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LA APARICIÓN DEL DOGMA ECLESIAL1

En este tema, se realiza un recorrido histórico para la mejor comprensión del hecho en
cuestión desde la escolástica hasta el Concilio de Trento.
Se parte de la edad de oro de la escolástica durante el que la cristología iluminaba a
la eclesiología. La perspectiva dominante era ver al Cuerpo eclesial como el terreno de
influencia espiritual de Cristo, sin implicar automáticamente los caracteres de organización
social y de visibilidad. La problemática dominante en la eclesiología latina en el siglo XII
giraba en torno al poder del papa frente a los poderes seculares, mientras que la enseñanza
teológica corriente seguía trasmitiendo una comprensión de la realidad eclesial inspirada en
la Biblia y en los Padres, y especialmente en la imagen del Cuerpo místico, visión que tenía
la connotación corporativa de que la cabeza representa al cuerpo, como resumen del mismo.
Los grandes maestros de la escolástica del siglo XIII, los franciscanos Alejandro de
Hales (±1185-1245) y Buenaventura (1221-1274), los dominicos Alberto Magno (1260-
1280) y Tomás de Aquino (1225-1274), recogieron esta herencia y la desarrollaron dentro
del marco de su cristología, especialmente elaborando una teología de la gracia capital (gratia
capitis) de Cristo. En efecto, en esta etapa las cuestiones de la constitución jurídica de la
Iglesia no habían invadido aún a la teología propiamente dicha. Los escolásticos distinguen
en Jesús, el hombre-Dios en el que habita la plenitud de los dones gratuitos de Dios, una
triple gracia: la «gracia propia de la persona», la «gracia de unión» y la «gracia capital».
Ninguno de ellos escribió un tratado especial sobre la iglesia.
Lejos de los debates sobre los poderes respectivos del papa y de los príncipes, esta
teología refleja una conciencia de Iglesia a escala de toda la historia humana. En efecto, el
papel central de Cristo se extiende a los justos de todos los tiempos. Por tanto, la Iglesia está
constituida por el conjunto de las criaturas espirituales que poseen la gracia. Forman parte,
por consiguiente, de esa Iglesia «que es la nuestra» (Tomás es concreto), la de los ángeles y
la de los santos del Antiguo Testamento. «Desde el justo Abel» hasta Cristo, esos santos
fueron justificados por la fe en la pasión venidera de Cristo y constituyen la Iglesia precedente
(Buenaventura). Bajo el régimen de la nueva alianza pertenecen a la Iglesia en primer lugar
los santos del cielo, pero también los justos de la tierra, es decir, todos los que viven de la fe
y de la caridad. Finalmente, también las almas del purgatorio, que de alguna manera están
todavía en la tierra, forman parte del Cuerpo de Cristo. En fin, lo mismo que para el siglo
anterior, el Cuerpo místico de Cristo no se mantiene vivo y unificado más que gracias al
alimento del Cuerpo eucarístico, que la unifica.
En virtud de su consideración principalmente metafísica de la gracia, esta teología
dejaba el campo libre para una reflexión eminentemente canónica de la realidad eclesial sobre
la monarquía papal. El contexto global de las luchas entre el sacerdocio y el imperio, así
como la rivalidad entre el clero secular y las dos grandes órdenes mendicantes nacidas en el
siglo XII, los dominicos y los franciscanos, dejan huella en las obras de los teólogos de estas
dos órdenes y explican que exaltaran la primacía del papa frente al poder de los obispo

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P. TIHON, «La aparición del dogma eclesial», en Historia de los dogmas. Los signos de la Salvación, Tomo
III, Edit. Bernard Sesboüé, Desclée, París 1995, 337-352.

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La aparición del dogma eclesial

Para Buenaventura, marcado también por la influencia de Dionisio Aeropagita, el


papa es el pastor supremo de todo el rebaño. Su primacía en la Iglesia se debe al hecho de
que, como vicario de Cristo, ocupa el lugar de Cristo, Cabeza de la Iglesia, y participa de este
modo en la acción de Cristo, dispensador de todas las gracias. En este sentido, el sucesor de
Pedro puede ser también llamado cabeza de la Iglesia. Es la cabeza visible que representa a
la Cabeza invisible. Para Tomás de Aquino igualmente, lo mismo que los apóstoles recibieron
su autoridad de Pedro, también los obispos reciben del papa su poder de jurisdicción. Estos
argumentos de apoyaron una tendencia que se iba desarrollando desde el siglo XI, la de
reservar al papa el nombramiento de los obispos (S.XV).
La siguiente etapa analizada, corre del siglo XIV a la Reforma. En el período del siglo
XIII al XIV se van formando los verdaderos tratados consagrados a la Iglesia como sociedad
organizada y visible, que no son ya simples partes de la cristología. Entre 1300 y 1330
aparecen más de treinta. Surgen por dos motivos, apologéticos (contra valdenses, cátaros,
husitas) y ordinariamente, por las disputas entre los reyes y el papado (particularmente entre
Felipe IV el Hermoso y Bonifacio VIII), para defender los poderes del papa.
Elaboradas en semejante contexto, estas obras no constituyen conjuntos dogmáticos
completos sobre la Iglesia. Los más citados, los de Santiago de Viterbo, Juan de París y
Egidio Romano, «son esencialmente justificaciones teológicas de la tesis pontificia».
También se elaboran las primeras formulaciones teóricas sobre las relaciones entre el poder
espiritual y el poder temporal, así como sobre las prerrogativas de la autoridad eclesiástica
en materia temporal.
En esa línea, por ejemplo, Santiago Capocci de Viterbo, ermitaño de san Agustín, del
que ha podido decirse que fue el autor del primer tratado sobre la Iglesia, aplica a la Iglesia
la imagen del reino (regnum). Su concepción de la superioridad del poder espiritual sobre el
temporal le hace adoptar una aposición estrictamente hierocrática. Para Álvaro Pelayo, el
papa es «el monarca principal» de todo el pueblo cristiano y, «de derecho», del mundo entero:
posee en la tierra todo el poder que corresponde a Cristo. Está por encima de los concilios.
«El cuerpo místico de Cristo está donde está su cabeza, es decir, el papa». En contraste, Juan
Quidort (l306), en su tratado De potestate regis et papae, marca bien la distinción de los
terrenos espiritual y temporal. El poder del papa es episcopal; el papa está en la Iglesia como
su «miembro supremo y dispensador universal», pero no por encima de ella, ya que
solamente Cristo es su cabeza. En su tratado De potestate papae (± 1325), el dominico Pedro
de Palude (1342) subraya que los reyes no reciben del papa su jurisdicción temporal, aunque
indirectamente estén sometidos a él en las cosas espirituales. Lo mismo que el poder de los
apóstoles no les fue dado por Pedro, tampoco el de los obispos se deriva del poder del papa.
La teología hierocrática de la primacía papal encuentra su expresión más extrema en
la bula Unam Sanctam (18 noviembre 1302), fulminada por el papa Bonifacio VIII (1294-
1303) en lo más tenso de su polémica con el rey Felipe IV el Hermoso. Además de la división
de poderes, se afirma: «La única Iglesia católica, «fuera de la cual no hay salvación ni perdón
de los pecados». Este texto, tomado al pie de la letra, contiene algunas afirmaciones extrañas,
por ejemplo: Cristo y el papa no constituyen más que una sola cabeza y por tanto el papa,
junto con Cristo, es cabeza del cuerpo místico. En cualquier hipótesis, este documento
atestigua en el papa una falta de sentido de la evolución histórica.
El sentimiento nacional, que se afirmó a partir del siglo XII, acarreó fatalmente la
decadencia de la idea imperial, con la que seguía estando vinculada la Iglesia romana. Los
mismos legistas denuncian al clero que había confiscado a la Iglesia. La Iglesia es ciertamente
para ellos la asociación de los fieles (congregatio fidelium), pero esta fórmula no tiene ya en

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La aparición del dogma eclesial

ellos el sentido espiritual que tenía en los teólogos de la alta Edad Media, sino más bien un
sentido corporativo, significando que es el pueblo entero el sujeto de la vida y del poder.
Además, sigue todavía muy viva en aquella época una corriente en favor de la limitación del
ejercicio de la autoridad pontificia por obra de la ecclesia y de sus representantes. Esta
corriente alimentará el conciliarismo: sólo un concilio puede juzgar de la legitimidad de dos
papas que se oponen entre sí y es preciso que este concilio se reúna sin haber sido convocado
por ninguno de ellos.
De esta forma se fue elaborando poco a poco, en la práctica y al mismo tiempo en la
teología que la acompaña, desde la reforma gregoriana hasta las críticas del siglo XV, una
figura de Iglesia que habría de imponerse como modelo durante varios siglos. Se trata de una
sociedad unificada, sometida a un papa que funcionaba de hecho como «obispo universal»,
totalmente dependiente de los poderes políticos y regida sobre la base de un modelo ante todo
jurídico, al estilo de un estado o de una monarquía. Las crisis que habrían de sucederse y que
pondrían en discusión este modelo, contribuyeron a afianzarlo y a precisarlo. De este modo
la disputa entre las órdenes mendicantes y los seculares hará que se desarrolle una
eclesiología de la Iglesia universal y, en oposición a ella, una eclesiología de la Iglesia local
basada en un principio territorial o nacional.
Frente a las posturas entre el poder espiritual y temporal, hubo también otros
señalamientos, que representaron un esbozo de la crítica reformadora, por parte de autores
importantes que tuvieron entonces una influencia preponderante: Marsilio de Padua (1280-
1343) y el franciscano inglés Guillermo de Occam (+1349). El primero, más radical, en su
tratado El defensor de la paz, publicado en 1326, «la obra de eclesiología política más
revolucionaria de la modernidad naciente», aplica a la Iglesia las ideas políticas de
Aristóteles. Se enfrenta con la doctrina corriente que subordinaba lo temporal a lo espiritual
en nombre de la unidad del fin último: no es el Estado el que ha de, someterse a la Iglesia,
sino la Iglesia al Estado. El segundo, más moderado, admite que el poder temporal no
depende del papa, ya que los reyes lo reciben inmediatamente de Dios o de la comunidad,
que se lo confían en conformidad con el derecho secular. En determinados casos puede darse
una intervención de uno en la competencia del otro.
A través de estas posiciones críticas, lo que se vislumbra es la aparición de un nuevo
concepto de iglesia. Más ampliamente, es una cierta concepción del orden antiguo la que está
a punto de quebrantarse. Frente al universo de la fe, el orden de la razón afirma su propia
consistencia. Frente a una concepción englobante de la autoridad de la Iglesia (un solo
cuerpo, una sola cabeza), la sociedad laica reivindica su autonomía. En la Iglesia, ciertas
corrientes espirituales pretenden también poner en discusión la organización eclesiástica y
sus abusos.
Desde comienzos del siglo XIV se presienten ya las corrientes que van a dar origen
al Renacimiento. El individualismo naciente permite disociaciones poco imaginables hasta
entonces. Aparece la reivindicación: más Cristo y menos Iglesia. Lo que importa no es tanto
la cohesión externa de la institución como la unidad mística de los creyentes. Sobre todo, se
siente por todas partes la necesidad de reforma de la Iglesia, «en la cabeza y en los
miembros»; esta necesidad no hará más que acentuarse durante el período caótico del cisma
de Occidente.
Este espíritu de la época toma una forma radical en la crítica del sacerdote reformador
de Oxford John Wyclif (±1324-1384). Denuncia principalmente la riqueza y las pretensiones
temporales del clero. A partir de 1378. (el año. en e publica su tratado De Ecclesia y en que
comienza el Gran Cisma), justifica su crítica por una definición de la Iglesia opuesta a la de

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La aparición del dogma eclesial

los canonistas y teólogos. La verdadera Iglesia es para él una Iglesia pobre, espiritual, y
finalmente una Iglesia compuesta solamente por los predestinados: ésa es la verdadera
Esposa de Cristo y nuestra Madre.
Entre los años de 1379 y 1417, período del Gran Cisma y del Conciliarismo, estuvo
en el centro de los debates eclesiológicos la cuestión de la superioridad del concilio sobre el
papa. Se planteaba necesariamente a partir de los hechos. Desde junio de 1409, fecha de la
elección de Alejandro V en el concilio de Pisa, reunido para poner fin al cisma, había tres
papas que se disputaban la legitimidad de la sede romana. ¿No era evidente que alguno de
los tres carecía de auténtico derecho a ella? ¿Pero quién podía resolver el cisma? El problema
era al mismo tiempo teórico y práctico. Cada uno de los papas estaba firmemente convencido
de su derecho; ninguna podía admitir que pudiera dimitirlos una instancia superior. Después
de fracasar los esfuerzos de conciliación por la discusión o por una dimisión voluntaria,
¿quedaba alguna otra salida que no fuera el recurso a un concilio (via concilii)? ¿Pero cómo
reunir un concilio sin la convocatoria del papa? La absolutización del poder papal conducía
a la absurda consecuencia de que sólo era posible, al parecer, poner las cosas en manos de la
Providencia para resolver el cisma.
Varios teólogos afirmaron entonces que la supervivencia de la ecclesia exigía que el
poder de convocar un concilio general perteneciese a la Iglesia misma. Los papas podían
estar en el error, «desviarse de la fe»: se trataba de una doctrina común, y no sólo entre los
canonistas. En casos semejantes era preciso que un concilio tuviera la facultad de
sancionarlos y hasta de deponerlos. Aun cuando en las circunstancias normales le
correspondiera al papa convocar los concilios, en caso de necesidad la convocatoria tenía que
poder hacerse sin él. La opinión común, desde los decretalistas, era que en un caso semejante
el bien general de la Iglesia era más decisivo que la inmunidad del papa. Otros llegaban
incluso más lejos que este «conciliarismo moderado»: para ellos, de forma general, el papa
es miembro de la Iglesia; es a ella a quien pertenecen radicalmente todos los poderes y el
papa está sometido a ella. Se acuñó entonces explícitamente esta fórmula: «El concilio
representa a la iglesia universal».
Por esta misma época se extendió otra convicción: sólo un concilio es capaz de poner
en obra la reforma de la Iglesia, que se había hecho manifiestamente necesaria, «tanto en la
cabeza como en los miembros». A los ojos de los hombres de espíritu recto era precisamente
el papado el que constituía el principal obstáculo para la reforma por ser, como decía Juan
Gerson en el concilio de Constanza, «una tiranía que destruye la Iglesia».
La idea conciliarista se veía por otra parte acreditada por el nuevo modelo de
funcionamiento corporativo, el de las ciudades y universidades, que se desarrollaba en el
siglo XIV. En este modelo es la universitas, representada por un órgano elegido, la que tiene
la soberanía. Las diferentes tesis conciliaristas aplicarían este modelo a las relaciones entre
el papa y el concilio. Por ejemplo: el concilio tiene el poder legislativo y el papa el ejecutivo;
que el papa no pueda ser juzgado por nadie significa «por ninguna persona individual»; pero
este principio no vale para el conjunto de la Iglesia o para su representación en el concilio.
Esta influencia de los modelos políticos de la época no debe ocultar el hecho de que
el conciliarismo recogía también la vieja eclesiología de comunión, que se había visto
reprimida desde la alta Edad Media bajo la influencia del modelo feudal. En realidad, las
tesis conciliaristas no hacían más que prolongar la eclesiología tradicional de los siglos
precedentes.
La doctrina conciliarista, al menos en su forma moderada, encontró una clara
formulación en el decreto Haec sancta (6 abril 1415) del concilio de Constanza (1414-1418):

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«Este santo sínodo de Constanza, formando un concilio general con vistas a extirpar el
presente cisma y a realizar la unión y la reforma de la Iglesia de Dios en su cabeza y en sus
miembros [...], ordena, define, establece, decide y declara lo que sigue a fin de buscar más
fácilmente, con mayor seguridad y abundancia y con mayor libertad, la unión y la reforma
de la Iglesia de Dios.
En primer lugar, este mismo sínodo legítimamente reunido en el Espíritu Santo,
existiendo como concilio general y representando a la Iglesia católica militante, tiene su
poder recibido inmediatamente de Cristo; todos, de cualquier estado y dignidad que sean,
aunque sea la papal, están obligados a obedecerle en todo lo que concierne a la fe y a la
extirpación de dicho cisma, [así como a la reforma general de dicha Iglesia de Dios en la
cabeza y en los miembros]».
El alcance de este decreto no ha dejado de discutirse en la Iglesia católica, si tenemos
en cuenta la condenación ulterior del conciliarismo y las definiciones del concilio Vaticano
I (1870) sobre el primado del papa. Históricamente, este decreto no recibió la aprobación
formal de los papas siguientes.
El «concilio papal» de Pavía-Siena (1423-1424), convocado por Martín V en virtud
del decreto Frequens de Constanza, fue considerado generalmente como un fracaso. Significó
sobre todo la voluntad del papa de reservarse todas las posibilidades de convocar los
concilios, aunque fuera por sus legados. En efecto, el conflicto iba a radicalizarse durante el
concilio de Basilea (1431-1440), hasta desembocar en un nuevo cisma breve.
El último tramo histórico que se recorre va del Concilio de Basilea al Concilio de
Trento. En sus sesiones del 15 de febrero de 1432 y del 26 de junio de 1434, el concilio de
Basilea reafirmó la posición de Constanza sobre los poderes del concilio, pero en términos
que la endurecían más todavía quitándole su carácter circunstancial. El papa Eugenio IV, que
había sido prácticamente obligado a reconocer el concilio, se las arregló para trasladarlo a
Ferrara en 1437 y luego a Florencia en 1439. Desde allí, pudo condenar la interpretación dada
en Basilea al texto de Constanza. La aceptación rápida del conjunto de los fieles de la
obediencia romana significa al menos un rechazo del conciliarismo radical de Basilea. Esta
victoria de la posición del papa habría de confirmarse en los años siguientes.
Este concilio retiene en nuestros días la atención de una manera particular por haber
constituido, hasta cierto punto, una búsqueda de reconciliación sin reducción de las
diversidades. En la bula de unión con los griegos Laetentur caeli de 6 de julio de 1439, el
concilio de Florencia (1439-1445) reafirma los principios de la Sede apostólica y del papa,
aunque reconociendo todos los derechos y privilegios de las otras sedes patriarcales, algo que
era muy importante para los orientales.
Más tarde, en la bula Pastor aeternus gregem del V concilio de Letrán (19 diciembre
1516) reafirmó de nuevo la autoridad del papa sobre el concilio y se condenó el
conciliarismo, lo cual no impidió que la idea conciliarista renaciese bajo otras formas, como
demuestra la historia posterior.
Contra el conciliarismo de Constanza y de Basilea, al mismo tiempo que contra las
tesis de Juan Huss, se compusieron los primeros tratados de conjunto propiamente teológicos
sobre la Iglesia: los de los dominicos Juan Stojkovic de Ragusa (1443) y Juan de Torquemada
(1468). Las ideas de estos teólogos, al mismo tiempo que las de Nicolás de Cusa, son
características de la conciencia de Iglesia que se precisa en esta época.
Frente a la definición hussita de una Iglesia de los predestinados, Juan de Ragusa
define a la Iglesia como «la totalidad de fieles, buenos y malos, que tienen la fe ortodoxa,
reunidos por la participación en los sacramentos eclesiales», lo cual, incluye cierto número

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de elementos visibles y hace de la Iglesia un grupo históricamente perceptible. Sobre la autoridad


del papa y del concilio, intenta definir una vía media entre el conciliarismo y el papalismo. Es
cabeza, pero a título vicario, y su poder está al servicio de la Iglesia, que es la única infalible.
Nicolás de Cusa (1401-1464), comenzó profesando un conciliarismo moderado. Subraya
que el poder del papa no es cualitativamente distinto del de los demás obispos; «el papa no es
obispo universal, sino el primero por encima de los demás». La ecumenicidad de un concilio no
requiere solamente que sea convocado por el papa, sino que estén presentes en él las cinco sedes
patriarcales. Solamente así representará a la Iglesia universal. Después de 1437, adopta una
posición papalista: también el concilio puede engañarse; recibe su autoridad del papa, cabeza
visible de la Iglesia.
La Summa de Ecclesia (1436) del dominico español Juan de Torquemada es sin duda la
obra que tuvo mayor influencia en la eclesiología del siglo XV, que se sitúa en la línea de la gran
escolástica medieval. Despliega allí una teología del Cuerpo místico, en donde su originalidad
consiste en afirmar que Cristo, Cabeza del cuerpo, no solamente influye en los miembros, sino
que, como parte del cuerpo, sufre igualmente su influencia. Su concepción de la pertenencia a la
Iglesia es muy matizada. Lo que constituye a la Iglesia no es solamente la comunión en una
misma fe, sino también el gobierno de los obispos y finalmente del papa. Por tanto, pertenecen a
la Iglesia no solamente los predestinados, sino todos los creyentes, estén o no en estado de gracia,
mientras confiesen la verdadera fe y no estén separados de la Iglesia por una censura. Defensor
de los poderes del papa en los concilios de Constanza y de Basilea, identifica a la Iglesia universal
con la Iglesia romana: esta última es universal, si no por extensión, al menos cualitativamente.
El papa es «la única fuente de todo poder eclesial». El concilio está por entero en dependencia
del papa, excepto el caso de un papa hereje o cismático.
En fin, se asiste en esta época a una verdadera crisis de la conciencia eclesial, a la que
contribuyeron diversos factores que ya han sido mencionados en parte. Al final del siglo XV se
puede hablar de un estado de decadencia de la teología. El movimiento cultural del Renacimiento
concedía un papel cada vez mayor al individuo. En la espiritualidad se valoraba la vida personal
e interior a costa del juridicismo de la institución eclesiástica. La aspiración por un cristianismo
más puro tomaba la forma de un interés creciente por el acceso al texto mismo de la Escritura,
considerada como principal autoridad dogmática por los precursores de la Reforma.

Comentario:
Me ha parecido que el discurso del autor, aparte de ser didáctico y comprensible,
muestra un saber eclesiológico enciclopédico por la abundancia de la información y la
manera de presentarlo por etapas históricas, pertinentemente contextualizadas.
Al mismo tiempo, es de reconocer la capacidad de síntesis al señalarse a los autores,
sus obras y líneas principales de pensamiento que ayudan a la comprensión del surgimiento
del dogma en la Iglesia.
Considero que las directrices del tema: poder temporal-poder espiritual y monarquía
papal-conciliarismo fueron muy bien desarrolladas para aterrizar a la necesidad de una
afirmación definitiva al respecto, dadas las circunstancias del momento, y que aún hoy, en
algunos sectores continúa suscitando controversias, sobretodo, pero no exclusivamente ad
extra de la Iglesia.
Me sigue sorprendiendo la cantidad de información que hay sobre la eclesiología y a
estas alturas, tanto los datos históricos aquí expuestos como las propias valoraciones del autor
sirven para ir comprendiendo el misterio que representa la Iglesia, pues a distancia, se nota
con claridad su doble dimensión divina-humana, así como el equilibrio al que la va llamando.

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