de su historia


pertenece a la plenitud definitiva del acontecimiento de Cristo, precisamente como
totalidades. La comunidad humana no es la mera suma de las personas que la
componen, ni la historia es la mera yuxtaposición de las historias particulares de
cada individuo: ambas son algo cualitativarnente diverso y nuevo respecto a los
individuos y a su historia personal. Por eso la salvación, siempre en proceso y
nunca definitivamente lograda, de cada hombre y de su historia, reduce
necesariamente el seiíorío salvífico universal y definitivo de Cristo. La historia
estaría siempre en camino hacia una plenitud que no llegaría nunca, hacia un «plus»
siempre mayor y

nun
hombres glorificados con él permanecería siempre en un proceso ca logrado. La
misma plenitud del señorío de Cristo y de los

indefinido de crecimiento, vinculado al devenir definido de la historia: un


crecimiento siempre en la fase de hacerse y que de hecho no se

logrará nunca plenamente.


Merece especial atención la finalización de la historia en Cristo, expresamente
afirmada en el NT y en el Vaticano 11: vivificada y unificada por la presencia
dinámica del Espíritu santo (don de Cristo resucitado) la humanidad y su historia
caminan hacia su plenitud definitiva en la venida última de Cristo. Para comprender
el sentido histórico-salvífico de esta cristofinalización de toda la historia, es
necesario tener en cuenta lo que la historia es por sí sola (en cuanto es creada por el
hombre en la actuación y expresión de su subjetividad en el mundo) y lo nuevo que
la historia recibe de su cristofinalizaci¿)n mediante la presencia del Espíritu de
Cristo en la comunidad hwnana. El hombre no puede por sí solo llevar la historia a
una plenitud final; una plenitud intrahistórica de la historia es imposible, porque la
trascendencia de la subjetividad humana sobre toda meta intrahistórica lograda es
precisamente la condición fundamental de posibilidad de la historia: el desnivel
entre la subjetividad humana y sus objetivaciones en el devenir histórico no puede
ser superado por la acción del hombre en el mundo. La historia, en cuanto obra del
hombre solo, no uede llegar a una plenitud definitiva, y por eso permanece siempre
p
194 La plenitud de la revelación cristiana

abierta al don, absolutamente gratuito, de una plenitud última suprahistórica. El


acontecimiento de Cristo representa la gracia de esta plenitud definitiva (y, por eso,
suprahistórica) de la historia. Entonces se comprende que reducir la salvación de la
historia a la salvación de cada hombre y de su historia personal, equivale a dejar la
historia en su condición meramente humana y creatural de proceso indefinido, que
no puede llegar nunca a una plenitud última: el señorío salvífico de Cristo sobre la
historia quedaría eliminado, y la presencia dinámica del Espíritu de Cristo en la
comunidad humana no cambiaría en nada el devenir creatural indefinido de la
historia; la humanidad y su historia no estarían finalizadas hacia su plenitud def
initiva en Cristo glorificado: en una palabra, no estarían salvadas por Cristo. Aquí
está enjuego nada menos que el carácter único e irrepetible «<una vez para
siempre») deCristo, su carácter de revelación y de acto salvífico
definitivos: Dios no habría pronunciado en Cristo su palabra última
de salvación. La plenitud final (y, por consiguiente, el término final)
de la historia no pertenece pues a las representaciones apocalípticas: son radical y
totalmente cristológicas e histórico-salvíficas. Al afirrnarla, los escritos del NT,
proclaman simplemente el núcleo mismo de la fe cristiana: el señorío salvífico
universal de Cristo, es decir, su divinidad. La base común de las diversas
cristologías del NT está en el acontecimiento de Cristo como acontecimiento
escatológico en sí mismo y para la humanidad, la historia y el mundo.
Por eso la escatología cristiana implica inseparablemente unidos el «ya ahora» y el
«todavía-no», es decir, la salvación como ya cumplida en la primera venida de
Cristo (encarnación, muerte, resurrección) y todavía por cumplirse definitivamente
en su venida última. El «todavía-no» de la plenitud salvífica def initiva significa que
esa plenitud final vendrá efectivamente, y con ella el término final de la historia. Sin
este término final el «todavía-no» carece de sentido: se convierte en un «todavía-no»
indefinido, a saber, en un «siempre todavía-no», equivale a un «todavía-nunca». La
provisoriedad esencial del «todavía-no» queda sustituida por la definitividad de un
«todavía» que permanece para siempre como dilación ¡limitada de mal una plenitud
nunca lograda. Mientras no tenga lugar la plenitud f
de la historia, no se habrá realizado la victoria def initiva de Cristo sobre el pecado
y la muerte (1 Cor 15, 25-27. 55-57-1 Heb 1, 13; 2, 7-9).
La resurrección de Cristo, y la participación de la humanidad en ella, implican que
la salvación será integralmente humana y afectará también a la corporalidad (1 Cor
15, 35 -55; Flp 3, 20-21), es decir, a la dimensión del hombre que funda su relación
a los demás y al mundo. Precisamente mediante la nueva relación de la
corporalidad humana glorificada al mundo, éste será integrado en la salvación última
de la humanidad. Pero esta nueva relación COMUnitaria entre los hombres,
La plenitud de la re-lación cristi-a 195

y de la humanidad con el mundo, no puede llegar a su plenitud definitiva sino al


término final de la historia. También el contexto ntropológico de la escatología
neotestamentaria
soteriológico y a re-

Hay que reconocer por consiguiente que el término final de la claman el fin de la
historia.

historia, del que hablan el NT y el Vaticano 11, no es una mera representación con la
que se quiere decir solamente que en definitiva Cristo vencerá al pecado y a la
muerte, sino una afirmación en la que converge el fundamento cristológico,
histórico-salvícico y antropológico de la escatología cristiana: una afirmaci¿)n, que
no expresa una previsión humana del futuro, sino la convicción cierta de la
feesperanza en Cristo, de la fe que espera y de la esperanza que cree. La iglesia
espera la venida nueva y gloriosa del Señor Jesucristo, como revelación y
cumplimiento plenos (y, por eso, definitivos) de su señorío salvífico: esta esperanza
implica el fin de la historia en la gracia de su planificación suprahistórica.

3. Cristovendrá«ajuzgaralosvivosyalosmuertos»,esdecir, como salvador y como


juez (en el sentido judicial estricto de la palabra), ante quien todos los hombres
tendrán que responder de sus actos: «Todos nosotros tenemos que comparecer ante
el tribunal de Cristo» (2 Cor 5, 10). Con esta imagen se pone de relieve la
responsabilidad del hombre ante la gracia de Dios, cumplida y revelada en Cristo; si
opta definitivamente por rechazarla, es él mismo quien se pierde. Los escritos
paulinos presentan esta perdición definitiva del hombre como autoperdición; el
cuarto evangelio, como autojuicio 15.
Si el hombre no se pierde definitivamente sino en cuanto él mismo se excluye
libremente de la salvación, no se llegará a una comprensión teológico de la
posibilidad de esta perdición definitiva sino desde la

perspectiva dominante de la salvación.


A lo largo de toda la revelación bíblica, la salvación presenta el carácter dialogal de
encuentro interpersonal entre la libertad de Dios, que en absoluta gratuidad llama al
hombre a la comunión de Dios. La salvación del hombre implica pues
esencialmente la libertad soberana de Dios en su autodonación al hombre y la
libertad creatural del hom . bre, que responde a la autodonación de Dios
entregándose a la gracia de su amor. Dios no salva como Dios, sino en la actitud
personal de darse libremente al hombre: el hombre no es salvado como hombre, sino
en su actitud personal de aceptar libremente el don de Dios que es Dios mismo.
La libertad humana es por sí misma libertad responsable, y esta responsabilidad
alcanza el más hondo nivel de radicalidad e incondi-

15. 1 Cor 1, 18; 2 Cor 2, 15; 4, 3; 2 Tes 1, 9; 2, 1 0; Jn 3, 16-20. 36; 12, 48-49.
196 La plenitud de la revelación cristiana

cionalidad ante la gracia de la autodonación de Dios: lleva la marca de lo definitivo.


El hombre no podrá diferir indefinidamente su respuesta; de lo contrario, su
responsabilidad ante la gracia de Dios sería una palabra vacía: el hombre podría
sustraerse en todo momento a la llamada de Dios, eludiendo así totalmente su
situación de responsable. Esto quiere decir que el tiempo de su responsabilidad
decisional ante el Dios de la gracia no podrá durar indefinidamente: tendrá que tener
un término final, el término final de la vida que se llama muerte. Como fin de la
vida, la muerte confiere carácter irreversible a cada momento de la vida y hace de su
duración total el tiempo de la decisión sobre el sentido último de la vida como
salvación o perdición definitivas.
La libertad definitivamente responsable del hombre es creatural y por eso puede
fallar; es capaz de responder a la llamada de Dios con el «sí» de la aceptación o con
el «no» del rechazo: la posibilidad de una respuesta negativa es inseparable de la
posibilidad de una respuesta positiva. Para poder aceptar libremente la gracia de la
salvación, el hombre tiene que correr el riesgo de poder libremente rehusarla. Si el
hombre puede responder con un «sí» definitivo a Dios y recibir la gracia de la
salvación, puede también responderle con un «no» definitivo y perderse. La
posibilidad de que el hombre se excluya libre Y definitivamente de la salvación
constituye y expresa en negativo la seriedad enorme de su responsabilidad ante el
amor inmenso de Dios, cumplido y revelado en Cristo: esto es fundamentalmente lo
que quieren poner de relieve los textos del NT que hablan de la «autoperdición» y
del «autojuicio» del hombre: la realidad y radicalidad incondicional de su situación
de responsable ante la llamada del Dios de la gracia. En su intrasferible libertad
personal, cada hombre puede cerrarse definitivamente al amor de Dios y al amor del
prójimo (inseparables entre sí, según el mensaje cristiano), es decir, encerrarse en la
autosuficiencia y el egoísmo, haciendo de sí mismo el valor supremo de su vida.
Nuestra tendencia humana a buscar seguridades tangibles y calculables de salvación
puede llevarnos a deducir del amor inmenso de Dios la conclusión de la salvación
efectiva de todos y cada uno de los hombres. Se impone aquí una distinción
importante: el acontecimiento de Cristo funda ciertamente (certeza de fe-esperanza)
la esperanza ¡limitada de salvación para todos; pero no lleva consigo la revelación,
explícita o implícita, de que de hecho todos y cada uno de los hombres aceptarán la
gracia de la salvación. La «apocatástasis» (afirmación de la salvación efectiva de
todos), no solamente carece de fundamento bíblico, sino que está en contradicción
con todos los textos del NT que dejan abierta la posibilidad de la «autoperdición»
definitiva del hombre. Concluir del amor de Dios, cumplido y revelado en Cristo, la

La plenitud de la revelación cristiana 197


salvación futura de todos, sería hacer de la esperanza previsión, de la escatología
futurología y de la promesa la premisa de un discurso de la razón humana; es decir,
racionalizar la promesa de Dios e intentar vanamente disponer de Dios con nuestros
cálculos, hacer de Dios un ídolo a la medida de la razón humana; sería, en el fondo,
rehuir la esperanza cristiana auténtica con su riesgo y audacia de abandonarnos sin
reservas a la gracia de Dios en Cristo: la audacia de «creer en la esperanza contra
toda esperanza» (Rom 4, 18) I(I.
A la doble pregunta de sus discípulos, «¿son pocos los que se salvan?», «¿quién
podrá salvarse?», Jesús dio la respuesta adecuada; nada de previsión del futuro, sino
llamada a la responsabilidad (a las exigencias del reino) y a la esperanza: «entrad
por la puerta estrecha», a Dios nada es imposible» (Le 13, 23-25; Mt 19, 26). La
dialéctica de la salvación como gracia de Dios y como compromiso radical de la
libertad del hombre se integra en la experiencia reconciliada de la responsabilidad y
de la esperanza ¡limitada. Esta es la esperanza con que la iglesia ha orado y sigue
orando por la salvación de todos los hombres (1 Tim 2, 1-6). Solamente esta
esperanza sin límites corresponde al significado salvífico ¡limitado de la muerte y
resurrección de Cristo. «En esto consiste el cumplimiento del amor de Dios en
nosotros: en que tenemos plena confianza en el día del juicio... En el amor no hay
temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor... Quien teme, no es perfecto
en el amor» (1 Jn 4, 17-18).

16. Cf. J. Alfaro, Esperana cristiana liberación del hombre, Barcelona 1972, 107-

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