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ANTI – HODDER (Diatriba contra las veleidades post-modernistas en la


arqueología post-procesual de Ian Hodder)

Chapter · September 2003


DOI: 10.13140/2.1.4878.1126

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1 author:

César Augusto Velandia Jagua


University of Tolima
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ANTI – HODDER
(Diatriba contra las veleidades post-modernistas
en la arqueología post-procesual de Ian Hodder)

César Velandia

César Velandia, Universidad del Tolima, Ibagué, Colombia1

A limine

El propósito de esta especulación, es el de hacer una lectura crítica de ciertos


argumentos que han hecho carrera en la arqueología contemporánea que se practica en
América del Sur, a expensas de una incorrecta práctica académica que ha terminado por
“naturalizar” una especie de dependencia intelectual respecto de lo que se ha dado en
llamar como la “Gran Teoría” que se expende allende el Río Bravo. Me refiero a la
forma como se asume en las escuelas de arqueología y en la práctica investigativa una
lectura sin crítica de la teoría producida en METRÓPOLIS y en particular, a las
propuestas de Ian Hodder para resolver, en sus palabras, “las aporías y grietas del
procesualismo”

1. PRIMERO, MI CABEZA EN LA MESA DE DISECCIONES

El hecho de comenzar una argumentación, me coloca siempre en la situación de


discutir, antes que hacer cualquier otra cosa, las condiciones e instrumentos con los
cuales he pretendido construirla. Esta es una práctica aprendida de las lecciones de un
viejo maestro y de la experiencia de intentar explicaciones para mis estudiantes en la
universidad. Consiste en poner sobre la mesa de disecciones, antes que la consabida
rana, mi propia cabeza pues tengo la certeza de que la actitud metodológica más
saludable es poner en duda, antes que la realidad de las cosas a mi derredor, mis propias
capacidades como “lector” de dicha realidad; de que hay que elucidar primero los
instrumentos mentales con que pretendo abordar una cosa para convertirla en objeto de
mi reflexión, pues sólo en esa medida puedo pretender “objetivarla”. De tal manera,

1
Universidad del Tolima, Aptdo. Aéreo 546, Ibagué, Colombia; e-mail: velandia@ut.com.co
cuando apenas me apresto a criticar a Mr. Hodder, estoy poniendo sobre el tapete de
juego, mis cartas bocarriba.

No se trata de hacer una compleja disgresión de interés epistemológico. Esta es, en


estricto, una reflexión sobre el método, es decir una método-logia, mediante la cual
(aparte de poner una linterna en mi caja de los traumas), intento mostrar con
instrumentos prestados de otras cajas de herramientas que la arqueología tiene un
ámbito de opciones reflexivas mucho más vastas que las que pretenden las
explicaciones reduccionistas de algunas academias o ciertas cartillas con esquemas muy
positivistas. De otra manera, se trata de proponer otro lenguaje para hacer una cartilla
más didáctica, si cabe la pretensión.

Una de esas lecciones que se me convirtieron en pauta de conducta imprescindible a la


hora de orientar el trabajo, reza que la primera condición para intentar cualquier
investigación consiste en saber que se tienen dificultades y en distinguir el origen, el
cómo y el modo de dichos obstáculos y que “sólo el reconocimiento de la dificultad es
lo que hace posible superarla” (Zuleta 1997:85). Convertida en norma metodológica,
esta admonición permite no sólo el conveniente control de la imaginación o, como dijo
el filósofo “amarrar la loca de la casa” sino, lo más importante, definir la real capacidad
de las ensoñaciones de la racionalidad, condición indispensable para controlar la
producción de los monstruos que advirtiera Dn. Francisco de Goya y Lucientes
(Formaggio 1960:5).

Una vez entendido que el no reconocimiento de las dificultades es lo que constituye el


principal obstáculo para la construcción del conocimiento objetivo o como lo define G.
Bachelard, un obstáculo epistemológico, se entiende mejor que “lo real no es jamás,
‘lo que podría creerse’ sino siempre lo que debiera haberse pensado” (Bachelard
1993:15), pues esta distinción es también un requisito necesario para colocar en su sitio
las cosas que se construyen mediante la razón y por las cuales habrá que responder (por
ejemplo, en una discusión como esta) y para separarlas también, de aquellas que
podríamos atribuir a la edad de la inocencia que, por estar reservadas a la subjetividad

2
pura, aparentemente no obligan ninguna justificación en algún tribunal de la razón o en
este caso, en algún congreso de arqueología.

En consecuencia, se requiere hacer alguna consideración sobre el modo de las


dificultades o de aquello que llamamos “dificultad”, pues éstas tienen un carácter
relativo ya que dependen de varios factores. En particular, como arqueólogo podría
decir que, lo que llamamos “dificultad”, es el resultado de contrastar las condiciones de
deposición del registro arqueológico (incluido en este criterio lo que se haya investigado
y dicho de él), con nuestra posibilidad de comprenderlo (entendida como relativa
idoneidad científica); es decir, que frente a diferentes capacidades interpretativas y
diferentes enfoques teóricos, el mismo registro se presenta de manera diferencial. Esto
parece una perogrullada, pero es indispensable plantearlo así para poder diferenciar las
condiciones reales de la investigación y de paso poner en discusión la supuesta eficacia
de la razón, entendida a ultranza como virtud inalienable del homo sapiens s.

Entonces, diré que lo que se pone en cuestión es cierto “racionalismo”. Al respecto, no


acepto la idea de una razón facultativa, carismática o dada a los hombres como una
gracia divina. Ya estamos “a caballo” en el filo de otro milenio y a pesar de toda la
modernidad acumulada, esta idea sigue “iluminando” criterios que incluso presumen de
cientificidad. Por el contrario, concibo la razón y con ella los procesos de construcción
del conocimiento, como un producto del trabajo social y en consecuencia, como una
condición del proceso de construcción del hombre como ente genérico, es decir, como
un hecho de la naturaleza humana.

No es en sí la racionalidad lo que discuto sino el hecho de que, en cuanto producción


humana, la razón es limitada y falible y que tanto los procedimientos como los
resultados de su ejercicio son ponderables y susceptibles de ser objetados, reformulados,
desbaratados, negados, reconstruidos, o ratificados, es decir, que son pasibles de la
crítica. Desde otra perspectiva, se puede argüir que no obstante que la relación sujeto-
objeto es una contradicción dialéctica (vale decir, una contradicción no-antagónica), en
la que se asume el carácter también dinámico del objeto, estoy proponiendo ver el texto
(en cuanto obra terminada) y el registro arqueológico (en cuanto momento de

3
aproximación), como “constantes” y los procesos de racionalización como variables, en
contra de esa inveterada costumbre escolar de considerar las dificultades del proceso de
conocimiento como causadas por las particularidades del objeto de reflexión.

Así, las dificultades de la investigación se hacen abordables pues al calificar el modo de


los obstáculos, encuentro que con respecto al registro arqueológico (y seguramente que
con cualquier otro objeto) éstos no están determinados tanto por lo escondido o críptico
de sus condiciones de deposición, como por nuestra capacidad de interpretarlo.

“el rechazo de una concepción normativa, idealista de la cultura, y


paralelamente, la adopción de una estrategia hipotético-deductiva, hacen posible
refutar la idea que es posible determinar, a priori, las limitaciones del registro
arqueológico:

‘Las limitaciones prácticas de nuestro conocimiento sobre el pasado no


son inherentes a la naturaleza del registro arqueológico; estas
limitaciones yacen en nuestra poca sofisticación metodológica, en nuestra
carencia de desarrollo de principios para determinar la relevancia de los
materiales arqueológicos en relación a proposiciones y eventos del
pasado’ [Binford 1968:96]

“Podríamos agregar nosotros que la argumentación tradicional parte de una


confusión entre problemas de acceso y problemas de método; al parecer, este
tipo de confusiones es característico de una tendencia que proyecta a la realidad,
limitaciones que derivan de nuestra metodología y que son confundidas con
problemas epistemológicos” (Gándara 1980: 78)

Lo digo de otro modo: La dificultad no depende tanto de que los tiestos puestos sobre la
mesa de trabajo, carezcan de alguna etiqueta informando sobre el modo de su
articulación en un contexto histórico determinado o de que no tengan inscripto un
mensaje desde el pasado, sino mas bien, de que nuestros recursos intelectivos y nuestra
capacidad de lectura son precarios. En este sentido los tiestos no son documentos por lo
que “digan” sino por nuestra posibilidad de “hacerles decir”.

De hecho, ningún fragmento de realidad o ninguna cosa en la forma de datos empíricos


(evidencia arqueológica, dicen otros), puestos sobre la mesa de disecciones, es de suyo
un “documento” y el trabajo del investigador es precisamente ese: el de convertir los
“...restos y pedazos...” (Levi-Strauss; 1972:42) de la cultura material que (por la
4
circunstancia en que aparecen ante el investigador), en sí mismos no tienen una relación
lógica, en unidades formales dotadas de sentido, en datos o, mejor, en documentos. Pero
el documento así elaborado ya no es el tiesto (como se encuentra antes de la
excavación) sino su articulación en un complejo interpretativo.

El procedimiento analítico que implica la descripción de los datos empíricos para


convertirlos en fuente documental, es lo que diferencia la lectura de otros textos –
escritos, por ejemplo--, para los cuales hay que poseer u obtener la clave de su código.
Las inscripciones en tablitas de los pascuenses de Rapa Nui, por muy escritura que
pudieran ser, están en la misma condición de una colección de tiestos dispuestos para
clasificar: por lo pronto están “mudas”, como diría Ian Hodder (1988:149,150).

En este sentido, los materiales concretos que conforman el registro arqueológico, en su


contexto de deposición, están “encriptados” mientras y en tanto el arqueólogo puede
preguntarse algo sobre ellos: El arqueólogo-criptógrafo no tiene otro remedio que
intentar documentarlos, o sea, “hacerlos decir”. Así, “es concebible que un cierto tipo de
hacha pueda ser un signo: en un determinado contexto y para el observador capaz de
comprender su uso” (Levi-Strauss 1973:XXVIII). Hay, por lo tanto, una distancia
considerable entre las condiciones analíticas de la “arqueología” en la época de “las
piedras de rayo” y las de la nuestra, en que las aplicaciones tecnológicas permiten
describir 72 mediciones sobre una punta de proyectil.

“Para lograr que la semiótica tenga un uso eficaz en el estudio del arte, debe
renunciar a una concepción de los signos como medios de comunicación, como
un código que ha de ser descifrado, para proponer una concepción de éstos como
modos de pensamiento, como un idioma que ha de ser interpretado. No
necesitamos una nueva criptografía, especialmente cuando esta consiste en
reemplazar un código por otro aún menos inteligible, sino un nuevo diagnóstico,
una ciencia que pueda determinar el significado de las cosas en razón de la vida
que las rodea” (Geertz 1994:146)

No obstante estar de acuerdo con Geertz, en que lo importante es “el significado de las
cosas en razón de la vida que las rodea” o, mejor, “la vida de los signos en el seno de la
vida social” como dijo Saussure (1961:60) que era el cometido de una ciencia
semiológica, en cualquier caso, el trabajo de documentación hace parte del proceso
5
analítico que implica de una parte, fragmentar aún más el fragmento como condición
para poderlo describir y de otra, buscar todas las señas, engastes, marcas o muescas que
indiquen los puntos de articulación con otros fragmentos, como única alternativa para
poder des-cifrar sus nexos, o el modo de sus relaciones con un complejo lógico de
significado, con un contexto, que explique el proceso de su producción. Y
necesariamente los códigos de que hicieron parte tienen que ser vistos desde los
modelos de codificación de las culturas con que podemos contar.

En este sentido, todo proceso de análisis es estructuralista. Pero también es historicista,


pues si asumimos con Marx (1959:T.I,133) que “en el objeto trabajado, en el producto
[...] está objetivado el trabajo”; y que el objeto de trabajo de la arqueología es la
“cultura material”, es decir, la producción del trabajo humano, entonces lo que se
pregunta el arqueólogo no es simplemente “qué significa esto”, sino, cómo fue el
proceso que hizo posible esta significación pues, en el proceso, en la historia, está
objetivamente la “explicación” del ser de la cosa que se indaga.

2. DE LA LECTURA DE TEXTOS A LA LECTURA DE TIESTOS

Antes he aludido, a manera de analogía, al investigador como “lector de una realidad”


en el sentido de que los actos de intelección o de comprensión de las cosas o fenómenos
siempre son un proceso de “lectura” o interpretación y que estos, dispuestos para su
objetivación sobre la mesa de trabajo, se constituyen para el investigador en un texto.

Al tratar esta relación de tal manera, acudo a un juego de relaciones del tipo [a : b :: c :
d], donde (a ßà c); así: [investigador : realidad :: lector : texto], donde (investigador
ßà lector). La permutabilidad (ßà) entre investigador y lector está determinada por
su común carácter de interpretantes y en consecuencia, por su condición de
arbitrariedad. Así, en tanto la realidad --el registro arqueológico-- (para el caso del
investigador), o el texto literario (para el caso del lector), se encuentran ya dados como
deposición histórica el primero y como obra estética el segundo, y en lo fundamental
sus referentes estructurales no varían, investigador o lector siempre hacen de sus objetos

6
de reflexión una lectura “interesada” en la medida en que tales procesos de intelección
obedecen a criterios precedentes y a puntos de vista teóricos o de interés, específicos.

“La idea de que la cultura material es un texto de lectura existe en arqueología


desde hace tiempo. Los arqueólogos suelen tratar los datos como un registro o
como un lenguaje. La importancia de esta analogía aumenta cuando se quiere
descubrir el contenido del significado del comportamiento del pasado” (Hodder
1988:149)

Pero, la “lectura”del registro arqueológico (y pensando en particular en las dificultades


que me ocupan con las iconografías funerarias prehispánicas), enfrenta varios
obstáculos que, como ya dije antes, se requiere definir primero para poderlos superar.

Porque la pregunta que se impone es: ¿Cómo “leer” una cosa que no fue hecha para que
se la “leyera”; una cosa que no fue hecha conscientemente como dotada de sentido o
cargada de significados, pues el propósito era cumplir una utilidad práctica, ya fuera un
anzuelo o un fetiche ceremonial; una cosa de la cual (aún en el caso de estar destinada a
“comunicar”), su autor necesariamente no tenía conciencia de su carga de significado;
una cosa que está en pedazos, o que de suyo es un fragmento, que es parte de una
realidad fragmentada y por tanto, sin correspondencias lógicas aparentes; una cosa que,
luego de un complejo proceso de cambios sociales y naturales en el tiempo y el espacio,
se encuentra depositada en un “contexto” distinto al que le dio origen?

Estas condiciones de la cosa puesta sobre la mesa, se enfrentan con mi desconocimiento


de la cosa como tal pues respecto de las formas simbólicas, por ejemplo, daría igual que
yo viniera de Marte; con mis referentes culturales que en la forma de “prejuicios”
colorean de antemano la interpretación que pueda lograr; con mi relativo conocimiento
y habilidad para “leer”. En fin, una cosa que aún pareciéndose a alguna otra en mi
registro cultural, siempre aparecerá desde mi punto de vista, como “rara” o exótica.

Frente a las dificultades surgidas de estas oposiciones, que seguramente son similares a
las que se hubo de preguntar Ian Hodder para elaborar su noción del arqueólogo como
un lector del registro arqueológico, sólo es posible oponer a mi vez, el modo de mis
aproximaciones, el cual depende también de la manera como defina la diferencia con
7
otras propuestas de lectura o de cómo se entiende esto de “leer” el registro
arqueológico. Al respecto, no estoy de acuerdo con su argumento de que el
procedimiento de la interpretación consista finalmente en la “...adscripción de
significados...” a los objetos considerados como “significativos” por parte del
interpretante.

“Si no se tiene alguna idea sobre el contenido del significado de los elementos
decorativos o espaciales, es difícil saber cómo hay que interpretar las estructuras
del significado en relación con otros aspectos de la vida [...] atribuir un
significado a la cultura material es un paso necesario en el análisis” (Hodder
1988:62)

La pregunta inmediata que me planteo es ¿y, de dónde saca Hodder esta noción? Pues, a
pesar de que en otras partes ha tenido cuidado en advertir sobre los riesgos del
subjetivismo, este criterio introduce un tratamiento eminentemente subjetivista de la
información primaria con que puede contar el investigador.

Después de rastrear su obra, encuentro un referente interesante en la manera como


asume intelectualmente a Robert G. Collingwood, para quien “la imagen histórica es el
producto de la imaginación del historiador, y el carácter necesario de esa imagen va
ligado a la existencia a priori de la imaginación” (Collingwood 1952:238). Este
filósofo, idealista e inglés, junto al italiano Benedetto Croce, es uno de los campeones
de la tesis del presentismo en historia, una noción idealista-subjetivista que niega la
realidad de la historia (o, historia como res gestae) y solo la concibe en cuanto
construcción del historiador (o, historia como rerum gestarum); por lo tanto la historia
no puede ser sino “pensamiento sobre la historia”

“El pensar histórico es aquella actividad de la imaginación mediante la cual nos


esforzamos por dar a esta idea innata un contenido detallado, lo cual hacemos
empleando el presente como testimonio de su propio pasado. Cada presente
tiene un pasado que le es propio, y cualquier reconstrucción imaginativa del
pasado tiende a reconstruir el pasado de este presente, el presente que efectúa el
acto de imaginación, tal como se percibe aquí y ahora [...] Por esa misma razón
en la historia, como en todas las cuestiones fundamentales, ninguna conquista es
definitiva. El testimonio histórico disponible para resolver cualquier problema
cambia con cada cambio de método histórico y con cada variación en la
competencia de los historiadores [...] A causa de estos cambios, que no cesan
8
jamás, por lentos que puedan parecer a observadores miopes, cada nueva
generación tiene que reescribir la historia a su manera” (Collingwood 1952:247)

Hodder, desde una perspectiva historicista del objeto de la arqueología, ubicó


correctamente las inconsistencias de las tesis de Binford, en la medida en que éste no
asumió un criterio más concreto del sentido de la historia que suponen los procesos de
deposición del registro arqueológico, lo cual le impidió superar la etiqueta de
“processual”. Pero su toma de partido por “una teoría” de la historia que, como en el
caso de Collingwood, garantizara de paso la taxativa distinción entre las ciencias
naturales y las ciencias sociales, entendidas éstas como ciencias del espíritu, lo obliga a
una actitud ecléctica. Pues adoptar el presentismo, ya sea por parte de un historiador o
de un arqueólogo, supone asumir las posiciones del subjetivismo filosófico. “Sin
embargo, esta es la posición teórica más extraña que un historiador puede adoptar, ya
que apenas se puede comprender por qué un hombre que comparte esas concepciones
debe tomarse el trabajo de descubrir documentos históricos, reunirlos, criticarlos, etc.,
en definitiva ¿por qué debe ser historiador?” (Schaff 1974:157)

Y, digo yo: Para qué arrostrar tantas dificultades prospectando y excavando en sitios
tan remotos de la comodidad del gabinete universitario: observando, midiendo,
registrando con tanto esmero, en medio de los mosquitos y bajo un calor de infierno, es
decir, para qué ser arqueólogo, si luego el asunto se resuelve alegando la validez
unilateral de su lectura?

“Hodder’s thought is extremely eclectic, drawing liberally from the traditional


and textual hermeneutics [...] Like Dilthey and Collingwood, Hodder argues
that the empathic procedure [the historian –or archaeologist—seeks to project
him/herself back in time into a particular context to discover the significance
underlying a given action] is justified on the basis of a continuity between the
past and present, a commonality of feeling such that ‘each event, although
unique, possesses a significance which can be comprehended by all people at all
times’ ” (Preucel 1991:22)

En otras palabras, una crítica a las aporías o grietas del subjetivismo escondido bajo la
“objetividad” de la New Archaeology (Hodder 1988;13), no puede darse en términos de
otro subjetivismo. No es posible conciliar una visión de tal naturaleza, con las virtudes
que de todas maneras podemos reconocerle a la New Archaeology (y en particular a
9
Binford) sin caer en contradicciones tales como admitir una continuidad mecánica entre
el pasado y el presente; en una época en que ya nadie sostiene seriamente la tesis de un
desarrollo lineal ni teleológico de la historia; tesis que ha nutrido, por cierto, todas las
ilusiones idealistas de las teorías cíclicas de la Historia (Dilthey, Collingwood,
Spengler, Toynbee).

Uno de los aportes del marxismo es la noción de que las sociedades se desarrollan de
manera desigual en el tiempo y el espacio de tal modo que los procesos económicos,
sociales y políticos de una sociedad, aunque siguen ciertas tendencias (según el relativo
desarrollo de sus fuerzas productivas), no son predecibles de la misma manera en los
procesos de otras sociedades. La historia no se desarrolla sobre un “plan providencial”,
ni bajo la voluntad de una “mano invisible” que asegure una continuidad entre el
pasado y el presente; por el contrario, el tiempo histórico concreto, el de cada momento
determinado de una sociedad –así se encuentre en la forma de una escombrera de restos
y pedazos--, es discontinuo y depende de la manera como los hechos humanos, en cada
momento, se articulan en tres dimensiones: pasado, presente y futuro (Kosik 1983:256)
y no desde el pasado hacia el presente como una acumulación casuística.

El caso es que, de todos modos, quienes trabajamos en estas lides de la interpretación de


las iconografías prehispánicas tenemos que aludir a Hodder de alguna manera, debido
simplemente a las notables contribuciones que hizo al abrir la perspectiva de la
arqueología, cerrada por las obcecaciones del procesualismo. Vuelvo, entonces, al sitio
de partida, cuando me preguntaba sobre el concepto de Hodder acerca de la
“adscripción de significados”. A este respecto encontré una interesante anotación en el
texto de R.W. Preucel ya citado, en el cual dice, refiriéndose a la analogía de la lectura
de textos que propone Hodder con la “lectura” del registro arqueológico...

“the act of reading the past involves a continuous dialogue of moving between
sense and referent. Stated another way, this reading involves the transfer of
meaning form one context to another through an interpretative exercise in which
each individual actor must decide upon appropriate signification. How, then, is
it possible for different readers to arrive at the same or similar meanings?
Hodder answers this question in two ways. First, he notes that ambiguity is
always present, since the meaning of an object is never fixed and is always
subject to reinterpretation. Second, he states that context defined as organized
10
experience brought to bear upon an event determines the extent to which the
same thing can be said to posses the same meaning” (Preucel 1991:23)

El origen de estas dificultades nace de una sola situación: Precisamente del carácter de
analogía de esta relación que hemos establecido entre el lector de textos y el “lector” de
tiestos. Antes dije que la única relación posible era su condición de interpretantes, pero
(hasta ahí llega la analogía), los procedimientos de leer (interpretar) de uno y otro no
son los mismos y según los resultados, ni siquiera se pueden hacer similitudes pues en
el caso del texto literario, de la obra estética como tal, ésta puede tener tantas
interpretaciones como lectores ya que cada lectura supone una relación contingente, en
la que el método consiste, en que no hay método; pues los lectores comunes, “...los
perceptores, que la confrontan con sus experiencias históricas (es decir, determinadas
por la época en que viven) y personales, la juzgan de acuerdo con su gusto individual o
el de su época, y de acuerdo con su nivel intelectual. En la conciencia de distintos
perceptores llegan así a cuajar distintas fisonomías o concretizaciones estéticas de la
obra [...] La percepción y la valoración de las obras de arte obedecen también a la
dialéctica de lo objetivo-subjetivo como cualquier vivencia estética...” (Bělič 1983:46).

De esta suerte el autor literario no puede esperar que distintos lectores concluyan
concibiendo un significado similar de la obra ni que, aún, dichas lecturas coincidan
necesariamente con las intenciones e intereses profundos que lo llevaron a su creación.
Ocurre que en el caso de la escritura literaria como en el de las artes visuales, la obra no
se termina ni con el punto final o con la firma sobre una esquina del cuadro, pues una y
otras van dirigidas a un público de lectores o usufructuarios que las apropiarán
estéticamente, para sí; es allí entonces donde las obras (literarias o plásticas) se terminan
o “concretizan”, cuando culminan en el proceso de apropiación social (Fischer
1964:265)

De la lectura arqueológica se espera, por el contrario, el menor margen posible de


ambigüedad en los conceptos y que los términos arqueo/lógicos (o, en rigor, la reflexión
sobre el pasado) sean lo menos polisémicos posible. Pero la condición de contingencia
de la producción histórica del objeto de conocimiento, los “restos y pedazos”,
11
entendidos como restos de la producción humana, esencialmente arbitraria, no permiten
que diversos lectores, aún premunidos de una caja de herramientas similar, produzcan
“lecturas” también similares, pues las aproximaciones teóricas son también diversas.
Es, entonces, en este punto donde se requiere que la producción arqueo/lógica se
presente siempre sustentada, con la mejor claridad posible, por el aparejo de argumentos
teóricos y metodológicos que fue necesario discernir como condición para poder
acceder a los fragmentos de otra sociedad, pues de esta manera, cualquier otro “lector”
con intenciones similares sobre mi objeto de trabajo, podrá elaborar una crítica concreta
ya que tendrá a su disposición todos los referentes para una conversación o, como
prefiero, para un duelo, del cual saldré indemne si “mi revólver es más largo que el
tuyo” como en una vieja película de Sam Peckimpah; es decir, si mis argumentos son
más eficaces para construir una explicación razonable. Con el tiempo, alguien llegará al
pueblo con un argumento mejor aceitado y quedaré entonces tendido en el campo. Pero
la disciplina habrá progresado y estaremos entonces en condiciones de “leer” mejor el
pasado.

3. DEL ECLECTICISMO AL POSMODERNISMO (QUE ES CASI LO MISMO)

Mr. Hodder tiene una especial visión del proceso de la arqueología posterior al auge del
procesualismo, pues presume que toda nueva propuesta teórica o alternativa crítica será
necesariamente post-procesualismo. Indiscutiblemente que después de Binford es difícil
no contar con las propuestas del procesualismo como también que cualquier referencia
teórica en la arqueología actual tenga que tocar de alguna manera a Hodder y
seguidores. Pero éste ha ido derivando del post-procesualismo de los años ochenta al
post-modernismo de fin de siglo de tal suerte que ya no tenemos una crítica subjetivista
y ecléctica de “las aporías y grietas” del procesualismo sino un “relativismo que niega la
posibilidad de conmensurabilidad de los discursos arqueológicos, [...] un
contextualismo extremo que invalida la posibilidad de encontrar criterios interteóricos
de selección y, con la aceptación de la multiplicidad, impiden una teoría general”
(McGuire y Navarrete 1999:91).

12
Y de la actitud crítica frente a las reducciones del procesualismo, que estusiasmó a
quienes teníamos entre manos objetos de trabajo imposibles de contrastar según el
modelo positivista, pasó al extremo que supone uno de sus títulos finiseculares:
Mapping the Postmodern Past (Hodder:1998). Sin rubor alguno por su parte, ya
tenemos el esquema de “cómo leer” un “pasado postmoderno”. Definitivamente, “el
eclecticismo es la peor de las filosofías” (Engels, apud Schaff 1974:156)

Pero, el eclecticismo de Hodder no sólo es una mala filosofía (que, aunque “mala”
seguiría pretendiendo un “amor a la sabiduría”) sino que, también, la practica sin
mucho rigor. En consecuencia de su adhesión a las comodidades “teóricas” del post-
modernismo y conforme con los sucesos del “fin de los tiempos”, del “fin de las
ideologías”, del “fin de la historia”, en fin, del fin del milenio, ha resuelto asumir una
“posición teórica” y ha decretado “el fin de las dicotomías”.

“Parece como si la Nueva Arqueología hubiera prescindido de una de sus dos


piernas: fortaleció el materialismo y positivismo de la derecha, pero debilitó la
izquierda, simbólica e interpretativa. Esta había sido siempre la más débil, pero
la acción de los Nuevos Arqueólogos dañó a la disciplina en otro nivel.
Debemos reconsiderar la izquierda y cómo ambas funcionan juntas” (Hodder;
1987:13)
“[...] he discutido [...] un amplio número de dicotomías incluyendo la oposición
entre materialismo e idealismo, proceso y estructura, sociedad e individuo,
tendencias objetivas y subjetivas, explicaciones generales y particulares y entre
Antropología e Historia. Estas oposiciones constituyen las dos piernas que
mencioné anteriormente. A menudo la gente piensa que solamente creo en una
de ellas –que soy un idealista que sólo cree en un relativismo subjetivo y en la
imposibilidad de generalización. De hecho, sin embargo, lo que he denominado
arqueología post-procesual (Hodder:1988) tiene como objetivo romper con todas
esas dicotomías y estudiar las relaciones entre ambas partes –cómo funcionan las
dos piernas juntas” (Hodder 1987:22)

Dejando de lado la simpleza de la analogía que para el caso, igual podrían ser dos
ruedas, sorprende --por decir lo menos-- la manera como Ian Hodder escamotea este
punto fundamental: que las que él llama dicotomías (y especialmente me refiero a la
oposición sujeto-objeto) son contradicciones no-antagónicas, es decir, relaciones
dialécticas que en cuanto tales, no son separables pues no son concebibles la una sin la
otra. Clamar por la eliminación de la relación sujeto-objeto, o subjetivo-objetivo, es

13
declarar como resuelto el problema del conocimiento mediante el procedimiento de la
eliminación del problema!

Pero Hodder, después de resolver “filosóficamente” un punto tan cáustico, no se detiene


en pelillos; por el contrario, elabora lo que el llama “demostraciones” con un hábil
manejo de los textos (no en vano valida la relevancia de la escritura contra el logos) y
sobre la base de la distinción idealista de la cultura en dos categorías opuestas: “cultura
material” y “cultura espiritual” (que supone como indiscutible), asume una particular
idea de la oposición materialismo/idealismo.

“Más allá de la escritura está la cultura material, aún más divorciada de la mente.
La separación entre mente y comportamiento en la cultura occidental ha tenido
como resultado el considerar a la Arqueología, limitada al estudio de los restos
materiales mudos, incapaz de acceder a aquella. Se estableció una rígida
dicotomía entre lo material y lo ideal remedando la oposición palabra/escritura.
Si hay algo en lo que coinciden todos los arqueólogos, es en el hecho de no
poder hablar con la gente del pasado.
De hecho, ya demostré que los arqueólogos siempre han intentado,
provisionalmente, traspasar el límite y considerar las ideas y el pensamiento del
pasado. Pero el materialismo subyacente nunca desaparece, e incluso cuando se
proclaman totalmente materialistas, el componente idealista permanece
escondido detrás de la fachada materialista [...] De forma que toda la arqueología
materialista es, hasta cierto punto idealista ya que necesariamente implica contar
con unas ideas que el investigador supone relevantes. Son ideas que no pueden
extraerse de la base material, simplemente proceden de la mente del
investigador. Esto no significa que sean inverificables o que estén divorciadas
del mundo material porque también hay algo de materialismo en el idealismo”
(Hodder 1987:22,23)

Dicho así, resulta que somos materialistas cuando tenemos por objeto de trabajo la
“cultura material” de la cual dado su carácter empírico, se desprenden los datos y la
posibilidad de contrastación; en tanto que si tenemos por objeto de trabajo la “cultura
espiritual” o “lo cognitivo” o “lo eidético”, entonces seremos idealistas. Cuando por
fuerza de la complejidad de los hechos de cultura, no siempre los datos son tan
“evidentes” como registro arqueológico, entonces se producen las otras variables que
determinan una especie de ying-yang de la teoría arqueológica.

14
Por supuesto que estoy enterado de dónde viene esta perspectiva en la teoría
arqueológica! (que también está en las demás ciencias), y no tengo problema con media
escuela de arqueología norteamericana, pero aquí estoy debatiendo a Mr. Hodder: Si yo
soy materialista es porque tengo una perspectiva materialista del mundo y de la vida, es
decir, porque tengo un profundo respeto por el hombre, por la historia y por la
naturaleza y en consecuencia, no admito “esencias” ni “sustancias inextensas” ni
voluntades distintas a la arbitrariedad humana. Pero esto no me impide reconocer e
intentar comprender la espiritualidad humana, ni poner “sobre la mesa de disecciones”
(como puedo poner una rana) una pintura rupestre, un rezo, un mito, un canto de
curación o una maldición, pues para mí, tales expresiones son hechos sociales, son
productos humanos. Por tal razón es que soy arqueólogo, porque me gustaría conversar
con los hombres y mujeres de esas otras sociedades, por eso me pregunto acerca del
sentido de sus representaciones y creaciones. Desde esta perspectiva, la cultura no se
puede escindir en “material” cuando es “evidente” a mi sistema de percepción y como
opuesta a “espiritual” cuando se me aparece como intangible porque no la entiendo;
porque la cultura es una totalidad concreta, estructurada históricamente e
independientemente de que yo pueda comprenderla o no.

La adhesión de Hodder al post-modernismo, tiene su mejor expresión en la propuesta


del ejercicio democrático de la “multivocalidad”, expresión derivada de la antropología
“posmodernista” norteamericana. Este criterio que extiende la participación
“democrática” en los procesos de interpretación del registro arqueológico al entorno
social de los yacimientos es congruente con el eclecticismo con que trata la teoría
arqueológica y si no fuera por lo insustancial e inocuo de los resultados científicos
parecería una práctica muy política y hasta justa con las comunidades locales
usufructuarias de los bienes culturales (del pasado o del presente) que a menudo
saquean los arqueólogos (Çatalhöyük por ejemplo). Y en medio de propuestas y recetas
(metodológicas unas, políticas otras, teóricas las de más allá) que cualquiera puede
encontrar bondadosas y hasta muy liberales como las de “romper los límites en torno a
los especialismos”, “romper las barreras en torno al yacimiento” y “proporcionar
mecanismos para que la gente pregunte”, arguye Hodder la necesidad de darle
participación a....

15
“Una amplia gama de grupos distintos [que] tiene, frecuentemente, intereses que
entran en conflicto y quieren involucrarse en el proceso arqueológico de
diferentes maneras. Hay que proporcionar mecanismos para que cada discurso
pueda expresarse. Por ejemplo, en Çatalhöyük distintos equipos excavaron
distintas zonas del yacimiento y propusieron sus propias visiones. Mientras que
el sitio Web permite la comunicación con otras redes de grupos internacionales
de cierto nivel intelectual, la comunidad local rural puede contactar mejor a
través de las exposiciones del museo y las visitas al propio yacimiento. En el
futuro puede que haya grupos como el de la Diosa Madre que quieran rezar en el
yacimiento.

En términos generales, se puede argumentar que hay un tema subyacente en


estos cuatro puntos de interés [reflexión, relacionalidad y contextualidad,
interacción y multivocalidad] y es la ruptura de límites y dicotomías. Los
arqueólogos han pasado mucho tiempo a lo largo de su historia poniendo en
orden los límites de su disciplina. Tenían que defenderlos de los anticuarios, de
los clandestinos, creacionistas, usuarios de detectores de metales, movimientos
de reinhumadores, adoradores de la Diosa. Algunos de estos grupos han sido
calificados de “marginales”. Otros están completamente fuera de la disciplina,
pero al final, el mantenimiento estricto de esos límites, aunque eficaz en algunas
circunstancias, restringe la posibilidad de diálogo y compromiso.” (Hodder
1998:9)

Este ejercicio tan tolerante y liberal es sintomático de una ruptura completa de la


posibilidad de elaborar una teoría para la arqueología, una teoría válida científicamente;
pues la validación de la opinión pública y del criterio del sentido común nos llevan al
terreno llano del conocimiento espontáneo en el que se hace del post-modernismo, una
especie de “lecho de Procusto” en el cual “todo cabe” porque “todo vale”. Pero su
exhibición teorética no asume en ningún momento ni una posición teórica coherente
frente a las dificultades concretas ni frente a otras posiciones teóricas; sólo ha abonado
la dispersión de los problemas y el campo para la proliferación de soluciones
“alternativas” que, tal vez sean válidas en honor de la opinión pública y de la
convivencia sobre el planeta, pero que poco tienen que ver con una perspectiva
científica para la arqueología. El punto final de esta diatriba se lo dejo a Felipe Bate
quien en palabras muy precisas condensa las implicaciones teóricas y políticas de estas
ensoñaciones de la razón:

16
“Todavía se conserva el retrato de hace unos pocos años, cuando predominaba la
moda del “irracionalismo crítico”, de acuerdo con el cual podíamos considerar
que no hay argumentos “mejores” o “peores” para defender cualquier posición
teórica. Estábamos muy agradecidos porque, si era una postura consecuente,
significaba que mantener una posición histórico-materialista también debía ser
considerado válido, cuando [...] muchos la consideraban un perro muerto. Sobre
todo cuando algunos próceres de Cambridge, como Ian Hodder, habían
descubierto que el discurso de “La Arqueología”—parecería superfluo anotar
que se trata de la “arqueología-en-inglés”—es colonialista. Y, en un arranque
que allá debe sonar altamente progresista y democrático, sumado a un
paternalismo conmovedor, se aseguraba que había que “permitir” que se
expresaran los discursos de los diversos colectivos tradicionalmente sojuzgados
o subordinados. De modo que eran bien vistos los discursos arqueológicos que
dieran voz a los subdesarrollados, colonizados, negros, indios, gitanos y
minorías étnicas y nacionales en general, a las mujeres y homosexuales, a los
ecologistas y otros grupos discriminados.

Nosotros, por lo menos, somos calificados de tercermundistas subdesarrollados.


Por lo que, dicho sea de paso, habíamos tenido la oportunidad de tomar
conciencia de que buena parte de la “arqueología-en-inglés” –no toda, desde
luego—posee un discurso imperialista y colonialista. Pero pertenecemos a una
corriente que viene conformando una propuesta desde hace varios años y
debemos confesar que nunca pensamos en que debíamos esperar la generosa
autorización de nadie para expresarnos” (Bate 1998:11,12)

Por mi parte, y dejando constancia de mis convicciones democráticas, de mi espíritu


abierto y tolerante y de mi certeza de que sólo la educación científica puede liberarnos
de los fantasmas de la razón, no tendré inconveniente en patearle el trasero, a quien
pretenda venir a rezarle a su Diosa Madre, en mi excavación.

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° Presentado como Ponencia en la Segunda Reunión Internacional de Arqueología


Teórica en América del Sur - II TAAS, realizada entre el 4 y el 7 de Octubre de 2000,
en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Olavarría,
Argentina

° Publicado en:
Análisis, Interpretación y Gestión en la Arqueología de Sudamérica; P. Curtoni y
M.L. Endere (Editores); Incuapa, Serie Teórica N°2, pp. 199-215; Universidad Nacional
del Centro de la Provincia de Buenos Aires; Olavarría; 2003. (ISBN: 950 658 123 1)

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